Toda la vida - Daniel Escolar - E-Book

Toda la vida E-Book

Daniel Escolar

0,0
8,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

"…La fábrica era grande y caótica; ocupaba toda la manzana con galpones, piletas, reactores, chimeneas, hierros, chapas, cemento, caños, tierra, agua, bolsas, chatarra, plantas, flores y hasta un banano que a veces daba una gran flor magenta que se transformaba en un único y codiciado cacho de bananas dulcísimas. Un laberinto de vapores ácidos en el que circulaba a tientas un centenar de hombres rojos y amarillos para producir, sin parar jamás, y de una manera que siempre había que volver a inventar, un polvo muy fino y muy sucio hecho para cambiar el color de las cosas…" Esta es la historia de Duna y de José, amigos del camino de todos los días. También es la historia del Chileno y de Roberto, del Doctor y su gente, y de muchos más que fueron y vinieron toda la vida por un país en el que no había autopistas. Es también la historia de una fábrica perdida en un acertijo de colores y de un mundo que ya no está, donde los inviernos eran más fríos y los campos, antes de llegar al mar, se volvían de arena. Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, en un país muy pero muy lejano, más allá de Berazategui.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 364

Veröffentlichungsjahr: 2021

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Daniel Escolar

Toda la vida

Bordelois, Ivonne

Escolar, Daniel

Toda la vida. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2016.

E-Book.

ISBN 978-987-599-437-9

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título

CDD A863

Diseño de tapa: Juan Pablo Cambariere

©Libros del Zorzal, 2015

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de este libro, escríbanos a: <[email protected]>

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>

Índice

Uno | 5

Dos | 8

Tres | 18

Diario | 24

Cuatro | 32

Cinco | 42

Seis | 50

Siete | 61

Ocho | 73

Nueve | 82

Diez | 89

Once | 97

Doce | 105

Trece | 121

Catorce | 126

Quince | 133

Dieciséis | 139

Diecisiete | 148

Dieciocho | 159

Diecinueve | 171

Veinte | 182

Veintiuno | 191

Carta | 198

Final | 225

Uno

—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir con este ir y venir del carajo? —preguntó.

Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.

—Toda la vida —dijo.

Gabriel García Márquez El amor en los tiempos del cólera

El día del décimo aniversario de la partida de Duna, José no llegó a la fábrica. Antes de subir a la autopista rumbo al sur, hizo un desvío hasta Constitución para tomar un café con medialunas a la salud de su amigo y de los años en que habían ido y venido juntos por caminos más difíciles. Sentado en un bar de la estación, leyó completo el Clarín, incluyendo los clasificados del rubro cincuenta y nueve, “Servicios útiles para la mujer y el hombre”, se comió las tres medialunas de grasa pintadas con azúcar que le pusieron en el plato de plástico verde, se limpió los dedos pegoteados con una servilleta minúscula de papel mientras puteaba contra la falta de verdaderas medialunas saladas en Buenos Aires, y salió al calor humeante de los colectivos que abarrotaban los alrededores de la plaza. Manejó despacio hacia La Boca disfrutando el aire acondicionado del auto; le importaba un huevo todo lo que pasaba en la fábrica y en el mundo; hacía meses que no dormía bien, no comía bien y no le veía salida al asunto; estaba feo, feísimo, pero ahora le importaba un huevo. Repasó varias veces la palabra huevo y la repitió en voz alta haciendo un gesto con los labios: “Hueeevo”. Y pensar que ahora Duna estaría muerto de frío en Madrid a punto de irse de tapas, “un pincho de jamón y una copa de rioja, mirá si serás hijo de puta”, y él, de aire acondicionado y remera cuello polo subiendo a la autopista de sus sueños rumbo al sur. Puso primera en la rampa y sintió las calles deslizarse hacia atrás debajo del auto, “¡qué fácil! Dios mío, si supieras lo fácil que es; una vida entera esperando por esto, y al final es tan fácil: apuntás, subís, acelerás y ya está. Es como la fábrica pero al revés; antes era simple, ¿te acordás?, seguíamos y seguíamos aunque el camino fuera engorroso y las máquinas no anduvieran ni para atrás ni para adelante, el mundo se venía abajo, tenías que llegar caminando sobre el barro, y bueno, llegabas, levantabas los escombros como podías, los apuntalabas un poco y chau, a seguir. Ahora, en cambio, todo funciona bien: los teléfonos, las chimeneas, los semáforos, las medialunas saladas con azúcar, las autopistas, todo menos nosotros. Con la autopista, ‘la nuestra’, podés llegar en un pedo a Berazategui, ni te diste cuenta de que saliste y ya estás ahí. Pero la agonía de una fábrica es algo lento, pausado, no aguanta estas velocidades de vértigo, un día vamos a llegar tempranito, con cara de velocidad y va a estar hecha mierda y abandonada al costado del camino”.

El Riachuelo pasó bajo las ruedas como un fotograma desenfocado, y detrás pasó el Dock Sud, fugaz.

“Suerte que hoy estoy optimista y todo me importa un huevo, hueeeeevo. ¡Desgraciado! Hace tanto que no te veo, desde que te fuiste esto nunca volvió a ser lo que era; no nos divertimos más; y si no te divertís la cosa no camina, parece que camina, pero no. Además no me acostumbro a viajar solo, y mirá que ya son años; eso sí: no sé para qué, pero viajo rapidísimo.”

Otra instantánea: Quilmes, una salida llena de carteles. La autopista tiene dos carriles por lado, todavía no habilitaron la otra mitad, los autos que van y vienen pasan muy cerca. La mínima es noventa kilómetros por hora; la máxima, ciento treinta.

“Cómo me gustaría que estuvieras acá, a veces no sé por qué no venís de visita más seguido, de verdad: podrías dejarte de joder y volver de una vez. Ojalá sea pronto, che. Nos estamos poniendo viejos, uno de estos días vamos a empezar a decir boludeces y se nos van a ir borrando los recuerdos. Entonces ya no va a valer la pena que vengas, no vamos a tener nada de qué hablar.”

Última foto de la mañana: a lo lejos deben estar los viñedos de la costa, pero no se ven, el río está más atrás y tampoco se ve. Un camión invisible sale de la banquina.

“Espero que hoy, con las tapitas, te acuerdes de mí y brindes por nosotros, y por nuestra autopista: ¡salud!”

Dos

Cuando el futuro de la fábrica empezó a complicarse sin remedio, José llevaba más de treinta años yendo y viniendo de Berazategui sin haber faltado una sola vez al trabajo; por lo menos así lo recordaba él. Había entrado en el sesenta y dos, cuando las oficinas estaban en el centro, Lavalle y Reconquista, nada mal, un poco apretadas pero lindas, algo oscuras, eso sí, pero bien puestas y cerca de todo. Hasta que las cerraron y se tuvo que ir a la fábrica junto con todos los demás. Para un contador recién recibido con las ideas claras como él no era lo mismo Corrientes y Reconquista que la zona sur del Gran Buenos Aires, pero de todos modos la mudanza sería por un tiempo, ya volverían al centro en cuanto las cosas lo permitieran.

Y había que ir todas las mañanas y volver todas las tardes, y la fábrica estaba en Berazategui: un suburbio del Gran Buenos Aires con un gran futuro industrial ubicado bastante más allá de la frontera hedionda del Riachuelo; un lugar al que se podía ir una o dos veces en la vida, de camino a alguna otra parte, o para buscar trabajo en una de las tantas fábricas que se habían instalado por ahí, y volver con la sensación de que la ciudad debería haber terminado mucho antes. Era lejísimos para ir una vez, pero si uno lo hacía todos los días, ida y vuelta, durante años y años, la distancia terminaba disolviéndose en la costumbre y ya no importaba demasiado.

Mario Dunaievich había entrado a la fábrica en el sesenta y seis, y desde entonces, él y José hacían el viaje juntos. Durante los primeros tiempos se encontraban en Retiro para tomar el 198 verde hasta el Cruce Varela, y en medio de un descampado de catástrofe esperar sin horario el 863 que los dejaba a dos cuadras del portón rojo de la entrada de la fábrica, dos cuadras de tierra o barro, según soplara el viento. Otras veces tomaban el tren en Constitución. Era algo más largo pero tenía sus ventajas: durante las mañanas heladas de invierno no había que esperar el colectivo a la intemperie; además un tren es un tren, tiene algo de promesa de viajes, de largas distancias por recorrer y andenes por venir. Muchas veces, durante los años que siguieron, se les ocurrió que tal vez, si persistían en aquel ir y venir interminable, era solo porque se tenían de mutua compañía en el camino.

Los dos vivían en la Capital. José era de Caballito, había nacido y crecido en Caballito, había conocido a Marta entre las luces de una noche de Corso en la avenida Rivadavia y sus hijos crecían en la casa que su abuelo había construido medio siglo antes bajo las tipas aún jóvenes de la calle José Bonifacio. Además, era uno de esos tipos que nunca se iría a vivir lejos del barrio donde había ganado su primera novia: Marta de las madrugadas oscuras corriendo a la escuela con el guardapolvo y diez horas seguidas de mástiles con banderas, San Martín y la tabla del seis, panqueques de dulce de leche en la merienda y chicos de panza llena y sonrisa sucia, la tarde con mate y piloto de lluvias fuertes, novia para siempre desde el baile de Carnaval en que se encontraron solos por primera vez más allá del atardecer y se la jugaron frente a frente en una pirueta de milonga, y entre el gentío y la música, bajo una luna grande y calurosa, se juraron la vida juntos sin decir nada. Muchos años de noviazgo oficial y José que estudiaba para ser contador y construía su casa sobre la casa de sus padres, y Marta, llena de ilusión, empezaba a trabajar como maestra de grado y soñaba con los hijos que vendrían. La luna, delicada y finita, volvió a ser testigo de sus promesas en la Rambla de la Costanera Sur frente a un río que ya empezaba a irse hacia atrás: con la casa lista y el título de contador asomando en el bolsillo del saco de José, pusieron en orden sus ilusiones y fecha al casamiento. Y otra noche calurosa, siempre con la vigilante mirada de la luna, esta vez enorme y satisfecha reflejada en los patios y las terrazas del barrio, se casaron bajo las parras llenas de la casa de Caballito.

Todas las mañanas José tomaba el subte A en la estación Primera Junta y bajaba en Lima para hacer combinación con la línea C hasta Constitución. Duna tomaba el 60 desde Canning y las Heras y llegaba diez o quince minutos más tarde, “no me gusta el subte, me da encierro”, aclaraba. Se encontraban en un bar dentro del inmenso hall de la estación donde, según José, servían las mejores medialunas saladas del mundo. Desayunaban dos cafés negros con tres medialunas cada uno y a las siete y cuarto en punto pagaban, dejaban diez centavos de propina y se iban al andén vacío a esperar la llegada de las interminables filas de vagones atiborrados de gente que venía a trabajar al centro; ellos viajaban contra la corriente y tenían el tren entero a su disposición: su ida era, en realidad, un regreso a destiempo. De todos modos, por esos arreglos tácitos de la costumbre, se sentaban siempre en el último asiento de la izquierda del último vagón. El viaje era largo y Duna lo aprovechaba para prolongar el sueño interrumpido por el despertador. José era insobornable, jamás se dormía en un tren, micro, auto o cualquier otra cosa que se moviese. La vez que el guarda los encontró roncando a media mañana en la terminal de La Plata fue, según él, la excepción que confirmaba la regla, producto de una mala noche y de un remedio que el médico le había obligado a tomar y que lo tenía a maltraer, ya que él nunca tomaba remedios porque jamás se enfermaba.

El tiempo pasó y en el Cruce Varela empezaron a construir un enredo de rampas y columnas que crecía en medio del campo como una araña de hormigón gigante. “Un distribuidor de rutas”, aclaró Ferrari durante un almuerzo sin dejar de masticar, “lo dicen los diarios.” El “Gerente de Producción”, como indicaban las tarjetas en relieve que él mismo se hacía imprimir y llevaba prendidas en el bolsillo del guardapolvo azul, tenía siempre información fidedigna y actualizada. Y era verdad, en los diarios se hablaba de la nueva autopista, decían que tendría cuatro carriles por mano y grandes puentes de cemento, que uniría Buenos Aires con La Plata por los Viñedos de la Costa, cerca del río. Menos de una hora del Centro a Berazategui, y el mundo de estaciones de tren abarrotadas, colectivos, barro e inundaciones sería un rumor subterráneo bajo el asfalto brillante. Entonces, un día, durante otro almuerzo, José y Duna sellaron un trato que más que un trato fue un juramento: ahorrarían peso por peso y comprarían entre los dos un auto para poder inaugurar juntos y a toda velocidad aquella autopista del futuro.

Duna siempre decía que ese había sido el origen de la Hermandad del Acceso Sudeste aunque, en los hechos, todo empezó un viernes helado de julio cuando fue asaltado el 198 en que volvían después de trabajar toda la semana. Les robaron la plata y la ropa, y los dejaron tirados junto al chofer y a otro pasajero en un descampado. Los encontró un patrullero que volvía a las patinadas de una excursión de pesca clandestina cargado de policías borrachos y putas feas de la Isla Maciel. Mientras se descongelaban en la comisaría del Dock Sud, decidieron que ya era tiempo de comprar un auto.

Unos meses más tarde estrenaban un Fiat 600 blanco modelo sesenta y tres, que se volvió rojo tres cuadras antes de llegar a la fábrica. Nadie faltó para verlos llegar, y si bien la cosa se complicó un poco con el barrial de la última cuadra y la caja de cambios que se retobó en la rampa de entrada, con algo de ayuda de los muchachos y la invencible habilidad del Tano Tacarello para hacer que cualquier cosa hecha para andar anduviera, cruzaron despacito, agrandados y a los bocinazos la línea de llegada del portón rojo. Hasta el Doctor los felicitó cuando estacionaron el Fitito cubierto de polvo frente a la oficina.

A Duna y José les costaba imaginar un tiempo de la fábrica anterior a ellos, los años se les juntaban en un presente continuo en el que no había antes ni después, como si ellos y la fábrica fueran la misma cosa. Pero ese tiempo anterior había existido. El Doctor compró el primer galpón muchos años antes y construyó pedazo por pedazo la fábrica que ellos conocieron, grande, destartalada y vieja. Los obreros más veteranos contaban que una tarde de frío húmedo llegó caminando por el descampado y se quedó parado cerca del río mientras arrimaba la noche; y contaban los viejos que ese día el Doctor imaginó todo lo que vendría con la precisión de los que miran en una sola dirección, esa mirada fija que te permite llevar adelante lo imposible o perderte para siempre en el intento; decían que vio el larguísimo camino que había por recorrer y también este final que ahora se acercaba inexorable, y no tuvo la menor duda: “Volvió por donde había llegado y se puso a trabajar. Así fue siempre el Doctor”.

La fábrica que conoció José ya era grande y caótica; ocupaba toda la manzana con galpones, piletas, reactores, chimeneas, hierros, chapas, cemento, caños, tierra, agua, bolsas, chatarra, plantas, flores y hasta un banano que a veces daba una gran flor magenta que se transformaba en un único y codiciado cacho de bananas dulcísimas. Un laberinto de vapores ácidos en el que circulaba a tientas un centenar de hombres rojos y amarillos para producir, sin parar jamás, y de una manera que siempre había que volver a inventar, un polvo muy fino y muy sucio hecho para cambiar el color de las cosas; un polvo rojo que a través de los años había teñido los pisos y las máquinas, los galpones y las oficinas, los techos de las casas y la ropa colgada en los patios de los vecinos, las calles de los alrededores y los autos que pasaban por la avenida, y también la piel y los sueños de la gente. “El ferrite es el pigmento más viejo del mundo, Mario: los frescos romanos, los griegos, los egipcios, hasta los dibujos de las cuevas de Altamira son de ferrite. El color rojizo de la tierra es ferrite”, le gustaba decir al Doctor. Todos los matices del rojo estaban presentes entre las paredes rojas de la fábrica y conformaban un mundo completamente rojo, impermeable a cualquier otro color.

Duna era un ingeniero joven que buscaba trabajo y alquilaba un pequeño departamento en Palermo con la modesta mensualidad que le enviaban con puntualidad sus padres desde Rosario. Un tío suyo había conocido al Doctor cuando ambos eran estudiantes en Santa Fe, y le recomendó que fuera a verlo de su parte y le pidiera trabajo. Duna llegó a la fábrica una tarde ventosa de otoño y, mientras esperaba junto a la puerta de las oficinas para ser atendido, vio el polvo volar y envolver los galpones rojos. El Doctor lo recibió detrás de sus anteojos de carey con una sonrisa amable y una voz profunda. Conversaron largo rato, ambos amaban Santa Fe, Duna recordó su niñez en el río y el Doctor contó viejas historias de pensiones de estudiantes donde había sido joven y feliz; Duna escuchó esa voz grave como si le hablaran desde adentro, como si fuera una de sus propias voces dormidas. Al salir de la entrevista, el polvo rojo se le metió en los ojos y le revolvió el pelo por primera vez, miró el paisaje de chimeneas y galpones con el sol poniéndose entre nubes de vapor espeso y sintió, sin saberlo, que algo suave y firme como un abrazo le envolvía el corazón.

Duna empezó a trabajar en el desarrollo de un proyecto personal del Doctor, una forma revolucionaria de hacer ferrite: La Nueva Tecnología. Para Duna esto no significaba demasiado todavía, pero el resto del equipo, con mucho más ferrite bajo la piel, alternaba alborozado entre la exaltación y el éxtasis; a medida que el proyecto avanzaba se animaban unos a otros como jugadores de fútbol en la cancha, cada resultado era ocasión para un festejo; en un rincón del laboratorio había un erlenmeyer gigante adornado con cintas de seda de colores al que cada día prendían una vela pidiendo inspiración y buen juicio. Y Duna no sabía muy bien por qué, pero era feliz. Trabajaron frenéticamente durante varios meses, La Nueva Tecnología avanzaba y retrocedía sobre planos y cálculos, “inevitables movimientos tácticos”, aclaraba el ingeniero Goldstein con una tacita de café olvidada en la mano, mirando por arriba del hombro los papeles apilados y los escritorios repletos de libros y cuadernos. El Doctor, por su parte, aportaba a diario una larga e interesantísima lista de modificaciones al proyecto original que, según él, potenciaban aún más los aspectos revolucionarios de su invento; llegaba a cualquier hora al estudio que le habían montado a Duna en la oficina junto al laboratorio, cargado con una pila de papeles llenos de cálculos e indicaciones, se sentaba al otro lado del escritorio y empezaba a explicar. Esta espiral geométrica de inspiración, “¡genialidad desbocada!”, exclamaba arrobado el ingeniero Goldstein, encuadrando con precisión la incontinencia intelectual del Doctor, amenazaba a cada momento con destruir los principios básicos de su propia teoría. Duna, que se había recibido de ingeniero apenas dos años antes, absorbía esa inyección diaria de ideas como la más deliciosa y estimulante de las drogas, y enfrentaba con pasión el desafío de llevar adelante una revolución tecnológica tan importante en una empresa pequeña como aquella. Al fin y al cabo, en su mente joven, cualquier lucha desigual merecía ser peleada. Fue entonces que su universo empezó a virar hacia el rojo. Cuando el proyecto de La Nueva Tecnología se vino abajo y terminó en un cajón sin comentarios ni explicaciones, ya no había retorno para él.

Para Duna y José lo más difícil siempre fue el viaje. Iban y venían todos los días mientras el mundo a los lados del camino cambiaba sin parar; a través de los años el campo se llenó de casas de lata y cartón, algunas calles de tierra amanecían cada tanto asfaltadas, y el paisaje perdía la serenidad húmeda de los descampados. Mientras tanto, la autopista se demoraba en un eterno no empezar, letargo que no era una espera porque no había nada definido aún para esperar. El proyecto original resucitaba de tanto en tanto en vagos comentarios periodísticos sobre trazados nuevos y actualizaciones presupuestarias, después otra vez silencio. Pero para ellos la autopista era algo muy concreto y específico: el sol brillando rabioso, las ventanillas bajas, los pelos al viento, el Fitito desbocado sobre el asfalto flamante. Buenos Aires-Berazategui en media hora.

Un día, en la mesa del almuerzo, alguien observó que el primer paso concreto de cualquier obra pública era la publicidad gubernamental, como mínimo un cartel anunciando el inicio de la construcción. Y la verdad era que nadie había visto un cartel que hablara de la autopista, ni siquiera Ferrari. Y si el cartel no existía, pensaron Duna y José, quería decir que el sueño estaba todavía muy lejos, tal vez atrapado para siempre en la misteriosa dimensión del tiempo oficial. Todos quedaron en consultar y averiguar, y unos días después alguien trajo la noticia de que alguien conocía a alguien que decía haber visto una vez, en algún lugar entre Buenos Aires y La Plata, un cartel amarillo que hablaba de una autopista, o algo así. Fue suficiente: José y Duna salieron el domingo decididos a localizar aquel cartel amarillo aunque tuvieran que recorrer cada centímetro de la zona sur. No encontraron nada. La búsqueda continuó durante los siguientes fines de semana explorando más o menos en orden todas las esquinas claves de Avellaneda, Dock Sud, Wilde, Bernal, Quilmes, Berazategui, Hudson, City Bell, Gonnet y La Plata. Salían temprano, Duna con el plano sobre las piernas, José al volante del Fitito con el pucho en la boca, y preguntaban, anotaban y tachaban siguiendo complejos recorridos diseñados durante los almuerzos en la fábrica; no encontraron nada de nada.

Una tarde, con las cubiertas gastadas al calor del asfalto y hartos de aquella búsqueda inútil, paran a tomar una cerveza de derrota en un bar del centro de Quilmes. Un parroquiano desparramado en la barra los escucha y se solidariza con tanto fracaso, y entre cerveza y cerveza, las cabezas juntas sobre las hojas a todo color de una revista Siete Días, les confía un secreto: en la costa de Berazategui, en el viejo balneario donde el viento del este trae los vahos de la Gran Cloaca de Buenos Aires que desagota un par de kilómetros río adentro, en esa costa pelada y mugrienta, sobre el fondo marrón de agua podrida, hay un gran cartel amarillo que habla de la construcción de una autopista.

La excursión se planificó para el domingo siguiente. Incluía botas, mate y cámara de fotos; contaba con el apoyo de todo el personal de la fábrica y la bendición del Doctor. Nada podía fallar. El día amaneció con lluvia y a los truenos. El Fitito avanzó decidido por la ciudad mojada y se dirigió hacia las zonas pantanosas más allá del Riachuelo, atravesó los páramos cotidianos del sur, se internó en una huella profunda que bajaba directo hacia el río y anduvo a las patinadas hasta toparse con una barrera de barro y basura donde quedó definitivamente enterrado. Duna y José abandonaron el auto y caminaron más de un kilómetro bajo la lluvia torrencial, esquivando charcos de aceite, con los vahos del este que el viento traía en bocanadas malignas, hasta que por fin, más allá de las montañas de basura fresca, de los arbustos moribundos, de los escombros y cañaverales semiquemados, divisaron las aguas marrones del Río de la Plata. Empapados, sucios y muertos de frío, hicieron un último esfuerzo y treparon una pila de escombros alta como un edificio para ver más lejos y mejor. Arriba el viento soplaba fuerte, el olor era insoportable, en alguna parte ladraban perros. Sentados sobre un bloque de hormigón, José y Duna contemplaban el paisaje y cada tanto se miraban entre ellos sin decir nada. Antes de volver por donde habían venido, Duna sacó la cámara y tomó una foto.

Hasta el último día antes de partir a España, tantísimos años después, sobre el escritorio de Duna, junto a una foto del Benja, chiquitito, mirando llegar la Navidad en las calles de Villa Gesell, la de Groucho Marx mascando un puro gigante con los ojos revoleados para arriba, y otra de unos cerros rojos y polvorientos donde José y Duna se abrazaban frente al cielo más azul del mundo, había una foto inexplicable de aguas marrones hasta el horizonte, sobre las que se veía un cartel amarillo con letras negras algo torcido, solitario entre montañas de porquería y chorreando lluvia, que decía:

GOBIERNO DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES

MUNICIPALIDAD DE BERAZATEGUI

-AUTOPISTA PANAMERICANA DEL SUR-

AQUÍ SE CONSTRUIRÁ EL PUENTE

BUENOS AIRES-COLONIA.

Tres

José había nacido con el bigote puesto. Era una cualidad familiar: su padre y su abuelo también habían nacido con un gran bigote negro que lucieron hasta la muerte, e incluso después, en el recuerdo sepia de las viejas fotos familiares. La tradición parecía haber terminado con Alejandro: el hijo mayor de Marta y José nació con una cara redonda y limpita que jamás tuvo que afeitar porque de grande resultó que era lampiño.

Duna había descubierto que cuando uno miraba a José miraba su bigote; aunque luego tal vez recordara la expresión de sus ojos, la piel oscura, el pelo crespo y negro cortado a tijeretazos, o cualquier otro rasgo digno de recordar, lo que en verdad había estado mirando era su bigote. José se concentraba en su bigote: sus gestos eran los del bigote, sus estados de ánimo iban y venían con su bigote, los años solo se le notaban en el bigote.

Alejandro, el primer hijo de José, nació el mismo año en que José empezó a trabajar en la fábrica y fue bautizado así en honor al abuelo de su padre: don Alejandro Pedro Simeón González Parduélez, oriundo de Trillayo, provincia de Liébana, tierra de montañeses incrustada en el corazón del País Cántabro. Alejandro nunca conoció a su bisabuelo, pero era como si lo hubiera conocido; las historias del abuelo Alejandro llenaban los cuentos que José le contaba en las siestas de los domingos y por las noches antes de dormir; historias de un país de montañas altísimas y cabañas de troncos y piedra, de inviernos bajo la nieve sin nada que comer; un pueblito de veinte casas con una fuente de piedra en el centro y una tapia alrededor que lo separaba de los sembradíos y del resto del mundo; fuera de las murallas, una pequeña ermita sin cura y, como en casi todos los pueblos del país, la casa grande del indiano que había hecho fortuna en América y había vuelto para mostrarla. El abuelo Alejandro había mirado esa casa desde que supo mirar, y cuando llegó a la edad suficiente como para entender lo que veía, tuvo la certeza de que él también haría su casa más allá del muro, y la imaginó grande y firme junto al robledal, allí donde estaba el estanque. También supo que para conseguirla tendría que salir a buscar fortuna muy lejos de ese pueblo, tomar pronto el camino que corría fuera del muro, antes de que el tiempo empezara a pasar demasiado rápido. La llegada del nuevo siglo tuvo la claridad de un horizonte mañanero y el abuelo Alejandro no esperó ni un día más: la madrugada del primero de enero del año mil novecientos, mientras todos dormían la borrachera del siglo que se iba, el abuelo cruzó la tapia y caminó sobre la escarcha de los campos sembrados, más allá de los viñedos y los arroyos, más allá de las montañas nevadas y los bosques, hasta llegar al mar. Había dejado en su pueblo una mujer y dos hijos pequeños a los que no volvió a ver nunca más. Cuando la fortuna por fin llegó, habían pasado más de cuarenta años en un lejano país llamado Argentina, donde se había vuelto a casar y había criado montones de hijos y nietos a los que, ya con muchos más años encima y menos sueños por cumplir, no estaba dispuesto a abandonar. La parte de la historia que más le gustaba escuchar a Alejandro era cuando su bisabuelo, después de la muerte de la abuela Pilar, ya viejo y con poco tiempo por delante, volvió a comunicarse con sus hijos de la montaña para devolverles algo de las promesas incumplidas durante tantos años de ausencia. El dinero fue enviado desde Buenos Aires a Potes mediante un giro postal certificado y pocos días después, cuando llegó el acuse de recibo del correo confirmando que todo estaba donde debía estar, el abuelo reunió a sus hijos en la casona de Caballito y les contó aquella historia que nunca antes le había contado a nadie. Así fue como la familia se enteró de todo lo que había dejado el abuelo Alejandro al otro lado del mar. Durante sus últimos años, Argentina, Buenos Aires y todo lo que tenía que ver con aquel sueño disparatado de una vida acomodada en un país lejano y enorme fueron desapareciendo de su memoria, mientras él volvía a su pueblo en los Picos de Europa para soñar con la fuente de piedra y la casa grande junto al robledal. Sus nietos lo visitaban para oír aquellas historias fabulosas que después contaron a sus hijos en las noches, antes de dormir, o durante las siestas interminables del verano.

Cuatro años más tarde, el mismo día en que Duna empezó a trabajar en la fábrica, nació Andrea, la segunda hija de José. Su nombre también tenía detrás una historia de cuentos y aventuras que José había escuchado desde chico y que repetía para sus hijos cada vez que se lo pedían: Andreas era un griego que había viajado con el abuelo Alejandro a través del mundo hasta que juntos decidieron hacer puerto en la remota Buenos Aires. Ambos encontraron trabajo en el ferrocarril de los ingleses que recorría las interminables llanuras del país, más grandes que los océanos que habían navegado. Durante dos años trabajaron en la construcción de una trocha que iba a las minas de oro de El Salmo, en el norte de Salta. Andreas y el abuelo Alejandro eran como hermanos, habían pasado aventuras y miserias juntos, y juntos habían navegado mares remotos escapando del mismo hambre y persiguiendo los mismos sueños. El abuelo decía que su amistad era indestructible porque no se había hecho con palabras: durante aquellos largos viajes jamás hablaron entre ellos porque ninguno sabía hablar el idioma del otro. Cuando se terminó el ferrocarril de la mina, Andreas decidió que se quedaría allí para siempre; se enamoró de ese cielo que estaba tan cerca que le acariciaba la cabeza blanca cada vez que se sacaba el sombrero, de aquellos cerros de colores como el coral que él decía que eran suyos, y de una negrita dulce y culona con la que esperaba un hijo. El abuelo volvió a Buenos Aires y Andreas siguió trabajando en el ferrocarril donde llegó a ser maquinista. Todos los días, durante más de treinta años, Andreas subió a buscar el material de las minas con su locomotora de vapor; salía temprano en la madrugada abarrotado con los mates que le cebaba la negra, y volvía con la noche para seguir mateando en la frescura de su casa de adobe frente a los cerros de coral. Con el tiempo fue el único maquinista que subía y bajaba de la mina, y a medida que el material fue escaseando en la montaña, los viajes se espaciaron y quedó él solo a cargo de aquella formación de vagoncitos negros que subía el cerro colgando sobre las nubes hasta los socavones de la mina. Cuando la explotación terminó y el ramal cerró, Andreas quedó al cuidado de las instalaciones y de la última locomotora que la compañía había dejado allí y que ya no servía para ninguna otra cosa. La pequeña estación de El Salmo y su trencito minero fueron olvidados en las oficinas de la compañía de ferrocarril, pero no en las noches de fiebre de Andreas, que seguía subiendo y bajando de la montaña para que el material no se acumulase en su memoria. Contaba la gente de El Salmo que un día, cuando la negra murió y ya hacía mucho tiempo que el hijo se había ido sin dejar rastros, Andreas salió temprano en la madrugada, subió al tren, puso en marcha la vieja locomotora y partió hacia las nubes con su formación de vagoncitos negros. Nunca volvió ni se supo más nada de aquella locomotora y sus vagones. Los viejos mineros aseguraban que se había perdido en las entrañas del cerro; la gente del valle, en cambio, creía que había saltado con su tren hacia el cielo desde lo más alto del precipicio. Lo cierto es que el tren no apareció jamás. Muchos años después, un primo de José viajó a Salta y fue hasta El Salmo siguiendo el rastro de la historia. Recorrió a lomo de mula las vías muertas hasta los socavones abandonados de la mina sin encontrar señales de la locomotora ni de los vagones de mineral. Al volver a Buenos Aires, siguió la búsqueda en un galpón de la estación Retiro, donde se apilaban miles de archivos con la historia de los trenes en Argentina, buscó y rebuscó durante días entre biblioratos y pilas de papel amarillo. Lo único que encontró fue un asiento en un viejo libro de inventario en el que aquella locomotora de trocha angosta y sus veintitrés vagones figuraban como material obsoleto e inútil para cualquier servicio, por lo que jamás habían sido retirados de la estación de El Salmo.

Todas estas historias circulaban en la familia de José como un vino dulce listo para convidar; él, por otra parte, era un gran contador de cuentos siempre dispuesto a empezar un nuevo relato si había alguien que quisiera escuchar.

El tercer hijo de Marta y José nació a la una de la mañana del 29 de febrero de mil novecientos setenta y seis y la llamaron Ana Luz: venía con la misión de iluminar los tiempos que llegaban. Mientras la oscuridad avanzaba como un huracán sobre el país con presagios de muertos y tierra arrasada, ella crecía de a pasitos cortos cumpliendo un año cada cuatro. Era la niña más hermosa de la cuadra y del barrio y, si se hubiese podido comprobar, se diría que de la ciudad y del mundo. Su belleza ocupaba completamente el espacio que había a su alrededor, la luz giraba sobre ella y dejaba en la sombra todo lo demás. Los enamorados llegarían demasiado pronto, su primer cumpleaños bisiesto fue un acontecimiento de varones apilados alrededor de la torta para soplar las velitas de sus ojos imposibles. Con el pasar de los años, el amor fue rodeándola con pasiones desmesuradas que llegaron a ser leyenda. Sus ojos, en cambio, guardaron para siempre el secreto triste de su fosforescencia de luna nueva.

Con el brillo de Ana Luz y su belleza desmedida, se cerraron para siempre los nacimientos en la familia de José González.

Diario

El canillita era la única persona que llegaba a la oficina antes que el Doctor. Todas las madrugadas caminaba hasta la fábrica las dos calles de tierra desde el puesto de diarios que tenía en la esquina de la avenida, para que el Doctor tuviera el diario sobre el escritorio al llegar. El diario oficial de la fábrica era Clarín, aunque en épocas de abundancia o de censura solía ocurrir que el Doctor pidiera que le trajeran también La Nación. El Doctor leía el diario durante el tiempo que le llevaba tomar el café cortado que se preparaba al llegar con la noche demorada en invierno, o con las primeras luces de calor en verano, y cuando terminaba de hojear las secciones política y económica, recortaba algún aviso de remate de maquinarias que pudieran interesarle para la fábrica y dejaba el resto junto con la taza de café vacía a un costado de la pila de papeles que abarrotaban su escritorio. Y se ponía a trabajar.

A partir de ese momento, del otro lado de la puerta del despacho del Doctor, comenzaba una larga e intrincada ceremonia que se repetía casi sin variaciones todos los días de la semana. Ferrari, José y el Gordo Millán, que llegaban a la fábrica más o menos a la misma hora, se turnaban para pasar frente a las puertas cerradas del despacho del Doctor con aire distraído y actitud concentrada. Entraban y salían de sus oficinas con andar rápido y la vista al frente, atentos a cualquier movimiento de la puerta doble. Se cruzaban en el pasillo, se saludaban con un movimiento de cabeza, con una sonrisa corta, y seguían su camino. Ninguno se atrevía a interrumpir la mañana del Doctor. Y el Doctor podía pasarse hasta el mediodía enfrascado en sus papeles y sus cálculos con el diario abandonado sobre el escritorio. La coreografía terminaba cuando Ferrari, frío, metódico, calculador, ponía en práctica ese sexto sentido que había desarrollado para las cosas verdaderamente importantes y se detenía frente a la oficina del Doctor un instante antes de que este por fin abriera la puerta y saliera dejando el diario a su disposición. Ferrari volvía muy despacio a su oficina con el diario doblado bajo el brazo y una sonrisa satisfecha que lo invadía por completo y que no trataba de disimular. El Doctor no parecía notar esta coincidencia de todos los días.

Ferrari leía el diario con minuciosidad, recorriendo en detalle y sin apuro cada una de las secciones, pero lo que le llevaba más tiempo y concentración eran, sin duda, los clasificados, todos los clasificados. Los leía con fruición de coleccionista y, con un criterio completamente inescrutable para cualquier mente menos organizada que la suya, recortaba de manera prolija algunos y los pegaba con una gotita de Plasticola en una carpeta de ganchos con hojas Rivadavia rayadas. Una vez que terminaba la pegatina, guardaba la carpeta bajo llave en el primer cajón del escritorio y se quedaba un rato repasando, ahora más tranquilo, los comentarios de la sección deportiva. Después de controlar el pronóstico meteorológico, dejaba abruptamente de leer y tiraba el diario sobre un sillón de cuerina marrón que había frente a su escritorio.

José, entre tanto, perdía gran parte de su productividad matutina atento al momento en que Ferrari completaba el collage de papelitos y pasaba al suplemento deportivo, porque durante ese lapso de lectura distendida que seguía se le escapaba sin excepción el instante fugaz que había entre que Ferrari lanzaba el diario, por arriba del escritorio, y el enorme cuerpo del Gordo Millán se materializaba con la habilidad de un mago en la puerta de su despacho. José, todavía sentado en su oficina, los escuchaba saludarse ceremoniosos y en voz bien alta, sorprendidos de no haberse cruzado durante toda la mañana y agregando, como al pasar, algún comentario sobre la marcha de la fábrica. El Gordo Millán se despedía agradecido, salía muy lentamente y se detenía un instante frente a la oficina de José, con el diario abierto de par en par entre sus grandes manos de mamut, a hojear los titulares y la página de los chistes antes de seguir caminando victorioso hacia su oficina.

El voluminoso jefe de personal era pastor evangelista diplomado y fanático de las noticias policiales. Conocía hasta el último detalle de cualquier robo o asesinato que estuviera haciendo ruido en las noticias y especulaba con autoridad de detective profesional sobre el desarrollo y desenlace de cada caso. Guardaba en su memoria los detalles morbosos y espeluznantes de aquellas historias desgraciadas, reservándolos para la difícil tarea de ilustrar con propiedad los sermones bíblicos que impartía cada viernes frente a su espantada congregación. Una vez que había tomado nota nuevamente de la crueldad intrínseca de este mundo de pecado, se dedicaba sin apuro a la sección de deportes, leyendo solo lo relativo al fútbol.

Al mediodía, de no mediar un llamado del Doctor o alguna de las urgencias habituales de la empresa, José por fin se juntaba con el diario. Entraba en la oficina vacía de Millán, que acababa de salir a grandes pasos hacia la planta, y buscaba las hojas que quedaban como sábanas despatarradas entre las pilas de fichas y biblioratos que había por todos lados. Sin embargo, a veces el Gordo salía distraído con el diario en la mano y José tenía que dejar lo que estaba haciendo y correr cien o doscientos metros para atajarlo antes de que se perdiera entre los galpones polvorientos. Pero una vez que tenía el diario en su poder, una vez que el diario era por fin suyo, José se olvidaba de todo, se preparaba un mate, ordenaba las secciones mutiladas en su disposición original, planchaba un poco las hojas con la mano y se disponía en cuerpo y alma para la lectura. La magia de aquel momento delicioso solo podía verse interrumpida si Duna pasaba desesperado hacia al baño y, con un inapelable “¡ya te lo traigo!”, se lo arrancaba de un tirón de las manos y se lo devolvía media hora más tarde hecho un bollo y sin la sección de espectáculos.

“¡Qué asquerosidad! ¡Está todo mojado!”

“¡Fue sin querer, che! ¡Se cayeron unas hojas al levantarme!”

José amaba los obituarios. Era una pasión que había construido durante los interminables viajes en tren de las primeras épocas con Duna. Para evitar dormirse, acunado por el paisaje en reversa que pasaba mil veces repetido por las ventanillas sucias del vagón, leía todos los días aquella crónica del más allá con su índice de muertos recientes y homenajes póstumos, más interesado en los errores de la redacción estereotipada de los avisos que en enterarse de los nombres que formaban parte de aquella triste lista. Lo que nunca pudo determinar con claridad era la clase de sentimiento, mezcla equilibrada de angustia, desasosiego, ecuanimidad y alivio que lo invadía cuando por fin encontraba un nombre conocido. La otra sección que le gustaba leer era la deportiva que, por otra parte, era la única que llegaba a sus manos manoseada, pero intacta.

A la una y media en punto, minutos después de que Mirta, la cocinera y levantadora oficial de quiniela de la fábrica, llamara al segundo turno de almuerzo, aparecía por las oficinas vacías el jefe de laboratorio balanceando el cuerpo como si recién se hubiera bajado del caballo después de cruzar a campo traviesa la Pampa Húmeda. Agarraba el diario donde lo hubieran dejado y atravesaba el largo sendero entre pinos y flores rojas que llevaba hasta el comedor, hojeando sin apuro las principales noticias del día al ritmo lento de sus grandes pasos torcidos. Entraba al comedor con el diario abierto, no saludaba a nadie ni levantaba la vista, daba una vuelta por detrás de la mesa y apoyaba el diario sobre una silla donde permanecía en un discreto segundo plano hasta la llegada del postre. Acostumbraba terminar de leerlo mientras tomaba un café cargado y comía alguna fruta; recién entonces abría la sección de deportes y se aislaba de la tertulia de sobremesa como si estuviera todavía cabalgando en una llanura repleta de pastos y vacas lejanas. A veces el comedor quedaba vacío y él seguía aún un largo rato enfrascado en los goles, los ascensos, los descensos, los cambios de técnico y las opiniones varias que llenaban aquella sección intocable. Una vez terminada su siesta de información deportiva, dejaba el diario sobre la mesa junto a los vasos vacíos, las cáscaras de mandarina o los restos de algún postre inspirado que hubiera preparado Mirta y salía desperezándose rumbo al laboratorio.

Para funcionar, la fábrica necesitaba que algunas cosas circularan aceitadamente en su interior: gas en las calderas y los secaderos, agua en las bombas y cañerías, electricidad en los cables, aire en los compresores. Y el diario pasando de mano en mano. Por todas las manos. Alguna vez lo dejaron de comprar por falta de presupuesto; remedio de papel para epidemias de acero: ni diario ni gaseosas. “Si no se pueden pagar las quincenas, menos se pueden comprar boludeces.” Pero la malaria podía admitir cualquier sacrificio menos la falta del diario. El diario de la fábrica era una posta democrática en la que cada cual tomaba una parte y soportaba sin chistar lo que hubieran tomado los demás, una savia de palabras que recorría la fábrica repartiendo primicias, noticias viejas, sorpresas y temas de conversación y, por sobre todas las cosas, era uno solo y el mismo para todos, empezando por el propio Doctor.

Durante la tarde, el circuito se hacía más errático y horizontal: el diario recién dejaba el comedor una vez que Mirta leía de apuro, haciendo equilibrio sobre la pileta llena de trastos sucios, las curiosidades que el Clarín regaba generosamente por todas sus secciones, con preferencia en las policiales, noticias que poblaban su abigarrada imaginación con cosas increíbles que ocurrían en el mundo más allá de Berazategui: perros que salvaban niños en ríos caudalosos de la Europa Oriental, vacas que caían de los aviones y hundían pesqueros rusos desprevenidos, alemanes con increíbles capacidades sexuales, los hombres más altos del mundo y sus problemas con los cordones de los zapatos, caníbales modernos en Connecticut, la mujer de ciento cuarenta y tres años que vivía en un pueblito del sur de Francia alimentándose solo a foie gras y vino tinto, y así. Aquella lista de los milagros acompañaba a la cocinera en sus recorridas clandestinas levantando quiniela por los callejones rojos, y se desparramaba junto con el ferrite por los corazones de los obreros más antiguos y de algunos jóvenes fogosos que, aseguraba el decir popular de máquinas y vapores, ella recibía alegre en sus abultados cuarenta y tantos años con pasión abrasadora y devoción maternal.