3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €
¡Llegó el momento de retomar lo que había comenzado en París! El fugaz romance del príncipe Nadir con la virginal bailarina del Moulin Rouge había terminado casi antes de comenzar, e Imogen se había marchado llevándose con ella algo muy preciado para Nadir. Pero la encontró de nuevo y se presentó con un plan. Paso 1: llevar a Imogen y a la hija de ambos a Bakaan. Paso 2: ignorar el traicionero deseo que sentía por la mujer a la que nunca había olvidado. Paso 3: casarse con Imogen, asegurar su descendencia y establecer su reino en el desierto. Pero el paso 2 resultó cada vez más complicado de seguir, sobre todo cuando estaba claro que no era el único que estaba luchando contra ese deseo.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 191
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Michelle Conder
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El príncipe de las dunas, n.º 2409 - agosto 2015
Título original: Prince Nadir’s Secret Heir
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6781-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Hay días que empiezan bien y se mantienen así. Hay otros que empiezan bien y se estropean rápidamente.
Mientras Nadir Zaman Al-Darkhan, príncipe heredero de Bakaan, miraba una gran y fea estatua situada en la esquina de su despacho de Londres, decidió que ese día estaba estropeándose.
–¿Qué demonios es esto? –preguntó a su nueva secretaria, que lo miró asustada.
Por lo general, la gente lo trataba o con deferencia o con temor y, según su hermano, eso tenía que ver con las vibraciones que desprendía. Al parecer, emanaba un aura de poder e implacable determinación que no beneficiaba mucho a sus relaciones personales, razón por la que no tenía muchas. Esas relaciones las situaba muy por debajo del trabajo, del ejercicio, del sexo y de las horas de sueño.
«No siempre», le susurró al oído una artera voz; frunció el ceño cuando esa misma voz recreó la imagen de una mujer con la que había estado hacía aproximadamente un año y a la que no había vuelto a ver desde entonces.
–Señor, creo que es un ciervo dorado –tartamudeó su secretaria, sin duda aterrada.
Aplicando parte de esa actitud implacable que su hermano había mencionado, Nadir desterró de su mente la imagen de la bailarina rubia y se giró hacia la estatua.
–Eso lo capto, señorita Faetón. Lo que debería haber dicho es: «¿Qué demonios está haciendo en mi despacho?».
–Es un regalo del sultán de Astil.
Vaya, ¡justo lo que necesitaba! Otro regalo de un líder mundial al que no conocía ofreciéndole sus condolencias por la reciente muerte de su padre. Hacía solo un día que había vuelto a Europa tras el funeral y estaba cansado de esos recordatorios que no hacían más que resaltar el hecho de que no sentía nada por el hombre que lo había engendrado. Furioso, se acercó al escritorio y se sentó.
–Dígame, señorita Faetón. ¿Debería una persona sentirse mal porque su padre haya muerto?
–No sabría decirle, señor –respondió la secretaria con los ojos abiertos de par en par.
–¿Qué más tiene para mí, señorita Faetón?
Ella pareció aliviada de que se hubiera centrado en el trabajo.
–La señorita Orla Kinesia ha dejado un mensaje.
Nadir ya estaba lamentando haber llamado a una antigua amante para salir a cenar. Antes, cuando se le había ocurrido, había estado aburrido por culpa de un grupo de ejecutivos que no eran capaces de convencerlo de que invirtiera millones en un nuevo producto.
–¿Y qué ha dicho?
–Ha dicho, y cito textualmente: «Solo me interesa si esta vez se va a tomar nuestra relación en serio».
Volteando la mirada con exasperación, Nadir preguntó:
–¿Algo más?
–Su hermano ha llamado y quiere que lo llame lo antes posible.
Tal vez Zapico había recibido también un ciervo gigante, aunque lo más probable era que quisiera saber qué tal le iba con su plan de ayudar a trasladar su patria árabe al siglo XI. Su padre había gobernado Bataan con puño de hierro y, ahora que había muerto, se suponía que era labor de Nadir dirigir el país hacia el futuro. Sin embargo, eso era algo que no tenía ninguna intención de hacer.
Años atrás le había prometido a su padre que jamás regresaría para gobernar Bakaan y él siempre cumplía sus promesas. Por suerte, a Zachim lo habían preparado para ocupar su lugar y había accedido a ser el próximo rey. Pobre tonto.
–Llámelo.
–Tengo otros mensajes –dijo la mujer moviendo su iPad.
–Envíemelos por e-mail a mi PDA.
Un momento después, su agenda electrónica y el teléfono fijo sonaron. Su nueva secretaria era eficiente; eso, al menos, tenía que reconocerlo.
–Si te me vas a echar encima por lo de la propuesta de negocio para reinvertir en el sistema bancario de Bakaan, me gustaría recordarte que tengo un negocio internacional que dirigir –refunfuñó, aunque con tono amable. Aunque solo eran hermanos de padre, Zachim era la única persona a la que Nadir consideraba un verdadero amigo.
–Ojalá fuera solo eso –el tono de su hermano sonó adusto–. Tienes que volver ahora mismo.
–Diez horas en ese lugar ya han sido demasiado para mí –contestó Nadir. Antes del funeral había pasado veinte años sin ir a Bakaan y, con mucho gusto, se pasaría otros veinte más sin hacerlo. Los recuerdos que tenía de su patria estaban mejor enterrados, y estando allí había tenido que librar una auténtica batalla para intentar controlarlos. De hecho, solo lo había logrado evocando recuerdos de esa bailarina exótica, y eso que tampoco le gustaba mucho pensar en ella teniendo en cuenta cómo habían terminado las cosas entre los dos. Y, sin embargo, ahí estaba otra vez, pensando en ella. Se pasó una mano sobre su barbilla recién afeitada.
–Sí, bueno, saliste corriendo de aquí antes de oír la noticia –dijo su hermano.
Nadir se recostó en su silla con una relajada elegancia felina y subió los pies al escritorio.
–¿Qué noticia?
–Padre te nombró el siguiente en la línea de sucesión al trono. Vas a ser el rey y más te vale mover el trasero corriendo para volver aquí. Algunas de las tribus insurgentes de las montañas están levantándose para generar inestabilidad en la región y Bakaan necesita una muestra de liderazgo.
–Espera un momento –la silla de Nadir cayó de golpe hacia delante cuando plantó los pies en el suelo–. Padre te nombró a ti el heredero.
–Verbalmente –la frustración era clara en el tono de Zach–, pero parece que eso no convence mucho al Consejo.
–Es ridículo.
–Eso es lo que pasa cuando te mueres de un infarto sin tener en orden tus papeles.
Nadir se obligó a relajarse y a respirar hondo.
–Sabes que tiene sentido que te conviertas en el próximo sultán. No solo diriges el ejército, sino que has vivido allí casi toda tu vida.
Oyó el suspiro de pesar de su hermano y se esperó no oír otra charla sobre que él era el mayor y tenía ese derecho de nacimiento.
–Creo que estás cometiendo un error, pero tendrás que renunciar oficialmente a tu puesto ante el Consejo.
–Muy bien. Les enviaré un e-mail.
–Lo harás en persona.
–¡Eso es ridículo! Estamos en el siglo XXI.
–Y, como bien sabes, Bakaan se mueve en algún punto de mitades del XIX.
Nadir apretó la mandíbula y agarró la pelota antiestrés que tenía en la mesa para lanzarla a la canasta que colgaba en la pared junto a un Matisse. Aunque su padre no habría tenido planeado morir cuando lo hizo, sí que tenía que estar al corriente del protocolo de sucesión. ¿Era esa su forma de intentar controlarlo incluso desde la tumba? Si lo era, no le funcionaría.
–Fija la reunión para mañana.
–Eso haré.
Colgó y miró al infinito. Eso era lo que pasaba por no dejar los cabos bien atados en el momento adecuado. Veinte años atrás se había marchado de Bakaan después de que su padre se hubiera negado a celebrar un funeral de Estado para su madre y su hermana gemela tras un accidente de tráfico alegando que lo habían avergonzado al intentar huir del país para empezar una nueva vida. No le había importado el hecho de haber estado casado con su madre durante años o que su madre y su hermana fueran terriblemente infelices viviendo en el exilio en Bakaan. Lo único que le había importado era que siguieran viviendo donde él las había instalado. Cuando Nadir le había plantado cara para defender su honor, su padre le había dicho que o aceptaba lo que él imponía o se marchaba de allí.
Y entonces, cuando Nadir había elegido marcharse, su padre había renegado de él. Era una de sus especialidades: darle la espalda a cualquiera que no lo complaciera.
Nadir había partido en busca de su propio camino en el mundo y había sido todo un alivio porque lo había ayudado a olvidar el papel que, sin ser consciente, había desempeñado en las muertes de su madre y de su hermana. También había sido la última vez que había dejado que su padre lo manipulara.
Lo invadieron los recuerdos y se puso de pie maldiciendo. Se quedó mirando por la ventana mientras un rayo de sol atravesaba las nubes proyectando un tono dorado sobre las casas del Parlamento. El color le recordó al largo cabello sedoso de Imogen Reid y su ánimo se desplazó al sur de su cuerpo al pensar en ella una vez más. Era otro cabo suelto que aún tenía que atar.
Frustrado por cómo se estaba desarrollando el día, revisó los mensajes que su secretaria le había enviado y abrió los ojos de par en par al ver uno de su Jefe de Seguridad.
Un sexto sentido le decía que el día no iba a mejorar aún.
–Bjorn.
–Jefe –dijo su Jefe de Seguridad con un suave acento bostoniano–. ¿Sabe esa mujer que me dijo que siguiera hace catorce meses?
Maldita sea, no se había equivocado. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron.
–Sí.
–Estoy segurísimo de que la hemos encontrado. Acabo de enviarle una imagen al móvil.
Con un nudo en el estómago, Nadir se apartó el teléfono del oído y vio el rostro de la preciosa bailarina australiana que había secuestrado sus pensamientos catorce meses atrás materializarse en la pantalla. Quince meses atrás la había conocido en el Moulin Rouge después de que Zach y él se hubieran encontrado en París al mismo tiempo.
Su hermano había dicho que le apetecía ver algo bonito y por eso se habían dirigido a la famosa sala de baile. Nadir se había fijado en la escultural bailarina de pelo color trigo y ojos del color del césped recién cortado un día de verano, y cuatro horas más tarde la había tenido rodeándolo por la cintura con sus increíbles piernas en su apartamento parisino. Después la había tomado sobre la mesa del comedor, bajo la ducha y al final en la cama. Su aventura había sido tan ardiente como el sol de Bakaan en agosto. Apasionada. Intensa. Devoradora.
Jamás había sentido una atracción tan fuerte hacia una mujer y, aunque su cerebro le había advertido que se apartara, él había realizado cuatro viajes de fin de semana consecutivos a París solo para estar con ella. En ese momento debería haber sabido que esa mujer le traería problemas, que su aventura no podía terminar bien. Pero por entonces no había sabido que terminaría con ella embarazada y diciéndole que el bebé era suyo. Y tampoco había sabido que, después, ella desaparecería antes de que él tuviera la oportunidad de hacer algo al respecto.
Lo más probable era que hubiera desaparecido porque, en realidad, no estuviera embarazada, pero, aun así, la idea de haber engendrado a un hijo que estuviera por algún lugar en el mundo lo consumía. No sabía a qué había jugado ella en aquel momento, pero no tenía duda de que había jugado con él, y ahora solo quería saber cuánto… y por qué.
–Es ella. ¿Dónde está? –preguntó con brusquedad.
–Resulta que está en Londres. Ha estado aquí todo el tiempo.
–¿Alguna señal de que tenga un bebé?
–Ninguna. ¿Debería preguntarlo? Ahora mismo estoy sentado en la cafetería donde trabaja.
–No –parecía como si ese fuera el día en el que le estaban dando la oportunidad de librarse de todas las cuestiones irritantes de su vida y, ahora que lo pensaba, eso solo podía ser algo positivo. Una ligera sonrisa retorció sus labios–. Ese placer será mío. Escríbeme tu ubicación.
–Ese tipo que te está mirando me está poniendo los pelos de punta.
Agotada por la falta de sueño que generaba una hija de cinco meses a la que le estaban saliendo los dientes, Imogen contuvo un bostezo y no se molestó en girarse hacia el fondo de la sala, por mucho que sabía a quién se refería Jenny. También le estaba poniendo los pelos de punta a ella, y no solo por su imponente físico. Lo reconocía de alguna parte, aunque no recordaba de dónde.
Dobló una servilleta de papel en su zona de la barra y lanzó otra rápida mirada hacia la calle para ver si su compañero de piso, Minh, había aparecido. Su turno ya había terminado, pero se había quedado a ayudar hasta que él llegara.
–Creo que quiere pedirte salir.
–Es por el pelo rubio. Probablemente piensa que soy una chica fácil.
Quince meses atrás, un hombre igual de imponente había pensado lo mismo de ella, pero ese en concreto había vestido un traje de miles de dólares y la había cautivado. Ahora ya no era tan crédula como antes en lo que respectaba a los hombres y, además, ese tipo parecía pertenecer al servicio secreto o algo así, lo cual solo hacía que se sintiera más inquieta todavía. La pequeña cafetería de estilo retro donde trabajaba como camarera no solía atraer a esa clase de clientela que requería de seguridad personal, y sabía que el mujeriego multimillonario del traje de tres mil dólares solía tener su propia seguridad. ¿Era ahí donde había visto antes a ese hombre? ¿Con Nadir? Le parecía imposible, pero antes de poder lanzar otra mirada hacia su lado, Jenny le dio un codazo.
–Ya no tienes de qué preocuparte. Creo que acabo de ver a tu novio fuera.
Imogen se puso colorada y alzó la cabeza ya que por un segundo pensó que Jenny se estaba refiriendo al mujeriego al que no había podido olvidar nunca, por mucho que lo hubiera intentado. Cuando vio a Minh saludándola por la ventana de la cafetería respiró aliviada. ¡Qué nerviosa se había puesto.!
–Nunca lo había visto antes –continuó Jenny–. Y qué guapo está llevando a tu niña en ese canguro –suspiró–. Ojalá pudiera conocer a un hombre que estuviera bueno y que, además, fuera un padre cariñoso.
Con el corazón aún acelerado, Imogen saludó a su amigo y a su niña. Suponía que sí que se podía considerar a Minh un tío guapo con esos exóticos rasgos euroasiáticos y, sin duda, era además uno de los hombres más buenos que había conocido en su vida, pero nunca lo había visto más que como amigo. Y no solo porque fuera gay, sino porque el príncipe Nadir Zaman Al-Darkhan la había dejado con un bebé a quien cuidar, y con una fobia a enamorarse.
Bueno, tal vez no fobia, exactamente. Más bien una profunda determinación a no permitir jamás que un hombre se volviera a aprovechar de ella. Su propio padre se había aprovechado de la bondad inherente de su madre y ver a su madre inventarse excusa tras excusa para justificar por qué su padre apenas pasaba tiempo con ellas la había devastado.
–Tu padre trabaja muchísimo, pequeña. Solo necesita tiempo para relajarse, eso es todo.
¿Relajarse con otra mujer y terminar abandonando a su esposa por ella? Imogen jamás permitiría que eso le pasara a ella. Si en el futuro probaba a tener otra relación, lo haría con los ojos bien abiertos y sería únicamente según sus términos. De pronto, una imagen del atractivo rostro de Nadir se materializó en su mente y la apartó.
–Por desgracia, no es mi novio –ni el padre de su hija.
Le lanzó una sonrisa a Jenny y le deseó una fabulosa noche de viernes antes de dirigirse a la parte trasera del bar para recoger su bolso y salir a reunirse con su improvisada familia.
Minh había sido un regalo caído del Cielo en muchos aspectos durante ese último año. Cuando había descubierto que estaba embarazada, su compañera de piso, la hermana de Minh, le había dicho que su hermano mayor se marchaba a Estados Unidos durante seis meses y que estaba buscando alguien que le cuidara la casa. Le había parecido una gran oportunidad, aunque, de todos modos, probablemente se habría marchado hasta Siberia con tal de salir de París en aquel momento.
Sin familia cercana con la que volver a Australia, se había esperado tener tiempo de sobra en Londres para prepararse antes de que llegara el bebé. Por desgracia, no había tenido en cuenta que se encontraría tan mal que apenas podría levantarse del sofá de Minh. Cuando Minh había regresado a casa, la había acogido bajo su ala y le había dicho que podía quedarse todo el tiempo que necesitara. Incluso la había visitado en el hospital justo después de que su preciosa hija hubiera llegado al mundo, mientras que, sin duda, el padre de la criatura habría estado tomando vino y cenando con alguna supermodelo en una isla tropical.
Imogen se estremeció. Desde el principio había estado al tanto de la reputación de Nadir de guapo rebelde y chico malo, y por lo que a ella respectaba, a la descripción se le podía añadir «machista irresponsable». Y tal vez también añadir «estupidez» por su parte porque en aquel momento se había creído que se había enamorado de él. ¡Tonta!
Decir que le debía mucho a Minh era quedarse corta. Y sobre todo le debía la oportunidad de que su novio se pudiera mudar al apartamento con él sin que estuvieran ellas. Así, tenía pensado que con una o dos semanas le bastaría para poder encontrar otra casa, aunque sabía que Minh no la presionaría. Tenía un corazón tan grande como una montaña.
–¡Ey, preciosa! –le dijo besándola en la mejilla–. ¿Qué tal el trabajo?
–Muy bien –agarró en brazos a su sonriente bebé y le plantó besos por toda la cara. Nadeena la miró con los impactantes ojos azules grisáceos de Nadir y unas pestañas color ébano. Tenía su misma tez aceitunada–. ¿Qué habéis estado haciendo?
–La he llevado al parque y a la terraza de una cafetería. Espero que no apeste –dijo Minh mientras se desabrochaba el canguro–. Con este tiempo esto es como llevar un ladrillo caliente contra tu cuerpo. Y la gente se queja de que los veranos londinenses son poco cálidos.
Imogen se rio.
–Un día con veintiocho grados y los ingleses os dais por vencidos. El problema es que no sabéis cómo hacer frente al calor.
–El problema es que no queremos hacerle frente.
Sonriendo, Imogen agarró el canguro y se lo colocó sobre los hombros; después colocó a Nadeena dentro y todas esas sensaciones de inquietud que la habían invadido antes se disiparon. Agarró a Minh del brazo.
–Sabes cuánto valoro tu ayuda, ¿verdad? No tengo palabras para agradecerte que la hayas cuidado hoy. Y ayer –esbozó una mueca–. Y la semana pasada.
–Es un encanto de niña y la película cutre que tengo que editar aún no está lista. Hasta que me llamen, soy hombre libre.
–No dejes que David te oiga decir que eres un hombre libre –bromeó.
Cuando estaba a punto de responderle, Minh abrió la boca de par en par.
–Un arcángel del Cielo acaba de aterrizar y lleva un Armani y un gesto serio impresionante.
Riéndose, Imogen se giró y se quedó más boquiabierta todavía que él.
El despiadado y cruel bastardo que la había dejado embarazada y sola en París se dirigía hacia ella, con sus largos pasos con los que parecía comerse la acera y esquivando a viandantes que, atónitos, lo veían moverse con la actitud de un tiburón persiguiendo un banco de atunes.
Imogen, totalmente aturdida, levantó los brazos de manera inconsciente para rodear a la pequeña, que estaba durmiendo.
Nadir se detuvo justo delante de ella.
–Hola, Imogen –por muy alta que era, tuvo que echar la cabeza atrás para poder mirarlo a los ojos, que llevaba ocultos tras unas gafas de estilo aviador–. ¿Me recuerdas?
Imogen se encontraba en un estado de shock tal por verlo después de haber estado pensando en él que lo único en lo que podía pensar su aturullado cerebro era en lo guapísimo que estaba con ese traje negro y en lo revuelto que llevaba el pelo, seguramente por haberse pasado los dedos por él un centenar de veces.
–Yo… eh… por supuesto.
Tragó saliva con dificultad mientras él miraba a Nadeena. El brillo de sus gafas hacía que pareciera un depredador de ojos de acero acechando a su suculenta presa.
–Has tenido al bebé.
Algo en el modo en que lo dijo con su profunda voz hizo que se le erizara el pelo de la nuca.
Notando su inquietud, Minh se colocó a su lado como para protegerla, e Imogen respiró hondo.
–Sí.
–Qué bien –respondió Nadir con una sonrisa blanquísima y completamente letal. Después, lentamente, se quitó las gafas de sol y sus impactantemente preciosos ojos azules grisáceos se clavaron en los suyos con la frialdad de un glaciar–. ¿Quién es el padre?
Imogen lo miró, digiriendo lentamente sus duras palabras. Intentando que no le temblaran demasiado las rodillas, forzó una sonrisa y pensó que era normal que preguntara por el bebé. ¿Por qué no iba a hacerlo? Después de todo, fue su médico el que había confirmado el embarazo aquella fatídica noche en su apartamento de París.
Si se hubiera marchado del trabajo cinco minutos antes o después, se habría evitado toda esa situación. Tragó saliva y se obligó a mirarlo a los ojos, a mirar esa ceja enarcada que podía hacerle parecer o terriblemente seductor o increíblemente amenazante. Ese día, sin duda, le resultaba amenazante, lo cual no explicaba que su cuerpo estuviera siendo recorrido por electrodos de excitación, produciéndole temblores y un intenso calor al mismo tiempo.