Asulunala - Daniel Escolar - E-Book

Asulunala E-Book

Daniel Escolar

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Beschreibung

Es agosto de 1975 y un grupo de chicos cursa el séptimo grado de la escuela primaria. El último año, la bisagra. Uno de ellos, Alejandro, empieza a entender que lo que se posterga no se hace: hablarle a la chica que le gusta; confesar una verdad inconfesable; desafiar a la autoridad; revolucionar un estado de cosas. En esa escuela están el Chino, Julián, Fuks y Feimann, y también están el Gordo, Angelici, Fatorusso, Chivas y muchos otros. Hay unos pocos maestros admirados, como Quiroga y Ferrando, y hay vigilantes y alcahuetes que trabajan para Adelaida. En Asulunala, Daniel Escolar describe con admirable destreza los posibles modos en que esas relaciones se tiñen de lo que sucede fuera de esta institución en la que todas las mañanas hay niños que forman fila, intercambian figuritas y le cantan a la bandera del color del cielo, del color del mar.

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Daniel Escolar

Asulunala

Escolar, Daniel

Asulunala / Daniel Escolar. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2017.

Libro digital, EPUB - (Ficcionaria)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-527-7

1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.

CDD A863

Diseño y foto de tapa: Juan Pablo Cambariere

©Libros del Zorzal, 2017

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de este libro, escríbanos a: <[email protected]>.

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>.

Índice

Agosto de 1975

Martes

Uno | 7

Dos | 13

Tres | 19

Cuatro | 24

Cinco | 28

Seis | 32

Siete | 37

Ocho | 43

Nueve | 47

Diez | 52

Miércoles

Once | 56

Doce | 61

Trece | 65

Catorce | 70

Quince | 76

Dieciséis | 79

Diecisiete | 82

Dieciocho | 86

Diecinueve | 91

Veinte | 96

Jueves

Veintiuno | 100

Veintidós | 103

Veintitrés | 108

Veinticuatro | 111

Veinticinco | 114

Veintiséis | 118

Veintisiete | 121

Veintiocho | 124

Veintinueve | 129

Treinta | 132

Treinta y uno | 135

Lunes

Treinta y dos | 141

Agosto de 1975

Martes

Uno

–¡Asesinos! ¡Eso es lo que son!

Adelaida va y viene frente a la fila. Los chicos están contra la pared, tienen los abrigos puestos, las valijas en la mano. Adelaida se para delante de cada uno, los mira de cerca, los estudia, es como si no se decidiera a cuál elegir. Por la puerta de calle entran más chicos a borbotones, una correntada de guardapolvos blancos. Algunos pasan rápido; otros, muy despacio; todos miran la fila, bajan la vista, siguen de largo hacia el patio. Adelaida está ahora parada frente a Alejandro y grita, y al gritar, una lluvia de gotitas de saliva brilla en el contraluz del tubo de neón.

–¡¿Quién fue el que le tiró al auto?!

El director está un poco más atrás. Es un perfil opaco contra la pared. El papá de Feimann dice que es un facho, que la tiene a Adelaida para que haga el trabajo sucio por él, dice que es mucho más jodido que ella. A Alejandro no le parece tan malo, siempre les habla bien, no los reta, casi no se lo ve.

De Luca aparece en la puerta con la campera de flecos y la valija de cuero grande y vieja. Mira la fila, la mira a Adelaida, no entra. Adelaida parece olfatearlo, se da vuelta, da unos pasos rápidos hasta la puerta, lo agarra del guardapolvo, le da un sopapo. De Luca trata de taparse la cara; Adelaida le saca la mano, lo golpea otra vez.

–¡Van a ver lo que les va a pasar cuando llegue la policía! –Adelaida mira la fila sin soltarlo–. ¡Se los van a llevar presos! ¡Van a venir con un camión y se los van a llevar a todos presos! ¡Andá para allá! –le dice, y lo tira contra la pared.

De Luca saca un pañuelo arrugado del bolsillo de la campera, se suena los mocos, lo vuelve a guardar, se seca las lágrimas con la manga. Es un chico muy flaco, tiene el pelo negro y lacio con flequillo, siempre llora mucho.

Alejandro no sabe de qué auto habla Adelaida. Dice Feimann que era un Buggy, que el que manejaba era el hijo de Rucci. Lo dice por lo bajo. Se lo escuchó decir a alguien.

Mezclados con otros chicos, entran Lalo y Fuks; Adelaida los separa, los empuja hacia la fila.

–¿Saben a quién le pegaron? –Adelaida mira al director, a los chicos en la fila–. ¡¿Saben quién es el que está en el hospital peleando por salvar su ojo?!

Los chicos levantan la vista. Adelaida se queda unos segundos mirándolos. De pronto se da vuelta otra vez como si hubiera olido algo. El Gordo Ramírez está parado en la puerta contando figuritas. Adelaida da dos pasos que son como saltos.

–¡Degenerado! ¡Vos tenés que haber sido! –grita–. ¡Deberías estar en un reformatorio!

El Gordo es grande, mucho más grande que los demás. Tiene marcas de viruela en la cara, el pelo revuelto. Lleva el guardapolvo sucio y desabrochado. Entra despacio, pasa junto a Adelaida sin mirarla, se para en la punta de la fila con el mazo de figuritas en la mano.

Adelaida les pega siempre a los mismos, a algunos más que a otros. A Alejandro y a sus amigos no les pega nunca, ni siquiera a Julián, y a Julián sí que lo odia, es al que más odia de todos. Al Gordo Ramírez siempre le dice que le va a pegar, pero tampoco le pega. ¿Cuándo va a llegar Ferrando? Siempre llega tarde. De todos modos, Adelaida no le tiene miedo. Ni siquiera le habla. A Quiroga sí le tenía miedo. Si Quiroga estuviera en la escuela, Adelaida no se animaría a pegarle a nadie. Era al único maestro al que Adelaida le tenía miedo. Ojalá que Ferrando llegue pronto y se los lleve al aula.

–¡Otro que tendría que estar en un reformatorio! –dice Adelaida, y va otra vez hacia la puerta.

Afuera, justo en medio del marco de la puerta, está el Chino. Tiene el pelo largo muy negro, no usa abrigo, su guardapolvo parece más blanco que los de los demás. La maestra de segundo grado, que está parada en medio del pasillo, lo mira, la mira a Adelaida y hace que sí con la cabeza. Adelaida sale a la vereda, agarra al Chino de la solapa del guardapolvo y lo mete a los empujones. Ni bien cruzan la puerta, se da vuelta y le da dos cachetadas. El Chino no pone las manos, no trata de evitar los golpes. Tampoco llora.

–¡Entrá, porquería! –lo empuja hacia adelante.

El Chino entra despacio, sin mirar a nadie, y se pone en la fila. La maestra de segundo deja de decir que sí con la cabeza, suspira largo y profundo y sale al patio.

–¡Todavía hay que averiguar con qué le tiraron! –dice Adelaida–. ¡Tiene que haber sido una piedra, o algo peor! ¡Esta escuela está llena de delincuentes! –se da vuelta, mira al director–. Pero usted no se preocupe: ¡yo los voy a agarrar!

–Yo no vi ningún Buggy ni a ningún hijo de Rucci –dice Fuks por lo bajo.

Alejandro está harto de las gomitas. Ya dijo que él no juega más. Es siempre lo mismo: uno empieza y los otros se prenden, y si se prende el Gordo, él ya no puede hacer nada. Eso fue lo que pasó: salieron de la escuela y antes de llegar a la esquina era una batalla campal. Le tiraban a todo lo que se movía, especialmente a los autos. Él y Feimann se fueron enseguida. Fuks y Lalo se quedaron. A Alejandro no le gusta cuando sus amigos no le hacen caso. Son unos pendejos. Feimann está de acuerdo.

Suena el timbre de la formación. Se apagan las voces del patio. La portera intenta cerrar la puerta de entrada, tira de la manija pero algo se interpone: es Julián, siempre llega tarde. Julián entra como un ratón por un agujero. No se apura, no mira a nadie, va arreglándose la mochila enorme que usa desde que se fue el papá, una mochila verde de campamento medio rota.

–¡Pero miren quién llegó! –dice Adelaida cuando lo ve–. ¡Por fin! –abre los brazos como si hubiera estado esperándolo toda la mañana, como si le causara una gran alegría verlo.

Julián la mira desde abajo, no parece sorprendido ni asustado. Adelaida lo agarra de la mochila, lo levanta en el aire y lo tira lejos de los demás. Después da dos pasos para atrás y lo mira triunfal. Julián se estira el guardapolvo, apoya un pie contra la pared y empieza a acomodarse otra vez la mochila. Adelaida sale disparada hacia adelante como si hubiera recibido una descarga eléctrica:

–¡Dejá de hacer eso, mocoso insolente! –Adelaida tiene la mano levantada, los ojos brillantes, los pelos parados.

Julián tiene un brazo libre; el otro todavía está enganchado en uno de los pasadores.

–No puedo –dice–, se me cae.

–¿No puedo? ¡¿No puedo?! ¡Yo te voy a enseñar a poder, malcriado de porquería!

El sopapo suena seco y limpio. Es como si todos los sonidos de la escuela se apagaran de golpe para dejarlo sonar. El eco se aleja por los pasillos, los patios, las aulas. Es la primera vez que Adelaida le pega a Julián. Es la primera vez que Adelaida le pega a cualquiera de los amigos de Alejandro. Adelaida da unos pasos para atrás. Parece más sorprendida que nadie de lo que acaba de ocurrir. Da la impresión de que no supiera qué hacer. El director carraspea; el Gordo Ramírez levanta la vista de las figuritas; Julián vuelve a arreglarse la mochila.

–Si dicen quién fue –dice Adelaida en voz mucho más baja, como si de pronto le quedara poco aire para hablar–, si dejan de mentir y dicen la verdad, a lo mejor se salvan –se seca la transpiración con la manga del guardapolvo–. Mientras tanto, van a quedarse acá parados. No se van a mover hasta que alguno hable –los mira un instante más con los ojos vidriosos, se da vuelta y se va hacia las sombras donde está el director.

Una fanfarria finita y llena de fritura llega desde el patio: Tan, tararán. Tan, tararán. Todos cantan bajito, como para adentro: Altá en el cieeelo, un águila guerreeera, audaz se eleeeva, en vueelo triunfal. La puerta de entrada se abre apenas y entra Ferrando. Adelaida está de espaldas hablando en voz baja con el director. Ferrando mira a los chicos, hace un gesto de pregunta; Alejandro señala a Adelaida con la cabeza, pone las manos como si tirara con una gomita. Ferrando levanta los ojos, mira el techo. Asulunáala, del color del cieeelo, asulunáala, del color del maaaar. Alejandro mira a Adelaida: a ver si ahora se anima a gritarles o a pegarles. Adelaida sigue mirando para otro lado. Todos cantan un poco más fuerte: ¡Es la baaandeeera, de la patria mííía, del sol naciiida, que me ha dado diooos! El tocadiscos se apaga antes de que la música llegue al final. Suena la campana. Estallan voces, pasos. Ya no entra más nadie. Ferrando mueve los labios: “Los veo en el aula”, dice, y se va con las manos metidas en los bolsillos del guardapolvo.

Durante un rato se escuchan las voces de los chicos en el patio, las órdenes de los maestros. Ya entraron los que izaron la bandera de afuera. El director y Adelaida se metieron en la dirección. La portera cierra del todo la puerta, pone llave. La fila se desordena, los chicos hablan entre ellos en voz baja.

–Les dije que son unos boludos.

–¿Quién le tiró al auto?

Nadie vio el Buggy ni al hijo de Rucci.

–¿Quién es Rucci?

El Gordo Ramírez y sus amigos cambian figuritas. El Gordo dice algo de un tío policía, lo dice apenas más fuerte. Todos escuchan. Una puerta se cierra a lo lejos. El silencio avanza como una niebla. De pronto suena fuerte y metálico el timbre de la puerta de entrada: no parece un sonido de la escuela. La portera aparece con pasos cortos y rápidos, gira la llave y abre apenas una rendija, como si la puerta fuera pesadísima. La maestra de cuarto entra de costado, la saluda con un beso de mejilla y pasa junto a ellos sin mirarlos. La portera vuelve a cerrar la puerta con un ruido pesado, pone la llave y se va. La escuela queda en silencio. Sólo se escucha el golpeteo de una máquina de escribir.

A Alejandro le gusta el silencio de los pasillos de la escuela durante las horas de clase, esos espacios grandes y vacíos, el ruido encerrado detrás de las puertas de las aulas. Pasan los minutos; en la fila todos hablan bajo, se mueven. El Gordo sigue cambiando figuritas. A Alejandro le duelen los pies. Tiene pie plano. Otra vez se olvidó de ponerse las plantillas.

De pronto se abre la puerta de la dirección y sale el director seguido por Adelaida. La fila se ordena rápido. Nadie habla, nadie se mueve.

–No sé si son conscientes de la gravedad de lo que ha ocurrido –dice el director con voz baja, pausada–. Las malas conductas dentro de la escuela se solucionan en la escuela. Pero afuera es distinto. Hay una denuncia por lesiones contra ustedes y puede haber una investigación policial. Por suerte el chico que manejaba el auto no perdió el ojo. ¿Se imaginan ustedes lo que pasaría si lo hubiera perdido? La señorita Adelaida va a hablar con la policía, con el juez y con la familia del afectado para pedirles clemencia. Les va a pedir que retiren la denuncia. Va a dar la cara por ustedes. Recuérdenlo. Tenemos sus nombres, los de cada uno, y no nos vamos a olvidar de que están en deuda con nosotros. Ustedes tampoco lo olviden. Ahora vayan a clase.

Dos

Hablan todos a la vez. Lalo dice que Adelaida le rompió el guardapolvo a los tirones, le muestra.

–Dijo que nos iban a meter presos.

De Luca se sopla los mocos. Feimann dice que su papá la va a denunciar:

–Nos tuvo una hora parados.

Ferrando pregunta por el accidente. Está sentado, fuma:

–¿El hijo de Rucci? ¿Un Buggy?

–Sí, un Buggy amarillo.

–No, era rojo con líneas negras.

–Si vos no estabas.

–Me lo dijo Fatorusso.

–Yo no lo vi.

–Yo tampoco.

–¿Quién es Rucci?

–Él la empezó –Fuks señala a Chivas.

–Sos un mentiroso.

–Es verdad, vos la empezás y después nos culpan a todos.

Chivas lo mira con los ojos finitos, se pasa el dedo gordo despacio por la garganta.

–Yo no le tiré a ningún auto –dice.

Ferrando interrumpe:

–¿Alguien vio el Buggy?

Todos niegan.

–Yo lo vi –dice el Gordo Ramírez sin levantar la vista de las figuritas–. Era blanco, y el tipo tenía la ropa llena de sangre. Se quedó arriba del auto con la mano en la cara. Debe haber perdido un ojo.

Suena el timbre. Alejandro tiene ganas de hacer pis pero no va a salir, prefiere no cruzarse con nadie. Menos que menos con Adelaida. Fuks y Feimann discuten sobre la tarea de Matemática; Lalo mira fijo su cuaderno. Todos están en sus bancos, repasando. Los únicos que salieron al recreo son el Gordo y sus amigos. La suplente de Matemática dijo que hoy toma la hipotenusa. Tienen en la tercera y cuarta hora. Alejandro no necesita estudiar matemática. En general no tiene que estudiar mucho de nada, menos que menos ahora que está en séptimo. Se acomoda en el asiento. No va a poder aguantarse las ganas. Si no va al baño ahora, va a tener que pedir permiso para salir en mitad de la hora y podría encontrársela a Adelaida en un pasillo vacío. Eso sería peor. Se levanta, sale rápido. El pasillo al que da la puerta del aula es únicamente para los de séptimo. El que le sigue es mucho más ancho y está lleno de puertas por las que entran y salen montones de chicos. Camina sin mirar a los costados. El aire se le resiste, es como atravesar algo viscoso: él es uno de los que Adelaida tuvo parados en el pasillo de entrada, todos lo vieron. Lo mismo que el día que se fue Quiroga: los chicos en los pasillos lo miraban igual que ahora; algo importante había pasado en su grado y nadie sabía qué. La verdad es que él y sus compañeros tampoco sabían. Ni siquiera ahora lo saben. Ese día, Quiroga llegó y les dijo que se iba de la escuela; se despidió de cada uno con un apretón de manos, salió por la puerta del aula y se fue para siempre. Tenía que hacer algo importante, dijo, pero no les dijo qué. El papá de Feimann le dijo a Feimann que Quiroga tenía problemas políticos. Alejandro mucho no le creyó. Quiroga nunca mentía. Si hubiera sido así, se los hubiera dicho. Les dijo que tenía que hacer algo importante, y ellos se imaginaron todo tipo de cosas. Lalo pensaba que se había ido al norte a salvar indios con un fusil y un machete como los de Sandokán. Fuks había escuchado algo de una enfermedad. Alejandro se lo imaginaba cruzando la Cordillera para llevar algo muy secreto a Chile. Quiroga hablaba siempre de Chile. Tenía muchos amigos chilenos. Les contaba lo que había hecho el presidente Allende. Decía que era el mejor presidente que había habido en toda la historia de América y que por eso lo habían volteado. Decía que lo habían volteado los yanquis. Alejandro estaba seguro de que Quiroga se había ido a Chile a ayudar a sus amigos. Quiroga fue el mejor maestro que tuvieron, más que Ferrando. Ferrando es un poco como Quiroga, pero a la vez es muy distinto. Los trata como si fueran sus amigos, les habla de películas, de chicas, de literatura, les lee cuentos de Cortázar, de Bradbury, le gusta la música progresiva, usa jeans, la barba cortita y arreglada, anteojos de metal finitos. Quiroga era corpulento, tenía la barba espesa y negra y era muy serio. Hablaba poco y nada, pero cuando hablaba decía muchas cosas. Además les enseñó a jugar al ping pong. Gracias a él, Alejandro se volvió fanático del ping pong. Desde que Quiroga se fue, no volvieron a jugar más. La sala de ping pong está cerrada. Es la puerta de metal que está detrás de las gradas del gimnasio. ¿Estará la mesa todavía? La maestra de cuarto sirve el desayuno. Es una mesa larga en la que hay paneras con panes y jarras de aluminio con manija de bronce llenas de mate cocido con leche. Una fila de chicos espera con el vaso en la mano. Todas las mañanas, desde hace siete años, Alejandro toma un vaso de mate cocido con leche y come un pan. No sabe bien por qué, en su casa no se come pan ni se toma mate cocido. En la escuela hace cosas distintas de las que hace en su casa, piensa cosas distintas. Pero hoy no tiene ganas. Todos lo vieron parado en la fila de la entrada, los gritos de Adelaida, los cachetazos, los chicos llorando. Camina rápido. Sigue de largo. La mañana es de vidrio.

El Gordo Ramírez está parado en la entrada del baño. En la mano tiene la misma pila de figuritas que tenía cuando llegó. Se las debe haber regalado el primo. El Gordo dice que el primo siempre le regala algo de lo que roba. Los dedos del Gordo son cortos y redondos; Alejandro no entiende cómo hace para sostener una pila tan grande de figuritas sin que se le caigan. Los amigos del Gordo juegan espejito contra la pared. El Gordo no juega nunca, se queda parado con las figuritas en la mano y cada tanto les pasa alguna para que jueguen por él. Alejandro y el Gordo no se hablan. Hacen como si no se conocieran. Con los amigos del Gordo es lo mismo. Antes jugaban todos juntos al poliladron, sus amigos y los del Gordo. Unos eran policías; otros, ladrones. Ahora hace mucho que no juegan. En uno de los mingitorios hay un chico haciendo pis, debe ser de segundo o tercero; cuando lo ve entrar a Alejandro, se levanta el pantalón y sale. Cuando era chico, a Alejandro tampoco le gustaba hacer pis en los mingitorios si había alguno más grande en el baño. Por eso se acostumbró a hacer en los inodoros con la puerta cerrada. Los inodoros están todos vacíos. Se mete en uno, cierra la puerta. A los chicos que hacen pis en los inodoros les hacen burla, les golpean la puerta, la abren. A él no. Alejandro hace pis y piensa en la mesa de ping pong. Con Quiroga se hicieron fanáticos del ping pong. Hasta el Gordo jugaba. Quiroga también jugaba. No era muy bueno, pero nadie le podía ganar. Él fue el único que una vez le ganó. Quiroga se reía, lo felicitaba.

–Felicitaciones, capo –le decía.

Los chicos aplaudían. Él hubiera preferido no ganarle. No ganarle nunca. Después de que Quiroga se fue, ya no volvieron a jugar. A nadie se le ocurrió pedir la llave de la sala de ping pong. Les pareció que era lo más normal del mundo que estuviera cerrada. Alejandro tira la cadena, sale del baño. Ya sonó el timbre. Unos pocos chicos corren para no llegar tarde a las aulas. Adelaida puede estar en cualquier parte, siempre anda de ronda cazando a los chicos que llegan tarde a las aulas. Alejandro camina rápido sin mirar hacia adelante. El pasillo es muy ancho, parece un patio cubierto. Al fondo, hacia la derecha, sale el pasillo de séptimo. Saca la cabeza y mira; no hay nadie. Su aula es la última, la que está al lado de la escalera que baja hasta la dirección y la Secretaría. La puerta está cerrada, deben estar todos adentro. Camina lo más rápido que puede, pero sin correr. Adelaida odia los chicos que corren en los pasillos. Ferrando está sentado sobre el escritorio, lo ve a través del vidrio, habla y mueve las manos (siempre mueve las manos cuando habla). Alejandro no quiere entrar transpirado y resoplando. Espera unos instantes con la mano en el picaporte. Ferrando no les dice nada si llegan un poco tarde, él también llega tarde. Es un tipo con el que se puede hablar, te hace sentir bien. Aunque a veces se pone como loco y es el más injusto de todos los maestros. Hace unos días les iba a tomar prueba y ninguno había estudiado; se pusieron todos de acuerdo y le dijeron que la suplente de Matemática había decidido tomarles lección ese mismo día. Él no tuvo problema en pasar la prueba para el día siguiente, pero de alguna manera se enteró de que le habían mentido y se puso como loco; dijo que habían defraudado su confianza, que si él los trataba como adultos, ellos tenían que actuar como adultos, y que si se comportaban como chicos, los iba a tratar como chicos. Los llevó hasta las escaleras y los hizo subir y bajar veinte veces los dos pisos. Sin parar. Estaba enojadísimo. Casi los mata de cansancio. Ferrando es el mejor maestro de la escuela, los trata como iguales, los defiende, les lee cuentos, pero a veces es el más injusto de todos. Y hoy no dijo nada de los gritos ni de los golpes de Adelaida.

Alejandro abre la puerta, entra sin hacer ruido. Ferrando está diciendo algo sobre Roca y la Conquista del Desierto; Alejandro pasa por delante, va hasta su banco, se sienta, pone las manos sobre el pupitre, mira el pizarrón, escucha de lejos. Todavía está transpirado. El sol de invierno entra por las ventanas. Se ven las copas de los árboles vacías. Sobre la terraza de enfrente asoma un cielo pálido. Esta noche le va a contar a su papá de los insultos de Adelaida y la policía. También le va a decir que a algunos chicos les pegó. Sobre todo a Julián. Quiere que el tiempo pase rápido y encontrarse con él. En la terraza hay un montón de antenas de televisión como un enjambre de bichos gigantes. Unos cables negros cruzan sobre la calle en todas direcciones. Nunca los había visto. ¿Y si un día le pega a él? Eso sí que no sabría cómo contárselo. No puede imaginárselo a su papá enojado. Cuando hay un problema, siempre está tranquilo, más tranquilo que lo normal; para él nada es grave. Su mamá es al revés, los problemas la ponen muy nerviosa. Si le contara algo así, ella vendría a la escuela y armaría un escándalo; pero su papá no, su papá se quedaría tranquilo, le diría que no se preocupe, que él se encarga. Después la haría echar a Adelaida y listo. Mira a sus amigos: cada uno está en lo suyo. Tiene razón Feimann: Adelaida a ellos no les pega porque les tiene miedo a sus papás. Al de Julián también le tiene miedo, pero ahora no está. Julián se sienta en la otra punta, desde su banco no puede verlo. Sobre la terraza hay un cable mucho más largo que los otros. Pasa muy alto, corta el cielo en dos. A cada lado del cable el cielo tiene un color distinto. Ferrando sigue hablando de Roca y la Campaña del Desierto:

–Desierto de cristianos, porque de indios estaba lleno –dice. Algunos se ríen.

Alejandro disfruta de las clases de Ferrando, le gusta verlo mover las manos. Seguro que más tarde va a ir a hablar con Adelaida y le va a decir que ni se le ocurra volver a pegarles. Sus papás y los papás de sus amigos deben saber que Adelaida les pega a otros chicos, y nunca hicieron nada. ¿Qué va a pasar ahora que le pegó a Julián? Sobre el cable largo hay un punto negro. Parece un pájaro. No se mueve. ¿Cómo hace para no caerse? La mañana es de vidrio. La clase de Ferrando también.

Tres