Soñó con la chica que robaba un caballo - Sabina Urraca - E-Book

Soñó con la chica que robaba un caballo E-Book

Sabina Urraca

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Beschreibung

'Soñó con la chica que robaba un caballo' narra a trompicones la memoria de los años que fueron de la Guerra de Irak hasta los tiempos previos a la pandemia, descubriéndonos la educación sentimental y la toma de conciencia política de una generación como lo que es: un proceso mucho más enrevesado, inconcluso y ambiguo de lo que siempre nos han contado. "—Yo iba en aquellos trenes. Había hecho una pausa dramática, mirando fijamente a la punta de los zapatos, se había mordido el labio y había añadido: —Lo vi todo. Y después: —Fue horrible. Y aún había añadido más: —Me salvé. Pero en realidad no me salvé. No sé si me entiendes. Tuvo que gritarle. Quiso zarandearla. ¿Cómo se le había ocurrido contarle eso a la psiquiatra? Su amiga se quedó pálida, muy seria. Perdió la mirada a lo lejos, prendida de otro pensamiento."

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SABINA URRACA Soñó con la chica que robaba un caballo

Colección Episodios NacionalesLengua de Trapo

Segunda edición, abril de 2021

© del texto Sabina Urraca

© Editorial Lengua de Trapo

Calle Corredera Baja de San Pablo 39

28004 MadridColección Episodios Nacionales

Directores de colección: Jorge Lago y Manuel Guedán

Diseño de colección y de cubierta: Alejandro Cerezo

Maquetación: Alicia Gómez (malisia.net)

www.lenguadetrapo.com

[email protected]

ISBN: 978-84-8381-275-4

Texto publicado bajo licencia Creative Commons. Reconocimiento —no comercial—. Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales

I.

Judy, let’s go for a walkWe can kiss and do whatever you wantBut you will be disappointedYou will fall asleep with ants in your pants Judy, you’re just trying to find and keep the dream of horses

Judy and the dream of horses. Belle and Sebastian

La ciudad. El patio interior de un edificio. Varias ventanas. Una está encendida. Por ella se ve una casa, un piso diminuto que desde fuera es cálido. El aire naranja, como un fuego suave que no quema. Uno desearía mirar y verse dentro, con un gato desconocido sobre las rodillas. Aunque allí no hay ningún gato. Solo está ella, con el ceño fruncido convertido ya en una grieta de tanto esfuerzo por comprender, el rostro bañado en luz azul de la pantalla de un móvil que le parece que la mira: Dame, decide, piensa. Aunque ella no es capaz de formular una respuesta adecuada al mensaje que acaba de recibir.

Teclea en el móvil un par de palabras, y luego otro par, una frase entera, hasta que siente que su ojo derecho empieza a moverse con el temblor del torturado que ruega que por favor lo dejen descansar, que ya no más preguntas, que ya no más cubos de agua helada. Tráiganle una toalla a ese ojo. Déjenlo desmayarse en su catre. Borra el mensaje que ni siquiera había terminado de escribir. Tiene casi cuarenta años —tiene menos, pero a veces dice que tiene cuarenta porque su sensación es que los tiene— y tiene sueño.

La que hace años era su única amiga, poco después de conocerse, le dijo: «Solo me doy cuenta de que estoy cansada cuando veo sombras negras moviéndose a los lados de los ojos. Es como si me pasasen animales salvajes corriendo muy rápido por el rabillo del ojo. Alguno siento que se trepa al párpado, y muevo la cabeza para apartarlo. Si no se va, es que ya me tengo que ir a dormir».

En aquel momento, ambas tenían dieciocho años y aguantaban hasta tres días en pie, bailando, bebiendo, drogándose, hablando sin parar sentadas en un bordillo con otras tres chicas que no conocían hasta ese momento y a las que nunca más verían. Pero el sueño de su amiga era como la diabetes de otra amiga que había tenido de pequeña, en el colegio: dormir era la insulina urgente, vivir o morir. Cuando llegaban los animales salvajes, buscaban rápidamente un lugar donde caer rendidas: en la parte de abajo de las escaleras de un edificio, en un pasadizo lleno de garajes y trasteros que había cerca de su colegio mayor, y una vez incluso en un prado florido sobre el que tiraron un colchón sucio encontrado un poco más allá. La imagen del colchón con los dientes de león y las amapolas salpicando la hierba alta les pareció tan hermosa que sacaron una foto con una de esas cámaras desechables que compraban compulsivamente y que casi nunca se acordaban de llevar a revelar. Cuando despertaron, no había ni flores ni hierba. Ella sintió terror. Su amiga, en cambio, se rio con esa carcajada profunda y sostenida que le venía del pecho, del estómago, del cerebro, observando de reojo su sorpresa como una bruja que supiese hacer trucos muchísimo más sorprendentes que aquello. Un jardín inventado que después es secarral. Poca cosa. Ya verás.

A ella, la que tanto temía la alucinación, le gustaban las drogas; las tomaba con cierta cautela al principio de la noche, y más tarde a puñados, mezclando todo lo que le ofrecieran, pero siempre temía el patinazo final, el momento en el que su mente descarrilase. Le interesaba la diversión desmesurada, el instante en que el cansancio se evaporaba y empezaba a sudar, la feliz intoxicación que la alejaba de sí misma y, al mismo tiempo, la hacía más ella misma que nunca. O eso le parecía. Su amiga, en cambio, solo quería flipar. Así lo decía, casi enfadada, mirando el reloj —aún no tenían móviles; los tendrían un año más tarde— y diciendo: «Esto no sube. Quiero flipar». Quería fractales, que un coche transmutara en caballo y todo el mundo fuese guapo y sabroso. También ella misma. «Quiero flipar, quiero estar buena», decía, y se reía a carcajadas con su boca color vino llena de dientes blanquísimos. Si la fiesta era en un lugar con espejos y la droga subía como debía, conseguía estar todo lo buena que quería estar. Se miraba en el espejo y se besaba a sí misma con lengua. La carne rosa contra el reflejo frío, que enseguida se calentaba y se llenaba de vapor. Mientras tanto ella, la amiga que prefería no flipar —la amiga que prefería no flipar y que ahora tiene cuarenta años o casi los tiene o dice que los tiene porque así lo siente— notaba cómo su alma se arrastraba por el suelo. Intentaba pasar el espanto de las percepciones alteradas con la espalda muy pegada al mismo espejo en el que su amiga se besaba a sí misma. Flexionaba las piernas hasta sentarse en el suelo con la cabeza entre los brazos, con las manos tapando ojos y oídos, para que no entrase ni un estímulo más.

Ahora, en su salón, con sus cuarenta que no son cuarenta aún y su ojo que tiembla de cansancio, recuerda que muchas veces, en aquellos tiempos lejanos, su amiga era un estímulo demasiado agotador. Una luz que deslumbraba y dolía, un ritmo insoportable.

«No sé de dónde vengo. No sé a dónde voy. Pero es justo pensar en el camino», había escrito su amiga en la pared del colegio mayor. La frase no era suya, dijo. Tampoco sabía bien de quién era, pero suya seguro que no. Ella quedó un poco deslumbrada. Estas pequeñas muestras de profundidad no eran habituales. Empujones, calimocho, risotadas, eso sí. Las únicas confidencias que se susurraba la gente —mentira, la gente no; las chicas— estaban ineludiblemente atadas a temas de sexo. Y a veces, aparejado a este, asomaba sus orejas blandas el amor, pero era más un «tía, creo que me mola» que un «me oprime el pecho no puedo dame la mano amiga para que pueda entender lo que siento y déjame que te explique estas sensaciones no te vayas sí eso escúchame ¿es peligroso? ¿podré soportarlo? tú por si acaso no te vayas». La frase escrita en la pared era una grieta en el muro, un atisbo de lo que ella quería conseguir algún día: hablar así con alguien, usando las frases de un libro o de una canción de su grupo favorito. Quería alargar la mano, atrapar a su amiga en ese instante y cantarle *the only things she wants to know is / how and why and when and where to go/ how and why and when and where to follow. Detenerla de alguna forma antes de que pasara al siguiente estado, a la risa que se burlaba de sí misma y de todos, como si la única opción fuese romperse en carcajadas o morirse en cualquier momento porque nada tenía sentido. Cuando, titubeante, le dijo que la frase le parecía bonita, su amiga, en efecto, se rio con burla y, tomando otro rotulador, uno negro y grueso de tinta permanente, tachó las palabras de la pared. Si le hubiese cantado ese trozo de canción de Belle and Sebastian, u otra, aquella que era su favorita sobre la chica que soñaba con la chica que robaba un caballo, también a ella —ridícula e inapropiada, una broma más— la habría tachado con un permanente oscuro. «El maricón ese al que escuchas», le decía. Y ella callaba, porque tampoco podía asegurar que Stuart Murdoch no fuese marica. Después, por salir de esa situación incómoda en la que ella la había puesto o en la que las dos se habían puesto, su amiga le mordió la mano, se la atrapó como un animal salvaje atrapa a otro. Era una broma —siempre, siempre era una broma, siempre parecía haber una explicación para lo desmedido— pero era sangre. Ella se tapó la marca con unos mitones negros. Por las noches, sola en su habitación, miraba cómo la hendidura que habían dejado los dientes se infectaba y dolía, y después pasaba de la tierna herida a la costra. Cuando las costras cayeron, las guardó en una cajita de regalices vacía. Como llevaban poco tiempo en la capital, había que atesorarlo todo: entradas de cine y conciertos, los primeros tickets de la intrincada red de metro en la que siempre se perdían. La gente del sur guardaba nieve, esa magia blanca que no habían visto hasta entonces, en las neveras de las cocinas comunes del pasillo. En verano la echaban en los cubatas, en cuya superficie terminaba flotando una película oleosa de agua sucia. Porque, bueno, no dejaba de ser eso. Todo fenómeno natural que impactase contra la gran ciudad terminaba convertido en agua sucia. El envoltorio del condón que se rompió, una prueba de embarazo milagrosamente negativa, blísters de la pastilla del día después y las costras de una herida que no comprendía se amontonaban en los recuerdos confusos, no necesariamente agraciados. Porque también lo espantoso había que guardarlo.

Su amiga le leyó un poema —este sí lo había escrito ella— en el que decía que se había quemado el himen con un mechero. Hablaba de lobos que corrían dentro del alma, venas cortadas, un hombre que avanzaba por el monte con un hacha. A ella le dio vergüenza y rabia. A veces se cansaba de ese pavoneo inflado de oscuridad y peligro, porque sabía que era solo la apertura de abanico previa a un cierre violento —¡RAS!—, el momento de polvo dorado suspendido en el aire inmediatamente anterior a la carcajada de burla que se lo tragaba todo, una risa estruendosa que mostraba el cielo de su boca, la campanilla, el paladar rugoso. Un «te lo has creído, te lo has creído» señalando con el dedo, mostrando los dientes con la ferocidad de un animal que hace burla. Dientes anchos y muy blancos, pies pequeños, tetas grandes, ojos oscuros que miraban desde abajo —«Tengo ojos de ternera», se quejaba— un pelo larguísimo y liso que se balanceaba, tan negro que a veces le parecía que, cuando caminaba tras ella, iba a poder verse reflejada en aquella superficie brillante. Hablaba cometiendo incorrecciones voluntarias, inventaba palabras, ceceaba y seseaba indistintamente. ¿De dónde era aquel acento? Pero nadie allí se preguntaba por su acento. Vivían todos con una ferocidad que no hacía posible fijarse en las pequeñas cosas. Speed sí. Detalles no. Brochazos de vida. «Odio a mi familia y mi pueblo», le respondió cuando ella, al fin, se atrevió a preguntarle. Ella también, sin llegar a odiar a la suya, había notado ese impulso de desgajarse completamente, y sentía un aguijón de desprecio pinchándole el pecho cuando, al ponerse nerviosa, abría mucho los ojos y se arrancaba pielecitas de los labios, igual que había hecho su madre toda la vida en medio de discusiones y embotellamientos de tráfico. La nueva ciudad no parecía un lugar que acogiese otra cosa que no fuesen individuos independientes. Al contrario que en la ciudad pueblerina de la que provenía, en la que cierta aura animal prevalecía sobre los ciudadanos, y se sabía que todos eran hijos o hermanos de alguien, camada sobre camada en un trozo de tierra húmeda, en la capital el objetivo parecía ser el caminar libre y distante. Vivían allí todos juntos, apelotonados en el colegio mayor, y, salvo los aprensivos que en cuanto había un puente acudían correteando a los brazos maternos con un saco de ropa sucia y que, veinte años después, seguirían diciendo «en Semana Santa voy a casa» refiriéndose al hogar donde habían crecido, lo que se estilaba era vivir como si se hubiese sido creado en una probeta por unos científicos sin exigencias de afecto. La casa era lo viejo y la queja, la corriente de responsabilidad incómoda que a veces los levantaba en mitad de la noche con palpitaciones. O quizás esa taquicardia era por los porros. Otras veces era ese latido eléctrico de mala conciencia lo que los levantaba muy temprano por la mañana, justo a tiempo para ir a clase. Aparecían como fantasmas llenos de buenas intenciones en aulas en las que a todos les sonaba su cara, pero nadie los reconocía del todo. Ya se habían formado los grupos, ya se habían hecho trabajos de clase conjuntos, alguien había besado a otro alguien. Había hasta rupturas frescas, aún escociendo. Todo estímulo nuevo era visto como una perturbación en las ondas regulares del lago. Marcha, marcha lejos de nuestra playa de arena gris y sucia, pero nuestra. Solo quedaba pedir apuntes con un protocolo de educación extrema, cabeza gacha y ojitos humildes, y volver apaleada al colegio mayor, al cubil tibio de su amiga que aún dormía. ¿Me haces sitio? El edredón se abría como un monstruo de aliento casi sólido. Le llegaba una vaharada del olor de la grasa del pelo y los pliegues del cuerpo de su amiga. Algo de tabaco también. Solo así, medio dormida, la abrazaba. Se acunaban las dos hasta que llegaba la hora de comer.

Y ahora tiene cuarenta años y le tiembla el ojo y apaga el móvil dejando a su interlocutor con las manos vacías, sin saber qué responderle, y le parece estar oyendo la voz, el acento, el silencio de su amiga, hace tantos años, mientras le explicaba lo que le había contado a la psiquiatra. Ella misma, porque su amiga estaba demasiado mal para gestionarlo, había conseguido que el seguro de la universidad le cubriese las primeras veinte sesiones. Y ahora ella le contaba la escena como si fuese parte de un programa de la tele. Aquella pobre mujer —psiquiatra especializada en adolescentes— con consulta en el barrio de Argüelles y gafas de montura granate casi se había arrodillado ante su paciente cuando esta le había dicho:

—Yo iba en aquellos trenes.

Había hecho una pausa dramática, mirando fijamente a la punta de los zapatos de la psiquiatra, se había mordido el labio y había añadido:

—Lo vi todo.

Y después:

—Fue horrible.

Y aún había añadido más:

—Me salvé. Pero en realidad no me salvé. No sé si me entiendes.

Tuvo que gritarle. Cree recordar que fue la primera vez que su voz sonó más fuerte que la de su amiga. Quiso zarandearla. Que si se había vuelto loca, le preguntó. Que aquello era espantoso, que no se hacía, que no se decía, que no se podía decir, le gritó. Su amiga se quedó pálida, muy seria. Perdió la mirada a lo lejos, prendida de otro pensamiento, como cuando los del sur veían nevar a través de las cristaleras del comedor. Dejó de reaccionar a sus embates. Su indignación le pasó por encima de la cáscara herméticamente cerrada. «¿Así cómo te vas a curar?». Mientras lo decía, la imaginaba, con su carne blanca blanquísima y su pelo largo y negro, metida en el cubito de un pozo, bajando cada vez más y más abajo de ese agujero negro, sin pedir socorro, sonriendo, perdiéndose en la oscuridad y el chapoteo de agua estancada. «¿Así cómo te va a curar?», gritó, reformulando la pregunta.

Y fue la primera vez que se dijo en voz alta que había algo que necesitaba ser curado.

El 11 de marzo de 2004, a mitad de aquel curso, ambas habían recibido la noticia de las bombas con el horror confuso y distante de quien lleva poco más de un año en una ciudad que le asusta. Aquella no era su gente. Aquella no era su gente porque su gente no era ninguna. Ni siquiera ellas mismas eran su gente. Tampoco sus familias, ingresándoles dinero una vez al mes en sus cuentas de Caja Madrid, eran en ese momento su gente. Ni siquiera eran su gente los amigos que habían dejado en sus respectivos pueblos, amigos con los que habían fumado diez mil porros y se habían hecho chupetones para probar y habían llorado por las matemáticas y el corazón escocido por el desaire de algún amor. Solo habían sido personas con las que esperar la verdadera gente. Pero se había producido el desgajamiento del clan primigenio y no había un nuevo grupo al que abrazarse. En realidad, no lo habría hasta muchos años después, y solo para una de ellas, pero mantenían la esperanza del encuentro repentino de una amistad adolescente intensa, indestructible.