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Aquel vergonzoso secreto la obligaba a ocultar sus sentimientos Michael Finn era un hombre tan admirado en los negocios como en la cama. Los hombres lo envidiaban y las mujeres lo adoraban. Nada escapaba a su control, salvo la exuberante hermana de su secretaria. Lucy Flippence era un espíritu libre y vivaz que ponía continuamente a prueba las dotes seductoras del magnate australiano. Lucy se sentía fuera de lugar en el mundo financiero de Michael, pero, cuando sucumbió a la atracción, fue como si estuvieran hechos el uno para el otro. Sabía que aquella relación no duraría mucho y que Michael acabaría tachándola de su lista, de modo que se propuso aprovechar el momento...
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Seitenzahl: 178
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Emma Darcy. Todos los derechos reservados.
SU CONQUISTA MÁS EXQUISITA, N.º 2265 - octubre 2013
Título original: His Most Exquisite Conquest
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3837-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Una hija bien amada enterrada en el lugar equivocado.
Un hombre cavando en una tumba.
Un perro correteando por el panteón y derribando las cabezas de los ángeles de piedra.
Menuda mañana de lunes, pensó Lucy Flippence mientras se dirigía en coche al cementerio Greenlands para ocuparse de la situación. Justo el día en que su hermana cumplía treinta años. Habría sido estupendo llevarla a comer y ver su nuevo peinado y su colorida indumentaria. Durante los dos últimos años, Ellie solo había vestido de negro y gris, tan concentrada en ser la ayudante personal de Michael Finn que no había tenido tiempo, ni interés, para fijarse en ningún hombre.
En aquellos momentos Lucy podía comprenderla mejor que nadie. El desagradable incidente sufrido en un pub irlandés de Port Douglas había arruinado el fin de semana con sus amigas. El tipo había comenzado siendo un príncipe apuesto y prometedor y se había transformado en un sapo repugnante. Lo mismo que les ocurría a todos los hombres, tarde o temprano. A sus veintiocho años aún no había conocido a un hombre de verdad cuya armadura permaneciera reluciente en cualquier circunstancia.
Pero ella no iba a renegar de los hombres. Le gustaba sentir la excitación de sentirse atraída y amada, aunque solo fuera por un breve espacio de tiempo. Por aquella excitación valía la pena sufrir el inevitable desencanto posterior. Mientras estuviera viva seguiría saliendo en busca de experiencias nuevas y emocionantes. Era lo que siempre le había aconsejado su madre... casada con un sapo por haberse quedado embarazada de Ellie.
–No cometas nunca el mismo error que yo, Lucy. Ten cuidado.
Y ella lo tenía.
Siempre.
Sobre todo porque no albergaba el menor deseo de tener hijos y que heredaran su dislexia. Hacer pasar a un niño por lo que ella había pasado en la escuela no era un acto de amor, y por desgracia los problemas no acababan allí. La discapacidad crónica privaba de un sinfín de posibilidades que cualquier persona normal daría por sentadas.
La idea de que un niño inocente naciera con un cerebro defectuoso como el suyo le provocaba un profundo rechazo a Lucy. No iba a arriesgarse a que algo así sucediera. Y eso implicaba que, seguramente, jamás se casaría. No tenía sentido si ya había renunciado a formar una familia.
Aunque siempre quedaba la esperanza de encontrar a un príncipe al que no le importara no tener hijos, o quizá a uno que también arrastrara un defecto genético y así ambos podrían ser felices juntos. No había descartado esas posibilidades, y eso le permitía seguir adelante con firmeza e ilusión.
El cementerio Greenlands estaba situado a las afueras de Cairns. Hacía honor a su nombre, tan verde y exuberante como era lo habitual en el norte de Queensland, Australia, sobre todo tras las lluvias torrenciales y antes del sofocante calor del verano. Agosto era un mes muy agradable y Lucy se alegraba de no estar encerrada en la oficina, aislada de aquel sol tan espléndido.
Al entrar en el aparcamiento vio a un hombre con una pala junto a una de las tumbas. Parecía muy mayor y Lucy decidió que no sería peligroso acercarse. Aunque lo hubiera hecho de todos modos. Su aspecto era infalible para desarmar a los hombres.
Le encantaba vestirse con ropa original y desenfadada que encontraba en el mercadillo de los domingos. El día anterior había comprado un collar de cuentas de madera, unos brazaletes, un cinturón de cuero y unas sandalias que ascendían entrecruzándose por sus pantorrillas. Completaba su atuendo con una minifalda blanca y una blusa holgada, y llevaba su largo pelo rubio recogido en lo alto de la cabeza para dejar a la vista sus bonitos pendientes, también de madera. No parecía en absoluto una funcionaria, y con eso ya tenía media batalla ganada para ganarse la confianza de la gente.
El viejo la vio acercarse y dejó de cavar para apoyarse en el mango de la pala y contemplarla de arriba abajo, como hacían todos los hombres independientemente de su edad. Lucy vio dos grandes sacos de abono junto a él, tras los cuales asomaba un rosal.
–Qué bonita vista para unos ojos cansados –le dijo a modo de saludo, dedicándole una pequeña sonrisa–. ¿Viene a visitar a algún ser querido?
–Sí, siempre visito a mi madre cuando vengo aquí –respondió ella, sonriendo también. El rostro del hombre estaba cubierto de arrugas. Debía de tener más de ochenta años, pero su cuerpo, enjuto y ágil, parecía conservarse en forma.
–Su madre, ¿eh? Debió de morir muy joven.
Lucy asintió.
–Tenía solo treinta y ocho años –dos años más de los que tenía ella en esos momentos, un recordatorio que la incitaba a aprovechar su vida lo más posible.
–¿De qué murió?
–De cáncer.
–Ah, vaya –el viejo sacudió tristemente la cabeza–. Debería dar gracias de que mi mujer falleciera rápidamente, sin dolor. Tenía setenta y cinco años. Estábamos a punto de celebrar nuestras bodas de diamante.
–Debieron de ser muy felices juntos –comentó Lucy, aunque en el fondo lo dudaba. Había visto que muchas parejas permanecían juntas por miedo a afrontar la ruptura.
–Mi Gracie era una mujer maravillosa –aseguró el hombre con una voz cargada de amor y nostalgia–. No la habría cambiado por nadie. Era la mejor, la única. La echó tanto de menos... –los ojos se le llenaron de lágrimas.
–Lo siento –murmuró Lucy, y esperó a que se recuperara antes de seguir hablando–. ¿Está plantando ese rosal para ella?
–Sí. A Gracie le encantaban las rosas. Sobre todo esta variedad, Pal Joey, por su exquisita fragancia. No como esas rosas de invernadero que venden en las floristerías. Tome, huela –se agachó y agarró el rosal para acercarle una flor amarilla.
Ella así lo hizo, y encontró el olor sorprendentemente intenso y delicioso.
–¡Me encanta!
–Lo he traído de nuestro jardín. No podía dejar que mi Gracie yaciera aquí sin una parte de nuestro jardín, y esta era su rosa favorita.
–Bueno, ¿señor...?
–Robson. Ian Robson.
–Lucy Flippence. Tengo que decirle que trabajo en la administración del cementerio, señor Robson. Alguien informó a mi oficina de que estaba usted cavando una tumba y me mandaron a investigar. Pero ya veo que no está haciendo nada malo.
El anciano frunció el ceño, obviamente molesto con la situación.
–Solo quiero plantar el rosal.
–Lo sé. Y me parece estupendo. Pero después lo limpiará todo, ¿verdad? ¿Se llevará los sacos vacíos cuando haya dejado la tumba de su mujer mucho más bonita de lo que estaba?
–No se preocupe, señorita Flippence. No solo lo limpiaré todo, sino que me ocuparé personalmente de regar y podar el rosal para que florezca en la tumba de mi Gracie.
Lucy le dedicó una cálida sonrisa.
–Estoy segura de que lo hará, señor Robson. Ha sido un placer conocerlo. Ahora voy a visitar a mi madre.
–Vaya con Dios.
–Usted también.
Mientras se alejaba, Lucy pensó en la devoción de Ian Robson hacia su mujer. La reconfortaba saber que el amor verdadero existía, por raro que fuera, y que también ella podría encontrarlo si tenía mucha, mucha suerte.
Se detuvo en la tumba de su madre y suspiró al leer lo que Ellie había insistido en grabar en la lápida.
Veronica Anne Flippence
Devota madre de Elizabeth y Lucy
No «devota esposa de George», porque eso habría sido una flagrante mentira. Su padre las había abandonado nada más enterarse de que su mujer sufría un cáncer terminal, aunque tampoco habría servido de mucha ayuda. Trabajaba como minero en Mount Isa, y cada vez que estaba en casa de permiso acababa emborrachándose y maltratando a su familia. Era mejor para todos que dejara a sus hijas a cargo de su madre, pero su abandono demostraba que no había el menor atisbo de decencia en su carácter. Un sapo de la peor especie.
Ellie había descubierto, además, que llevaba una doble vida con otra mujer en Mount Isa. Por todo ello, Lucy se alegraba de que las hubiera dejado, y aún le guardaba un profundo rencor por no haberle dado a su madre el amor que ella merecía. No había habido rosas en su matrimonio...
–Hoy es el cumpleaños de Ellie, mamá –dijo en voz alta–. Seguro que ya lo sabes. Le he comprado una blusa preciosa y una falda verde para que cambie ese aspecto tan insulso que lleva siempre. Nos decías que cuidáramos siempre la una de la otra, y Ellie me ayuda más de lo que debería con mi dislexia. Por eso quiero ayudarla a encontrar un príncipe. Los hombres se fijan en las mujeres alegres y vistosas, y ella se merece una oportunidad, ¿verdad?
Sonrió por lo que Ellie le había dicho por teléfono aquella mañana. Se había cortado y teñido de cobrizo su larga melena castaña. Era el primer paso en la dirección correcta. Si su hermana comenzaba a brillar y a divertirse, los hombres empezarían a sentirse atraídos por ella.
–Si puedes hacer un milagro, mamá, sería fantástico que Ellie y yo conociéramos hoy a un príncipe cada una... Sería un cumpleaños para recordar –volvió a suspirar por la improbabilidad de que algo así sucediera–. Ahora tengo que irme a recoger las cabezas de los ángeles antes de que sufran más daños. Hasta pronto...
Al llegar al panteón se sorprendió al ver el número de ángeles decapitados. El perro debía de haber sido un pastor alemán enorme o un gran danés. Agarró una cabeza, volvió a dejarla en el suelo tras comprobar lo pesada que era y fue a buscar la furgoneta para acercarla al panteón. Tardó una hora en cargar todas las cabezas para llevárselas al mampostero.
Miró la hora y decidió que el mampostero podía esperar hasta después del almuerzo. Si no llegaba a la oficina de Ellie antes de las doce, su hermana podría marcharse por su cuenta. Y, aunque Lucy podría llamarla por teléfono, prefería darle una sorpresa. Para eso era su cumpleaños...
Encontrar aparcamiento cerca del edificio de Finn Franchises era una tarea imposible, y tuvo que conformarse con dejar la furgoneta a dos manzanas de distancia. Recorrió a paso acelerado la distancia y consiguió llegar a la oficina pocos minutos después de las doce. Se detuvo un momento para recuperar el aliento, llamó a la puerta y asomó la cabeza para ver si había alguien. Su hermana, una Ellie renovada de los pies a la cabeza, estaba sentada tras una mesa.
–¿Puedo pasar?
–Claro.
Lucy entró, cerró la puerta tras ella y se acercó danzando a la mesa, maravillada por el cambio de aspecto de su hermana.
–Me encanta tu pelo, Ellie –exclamó alegremente, y se sentó en el borde de la mesa para examinar de cerca el nuevo estilo–. Es muy sexy. Te da ese aire descuidado y desenvuelto, como si acabaras de levantarte de la cama. Y el color te sienta muy bien y hace juego con la ropa que he elegido para ti. Tengo que confesar que estás divina... Y ahora dime que también te sientes divina.
La expresión insegura de Ellie se transformó en una sonrisa.
–Me gusta mi nuevo aspecto –admitió y, como era típico en ella, cambió de tema para no hablar de sí misma–. ¿Y tu fin de semana?
–Bueno... así, así –Lucy hizo un gesto con la mano y puso una mueca triste–. Pero la mañana ha sido terrible.
No quería contarle el incidente con el sapo del pub irlandés. Aquel día no quería deprimirse por culpa de los hombres, estando Ellie tan arrebatadora. Le habló de su encuentro con el viejo que estaba plantando el rosal y de los destrozos que había provocado el perro en el panteón. Describió la escena al detalle, destacando lo pesadas que eran las cabezas de los ángeles.
Era una buena historia, pero Ellie no parecía prestar atención. Tenía la mirada fija en el otro extremo del despacho.
–Las cabezas de los ángeles –dijo una voz masculina en un tono grave y de incredulidad.
La voz le provocó un escalofrío a Lucy por la espalda. No sabía si las vibraciones sonoras podían apretarle el corazón, pero algo sí que lo hizo. Giró la cabeza rápidamente, acuciada por la urgente necesidad de examinar al dueño de aquella voz.
Y allí estaba... alto, moreno y apuesto. La imagen perfecta de un príncipe.
Michael Finn se quedó anonadado al ver a la mujer que estaba sentada en la mesa de Elizabeth. Lo primero en que se fijó fueron sus piernas; largas, bronceadas y exquisitamente moldeadas, con unas esbeltas pantorrillas rodeadas por las tiras de sus sandalias. Lo siguiente fue la minifalda blanca, por la mitad del muslo. A continuación, una blusa blanca y holgada que dejaba a la vista un hombro esbelto y perfecto. Y, para terminar, una reluciente melena rubia recogida en lo alto de la cabeza y con algunos mechones sueltos.
Tenía la cara vuelta hacia Elizabeth, pero Michael no encontró el menor defecto en su perfil y sí un hoyuelo que se le formaba en la mejilla al hablar. Unos pendientes artesanales se balanceaban junto a un cuello largo y esbelto, los brazaletes tintineaban en sus brazos mientras movía las manos para darle énfasis a su relato, tan fascinante como el resto de ella.
–¿Las cabezas de los ángeles?
Las palabras brotaron de su boca sin darse cuenta. Le costaba creer el impacto que aquella mujer estaba teniendo en él, y la mención de los ángeles aumentó la sensación de irrealidad.
Estaba acostumbrado a evaluar a las mujeres antes de decidir si se embarcaba en una relación. Nunca tomaba una decisión precipitada, pues le resultaba insoportablemente tedioso romper el contacto cuando descubría que una mujer no lo llenaba. Pero en aquellos momentos sentía la imperiosa necesidad de forjar una conexión con aquella mujer antes de que se desvaneciera.
Ella giró la cabeza hacia él y su bonito rostro se iluminó de asombro al mirarlo con sus grandes ojos marrones.
–Cielos...
La exclamación brotó de unos labios perfectos, carnosos y realzados con un brillante pintalabios coral, y resonó en la mente y el cuerpo de Michael. El descarado interés que aquella desconocida mostraba en él fue como recibir una descarga eléctrica, hasta el punto de que tuvo una erección en cuestión de segundos... algo que nunca le había pasado en un primer encuentro con una mujer, ni siquiera siendo un joven con las hormonas revolucionadas. A sus treinta y cinco años era una experiencia totalmente nueva, y también inquietante. Siempre se había enorgullecido de mantener el control en cualquier situación.
–¿Es usted el jefe de Ellie? –le preguntó ella, ladeando la cabeza como si estuviera imaginándose las posibilidades que pudieran darse entre ellos.
¿Ellie? Michael tardó unos segundos en sofocar el repentino deseo que le abrasaba el pecho y relacionar aquel nombre con Elizabeth.
–Sí... Sí, lo soy –consiguió responder finalmente–. ¿Y usted quién es?
–Lucy Flippence, la hermana de Ellie. Trabajo en la administración del cementerio, y por eso trato frecuentemente con ángeles –dijo, como si necesitara aclarar que no procedía de otro planeta.
–Entiendo –murmuró él.
Ella se bajó de la mesa y se acercó con la mano extendida, contoneando sensualmente las caderas y apuntándolo con sus pechos grandes y turgentes. Era alta, esbelta y tan voluptuosamente femenina que a Michael se le dispararon las hormonas.
–Encantada de conocerte –le dijo con una cautivadora sonrisa–. ¿Puedo llamarte Michael?
–Por supuesto –le estrechó la mano y sintió un hormigueo de excitación por toda la piel.
Entonces advirtió un movimiento por el rabillo del ojo y recordó que su hermano Harry estaba a su lado, esperando que lo presentara. ¿Estaría experimentando la misma reacción que él ante aquella despampanante mujer? Ojalá no fuera así. Michael no quería luchar con su hermano por una mujer, pero por Lucy estaría dispuesto a hacerlo con uñas y dientes. Un celo feroz y posesivo se apoderó de él y le lanzó disimuladamente a Harry una mirada de advertencia. Siempre se habían respetado mutuamente cuando se trataba de conquistar a una mujer, pero no había hombre que pudiera resistirse a Lucy.
–Este es mi hermano, Harry –lo presentó, y se le llenó el pecho de satisfacción cuando Lucy, sin soltarlo, levantó la otra mano para estrechar brevemente la de su hermano.
–Hola, Harry –lo saludó casi con indiferencia.
–Un placer –respondió él en un tono mucho más insinuante. Pero Lucy apenas le dedicó un vistazo y volvió a fijar sus cálidos ojos marrones en Michael.
–No sé si sabes que hoy es el cumpleaños de Ellie, y había pensado en invitarla a comer por ahí. ¿Te importa si me la llevo y te la devuelvo un poco tarde, Michael?
–La verdad es que me disponía a hacer lo mismo –se apresuró a decir él–. Pensaba llevarla a comer al Mariners Bar.
–¡El Mariners Bar! –exclamó ella con un brillo radiante en los ojos–. Qué detalle invitar a Ellie a ese sitio. Eres un jefe estupendo.
–¿Por qué no vienes con nosotros? Así será una bonita celebración.
–Yo también voy –anunció Harry al instante.
Cuatro era mejor que tres, decidió Michael. Su hermano ya debía de saber que Lucy no tenía el menor interés personal en él, de modo que podría ocuparse en distraer a Elizabeth.
–Pero solo he reservado mesa para dos –le recordó su secretaria.
–No pasa nada. Seguro que el maître nos encuentra espacio –declaró él, haciendo gala de su seguridad mientras le sonreía a Lucy–. Nos encantaría contar con el placer de tu compañía.
Ella le sonrió a su hermana.
–Con cuatro será más divertido, ¿no crees, Ellie?
–Al menos contigo no habrá que preocuparse por los silencios incómodos, Lucy –respondió ella con ironía.
Lucy soltó una carcajada deliciosa.
–Entonces todo solucionado. Gracias por la invitación, Michael. Y es estupendo que tú también te unas a la fiesta, Harry.
Michael no tenía el menor interés en celebrar una fiesta.
Solo estaba interesado en Lucy Flippence. La fijación que normalmente aplicaba al trabajo se concentraba en ella, tanto física como mental. Y la deseaba para él solo.
No se le ocurrió que tal vez no fuese buena idea acostarse con la hermana de su secretaria.
Solo podía pensar en cómo acostarse con ella lo antes posible.
Lucy no podía creerse su buena suerte. Había conocido a un príncipe a quien le gustaba y que quería estar con ella. Y qué príncipe... No solo arrebatadoramente atractivo, sino además multimillonario. Ellie le había hablado de su próspera empresa, Finn Franchises, pero nunca le había dicho que su jefe fuera tan sexy.
Aquella omisión hizo pensar a Lucy mientras salían del edificio y atravesaban la Esplanade hacia el paseo marítimo. ¿Habría algo en Michael Finn que impidiera a Ellie sentir atracción por él? ¿Sería un jefe severo y despótico? A Lucy no le gustaban los hombres autoritarios, y necesitaba saber por qué no le gustaba a su hermana antes de llegar al final con él.
Pero en aquellos momentos solo quería disfrutar de aquel día tan espléndido y abandonarse a la irresistible atracción que la embargaba. En cuanto se adelantaron unos pasos respecto a Ellie y Harry, Michael le dedicó una sonrisa que la hizo estremecerse de la cabeza a los pies.
–Háblame de ti, Lucy. ¿Cómo es que trabajas en la administración del cementerio cuando podrías haber sido modelo?
Tenía los ojos de color gris plateado, tan característicos como el resto de su persona, y Lucy estaba tan encantada de que mostrase interés en ella que las palabras le salieron a borbotones. Le habló de su experiencia como modelo, sus ventajas e inconvenientes, lo hizo reír con las divertidas anécdotas que había vivido como guía turística y le contó también sus pinitos en el mundo del baile.
–¿Tú bailas, Michael? Quiero decir... ¿Te gusta bailar?
–Nuestra madre nos obligó a Harry y a mí a tomar lecciones de baile cuando éramos niños. Decía que todo el mundo debería saber bailar y que lo acabaríamos agradeciendo. A nosotros no nos hacía ninguna gracia tener que bailar como las chicas en vez de hacer deporte, pero mi madre tenía razón. Con el baile se puede liberar la misma adrenalina que con el deporte.
–Las madres siempre saben lo que es mejor –comentó Lucy.
La expresión de Michael se volvió triste.
–La mía siempre lo supo.
–¿Quieres decir que ya no está con vosotros?
Michael la miró con extrañeza.
–¿No recuerdas el accidente de avión en el que murieron mis padres?
–No, lo siento, pero...
–Salió en todos los periódicos.
Lucy no iba a admitir que su dislexia le dificultaba la lectura de los periódicos.
–¿Cuánto tiempo hace?