Las niñas prodigio - Sabina Urraca - E-Book

Las niñas prodigio E-Book

Sabina Urraca

0,0

Beschreibung

Novela parcialmente autobiográfica, agitada por el estigma del amour fou por un hombre maduro y alcohólico, Las niñas prodigio es también una tragicomedia en varios actos y un cuento con tintes de terror gótico, pero sobre todo es un relato contemporáneo sobre la identidad que arranca en un presente imperfecto para regresar a todas las edades de una mujer. Pansexual, hiriente, sentimentalmente voraz, la voz de la narradora inicia su particular camino de perfección, galería de fantasmas figurados o reales que acaba sembrando de modelos de la cultura popular y de su propia infancia, un descenso por momentos vertiginoso que Sabina Urraca convierte en una ficción apasionante y sin parentescos en la narrativa española contemporánea. «Hay algo magistral, de solución natural a un desafío literario que estaba en el aire, en esta novela que destila (o intensifica, no sé) las estructuras y giros estilísticos que hoy caracterizan a la escenificación digital del Yo hasta convertirlos en verdad artística. Las niñas prodigio es la razón por la que leo novelas de mis contemporáneos: descubrir, narrado, qué hay de real en nosotros y nuestra añoranza de nosotros mismos». —Nadal Suau, El Cultural «Extrañamente es una novela sórdida y luminosa. No hay mucha lírica, ni especiales elegías a las criaturas, ni métrica, ni composiciones afanosas, ni muchos tipos de árboles y arbustos, pero hay una honestidad indomable. Desoladora. En Las niñas prodigio se destilan las apariencias más horteras y miserables de nuestra realidad mediática como se destila la calle, la evolución, la escuela, el sexo, la vida en un cortijo ruinoso; incluso puede empezar pareciendo una experiencia extravagante (placentofagia) pero la novela acaba siendo asoladora, asumiendo la responsabilidad, la progresión». Javier Divisa, Eñe «Un talento extraordinario. No hay española literaria que escriba como ella, que piense como ella, con ese humor y esa maldad». —Laia Vélez, The Objective I Premio Javier Morote 2018

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 335

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Contenido

1 Parto

2 Las niñas prodigio

3 Wunderkind

4 Podjani

5 Henri

6 Cuchillitos

7 Karl, Marino, una perra

8 Los niños del valle

9 Huevo frito

10 Chori

11 El pájaro

12 Olivia

13 Paella, pizarra, Mark Stammer

14 Último cumpleaños

15 «Prinsesa»

16 Dávila

17 Prince of Persia

18 La puerta

19 Las expresiones

20 Marisol, Drew, Poltergeist

21 Lambada

22 Dentro

23 Chori 2

24 Perra enamorada

25 El secreto

26 La niña

Las niñas prodigio

©2017 Sabina Urraca

© 2017 Fulgencio Pimentel para todo el mundo

www.fulgenciopimentel.com

ISBN edición en papel: 978-84-16167-62-3

ISBN edición digital: 978-84-17617-37-0

Primera edición: junio de 2017

Segunda edición: septiembre de 2017

Editor: César Sánchez

Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos

Rotulación en cubierta delantera: Nacho García

Fotografía de cubierta delantera: Marta Altieri (24.05.1995)

Diseño de cubiertas: César Sánchez y Daniel Tudelilla

Fotografía de la autora: Guillermo Latorre

Muñeca: Eva Zaragozá

Espero

a que alguien

me pregunte

qué vi, con quién,

dónde estuve.

nika turbina

1Parto

Todo empieza cuando me invitan a ver un parto. Una mujer a la que casi no conozco me deja que la vea echar al mundo a su segunda hija. Todos deberíamos ver partos, pienso. Quiero escribir un artículo sobre el tema. Quiero derribar esos falsos mitos del nacimiento aséptico, con una madre preciosa cogiendo a un bebé redondo y perfecto en brazos. Tengo treinta y un años. No he parido nunca y no sé si lo voy a hacer, pero aun así quiero verlo. He nacido en el sistema capitalista. Quiero tenerlo todo, verlo todo, vivirlo todo. No puedo perderme nada.

La mujer que está a punto de parir vive en un pueblo cercano al valle. Hace dos meses que me he mudado al campo. Ocupo un cortijo ruinoso y centenario en el sur de España. Es una casa aislada sin baño ni agua corriente, a la que solo se puede llegar caminando por senderos intrincados que corren en paralelo a una acequia construida por los árabes. Los días se me van en paseos por el bosque, baños en la alberca, conversaciones esporádicas con los habitantes del valle y gruñidos de jabalí al anochecer. Hay mucha belleza, aunque la soledad oprime a ratos. La vida entera me parece un gran propósito de Año Nuevo: hay una ilusión y una confianza plenas, pero al mismo tiempo, día tras día, la falta de voluntad y el acostumbrado caos mental me impiden hacer nada productivo. He vuelto al campo porque pasé largos periodos en el campo cuando era pequeña. Me veía con seis años y un pijama sucio de tierra, hablando sola, vistiendo con ropa de muñeca a los gatos salvajes, en un estado de introspección pacífica que quería volver a vivir. Tengo la esperanza de que una vuelta a lo primigenio me salve, me haga volver a mí.

Cuando ya llevo un mes, me doy cuenta de que la neurosis va por dentro. Da igual el campo, dan igual los pájaros. No importa que estés en una playa paradisíaca: si eres un neurótico, te angustiará la idea de no estar sacándole el suficiente jugo al paraíso, y eso empañará tu paraíso.

Escribo en Facebook: «Si le gustó el capítulo en el que apagué el cigarro en un minijardín zen de Natura Selection pensando que era un cenicero, le encantará el episodio de hoy, en el que machaco ajos en un cuenco tibetano pensando que es un mortero».

Leo en los comentarios varios «Ja ja ja». Pero qué jajajá, ni qué jajajá. La broma hace referencia a una brecha interna, real.

Muy pronto cada nuevo estímulo que me aleja del propósito último que me ha traído al campo —centrarme y escribir— se convierte en una golosina irresistible. Me doy cuenta de que le estoy exigiendo algo a este parto que voy a presenciar, como una señora le exige al spa que la relaje, sin ningún esfuerzo por su parte. «Toma mi cuerpo y prodúcele sensaciones que sanen mi mente», le dice la señora al spa. Yo le digo al parto que voy a presenciar: «Prodúceme una sensación infinita y vibrante de vivencia extrema. Dame una catarsis que me permita estar más en paz».

El día en el que recibo el mensaje —«Sanne está empezando con las contracciones. Te esperamos. Besos»—me cambio de ropa tres veces antes de partir. Mientras me quito y me pongo camisetas distintas en mi casa sin espejos, me siento una absoluta estúpida, pero al mismo tiempo no puedo acallar la euforia quinceañera de estar preparándome para una fiesta que me va a cambiar la vida. Subo la escarpada ladera que lleva hasta la carretera. Cuando llego arriba, me corren gotas de sudor por los laterales del cuerpo. Hay una mancha de humedad en medio de la camiseta e intento adivinar en su forma alguna señal, un vaticinio de lo que voy a ver. Cuando empezó a venirme la regla intentaba adivinar alguna forma significativa en la mancha de sangre de la compresa, como quien lee los posos del café. Esta mancha de sudor no me dice nada, solo se enfría y me hace temblar. Llevo una camisa de repuesto en la mochila, pero no puedo cambiarme ahí, en el arcén, a la vista de los coches que pasan y los grupos de excursionistas que bajan del pueblo budista que hay más arriba. Por primera vez en estos meses, veo que la puerta de la ermita que hay junto a la carretera está abierta. La ermita del Padre Eterno es una construcción mínima y humilde que no atrae a ningún turista, a pesar de mi insistencia en presentarla a cualquier visitante que me encuentro como algo único. Es una de las tres únicas figuras católicas que hay en el mundo que representan al propio Dios. La ermita es una casita blanca con sillas desparejadas y una mesa de conglomerado de madera que hace de altar. Sobre ella reposa el mismo Dios, con su triángulo polifemo en medio de la frente y una balanza en la mano. Me quito la camiseta de espaldas a la figura. Abro la mochila. De pronto, con mis ansias por vivir momentos espiritualmente potentes, dejo caer la camiseta al suelo y me acerco a la figura por el pasillo central. Permanezco un rato así, quieta, con las tetas al aire, mirando al ojo dentro del triángulo. Me viene a la cabeza la frase: «La vida es un regalo». Tengo la cabeza disparada, deseosa de que cada momento sea solemne y determinante, y por eso produce estas frases de señora recién salida del mar, que se toma una caña en el paseo marítimo, cierra los ojos y suspira de gusto.

Hago autostop para llegar a la casa. El señor de pueblo que me recoge me pregunta a dónde voy. Le digo que a un parto. Me pregunta si al parto de una vaca. Le digo que no. Pasamos el resto del viaje en silencio.

La casa de Sanne es un cortijo rehabilitado, rodeado de árboles y animales que toman el sol. Hay dos perros, uno viejo y mojado, otro joven y seco. El viejo me ladra tumbado, como si defender su territorio le produjese una inmensa pereza. Sanne está a cuatro patas en mitad del salón, contoneándose como un animal por el dolor de una contracción. Cuando el dolor remite, me saluda sonriente.

Pasan las horas. Comemos juntos. Yo casi no me atrevo a hablar. Cuando me invitaron a ver el parto, los padres acordaron conmigo que me mantendría en un segundo plano. No sé hasta dónde llega esa cláusula. ¿Puedo participar en la conversación? ¿Puedo hacer preguntas? Sudo mucho, con mal olor, como siempre que estoy muy nerviosa.

Después de comer, las contracciones empiezan a ser más violentas, los gritos más profundos y guturales, como lanzados por una vaca desde una galaxia lejana. Al cabo de doce horas de contracciones, todos los presentes —la madre, el padre, la hija de cinco años de ambos, la comadrona y yo— estamos absolutamente agotados. Mentiría si dijese que no hay un ambiente de miedo y tensión. Supongo que el bebé, con la cabeza comprimida por los huesos de la pelvis de su madre, también está cansado. Quizá sufre. La madre duerme a intervalos cortos. A ratos siento miedo, a ratos me aburro y divago. Escribo mensajes a mis amigos: «Esto es muy fuerte. Estoy flipando. Ya te contaré» o «Caca, sangre y mugidos de vaca. Pero increíble». En un momento dado, la comadrona me pide que le lleve un vaso de agua. Con piernas temblorosas, lleno un vaso y me acerco a ellos. Mientras lo hago, veo la escena como un belén viviente de extremo realismo. El salón está en penumbra y solo una luz tenue envuelve las figuras. La madre, sudorosa y al borde del delirio, está en cuclillas, agarrada a una silla. Nos insulta y maldice en su lengua materna, creo que neerlandés. La comadrona y el padre permanecen cada uno a un lado, apoyándola. Si me alejo un poco, sus figuras se unen en una mancha borrosa y sugieren un monstruo desnudo y sudoroso. La silla a la que se agarra la parturienta se escora hacia delante y la comadrona me indica que la sujete. Desde allí arriba veo cómo el bebé se desliza fuera del cuerpo de su madre. Tiene la espalda llena de una capa de grasa blanca y los ojos completamente negros, como un pequeño alien. Al principio, su cuerpo es de color morado, está como desmadejado. Lo apoyan sobre su madre, que se ríe llorando y le habla en su lengua natal. El bebé no da ningún signo de vida. Hay unas milésimas de segundo en las que pienso que está muerto. Pienso que ellos ya lo sabían, que hay madres que deciden dar a luz a los bebés que se les mueren dentro, en lugar de ir a un hospital a que se los saquen. Leí hace poco sobre eso. Lo hacen como ritual de aceptación, por darles un nacimiento digno, aunque sus hijos no estén vivos ya. Y siento que quizás he tomado parte en un acto en el que no quería tomar parte. Todo eso me da tiempo a pensar antes de que el bebé tome una bocanada de aire y empiece a llorar.

Una hora después, la madre ya está en otra habitación, con su hija mayor y su hija recién nacida, las tres juntas en la misma cama, en un duermevela feliz. Cualquier director de cine habría cortado todas estas escenas que están teniendo lugar ahora, pienso. Nunca se cuentan. ¿Qué se hace ahora? Es un limbo absurdo en el que no sé cómo comportarme ni qué sentir. Me dan una manta para que duerma en el sofá. Justo entonces me inunda una emoción extraña y empiezo a llorar desconsoladamente. Lloro y me río al mismo tiempo en brazos de la comadrona. Avergonzada, me deshago de su abrazo y voy a la cocina, llena de platos y cacharros sucios. Abro el portátil y escribo todo lo que acabo de ver. Me doy cuenta de que es como intentar transmitir una noche de drogas: no sé qué va antes y qué va después. Consigo terminarlo atropelladamente y lo envío a la revista. Mi jefe responde:

—Canelita fina.

A los tres días vuelvo a hacer autostop desde la ermita hasta casa de Sanne. La señora que me recoge me pregunta si voy a la fiesta de la recogida de la aceituna. Yo miento y digo «sí». Siempre me cuesta no decir lo que no tengo que decir, pero esta vez me callo la boca. Esta señora, con sus años deslomándose en la porqueriza y su carnet de conducir tardío, habrá tocado placentas de vacas y yeguas, las habrá tenido entre sus manos rojas y resecas. Pero yo no me atrevo a decirle que voy a comerme una.

Sanne, con su niña colgada de la teta, levanta la copa y pronuncia unas palabras preciosas que a mí me dan mucha vergüenza. Me dan vergüenza porque soy una persona que apaga cigarros en los jardines zen, que busca la espiritualidad y al mismo tiempo tropieza con ella y la pisotea sin querer. Habla de la nueva vida que comienza y de lo mucho que significa para ella compartir con nosotros la placenta que alimentó a su criatura todo este tiempo. Su marido retira la cazuela del fuego. Brindamos. Creo que solo yo he visto un gesto que ha hecho la bebé dormida, una sonrisa adulta en su cara, y eso me hace sentir feliz de estar a punto de comerme una víscera humana. Un invitado exclama:

—Gracias al Gran Espíritu.

Antes de llegar me he bebido tres latas de cerveza para darme valor y estoy un poco demasiado borracha como para diferenciar si eso que ha dicho es una broma o no. Así que me río muy alto.

Comer placenta es como comer pulpo duro o una tapa de oreja. El sabor no está mal, la textura es insoportable. Me trago los trozos casi enteros. Hay una ligera tensión en el ambiente, y entiendo que esto que se respira sí que nos une y no lo del brindis. Quizás nadie está sintiendo asco. Algunos estamos incluso emocionados. Pero todos sentimos, en mayor o menor medida, miedo de tener asco. Toda la comida se desarrolla entre pequeños infiernos intermitentes en los que intento alejar de mi mente la imagen de la bolsa entretejida de venas saliendo de golpe de la vagina, tres días antes.

De regreso a casa decido que me ha gustado comer placenta. Los padres han confiado en mí, me han invitado al parto, me han dejado que lo cuente en un artículo. Y, a pesar de que en el mismo nombro unas seis veces la palabra «caca», han decidido compartir este momento tan especial conmigo.

Antes de dormir, escribo en Facebook lo que acabo de vivir. Inmediatamente, el relato desata la furia de un buen número de desconocidos, también de algunos conocidos. En los días siguientes empiezo a recibir correos anónimos llenos de amenazas e insultos, largas parrafadas que me explican por qué lo que he hecho ha sido una guarrada y un acto despreciable, cercano al canibalismo. También condenan el parto en casa que he presenciado, diciendo que es una irresponsabilidad. En un momento dado, también empiezo a recibir llamadas. Las integrantes de un grupo cristiano intentan hacerme abrazar la fe y abandonar lo que según ellas es una vida de pecado. Una desconocida me dirige amenazas y me lanza maldiciones. En su última llamada me impreca de este modo:

—Ojalá tengas un niño en casa, se te muera y después alguien se lo coma.

Hasta entonces, la última temporada de mi vida había estado llena de días iguales entre sí. La cabeza del bebé saliendo del coño tensado al límite, la sangre y los gritos, rasgan el tedio con la fuerza brutal con la que irrumpen siempre en mi vida los objetos preciosos. Aun así, me doy cuenta de que nada tiene la potencia transformadora de convertirme en otra persona. Nunca, viva lo que viva, aprenderé a vivir en calma. Al menos, me concedo, encuentro estos estallidos de belleza en el camino. Pero los ataques por Internet y las llamadas de desconocidos amenazan con empañar este último estallido. Como no quiero que esto suceda, me borro de las redes sociales, dejo de responder a los correos amenazadores y a los números de teléfono desconocidos. Me quedo aún más sola, en esta casa vieja que por las noches hace ruidos que me desorientan. Míriam, que vive al final del valle, al borde del barranco, me ha dicho que si oigo un ruido que no tengo ni puta idea de lo que es, será una zorra en celo. Me acuesto y escucho atenta: eso es la puerta que chirría un poco, después las piedras del techo mecidas por el viento, más tarde uno o dos jabalíes que hozan en el terreno de al lado, al rato una pelea de gatos, después la mezcla de varias de las anteriores. De pronto escucho algo que gime, como un lamento. ¿Es la zorra? El gemido se repite y yo intento dejar aparte el miedo y desentrañar de dónde proviene. A veces me duermo sin querer, abandonando la alerta, y abro los ojos pensando que el ruido soy yo misma. Un día despierto tapándome la boca, haciéndome callar para dejarme dormir tranquila.

El domingo 25 de octubre, por la mañana, mientras intento encender la chimenea sin éxito, escucho dos toques en la puerta. Es un cortijo muy viejo, gastado y precario, y muy bello al mismo tiempo. A veces, con las corrientes de aire, las ventanas se abren y se cierran solas. Las maderas chirrían, o suenan los golpes de los gatos peleando sobre el tejado. Pero vuelvo a oírlos y sí: son dos toques, de nuevo. Abro y veo a dos agentes de policía. Al principio no entiendo lo que me dicen, después sí. Y da comienzo la pesadilla. Miran sin disimulo todas mis cosas esparcidas por la casa y el terreno de la entrada, miran mi camisón, mis bragas tiradas por el suelo y mis botes llenos de pis (el baño está lejos de la casa; por la noche, o cuando estoy trabajando, meo en botes que después vacío en mis árboles preferidos). Repiten lo que han dicho. Han recibido una denuncia a mi nombre. Alguien me acusa de ser responsable de un ritual que ha tenido lugar aquí, en mi casa. En ese rito, según el denunciante, nos hemos comido a un niño recién nacido.

Ellos mismos parecen un poco avergonzados. En un estado de confusión absoluta, les hago pasar y los invito a un café. Me lo rechazan, como si fuera a envenenarlos. Pero están exhaustos, y, en un momento, uno de ellos, con un pequeño gesto de rendición, me pide por favor un vaso de agua. Se pasean por mi casa observando cada detalle. Miran mis cacharros de cocina sucios. Sobre la cama hay una máscara de oso. La observan sin disimulo. Supongo que están pensando que una chalada que mea en botes y se pone máscaras de oso también es capaz de comerse a un bebé. A los pocos minutos, inclinados sobre el ordenador con los hombros juntitos, como si estuviésemos haciendo un trabajo de clase, los policías y yo observamos en Google Imágenes qué y cómo es una placenta. Escuchan mi historia. Espío sus rostros de reojo. Imagino que no tendrán la desfachatez de poner carita de asco. Ellos han venido a decirme que mi boca está sucia de bebé. ¿Qué parte se imaginan que me habré comido?

En la casa que he alquilado han vivido otras personas antes que yo. Una familia de campesinos perdió a un hijo de siete años en la década de los cuarenta. Se llamaba Ángel. Murió quemado en la parte baja de la casa. En los ochenta, una pareja de jipis se trasladó al cortijo y lo rehabilitó. Tuvieron dos niños y una niña. La niña, Luz, se fue cuando tenía tres años. Empezó a respirar mal, hasta que dejó de hacerlo. La familia subió el valle caminando, con su cuerpo en brazos. La autopsia no reveló nada. Sobre el armario, junto a mi cama, hay una caja llena de fotos. Algunas noches miro el rostro de Luz, morena y guapa, montando en triciclo con un vestido azul oscuro. Es seria, con un punto de fiereza. También cuando sonríe.

En esos días, dos amigos me anuncian su visita. El abogado me ha dicho que no le cuente nada a nadie, ni por teléfono ni por mail, así que en ese momento yo soy la única que sabe el lío en el que ando metida. La inminente presencia de mis amigos me llena de impaciencia. Siento que quiero abrir la boca y no parar hasta que haya soltado todo el horror. Los espero en la calle principal del pueblo más cercano. Uno de mis amigos, al llegar y abrazarme, me dice sorprendido:

—Hueles fuerte, hueles... a campo.

Titubea antes de decir «a campo». Sé que no es a eso a lo que huelo. Huelo a animal sudoroso, con todas las glándulas funcionando. Tengo el aspersor de la adrenalina soltando litros en cada pulsación. Estoy escondida entre la maleza huyendo del depredador.

En esos días, tras la denuncia, sueño lo siguiente: tomo un trozo de carne de un plato y lo pruebo, pero me parece que está poco hecho. Al intentar devolverlo a la sartén me doy cuenta de que no es un filete lo que estoy comiendo, sino un cuerpo de niña. Asustada, lo tomo en brazos. Lo inclino hacia atrás, apoyando el peso de su cabeza en mi mano abierta, y le miro el rostro. Soy yo misma con unos cinco años. Despierto con el brazo dormido y la huella leve de su nuca y su pelo —mi propia nuca, mi propio pelo— en la palma de la mano.

La denuncia se desestima por falta de pruebas. Mis amigos se van. Pero mi mente no se calma. Los temores nocturnos se multiplican después de la denuncia. La pesadilla se repite con pequeñas variaciones. Durante el día, las sombras en mi cabeza desaparecen, todo es sol y todo son potros pastando. Por la noche soy incapaz de apagar la luz y dormir más de dos horas seguidas. Me despierto sobresaltada ante el más mínimo ruido.

Me viene a la cabeza un libro sobre el mundo de las hadas que tuve de pequeña. En él se contaba que el reino de las hadas cobraba periódicamente un diezmo al país de los humanos, cambiando una de sus criaturas élficas por un bebé humano con el fin de fortalecer la raza endogámica de los seres del bosque. Entiendo que algo así es lo que sucede con mi casa. Se puede ser feliz en ella, pero hay que pagar un precio muy alto. Quizás mi diezmo sea entregar a esa niña sufriente que fui y que aún sigue agarrada a mí con uñas y dientes. De alguna manera, es precisamente lo que he deseado desde que he llegado aquí: soltar el lastre del pasado, subir la colina siendo otra. Perder el miedo a los fantasmas. Volver a la ciudad.

Una noche salgo de la despensa, que está en la parte baja de la casa y da a la cuesta de tierra que lleva al bosquecillo. Llevo varias cosas en las manos. Un tomate cae al suelo y rueda lentamente por la pendiente, casi deteniéndose en las pequeñas llanuras del terreno, pero continuando enseguida su caída. Se interna en la zona de sombra y desaparece en el bosque. Esa imagen me llena de terror. Entro en casa a toda prisa. Me veo, como en el sueño, hincando mis dedos en la carne tierna de la niña que fui, desmenuzándola poquito a poco.

Me levanto y me sitúo en mitad del salón.

—¿Qué quieres?

2 Las niñas prodigio

En mi imaginación, la cara del alienígena iba cambiando con los años. Al principio no tenía ojos propiamente dichos, solo dos agujeros minúsculos en un rostro arcilloso y verde, como de plastilina. Su planeta también era así: una esfera blanda en cuya superficie quedaban impresos los pasos del alienígena en su camino hacia la sonda. Al llegar a ella se arrodillaba, las antenas inclinadas hacia el extraño artefacto de metal. Avanzados los noventa, con la llegada de los pósteres y los llaveros de monigotes grises con grandes ojos oblicuos, mi fantasía agrandó los agujeros iniciales hasta transformarlos en dos espejos negros que se rasgaban hacia las sienes. El color del rostro se apaga, el cuerpo se espiga, las antenas se encogen hasta desaparecer. Pero el cuadro es el mismo y lo repaso mentalmente casi cada noche durante seis años. Las rodillas se hincan en el suelo mineral de su extraño planeta, los largos dedos rozan el metal frío, la sonda se abre con cuidado, emitiendo un destello. Lo que hay en su interior es ese destilado de la esencia terrestre que la NASA envió al espacio exterior. El objetivo es ofrecer a una posible presencia alienígena una imagen global del planeta Tierra y de las conquistas del género humano.

Saltan ante los ojos del extraterrestre unas imágenes en blanco y negro. Un ser humano de sexo femenino, metro y medio de estatura y cuarenta kilos de peso, mira al frente con gesto severo. Su expresión es la de un águila a punto de desmantelar un pícnic familiar atrapando al hijo pequeño para llevárselo en volandas.

El extraterrestre no sabe lo que es un pícnic y no tiene ni idea de que está viendo a Nadia Comăneci. Solo percibe un estremecimiento interno, algo que le hiela la sangre, cuando el ser del video avanza a grandes zancadas y salta para colgarse de unas barras blancas. La parte superior de su cuerpo está enfundada en una malla blanca, el pelo recogido en una coleta tensa con un lazo de lana. Pero todo esto se difumina cuando empieza a girar. En esos saltos de una a otra barra está contenido todo el ego del planeta Tierra. Admiraos, extraterrestres, el ser humano es así y es capaz de hacer esto. Ni los llaveros ni las imágenes de las pegatinas que brillaban en la oscuridad me mostraban cómo era el alma de un extraterrestre. Pero yo estaba segura de que era imposible no sentir ante Nadia. Si el extraterrestre tuviera un marcador olímpico también marcaría un diez. Pero como no sabe lo que es un diez, ni lo que es un marcador olímpico, sigue hipnotizado, los ojos fijos en las imágenes, abriendo y cerrando la sonda para reproducir la magia una y otra vez.

La Tierra. Unas islas en medio del Atlántico. Es de noche. Aterrizamos en un gran patio de comunidad. Vemos una piscina cubierta por una tela plástica. A los lados, setos mal cortados y algunos árboles dispersos. Junto a uno de ellos se vislumbra una figura borrosa. Soy yo, con nueve años. El maillot blanco, las medias color carne, la coleta tirante. Miro al cielo y espero, como hice unas cuantas noches durante aquel año, a que vengan a buscarme. Pienso que habrán visto el video y bajarán a por Nadia.

—Tres tacos de cerdo, cuatro patatas rancheras y dos refrescos grandes. ¿Qué salsa desea?

Nadia Comăneci duda, con el brazo moreno apoyado en la ventanilla de su coche, mientras el encargado de la ventana de pedidos del Taco Bell espera dando toquecitos nerviosos con el bolígrafo en el borde de la ventana. En el asiento de atrás, atado a su sillita, un niño de tres años duerme mientras su madre se decide por dos botes de salsa ranchera y uno de chili.

—Su pedido, señora Comăneci.

Aunque puede que haya adoptado el apellido de su marido y ni siquiera por eso se la pueda reconocer. Recoge las bolsas de papel de estraza y las acomoda en el asiento del copiloto. Se ajusta las gafas de sol sobre su rostro de cuarenta años y sale zumbando en el monovolumen blanco hacia el centro de Norman, Oklahoma.

El blanco de su coche cuando está recién lavado es lo único que a veces le recuerda a Montreal. Así de blanco y brillante era su maillot. En el asiento de atrás, el niño despierta y llora. Nadia se gira brevemente y le dedica unas palabras de consuelo. Vemos su rostro, cubierto por una capa de maquillaje bien gruesa. Los extraterrestres no van a reconocerla.

Mientras en Oklahoma el coche de Nadia entra en el túnel de lavado, yo hago en la oscuridad del patio de vecinos el único movimiento de Nadia que sé imitar, el saludo final con la espalda arqueada. Intento hacerlo muy bien. Pienso que los extraterrestres, para no hacer el viaje en balde, quizás acepten llevarse un sucedáneo.

Una antepasada mía enloqueció ante la visión de las tripas de un pescado que llevaron a la mesa. Tenía quince años. Nunca he conocido a esa mujer, porque pasó su vida internada, pero he visto su foto de comunión: una imagen en sepia de una niña de mofletes grandes, casi sin cejas, con el ceño un poco fruncido. Es en la única foto familiar en la que me reconozco a mí misma, y ni siquiera soy yo. Pero el parecido es tan brutal que llegué a vivir con el miedo a que una emoción demasiado intensa me raptase para siempre. Cerraba los ojos ante la visión de las cosas espantosas, y también lo hacía ante las cosas bellas. La intensidad zarandeando el alma era lo que hacía peligrar la vida, lo que había que evitar. Y podía estar en cualquier lugar. Piedras de colores en la playa, vidrios limados por el desgaste del mar. Mi tía los toma entre sus manos y me los muestra. Cierro los ojos. Solo el resplandor azul y ámbar me ha hecho ver el borde del agujero.

Hay raptos tan definitivos que te roban el alma de una sola vez. Hay otros que son más leves… pero funcionan por desgaste: Punky Brewster enseñando los pulgares, Shirley Temple zapateando escalera arriba y abajo con un criado negro, Christina Ricci enfundada en un traje antiguo de natación y sentada en una bañera, Marisol sonriendo vestida de gitana, Drew Barrymore ceceando. Viéndolas me temblaban las manos. La boca se me abría sola, creando una expresión que era todo lo contrario a la de ellas, siempre sonrientes, los hoyuelos marcándose en las mejillas duras. No sufrí el rapto definitivo, pero sí un goteo constante de momentos que se fueron quedando conmigo.

En un capítulo de la serie, Punky Brewster llegaba a casa tras un rato de angustiada charla en la escalera con su amiga Cherie. Su padre adoptivo, Henry, servía la comida.

Punky, muy nerviosa, le confesaba:

—Henry, I’m getting boobs.

Le estaban creciendo las tetas. A Punky Brewster, con sus coletas y su gracejo infantil, le crecían las tetas. Una especie de electricidad me recorrió el cuerpo. Corrí a apagar la televisión. Al día siguiente noté un bulto en la teta derecha.

—Está brotando el botón mamario —confirmó el pediatra.

¿Pueden las hormonas reaccionar así ante una extrema emoción televisiva? Era un aviso. Así de fuerte era el rapto. Este era el tipo de cosas que podía provocar.

En el planeta desconocido, el extraterrestre ha sufrido tal shock que ya casi se ha fundido con la sonda.

—Mentira —digo yo.

Es mentira. Pero él, a trillones de kilómetros de mí, no me oye. Tiro las zapatillas de gimnasia por la ventana, tiro también el maillot con las costuras reventadas. Tiro más cosas que ahora no recuerdo. Rompo un cojín con los dientes. Todo cae en el patio del edificio, jamás iluminado por el haz de luz abductor de una nave espacial. Mi madre llama a la puerta para saber qué pasa. Hundo la cabeza en la almohada para amortiguar el sonido de mi mensaje. Hay que avisar a los extraterrestres. Hay que dejar de enviar sondas que cuentan mentiras. Las personas no somos así. Las niñas no somos así. Solo unas pocas. Solo ellas.

3 Wunderkind

Mi primera y única aparición en pantalla fue en un corto sobre el Holocausto. Hacía de niña judía. Me habían dicho que mi personaje cantaba, pero no el qué.

Al llegar al rodaje, mientras me hacían tirabuzones con unas tenacillas, me enteré de que mi voz no se oiría. Solo tendría que mover la boca.

—Ya en montaje te ponemos la cancioncita.

Eso me dijeron. Me sentí incompetente, poco preparada. Tenía nueve años, pero supe que ya me había quedado atrás. Debería haber tomado lecciones de claqué desde los tres años y clases de alemán desde los dos. Imaginé a una niña alemana, guapa y rubia, la afortunada criatura que cantaría la canción real.

Pasé parte del rodaje sentada en una silla, atenazada por la timidez, queriendo preguntarle a alguien del equipo quién era la niña que me iba a doblar. Cuando llegó mi momento, se me dijo que cantase cualquier cosa. Así calzarían mejor el doblaje sobre los movimientos de mi boca. Era el verano de El venao.

—¿Te sabes El venao?

Asentí con timidez. Quería hacerlo muy bien.

Y que no me digan en la esquina

El venao, el venao

Que eso a mí me mortifica

El venao, el venao

Fuimos al estreno, en una pequeña sala de cine del centro. Mi madre me compró un peto de lino color crudo.

El corto era muy malo. La acción empezaba con una familia judía corriendo por los tejados, huyendo de los soldados nazis. Antenas parabólicas que nadie había acertado a camuflar asomaban por el horizonte. Esa familia que huía era la mía, es decir, la de la niña judía que yo interpretaba. Yo me había perdido y habían decidido escapar sin mí. Todos los actores salían un poco demasiado serios, con el ceño permanentemente fruncido, lo propio de los dramas históricos.

Y de pronto aparecía yo, con mis tirabuzones brillantes y mi muñeca de trapo, con un vestido raído que en pantalla se veía gris, aunque era azul, sentada en el escalón del portal de una casa vieja. Un soldado se me acercaba y yo suplicaba piedad con la mirada. Entonces abría la boca. Mágicamente, empezó a brotar una canción alemana. Mi madre me dio la mano. En mi absoluta ansia de obediencia y de querer hacer las cosas mejor que bien, había vocalizado tanto que se me leían los labios. Incluso con el doblaje de la canción alemana, se entendía lo que estaba cantando. El público, entre risas, empezó a corear.

El venao, el venao

Que eso a mí me mortifica

El venao, el venao

Se inició un jaleo festivo que contaminó las siguientes escenas. A mi madre le sudaba la mano, pero no se la solté.

Había perdido una semana y media de clase por culpa del rodaje. En realidad, solo habían sido dos días de grabación, pero después me puse enferma, con fiebre alta y delirios, como siempre que me exponía a emociones fuertes. Al volver, noté una pequeña laguna mental en algunas de las asignaturas, pero enseguida retomé todo sin problemas.

Solo las matemáticas, que, sin llegar a gustarme, no se me daban mal del todo, parecían haberse convertido en otra cosa. El profesor empezaba a hablar y mi cerebro se iba nublando.

A partir de entonces y ya para siempre, los números fueron una oscura bruma en mi cerebro. Durante mucho tiempo, cada vez que iba al burger con mis amigas y no sabía dividir la cuenta, o cuando mi madre me mandaba a comprar y me daban mal las vueltas, sentía dentro de mí un agradable resplandor cercano al orgullo. Era el destello oscuro de la niña de labios pintados que apaga la colilla contra el suelo, que alza su dedito de diez años y pide otro tequila sunrise, sabiendo que su cerebro a la deriva es el precio que tiene que pagar por la fama. Volvía con la cabeza alta, mi vergüenza y las vueltas de menos bien apretadas en el puño, regocijándome en la indolencia y el encanto del juguete roto. Todavía ahora, cuando tengo que hacer un cálculo rápido de cabeza, dejo el cerebro en suspenso. Sé que por mucho que lo fuerce se resistirá a trabajar sobre esos números. Mi mente se traslada a un lugar muy lejano: una caravana inundada por el sol de media tarde. Un profesor de apoyo en rodaje echa la siesta, mientras en el plató se sobrepasa el número de horas de trabajo que permite por día el sindicato de actores infantiles.

4Podjani

A veces, en momentos de oscuridad, me repetía:

«Podjani Stanko Iereslava».

En un momento de mi vida, ese niño medio marica y con un pliegue de futuro gordo en la nuca, fue quien representó para mí lo que era bello y prodigioso en este mundo. Podjani era un resquicio de esperanza.

Yo tenía nueve años y estaba viendo Bravo bravísimo en la tele, cuando Bertín Osborne anunció:

—Y con diez años de edad, desde la profundidad de los montes Urales, en Kazajistán... ¡Podjani Stanko Iereslava!

En esa presentación —«desde la profundidad de los montes Urales»— latía una infancia cruel, de ordeñar ubres agrietadas a las cinco de la mañana con los dedos azules de frío. Vacas muriendo a manos del chupacabras ural y los males de ojo agriando la leche.

Podjani apareció vestido con el traje típico de su país, todo terciopelo negro, bordados de color y polainas.

Ojos de esquimal.

Hizo su baile folclórico. El público enmudeció.

Era algo absurdo y lleno de acrobacias incomprensibles para el televidente español, una danza sin ningún tipo de posibilidad en el mundo del espectáculo. Pero era impresionante.

Lo que sentía dentro de mí me hizo pensar en un documental que por la misma época había visto a través de las rendijas de mis dedos. En él, una orca arrojaba a una foca por los aires una y otra vez, hasta matarla. Tan bello, tan triste y tan impresionante como aquello era contemplar el baile de Podjani.

Al final de cada número, Bertín Osborne miraba al niño que acababa de actuar con la misma sonrisa burlona de hijo de puta. Lo trataba un poco como la orca a la foca, pero sin la parte de belleza. Durante el número de Podjani, un montador del directo había insertado un plano fugaz de Bertín observando desde el palco. Fue un error de un solo segundo, pero en su rostro se podía ver que la magia de Podjani había roto a hachazos el muro de garrulismo de Osborne. Su espíritu, muerto de inanición, cansado de cocaína y paseos en quad entre los olivos, absorbía desesperado ese torbellino de terciopelo negro y cintas de colores.

Podjani no sabía sonreír y cuando el público de Bravo bravísimo se levantó en un aplauso rugiente y tuvo que decir «hola» y «gracias» con su acento raro, su sonrisa resultó diabólica. La felicidad era tan desconocida para su rostro que, al emerger, se lo deformaba.

Al día siguiente volvería a los caminos helados del pueblo, a vivir durante semanas con el pijama debajo de la ropa, a comer sopa de col junto a un padre alcohólico y silencioso.

Pero durante un momento, en su cara curtida de niño tortuga sin cuello, la sonrisa se abrió paso y arrojó un poco de sol sobre la granja, las vacas, el cazo de leche hirviendo con la nata flotando, el padre borracho derrumbándose como un peso muerto en la entrada de la granja y muriendo congelado.

Simplemente me enamoré. Pensé que iría a buscarlo como fuese. Escribí en mi diario:

lo voy a conseguir.

Y debajo, en letras de otro color:

voy a organizarme.

No sé ahora en qué consistía exactamente ese organizarse, ni cómo esa organización me iba a llevar hasta Podjani.

Me veía a mí misma bajando por la pasarela de un barco en un puerto como de otra época, con una bolsa de viaje al hombro y una gorra de lado. Estoy en Kazajistán. Yo, que ni siquiera me atrevía a decir gracias cuando iba a la panadería, abría la boca y decía:

—Hola, señor. ¿Sabe dónde están los montes Urales? ¿La granja de los Iereslava?

Y aquel señor de mejillas coloradas daba un par de palmadas al lomo de su caballo y contestaba:

—Yo te llevo, muchacha. Súbete a mi carro.

Pero cuando lo encontrase, ¿cómo sería digna de él? Ni siquiera hablábamos el mismo idioma. Al principio, confié en que simplemente mi acto de viajar sola como polizón para protegerlo con mi amor lo convencería de mi valía. Pero por las noches me costaba dormirme. Debía haber algo que nos uniese más allá de las palabras. La clave se abrió paso por sí sola. Claqué. Había visto veinte veces el baile apoteósico de Annie en el jardín del señor Warbucks, y todas ellas había sentido una emoción extraña en las plantas de los pies. Como una inspiración divina.

Escribí en mi diario: «Voy a practicar todos los días y en algún momento mis padres tendrán que darse cuenta».

Darse cuenta de que tenía un don, de que mis pies hacían magia con el suelo.