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Cara Lockwood

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Beschreibung

Actual. Atrevida. Independiente. Descubre Harlequin INTENSE, una nueva colección de novelas entretenidas y provocadoras para mujeres valientes. ¿Quieres hacer algo más que mirar? El fogoso reto del nuevo vecino. Chloe Park solo quería echarle un vistazo. Atractivo, duro y con tatuajes, Jackson Drake era la encarnación de la sexualidad, y ella veía su sala de estar desde la ventana. Su voyerismo los volvió a ambos locos de lujuria. Y, con cada línea que cruzaban, Chloe se iba enganchando con más fuerza al chico malo de la casa de al lado.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Cara Lockwood

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Solo mira, n.º 18 - 1.6.19

Título original: Look at Me

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-787-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Para el amor de mi vida, mi esposo, PJ.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Chloe Park miró fijamente su ordenador portátil en cuanto se sentó en la mesa de la cocina de su acogedor apartamento del norte de Chicago. Se abanicó la cara, intentando desesperadamente que entrara un poco de brisa por la ventana abierta. Fuera el calor de junio había subido la temperatura por encima de los treinta grados y el sol de mediodía caía inmisericorde sobre su edificio de ladrillo. Pronto tendría que llamar a alguien para reparar el aire acondicionado, pero aún no. Su cuenta bancaria estaría rozando números rojos hasta el final de la semana, cuando esperaba la llegada de su próximo cheque.

Intentó concentrarse una vez más en el correo electrónico de trabajo, pero el chirrido de los frenos de una camioneta vieja que entró por la ventana abierta le alteró la concentración. Intentó ignorarlo y concentrarse en la pantalla y en las pocas frases que tenía que escribir antes de poder hacer clic en Enviar. Entonces llegó un ruido de metal chocando contra metal.

—¿En serio? —le preguntó al apartamento.

Se sentía como si el mundo entero conspirara para no permitirle trabajar. Tenía que actualizar al menos cinco cuentas de clientes en redes sociales y tenía que hacerlo ya, pero no podía concentrarse. Frustrada, cerró el correo electrónico y se secó el sudor de la frente. ¡Qué calor! Lo odiaba. Y el ruido de fuera no ayudaba, pero sabía que, si cerraba la ventana, el apartamento se convertiría en un horno de ladrillo. El choque de metales se vio reemplazado por voces de hombres, que el efecto eco del pequeño callejón hacía que sonaran más altas.

Vivía en un edificio pequeño de cinco apartamentos, uno encima del otro, en una antigua fábrica renovada pero cuya primera construcción databa de los años veinte. Ella vivía en la última planta, en el tercer piso, con un bloque de oficinas al sur y otro de apartamentos al norte que estaba en ese momento en proceso de reforma.

Incapaz de resistir más, tomó la lata de cola de la mesa y se acercó a la ventana. En el callejón de abajo había un camión blanco de mudanzas y un hombre se esforzaba por sacar una pesada rampa de metal de la parte de atrás, que estaba abierta.

¿Un vecino nuevo? Tenía que ser en el edificio de enfrente, donde había visto obreros que entraban y salían reformando sus tres plantas. El edificio estaba hecho de ladrillo sólido y en el lateral había un cartel que decía Herron and Co. Casi no había ventanas que dieran hacia ella, excepto tres en el segundo piso y una sola en el primero. Esas habían sido las antiguas oficinas de los ejecutivos que dirigían la compañía. Había oído que a principios del siglo xx había sido una instalación de almacenamiento en frío. Eso explicaba las puertas del garaje de abajo, lo bastante anchas para que entraran los carros de caballos que iban a recoger entregas, y el primer piso, completamente cerrado en ladrillo. Alguien le había dicho que uno de los propietarios había decidido renovar el tercer piso en los años ochenta, añadiendo ventanas que daban al callejón al que se asomaba ella. Aun así, la vieja casa de hielo era una de las razones por las que amaba Chicago, donde alternaban lo viejo y lo nuevo, lo antiguo y lo moderno y donde edificios viejos como aquel encontraban vida nueva.

El edificio vecino era lo bastante grande para tres apartamentos, pero hasta donde ella sabía, todo el bloque había estado vacío desde que ella se había mudado allí ocho meses atrás. Había habido albañiles que iban y venían y su vecino de abajo, un agente inmobiliario, le había dicho que estaban convirtiendo todo el edificio en una casa grande. Sin duda para una pareja muy rica o una familia de diez muy rica, puesto que la casa de tres plantas podía contener fácilmente diez dormitorios y cinco baños. Desde donde ella estaba, veía enfrente el último piso, donde había una sala de estar amplia, con suelos de madera de pino oscurecida, y también la terraza del tejado, que estaba cubierta de madera e incluía una chimenea y bancos. La semana anterior habían llegado jardineros con macetas y dejado la terraza cubierta de flores amarillas y blancas.

Chloe observó a los mozos de la mudanza, ninguno de los cuales alzó la vista. Se había acostumbrado a pasar desapercibida allí arriba. La gente no miraba más arriba del primer piso de su bloque. Se sentó en el banquito de su ventana mirador a sorber un refresco y a observar trabajar a los hombres. Como hacía tanto calor, solo podía soportar llevar un top de tirantes y un pantalón corto viejo. No se había molestado en maquillarse porque trabajaba en casa y, además, la humedad lo derretiría al instante de todos modos. Se había recogido el pelo moreno, casi negro, en una coleta alta, pero eso le daba igual. Dudaba de que los mozos de la mudanza alzaran la vista. Se sentía invisible en su posición elevada. Tomó otro sorbo, mirando a los hombres voluminosos debajo de ella, que esperaban descargar el camión. Parecía que no podían entrar.

En aquel momento llegó un Maserati nuevo a la parte de atrás del edificio, conducido por un hombre de unos treinta y pocos años. Aparcó en el callejón, sin importarle buscar un espacio apropiado. Chloe supuso que un hombre que conducía un Maserati podía permitirse pagar una multa por mal aparcamiento. El hombre salió del vehículo, ataviado con una camiseta y un pantalón corto. Era alto, con el cuerpo de un jugador de rugby y músculos que se podían ver desde donde estaba ella. ¿Qué era? ¿Boxeador? ¿Entrenador físico? Pero no, ella no conocía a ningún entrenador que pudiera permitirse un Maserati.

El hombre se pasó la mano por el pelo espeso rubio oscuro, al tiempo que guardaba el teléfono móvil en el bolsillo y empezó a dirigir de inmediato a los de la mudanza.

Chloe miró su estómago plano, ceñido por la camiseta, y pensó: «Apuesto a que es gay». No conocía a ningún heterosexual que trabajara tanto las abdominales. Y tampoco conocía a ningún rico que lo hiciera. Después de todo, ¿por qué molestarse cuando sus carteras podían hablar por sí mismas?

«Pero si es hetero, ñami», pensó.

Tenía una perilla rubia que le cubría la barbilla y no había anillo en su mano izquierda. Se sacó las llaves del bolsillo y abrió la puerta de atrás. ¿Sería el nuevo vecino? Desde luego, lo parecía. Y el Maserati encajaba con el perfil de alguien que acabara de comprarse un edificio entero solo para él.

Chloe deseó que alzara la vista y la viera, pero, como era de esperar, él no lo hizo.

«Nadie se molesta en verme aquí». Y la ventaja de ser invisible implicaba que podía espiar sin preocuparse de nada.

El nuevo vecino era muy atractivo y tenía más dinero que el tío Gilito si iba a vivir allí solo. Las casas en Lincoln Park no eran nada baratas. Si no, que se lo preguntaran a Rapero Chance, que vivía dos calles más allá. Aunque el dinero en sí mismo no le decía nada a Chloe. Cierto que no le importaría tener más, pero su padre coreano y su madre irlandesa la habían criado con los valores del Medio Oeste. Le habían dicho que trabajara duro, mantuviera la cabeza baja y no se destacara por ser llamativa o provocativa.

Un mechón de pelo casi negro le cayó por la cara. Sopló para apartarlo de la frente pegajosa y se recolocó el tirante del top, que no dejaba de bajar por el hombro. Observó cómo dirigía el vecino nuevo a los mozos, que descargaron un sofá gris modular muy grande y lo metieron por la puerta de enfrente.

«Al menos yo no estoy cargando sofás vestida con chándal con este calor», pensó ella, abanicándose con la mano y tomando otro trago de refresco, ya tibio.

Unos minutos después los vio maniobrar con el nuevo sofá en la sala de estar del segundo piso. Se dio cuenta de que podía ver la sala de estar completa, la chimenea, un trozo de la cocina e incluso, cuando estaba abierta la puerta del dormitorio, también un poco de este. Y ahora que habían subido las persianas, vio también mozos caminando por el espacio de abajo. Vio que el nuevo vecino cargaba también con cajas y cómo ondulaban sus bíceps bajo el peso. ¿Qué clase de millonario cargaba cajas? Eso despertó la curiosidad de Chloe. Quizá estaba equivocada y el musculitos era el ayudante personal de alguien. Sin embargo, algo le decía que no. Probablemente su actitud física, que denotaba un hombre que estaba al cargo, y no solo de la mudanza.

El hombre desapareció en la escalera. Entonces a Chloe le pitó el teléfono anunciando un mensaje entrante, una alerta de email. Fue a por el teléfono con aire ausente y revisó los mensajes. Era un spam. Lo borró y volvió a la ventana, donde vio que el vecino misterioso había subido al último piso y metía sus cajas en la sala de estar.

«Mirar no hace daño, ¿verdad? Además, no me verán».

Todavía no se había fijado en ella, que estaba lo bastante cerca para ver que le brillaba el sudor de la frente. Por una vez en la vida, se alegró de su manto de invisibilidad. Así podía verle la cara un poco mejor, con él en la ventana mirando hacia abajo. Se quitó las gafas de sol y se secó la frente, y ella vio que no tenía los ojos marrones. ¿Azules quizá? ¿Verdes? No era fácil saberlo. Él se secó el sudor de las sienes.

«Me gustaría secárselo con la lengua», pensó ella. Y esa idea ridícula le hizo reír apretando el teléfono en la mano sudorosa. ¿Cómo se le había ocurrido eso? Seguramente porque volvía a estar sola y de pronto todo el mundo era una posibilidad. Mientras terminaba la lata de refresco, observó al vecino nuevo dejar una caja en la sala y pasarse un brazo por la frente sudorosa. Entonces, para sorpresa de ella, se quitó la camiseta.

«¡Oh, caray! Hola, sexy», pensó Chloe, que solo había visto un pecho tan increíble en pósteres gigantes en el gimnasio. Tenía abdominales, sí, y una pequeña uve que desaparecía en el interior del pantalón caqui de cintura baja. Sus pectorales bien definidos y sus cincelados brazos parecían hechos para blandir un martillo.

También notó que aquel malote llevaba tatuajes. Uno grande a lo largo del brazo derecho y el hombro. ¿Qué era? No lo distinguía. Puso la cámara del teléfono e hizo un zoom para intentar verlo mejor. ¿El tatuaje era parte de un ala? No estaba segura.

¿Qué multimillonario cargaba cajas y tenía tatuajes? Chloe movió la cabeza. El vecino nuevo era un montón de misterios envueltos en una funda de caramelo. Él se secó la cara con la camiseta y Chloe tuvo la sensación de haber salido fuera del tiempo. Todo lo que veía parecía suceder a cámara lenta, incluso cuando el vecino sexy tomó una botella de agua y bebió un gran sorbo. Ella vio su manzana de Adán subir y bajar y de pronto deseó que se echara la botella de agua por la cabeza.

«¿Pero a ti qué te pasa? Esto no es un espectáculo de boys». Chloe intentó quitarse esas ideas de la mente, pero siguió sentada en la ventana, absorta. Apretaba el teléfono en la mano. ¿Debía hacerle una foto? Sentía tentaciones. Luego el vecino se apartó de la ventana y desapareció de la vista.

«¡Maldita sea! ¿Dónde está el chico malo con abdominales?».

Chloe se echó hacia delante, intentando ver, y el tirante volvió a bajársele del hombro. No llevaba sujetador porque hacía demasiado calor y la tela del top estaba peligrosamente baja, pero no hizo caso a eso. Estaba demasiado concentrada en ver de nuevo al dios nórdico que tenía por vecino.

¿Dónde se había metido? Ya no lo veía en las ventanas. Entonces oyó que se abría la puerta del tejado y lo vio salir a la terraza de suelo de mosaico. Allí estaba más cerca, en el lugar ideal para hacerle una foto. ¿Se la hacía? Sus amigos no se creerían que tenía un vecino tan buenorro. ¿Y si era famoso? ¿Quizá un actor de Chicago Fire o de alguna de las docenas de series que grababan en Chicago?

Alzó el teléfono, dudando si hacer o no la foto cuando él levantó de pronto la vista y sus ojos se encontraron. Chloe se quedó un segundo paralizada por la sorpresa. No era posible que la estuviera viendo. Nadie la veía allí arriba. Pero él la saludó con un gesto de la cabeza y una sonrisa y ella comprendió que sí la había visto. Él incluso alzó la mano en un gesto de saludo.

Horrorizada, Chloe se esforzó por esconder el teléfono, pero el movimiento brusco hizo que el aparato resbalara de la mano sudorosa y ella vio impotente cómo su smartphone nuevecito caía por la ventana. Se echó hacia delante, pero era demasiado tarde. Su preciada posesión cayó al callejón de abajo, donde esquivó por centímetros el Maserati reluciente y aterrizó en el asfalto, entre este y el camión de la mudanza, con un ruido espantoso.

Chloe miró al vecino, quien parecía sorprendido pero la miraba a ella, no al teléfono. Estaba absorto, paralizado, y entonces fue cuando ella se dio cuenta, demasiado tarde, de que colgaba fuera de la ventana, con el top tan bajo que mostraba los pezones al hombre.

Mortificada, se subió el top, se apartó de la ventana y se retiró a la cocina con el corazón latiéndole con fuerza.

«Genial. Tira el teléfono por la ventana y enséñale las tetas al vecino. A lo mejor te lanza unas monedas».

Las mejillas le ardían de vergüenza.

«Puede que sea gay y le dé igual». Al menos le quedaba esa esperanza.

Unos minutos después, Chloe se sintió como una idiota, descalza en la cocina, y se preguntó si él seguiría allí. Salió de la cocina de puntillas y a continuación se percató. «No puede oírme».

Intentó ver más allá de su ventana, pero cuando miró fuera, no vio al vecino por ninguna parte. Se acercó más a la ventana, intentando esconderse tras una cortina lateral. No. La terraza estaba vacía, excepto por las macetas.

Recordó su teléfono, que estaba en el suelo del callejón. Lo necesitaba. Era su vida.

No había tiempo para cambiarse. ¿Y si se lo llevaba alguien? Salió de su estupor y corrió hacia la puerta. Metió los pies en unas chanclas y salió hacia la escalera. Abrió la puerta de atrás, dispuesta a saltar al callejón, y casi chocó con… su nuevo vecino.

Este llevaba el teléfono roto en la mano.

—Creo que se te ha caído esto.

Al estar delante de él, se dio cuenta de que era altísimo. Sus hombros musculosos eran todo poder. Seguía sin camiseta. Y ella era muy consciente de que no llevaba sujetador.

—Ah, sí… —«Te he enseñado las tetas hace un segundo. Perdona»—. Gracias.

Agarró el teléfono, con la pantalla rota y el borde doblado. Se iluminó cuando lo tocó. Aquello era buena señal.

—Soy Jackson Drake —él le tendió una mano fuerte.

Chloe le estrechó la mano. La palma de él era suave y grande. El hombre tenía manos grandes, casi garras de oso. ¿Qué era lo que decían de las manos grandes? Sus ojos azules e intensos no dejaban de mirarla.

—Creo que somos vecinos —una sonrisa le curvó los labios. Tenía también buenos dientes. Dientes blancos, como los modelos.

Era el dueño de todo aquel edificio. ¿Qué hacía un multimillonario recogiéndole el teléfono? Chloe le miró la muñeca y vio que lucía un Rolex reluciente. Sí, definitivamente era rico.

—¿Y tú eres…?

«Idiota. Ni siquiera le has dicho tu nombre».

—Chloe… Chloe Park.

—Encantado de conocerte, Chloe. ¿Te importa que te tutee? Tengo la sensación de que, después de lo de hoy, ya debemos tutearnos —sonrió con astucia. Era una sonrisa lobuna.

La joven se sonrojó al recordar lo de antes.

—Lo siento. No estoy acostumbrada a tener vecinos. Ni siquiera bajo nunca las persianas. Ese edificio lleva mucho tiempo abandonado.

—No cambies esa costumbre por mí —él se acercó un paso más. Su pecho desnudo llenaba casi todo el campo de visión de ella.

Chloe se preguntó si su piel sería tan suave como parecía. Algo le decía que no era gay. Los gays no coqueteaban así con ella.

De nuevo perdió la capacidad de hablar. Seguramente él empezaría a pensar que era tonta. Sintió un cosquilleo en la parte de atrás de las rodillas.

—Park —dijo él, con sus ojos azules fijos en ella—. ¿Es un apellido coreano?

—Papá es coreano, mamá es irlandesa. Ya sabes, una representación viviente del crisol de culturas. Viven en Seattle, pero los veo un par de veces al año… —¿por qué parloteaba tanto? Siempre lo hacía cuando estaba nerviosa.

—¡Eh! ¡Drake! —llamó uno de los mozos, que transportaba una caja grande—. ¿Esto va al primer piso o…?

Jackson vaciló. Daba la impresión de que quería seguir allí. O quizá era solo porque no quería ocuparse de la mudanza. Una mudanza siempre es terrible, por muy rico que seas. O eso suponía Chloe.

—Veo que estás ocupado, pero, ah… gracias por el teléfono. Es vital para mí —dijo ella. Alzó un poco el teléfono. Suponiendo, claro, que el aparato funcionara todavía.

Jackson asintió. Allí, de pie en la puerta de atrás del edificio de ella, daba la impresión de sentirse muy cómodo consigo mismo. ¿Pero por qué no iba a estarlo? Era guapo y rico. Seguramente estaría acostumbrado a que las mujeres cayeran rendidas a sus pies. «O se les cayera el top», pensó, avergonzada.

—Hasta la próxima, Chloe —se despidió él.

Le hizo un gesto con la barbilla y ella permaneció un momento atrapada en sus ojos azules. Hasta que recordó que estaba sudada, sin duchar y no llevaba nada de maquillaje… Ni sujetador. Seguro que las tetas se bamboleaban como querían. Consumida por la vergüenza, se cruzó torpemente de brazos.

—Hasta la próxima vez —chirrió como un ratón, e inició la retirada.

Cuando se cerró la puerta del callejón, todavía le latía el corazón con fuerza.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Unas horas después, Jackson Drake circulaba con su Maserati por North Avenue y no podía quitarse de la cabeza a la belleza morena que le había dado aquel espectáculo. Sonrió para sí. Recordaba la vergüenza de ella al darse cuenta de que le había enseñado el pecho izquierdo y casi todo el derecho, con los pezones oscuros fruncidos justo como le gustaban a él. Los pechos eran del tamaño perfecto, naturales pero no demasiado pesados, aunque más grandes de lo normal. Pensó en la sensación que le producirían en las manos. Tener una vecina sexy que a menudo prescindía del sujetador era una ventaja que no había anticipado cuando compró la vieja casa de hielo. Drake había ganado una fortuna en el sector inmobiliario, transformando edificios viejos en apartamentos y oficinas nuevos. Era uno de los promotores a gran escala de más éxito de la ciudad. Una revista inmobiliaria lo había calificado de rebelde porque siempre apostaba por edificios y barrios que otros descartaban, y porque su aspecto de malote hacía que pareciera más un motero que un ricachón. Pero el pelo de la cara le creía con tal rapidez que tendría que afeitarse dos veces al día si quería ir bien afeitado, así que había decidido hacía mucho no combatirlo. Las barbas y perillas eran algo natural en él.

Pero aquellos que pensaban que parecía más villano que hombre de negocios se equivocaban. Se enorgullecía de investigar un barrio y saber todo lo que había que saber antes de invertir en él. Aunque, de algún modo, había pasado por alto el detalle de la vecina sexy.

«Si lo llego a saber, habría acabado antes la reforma», pensó con una sonrisa. «Y quizá añadido más ventanas». Ya se arrepentía de tener solo una en la segunda planta en la parte que daba al callejón.

El semáforo cambió a verde y aceleró el vehículo. Se adelantó al BMW del carril de al lado y se alejó rugiendo.

Pensó en el teléfono móvil roto de ella y frunció el ceño. Tomó mentalmente nota de que debía darle uno de los muchos smartphones que tenían en la oficina para entregar a los nuevos agentes inmobiliarios. A él le sería muy fácil reemplazarlo y, además, solo era un gesto de buen vecino. Pensó qué haría ella cuando viera el teléfono nuevo. ¿Su rostro se iluminaría de alegría?

Pero su excitación decayó casi al instante. Se preguntó brevemente si habría sido todo una interpretación por parte de ella. Muchas mujeres veían el dinero antes de verlo a él. Trabajaba mucho su cuerpo, pero había empezado a pensar que eso no importaba lo más mínimo. Qué narices, si alguna mujer lo deseaba por sus abdominales, sería un cambio bienvenido. La mayoría veían el Maserati y el Rolex y les daba igual su aspecto. Jackson movió la cabeza. Por eso había renunciado a la esperanza de encontrar a alguien a quien le importara él como persona. Su última relación había sido un desastre desde el inicio. Ella era una trepa social disfrazada de camarera. Laurie, una mujer a la que había sorprendido en el cuarto de baño, subida en la encimera con las piernas en alto, intentando meter el contenido de un preservativo usado dentro de su cuerpo para quedarse embarazada. Una jugada calculada para conseguir pensión alimenticia o un veinte por ciento de los ingresos brutos de él hasta que el bebé cumpliera los dieciocho años.

Cada vez que Jackson pensaba que ya no podía ser más cínico con respecto a las mujeres, se las arreglaba para alcanzar otro nivel. La experiencia había logrado que no quisiera salir con mujeres nunca más. Últimamente confiaba en relaciones con viejas amigas con derecho a sexo, relaciones sin ataduras ni compromisos. Mujeres a las que les gustaba cenar fuera, algún regalo que otro y que no les importaba que desapareciera durante meses. Tener dinero no era todo malo.

Llevaba años diciéndose que eso era lo que quería, una serie de mujeres atractivas y bien dispuestas. En general, el sistema le había funcionado bien, hasta que había pasado Acción de Gracias con su primo, la esposa de este y los hijos de ambos y había empezado a pensar cómo sería tener familia propia, una casa llena de amor y risas y un poco de caos. Por eso le habían dolido tanto las tonterías de Laurie. Le preocupaba no encontrar nunca amor sincero, una mujer que viera más allá del dinero y pudiera amar al hombre que había bajo todo eso.

Enfiló el coche hacia la oficina que llevaba su nombre, Propiedades Drake, y entró en el aparcamiento subterráneo situado debajo del elegante rascacielos que albergaba sus oficinas en la Costa Dorada, cerca del centro de Chicago, llamada así por sus apartamentos multimillonarios y su proximidad a la Milla Magnífica, donde estaban las tiendas más pijas de la ciudad. Saludó al guardia de seguridad de la puerta principal y se dirigió a los ascensores que lo llevarían al último piso.

Apenas se había abierto la puerta del ascensor cuando ya Hailey, su ayudante, le entregaba un capuchino muy caliente, con la espuma exactamente como le gustaba a él, con un elaborado remolino en el centro.

—Buenos días —dijo Hailey, con una sonrisa perfecta cuando le daba el café perfecto.

Perfección rubia con una falda de tubo de color gris acero y una blusa blanca, Hailey era muy profesional, tal y como le gustaba a él. A los clientes les impactaba su belleza, pero a él le gustaba que nunca pasaba por alto ni el más mínimo detalle.

—Aquí están los diarios —dijo, pasándole una carpeta con lo más importante del día y los negocios que había en marcha en la oficina—. Y la Housing Network volverá a llamar. Querían saber si ha cambiado de idea con lo de ese programa —Hailey se detuvo en la puerta, esperando su respuesta.

Jackson negó con la cabeza.

—Esta semana no tengo tiempo para debates televisivos —dijo, aunque sabía que la HN no se rendiría.

Llevaban meses acosándolo para que hiciera una aparición especial en un reality que ponía en contacto a expertos con renovadores de casas aficionados. Aunque esa posibilidad le resultaba interesante, Jackson estaba muy ocupado con proyectos en marcha y la fama nunca le había interesado gran cosa.

—Gracias, Hailey.

—De nada, señor. Ah, una cosa más. El señor Roberts le espera en el vestíbulo.

—¿Por qué? —preguntó Jackson, frunciendo el ceño.

Roberts era su mayor competidor en Chicago, y el único promotor que renovaba edificios tan deprisa como Jackson que no fuera Jackson. Pero mientras este creía en modernizar la comunidad e intentar mantener las casas dentro de un precio razonable y le preocupaba la ciudad como un todo, Roberts era el típico casero al que no le importaban nada sus inquilinos. Había nacido rico, un niño con fideicomiso que se había hecho más rico todavía a costa de los pobres. Poseía una gran cantidad de propiedades decrépitas en el Lado Sur. Jackson y él nunca estaban de acuerdo en nada. ¿Por qué quería reunirse con él?

—Solo me ha dicho que usted querría oír su proposición.

—No me interesa ningún negocio que ofrezca ese hombre —repuso Jackson.

Tomó un sorbo de capuchino y se dirigió a su espacioso despacho, que hacía esquina y estaba hecho casi totalmente de cristal. Allí lo esperaba su elegante escritorio de patas de cristal y su ordenador nuevo. Desde allí veía el Lago Michigan, punteado de barcos de vela blancos, con sus playas casi llenas de bañistas incluso en los días laborables.

Hailey apenas ocultó una sonrisa.

—Ya lo he pensado yo. ¿Le digo que se marche?

—No es necesario, señorita Hailey —dijo una voz de barítono en la puerta del despacho de Jackson.

Ambos se volvieron y se encontraron con Kent Roberts, de pie en el umbral. Jackson frunció el ceño. Miró a aquel barón del sector inmobiliario alto y moreno y no le gustó nada lo que vio. Ni la americana azul de estilo universitario, ni los pantalones caqui, los zapatos caros ni la gorra de estilo aviador que llevaba encima de su cabello moreno ondulado. Su estilo pijo molestaba profundamente a Jackson. Era como si jamás hubiera dejado la imagen de chico uniformado de un internado muy exclusivo. Por otra parte, quizá había ido a internados de niño y no sabía vestir de otro modo.

A Jackson le gustaba ensuciarse las manos y se sentía tan a gusto con un martillo en la mano en medio de una obra como revisando planos. Kent, por su parte, tenía manos delicadas, de manicura perfecta, que no habían visto ni un día de trabajo en toda su vida. Los dos eran polos opuestos.

—¿Señor? —preguntó Hailey, con una voz cargada de significado.

—No importa, Hailey. Ya me ocupo yo.

La joven saludó con una inclinación de cabeza y se alejó, dejándolo a solas con Robert.

Jackson se pasó una mano por la perilla, que estaba al borde de convertirse en una barba completa. La cara de bebé de Kent le produjo satisfacción. Estaba seguro de que allí no podía crecer nada. Jackson estornudaba y le salía un bigote.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó.

Se preparó para la respuesta. Había aprendido hacía tiempo a no subestimar a su adversario. Podía parecer que nunca se ensuciaba las manos, pero no tenía miedo de apuñalar a alguien por la espalda.

—Se trata más bien de lo que puedo hacer por ti, amigo mío —Kent sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos—. Me han dicho que te has mudado a tu casa de MacKenzie. Somos vecinos.

—¿Vecinos? —preguntó Jackson con rigidez.

—Acabo de comprar el edifico de al lado.

Jackson frunció el ceño. ¿Cómo no se había enterado de que el edificio estaba a la venta? Lo habría comprado, aunque solo fuera para proteger sus propiedades. Kent sonrió, sabedor de que había ganado una pequeña victoria.

—¿Cuál? —preguntó Jackson.

—El 1209.

Entonces Jackson se dio cuenta de que era el bloque en el que vivía Chloe, la vecina sexy. Aquello no le sentó nada bien. No le gustaba pensar que la joven tendría un casero nuevo, un hombre que sin duda le subiría el alquiler y después se negaría a arreglar nada. No conocía muy bien a Chloe, pero lo que le conocía le gustaba y, además, nadie se merecía eso.

—¿Qué piensas hacer con él? —preguntó.

La sonrisa de Kent se hizo más amplia.

—Pues vendértelo a ti, por supuesto.

Eso puso a Jackson en alerta. Sabía que Kent no era hombre que le hiciera favores.

—¿Por qué?