Solo una semana - Luna de miel en Hawái - Andrea Laurence - E-Book

Solo una semana - Luna de miel en Hawái E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

Solo una semana Andrea Laurence Después de su ruptura, lo último que deseaba Paige Edwards era una escapada romántica. Pero un viaje a Hawái con todos los gastos pagados la llevó a aterrizar en la cama de Mano Bishop. Una aventura explosiva con Mano podría suponer la recuperación perfecta… el problema era que estaba embarazada de su ex. Luna de miel en Hawái Andrea Laurence Cuando Lana Hale le pidió al magnate Kal Bishop que se casara con ella, él se sintió incapaz de defraudar a su amiga. Para evitar que trasladaran a la sobrina de Lana a un hogar de acogida, Lana necesitaba un marido. Antes de que se dieran cuenta, el papel de enamorados que estaban interpretando se volvió real, y cuando ya no había necesidad de que siguieran adelante con la farsa, Kal se vio perdiendo a una esposa a la que ni siquiera sabía que deseaba.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 494 - junio 2022

 

© 2016 Andrea Laurence

Solo una semana

Título original: The Pregnancy Proposition

 

© 2016 Andrea Laurence

Luna de miel en Hawái

Título original: The Baby Proposal

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2017

 

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-742-4

Índice

 

Créditos

Índice

Solo una semana

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Luna de miel en Hawái

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Bueno, Papa, por fin conseguiste regresar a Hawái.

Paige Edwards agarró con fuerza la urna de su abuelo mientras seguía al conductor hacia el coche que les esperaba en la puerta del aeropuerto de Honolulú. El chófer le subió el equipaje y le abrió la puerta para que se subiera al asiento de atrás.

Mientras avanzaban por las abarrotadas y sinuosas calles hacia el hotel de Waikiki Beach, Paige no pudo librarse de la sensación surrealista que se había apoderado de ella las últimas semanas. Todo empezó con la llamada de su madre diciéndole que su abuelo había muerto. Había luchado el último año contra una insuficiencia cardíaca. Paige, que era enfermera, había sentido la necesidad de pasar un tiempo con él y asegurarse de que estuviera recibiendo los mejores cuidados posibles.

Aunque no era realmente necesario. Su abuelo era absurdamente rico y podía permitirse los mejores médicos y tratamientos de California. Pero ella le tenía cariño, y por eso pasó mucho tiempo allí. Al final eso era más fácil que enfrentarse al desastre en el que se había convertido su vida.

Y cuando su abuelo murió pudo distraerse organizando el funeral y escuchando a sus padres preocuparse por cómo se iba a repartir la herencia.

A Paige eso no le importaba lo más mínimo. El dinero de Papa era algo que siempre estaba de fondo, pero no sentía la necesidad de reclamarlo. De hecho había animado a su abuelo a donar su dinero a una causa que fuera importante para él. Eso alejaría a los tiburones que daban vueltas en círculos alrededor de su hacienda.

Sin embargo, Paige no esperaba que su abuelo tuviera para ella planes mayores de los que había esperado. Aquellos planes la obligaron a hacer las maletas y a subirse a un avión rumbo a Hawái con sus cenizas.

Mientras miraba por la ventanilla entendió por qué su abuelo quería que sus cenizas se quedaran en Hawái. Era precioso. A medida que se iban acercando al hotel vio algún destello de la arena dorada y las aguas turquesas que se unían al cielo azul carente de nubes. Las palmeras se agitaban bajo la brisa y la gente vestida de playa abarrotaba las aceras y las terrazas.

El coche ralentizó la marcha para girar hacia un complejo llamado Mau Loa. Paige no había prestado realmente mucha atención a los detalles del itinerario que el albacea de su abuelo había preparado. Aquello no eran unas vacaciones, así que no le importaba dónde se iba a alojar.

Cuando se detuvieron en la puerta del hotel y el botones abrió la puerta del coche, Paige se dio cuenta de que su abuelo tenía una idea muy diferente de lo que debía ser aquel viaje.

No era un hotel situado a cinco manzanas de la playa. Estaba en la misma playa. El botones llevaba un uniforme muy bonito con guantes blancos inmaculados. La puerta de entrada estaba abierta a la brisa y a través del vestíbulo se veía el mar, que quedaba más allá.

El botones la acompañó al mostrador de recepción VIP. Paige le pasó a la recepcionista los papeles que le había dado el albacea y la mujer abrió los ojos de par un par un instante antes de que una enorme sonrisa le cruzara el rostro.

–Aloha, señorita Edwards. Bienvenida a Mau Loa –se levantó del escritorio para ponerle una guirnalda de orquídeas color magenta alrededor del cuello. Olían a gloria.

La mujer se giró entonces hacia el botones que llevaba su equipaje.

–Lleva las cosas de la señorita Edwards a la suite Aolani y luego hazle saber al señor Bishop que tenemos una nueva huésped VIP.

Paige alzó las cejas. ¿Una suite? ¿VIP? Papa se había excedido y no había ninguna necesidad. En su trabajo de enfermera en un hospital para veteranos no estaba acostumbrada a que la agasajaran. Se pasaba la mayor parte del tiempo calmando las pesadillas de exsoldados traumatizados y tratando de convencerles de que haber perdido una pierna no era el fin del mundo. La tasa de suicidios entre los hombres y mujeres que volvían a casa tras prestar servicio era demasiado alta.

Paige miró a su alrededor mientras la mujer completaba el registro. Al otro lado del vestíbulo había tres hombres tocando música en una piscina que parecía un lago y tenía una cascada. Un empleado del hotel había empezado a encender las antorchas porque el sol estaba cayendo ya. Paige sintió que le empezaba a bajar la tensión arterial al escuchar el sonido de las olas mezclándose con la melodía de la música tradicional hawaiana.

Apenas había dado diez pasos dentro del hotel y ya sabía que adoraba Hawái.

–Esta es su tarjeta, señorita Edwards. La suite ya está preparada. Siga el camino a través del jardín hacia la torre Sunset. Habrá música en directo en la piscina hasta las diez. Disfrute de su estancia.

–Gracias –Paige agarró la tarjeta y empezó a descender por el camino de piedra que llevaba a su habitación de hotel.

El complejo era grande, tenía varias torres que rodeaban una zona común en la que había una piscina enorme con la cascada y un par de toboganes, múltiples restaurantes y plantas tropicales por todas partes. Era como un jardín en medio de un bosque tropical.

La torre Sunset era la más cercana a la playa. Paige miró la tarjeta cuando entró en el ascensor. Su suite era la habitación 2001. Intentó no fruncir el ceño cuando pulsó el botón y el ascensor la subió veinte pisos hasta la última planta. Cuando se abrieron las puertas esperaba encontrar un vestíbulo grande, pero se encontró con un pequeño recibidor. A su izquierda había una puerta en la que ponía «privado», y a la derecha había otra con un placa que indicaba que aquella era la suite Aolani. ¿Dónde estaba el resto de las habitaciones de aquella planta?

Estaba a punto de deslizar la tarjeta en la cerradura cuando la puerta se abrió y salió el botones.

–Su equipaje está en la habitación principal. Disfrute de su estancia en Mau Loa –el chico entró en el ascensor y desapareció, dejándola en el umbral completamente perdida. Entró en la habitación y dejó que la puerta se cerrara tras ella.

No podía ser. Era… la suite del ático.

Era más grande que su apartamento y estaba rodeada casi por completo de ventanales. Tenía un salón con sofás de cuero y una enorme pantalla de televisión, una mesa de comedor en la que cabían ocho personas y una cocina de diseño. Los colores neutros, los suelos de madera clara y los muebles blancos creaban un ambiente tranquilizador. Un lado de la estancia daba al centro de Honolulú y el otro a Waikiki.

Paige se sintió atraída al instante hacia el balcón que daba al mar. Recolocó la urna de su abuelo en los brazos para abrir la puerta de cristal y salir. La brisa le alborotó al instante el liso y castaño cabello alrededor del rostro. Se lo apartó a un lado y se acercó a la barandilla para echar un vistazo.

Era impresionante. El mar estaba lleno de surfistas y una manada de delfines atravesaba las olas haciendo giros en el aire antes de caer de nuevo al mar. Parecía irreal.

–Papa, ¿qué has hecho? –preguntó. Pero sabía de qué se trataba.

Sí, su abuelo quería que sus cenizas se quedaran en Honolulú. Fue uno de los pocos supervivientes del ataque de Pearl Harbour que hundió su barco, el Arizona. Y, como tal, tenía la opción de regresar al barco para ser enterrado. La ceremonia se celebraría en una semana.

Sin embargo, hasta entonces aquel viaje estaba completamente en manos de Paige. No había otra razón para que el funeral de su abuelo exigiera que viajara en primera clase ni que se quedara en la suite del ático de un hotel de cinco estrellas. Papa lo había hecho por ella. Y se lo agradecía. La vida de Paige había dado un inesperado giro recientemente, y una semana en Hawái era exactamente lo que necesitaba para intentar averiguar qué diablos iba a hacer.

Suspiró, volvió a entrar en la suite y dejó la urna de su abuelo en una mesa cercana.

Al lado había una cesta repleta de fruta fresca, galletas, nueces de macadamia y otras delicias locales.

Consultó su reloj y se dio cuenta de que era un buen momento para bajar a cenar. Había tenido varias guardias seguidas en el hospital, y combinado con el largo vuelo y el cambio de hora, se sentía agotada. Pero tenía que comer. Si se daba prisa podría llegar a ver el atardecer.

Corrió al dormitorio y abrió la maleta. Cambió los vaqueros y los mocasines por un vestido de verano y unas sandalias. Era lo único que necesitaba.

Agarró el bolso y la llave de la habitación y salió para disfrutar de su primera noche en Oahu mientras todavía pudiera mantener los ojos abiertos.

Cerró la puerta, se giró hacia el ascensor y se topó contra un muro sólido de músculo. Cuando se tambaleó hacia atrás, una mano masculina la agarró del codo para sostenerla. El hombre medía más de dos metros, lo que hizo que Paige se sintiera pequeña con su metro setenta y siete de altura. Y no solo era alto; era grande. Tenía los hombros anchos y unos bíceps enormes bajo el traje hecho a medida. Llevaba unas gafas de sol Ray-Ban de estilo clásico y un pendiente negro que se curvaba tras la oreja y se fundía con las ondas marrón oscuro de su cabello.

Lo que pudo ver del rostro de aquel hombre le resultó increíblemente hermoso y, tal como se dio cuenta al instante, quedaba completamente fuera de su alcance. Pero eso no impidió que su cuerpo se estremeciera en respuesta a la cercanía de semejante espécimen de hombre. Cuando tomó aire aspiró el aroma de su esencia, una embriagadora mezcla de almizcle y olor a hombre que le provocó un inesperado escalofrío en la espina dorsal.

–Lo siento mucho –se disculpó Paige mientras se recuperaba del impacto–. Iba con tanta prisa que no le he visto.

Que no hubiera percibido semejante montaña de hombre delante de ella era la prueba de lo distraída que estaba últimamente.

El hombre sonrió, mostrando unos dientes blancos y brillantes que contrastaban con su piel polinesia. A Paige le temblaron las piernas al ver el hoyuelo que se le formó en la mejilla.

–No pasa nada. Yo tampoco la he visto a usted.

Paige se dio cuenta de que el hombre no la miraba directamente al hablar. Bajó la vista y vio el perro labrador color chocolate oscuro que llevaba a un lado. Con un arnés de perro guía.

«Bien hecho, Paige». Acaba de chocar contra un hombre increíblemente guapo, sexy… y ciego.

 

 

–Oh, Dios mío –dijo la mujer con voz angustiada.

Al parecer había pillado la broma pero no le resultó graciosa. A muy poca gente le hacían gracia los chistes de ciegos, pero él había desarrollado un sentido del humor negro respecto a su discapacidad en los últimos diez años.

–¿Está usted bien? –preguntó ella.

Mano no tuvo más remedio que reírse. Aunque fuera ciego, no tenía nada de frágil. La mujer podría haberse estrellado contra él a toda velocidad y apenas lo habría notado.

–Perfectamente. ¿Y usted?

–También. Solo un poco avergonzada.

Mano casi pudo ver el sonrojo en las mejillas de la joven. Tenía la impresión de que las mujeres con las que trataba diariamente no se sonrojaban mucho. Esta parecía distinta a las huéspedes habituales de la suite Aolani. Estaba nerviosa y se sonrojaba con facilidad. La cantidad de dinero que hacía falta para permitirse aquella habitación solía ir acompañada de una cierta dureza que no había detectado en ella.

–No tiene por qué –la tranquilizó–. Siéntase libre de tropezarse conmigo siempre que quiera. Soy Mano Bishop, el dueño del hotel. Iba de camino a saludar a la nueva huésped de la suite Aolani. Eso significa que usted debe ser la señorita Edwards –se puso la correa de Hoku en la mano izquierda y le tendió la derecha a ella.

–Sí –respondió la joven estrechándole la mano–. Puedes llamarme Paige.

El contacto de su delicada mano le provocó un escalofrío en la espina dorsal. Aquella inesperada reacción le llevó a observar con más cuidado a su nueva huésped. No solo sonaba distinta a los huéspedes habituales de la suite, su tacto también era distinto. No tenía la piel tan suave como cabía esperar en una mujer joven. Había en ella cierta aspereza, como si trabajara con las manos. Mano se preguntó si no sería artista de algún tipo. Desde luego, no se trataba de una princesa mimada.

–¿Qué te ha parecido la suite, Paige? Espero que haya cubierto tus expectativas.

–Es impresionante. Quiero decir, es más bonita de lo que nunca esperé. Y las vistas son increíbles. Aunque no sé si tú… oh, Dios mío.

–Lo cierto es que sí lo sé –intervino Mano rápidamente para evitarle un mal trago–. Perdí la vista a los diecisiete años. Aunque ya no pueda ver las vistas, las recuerdo muy bien.

Se escuchó la campanilla del ascensor y las puertas se abrieron. Mano escuchó el suspiro de alivio de Paige y trató de disimular la sonrisa.

–Por favor –le hizo un gesto con la mano–. Adelante.

Escuchó el sonido de su movimiento cuando entró en el ascensor. Luego Hoku tiró del arnés y guio a Mano al ascensor detrás de ella. Deslizó los dedos por el panel hasta encontrar la tecla del vestíbulo, marcada con un símbolo en braille. Luego se giró hacia la puerta y se agarró al pasamanos para no perder el equilibrio.

–¿Cómo se llama tu perro? –preguntó Paige mientras bajaban.

–Hoku –respondió él. El labrador llevaba siete años a su lado y se había convertido casi en parte de él–. Puedes acariciarle si quieres.

–¿Seguro? Tengo entendido que no se debe hacer eso mientras están trabajando.

Qué inteligente, pensó Mano. Mucha gente no lo sabía.

–Desgraciadamente, yo siempre estoy trabajando, así que Hoku también. Hazle una caricia y te querrá para siempre.

–Hola, Hoku –dijo Paige con ese tono de voz tierno que la gente reserva para los bebés y los animales–. ¿Eres un buen chico?

Hoku la recompensó con un jadeo sonoro. Seguramente le estaría acariciando las orejas, eso le encantaba.

–¿Qué significa Hoku?

A Mano le gustaba el tono melódico de la voz de Paige, sobre todo cuando utilizaba alguna palabra de su idioma materno, el hawaiano.

–Significa «estrella» en hawaiano. Antes de que hubiera sistemas de navegación y mapas, los marineros se guiaban por las estrellas. Y como él es mi guía, pensé que era un nombre apropiado.

–Es perfecto.

Cuando Paige se incorporó lo hizo acompañada de una nube de aroma. Tenía una fragancia única, y sin embargo le resultaba en cierto modo familiar. Muchas mujeres, sobre todo las que se alojaban en la suite Aolani, se bañaban prácticamente en perfumes caros y lociones con esencia. La mayoría de la gente no se daba siquiera cuenta, pero Mano tenía un sentido del olfato muy desarrollado, para bien y para mal. El aroma de Paige era sutil y al mismo tiempo atrayente, con un toque a polvos de talco y… jabón sanitario. Era una combinación extraña.

Sonó la campanilla del ascensor y el sistema de audio anunció que estaban en el vestíbulo. Mano había actualizado los ascensores unos años atrás para incluir aquella función para él y para huéspedes invidentes. Las puertas se abrieron y él hizo un gesto con la mano para que Paige saliera. Esperaba que se marchara a toda prisa. La mayoría de la gente se sentía un poco incómoda cerca de él. Estaba claro que ella también, pero no la ahuyentaba. Su aroma continuó a su lado cuando salió del ascensor.

–¿Vas a cenar esta noche en el hotel? –le preguntó Mano.

–Sí, hacia allí voy. Aunque todavía no tengo claro dónde.

–Si quieres que tu primera comida aquí sea auténtica, te recomiendo Lani. Es nuestro restaurante polinesio tradicional, así probarás lo que Honolulú tiene que ofrecer desde el punto de vista culinario. También hay una zona exterior muy bonita. Si te das prisa creo que todavía llegarás a ver el atardecer. Vale la pena verlo. Dile a la encargada que vas de mi parte y ella se asegurará de conseguirte el mejor sitio disponible.

–Gracias. Lo haré. Espero que volvamos a vernos… digo… a encontrarnos en otra ocasión.

Mano sonrió al escucharla balbucear.

–Disfruta de tu velada, Paige. A hui hou kakou.

–¿Qué significa eso?

–Hasta que nos volvamos a encontrar –respondió él.

–Oh. Gracias por tu ayuda. Buenas noches.

Mano agitó la mano en gesto de despedida y luego escuchó el aleteo de sus sandalias dirigiéndose hacia la playa y los restaurantes del hotel. Cuando Paige se hubo marchado, se giró hacia los mostradores de recepción y dejó que Hoku le guiara entre los huéspedes. Hoku se detuvo justo delante del mostrador en el que había una puerta giratoria para pasar más allá del área de registro. La zona de conserjería estaba justo a la derecha.

–Aloha ahiahi, señor Bishop.

–Hola, Neil. ¿Cómo van las cosas esta noche?

–Muy bien. Se ha perdido usted el ajetreo de la llegada de los vuelos nacionales.

Mejor. Se le daba bien moverse por el hotel, pero intentaba evitar los momentos más movidos para evitar tener un problema con la gente que iba arrastrando las maletas o con los niños corriendo por ahí.

Como no estaba ocupado en aquel momento, Mano se preguntó también si podría aprovecharse de los ojos de su conserje. Sentía curiosidad por su nueva huésped, Paige.

–¿Has visto a la joven que salió del ascensor conmigo?

–Brevemente, señor. No la miré bien.

A Mano le impresionaba en ocasiones que aquellos que tenían vista no pasaran la mayor parte del tiempo disfrutando de ella.

–¿Y qué viste?

–La miré fugazmente porque vi que estaba hablando con usted. Era una mujer alta y con una melena castaña y lisa. Pálida. Muy delgada. No le vi la cara porque estaba girada hacia usted.

Mano asintió. Aquello podría describir a mil mujeres del hotel. Pero al menos era un principio.

–De acuerdo. Gracias. Si surge algún problema avísame. Estaré en mi despacho.

–Sí, señor.

Mano y Hoku avanzaron por un pasillo y atravesaron la zona en la que trabajaba la dirección del hotel. Tomaron otro pasillo y giraron para entrar en su despacho. Mano encendió la luz y se dirigió al escritorio. Ni Hoku ni él necesitaban la luz, pero había descubierto que a sus empleados les resultaba raro que estuviera a oscuras en la oficina y podían pensar que no quería que le molestaran.

Mano tomó asiento en la silla y Hoku se acurrucó a sus pies para dormir. El perro siempre le ponía la cabeza en el zapato para que Mano supiera que estaba ahí. Se inclinó para acariciarlo, pulsó un par de teclas en el teclado para encender el ordenador y se puso los cascos que utilizaba para controlarlo en la oreja que tenía libre. El sistema le leía los correos electrónicos y los archivos, y él podía controlarlo con órdenes de voz.

Mientras repasaba el correo desvió la atención hacia el otro auricular, que estaba conectado con el sistema de seguridad del hotel. Mano sabía todo lo que sucedía en su hotel aunque no pudiera verlo. Había sido un día tranquilo con mucha charla banal. Aquello cambiaría cuando anocheciera. Los fines de semana eran bastante animados en el complejo, había fiestas nocturnas, fuegos artificiales y gran variedad de cócteles.

En aquel momento dos miembros de su equipo estaban debatiendo si había llegado el momento de parar a un caballero en el bar exterior; estaba haciendo demasiado ruido. A Mano no le preocupaban ese tipo de asuntos. Su equipo podía manejarlos perfectamente.

Llamaron con suavidad a la puerta. Mano alzó la mirada expectante hacia el sonido.

–¿Sí?

–Buenas noches, señor Bishop.

Mano reconoció la voz de su jefe de operaciones, Chuck. Habían crecido juntos y eran amigos desde segundo grado.

–Buenas noches, Chuck. ¿Ha pasado algo relevante mientras yo estaba arriba?

–No, señor.

–Bien. Escucha, ¿tú estabas por casualidad por ahí cuando llegó nuestra huésped VIP del Aolani?

–Yo no, pero Wendy estaba en recepción sobre esa hora. Puedo hablar con ella si quiere saber algo.

Mano sacudió la cabeza. Se sentía un poco ridículo preguntando, pero no tenía otra manera de saber.

–No la molestes con esto. Pero si ves a la señorita Edwards cuéntame qué te parece. Parece… distinta. Ha despertado mi curiosidad.

–Mmm… –murmuró Chuck en un tono que a Mano no le gustó–. Si ha captado su interés yo también quiero verla. Hace mucho que no disfruta usted de compañía. ¿Podría ser ella su próxima elección?

Mano suspiró. Seguro que ahora Chuck le torturaría sin piedad. En ese sentido era un poco como su hermano mayor, Kal. La culpa era suya por hablarle a su amigo de sus métodos poco habituales para ligar, pero era la única manera de que la gente intentara buscarle pareja constantemente.

–No sé. Solo quiero conocer tu opinión antes de invitarla a cenar mañana por la noche.

–Entonces, ¿la va a invitar a cenar? –insistió Chuck.

–No en plan cita –se explicó Mano–. Iba a pedirle que se sentara conmigo en la mesa del dueño.

Era una tradición que su abuelo había empezado en el hotel y que él había continuado cuando se hizo cargo. Pero era la primera vez que afectaba a una mujer joven que viajaba sola.

–Me llama la atención que esté aquí sola.

Chuck tenía razón en cierto modo, pero Mano no iba a decírselo. Estaba interesado en Paige. No le gustaba tener citas con huéspedes del hotel, pero teniendo en cuenta que casi nunca salía de la propiedad, era eso o el celibato. De vez en cuando encontraba alguna mujer que le interesaba y le proponía que pasara una semana con él. Sin ataduras, sin sentimientos, solo unos cuantos días de fantasía antes de que ella volviera a su casa a su vida cotidiana. Aquello era lo único que estaba dispuesto a ofrecerle a una mujer. Al menos desde Jenna.

Sus experiencias personales le habían enseñado que una fantasía a corto plazo era lo mejor que podía ofrecer. Su discapacidad era como el tercero en discordia de todas sus relaciones. Se había acostumbrado a ser ciego, pero odiaba tener que pedirle a nadie que lidiara con ello a largo plazo. Hizo todo lo que pudo para no convertirse en una carga para su familia, pero sería más difícil proteger de ello a la mujer que compartiera su vida. No quería ser una carga para la mujer que amara.

–Me ocuparé de ello, señor.

Chuck desapareció y Mano volvió al trabajo. Iba a dar una orden de voz pero se detuvo. No quería leer más correos aquella noche. Estaba más interesado en la idea de ir a Lani y averiguar algo más sobre la misteriosa Paige. Quería sentarse y escucharla hablar un poco más. Quería dejarse llevar por su aroma y averiguar de qué estaba hecha aquella extraña combinación. Quería saber por qué tenía las manos ásperas y por qué estaba sola en una suite tan grande situada en un enclave tan romántico.

Consideró la idea por un momento, pero luego la desechó por tonta. Aquella era la primera noche de Paige en Hawái. Seguro que tenía mejores cosas que hacer que contarle la historia de su vida al ciego y solitario dueño del hotel. Sí, Paige le intrigaba, y sí, el mero hecho de rozarla había despertado todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo, pero ella no tenía que haber experimentado necesariamente la misma reacción ante él. Era lo bastante guapo, o al menos lo era la última vez que vio su propio reflejo. Pero no se podía pasar por alto su discapacidad.

Mano apartó de sí la sensación de su contacto, le espetó otra orden al ordenador y siguió trabajando.

Pero tal vez encontrara respuesta a sus preguntas la próxima noche.

Capítulo Dos

 

Maldito jet lag.

A la mañana siguiente, Paige estaba completamente despierta antes de que saliera el sol. Solo había tres horas de diferencia con San Diego, pero no había sido capaz de dormir en toda la noche. Un largo periodo de guardias antes de las vacaciones había provocado que tuviera el horario cambiado. Al ver que no podía dormirse, decidió dejar de luchar contra ello. Se vistió y bajó con la cámara con la esperanza de hacer algunas fotos del amanecer.

El hotel estaba en silencio y casi a oscuras. Había algún que otro empleado limpiando, pero ella era la única huésped a la vista. Incluso la cafetería estaba todavía cerrada. Mejor así, se dijo. El café estaba en la lista de cosas prohibidas que le había dado el médico.

Últimamente a Paige le había entrado el deseo de beber algo más fuerte que café. La noticia de la muerte de su abuelo había supuesto un vuelco más en su vida. Antes de eso se había visto envuelta en una repentina relación apasionada con un hombre llamado Wyatt. Era el paisajista de su abuelo, y se habían conocido cuando ella estaba cuidando de Papa. Nunca imaginó que un hombre tan guapo se fijara en una mujer como ella. Tenía el cabello rubio y revuelto, la piel bronceada y las manos fuertes. Que sus ojos azules se fijaran en ella había sido un cambio bien recibido tras pasarse años siendo desdeñada en favor de su popular y guapa hermana mayor, Piper.

Paige sabía que ella no era lo que la mayoría de los hombres buscaban. No era cuestión de autoestima baja, era un hecho. Era delgada, sin caderas ni pecho. Tenía el rostro extrañamente angular y la piel pálida como la de un fantasma, a pesar de vivir en el soleado San Diego. Como se pasaba todo el día trabajando en el hospital de veteranos y apenas tenía tiempo para sí misma, las atenciones de Wyatt fueron como un soplo de aire fresco. Al menos hasta que el sueño se convirtió en una pesadilla. A los dos meses de iniciar la relación, Wyatt dejó a Paige por Piper. Y un mes después Paige se enteró de que estaba esperando un hijo suyo.

Era enfermera. Sabía que no debía olvidar la protección por un arrebato de deseo. Pero había sucedido. Paige se sentía una estúpida. Wyatt le había parecido muy sincero en la atracción que sentía por ella. Había bajado la guardia y lo siguiente que supo fue que tenía el corazón roto y náuseas matinales. No había vuelto a hablar con su hermana desde que Wyatt la dejó.

Antes de que pudiera pensar en qué hacer con el lío en el que estaba metida, su abuelo murió y Paige cambió el foco de atención. Tenía seis meses para lidiar con la llegada del bebé. La muerte de su abuelo y sus disposiciones finales eran un asunto más inmediato.

Aunque tampoco podía ignorarlo para siempre. Le gustara o no, necesitaba empezar a decirle a la gente lo del embarazo, incluidos Wyatt y su hermana. Necesitaba conseguir un apartamento más grande y montar una habitación para el bebé. Tenía que contarle a su jefe que tendría que darse de baja por maternidad. Hasta el momento solo lo había hablado con su médico.

Tenía muchas cosas en las que pensar, pero resultaba más fácil olvidarse de todo, quitarse las sandalias y pisar la arena. Paige no le había contado a su abuelo lo sucedido con Wyatt, pero él parecía saber que no era feliz. Su último regalo no podía haber sido más oportuno.

Con las sandalias en una mano y la cámara en la otra, se acercó a la orilla. El cielo estaba empezando a iluminarse, convirtiendo todo en un gris pálido anterior al brillo del sol. Paige se acercó al mar y se detuvo cuando el agua fría le pasó por encima de los pies descalzos. Entonces tuvo lugar la magia. El sol naciente empezó a iluminar el cielo con bellos tonos pastel azules, rosas y púrpura. Las palmeras y los barcos del puerto eran unas siluetas negras recortadas en el horizonte.

Paige hizo algunas fotos y luego regresó al hotel. Tomó el camino sinuoso a través del denso follaje que llevaba a su habitación. Pero en algún momento se equivocó de desviación y terminó en una zona del complejo que no conocía. Había una franja ancha de pradera y más allá un lago con playa donde algunos huéspedes del hotel estaban practicando submarinismo o surf con remo.

También vio al dueño del hotel con su perro. Paige casi no reconoció a Mano vestido con vaqueros y camiseta ajustada.

Le gustó volver a verle. Había estado recordando su encuentro toda la noche. Al mirarle ahora se sonrojó y se le estremeció el cuerpo con el recuerdo de su inocente contacto. Ella había reaccionado de un modo extremadamente inapropiado al tratarse de alguien a quien acababa de conocer. Paige no sabía si eran las hormonas del embarazo o aquel ambiente tan romántico, pero había estado toda la noche tumbada en la cama pensando en el dueño del hotel.

Se le marcaban todavía más los músculos que con el traje que llevaba el día anterior. Tal vez fuera ciego, pero desde luego sabía cómo llegar al gimnasio del hotel. Llevaba el pelo castaño casi negro apartado de la cara, como si se lo hubiera peinado a toda prisa con los dedos. Paige distinguió desde lejos que tenía una especie de tatuaje tribal en el antebrazo izquierdo. La idea de deslizar los dedos por él provocó que el estómago le diera un vuelco con renovado deseo.

Paige trató de reprimir al instante las sensaciones que había tenido la noche anterior. La última vez que se vio presa de sus deseos había terminado embarazada y sola. Esta vez no podía quedarse embarazada, pero eso no significaba que no pudiera cometer alguna otra estupidez.

Cuando se iba a dar la vuelta para intentar encontrar el camino de regreso a su habitación, se dio cuenta de que Hoku la había visto. El perro empezó a mover la cola con tanta fuerza que se le agitó toda la parte inferior del cuerpo.

Mano percibió el cambio en el perro y ella se dio cuenta de que tenía que hacer notar su presencia.

–Buenos días, Paige –dijo Mano antes de que ella pudiera saludarle.

Paige avanzó los últimos metros hacia donde estaban Mano y Hoku.

–Buenos días –dijo ella dándole una palmadita al perro en la cabeza–. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?

–Llevas las mismas sandalias de ayer. Hacen un ruido muy peculiar cuando andas. Y también te he olido.

Paige frunció el ceño y se olió disimuladamente las axilas. No se había duchado todavía aquella mañana pero no podía oler tan mal, ¿no?

–Relájate –añadió Mano al ver que ella no decía nada–. No hueles mal, es solo un olor que te distingue.

Paige no entendió cómo sabía que había entrado en pánico silenciosamente, pero se alegró de escuchar aquello.

–Menos mal –dijo con un suspiro.

Mano sonrió y dejó al descubierto sus brillantes dientes blancos. Era un hombre increíblemente guapo. Paige se había estado preguntando la noche anterior si no le habría embellecido en su cabeza. Ningún hombre podía ser tan atractivo. Pero ahora que volvía a verle se dio cuenta de que así era. Paige creía que Wyatt era guapo, pero no le llegaba a Mano a la altura del tobillo.

Era una extraña yuxtaposición de rasgos que a ella le resultaban incompatibles. Tenía unas cejas oscuras y pobladas que asomaban por encima de las gafas de sol, una de ellas atravesada por una cicatriz. Eso le hacía parecer más un guerrero de la antigüedad o el miembro de una banda de moteros en lugar del dueño de un hotel exclusivo vestido de traje. Ahora que lo veía más de cerca, se dio cuenta de que el tatuaje del antebrazo era una especie de triángulo negro.

Mano no la miraba directamente, pero podía sentir su atención completamente puesta en ella, como si supiera que le estaba admirando.

–¿Tienes planes para esta noche, Paige?

Ella frunció el ceño. En realidad no tenía ningún plan en toda la semana. Lo único previsto era el funeral del viernes.

–No tengo ningún plan. Había pensado ir a recepción a reservar algunas cosas para la semana, pero ahora mismo estoy improvisando las vacaciones.

–¿Eres de las que improvisan?

–Cielos, no –reconoció Paige–. Soy una súper planificadora, pero esto ha sido una aventura de último minuto para mí.

–Un viaje de última hora a Hawái alojada en una suite del ático, ¿eh? Supongo que hay cosas peores.

–No me quejo, eso desde luego. Pero me siento un poco desubicada. Me sentiré mejor cuando tenga un plan.

–Bueno, puedes empezar por cenar conmigo esta noche –dijo él.

Paige le miró entornando los ojos y se preguntó si no le habría oído mal. Una cosa era fantasear con él, pero, ¿por qué querría aquel dios polinesio cenar con ella? ¿Estaba simplemente mostrándose ocupado porque sabía que estaba allí sola?

–¿Quieres cenar conmigo?

Mano chasqueó la lengua y se sacó la mano libre del bolsillo de los vaqueros.

–¿Por qué te parece una proposición tan ridícula? Has dicho que no tienes planes, ¿no?

–No –reconoció Paige a regañadientes. No estaba muy segura de por qué la idea de cenar con él la enervaba tanto. Se imaginaba el comentario de su familia si les dijera que iba a cenar con un hombre ciego… «Es el hombre perfecto para ti».

Tal vez aquella fuera la clave de su interés. No sabía qué aspecto tenía ella.

–Excelente. Me encantaría que te unieras a mí esta noche en la mesa del sueño en La perla. Es nuestro restaurante especializado en marisco, y es uno de los mejores de toda la isla. Te gustará.

¿La mesa del dueño? Aquello tenía más sentido para Paige que la idea de una cita, aunque tuvo que admitir que sintió una punzada de desilusión en el pecho. Aquello era una especie de diferencia hacia los huéspedes ricos del hotel. Con la suerte que tenía, seguramente intentaría convencerla para que invirtiera en alguno de sus negocios. Mano se llevaría sin duda una decepción al saber que no era una huésped al uso de la suite del ático.

–Puedo hacerte algunas sugerencias sobre cómo pasar el tiempo aquí –añadió Mano como si quisiera suavizar la proposición, como si cenar gratis mirando su hermoso rostro no fuera suficiente.

–De acuerdo –dijo Paige finalmente–. Me has convencido.

–Normalmente no tengo que esforzarme tanto para conseguir que una mujer cene conmigo –reconoció Mano con una sonrisa–. Estaba a punto de sentirme ofendido.

Paige sintió cómo se le sonrojaban las mejillas.

–No era mi intención. Es que no entiendo por qué quieres pasar la velada conmigo.

Mano la miró por primera vez como si la estuviera mirando a los ojos. A pesar de que tenía la mirada oculta tras las gafas de sol, Paige sintió una inesperada conexión entre ellos y su cuerpo reaccionó. Notó la lengua pesada y los labios se le secaron. El corazón empezó a latirle con fuerza y de pronto deseó que en aquella cena hubiera algo más que buenos modales y consejos turísticos.

–¿Por qué no iba a querer pasar tiempo contigo? –preguntó Mano.

Paige no quería enumerar todos sus fallos. Normalmente no tenía que decirles a los hombres lo que tenía de malo. Todos se daban perfecta cuenta nada más mirarla.

–Estás muy ocupado. Y ni siquiera me conoces –replicó.

–A Hoku le caes bien. Y él es el mejor juez de personalidad que conozco. En cualquier caso, para cuando acabemos de cenar ya no seremos desconocidos. Nos vemos a las seis.

Paige se quedó allí de pie paralizada mientras Mano y Hoku continuaban con su paseo matinal. No estaba muy segura de cómo había sucedido todo, pero ahora iba a cenar con él. Una punzada de pánico la atravesó y volvió a tomar a toda prisa el camino de regreso a la suite.

¿Qué se iba a poner?

 

 

–Viaja sola, señor. Hizo la reserva y pagó por medio de una agencia de viajes. He intentado buscar información sobre ella en Google, pero solo encontré la esquela de su abuelo, que murió hace unas semanas en California. Ni siquiera tiene cuenta en Facebook.

Mano escuchó el informe de Chuck mientras se vestía para la cena.

–¿Tengo la corbata recta? –preguntó girándose hacia él.

–Sí, señor. ¿No le parece extraño que no haya nada sobre ella en ninguna parte?

En aquella época era algo peculiar, pero eso no significaba que tuviera algo de malo.

–Tal vez domine el fino arte de vivir bajo el radar. No todo el mundo siente la necesidad de publicar cada pensamiento y sentimiento que le surja en el ciberespacio. Yo no la siento.

–He conseguido algo de información sobre su fallecido abuelo –añadió Chuck–. Al parecer era un militar retirado que entró en el negocio inmobiliario tras la Segunda Guerra Mundial. Dicen que fue en parte responsable del boom de los chalés de los años cincuenta al crear casas accesibles para que los soldados que volvían de la guerra pudieran formar una familia. Eso unido al crecimiento de población de California en aquella época le hizo ganar una fortuna.

Aquello resultaba interesante. Su tímida flor era una heredera con dinero a raudales. Pero no actuaba como una de ellas.

–¿Algo más? –preguntó Mano estirándose la chaqueta del traje.

–Le he preguntado a Wendy por ella porque fue la que le tomó los datos al llegar. Dice que la señorita Edwards es muy esbelta, alta y delgada. Pálida y con un rostro común corriente.

Aquella era una extraña manera de describirla.

–¿Común y corriente? ¿Eso es bueno o malo?

–No lo sé, señor.

Mano suspiró. La gente que tenía ojos no los usaba como deberían. Si él recuperara el sentido de la vista observaría cada detalle del mismo modo en que ahora lo hacía con las manos. Había hablado como muchos miembros de su equipo y ninguno había podido decirle qué aspecto tenía Paige. Parecía como si fuera un fantasma que solo él podía ver.

–¿Qué hora es?

–Casi las seis.

–Entonces será mejor que me ponga en marcha.

Mano atravesó la suite. Contó los pasos; se conocía el camino a través de las habitaciones como la palma de la mano. Una vez en la puerta silbó a Hoku y esperó a escuchar el sonido de sus uñas en el suelo de mármol. Le puso el arnés y le rascó detrás de las orejas.

–Gracias por la información, Chuck.

–No hay de qué. Disfrute de la cena –añadió con un tono burlón que Mano ignoró.

Chuck desapareció en el ascensor mientras Mano llamaba al timbre y esperaba la respuesta de Paige. Tardó un poco, seguramente porque llevaba tacones. Mano escuchó los pasos lentos e inseguros acercarse a la puerta. No debía estar acostumbrada a llevarlos.

La puerta se abrió y fue recibido por el aroma del jabón de coco del hotel, un toque de Chanel No.5 y el sutil toque de jabón sanitario que ya asociaba a Paige. Los músculos se le tensaron cuando lo aspiró por la nariz, provocando que estuviera más deseoso de lo normal de pasar la velada con una de las huéspedes del hotel.

–Estoy lista –dijo ella casi sin aliento.

Mano dio un paso atrás y luego le ofreció el brazo para acompañarla al ascensor. Se fijó en que Paige se apoyaba más en él de lo que cabría esperar. Sin duda eran los tacones. No podía deberse a que quisiera estar más cerca de un hombre ciego, ¿verdad?

Cuando salieron del ascensor, Mano la guio por el camino que llevaba a La perla, la joya culinaria del hotel que contaba con una estrella Michelin.

Hoku disminuyó el paso y Mano supo que se estaban acercando al restaurante.

–Buenas noches, señor Bishop –dijo la encargada cuando se abrieron las puertas exteriores y fueron recibidos por una fresca ráfaga de aire acondicionado–. Vengan por aquí –les invitó, acompañándoles a la mesa–. El camarero vendrá enseguida a atenderles. Disfruten de la cena.

Mano le hizo un gesto a Paige para que tomara asiento a la izquierda, y él se sentó a la derecha. Hoku se acomodó bajo la mesa y puso la cabeza en el pie de Mano.

–¿Te gusta el marisco? –preguntó él–. Tendría que habértelo preguntado esta mañana.

–Sí. Intento no tomar pescado porque tiene mucho mercurio; ni nada crudo, pero me puedo comer mi peso en gambas si se presenta la ocasión.

–Si te gusta el coco tenemos gambas al coco servidas con una mermelada picante de piña.

–Suena delicioso.

–Lo está. Pero resérvate para el postre o lo lamentarás.

Unos instantes después llegó el camarero a tomarles nota. Mano optó por el pescado del día: pez espada ahumado con patatas dulces.

–Y dime, Paige –dijo él cuando por fin pudo centrarse en su nueva huésped–, ¿qué te ha traído a Oahu de forma tan inesperada? Y además sola.

–Supongo que no es lo normal, sobre todo teniendo en cuenta que me alojo en una suite en la que podrían dormir doce personas. Estoy aquí por mi abuelo. El próximo viernes van a enterrar sus cenizas en el Arizona. Él preparó este viaje para que yo lo trajera aquí.

Aquella no era la respuesta que esperaba.

–Lo siento. ¿Estabais muy unidos?

–Sí. Cuidé de él las últimas semanas de su vida. Fue duro ver cómo la enfermedad se lo iba comiendo, pero creo que estaba preparado para ello. Al final se dejó ir.

Mano percibió una tristeza en su tono de voz que no le gustó. Lamentó que la conversación hubiera tomado un giro tan sombrío, pero ya no podía hacer nada al respecto.

–Siempre supe que quería volver aquí cuando muriera, pero nunca esperé que me tocara a mí traerlo. Estaba convencida de que mis padres vendrían al funeral, pero las instrucciones de mi abuelo fueron muy claras: tenía que traerle yo. Se hicieron todos los preparativos con antelación y nadie me dijo nada, así que cuando llegué fue un shock. Desde luego no eran necesarios el vuelo en primera clase ni la suite, pero supongo que esa fue su manera de cuidar de mí, ya que yo cuido de todos los demás todo el tiempo.

Paige no parecía excesivamente cómoda con el lujo de su hotel. Las ricas herederas normalmente se encontraban a gusto viajando y no solían comentar que dedicaban su tiempo a cuidar a los demás. ¿Sería posible que Paige hubiera crecido sin los beneficios de la fortuna familiar?

–¿Cómo te ganas la vida?

–Soy enfermera diplomada.

Mano no pudo reprimir un gruñido al escuchar su respuesta. Todo en ella le sorprendía.

–¿Qué tiene de malo ser enfermera? –preguntó.

–Nada en absoluto. Es un trabajo muy noble. Es que he pasado más tiempo del que me hubiera gustado rodeado de enfermeras. Estuve hospitalizado mucho tiempo con mi lesión. Eran estupendas y cuidaron muy bien de mí, pero ahora evito los hospitales a toda costa. No puedo ni imaginar lo que tiene que ser trabajar ahí todos los días.

–Es distinto cuando no eres el paciente. Yo nací para cuidar de los demás. Mi madre me contaba que cuando era niña siempre iba a todos lados con mi muñeca, y cuando me hice mayor siempre quería ir a cuidar niños. Pensaba estudiar pediatría, pero mi abuelo me contaba historias sobre la Segunda Guerra Mundial, al menos las que eran aptas para una niña. Aquello me hizo desear trabajar con soldados cuando creciera, y eso fue lo que hice. Me saqué la titulación de enfermera y trabajo en el hospital de veteranos de San Diego, en la planta de ortopedia. Me ocupo principalmente de soldados que han perdido extremidades.

–Eso parece un trabajo duro.

–Lo es, pero también resulta muy gratificante. Me encanta lo que hago. Dedico la mayor parte del tiempo a mi trabajo, y eso me deja pocas horas para mí. Creo que por eso mi abuelo quería que viniera aquí, para tener un respiro.

Mano trató de no ponerse tenso al escuchar a Paige hablar de su trabajo. No tenía nada de malo lo que le estaba diciendo, pero le hizo pensar. Chuck tenía razón cuando le preguntó si pensaba en Paige para algo más que una cena. Lo había utilizado como excusa para saber más cosas sobre ella. Había captado su atención sin que se diera casi cuenta.

Pero saber que era enfermera cambiaba las cosas.

Ella misma había dicho que le gustaba cuidar de los demás. Una de sus tías era enfermera. Desde el día del accidente se había volcado en él, tratándole casi como si fuera un inútil. La gente que estudiaba enfermería tenía un fuerte deseo de cuidar de los demás. Mano no quería que cuidaran de él. No quería que le trataran como a un niño, y mucho menos que le tuvieran compasión.

Sin embargo, había algo en Paige ante lo que su cuerpo reaccionaba instantáneamente. No sabía qué aspecto tenía, solo conocía el tacto de su mano en la suya, pero quería saber más. Cuando las piezas de su historia empezaron a encajarle en la mente, se dio cuenta de que estaba más interesado en lugar de menos. Por supuesto que era enfermera. Aquello explicaba la rugosidad de las manos por lavárselas docenas de veces al día, y también el aroma a jabón sanitario.

–Mi abuelo sabía que esto es algo que yo nunca haría por mí misma –continuó Paige, ajena a los pensamientos de Mano–. Quería que me diera un respiro y disfrutara de la vida aunque fuera solo durante una semana. Así que lo estoy intentando. Me resulta más fácil hacerlo en Hawái que en casa.

–Todo es más fácil en Hawái. Es un estado mental –Mano consideró sus opciones para aquella velada y decidió que no le importaba que fuera enfermera. Hasta el momento le había dejado a él llevar la voz cantante, sin intentar ayudarle ni una sola vez cuando no lo necesitaba.

Mano trató de centrarse en qué hacer a continuación. No quería que su velada juntos terminara tan pronto. Era sábado por la noche, lo que significaba que el espectáculo de fuegos artificiales del complejo empezaría pronto. Podría llevar a Paige a algún lado a verlo, pero sabía que el mejor sitio de la propiedad era su propio balcón. Normalmente no permitía que nadie entrara en su santuario, pero por alguna razón estaba casi deseando invitar a Paige a subir. Podría ofrecerle un postre y un espectáculo impresionante. Pero, ¿aceptaría ella?

–¿Te gustan los fuegos artificiales? –le preguntó.