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Él nunca había esperado gobernar… Ella nunca había esperado ser princesa. El príncipe Logan no estaba destinado a ser rey ni deseaba serlo. Pero la abdicación de su hermano, debido a un escándalo, no le dejaba otra opción. Después de volver a su país, supuso que Cassidy Ryan, su leal secretaria, seguiría a su lado. El anuncio de su jefe de que iba a ser rey cambió la vida de Cassidy. No sabía nada sobre cómo organizar la agenda de un monarca ni tampoco sobre cómo controlar el deseo que el príncipe Logan había despertado repentinamente en ella. Pero, cuando Logan le demostró que él también la deseaba, Cassidy tuvo que decidir si de verdad podía ser su princesa.
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Michelle Conder
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Su insólita princesa, n.º 2819 - diciembre 2020
Título original: Crowning His Unlikely Princess
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-915-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CASSIDY comparó el folleto informativo que tenía en la mano con el de la pantalla del ordenador y se le cayó el alma a los pies.
Le había dado el folleto equivocado.
Estaba perdida.
La despedirían.
Y punto.
El día había comenzado mal y había ido empeorando a medida que avanzaba, y aquello era la gota que colmaba el vaso.
No había tenido un día tan malo desde aquel en que su padre, hacía muchos años, las había sacado a ella y a su hermana, en plena noche, como si fueran delincuentes, del pueblo en que se habían criado. No lo eran, pero las habían tratado como si lo fueran. Y ella había contribuido a que recibieran ese trato.
Flagelarse por errores pasados no iba a ayudarla en aquel momento.
Si no resolvía aquello, su meticuloso jefe iría al día siguiente a una importante reunión en Boston, para dar los últimos toques a una inversión de capital que necesitaban para un importante proyecto, con información errónea, lo cual equivaldría a tirar por la borda ocho meses de laborioso trabajo.
Después de la sorprendente noticia que su hermana le había dado esa mañana, aquello ya sería lo último.
Y solo ella tenía la culpa. No debería haberla distraído tanto la inesperada noticia de Robin. Así que debía intentar solucionarlo.
Y aún tenía tiempo, pensó, mirando el reloj.
Volvió a comprobar la versión corregida del documento y se dispuso a imprimirlo.
Como era de esperar, la impresora se quedó sin papel a la mitad. Debería haber una ley de Murphy que estableciera que, cuando un día empezaba mal, uno debía volverse a la cama y taparse la cabeza con la sábana.
Comenzaron a palpitarle las sienes al recordar que apenas se acababa de despertar cuando una de sus sobrinas gemelas, de once años, había entrado en la habitación para decirle que su madre iba a casarse.
Su madre era la hermana de Cassidy, la que se había ido a vivir con ella después de que hubiera vuelto a tocar fondo; la que había jurado no volver a acercarse a un hombre al haberse quedado embarazada siendo adolescente y haberla abandonado el padre de las gemelas antes de que nacieran.
Robin había entrado en la habitación después, con una sonrisa avergonzada y un anillo de diamantes en el dedo.
«No sabía cómo decírtelo», había dicho. «Dan me ha sorprendido totalmente con la proposición y quiere que las niñas y yo nos vayamos a vivir con él inmediatamente. No vamos a hacerlo hasta que encuentres otro sitio para vivir o a una compañera de piso, porque ya sé que no puedes permitirte pagar el alquiler sola».
Cassidy, muda de sorpresa, se había limitado a mirarla.
«¿Te has prometido?», le había preguntado.
«Yo tampoco me lo creo», había contestado Robin mirando arrobada el anillo. «Pero, Dan es tan especial… Incluso quiere adoptar a las gemelas».
A Cassidy se le había formado un nudo en la garganta al oír aquella palabras. ¡Las gemelas eran suyas! Había asistido a su nacimiento, había ayudado a su hermana a criarlas y había llevado a Amber a Urgencias cuando se rompió el brazo, ya que Robin tenía que trabajar. Y había leído cuentos a April para distraerla mientras esperaban a que su hermana gemela saliera del quirófano.
Dan era un buen tipo, encantador, pero ¿casarse con él?
Cassidy pensó que debería haber estado más preparada. Su hermana era una de esas hermosas personas que hacían que se volvieran a mirarlas.
Como su jefe, el príncipe Logan de Arrantino.
Su vida transcurría en un nivel distinto del de las personas normales como ella, y por donde pasaban causaban admiración y partían corazones.
Siempre había sido así. En el instituto, los chicos solo se interesaban por Cassidy para que les presentara a su hermana. Era algo a lo que estaba tan acostumbrada que incluso ahora se preguntaba por las intenciones secretas de un hombre cuando la invitaba a cenar. No lo habían hecho muchos desde la última vez que había salido con uno, y a este solo le interesaba para que le dejara los apuntes, por las buenas notas que sacaba.
Pero, por una vez, le gustaría conocer a un hombre que deseara su cuerpo. ¿Era mucho pedir?
Se le apareció la imagen de su jefe y rápidamente la desechó. El único motivo por el que él desearía su cuerpo sería para enterrarlo después de haberlo asesinado por haber cometido tantos errores ese día.
Primero, por pasarle la llamada de una llorosa exnovia, en vez de la del consejero delegado del bufete de abogados de la empresa; y, segundo, por confundir la hora de la cita para comer con un cliente con la del día siguiente, por lo que su jefe había llegado veinte minutos tarde.
Y ahora aquella debacle… Ordenó cuidadosamente las copias del folleto en la mesa. Lo único que le faltaba era que se le cayeran al bajar corriendo a encuadernarlas.
A esa hora de la tarde, la oficina estaba prácticamente vacía. Las mayor parte de sus colegas del banco se había ido a casa.
Lo cual agradecía enormemente.
La idea de tener que hablar de trivialidades con un compañero, o de volver a casa antes de poder fingir una sonrisa de alegría para su hermana, la sobrepasaba en aquel momento. No era que no estuviera contenta por su hermana. Lo estaba, pero temía lo que significaba para sí misma.
Temía un futuro sin ver a su familia diariamente, un futuro sin nadie especial en su vida. Casi podía verse: una mujer soltera con una toquilla sobre los hombros y una docena de gatos peleándose por los cuencos de comida.
Se le hizo un nudo en la garganta. Su hermana y ella eran un equipo. Lo habían sido desde el nacimiento de las gemelas, cuando Robin acababa de cumplir diecisiete años, y ella, dieciocho. Su madre las había abandonado dos años antes y su padre se esforzaba en sacarlas adelante, por lo que todos se apoyaban en ella. Y no le había importado. Le gustaba ayudar y no se arredraba cuando las cosas se ponían difíciles.
Subió de nuevo al despacho, dejó los folletos en el escritorio y se dispuso a llamar al servicio de mensajería.
Pero vaciló.
Con la suerte que había tenido ese día, era probable que el mensajero no se presentara o que tuviera un accidente y los folletos acabaran en el fondo del Hudson, lo cual no solo sería un atentado ecológico, sino una causa de despido por estupidez.
Había sido un increíble golpe de suerte que dos años antes la hubieran contratado como secretaria de Logan, pocos meses después de acabar la universidad.
Sabía que había conseguido el puesto por estar en el lugar preciso, en el momento adecuado, y porque la jefa de personal estaba desesperada. En caso contrario, no estaría trabajando para un hombre a quien todos consideraban un genio de los negocios. No se detenía ante nada para conseguir lo que quería, lo cual la había intimidado enormemente cuando comenzó a trabajar con él, aunque le habían aconsejado que lo disimulara.
«Sus secretarias anteriores se marcharon porque no daban abasto con el volumen de trabajo», le había dicho la jefa de personal mientras la acompañaba a hacer la entrevista con su jefe, «porque las intimidaba que fuera príncipe y segundo en la línea de sucesión al trono de Arrantino o porque se enamoraban de él. Cualquiera de estas tres razones es motivo de despido automático».
Cassidy le había asegurado que el amor estaba muy lejos de sus intereses. Además, ya había tenido dos trabajos mientras estudiaba, pese a lo cual había sido la primera de su clase. Solo sabía trabajar.
Miró los folletos que acababa de envolver. Su jefe vivía a un cuarto de hora andando del despacho, y ya le había llevado cosas otras veces. ¿Por qué no ahora? Emplearía ese tiempo en pensar lo que le diría su hermana al llegar a casa. Y estaría más tranquila sabiendo que había corregido su error y que su jefe tenía el material adecuado para la reunión.
Tal vez tuviera la suerte de que el piso estuviera vacío, por lo que podría cambiar los folletos erróneos por los nuevos, sin que él lo supiera. Eso sería un golpe de suerte, pensó sonriendo.
Se puso la chaqueta, agarró el bolso y pulsó el botón del ascensor para bajar.
Como estaban a mediados de julio, la Quinta Avenida se hallaba atestada de turistas en pantalón corto, quemados por el sol.
Cassidy los fue sorteando con su acostumbrada habilidad. No se dio cuenta de que el cielo estaba plomizo hasta que una gota cayó en el centro de su valioso paquete.
Lanzó un gemido pensando que no era su día y se metió bajo el toldo de una tienda, junto con dos mujeres vestidas para salir de noche. Y comenzó el diluvio.
Le cayó otra gota en la frente. Alzó la vista y vio que el toldo tenía un agujero. Al paso que iba, lo más probable era que un camión pasara por encima de un charco y la salpicara.
–Perdone –dijo una de las mujeres–. La aplicación me ha dejado de funcionar. ¿Broadway está a la izquierda o a la derecha? Vamos a llegar tarde al teatro.
–A la izquierda –dijo Cassidy.
Ojalá llegar tarde a un musical fuera su mayor preocupación en aquel momento. En realidad, no recordaba la última vez que había hecho algo divertido.
Se quitó la chaqueta y envolvió con ella el paquete. Buscó un taxi con la mirada. El tráfico se había paralizado por la lluvia y no había ninguno a la vista.
Resignada a su suerte, echó a andar. Sabía que si no se daba prisa, no llegaría a su casa antes de anochecer.
Al llegar al edificio de su jefe, estaba empapada y sin aliento.
El portero la vio y se apresuró a abrirle la puerta.
–Buenas tardes, señorita Ryan.
–Buenas tardes, Michael –se detuvo a recuperar el aliento–. ¿Está el jefe?
–Sí, llegó hace una hora.
–Estupendo –contestó ella con desánimo. Ya no podría ocultar su error.
Utilizó su tarjeta personal para acceder al ático de su jefe.
Mientras subía en el ascensor privado, comenzó a ponerse nerviosa. Había estado allí varias veces, pero siempre en ausencia del jefe. La idea de verlo en su casa la inquietaba, pero tal vez solo fuera una sensación residual de ese día. No veía el momento de que acabara.
Al llegar al ático, con una vista de trescientos sesenta grados de Manhattan, salió del ascensor. Era un espacio maravilloso, remodelado con madera y cristal que lo hacían ilimitado y acogedor a la vez.
Llamó a su jefe, pero nadie respondió. Miró por las ventanas, cautivada por la puesta del sol sobre los rascacielos. Soltó el aire lentamente.
Oyó que algo se movía a su espalda. Como solo podía ser su jefe, agarró el paquete con más fuerza y se volvió. Reprimió un grito al verlo. Bañado en sudor, con una camiseta sin mangas que apenas disimulaba sus anchos hombros y musculoso torso, y unos pantalones cortos sobre los fuertes muslos, era un espectacular ejemplo de poder y vitalidad masculinos. Llevaba puestos unos auriculares y ella oyó la música desde donde se hallaba.
Fue incapaz de hablar durante unos segundos, por el impacto de aquel cuerpo de músculos afinados y brillantes. Ya había intuido que tenía buena constitución, bajo los trajes hechos a medida que llevaba al trabajo, pero su imaginación se había quedado muy corta.
Logan la examinó lentamente de arriba abajo y ella comenzó a sentir calor en su interior, mientras el corazón volvía a latirle con fuerza, como si siguiera en la calle corriendo para protegerse de la lluvia.
Tragó saliva, horrorizada al notar que su cuerpo respondía a su presencia de un modo que trascendía la relación profesional entre jefe y empleada. Era la misma reacción que había experimentado al verlo por primera vez, sentado a su escritorio y de muy mal humor. Tampoco entonces le había sonreído mientras comprobaba su reacción a cada una de sus preguntas, con unos ojos azules que eran peligrosamente inteligentes.
Ahora la miraba del mismo modo, pero ella no era capaz de disimular sus emociones igual de bien, algo que ella consideraba uno de sus superpoderes.
Un superpoder que había empleado en el despacho de él desde el primer día para ocultar lo atractivo que le resultaba y centrarse en lo afortunada que era al haber encontrado un trabajo tan prestigioso y en lo mucho que necesitaba el dinero.
También había contribuido un aspecto menor, pero fundamental: un hombre que tenía todo lo que el mundo podía ofrecerle no iba a mirar dos veces a una mujer como ella.
Una gota de agua se le deslizó desde la frente por la nariz hasta llegarle al labio superior y ella sacó la lengua para atraparla. Los ojos de Logan se oscurecieron al mirarle los labios. Cassidy experimentó una excitación sexual tan profunda que la conmocionó.
Se sintió como un impala asustado frente a un león hambriento, sin poder huir. Y de repente le molestaron menos las mujeres que llamaban al despacho de él de forma regular para que les diera una segunda oportunidad, y se compadeció más de ellas. Si él llegaba a abrazarla con aquellos enormes brazos, estaba segura de que no querría que la soltara.
Logan frunció el ceño, lo cual le recordó que las posibilidades que tenía de que él la abrazara eran nulas.
Debía hacer algo para cortar aquella extraña conexión entre ambos.
Sin embargo, antes de tener la ocasión, Logan se metió la mano en el bolsillo, apagó la música del móvil y se quitó los auriculares.
–¿Qué haces aquí, Cassidy? ¿Y por qué me estás llenando el suelo de agua?
Habían comenzado a tutearse a los seis meses de trabajar juntos, cuando él se quejó de que le parecía que siempre le iba a dar una mala noticia al llamarlo señor de Silva.
–Yo… –desechó el momento de locura que acababa de experimentar y alzó la barbilla–. Tenía que darte los folletos para la reunión de mañana –quitó la chaqueta al paquete y se lo tendió, pero él no hizo ademán de agarrarlo.
–Ya los tengo.
Ella hizo una mueca y con la mano libre se frotó las gotas que le caían por el cuello.
–No son correctos.
Él volvió a mirarla de arriba abajo.
–Estás empapada.
–Lo siento –se miró la blusa y se dio cuenta de que estaba tan mojada que parecía que no la llevaba. Alarmada, se puso el brazo libre sobre los senos. Solo entonces se percató del aspecto horrible que debía de tener.
El frunció el ceño aún más mientras agarraba la empapada chaqueta y el paquete y desaparecía por el pasillo para volver al cabo de unos segundos con una toalla.
–Ya sabes dónde está el cuarto de baño –dijo él manteniendo la mirada por encima de su cuello–. Úsalo.
–No sé dónde está. Siempre que he venido, he dejado lo que traía y me he ido.
Claramente molesto por la invasión de su tiempo y espacio, él recorrió a zancadas el pasillo con evidente impaciencia.
–Aquí está.
Empujó la puerta y Cassidy, agradecida, entró.
Estuvo a punto de gritar al verse las manchas de rímel bajo los ojos y algunos mechones de pelo pegados a las orejas y el cuello.
La estropeada mujer del espejo no era la mujer impecable en que se había convertido después de dejar Ohio, y volvió a confirmarle que no debería haberse levantado esa mañana.
Respiró hondo, se secó la cara y el cuello. Se soltó el cabello y buscó el cepillo en el bolso. Al no encontrarlo recordó que, la noche anterior, Amber se lo había pedido prestado. Mientras maldecía a su querida sobrina, se peinó con los dedos y trató de volver a recogérselo, sin conseguirlo, por lo que se dejó suelta la espesa y ondulada melena.
Comenzó a tiritar, debido al aire acondicionado del cuarto de baño, y gimió al percatarse de que se le transparentaba el sujetador.
«Genial», pensó.
Tiró de la blusa para separársela de la piel y se preguntó si resultaría raro que saliera tirando de ella.
Decidió negar descaradamente lo evidente, alzó la barbilla y salió. Agarraría la chaqueta, daría las buenas noches a su jefe y se marcharía para enfrentarse al siguiente desastre. No podría ser peor que aquel.
Al llegar al salón vio la silueta de su jefe recortada contra los rascacielos de Nueva York, con los brazos en jarras. Las nubes habían desaparecido y los últimos rayos de sol brillaban en los edificios mojados.
Pero fue el hombre del interior de la habitación lo que más atrajo su atención. Alto, de anchas espaldas y estrechas caderas, piernas largas y musculosas y cabello rubio oscuro, Logan era la personificación del poder y la elegancia masculinos. Aunque fuera un hombre insensible y adicto al trabajo, físicamente era perfecto.
Contra su voluntad, a Cassidy se le aceleró el pulso de nuevo. Como no quería que la pillara volviendo a mirarlo, se puso a buscar la chaqueta.
Logan se volvió y vio a Cassidy escudriñando el salón. No parecía su eficiente secretaria. Llevaba todo el día como si estuviera ida y ahora lo parecía de verdad, con el cabello, habitualmente muy bien peinado, cayéndole de cualquier manera sobre los hombros, la blusa mojada y el rostro sin maquillaje. Lo único reconocible en ella eran las gafas, que se ajustaba a la nariz con el meñique siempre que veía que él la miraba.
La oficina funcionaba como un reloj gracias a ella, pero la mujer que tenía enfrente parecía a punto de hacer un striptease antes de acabar en su cama.
Mientras se preguntaba si la libido le había degenerado hasta el punto de excitarse con una mujer con la blusa mojada, salió del salón y volvió con una sudadera.
–A no ser que vayas a participar en un concurso de camisas mojadas después de marcharte, será mejor que te pongas esto.
Ella no lo miró a los ojos al agarrarla y se la puso mientras le daba las gracias.
Le estaba enorme. Le llegaba a medio muslo y las mangas eran demasiado largas, pero servía para ocultar sus formas.
Logan no sabía qué había pasado ese día. Todo había comenzado cuando llegó al despacho y Cassidy no estaba. Como siempre era puntual y lo esperaba con un café cuando entraba, su ausencia no le pasó desapercibida. Se tuvo que preparar el café y, además, dos empleados jóvenes fueron a pedirle información que no tenía.
Cuando Cassidy llegó disculpándose por el retraso estaba agobiada. Al principio, él no lo había notado, porque llevaba el traje de chaqueta negro y la blusa blanca habituales y el cabello castaño rojizo recogido en un moño, como lo llevaba desde el primer día.
Que no cambiara de aspecto lo había molestado al principio, pero había llegado a apreciar la coherencia de Cassidy, por no hablar de su eficiencia.
Sin embargo, ese día había cometido un error tras otro, y él había estado a punto de preguntarle qué le pasaba.
No lo había hecho porque no quería fomentar las relaciones personales en el despacho. No deseaba darle ideas que pudieran cambiar la naturaleza de su relación laboral, algo que ya había ocurrido con otras secretarias.
Su experiencia le indicaba que las personas rara vez eran lo que parecían, pero estaba seguro de que su secretaria era exactamente así: una mujer inteligente, callada y sensata, con unos labios increíblemente sensuales. Y unos vívidos ojos verdes. Se había fijado en las dos cosas inmediatamente y había estado a punto de no contratarla por su reacción ante ellas. Sin embargo, la jefa de personal lo había convencido de que era perfecta para el puesto.
Y lo era.
Perfecta.
Hasta ese día.
–Sé que estás ocupado, así que, si me dices dónde está la chaqueta, te dejaré en paz.
–Pero antes explícame por qué me he marchado del despacho con la información errónea.
Ella suspiró profundamente.
–Esperaba que no me lo preguntaras.
–La esperanza es una pérdida de tiempo, así que repito la pregunta.
Ella se miró las manos antes de alzar la barbilla y mirarlo.
–Te di el borrador de los folletos, no la copia definitiva –abrió las manos frente a ella con un gesto conciliador–. No sé cómo ha ocurrido. Te he mandado un mensaje para decirte que me pasaría por aquí, pero, evidentemente, no lo has recibido.
–Evidentemente –intentó no enfadarse por su incompetencia, sin conseguirlo–. Pero podía haberlos recogido en el despacho por la mañana.
–Como sales temprano para Boston, no quería que te molestaras en hacerlo. Ha sido un día horrible y lamento de verdad haber metido la pata –alzó las manos en un gesto de impotencia–. No me encuentro nada bien.
A juzgar por su inesperada reacción física ante ella, él tampoco se encontraba bien, por lo que debía entregarle la chaqueta para que se fuera. Iba a hacerlo cuando le sonó el móvil. Se lo sacó del bolsillo y frunció el ceño al ver el nombre de su hermano en la pantalla.
Teniendo en cuenta que en Arrantino era media noche, no iba a darle buenas noticias.
–¿Qué pasa?
Su hermano acogió su brusco saludo con humor.
–¿Te pillo en mal momento, hermano? No estarás con una mujer, ¿verdad?
–Sí –contestó Logan sin pensarlo, antes de volver a mirar a Cassidy, que se colocaba un mechón de cabello detrás de la oreja. Ese gesto inocente despertó en él una lujuria primaria, que eliminó con su férreo autocontrol, antes de corregir su respuesta–. No.
–¿Tienes un minuto? Tengo que… contarte una cosa.
La vacilación de su hermano le produjo un escalofrío.
–¿Qué ocurre? ¿Has ido al médico? ¿Se ha…?
Logan se calló, incapaz de preguntar si le había reaparecido la leucemia de su adolescencia. Leo había luchado valerosamente contra la enfermedad, pero Logan dudaba que pudiera soportar de nuevo verlo tan débil. Tampoco olvidaba su propia impotencia ante algo que escapaba a su control.