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Jacqueline Baird

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Beschreibung

Gianfranco le pidió a Kelly que se casara con él después de que esta se quedara embarazada tras un apasionado romance. Pero, una vez casados, Gianfranco tenía que hacer demasiados viajes de negocios, durante los cuales su familia le hacía la vida imposible a Kelly. Un día le dijeron que su esposo no la quería, que solo quería al pequeño; así que no le quedó otra opción que huir. Estaba claro que Gianfranco acabaría encontrándola, pero... ¿para qué?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Jacqueline Baird

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Solo nosotros, n.º 1285- agosto 2021

Título original: The Italian’s Runaway Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-851-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

KELLY McKenzie suspiró de satisfacción. Estaba tendida boca arriba en el césped que descendía con suavidad hacia el borde del lago Garda;. Era finales de agosto, el sol brillaba y la vida era fantástica. Se puso boca abajo, y miró en dirección a la casa, una gloriosa y antigua estructura de piedra situada a unos cincuenta metros del agua. Una terraza se extendía por todo su ancho, y en un extremo había unos matorrales cuyas hojas estaban moviéndose, a pesar de que no hacía viento. ¡Qué extraño!

Entonces lo vio. Entrecerró los ojos azules. Era la figura de un hombre oculta a medias por los matorrales; tenía una mano en la balaustrada y estaba inclinado, tratando de mirar por una ventana. En su otra mano llevaba una barra de hierro. A Kelly el corazón le dio un vuelco. Parecía un tipo peligroso.

Los músculos de su cuerpo se llenaron de tensión. Lo vio erguirse, de espaldas a ella. Llevaba puesto un chaleco blanco y unas bermudas caqui manchadas de aceite. Era alto, más de un metro ochenta, de hombros anchos y caderas estrechas, y tenía piernas largas que eran puro músculo y fibra al moverse.

Un hombre que se movía con actitud furtiva hacia los escalones de la terraza y la entrada de los ventanales de atrás…

«Mantén la calma», se dijo, «puedes manejar esto». Tres meses atrás, al encontrarse con una antigua amiga del colegio, Judy Bertoni, en Bornemouth, que le ofreció un trabajo como niñera de su hijo con la familia en Italia durante diez semanas, Kelly había saltado de alegría ante la oportunidad de pasar el verano bajo el sol, antes de asumir su puesto de investigadora química en un laboratorio del Estado en Dorset en octubre.

En su momento le había parecido una gran idea, pero en ese instante, enfrentada a lo que parecía un intruso muy siniestro, ya no estaba tan segura…

Estaba sola. La familia se encontraba en Roma, y Marta, el ama de llaves, había aprovechado la oportunidad para ir a visitar a unos amigos, después de advertirle a Kelly de que cerrara bien la casa por la noche, ya que habían tenido lugar una serie de robos en la zona.

Kelly contuvo el impulso de levantarse y salir corriendo y permaneció en silencio contemplando la figura del hombre llegar hasta el primer escalón. La barra de hierro que llevaba en la mano lo decía todo. Era evidente que tenía intención de irrumpir en la casa.

Se dijo que las situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas, y en el colegio y en la universidad había sido una buena gimnasta, aparte de ser dos años seguidos campeona de kickboxing. Mientras la atención del intruso se hallaba centrada en los ventanales de la casa, mentalmente ella se preparó para el combate. Despacio y en silencio se puso de pie, mientras la adrenalina bombeaba por sus venas.

Entonces, con un alarido que ponía los pelos de punta, giró en el aire como un remolino y con unas patadas precisas el ladrón quedó tumbado de espaldas y Kelly tuvo la barra de hierro en la mano y un pie en el cuello del hombre.

Gianfranco Maldini se había dado la vuelta sorprendido por el ruido, luego había tenido la imagen fugaz de un pelo rubio platino y de una forma muy femenina que volaba hacia él, momento en que el aire abandonó sus pulmones.

No podía creérselo… Una joven lo había tumbado literalmente. Nunca en sus treinta y un años una mujer le había hecho eso a «él». A punto de moverse, contempló la larga y bonita pierna y se quedó quieto. La testosterona dominó al sentido común.

«Dio, si es preciosa». Sus ojos oscuros la recorrieron en un escrutinio lento e intenso. Desde la cabeza, cuyo pelo rubio tenía recogido en una coleta, pasando por la perfecta simetría de las facciones, los ojos salvajes, la boca sensual que suplicaba ser besada, hasta los pechos altos y firmes que tensaban la camisa de algodón que se había atado bajo esos lujuriosos montes. Una extensión de piel pálida y suave revelaba su diminuta cintura y el hoyuelo de su ombligo, que los pantaloncitos ridículamente cortos no podían esconder.

Por primera vez en años, Gianfranco se quedó anonadado; sintió que se ponía duro al instante, algo que hacía años que tampoco le sucedía. Pero esa mujer era de una belleza deslumbrante, vibrante de vida, y la imagen de verla volar por el aire con tanta gracia era lo más espectacular que había presenciado en mucho tiempo. No tenía idea de lo que hacía en la casa de Carlo Bertoni, pero podría llegar a ser muy divertido averiguarlo. Hacía tres años que no disfrutaba de unas vacaciones y últimamente en su vida había faltado una diversión sana. Con una llamada a su oficina podría sacar algunos días libres. Nueva York podía esperar. Con arrogancia inconsciente, decidió que iba a perseguir a esa mujer.

Estaría mejor si no tuviera el pie en su cuello, pero no tenía prisa por levantarse. La vista era espectacular. Se hallaba de pie con los pies separados, con una pierna inclinada a la altura de la rodilla para mantener el pie sobre su cuello y el otro junto a su hombro. Los pantaloncitos no cubrían todo lo que deberían, y realizó el fascinante descubrimiento de que era una rubia natural; sonrió al preguntarse si ella sabía todo lo que revelaba.

Kelly alzó la barra metálica en la mano y al fin pudo echarle un buen vistazo al ladrón. Un tupido pelo negro caía en suaves ondulaciones sobre una frente ancha, y unas cejas negras perfectamente enarcadas enmarcaban unos ojos profundos y castaños. Solo una ligera desviación en lo que otrora debió de ser una nariz recta le impedía exhibir una belleza clásica. «Es un hombre perversamente atractivo», pensó cuando él sonrió con gesto lento y sexy y mostró unos dientes brillantes y blancos.

Kelly estuvo a punto de gemir en voz alta. Se preguntó por qué el hombre más atractivo que había visto en su vida tenía que ser un ladrón.

—Amigo, sé que has venido a cometer un atraco.

—¡Qué! —exclamó Gianfranco. Ya era bastante humillante que lo hubiera sorprendido y derribado, pero que lo acusara de ser un ladrón era excesivo para un hombre de su orgullo y arrogancia. En ese instante juró que la haría pagar por el insulto.

—No te hagas el inocente conmigo… no te servirá de nada —soltó con determinación—. Pero estoy dispuesta a darte una oportunidad. No has llegado a robar nada, de modo que dejaré que te vayas, si prometes no volver más.

El hombre movió la cabeza sorprendido. Si la joven lo consideraba de verdad un delincuente, era extraordinariamente ingenua si creía que un verdadero ladrón se marcharía.

—¿Eso ha sido un no? —exigió Kelly al verlo mover la cabeza—. Porque la alternativa es que te golpee en la cabeza con esta barra de hierro y que llame a la policía.

—No… sí —tartamudeó Gianfranco, olvidado por completo su sentido del humor al verla blandir la maldita barra de hierro sobre su cabeza. Estaba loca y él había perdido demasiado tiempo en el suelo admirando la vista.

Kelly, que creía tener el control de la situación, vio que con una velocidad que desafiaba la gravedad, sus posiciones se invirtieron. Su cabeza golpeó el suelo y durante un momento vio las estrellas, y cuando su visión se despejó, se hallaba inmovilizada en el suelo. Tenía las manos sujetas encima de la cabeza por una sólida mano masculina y un cuerpo grande a medias sobre ella, con una larga y musculosa pierna cruzada sobre sus extremidades finas.

—¡Suéltame, bruto! —gritó y comenzó a debatirse, pero en vano. Él era mucho más grande y fuerte. Le bastó con apretarle más las muñecas mientras con la mano libre la tomaba del mentón y le mantenía la cabeza sujeta al tiempo que la observaba enojado.

—¿Y por qué habría de hacerlo? —preguntó él con tono burlón—. Si soy el villano que imaginas, ¿de verdad piensas que voy a permitir que te marches?

Kelly no pensaba, empezaba a dominarla el pánico. La barra de hierro que le había arrebatado ya no se veía por ninguna parte, y el torso de él era como hierro sobre su pecho. En un último y desesperado intento por quitárselo de encima, intentó levantar la rodilla contra el muslo del hombre y abrió la boca para gritar.

A punto estuvo de tener éxito, pero una boca dura le aplastó la suya y ahogó el grito en su garganta. Fue un beso de poder absoluto, que le empujó los labios por encima de los dientes hasta que ella creyó que la haría sangrar. «Si quería asustarme, lo ha conseguido», pensó aturdida.

Entonces, sutilmente, el beso cambió. La boca se tornó suave y se movió una y otra vez sobre la exuberante plenitud de los labios de Kelly, y, para su vergüenza, ella sintió que sucumbía despacio al intenso placer sensual que despertaba el beso. Involuntariamente entreabrió los labios en un suspiro suave y desvalida aceptó la invasión de la lengua de él.

La mano de Gianfranco descendió de la barbilla hasta curvarse alrededor de la plenitud de un pecho, y el tiempo se detuvo. El calor se desplegó por cada vena del cuerpo de Kelly. Seducida por el contacto de la mano, por el calor del beso y por la fragancia masculina que irradiaba, se fundió contra él. Nunca antes le había sucedido que la excitación sexual le abrumara la mente y el cuerpo.

Cuando al fin él interrumpió el beso y alzó la cabeza, ella lo observó con brumoso desconcierto, queriendo saber por qué había parado. La mano se apartó del pecho y la miró con ojos negros por la furia. Kelly sintió la dura prueba de su excitación contra el vientre y de pronto recuperó el sentido. Se preguntó a qué lo invitaba con la impotente rendición a su beso.

Gianfranco, con la parte de cerebro que aún le funcionaba, se preguntó qué diablos hacía al besar a esa inglesa loca en el jardín de la casa de sus amigos a plena luz del día.

—Por favor, suéltame —suplicó Kelly. De algún modo, el hombre había insertado una pierna larga entre las de ella, y el calor y el peso de él ya no eran excitantes, sino sexualmente amenazadores. Era un absoluto desconocido y un ladrón, por no decir quizá algo peor, a juzgar por el estado en que se hallaba su cuerpo—. Para ya —gritó, luchando por retener la calma—. Podrías ir años a la cárcel por violación.

—Santa María —unos ojos incrédulos contemplaron la cara hermosa de la mujer que tenía debajo. Lo habían acusado de muchas cosas en su vida, pero jamás de violador—. ¿Estás completamente loca? —susurró con desprecio.

—No —el beso la había aturdido momentáneamente, pero sabía lo que tenía que hacer. El hombre estaba enfadado y era peligroso, tenía que seguirle la corriente hasta que surgiera la oportunidad de huir.

—¿Quién demonios eres y qué haces aquí? —exigió Gianfranco. «Aparte de volverme loco», pensó con ironía. Miró en los ojos más azules que había visto jamás y comprobó que ella estaba asustada de verdad, aunque se esforzaba por ocultarlo. Creía las tonterías que acababa de soltar.

—Me llamo Kelly McKenzie y he venido a trabajar aquí durante el verano como niñera del hijo de los propietarios —si conseguía que no dejara de hablar, tendría una mayor oportunidad de escapar—. Nadie me oyó gritar, de modo que si me sueltas ahora, te prometo que no te denunciaré.

—Basta. Ya es suficiente —esa farsa había ido demasiado lejos—. Bueno, Kelly McKenzie, no voy a hacerte daño; jamás he forzado a una mujer en mi vida y no pienso empezar contigo. ¿Lo has entendido? —ella estudió el rostro atractivo y quiso creerle—. Y ahora voy a soltarte, nos vamos a sentar y a discutir este error como dos seres humanos racionales. ¿De acuerdo?

Kelly asintió, con cada músculo del cuerpo tenso ante la posibilidad de huir. Al instante, él le soltó las muñecas y se sentó, pero antes de que ella pudiera siquiera moverse, había pasado un brazo fuerte por sus hombros esbeltos para pegarla con fuerza contra él.

—Tampoco soy un ladrón —continuó con ecuanimidad—. Así que siéntate y escucha.

No tenía muchas alternativas, atrapada en la jaula de aquellos poderosos brazos. Pero desvanecida la amenaza inminente de una violación, empezó a recuperar su temperamento habitualmente animado.

—¿De modo que tienes por costumbre vagar por los jardines de otras personas con una barra de hierro? —enarcó una ceja delicada. Para su sorpresa, el otro comenzó a reírse entre dientes, un sonido ronco y bajo que le aceleró los latidos.

—Ah, Kelly, ahora lo entiendo. Conozco a Carlo Bertoni. Le pedí prestada la barra de hierro para arreglar una rueda del tráiler del barco que tiene en la dársena. He venido a devolvérsela.

Ella nunca había mencionado el nombre de su jefe y ese hombre lo conocía, y también sabía que el señor Bertoni tenía una embarcación. A punto estuvo de gemir en voz alta. Una explicación tan sencilla, pero ella había pensado en lo peor. Su propio padre siempre le había dicho que tenía demasiada imaginación. En esa ocasión se había superado.

—La puerta de seguridad estaba abierta, así que llamé —continuó él—, y cuando nadie respondió, rodeé la casa con la intención de dejar la barra en la terraza. No quería llevármela de vuelta conmigo, porque he de realizar otra visita al otro lado del lago, en Bardolino. Eso fue hasta ver a esa mujer salvaje volar hacia mí como una malabarista circense para acusarme de ladrón.

—¡Oh, Dios mío! Lo siento —alzó unos ojos aliviados hacia él—. Así que no eres un ladrón, sino un marino y trabajas en el puerto en la ciudad.

Los labios de Gianfranco se elevaron en las comisuras en una sonrisa fugaz; nunca en la vida había conocido a una mujer con semejante capacidad para sacar conclusiones rápidas. Tuvo ganas de corregirla, pero al mirar su rostro inocente y el nacimiento de esos pechos, recordó su anterior decisión de divertirse. Además, aún le escocía que lo hubiera derribado con tanta facilidad.

—Sí, navego, y he estado toda la mañana trabajando en un barco —no mintió, pero tampoco le dijo la verdad.

—Imagino que con tanto turista, es la época más ajetreada del año en el lago Garda. Además está la regata de la semana próxima… tengo entendido que los participantes vienen de todas partes del mundo —su jefe iba a participar en la regata de veinticuatro horas—. Supongo que esa es la causa de que hables tan buen inglés —Kelly sabía que había empezado a divagar, pero se sentía aliviada de que no fuera un criminal y sí una persona corriente como ella. Al haber perdido el miedo, experimentó el súbito impulso de relajarse en la curva de su brazo.

—Es posible —convino con una sonrisa, los ojos le brillaron al encontrarse con los azules de ella—. Pero permite que me presente. Soy Gianfranco…

—Encantada, signor Franco —los nervios y el pulso desbocado hicieron que extendiera la mano con una sonrisa tentativa que iluminó su adorable rostro—. ¿Puedo llamarte Gian?

—Gianni. Prefiero Gianni —la ayudó a ponerse de pie—. Espero que se hayan acabado los malentendidos, Kelly. Somos amigos… como decís los ingleses, sellémoslo con un apretón de manos.

Con gesto formal se estrecharon las manos, pero ella vio unas luces en sus ojos y rio entre dientes. La fuerza del apretón, los leves callos que pudo sentir contra su palma suave, sin duda del trabajo manual que realizaba, la convencieron de que decía la verdad.

—No puedo creer que te considerara un ladrón —soltó con voz insegura, que se detuvo cuando él la pegó a la extensión de su cuerpo.

—Un beso para sellar nuestra amistad —bajó la cabeza oscura para reclamar la boca de Kelly en un beso prolongado y tierno.

Cuando al fin la apartó, ella temblaba; los aturdidos ojos azules buscaron los de Gianfranco, y al observar cómo entornaba los párpados pesados, ocultando su expresión, durante un momento se preguntó si no había aceptado con demasiada facilidad la explicación que le había dado.

—Me temo que he de marcharme enseguida, pero ahora que hemos establecido que somos amigos, ¿quieres cenar conmigo esta noche? ¿O el signor Bertoni pondrá alguna objeción? —preguntó Gianfranco con ligereza, pasándole la mano por el brazo para conducirla despacio alrededor de la casa.

—Me encantará —aceptó con presteza—. Tengo libre la siguiente semana, porque el signor Bertoni, su mujer y su hijo Andrea han ido a Roma a visitar a los padres de él —sabía que hablaba demasiado, pero con el brazo pegado al costado de él, era como si la recorriera una descarga eléctrica.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Gianni. Era demasiado astuto para no reconocer que la febril respuesta al beso la había aturdido mucho más que a él. Aun así, hacía años que no sentía una atracción tan poderosa por una mujer. Era evidente que ella carecía de gran experiencia, y para él sería un placer ampliarle la educación. Sintió una leve punzada de culpabilidad; no parecía más que una adolescente.

—Veintiún años —repuso con expresión radiante—. ¿Y tú?

—Treinta y uno… probablemente demasiado viejo para ti.

—En absoluto —negó ella con rapidez—. Judy es veinte años más joven que el signor Bertoni, y están felizmente casados. De hecho, ella haría cualquier cosa por él. Por eso me encuentro sola. A Judy le encanta impresionar a sus suegros cuidando ella sola a su hijo cuando van a visitarlos.

Kelly no tenía ni idea de lo que revelaba con su anuncio, pero al hombre que tenía al lado le sirvió como una advertencia. Kelly McKenzie no era el tipo de mujer para una aventura breve. Era evidente que creía en el matrimonio y en vivir felices para siempre y Gianfranco sabía que se hallaba en terreno peligroso. Pero al mirar sus facciones animadas y su exuberante cuerpo, desterró las dudas. La deseaba y era un hombre que siempre conseguía lo que deseaba…

 

 

Eran las ocho de la tarde y la primera sorpresa de Kelly fue ver llegar a Gianni en una enorme y ruidosa motocicleta. Cenaron trucha asada en la terraza de una pequeña trattoria en un pueblo pequeño situado en lo alto de las montañas. Debajo, las aguas oscuras del lago Garda brillaban a la luz de la luna, un entorno perfecto para una cena romántica.

Se marcharon pasada la medianoche. Kelly se aferró con fuerza a la cintura de él mientras Gianni maniobraba la moto con destreza por el camino descendente y sinuoso de regreso a Desenzano.

Al devolverle el casco que él había insistido que se pusiera, de pronto se sintió triste porque la velada llegaba a su fin. Miró en dirección a la casa y luego a él. ¿Debería invitarlo a entrar? Pero no era su casa, y además acababa de conocerlo.

—Gracias por una adorable velada —comenzó con formalidad, pero Gianni solucionó sus problemas al poner los cascos sobre la moto y tomarla en brazos.

—El placer ha sido mío —musitó con voz ronca—, y si me lo permites, tengo unos días libres que me gustaría dedicar a mostrarte el lago.

—Sí, por favor —aceptó sin aliento; y cuando él inclinó la cabeza y la besó, supo que su destino estaba sellado.

Comprendió que él era todo lo que siempre había querido y soñado, y que no le importaba nada más que estar en sus brazos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LOS siguientes cuatro días los dedicaron a recorrer con la moto los lugares hermosos y menos conocidos. Sitios que según Gianni solo conocían los habitantes de la zona.

Kelly estaba fascinada y encantada; rieron, bromearon y charlaron. Descubrió que él vivía con su madre al otro lado de Desenzano. Con cada día que pasaba, creció en ella la pasión por Gianni, hasta que al final se reconoció a sí misma que por primera vez en la vida se había enamorado.

Estaba tumbada boca arriba sobre la manta que Gianni había llevado para el picnic. Había elegido un punto hermoso, un pequeño claro herboso al borde del lago. Habían tenido que serpentear con la moto entre los árboles para encontrarlo. Kelly se había quitado los pantalones cortos y la camiseta para revelar un diminuto biquini azul y luego correr hacia las frescas aguas del lago perseguida por Gianni. Aún podía sentir la huella del gran cuerpo casi desnudo contra el suyo al abrazarla con sus fuertes brazos y besarla hasta dejarla sin aire.

Giró un poco la cabeza. Gianni estaba tumbado a su lado, con un brazo extendido y el otro debajo del cuello de ella. Observó el lento subir y bajar del poderoso pecho con fascinación. Habían almorzado y en ese momento él daba la impresión de estar dormido, y podía admirarlo a su antojo.

Asombrada, con la vista recorrió su cuerpo pecaminosamente sexy, bronceado, con una mata de vello negro sobre el torso que se iba estrechando al bajar por el escueto bañador negro que le cubría el sexo y poco más. Empezaba a lamentar no haberlo invitado a pasar aquella primera noche, porque al día siguiente, Marta regresó y ya no tuvo oportunidad de hacerlo, y lo anhelaba con un fervor que apenas conseguía controlar.

Inquieta, se sentó.

—¿Por qué ese gesto? —inquirió él con tono perezoso.

Había creído que estaba dormido, pero al observar el brillo oscuro en sus ojos, supo que había estado al tanto del escrutinio de ella, y eso le gustó. El corazón le dio un vuelco y en una reacción espontánea los pezones se le endurecieron contra el leve sujetador de algodón.

Subió las rodillas para rodearlas con los brazos y ocultar todo lo que pudo de su cuerpo, luego clavó la vista en el lago y dijo:

—La familia vuelve mañana —no tenía un motivo real para temer que su relación terminara porque las breves vacaciones llegaban a su fin. Pero lo tenía—. Se puede decir que es el último día de mis vacaciones —intentó sonreír.

—Entonces no debemos desperdiciarlo —indicó él; la tomó por los hombros y la hizo girar para tumbarla sobre él, al tiempo que encontraba su boca con extraordinaria precisión—. Ábrela —pidió sobre sus labios, aunque no fue necesario, ya que ella estaba más que dispuesta.

Las manos fuertes de Gianni bajaron por la extensión del cuerpo esbelto, siguiendo la forma de la cintura y las caderas, de los muslos, para volver a subir y asentar una en las nalgas y la otra en el costado de un pecho. Introdujo los dedos debajo del sujetador del biquini y con el dedo pulgar le acarició el pezón, haciendo que ella jadeara sobre su boca mientras el seno se endurecía a su contacto. Kelly sintió la reacción instantánea de su cuerpo grande e instintivamente lo acomodó entre las piernas y anheló su dureza masculina en la parte más sensible de su ser. Se retorció encima de él, sabiendo que solo dos trozos de tela la separaban de la posesión que tanto deseaba.

—Dio, te deseo —musitó Gianni—. He de tenerte —contuvo un gemido.

Ella era fuego y luz en sus brazos; la provocativa sensualidad del increíble cuerpo al moverse contra él lo mareó con un deseo descarnado y primitivo que apenas pudo controlar. Hacía años que no hacía el amor con una joven al aire libre y sabía que no debía hacerlo en ese momento. Era un hombre conocido, el lago estaba lleno de barcos, quizá incluso de paparazzi, que era lo último que necesitaba. Pero cuando sintió el pecho de Kelly henchirse en su mano y la suave e insegura caricia de la lengua de ella en su cuello, estuvo perdido.

La puso de espaldas y le separó los muslos para acomodarse en la cuna de sus caderas, mientras con la mano buscaba la tira del sujetador. Quería darse un festín con su belleza, tocar y probar cada centímetro delicioso de ella. Pero después de besarla con pasión salvaje y hambrienta, lo oyó…

De pronto Kelly se encontró mirando el cielo brillante y despejado. Gianni se había incorporado de un salto y con voz baja y furiosa había soltado una serie de juramentos.

Ella se sentó. Gianni se dirigía hacia el borde de la arboleda, al encuentro de un hombre mayor que llevaba una escopeta bajo el brazo. No pudo oír lo que hablaron, aunque de todos modos se sentía muy avergonzada. No había notado la aproximación del anciano.