Tess de D’Urberville - Una mujer pura - Thomas Hardy - E-Book

Tess de D’Urberville - Una mujer pura E-Book

Thomas Hardy.

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Beschreibung

Cuando el párroco de los Durberfield descubre por azar el origen noble de su linaje, la joven Tess es enviada a reclamar su parentesco ante los nuevos D’Urberville, que compraron el título años atrás. Allí conocerá a su primo, el disoluto Alec, quien casi al instante se sentirá atraído por la mezcla de inocencia y brutal sensualidad de los dieciséis años de Tess. Decidido a seducirla, no tardará en vencer su resistencia para escarnio y vergüenza de la muchacha, que será repudiada por todos.Lejos de sus parientes, Tess se refugiará en los brazos de Ángel, un hombre bueno, su gran amor. Sin embargo, teme lo que pueda ocurrir cuando le descubra su oscuro pasado… Considerada la mejor novela de Thomas Hardy, Tess ha sido traducida a numerosos idiomas y adaptada para la ópera, el teatro y la televisión. En 1979, Roman Polanski la llevó al cine, siguiendo la sugerencia que le hiciera su mujer, Sharon Tate, poco antes de su trágico final. En todas sus versiones, Tess ha cosechado idéntico éxito consagrándose así como un clásico imprescindible de la literatura universal.

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Cuando el párroco de los Durberfield descubre por azar el origen noble de su linaje, la joven Tess es enviada a reclamar su parentesco ante los nuevos D’Urberville, que compraron el título años atrás. Allí conocerá a su primo, el disoluto Alec, quien casi al instante se sentirá atraído por la mezcla de inocencia y brutal sensualidad de los dieciséis años de Tess. Decidido a seducirla, no tardará en vencer su resistencia para escarnio y vergüenza de la muchacha, que será repudiada por todos.

Lejos de sus parientes, Tess se refugiará en los brazos de Ángel, un hombre bueno, su gran amor. Sin embargo, teme lo que pueda ocurrir cuando le descubra su oscuro pasado… Considerada la mejor novela de Thomas Hardy, Tess ha sido traducida a numerosos idiomas y adaptada para la ópera, el teatro y la televisión. En 1979, Roman Polanski la llevó al cine, siguiendo la sugerencia que le hiciera su mujer, Sharon Tate, poco antes de su trágico final. En todas sus versiones, Tess ha cosechado idéntico éxito consagrándose así como un clásico imprescindible de la literatura universal.

Thomas Hardy

Tess de D’Urberville

Una mujer pura

Título original: Tess of the d’Urbervilles

Thomas Hardy, 1891.

PRESENTACIÓN.

Thomas Hardy (1840-1928) era hijo de un constructor y le resultó natural seguir la carrera de arquitecto y dedicarse, de joven, a la restauración de iglesias en su Dorset natal. Ambos datos —la arquitectura y la tierra— tienen relación con las novelas de Hardy. Su familia estaba muy arraigada en la provincia costera del Canal de la Mancha, provincia sobre todo agrícola pero también arenosa y arcillosa y dotada de algunos de los monumentos prehistóricos más notables de Inglaterra. Provincia romana y más tarde reino sajón, Hardy los convirtió en un mítico Wessex, escenario de sus novelas con los mismos títulos memorables que Faulkner le atribuyó a Yoknapatawpha o García Márquez a Macondo.

La desolación nativa de la región permitió a Hardy crear un ámbito natural asociado estrechamente a sus ideas dramáticas acerca del destino humano. Después de un primer período tentativo guiado por los consejos de George Meredith y opacado por la perfección misma de George Eliot y su Middlemarch, Hardy encontró tema, voz y estilo a partir de El regreso del nativo (1878) y El alcalde de Casterbridge (1886), culminando con Tess de los d’Urberville (1891) y la novela final, Jude el Oscuro (1895).

El espacio natural escogido por Hardy, su Wessex, es un escenario tenso, contradictorio, sin asomo de paz bucólica, que bien le sirve para contar en él las trágicas historias del regreso a la tierra nativa de Clym Yeobright, el portador de modernidad derrotado por las antiguas fatalidades paganas y nocturnas de la romántica heroína Bustacia, tan infiel a Clym como fiel a una tierra «oscura, obsoleta, rebasada»: el páramo de Egdon (El regreso del nativo).

Hardy puede ver la tierra, también, con el amor lírico de un Haldor Laxness o un D. H. Lawrence. Pero pronto nos damos cuenta de que la belleza natural en Hardy es un engañoso velo que apenas esconde, en su contradicción misma, las de las fatalidades humanas. Hermosa como puede ser, la naturaleza es también cruel e indiferente. Su fuerza va sumándose, de manera insinuante y literariamente sutil y fuerte a la vez, al rosario de poderes que de la naturaleza arrancan en Hardy. Naturaleza es azar, es voluntad, es deseo y es necesidad.

El misterio de la tierra encubre el misterio de la tragedia humana sobre la tierra. Y la tragedia en Hardy impone su fuerza novelística a partir de dramas morales, conflictos de voluntades y pasiones incontenibles. Henchard, acaso el personaje más acabado de Hardy, es a la vez juguete del azar y arquitecto de un destino fatal. En su ascenso y en su caída se dan cita todos los temas de la obra de Hardy. La tierra como silencioso enigma. El pueblo como coro de la fatalidad que advierte al personaje: No vas a caer. Ya caíste y aún no lo sabes. Son éstos una naturaleza y un pueblo que reclama víctimas pero no crea héroes (El alcalde de Casterbridge).

Es a la vez fácil y difícil clasificar a Hardy a partir de ideologías a la moda en su tiempo. Si es un naturalista, difiere de Zola en que Hardy no escribe denuncias y se permite una piedad desprovista de compasión sentimental. Se ha dicho que escribió las tragedias del hombre de Darwin en el universo de Newton y en las cocinas de Dickens. Se ha criticado la arbitrariedad de sus argumentos. Pero Hardy justifica la arbitrariedad (el melodrama, las coincidencias, los golpes de teatro) como parte de una visión trágica en la que es el azar la fuerza determinante del destino.

David Cecil, el famoso crítico de la «novela victoriana», dijo que sin cristianismo sólo hay pesimismo. Hardy le dio la razón. La vida sin fe es un drama. Y la vida sin moral es irrelevante. Hay naturaleza, tanto objetiva como humana, excluyendo la libertad e instalándonos, para completar el círculo, en el reino de la fatalidad.

¿Qué valores hay, entonces, en este cruel universo de la fatalidad? Las novelas de Hardy poseen una fuerza trágica porque sus personajes no están, a priori, destinados a la desventura que les espera. Claro está. El alcalde Henchard, un poco como Jean Valjean en Los miserables, ha logrado superar un crimen inicial para renunciar al mal, construyendo una vida rica y merecedora. Jude el oscuro no es un mediocre, ambiciona estudiar y sobresalir en un medio que se lo recrimina y le insta a quedarse donde está. Y Tess debe luchar entre la sospecha de su origen aristocrático y la realidad de su baja posición social.

Mitad aristócrata, mitad campesina, Tess es a la vez víctima de la naturaleza dura e inexpugnable y de la convención social de idénticos atributos. La posibilidad de ser feliz la encarna para ella Ángel, pero este héroe titubeante sólo acrecienta las debilidades de Tess. Si ella está dividida entre el ansia aristocrática y la realidad rural, él no sabe optar entre la convención social y la emancipación personal. La naturaleza es terrible y fatal. Pero es lo que Ángel encarna: la inteligencia a medias, la mente sin luces. No será él, el amor ideal de Tess, quien la redima de su fatalidad casi animal: una mujer seducida y violada, capturada como una bestia pero con la conciencia de ser algo más, un ser humano, una mujer sujeta a la fatalidad y al azar.

Asesina de su perseguidor, Tess es capturada como un animal pero se resigna con grandeza trágica. «¡Estoy lista!», dice patéticamente cuando la justicia la captura después de una noche final de libertad y amor.

—… ¿Han venido por mí? —Sí, amor mío —respondió él—. Ya están aquí. —No podía ser de otro modo —contestó ella—. Ángel, después de todo, me alegro. Sí, estoy muy contenta… Esta felicidad no podía durar mucho…, ya ha durado demasiado… He gozado bastante, ya no quiero vivir más, no sea que vayas a despreciarme… ¡Estoy lista!

En esta resignación trágica, en esta renuncia fatal, reside el terrible poder de las novelas de Hardy. Su ofensa a la moral victoriana fue como una cachetada a una digna señora en pleno concierto en La edad de oro de Luis Buñuel, quien soñaba con llevar a la pantalla tanto Tess como Jude. Las convenciones violadas por Hardy eran ni más ni menos las de la hipocresía más rancia. Larvada en Tess —¿cómo se puede sentir compasión hacia una madre soltera y asesina convicta?—, la explosión de rabia contra Hardy se volvió intolerable cuando publicó Jude. Intolerable: un hombre y una mujer abandonan a sus cónyuges. Viven juntos. Tienen hijos. No pueden mantenerlos. El niño melancólico —El Pequeño Padre Tiempo— mata a sus hermanos y se suicida para que sus padres no tengan que alimentar tantas bocas.

Más que el rechazo, la intolerancia brutal contra Jude el oscuro culminó cuando el obispo de Wakefield procede a quemar el libro y prohibir su circulación. No era tolerable que Tess, hecha para la felicidad, terminara en la desgracia. No era tolerable que Jude sólo sea infeliz, no malo. Thomas Hardy, herido y asqueado por el rechazo intolerante, no escribió novelas después de 1895. Pero dejó una lección que es casi la inscripción sobre una lápida: «Al novelista le corresponde mostrar la miseria de lo grandioso y la grandeza de la miseria».

C. F.

PRÓLOGO. UNA VOZ ENTRE LA GENTE

POR CONSTANTINO BÉRTOLO.

Lentamente, aunque acaso a más velocidad de lo que muchos quisiéramos, nos vamos adentrando en un nuevo siglo y el siglo XX empieza, también lentamente, a envejecer. Sin embargo la escala de valores literarios que de ese siglo heredamos, por mucho que vivamos todavía en plena posmodernidad, sigue delimitando la cartografía de nuestras lecturas, señalando los hitos —Joyce, Faulkner, Musil, Kafka, Proust—, las cordilleras —el surrealismo, el expresionismo, la generación perdida, le nouveau román, el boom latinoamericano—, y los acantilados y barrancos con los correspondientes avisos de «peligro de muerte literaria» bien señalizados: novela social, novela comprometida, costumbrismo. Flotando sobre el mapa y sin mucha necesidad de explicitarse continúa oyéndose a modo de ruido de fondo un anatema para aviso de navegantes y cartógrafos en ciernes, que atañe a la novela decimonónica: vía muerta. Rara condena unánime con la que la narrativa del XX ejercía su venganza edípica al tiempo que erigía sobre su cadáver sus señas de modernidad. Nada pues de narradores omniscientes, de personajes construidos con cimientos y tejados, de tramas asentadas en un despliegue excesivo de tiempo o espacio. Nada de conflictos morales, poca descripción de entornos concretos, apenas retratos físicos, acciones poco relevantes y mucha conciencia interior. Tal podría ser el resumen y el programa, a la contra, de la novela decimonónica, que el siglo XX estableció, llevado por su necesaria y personal dinámica, visión y tensiones, para su propio proyecto narrativo, relegando a aquélla a esas inquietantes tierras de destierro delimitadas por el paternalismo y la condena. Y en esas tierras al parecer se convino en dar alojamiento, acomodo y sepultura literaria a Thomas Hardy. El muerto sin embargo no ha dejado de removerse en su tumba.

Cierto que ya Thomas Hardy y su obra generaron malestar e incomodidad entre sus contemporáneos. Raymond Williams, en sus brillantes trabajos de análisis e interpretación sobre la novela inglesa[1], considera con especial agudeza que es precisamente en los años en que Hardy escribe su «corpus narrativo», es decir, entre 1870 y 1895, cuando la narrativa en lengua inglesa se verá atravesada por una crisis que va a representar en último término el nacimiento de la narrativa de la modernidad, lo que supone tanto como decir que es en esos años cuando realmente se gesta y nace la novela del siglo XX. Nacimiento que tiene su paradigma en el nombre y la obra de Henry James, quien, como Hardy, da a conocer en esos mismos años lo mejor de su obra narrativa. Años en los que también, y los mencionamos para abrir el abanico del paradigma, escriben sus obras de mayor relieve autores tan distintos como H. G. Wells y Joseph Conrad.

Tal crisis (de crecimiento y transformación) de la narrativa inglesa —extrapolable sin demasiadas distorsiones a la generalidad de la narrativa occidental— afecta tanto al sujeto como al objeto narrativo. En lo relativo al sujeto, por cuanto la idea de un narrador omnisciente entra en cuestión, y se abre camino la exigencia literaria y moral de que el narrador ha de renunciar a su omnipotencia para ceñirse a la humildad, más «natural», de limitarse a encarnar un punto de vista restringido que le hará ganar en intensidad, coherencia y credibilidad lo que se pueda perder en amplitud y totalidad.

Por lo que atañe al objeto, la narrativa moderna acepta renunciar a la comprensión, «la cognoscibilidad» en palabras de Williams, de un mundo que se ha vuelto demasiado complejo, para centrar su foco de atención en las conciencias en cuanto que sería en ellas donde la realidad «vive» y se torna narrativamente abarcable. Detrás de este giro narrativo hay, claro está, el telón de fondo de toda la serie de transformaciones sociales, económicas y culturales sobre las que nace lo que se ha venido llamando la modernidad.

Es Henry James precisamente quien avanza en ese camino narrativo que acabará por situar la conciencia o las conciencias en el centro de la novela moderna; y si desde esa nueva óptica la obra de H. G. Wells, George Meredith, Elisabeth Gaskell o, incluso, George Eliot se queda claramente out, la narrativa de Hardy, aun aceptando su personalidad y fuerza, se verá contemplada con la condescendencia propia de aquello que «es actual pero ya pertenece al pasado». Nada de extraño por tanto que el propio James comentando el éxito de Tess de los d’Urberville le perdone la vida y declare que «el bueno de Thomas Hardy» ha escrito una obra llena de fallos y falsedades aunque «con un encanto especial». Todavía hoy permanece en las entretelas del canon literario la lectura de que de igual modo que James es el primer novelista del siglo XX, Hardy es el último gran autor de la novela inglesa decimonónica. Simple y malicioso piropo del que Hardy sigue siendo víctima. Con todo, y ya la mención de James a «su encanto especial» es prueba de ello, tanto sus contemporáneos como la crítica del siglo XX percibía la dificultad de despachar su obra bajo una etiqueta definitiva y la necesidad de volver a interpretar una y otra vez las claves de una obra novelística que generación tras generación ha despertado y despierta el interés y la admiración de lectores y estudiosos.

Si hacemos un balance de los principales adjetivos que se han aplicado al conjunto de sus novelas y narraciones nos encontraremos con términos tan llamativos y a veces tan contradictorios como: realista, costumbrista, folklorista, melodrama, filosófico, novela social, novela de ideas, trágico, folletinesco, inverosímil, desordenado, pesimista, fatalista, inmoral, escandaloso, tradicional. Y todos ellos dedicados a una obra narrativa no demasiado extensa.

Thomas Hardy nace en Upper Bockhampton, condado de Dorset en el suroeste de Inglaterra, en 1840 y muere en Dorchester, capital de su condado natal, en 1928. Su padre era un constructor y maestro albañil y la familia disfrutaba de una posición social relativamente acomodada, ubicada en la clase media baja de una sociedad eminentemente rural, en la que el peso de los grandes terratenientes era el eje sobre el que crecía una amplia población de pequeños arrendatarios, colonos, aparceros y trabajadores agrícolas, en unos tiempos en los que las innovaciones industriales, desde el ferrocarril a las máquinas trilladoras, llevaban ya décadas transformando el paisaje físico y humano tradicional. Hardy recibió una educación básica rigurosa que le llevó a conocer en profundidad a los autores de la Antigüedad clásica, si bien no llegó a ingresar en la universidad. A los dieciséis años entra a trabajar como ayudante de un arquitecto restaurador, tarea en la que terminó profesionalizándose y a la que se dedicó con vocación y maestría hasta que el éxito de sus novelas le permitió consagrarse por completo a la escritura. Su entrada en la vida literaria nace con la publicación en revistas dispersas de sus primeros poemas, siendo la poesía una de las constantes de su vocación de escritor a la que debe su alta reputación como poeta.

Sus primeras novelas aparecen por entregas: Desperate Remedies (1871), Under the Greenwood Tree (1872) y son recibidas en el mundo literario británico con discreta atención hasta que la publicación, también por entregas, en 1874, de Lejos del mundanal ruido, lo convierte en un autor de éxito. Es en esta novela donde inaugura un escenario humano y geográfico, Wessex, un paralelo narrativo de su condado natal, en el que va a situar sus grandes y más logradas novelas: El alcalde de Casterbridge (1886), Tess de los d’Urberville (1891) y Jude el Oscuro (1895). En 1895, en pleno éxito como novelista, toma una decisión radical: abandona la escritura de novelas y decide consagrar su tiempo al género lírico. En 1898 aparece su primer libro de poemas, Wessex Poems, dando a conocer un talento poético original y antirromántico que confirmará con sus obras poéticas siguientes, logrando en vida su mayor reconocimiento al publicar entre 1904 y 1908 la trilogía The Dynasts.

Así como el Hardy narrador ha sufrido en su consideración literaria malentendidos y vaivenes diversos, hasta que muy recientemente parece haberse asentado en el campo académico y crítico como uno de los grandes narradores de la novela inglesa de todos los tiempos, su obra lírica, si bien en un primer momento no logró un alto reconocimiento, sería reivindicada, analizada y comentada con respeto y admiración por autores como W. H. Auden, Philip Larkin y Stephen Spender, hasta situarla con especial relieve dentro del canon dominante. Como señala Sam Abrams, prologuista de una reciente antología en castellano de sus poemas[2]: «Hardy no sólo inaugura la modernidad poética en Inglaterra, sino que es el autor más representativo de esta modernidad y el autor de más calidad literaria».

Sin duda la poesía en lengua inglesa debe estar agradecida a aquella decisión radical de Thomas Hardy que le llevó al abandono de su dedicación a la escritura y publicación de novelas. Las razones que pudiera haber detrás de semejante decisión permanecen poco claras. Lo que sí parece claro, y el lector que lea con detenimiento los prólogos a las diferentes ediciones de Tess que acompañan a esta edición podrá sacar algunas conclusiones al respecto, es que en el abandono de la actividad narrativa influyó la atmósfera de incomprensión moral, cuando no de intolerancia, que el autor detectó y sufrió tanto con la publicación de Tess como, y de manera más acendrada, al editarse la que sería su última novela, Jude el Oscuro. La crítica de su tiempo, si bien no dejaba de reconocer «la fuerza» narrativa de sus obras y le concedía maestría en el planteamiento de tramas y personajes, no dejaba de señalar «la incorrección moral» de sus argumentos, la perturbación que ofrecían sus ideas y la inconveniencia de una visión del mundo en el que poco o nulo lugar se dejaba al optimismo superficial de una burguesía británica ilustrada y todavía imbuida de autosatisfacción imperial.

Sabemos hoy que el subtítulo, «Una mujer pura», a pesar de que el propio Hardy advierte que fue introducido en el último momento, no fue una decisión arbitraria. Algo de provocación, de reto y de orgullo en el más noble sentido del término, hay en la osadía que tal subtítulo supone, y comprobamos claramente que aun cuando el autor advierte que «mejor no escribirlo», lo mantuvo tozudamente en todas las reediciones. Para un lector de hoy es difícil imaginarse el grado de provocación que tal rótulo pudo suponer para una sociedad como la victoriana que había hecho de la hipocresía, y de la hipocresía sexual muy especialmente, bandera y seña de identidad. El tema de la doncella seducida y abandonada no era una novedad radical en la novela inglesa. Ruth de Elisabeth Gaskell y Adam Bede de George Eliot son novelas que habían planteado un motivo argumental semejante. Lo novedoso en Tess de los d’Urberville es el especial empeño, presente a lo largo de toda la obra, en mostrar la inocencia vital del personaje tanto antes como después de «la caída», sin dejar en ningún momento que las desventuras o el trágico final de la protagonista permitiesen una lectura asociable al castigo de «la culpa». En ese canto a la pureza «a pesar de» reside la piedra de escándalo que la novela ofrecía a los lectores.

Pero si la palabra pureza, aplicada a un personaje «manchado socialmente» como Tess, desasosegaba a las almas filisteas de las lectoras y los lectores, en el lenguaje de Hardy las buenas almas literarias también encontraban inconveniencias y asperezas. Acostumbrados a leer la imagen de la Inglaterra rural en un tipo de novela nostálgica, pastoral y paternalistamente aristocrática, los críticos de Hardy levantaban con gesto de censura su oído cuando la prosa de aquellas novelas que parecían encuadrarse, aunque fuera de manera abrupta, en la novela regional, alteraba su expectativa lingüística, el registro idiomático predecible para su código narrativo. Los campesinos, se censuraba, no hablaban como campesinos. El narrador utilizaba en ocasiones unos tonos lingüísticos cercanos al lenguaje de las ciencias, otras parecía reproducir el mal gusto del habla rural, estropeando así la mirada, es decir, la prosa, elegante de quien mira y narra desde la educación distante y literaria que ha de compartir con sus lectores.

Fue precisamente Raymond Williams quien mejor explicó esas características del «sonido» Hardy que perturbaban —y siguen en parte perturbando— al tradicional oído literario inglés. Señala este crítico que «al convertirse en arquitecto y entablar amistad con la familia de un vicario (el tipo de familia de la que provino su esposa), Hardy se desplazó a un punto diferente en la estructura social, con conexiones con la clase de los sectores cultivados, aunque no con la de los propietarios. No obstante haber ascendido, continuaba, a través de su familia, manteniendo sus vinculaciones con el cuerpo en movimiento de los pequeños empresarios, comerciantes, artesanos y granjeros que no se distinguían del todo de los meros trabajadores. Dentro de la escritura literaria su posición es similar. No es propietario ni administrador, comerciante o trabajador, sino observador y cronista, alguien que no se siente demasiado seguro de sus relaciones reales de clase. Esto se agrava por el hecho de que Hardy no escribía para esos sectores, sino sobre ellos, ante un público metropolitano y sin vinculación con ese mundo… Considero debilidades lo que en general se han considerado sus puntos fuertes: la forma narrativa de la balada o la prolongada imitación literaria de giros tradicionales de habla. Se trata de esas cosas para las que sus lectores estaban preparados: una «tradición», más que de seres humanos. Estos procedimientos no podían, en cualquier caso, ser útiles para sus obras mayores, en las que precisamente debía plasmarse la ruptura y no la continuidad. Sería sencillo vincular los problemas de estilo de Hardy con los dos lenguajes de su personaje, Tess: por un lado, el conscientemente educado; por el otro, el inconscientemente tradicional. Pero esta comparación, aunque sugerente, no es adecuada. La verdad es que ningún lenguaje podía servir para transmitir la experiencia de Hardy: ninguno había alcanzado el grado suficiente de articulación; el lenguaje educado era bajo en intensidad y limitado en cuerda humana; el tradicional, defectuoso por ignorancia y complaciente en el hábito. En Hardy están presentes las huellas de su sujeción a los dos, aunque el cuerpo central de su literatura de madurez constituye un experimento más difícil y complicado… En sí mismo, el estilo maduro de Hardy es cultivado y carece de la menor ambigüedad en ese sentido. En él, la extensión del vocabulario y la complicación de la construcción son elementos necesarios para alcanzar la intensidad y precisión de observación que constituyen la posición y atributos esenciales de Hardy… «la voz del observador educado pero todavía en profunda ligazón con el mundo que mira».

Nos hemos permitido tan extensa cita porque sin duda es Williams quien mejor ve de dónde provienen las dificultades de los lectores contemporáneos de Hardy para «oír» lo novedoso y arriesgado de su trabajo. Acostumbrados al encuentro con «lo bonito», con lo pastoral o lo bucólico, no acababan de situar ese sonido en el que el respeto hacia el mundo rural impedía tanto el lenguaje paternalista como el demagógico o ternurista. Para los lectores de esta edición resulta difícil, a pesar del excelente trabajo de traducción, apreciar en toda su extensión la modernidad e inteligencia con que lingüísticamente Hardy parece haber solucionado una de las mayores dificultades de la narrativa moderna: conjugar el rigor en la precisión con la necesaria calidez afectiva, aunque no dejarán de advertir la extraña osadía con la que se mezclan en el texto la frases más aparentemente denotativas con momentos de alto estilo poético.

Tess de los d’Urberville es, en compañía de El alcalde de Casterbridge y Jude el Oscuro, una de las obras pertenecientes a ese momento de madurez del que hablaba Williams, y, sin duda, encarna de manera totalmente representativa el mundo narrativo de Hardy. Como ellas, transcurre en Wessex, metáfora territorial del espacio inglés; pero el escenario no debe equivocarnos: no estamos ante una novela «campestre» ni mucho menos una novela sobre «campesinos». Estamos ante una novela que transcurre en el campo pero, en primer lugar, es un campo ya atravesado por las profundas transformaciones que el desarrollo económico y técnico de la imperial Inglaterra del siglo XIX han convertido en un espacio social complejo, fragmentado y lleno de tensiones y, en segundo lugar, los conflictos que la novela va a argumentar aunque sólidamente incrustados en esa realidad social van a ir mucho más allá de ella para situarnos en el terreno propio de la novela: la comprensión de una experiencia humana, muy especialmente centrada, en este caso, en la figura que le da nombre: Tess de los d’Urberville.

No deja de ser curioso que el verdadero apellido de Tess no sea d’Urberville sino Durbeyfield, una degeneración fonética del anterior, y que sea este hecho tan aparentemente anecdótico: el conocimiento, por azar, de que este apellido proviene de aquél, el desencadenante primero de la acción narrativa. En efecto, y para su desgracia y desgracia de su hija, John Durbeyfield, el padre de Tess, conoce un buen día que su línea genealógica se remonta hasta los d’Urberville, una de las grandes familias normandas que constituyeron y fundaron los linajes más altos de la nobleza inglesa. Este dato va a funcionar como un pérfido seísmo en el entorno familiar del pequeño comerciante aldeano al incorporar a su presente y, sobre todo, a sus expectativas de futuro, la fantasía, el sueño y el deseo de «ser otro». Un otro mejor, y mejor en el sentido más material del término: vivir mejor. Una noticia del pasado que altera las perspectivas del futuro. Un conocimiento que actuará como una tentación. Una manzana, como la de Eva y la serpiente, envenenada, y que, como ella, supondrá la pérdida del paraíso.

Pero la primera ironía narrativa con que Hardy va a construir su argumento consistirá precisamente en el retrato nada paradisíaco de ese «paraíso» en el que encontramos por primera vez a la protagonista: familia malthusiana, en la frontera de la miseria, penalidades, incultura y superstición. Allí la tentación encuentra tierra apropiada: la madre ha descubierto que no lejos de su aldea viven en una rica mansión una familia d’Urberville y sueña y planifica que Tess pueda ser recogida por sus ricos parientes y llegar así a casarse con «un novio de sangre azul». Tess, que es ya una hija de los nuevos tiempos, es decir, de la extensión del sistema de enseñanza y cuya educación la ha alejado del mundo de ignorancia y fantasías en que viven sus padres —«Entre la madre con sus supersticiones, su primitiva instrucción, su dialecto y sus baladas aprendidas de oído, y la hija con sus enseñanzas de plan nacional y conocimiento grado medio bajo un código infinitamente revisado, mediaba un abismo de doscientos años, según el común entender. Cuando estaban juntas, se yuxtaponían la época jacobina y la victoriana»—, desconfía de esa proposición materna que sin embargo el azar (la muerte accidental del caballo sobre el que descansa la pequeña actividad comercial del padre) le obligara a aceptar, saliendo de este modo de su entorno para buscar trabajo en casa de sus «parientes» d’Urberville, que —y aquí la ironía de Hardy da otra nueva vuelta de tuerca— son en realidad meros comerciantes urbanos enriquecidos que por esnobismo usurpan el rimbombante apellido. A pesar de sus recelos y prudencias la protagonista acabará siendo seducida y embarazada por su indolente «primo», Alec d’Urberville, hecho que, tengamos en cuenta el contexto de la época, marcará indeleblemente, a modo de pecado original, su destino al destruir «biológicamente» el principal cuando no único «capital» femenino: la pureza. Años y páginas más adelante (Sexta fase. El penitente), el propio seductor parece confirmar esta vía de interpretación: «Tú eres Eva y yo ese Otro que viene a tentarla bajo el disfraz de un animal inferior». Yo solía complacerme cuando era teólogo en ese pasaje de Milton que dice:

—Emperatriz, el camino te aguarda, que no es largo, más allá de los mirtos… …Si aceptas, pronto te llevaré allá. —Guíame entonces —respondió Eva».

Pero aunque a lo largo de toda la obra se respira un indudable fondo religioso con el que el narrador y la novela como totalidad dialogan profusa y profundamente, y aunque el tema de la culpa y el castigo cruza el desarrollo narrativo como un veta de agua subterránea que de cuando en cuando aflora con fuerza a la superficie argumental, las intenciones de la novela no se detienen en ese plano del significado. La historia de Tess, la muerte de su hijo, su nuevo abandono del hogar familiar en busca de un horizonte, ahora basado en el esfuerzo y en el trabajo y no en la magia de un apellido (aunque Tess no se muestre totalmente inmune a ese «orgullo»), su estancia en la granja lechera que ha sabido insertarse en las nuevas formas de producción capitalista —«Mañana se la beberán en el desayuno los londinenses, ¿verdad? […] Gentes que no saben nada de nosotros ni de dónde viene la leche, que ni siquiera llegarán a enterarse de que hemos atravesado el bosque de noche y lloviendo para que no les falte»—, su encuentro con Ángel Clare, hijo de un vicario de renombre, proveniente de una clase social superior a la de ella, la posibilidad que ese amor le ofrece de escapar al destino al que su «falta» parecía condenarla, sus dudas sobre la necesidad o no de confesarle su «pasado», su posterior matrimonio, la separación y ruptura de aquella posibilidad que la confesión destruye ante los escrúpulos del marido educado pero víctima a su vez de sus prejuicios sociales, toda la fatal encadenación de estos hechos en la que el azar ha dejado sentir también su presencia, acabarán por poner delante de la protagonista y delante de los lectores la dura realidad: la imposibilidad de que aquéllos que sólo poseen como capital su capacidad de trabajo lleguen a ser dueños de su destino.

Que Tess, agotadas sus esperanzas de recibir la comprensión, la compasión y el perdón del hombre a quien ama, al que está ligada en matrimonio y en quien confía como guía y compañero, vuelva a los brazos de su primer seductor, quien a su vez y agitado por repentinas crisis de fe se ofrecerá como remedio para los males, si no afectivos al menos materiales, de la que fue su víctima, sólo puede ser entendido, es decir, compartido luego que la novela nos haya acercado a las fatigas de una Tess que sufrirá en carne propia —y espíritu, aun atendiendo por tal la mera aspiración a llevar una vida mejor—, las fatigas obligadas de una trabajadora agrícola siempre al borde de la simple subsistencia, en medio de un paisaje que más allá de su caracterización plástica o estética no deja de ser ese espacio indiferente en donde las leyes de la producción marcadas por el capital dejan sentir su lógica: «Aquella tarde volvió a llover y Marian dijo que no tenían obligación de trabajar, pero como si no trabajaban no cobraban, siguieron trabajando. Tan alto estaba aquel trozo de campo que la lluvia no les caía verdaderamente en sentido vertical, sino que corría horizontalmente, impelida por el viento gemebundo, azotándolas como con astillas de vidrio hasta calarlas por completo. Hasta entonces no había sabido Tess lo que era calarse, pues lo que se llama mojarse en términos corrientes era muy poca cosa, mientras que trabajar casi sin moverse en el campo y sentirse empapar en lluvia primero las piernas y los hombros, luego las caderas y la cabeza, y por último la espalda, la frente y los costados hasta que falta la luz, exige un grado especial de estoicismo y puede decirse que de valor». Un párrafo que sintetiza magistralmente lo que más arriba se comentó del estilo del autor: precisión descriptiva, empatía solidaria.

Que el marido vuelva con el perdón y la compasión por delante cuando Tess se ha entregado nueva e irremediablemente a d’Urberville y que esa broma del destino la lleve al asesinato y finalmente al cadalso, ha sido achacado por muchos estudiosos a un gusto excesivo de Hardy por el azar y la improbabilidad como elementos narrativos y por un especial regusto por la fatalidad. Tales interpretaciones nos parecen un error sorprendente. Valiera para rebatirlo la propia y esclarecedora frase que el narrador nos ofrece en la novela: «La gente de la clase social de Tess no se cansa, allá en sus profundas moradas, de proclamarse fatalista, saliendo a todo con aquello de «Tenía que ser así», y «esto es lo más triste», o valiera ese final, Ángel y Liza-Lu, la hermana de Tess que a él ha encomendado, emprendiendo un nuevo horizonte, una nueva vida que acaso pueda ser, esta vez sí, una vida razonable».

Deja el final de la lectura indudablemente una huella de tristeza en el lector, pero si, como señala Sam Abrams hablando de su poesía, en Hardy «el sufrimiento humano en todas sus dimensiones, no nos llega en términos de vanidad porque el poeta tiene sensibilidad suficiente para percibir el sufrimiento humano, sino en términos de auténtica compasión y empatía, de sinceridad e integridad emotiva», bien podría decirse que la tristeza de ánimo que de esta lectura nos resta no es, en cualquier caso, una tristeza «narcisista», encaminada al mero regusto en nuestras sensibilidades «nobles» y caritativas. Para Hardy el hombre o la mujer no son criaturas que se hagan (o se deshagan) a sí mismas. Ese falso orgullo, esa falsa soberbia, no caben en su lúcida mirada comprensiva. Sabe que el azar y la necesidad no siempre —y casi nunca en condiciones de partida precarias— permiten que cada mujer u hombre escriban con letra propia sus vidas. Sabe que el azar existe pero que sus consecuencias poco tienen de azarosas, que la felicidad o desgracia que de ese azar se desprendan estarán en estrecha relación con las condiciones materiales del terreno que esa semilla encuentre en su caída.

Hace años, y a modo de slogan y programa de vida, se puso de moda una frase de Jean-Paul Sartre acuñada en su etapa existencialista: «Una cosa es lo que los demás hacen con nosotros, y otra cosa es lo que nosotros hacemos con lo que han hecho con nosotros». El autor de Tess de los d’Urberville no parece compartir tan ingenua y voluntarista muestra de la soberbia individualista. Basta la lectura de esta novela aguda, cálida y exacta, para echar por tierra tan complaciente optimismo. Su optimismo es otro. Viene de una sabiduría más «entrelagente». Al fin y al cabo eso es un gran novelista: una voz entre la gente, Thomas Hardy.

NOTA A LA PRIMERA EDICIÓN.

¡Pobre nombre herido! Mi pecho, como un lecho, te alojará. WILLIAM SHAKESPEARE[3].

La mayor parte de esta narración apareció —con ligeras diferencias— en la revista Graphic; otros capítulos, especialmente dirigidos a lectores adultos, en la Fortnightly Review y en el National Observer, como esbozos episódicos. Doy las gracias a los directores y propietarios de esas publicaciones por permitirme ahora reunir juntos el tronco y los miembros de la novela e imprimirla completa, tal como originalmente se escribió hace dos años.

Sólo añadiré que la narración se presenta con toda sinceridad de propósito como intento de dar forma artística a una secuencia verdadera de cosas; y respecto a las opiniones y sentimientos del libro, rogaría a todo lector demasiado refinado que no pueda soportar oír lo que ahora todo el mundo piensa y siente, que recuerde una frase muy usada de san Jerónimo: «Si la verdad ofende, es mejor que ofenda pero que no se oculte la verdad».

T. H.

Noviembre de 1891.

PREFACIOS A LAS EDICIONES QUINTA Y SIGUIENTES

Como en esta novela la gran campaña de la heroína empieza después de un suceso en su experiencia generalmente considerado como fatal para su papel de protagonista, o al menos como la virtual terminación de sus intentos y esperanzas, había de ser muy contrario a las convenciones reconocidas que el público diera la bienvenida al libro, y estuviera de acuerdo conmigo en afirmar que había algo más que decir en la ficción de lo que se ha dicho sobre el lado de sombra de una catástrofe bien conocida. Pero el espíritu de respuesta con que los lectores de Inglaterra y América han recibido Tess de los d’Urberville parecería probar que el plan de trazar un relato sobre las líneas de la opinión tácita en vez de hacerlo cuadrar con las fórmulas meramente vocales de la sociedad, no está equivocado por completo, aun cuando se ejemplifique con un logro tan desigual y parcial como el presente. Por esa buena respuesta, no puedo menos de expresar mi agradecimiento, y lo que lamento es que, en un mundo donde tan a menudo uno siente en vano hambre de amistad, donde incluso el no ser malentendido deliberadamente se percibe como bondad, nunca conoceré en persona a esos lectores tan apreciativos, hombres y mujeres, ni estrecharé sus manos.

Incluyo entre ellos a los críticos —con mucho, la mayoría— que han dado la bienvenida tan generosamente al relato. Sus palabras muestran que, como los demás, han reparado sobradamente mis defectos de narración con su propia intuición imaginativa.

Sin embargo, aunque la novela no pretendía ser ni didáctica ni agresiva, sino en las partes escénicas simplemente representativa, y en las partes contemplativas cargada más frecuentemente de impresiones que de convicciones, ha habido quienes han objetado tanto el contenido como el modo de presentarlo.

Los más austeros de éstos mantienen por su conciencia una diferencia de opinión respecto, entre otras cosas, a los temas apropiados para el arte, y revelan su incapacidad para asociar la idea del adjetivo del subtítulo con otra cosa que no sea el significado artificial y derivativo que se le ha aplicado por las ordenanzas de la civilización. Ignoran el significado de esa palabra en la naturaleza, junto con todas las pretensiones estéticas que se hacen sobre ella, para no mencionar la interpretación espiritual que permite el lado más hermoso de su propio cristianismo. Otros disienten por motivos que, intrínsecamente, no son más que una aserción de que la novela encarna el modo de ver la vida dominante a finales del siglo XIX y no el de una anterior generación más sencilla —una aserción que yo sólo puedo tener esperanzas de que esté bien fundada—. Permítaseme repetir que una novela es una impresión, no una discusión, y ahí debe quedar el asunto, tal como nos recuerda un pasaje que aparece en las cartas de Schiller a Goethe sobre los jueces de esa índole: «Son los que sólo buscan sus propias ideas en una representación, y premian más lo que debería ser que lo que es. La causa de la discusión, pues, reside en los primerísimos principios, y sería absolutamente imposible llegar a un entendimiento con ellos». Y luego: «Tan pronto como observo que alguien, al juzgar representaciones poéticas, considera algo como más importante que la Verdad y la Necesidad interiores, he terminado con él»[4].

En las palabras introductorias a la primera edición sugerí la posible existencia de personas delicadas que no serían capaces de soportar alguna u otra cosa en estas páginas. Personas así han aparecido entre los susodichos objetores. En un caso, uno se sentía trastornado porque no le fuera posible leer el libro entero tres veces, debido a que yo no había hecho ese esfuerzo (Carta de I de marzo de 179) crítico que es «lo único que puede probar la salvación de tal persona». Otro objetaba que en una historia respetable aparecieran objetos tan vulgares como el tenedor del diablo, un trinchante de una pensión y una sombrilla adquirida vergonzosamente. En otro caso, hubo un caballero que se volvió cristiano durante media hora para expresar su aflicción por que se hubiera usado una expresión irrespetuosa sobre los inmortales, aunque su propia gentileza innata le obligó a excusar al autor con palabras de lástima que uno no puede agradecer bastante: «No hace sino darnos de lo mejor suyo».

Puedo asegurar a ese gran crítico que clamar ilógicamente contra los dioses, singular o plurales, no es un pecado tan original mío como parece imaginar[5]. Es verdad que puede tener alguna originalidad local; aunque, si Shakespeare fuera una autoridad en historia, lo que quizá no es, yo podría mostrar que ese pecado se introdujo en Wessex tan antiguamente como la heptarquía. Dice en El rey Lear Gloucester —equivalente a Ina, rey de ese país:

Como moscas para niños traviesos somos para los dioses: nos matan para su diversión[6].

Los restantes dos o tres manipuladores de Tess eran de esa especie predeterminada a la que la mayoría de los escritores y lectores olvidarían de buena gana; profesados boxeadores literarios, que se revisten de sus convicciones para la ocasión: modernos «Martillos de Herejes». Desanimadores jurados, siempre vigilantes para evitar que el medio éxito tentativo se convierta después en éxito completo: que pervierten los significados sencillos y se hacen personales bajo apariencia de practicar el gran método histórico. Sin embargo, quizá tengan causas que propugnar, privilegios que defender, tradiciones que conservar en marcha; cosas que a lo mejor ha pasado por alto un mero narrador de historias, el cual anota cómo le impresionan las cosas del mundo, sin ninguna intención ulterior, y por pura inadvertencia puede haber chocado con aquellos valores aun con el ánimo menos agresivo. Quizá alguna percepción pasajera, fruto de una hora en sueños, si se actuara generalmente a partir de ella, causaría a tal objetor considerables incomodidades en cuanto a posición, intereses, familia, criados, buey, asno y mujer del vecino[7]. Por tanto, ese hombre oculta valientemente su personalidad tras los cierres de un editor, y grita: «¡Vergüenza!». El mundo está tan densamente poblado que cualquier cambio de posturas, incluso el arranque mejor intencionado, pone de mal humor a alguien[8]. Tales cambios a menudo empiezan en sentimiento, y tal sentimiento a veces empieza en una novela.

Julio de 1892.

Las precedentes observaciones se escribieron en los comienzos de la carrera de esta historia, cuando una animada crítica, pública y privada, de sus aspectos estaba aún fresca para los sentimientos. Se permite que permanezcan estas páginas, por lo que puedan valer, como algo dicho una vez, pero probablemente no se habrían escrito ahora. Aun en el breve tiempo que ha pasado desde que se publicó el libro por primera vez, algunos de los críticos que provocaron mi respuesta han «descendido al silencio»[9], como para recordarnos la infinita falta de importancia de sus palabras y de las mías.

Enero de 1895.

La presente edición de esta novela contiene unas pocas páginas que no habían aparecido nunca en ediciones anteriores. Al reunir los episodios desprendidos, según se dicen en el prefacio de 1891, se pasaron por alto, aunque estaban en el manuscrito original. Están en el capítulo X[10].

Respecto al subtítulo, a que se aludió antes, puedo añadir que se agregó en el último momento, después de leer las pruebas finales, como la estimación que dejaría en un ánimo sencillo el carácter de la heroína —una estimación que no era probable que nadie discutiera—. Se discutió más que ninguna otra cosa del libro. «Melius fuerat non scribere.»[11] Pero ahí queda.

La novela se publicó completa por primera vez, en tres volúmenes, en noviembre de 1891.

Marzo de 1912.

Primera fase

LA DONCELLA.

I

Cierto anochecer de fines de mayo, un hombre de edad mediana que venía de Shaston caminaba con rumbo a su casa situada en el pueblo de Marlott, en el vecino valle de Blackmore o Blackmoor. Tenía el hombre unas piernas bastante flacas y con propensión a torcerse, al echar el paso, un poco hacia la izquierda. De cuando en cuando inclinaba vivamente la cabeza, como si se afirmara en alguna opinión, aunque no iba pensando en nada. Colgaba de su brazo una cesta vacía, de las que se emplean para llevar huevos, y se cubría la cabeza con un sombrero con un punto muy desgastado en el borde, donde al quitárselo rozaba con el pulgar. A mitad de su trayecto hubo de encontrarse con un cura viejo que iba caballero en una yegua gris, tarareando una de esas tonadillas que sirven para aliviar el tedio del camino.

—Buenas noches tenga usted —dijo el hombre de la cesta.

—Buenas se las dé Dios, sir John —le respondió el cura.

El viandante siguió su camino, pero luego que hubo andado unos pasos, se volvió y dijo:

—Oiga usted, señor, y usted dispense, pero el último día de mercado nos encontramos también en este mismo sitio y a esta misma hora, y recuerdo que yo le dije a usted: «Buenas noches», y que usted me contestó: «Dios se las dé a usted muy buenas, sir John», lo mismito que ahora.

—Es verdad —repuso el párroco.

—Y lo mismo nos pasó la otra vez anterior…, hará cosa de un mes.

—Sí; puede que tenga usted razón.

—Bueno, y ¿quiere usted decirme a qué viene eso de llamarme a mí siempre sir John, cuando yo no soy más que John Durbeyfield «el marchante» y gracias?

El cura espoleó su montura hasta acercarla unos pasos al campesino.

—¡Cosas que se le ocurren a uno! —exclamó, y tras vacilar unos instantes, añadió, cambiando de tono—: El haberte llamado de ese modo obedece a un descubrimiento que hice recientemente mientras andaba a la caza de linajes para la nueva historia del condado. Yo soy el padre Tringham, el anticuario del callejón de Stagfoot. Bueno, pues ¿no sabe usted, señor Durbeyfield, que es usted el representante directo de la antigua y caballeresca familia de los d’Urberville, que descienden del señor Pagan d’Urberville, el famoso caballero que vino de Normandía con Guillermo el Conquistador, según consta en el Rollo de la Battle Abbey[12]?

—¡Pues es la primera vez que lo oigo, sir!

—Tenlo por seguro, hombre. Y si no, a ver: levanta un poco la barbilla para que pueda yo apreciar mejor el perfil de tu cara. Sí; la misma nariz y la misma barbilla… un poco caídos, de los d’Urberville. Tu ascendiente fue uno de los doce caballeros que acompañaron a lord de Estremavilla de Normandía en la conquista de Glamorganshire. Ramas de su familia poseyeron feudos en esta parte de Inglaterra; sus nombres figuran en los censos del tiempo del rey Esteban[13]. En la época del rey Juan vivió uno de ellos, hombre riquísimo, que cedió unas tierras a los Caballeros Hospitalarios. Y en tiempos de Eduardo II, uno de tus antepasados, de nombre Brian, fue llamado a Westminster para formar parte del Gran Consejo. En los días de Oliver Cromwell vinisteis algo a menos, pero no gran cosa, pues en el reinado de Carlos II fuisteis agraciados con el título de Caballeros de la Regia Encina por vuestra lealtad. Ya lo ves, en tu familia ha habido muchas generaciones de sir Johns, y de ser hereditaria la Caballería como lo es el título de baronet, según ocurría de hecho antiguamente, que se transmitía de padres a hijos, tú serías ahora sir John.

—¿De veras?

—En resumen —concluyó el cura dándose un fustazo en la pierna con ademán de convencido—, que apenas habrá en toda Inglaterra otra familia de tan noble y rancio abolengo como la tuya…

—Pero ¿estoy despierto o soñando? —exclamó Durbeyfield—. ¡Y yo que llevo tantos años dando tumbos por los caminos de acá para allá como si fuera el más pobretón de la parroquia!… Y diga usted, señor pastor, ¿hace mucho que puso usted en claro todo eso?

El pastor le explicó que, según sus noticias, el linaje de los Durbeyfield había ido insensiblemente cayendo en olvido, sin que apenas se tuviese ya de él noticia. Él había dado comienzo a sus investigaciones el año anterior, allá por la primavera, en que, con motivo de hallarse investigando la historia de la familia de los d’Urberville, hubo de tropezarse con el nombre de Durbeyfield en su carro, y picada su curiosidad, se puso a hacer averiguaciones acerca del abuelo y el padre de John, hasta no quedarle por fin duda alguna sobre este punto.

—A lo primero pensé no molestarte con estos datos tan inútiles —dijo—, sólo que a veces los impulsos son más poderosos que nuestras determinaciones. Y hube de decirme que acaso tú supieras algo sobre el particular y quisieras decírmelo.

—¡Bueno! Sí, es verdad que yo he oído decir más de una vez que mi familia había estado en mejor posición antes de venir a afincarse en Blackmoor. Sólo que nunca hice de ello mucha cuenta, pensando que todo se reduciría a que antes habíamos tenido dos caballos, en vez de uno que tenemos ahora. Cierto que todavía anda por casa una cuchara de plata vieja y un sello antiguo, grabado; pero de eso a pensar que entre esos nobles d’Urberville y yo mediara el menor parentesco… Aunque también oí decir alguna vez que mi bisabuelo tenía sus secretos y que nunca quería contar nada tocante al origen de nuestra familia. Y dígame usted, señor pastor, ¿se puede saber dónde tenemos nuestro centro? ¿Dónde vivimos los d’Urberville?

—No vivís en ninguna parte, hijo. Os habéis extinguido…, es decir, como familia del condado.

—¡Qué lástima!

—Pues así es… Es decir, os habéis extinguido en la línea masculina, que a eso es a lo que llaman extinguirse las falaces crónicas de familia… Descender, venir a menos…

—¿Y dónde yacen nuestros muertos?

—En Kingsbere-sub-Greenhill descansan hileras y más hileras de ascendientes tuyos, en nichos, bajo doseles de mármol de Purbeck.

—Pero ¿dónde están los palacios y fincas de nuestra familia?

—No os queda ya ninguno.

—¡Cómo! ¿Ni tierras?

—Nada, hijo mío; y eso que antaño los tuvisteis en abundancia. Porque tu familia tenía numerosas ramas. En este condado poseíais una casa en Kingsbere, otra en Sherton, otra en Millpond, otra en Lullstead y otra en Wellbridge.

—¿Y no podremos volver a entrar en posesión de lo nuestro?

—¡Oh!… ¡Vaya usted a saber!

—Pero ¿usted qué me aconseja que haga, visto todo eso? —preguntó Durbeyfield después de una pausa.

—¡Yo! Nada, como no sea que medites pensando en «cómo caen los poderosos»[14]. Todo lo que te he contado no pasa de ser un episodio de cierto interés para el historiador y genealogista local. Entre los aldeanos de esta comarca hay varias familias casi de la misma distinción. ¡Conque buenas noches!

—¡Espere usted, señor pastor! Tenga la bondad de venir a tomarse un cuarto de cerveza conmigo para celebrar ese descubrimiento… ¡Si viera usted qué cerveza tan buena tienen en La Gota Pura!… Aunque, claro, no tan buena como la de Rolliver…

—Hombre, te lo agradezco, pero esta vez no puede ser. Ya hemos hablado y tú ya has bebido bastante por hoy…

Y terminando así, prosiguió el cura su camino, no sin que le asaltaran ciertas dudas sobre si habría obrado cuerdamente al comunicar a Durbeyfield aquella curiosa muestra de tradiciones. Cuando se fue, Durbeyfield dio unos cuantos pasos, profundamente abstraído, y al cabo se dejó caer en la herbosa cuneta del camino sentándose al lado de su cesta. A los pocos minutos vio venir a lo lejos a un muchacho que llevaba su misma dirección. Al divisarle alzó la mano, y el mozo apretó el paso y se le acercó.

—Mira, muchacho, coge esta cesta, que vas a hacerme un recado.

El chico, fino como un huso, frunció el entrecejo.

—Oiga, John Durbeyfield, ¿se puede saber quién es usted para que me tome por recadero suyo y me llame «muchacho»? ¿No sabe usted mi nombre? Seguro que lo sabe tan bien como yo el suyo.

—¡El mío! ¡Ése es el secreto; ése es el secreto! Ahora, anda y obedéceme… Aunque, después de todo, no tengo por qué ocultarte que el secreto se reduce a que yo vengo de raza noble… Acabo de enterarme esta misma tarde…

Y en tanto formulaba la declaración, Durbeyfield, que estaba sentado, se tendió cómodamente a lo largo de la cuneta, entre las margaritas.

El muchacho, de pie ante Durbeyfield, le contemplaba de arriba abajo.

—Sir John d’Urberville… Ése soy yo —prosiguió el lugareño—. Es decir, ése sería yo si los caballeros fuesen como los baronets… Está escrito en la historia todo lo mío. ¿No has oído hablar nunca, muchacho, de un sitio que llaman Kingsbere-sub-Greenhill?

—Sí, estuve allá en la feria de Greenhill.

—Bien, pues bajo la iglesia de esa ciudad están…

—No es ciudad, el sitio que digo, sino un sitio pequeño, como tuerto y cerrando el ojo.

—Bueno, no te fijes en el sitio y atiende a lo que te digo. Bajo la iglesia de esa parroquia yacen mis antepasados a centenares… con sus cotas de malla y pedrería, metidos en grandes féretros de plomo, que pesan la mar de toneladas. No hay nadie en todo el condado de South-Wessex que tenga en su familia unos esqueletos más nobles e ilustres que los míos…

—¿De veras?

—Ahora coge esta cesta y vete con ella a Marlott a la posada de La Gota Pura y di que me manden enseguidita un caballo y un coche para que me lleven a casa. Y que pongan en el fondo del coche una botella de ron y me lo apunten en la cuenta. Luego llevas la cesta a mi casa y se la das a mi mujer y le dices que se deje de lavar ropa porque no le hará falta y que espere, que allá voy, que tengo que darle noticias.

Como el muchacho permaneciese en actitud perpleja, se llevó Durbeyfield la mano al bolsillo y sacando uno de los crónicamente pocos chelines que poseía:

—Toma, para ti.

Esto hizo que el muchacho apreciara de modo muy distinto la situación.

—Bueno, sir John. Muchas gracias, sir John. ¿Quiere usted algo más, sir John?

—Sí, hombre; di en casa que quiero que me pongan para cenar… cordero frito, si lo encuentran; y si no, morcilla…, y si tampoco dan con ella…, embuchado…

—Está muy bien, sir John.

Cogió el muchacho la cesta, y al emprender la caminata se oyeron las notas de una banda de música por la parte del pueblo.

—¡Qué es eso! —exclamó Durbeyfield—. ¿Será por mí?

—Son las mujeres en su grupo de paseo, sir John. Y entre ellas está su hija.

—¡Ah, sí, es verdad! Se me había olvidado pensando en cosas grandes. Bueno, pues ve allá a Marlott; encarga el coche, que puede que me dé una vueltecita para ver el grupo.

Partió el muchacho, y quedó Durbeyfield esperando el coche, tumbado sobre la hierba y entre las margaritas, al sol del atardecer. Transcurrió largo rato sin que pasara un alma, y las débiles notas de la banda eran los únicos sonidos humanos que se dejaban oír en el ámbito de las montañas azules.

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