Tan pordiosero el cuerpo (esperpento) - Sealtiel Alatriste - E-Book

Tan pordiosero el cuerpo (esperpento) E-Book

Sealtiel Alatriste

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Beschreibung

La primera novela de Sealtiel Alatriste, ilustrada con un retablo de estilo novohispano de Carmen Parra, cuenta los sucesos habituales de una vecindad en la ciudad de México en la década de 1950, en ella conviven los personajes y las costumbres de los barrios típicos de la época: la brujería popular, los puestos de antojitos, la fiesta de vecindad, la beatería y el danzón. Los enredos en apariencia simples se van urdiendo para tejer una trama de profundidad artística y filosófica que toma elementos prestados de la pintura y la música.

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SEALTIEL ALATRISTETAN PORDIOSEROEL CUERPO (ESPERPENTO) 

TEZONTLE

Primera edición, 1987Segunda edición, 2010Primera edición electrónica, 2015

Diseño: Estudio Frutas y Verduras

D. R. © 1987, Sealtiel Alatriste D. R. © 2010, Carmen Parra, por las ilustraciones

D. R. © 2010, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3622-5 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

SEALTIEL ALATRISTRETAN PORDIOSERO EL CUERPO (ESPERPENTO)

ILUSTRACIONES DE CARMEN PARRA

a partir de dibujos deSEALTIEL ALATRISTE BATALLA,autor de las calaverasque encabezan los capítulos

PARA MI PADRE,porque sus dibujosme dieron la primeraimagen de la vida

¿Es el amor tan importante?

¿TAN ELEVADA EL ALMA?

¿tan pordiosero el cuerpo?

SERGIO FERNÁNDEZLos desfiguros de mi corazón

“SIEMPRE EN SU CASA PRESENTE ESTÁ, EL BODEGUERO Y EL CHA CHA CHÁ.” CON LA FLAUTA EN LA BOCA, EL VIEJO SEBASTIÁN —FLACO, MORENO, CAPRINO— marca las entradas de cada frase. Más allá, en el patio, donde improvisaron una pista de baile, las parejas empiezan a juntarse. Quiebre de caderas, manos enlazadas, los tres pasitos de rigor, un dos tres, cha cha cha, una vuelta bajo el brazo, los ojos en las nalgas, y la flauta, siempre la flauta de la danzonera, imponiendo el ritmo. “Bodeguero, ¿qué sucede?, ¿por qué tan contento estás? Yo creo que es consecuencia de lo que en moda está.” De música la obediencia, de sabor empalagoso la mirada dirigida a Sebastián, pues él, ¿quién lo dijera?, había traído la danzonera y mandaba sobre los vientres rumorosos, el zangoloteo de los hombros, los golpes al aire de las rodillas y los codos. Parecían, en el tumulto de la lluvia de serpentinas, una masa atolondrada de manos en lo alto, de máscaras dibujadas por una luz que en sus blancos —toscos, encendidos, chillones— despierta la sugerencia de las llamas. Las parejas, en la convulsión de sus sombras, son un garabato de condenados escapando del martirio, purgatorio de demonios enarbolando gritos de lujuria. Un dos tres, cha cha cha, ¡sabooor! Pero a no dudarlo, ahí estaban divirtiéndose, él y todos los demás, subrepticiamente. A mansalva, pensó Sebastián, porque su voluntad habría de renunciar (si en algo cabe la expresión) a cualquier forma de placer.

—¿Quién lo hubiera imaginado, no les parece? —murmuró María Elena, en el rincón de los puestos, agitando la olla de ponche mientras vaciaba una botella de aguardiente—. Sebastián con una danzonera. ¡Todavía no me recupero del sorpresón!

—Y no lo hace mal, ¿eh? —respondió doña Lucre, con quiebro y zandunga en el ademán de la mano.

—A mí —intervino, acorujada, Paty, la hija de María Elena— no me extrañó nadita. Siempre creí que Sebastián era un viejo cachondo que algo se traía entre manos.

María Elena —apicarada la cara, gracia crepuscular y manola, como de Sarita Montiel en El último cuplé— se volvió dando voces a su hija:

—No seas mensa, si todos sabemos lo que es Sebastián.

Cuando empezó a organizarse la pachanga, ni quién sospechara que el viejo Sebastián tenía una danzonera, para todos no era más que el anciano que mataba el tiempo pintando retablos, que la gente, vecinos o no, le pedía por encargo para dar gracias por algún favor. “Agradezco a santa Mónica que me haya curado los juanetes.” “Gracias a san Martín de Porres porque tuve fiesta de quince años.” “Recuerdo de la caminata de rodillas a la Villa para agradecerle a la virgencita de Guadalupe la curación de mi marido.” Sebastián, como nadie, sabía representar las intenciones de cada quien: el marido, en el lecho, con la mirada turulata; la Guadalupana, como una aparición, a la cabecera de la cama, y la esposa —contrita, llorosa, con las rodillas ensangrentadas— camino de una difusa basílica que hace contrapunto con la virgen. Todos en un solo plano, sin perspectiva, sujetos al encuentro del mal agüero o la fortuna; todos sobre una tablita que Sebastián barnizaba, una y otra vez, con clara de huevo. Y que en esto era un maestro cualquiera lo sabía. Pero lo de la danzonera sí les había quitado el habla, en serio. Cómo no, si se les presentó en el departamento de doña Lucre, la del tres, y dijo, yo traigo la danzonera, no se preocupen, no vamos a cobrar nada. Se quedaron lelos. ¿Qué danzonera, Sebastián?, le preguntó Chino, que representaba a los jóvenes en esa reunión. La mía, la que yo tengo, somos de mucho ambiente, ya verán, nos sabemos todas las piezas que están de moda y vamos a organizar un bailazo de poca. Ya nadie se atrevió a preguntar nada, nadie a pedirle a la Moza que prestara su consola, nadie a organizar la recolección de discos, ¿para qué? Sebastián —barnizado de suspiros, chuscas las pupilas— empezó a sentir que lo miraban distinto, que ya no sería nada más el milagrero, el pintorcito. Sintió, curándose en salud, que esas miradas presagiaban la desazón de sus caderas, sus risas y sudores; que su flauta, al son de un ritmo cadencioso, alcahuetearía sus propios deseos escondidos. ¿Se habrán dado cuenta, por su risa socarrona, lo que sus visajes escondían? “En la bodega se baila así, entre frijoles, papa y ají, el nuevo ritmo del cha cha cha.”

Al fondo del patio, sobre la escalera, apareció tapándose los ojos, como poniendo un toque teatral a su timidez, la señorita Rita. Bajo las ondas de papel maché que adornaban esa puerta; bajo el altar de san Judas Tadeo que señoreaba el patio, su aparición tiene un poco el carácter cursilón de un tedeum de fiesta de quince años. Vestía, como siempre, uno de esos vestidos de jovencita con los que quería, todavía, apresar su ingenuidad; pidiéndole imposibles a un cuerpo que a pesar del cinturón, los olanes y los bordados, daba a entender la panza, el seno fláccido. El cuello, ajustado hasta el cogote, era un trueque de elegancias por papada. Sebastián la miró sintiendo que los compases se le enredaban en el bajo vientre. Fue incapaz de contener un alud de imágenes encontradas, contradictorias, desajustadas entre sí, pues mal podían amaridarse todas en un altar como ofrecía el cuerpo de Rita. Sin embargo, ahí estaban: arracimada su ambición en la mirada; expuesta su lascivia en la forma de sujetar la flauta; contenido el odio en la tiesura de las zancas. La miró, y ella, con disimulo, trató de corresponder a sus deseos. La imaginó como una beata —ceceña, rizosa, pizpireta— en un retablo pintado por él: arrodillada frente a san Cipriano; fingiendo piedad en la mirada con que pretende entregarse a la santidad; exhibiendo, para premiar deseos de su muerte, lujuria en la mano que, morosa, se desliza por su costado, desde la cadera hasta los senos. San Cipriano sin duda tendría el báculo al revés, signo inevitable de peligros por indecisión, ausencia de amor, soledad, onanismo o vejez espiritual. El retablo en su conjunto estaría envuelto en una elevada espiritualidad que, no por ello, ocultaría que la beata está deseosa, aún en la cercanía de un confesionario, de entregarse a quién sabe qué manifestaciones lúbricas de la pasión que su mano esconde. “En la bodega se baila así, entre frijoles, papa y ají.” Sebastián siguió —agatado, sin sombra de recato— mirándola con la sospecha de que su flauta era, a su vez, su propio báculo invertido.

¿Era tan fuerte lo que había nacido en él? ¿Tan intenso como para que a su edad buscara una sensualidad que creía muerta? ¿Tan poderoso como para jugar su vida en la mano de la Santa Muerte? ¿Tan violento como para descubrirle a todos su dualidad de músico y milagrero? Las preguntas, por ociosas, quedaron sin respuesta, remitiéndolo a la sensación de que la vida le había pasado de lado haciéndole guiños, enseñándole vericuetos que él había visto sin pasión, visitado sin entrega. Y ahora resultaba una alucinación, ¿qué otra cosa?, haber sufrido durante años sus carencias, consagrado solamente a descubrir las sombras de su alma que, por repetidas, le empezaban a parecer ajenas. Alucinación, también, ver nacer en los pliegues de esa misma alma, un deseo, una filiación con la muerte, que crecía con desproporción en la medida que el pasado no la alentaba.

La señorita Rita, al fondo, con un jarro de ponche entre las manos —ruborizada, agacelada, furtiva— le sonríe y le increpa con unos ojos que parecen sobrevivir a la inclemencia. “Toma chocolate, paga lo que debes. Toma chocolate, paga lo que debes.”

SERÍAN CERCA DE LAS SEIS cuando llegó, no lo recuerda bien. La puerta estaba abierta y supuso que la sirvienta habría salido un rato a descolgar la ropa, a comprar el pan, A NOVIAR A LA ESQUINA. No tocó, se metió así nada más. El departamento, en su mirada, le rindió todos sus secretos: le abrió la cocina con sus cucharones, la vajilla sobre el escurridor, las especias en frascos de porcelana multicolor; le abrió la sala con sus muebles de terciopelo cubiertos por mantillas y carpetas; las mesitas y los jugueteros atiborrados de figuras de cristal y de marfil; los cuadros familiares; el candil que, como araña invertida, casi tocaba el suelo; le abrió el comedor con su mesa de ébano, insinuada bajo el largo mantel de hilasa; le abrió el pasillo con el reloj imponente, atento, contrahaciendo al sol, fingiendo al día; se le rindió el aire con su tufillo a incienso; las paredes todas, que alimentaban, llorosas de salitre, la neblina que parecía respetar su intrusión. Todo limpio, limpísimo, huyendo de la vida arrebatado, como cada año, para celebrar el aniversario de la muerte de don Mario Talavera. Todo, como presentes sucesiones del difunto, tan conocido para Sebastián, y, sin embargo, tan ajeno por el sigilo con que ahora lo veía. La sensación de estar ahí para descubrir las costumbres, los ritos, la sospechosa intimidad, lo invadió. El departamento, sumido en sombras, desconfiando de sí mismo, azuzaba a los objetos a un murmullo imperceptible que llenaba el ambiente de una complicidad que Sebastián no podía sino aceptar. Caminó hasta llegar a la recámara: la puerta, también ahí, estaba abierta, dejando salir el único listón de luz que se deslizaba por el pasillo. Adentro, la señorita Rita —frágil, mísera, vana—, con un refajo blanco bordado a la altura de los pechos, se agachaba cimbrando su propia intimidad. Sebastián no supo qué le llamó más la atención, si las carnes blancas de la solterona, o un altarcillo que en la pared, a un lado de la cama, veneraba a la Virgen del Carmen. La figura a la que estaba consagrado, esculpida en terracota, parecía una copia de Rita, o mejor, haber tomado de ella sus varios valores: podría pasar por una mujer llena de ternura (de lástima incluso) en la mirada, que aspiraba en su postura a convertirse en una deidad, para acabar por no ser una entidad divina sino pobremente una mujer con fatuidad moral. A la estatuilla la rodeaban todos los retablos que a lo largo de seis años Rita había pedido a Sebastián, destacando a sus pies una larga pintura de penitentes cubiertos en llamas, que parecen cifrar su destino en las cadencias de la misericordia de la Virgen; en sus gestos, sin embargo, la textura del martirio —encarnizada de malicia, hambrienta de lujuria— tiene algo de garabato del demonio. La solterona, sin prestar la menor atención al altar, se desplazaba desparpajada entre el buró y una cómoda gruesa que sostenía una luna escarapelada. El asilo, el cuerpo, un no sentirse observada que le presta más abandono a sus ademanes, acaba por despertar la clandestinidad que, como marea, los objetos habían hecho surgir en Sebastián. Con la mirada engatusada, el morbo en la pupila, él admiraba la concupiscencia de la habitación. La Virgen, en el altar, se distinguía no tanto por asimilarse a Rita, sino por no ser capaz de enfrentarla. Daba la impresión de sufrir una condena que no le permitía habitar ni este mundo ni el otro. Rita, por contraste, sujeta a la ilicitud con que es observada, exhibe una mundaniedad que la hace aparecer como esa misma Virgen, pero arrepentida, fastidiada de sus votos (fueran éstos los que fueran), negando en su movimiento lujurioso la fuerza del escapulario que en el regazo de la estatua, con la bondad en mieles presumida, el niño Dios ostenta entre las manos. ¿Sería el parecido entre ambas una aberrada transferencia que en una misma hora se crece y se ausenta? La solterona, de espaldas ahora al altar, tenía algo de fotografía vieja, concebida entre un movimiento y su reflejo en el espejo; concebida, también, en un espacio intermedio, en correspondencia con otras intenciones, otras y no las puestas sin más en la postura y movimiento de la solterona. ¿Era eso lo que la erotizaba?, ¿ese vagar, de ella y la Virgen, por zonas aparentemente contradictorias?, ¿el cuerpo semidesnudo?, ¿o, aun, la renuncia manifiesta a la moralidad aprisionada en el altar? Sebastián, por dar voz al retablo que imagina, se concentró en el cuerpo de Rita: más opaca la zona ceñida por las pantaletas, más claras las piernas, ensombrecidos los brazos, era una madona que, jugueteando el rostro, más que en gestos se entretiene en un estudio de ademanes prohibidos; un ballet que es cortado de pronto por una brusca decisión: la solterona interrumpe su caminata dentro del cuarto, y un sobresalto, que la lleva a la cómoda, la obliga a abrir un cajón que, con un crujido, da una veta de fulguración al aparente cambio de conducta. Los muebles, al momento del chillido, son andrajos de hierro, astillas hirviendo maldiciones. Rita, doblegándole las piernas a su destino, saca del cajón algo que, aprisionado en el puño, va a esconder en vanidad y sueño sepultado bajo el colchón de la cama. La persistencia en el espejo de la imagen espiada, su respiración connotada entre el fijar o desprender sus secretos, la intriga que se descifra en un gesto, todos los corpúsculos del misterio surgen de su escondite mientras Rita demora su mano bajo el colchón.

No habrían transcurrido más de dos minutos antes de que lo sorprendiera. Tiempo suficiente para atizar su ambición, suficiente para entretejer los símbolos del delito. ¿Qué hace ahí, Sebastián?, le preguntó sobresaltada, sin saber dónde ponerse. Volteó la colcha sobre el colchón, se cubrió los senos, se atolondró todita, convirtiendo su ser en un fue, en un será, en un es ausente. Tuvo la sensación de que Sebastián la hubiera estado mirando desde infinitos puntos, repartiendo pensamientos, deseos, miedos, sobresaltos. Víbora en tornasol, culebra en fuego. Sintió sus dedos temblorosos y comenzó a oírse respirar, padeciendo un mísero delirio a cuenta de felicidad tan delincuente. Sintió pasar el ángel quimérico del pasado revoloteando en su cabeza. Recordó esa mirada puesta sobre ella, muchos años atrás, con sombras hurtando su luz al día. La recordó como una marejada de pupilas, un horror oscuro que, en esplendor, la dejaban encuerada. Sintió entonces esa especie de miedo que le gustaba prolongar mientras su piel se humedecía y sus ojos se agrandaban. Estuve tocando y nadie vino a abrir, dijo Sebastián, la puerta estaba abierta y entré. Su voz parecía traer migajas de un pasado que se está yendo sin parar un punto. Vengo a entregarle el retablo, mañana es el aniversario de la muerte de su papacito. Parecía un ronroneo que crecía dentro de ella; era el tono, la modulación, los silencios entre cada palabra que se agrandaban hasta hacer crujir su piel, en una forma que ella misma no sabría calificar de despiadada o placentera, de una forma que no querría vivir mañana sin la pensión de procurar su muerte. Rita —cuan frágil, cuan mísera, cuan vana— se apoyó en un punto errante: recordó a su padre, antes de morir, diciéndole que confiara en Sebastián, que era un hombre de recovecos pero que él lo sabía confiable. Mire qué bonito me quedó. Su voz halagó el recuerdo y, con un guiño, sus ardores. Déjelo sobre la mesa del comedor, Sebastián, gracias, después paso a su casa. Él hizo con los gestos de su cara una invocación, una manera de traer a sí un deseo que presintió embargado. Ella, removiendo sus carnes, no atinó más que a cerrar la puerta mientras le repetía, ahogándose, que al rato bajaba, que después hablaban. Sebastián alcanzó a ver sus ojitos de papel volando, faltos de vida, asistiendo, sin embargo, a lo vivido. Los retablos a sus espaldas, los condenados enarbolando su lujuria entre las llamas, componiendo una geometría de colores chillantes en torno a la Virgen del Carmen, le confirman que ya no habrá calamidad que no los ronde.