Mirar de lejos - Daniel Escolar - E-Book

Mirar de lejos E-Book

Daniel Escolar

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Beschreibung

Las ruinas, los sobrevivientes, los muertos. El polvo apretado entre los cerros, las cumbres del Tontal, los días, las noches, el aroma a menta, a tomillo, a tierra reseca, las piedras calientes, el sol. La puerta rota que brilla al fondo del palier, la noche en el mejor restaurante kosher de Praga, la casa del médano detrás de la obra abandonada, el transatlántico de Amarcord navegando sobre la arena, las luces de neón del telo de Parque Patricios, las luces de neón de todos y cada uno de los telos de la ciudad. Y la novela, la otra, la que estaba guardada en un cajón del escritorio y no tenía final. De manera deslumbrante, Mirar de lejos recrea los lugares, los momentos y las voces que rodean una historia personal llena de interrogantes: una novela inconclusa, existencias incompletas, memorias fragmentarias. Aquí se expresan, con gran inteligencia, las respuestas que surgen a lo largo de la intensa búsqueda de su protagonista, cuando las palabras que se han perdido resuenan y la propia vida cobra un sentido que estaba oculto u olvidado.

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Seitenzahl: 461

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Daniel Escolar

Mirar de lejos

Escolar, Daniel

Mirar de lejos / Daniel Escolar. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2016.

Libro digital, EPUB - (Ficcionaria)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-480-5

1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.

CDD A863

Diseño de tapa: Rodrigo Broner

©Libros del Zorzal, 2016

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de este libro, escríbanos a: <[email protected]>

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>

Índice

1. Madrugada | 8

2. Desayuno | 12

3. Ezequiel | 19

4. Papá presentía terremotos lejanos | 34

5. Laura | 39

6. Tontal | 45

7. Leo | 65

8. Gesell | 69

9. Leo | 81

10. Laura | 86

11. Ezequiel | 93

12. Marcelo | 108

13. Leo | 118

14. Vos | 131

15. Leo | 136

16. David | 138

17. Gesell | 141

18. Martín | 150

19. Laura | 159

20. Vos | 161

21. Sonia | 167

22. Santa Fe | 170

23. Laura | 180

24. Tontal | 182

25. Gesell | 191

26. Ezequiel | 200

27. Marcelo | 209

28. Vos | 221

29. Sebas | 225

30. Gesell | 235

31. Laura | 248

32. Sonia | 251

33. Claudia | 255

34. Gesell | 261

35. Terremoto 77 | 265

36. Laura | 275

37. Vos | 282

38. Tontal | 283

39. La puerta rota | 288

40. Leo | 292

41. Ezequiel | 302

42. Sonia | 306

43. Claudia | 312

44. Gesell | 316

45. Vos | 320

46. Adolfo | 325

47. Laura | 334

48. Marina | 336

49. Gesell | 345

50. Martín | 347

51. Martín | 351

A Lucho y Martha

Son largos los días acá arriba, interminables días de sol revientapiedras. Sol en el polvo del horizonte que desdibuja los contornos de los cerros, y el cielo y la tierra que nunca se tocan. Luz, porque primero es luz entre las brumas de polvo y luego tibieza y luego calor y enseguida calor brillante, sol revientapiedras, sol amarillo y blanco que no deja avanzar el día, y horas que son años de calor brillante, de sol por sobre todas las cosas. Porque el día es luz y piedras reventadas; acá arriba, donde no hay gente, ni animales, ni plantas, en esa hora blanca en que el polvo convive con el sol y no hay nada ni nadie sobre estas piedras resecas.

La noche es larga como las estrellas que avanzan sin moverse por el cielo. Pasan quietas de este a oeste, se prenden de a poco en el horizonte y titilan apenas, como boyas en el mar, y los ojos ciegos siguen las horas en un millón de luces inmóviles, minutos quietos de la noche; acá arriba, donde no hay gente, ni animales, ni plantas, en esa hora negra en que el polvo descansa de la luz y no hay nadie ni nada sobre estas piedras quietas.

Y entonces amanece y atardece: horas vertiginosas en las que la luz se vuelve de colores y el tiempo se mueve sobre los cerros como nubes que pasan; se encienden y se apagan los fuegos de la montaña y algo en la belleza gigante de ese minuto se parece a la vida, aunque no sea; en esa hora fugaz en que el polvo refleja el color de lo que se fue y de lo que vendrá, y para verlo no haya nada ni nadie sobre estas piedras muertas.

1. Madrugada

La almohada se hace más espumosa; el colchón, más blando; la cama se ensancha. Laura está bien lejos, tiene la cabeza en su propia almohada, mira la pared. Martín está a punto de dejarse ir, de abandonarse. Ella ya respira sin saber, él todavía no: un rayo de luz en los ojos cerrados, un resto del día que se resiste, un último segundo. Un chistido. Alguien hace señas desde la oscuridad.

Martín se despierta completamente, se pone algo encima del piyama y sale de la habitación. No hay nadie. El pasillo está oscuro. Pasa por la cocina, abre la puerta del patio y sale. La noche está helada, hay un millón de estrellas. Prende la luz del estudio y la estufa, sube la escalera. Hay papeles por todas partes, pero él no busca. Saca dos carpetas de un cajón del escritorio. Una es negra; la otra, azul. Las dos tienen ganchos. Se sienta en el piso, abre la carpeta negra, empieza a leer.

Presagios sí los hubo. No germinó el sol de madrugada tras las serranías de Pie de Palo. Nubes plomizas acortinaron la bóveda del valle con colgantes luctuosos. Al calor estival sumaron la opresión de los recintos cerrados. Las aguas no emitieron reflejos, acecharon grises las sierras, las viñas lucieron mate bajo la luz avarienta que escamoteó los colores.

Y el silencio. Esponjoso, acolchado, el cielo absorbía los sonidos, acallaba las estridencias mientras la tierra preparaba la formidable batería de sus remesones. Por las compuertas, quedito, se escurría el agua.

Y el aire. Inmóviles las ramas, miembros muertos eran las hojas. Ninguna brisa removía la atmósfera espesa. No ascendía deformando el paisaje el aire alivianado en la tierra abrasada. Junto a los caminos, como el sudor de la muerte, el aliento húmedo de las acequias.

Relampagueaban espasmos en la piel de los percherones, en silencio inquietaban el guano de los corrales con sus cascos. Apeñuscados en los rincones azotaban con las colas. Subrepticios perros husmeaban el polvo.

Desde muy temprano en sauces y álamos, casuarinas y algarrobos, habían hecho nido gorriones, palomas y tijeretas. Las cabezas hundidas, plumosos montones de carne blanqueaban los palos de los gallineros.

Los gatos habían desaparecido.

Cientos o miles de metros bajo el valle, donde anclan sus raíces las montañas, masas de rocas prontas a quebrar su equilibrio rememoraban cataclismos geológicos. Fisuras tremendas corriendo hacia cavidades abismadas en negro, bóvedas expandiéndose y dudando de sus apoyos prontas a desplomarse.

Se fue apagando la luz que apenumbraba el valle desde temprano ese 15 de enero de 1944. No había terminado aún de filtrarse hacia otros valles del Oeste cuando llegó el primer temblor: un espasmo en la piel de la tierra. Eran las nueve menos cuarto de la noche.

2. Desayuno

Sobre la mesa hay cuatro tazas grandes, platos, cubiertos, una panera vacía, leche descremada, manteca, frascos de dulce. Por la ventana entra el sol blanco de la mañana. La cocina es amplia y cuadrada, la mesa está en el centro, la ventana da a un patio lleno de plantas. Laura está parada frente a las hornallas. Tiene una cafetera en la mano, parece buscar algo. Se escucha el ruido de una puerta que se cierra, pasos. Laura deja la cafetera y apaga la hornalla en la que hay una tostadora con cuatro tostadas. De las tostadas sale un poco de humo. Las levanta con cuidado. Están negras. Las deja como están, con lo quemado para abajo. Agarra otra vez la cafetera y va hacia la mesa. Martín entra en la cocina, le da un beso en el pelo y se sienta en una de las sillas, la que está más lejos de las hornallas. Tiene puesto el piyama con un buzo encima, el pelo revuelto.

—No hay leche entera —Laura apoya la cafetera sobre la mesa, va hasta la heladera, se agacha, saca un pote, lo abre, lo cierra, lo tira al tacho de basura—. Además se acabó mi queso. Estoy re podrida de pedirle a Eli que no se lo coma. Lo hace a propósito.

—Huele a quemado —dice Martín.

Laura cierra la heladera y vuelve a las hornallas. Al pasar junto a la mesa agarra la panera.

—¿Sabés qué es lo que más me molesta? Que ella sabe que es lo único que como, y no le importa —Laura elige una de las tostadas y con un cuchillo empieza a rasparla sobre la pileta; un polvo negro cae sobre una olla llena de agua—. No le importa nada.

—Estuve toda la noche en el estudio —dice Martín. Se sirve café.

—Sí, vi que te habías levantado. Fui al baño y no estabas —Laura pone la tostada raspada en la panera y agarra otra—. Debo tener algún problema urinario, no puedo aguantar el pis. Me levanto veinte veces por noche.

Martín toma el café con la taza entre las dos manos, como si tratara de retener el calor. Laura deja la panera sobre la mesa. Martín mira las tostadas raspadas, los bordes de la panera con restos de carbón.

Laura está otra vez revisando la heladera:

—¡No puedo creer que se lo haya comido todo! —Cierra la puerta y sale de la cocina por la misma puerta que entró Martín. Se la escucha llamar varias veces. Alguien contesta. Parece la voz de un chico. Hablan. La voz de ella suena más fuerte. Vuelve a entrar en la cocina.

—Sebas va a ir al súper a comprar mi queso. Y leche entera para vos. ¿Necesitás algo más? —Martín está untando una tostada. El cuchillo se ensucia cuando unta la manteca sobre el pan quemado—. Si querés te hago otras, no me di cuenta, estaba preparando el desayuno y me puse a guardar los platos de anoche.

Martín muerde la tostada, pasa un dedo por el borde donde hay un resto de carbón.

—Te decía que me pasé la noche en el estudio.

—Sí. Te escuché —Laura va hasta la pared junto a la pileta, saca unas servilletas de papel de un servilletero, queda de espaldas a Martín.

—Estuve leyendo la novela de mi viejo —dice él después de un momento.

—¿Cuál novela?

—La única que escribió. La del terremoto.

Se escuchan pasos rápidos, entra un chico con una gorra de béisbol puesta al revés:

—¡Papi, voy solo al súper! —Se cuelga del cuello de Martín—. ¿Me prestás una para el viaje? —Agarra una tostada.

—Ponete un buzo —dice Laura—, vení que te abro.

Durante el rato que Laura tarda en volver, Martín no se mueve. El sol entra oblicuo por la ventana, hace brillar las canas sobre el pelo negro, pareciera que la luz de toda la cocina se concentrara en su cabeza. Está sentado casi de costado, inclinado hacia atrás, las piernas cruzadas, un codo apoyado en la mesa. La mano parece sostener la cabeza brillante.

—¿Me contás? —dice Laura desde la puerta.

—Vení, sentate.

—Mejor me quedo parada acá, así puedo fumar.

—No puedo contarte si vas y venís.

—No me muevo más.

—Está bien, dejá —Martín se levanta y tira la silla para atrás.

—¿Y ahora adónde vas?

—Al baño.

—¡Martín! —dice Laura, pero Martín ya salió.

Laura va hasta la ventana y deja el cigarrillo en equilibrio sobre el marco de madera. Levanta el plato y la taza de Martín y los pone en la pileta. Sirve café en otra taza, vuelve a la ventana. Está a contraluz, con la taza en la mano, el sol justo detrás. El humo sube cada vez que exhala, cada vez que gira la cabeza para lanzarlo hacia arriba y hacia afuera. Pasa un rato largo hasta que él vuelve. Ella ya terminó de fumar, lava algo en la pileta:

—¿Me vas a contar? —dice en cuanto él entra.

—¿No está tardando mucho Sebas? —Martín vuelve a sentarse y hace el gesto de buscar algo—. Levantaste mi taza —dice.

—Pensé que no tomabas más —Laura sacude la cafetera—. Casi no queda. ¿Te hago?

—¿Vos vas a tomar?

—No, yo estoy bien.

—Entonces dejá.

—Tomo otro y te acompaño —dice Laura, y va hacia la mesada, saca un frasco de vidrio con café de la alacena, llena el filtro, pone la cafetera sobre la hornalla, enciende el fuego, guarda el frasco, cierra la puerta de la alacena, se da vuelta—. ¡Ya está! —dice. Se apoya en la mesada—. Contame.

Martín hace una pausa larga, por fin dice:

—Anoche me desvelé pensando en la novela de mi viejo —Hace otra pausa antes de seguir—. De pronto, sin ninguna razón aparente, estaba recontra despierto y pensaba sin parar en la novela de mi viejo. Pero no lograba recordar nada, ni los personajes, ni la trama. Nada. Sabía que trataba sobre el terremoto, por supuesto, pero como un título, como casi todo lo que recuerdo de él; de lo que había adentro no recordaba nada. Como si nunca la hubiera leído.

Laura sigue apoyada en la mesada. Da la impresión de que quiere mirar hacia las hornallas, ver si pasa el agua de la cafetera:

—¿Entonces?

Martín mira a Laura a los ojos:

—Me levanté y fui al estudio. No sabía dónde estaba, ni si quiera sabía si la tenía yo —Respira hondo antes de seguir—. Pero no tuve que buscarla. Fue como si mi viejo la sacara del cajón del escritorio y me la pusiera en la mano; como cuando era chico y me daba los libros que tenía que leer.

Un timbre corta el aire.

—Sebas —dice Laura—. Le abro y vuelvo. No te vayas.

Antes de salir, apaga la hornalla. Martín se acomoda en la silla, apoya los codos en la mesa, la cabeza sobre las manos, mira la puerta por la que acaba de salir Laura. Se escuchan voces, es una charla en otra parte de la casa, tal vez en la calle. El tiempo pasa despacio.

Cuando Laura vuelve, Martín acaba de levantarse y va camino hacia la puerta que da al patio.

—¿Adónde vas? Terminá de contarme —Laura saca la cafetera de la hornalla.

—Ya terminé —dice él, y abre la puerta.

—¡Es que justo me agarró la mina de al lado y no sabía cómo sacármela de encima!

—Está bien, no importa.

—¡Sí que importa! Fue un minuto nada más. ¿Qué querés que haga?

—Nada, Laura, no quiero que hagas nada.

—No sé qué hice mal esta vez.

—Nada, pero no tengo más ganas de hablar.

Martín sale y cierra la puerta bien despacio detrás de sí. Laura se da vuelta, todavía tiene la cafetera en la mano, duda un momento, después va hasta la pileta y tira el café.

Un temblor suave como un estremecimiento cutáneo en la piel de la tierra. Muchos no lo advierten, como no habían advertido los presagios, como no habían advertido la tensión. Como hasta último momento habían seguido preocupados por las perspectivas de esa tarde de sábado en medio del verano sanjuanino. Otros lo advierten y se alarman: siempre tropieza el corazón en los temblores.

Con un trueno aullando en la tierra hueca llega el golpe, la sacudida, la convulsión. Como un tren expreso frenando de súbito. Crujen hasta las cuadernas del mundo. Todo se derrumba a muchos cientos o miles de metros bajo el valle. Desplomándose las bóvedas de piedra ruedan en avalanchas hacia otros abismos y los mantos de roca se fisuran para separar, oscilar raspando sus bordes quebrados, chocar entre sí y destrozarse mutuamente.

Vibra, se agita, tiembla la ciudad. En desbandada huyen los sanjuaninos. Las cajitas de arcilla comienzan a desgranarse, a caer sobre sí mismas, sobre las calles, sobre ellos.

3. Ezequiel

—Soup is cold.

—Sorry, sir. Soup is always served this way.

—It’s all right. But, can you please heat it for me? I like it hot.

—Te la va a escupir; se la va a llevar ahí atrás, le va a dar una recalentada en el microondas y antes de traerla la va a escupir.

—¿Por qué? La sopa debe servirse bien caliente.

—El borsch puede ser frío o caliente.

—Y tiene que ser dulce o salado, y tomarse antes o después del plato principal. ¡Déjese de joder, Alejandra! Esas son aburridas discusiones de frontera entre rusos y polacos que no vamos a resolver aquí, pero ese beet juice mal mezclado que me trajeron pretendía ser un borsch caliente. Y estaba apenas tibio —Ezequiel se tira para atrás en el asiento, la espalda recta, las manos sobre la mesa—. De todos modos, me preocupa más la posibilidad de tomar una sopa mal servida que una condimentada con la saliva del mozo, que espero que sea judío así por lo menos respetamos el kashrut.

Afuera resplandece el frío de una noche temprana, la puerta de metal se cierra sobre el salón más largo que ancho. “Algo desproporcionado”, observó al entrar Ezequiel con cierto desencanto, y eligió una mesa contra la pared tapizada en seda con motivos búlgaros. La única ventana junto a la entrada está cubierta con una cortina; adentro la noche se acomoda alrededor de unas velas cortas y gruesas que iluminan apenas la conversación.

—El vino, en cambio, no está nada mal, tomando en cuenta lo incipiente de la vitivinicultura kosher. Propongo un brindis por este encuentro tan especial y tan lejos de casa. ¡Prosit! —dice Ezequiel.

—¡A los ojos, hay que mirarse a los ojos! —avisa Laura buscando los ojos de Martín.

—¡Estos argentinos y sus rituales! La reinterpretación de la liturgia según la guía Peuser. ¿Así se llamaba? Cuando fui a Buenos Aires por primera vez, tu padre me dio una de esas guías para que me moviera solo por la ciudad. Me acuerdo de que para ir de un lado a otro había que armar un rompecabezas con las líneas de colectivos. Tomabas uno, bajabas, caminabas un par de calles, tomabas otro, y así. Pero además las calles no tenían indicado el nombre, ¿puedes creerlo? Con suerte encontrabas un cartelito contra la pared de la casa de la esquina —si mal no recuerdo eran azules—, pero generalmente debías adivinar en dónde estabas, o preguntar. Yo preguntaba, claro, mi lado femenino siempre me ha ayudado a preguntar.

—Eran azules con letras blancas, y había muy pocos —dice Laura.

—Lo harían a propósito, ese arte tan propiamente argentino de dificultar lo sencillo.

—¡Dejate de joder! Parecés uno de esos chilenos resentidos con nuestro genio y envidiosos del éxito y la fortuna que supimos conseguir.

—El resentimiento no reconoce clases, querida Laura, ni caballeros, ni rotos. Es lo único auténticamente democrático que hemos sabido cultivar en ese esbelto país que os acecha del otro lado de la Cordillera. Ese noble sentimiento se da muy bien en los países que han sido privados de su correspondiente “espacio vital” (parafraseando al Gran Hombre). Imagínate tú un país tan largo y tan fino (como este restaurante, por ejemplo) en el que sólo puedes ir de arriba hacia abajo o de abajo hacia arriba pero nunca hacia los costados, nunca sin encontrarte con grandes cantidades de agua o de piedra; no te extrañes de que en un país así o, por el caso, en un restaurante como este te traigan el borsch frío, y que te lo hagan a propósito sólo porque a ti te gusta bien caliente. En Chile cultivamos el resentimiento con dedicación y esmero, con amor auténtico, y tú sabes que, al fin y al cabo, a nadie queremos tanto como a los argentinos, aunque no se nos note.

—El lado oscuro del corazón.

—El más interesante, querida.

Martín mira cada tanto hacia la puerta, está sentado en diagonal a Ezequiel, que con su corpachón tapa la ventana y le deja libre sólo el ángulo para ver la puerta de metal. Su mirada parece buscar la calle más allá de las cortinas, pero es sólo un gesto distraído mientras acomoda el pastrón sobre el pan de gluten y pincha con dificultad un pepino agridulce.

—Ahí tienes —continúa Ezequiel—, el corazón chileno es más oscuro que el argentino, y más denso. El de ustedes está lleno de claridades, de luces cegadoras, todo muy confuso, todo a la vista, y por supuesto: te hace imposible ver nada. El nuestro, en cambio, es más oscuro y reservado; pero al tanto conoces su oscuridad, le amas o le temes, y en todo caso sabes con quién tratas. El argentino no te deja pensar, es pura seducción, te confunde, te engaña.

Alejandra hace un gesto mirando la cocina.

—Vuelve la sopa —dice.

El mozo gira ceremonioso por detrás de Ezequiel y apoya con cuidado un plato blanco y hondo lleno hasta la mitad con un líquido color borravino, espeso y apenas humeante.

—Waiter! I’m sorry, but the soup is still cold.

El mozo, que luego de esperar un largo momento el veredicto había empezado a caminar hacia la cocina, vuelve sobre sus pasos lentamente y se lleva el plato sin decir una palabra.

—Esto va a terminar mal —dice Laura.

—¿Por qué? Se supone que estamos en un restaurante kosher de muy alto nivel, el mejor de Praga, highly recommended, no pueden traer a la mesa una sopa fría.

—No hablo del restaurante, sino de los mozos.

Ezequiel vuelve a acomodarse contra el respaldo, mira a Martín con una sonrisa satisfecha:

—En lo de tu abuelo sí que servían el borsch maravillosamente. Tu bobe tenía una cocinera excelente. Cuando paraba en su casa me alimentaban como si fuera un pavo: pastelitos de queso con crema, torta de panqueques, empanadas, carbonada, barenikes, gefilte fish, pollo, carne al horno (siempre había un pollo o una carne al horno esperando al final de los almuerzos y las cenas), toneladas de comida judeoargentina, ecléctica y sustanciosa. Tus abuelos eran gente extraordinaria, en su casa yo me sentía como en la mía, mejor que en la mía. Era mi lugar en San Juan, tenía mi cuarto, mi rutina, y además estaban mis primos. Tu papá era muy grande para mí y ya vivía en Buenos Aires, pero tu tía Olga me llevaba apenas cinco años y éramos bastante amigos.

Hay pocas mesas ocupadas, la calefacción y el vapor de la comida no logran ocultar el frío de la noche más allá de la ventana, más bien lo resaltan. El silencio de los mozos, la música suave, la desproporción del salón, la media luz sobre las paredes algo vacías, los manteles rojos y amarillos como islas, la escasa gente reunida alrededor de la luz de las velas, todo indica que afuera es una noche helada.

—No me esperaba un lugar así, parece uno de esos salones de los hoteles de provincia en los que sirven el desayuno en una mesa larga llena de pancitos, jamón cocido y dulces regionales —dice Laura.

—Con cafetera de plástico y cuadros con paisajes —dice Martín.

—Me imagino que te refieres a los hoteles de las provincias argentinas rebosantes de soja y maíz; allí no podría ser de otra forma, pero aquí es de lo más inexplicable. Figúrate que llegas caminando por callejuelas de nieve arremolinada entre palacios y cielos sombríos; el barrio judío con sus meandros, sus recuerdos herméticos; montañas de catástrofes acumuladas por generaciones entre las piedras de los muros y las aceras; sonidos apagados; desde algún fuego oculto llega el perfume de manjares más viejos que la misma ciudad; tras la ventana velada intuyes el sabor de la receta original; profano entre los profanos abres, no sin cierta culpa, claro, la puerta de entrada que te llevará al meollo del misterio, a los orígenes del asunto, al Banquete original, ¿y qué te encuentras?: la sonrisa amable de un golem vestido de mozo que te hace pasar al lobby desodorizado de un flamante hotel Nogaró de Praga, y ni bien te sientas a la mesa, se acerca ceremonioso y te sirve dos veces una sopa de remolacha fría.

—Supongo que cuando mi viejo estuvo por acá, en el sesenta y tres, los misterios todavía estaban donde tenían que estar —dice Martín.

—¡Pues claro! La realpolitik stalinista custodiaba celosamente el orden ancestral de las cosas. El socialismo jamás se molestó por los detalles; las piedras no supieron tanto de la revolución como del turismo masivo occidental. ¡Disfrutemos juntos esta Praga Disneyland liberada que nos recibe generosa con su arquitectura renovada y sus borsch tibios! —Levanta la copa invitando a los demás.

—Hablando de Roma —dice Alejandra.

El mozo gira otra vez por detrás de Ezequiel —que apenas aparta sus manos para dejar lugar— y apoya con una mano enguantada el plato de sopa humeante sobre el mantel rojo y amarillo. Sin abandonar la conversación, y luego de demorarse un momento para dar su veredicto, Ezequiel aprueba con un gesto complacido y, mientras el mozo se retira, continúa:

—En la Praga que conoció tu padre en aquellos tiempos de guerra fría, los misterios aún se escondían de sus enemigos seculares, los nuevos y los viejos, porque, Martincito querido, siempre hubo que esconderse. El misterio, como nosotros, siempre vivió escondido, ¡pero había escondites disponibles! Ahora la historia es distinta: han llegado todos estos rotos con sus cámaras de video y sus megapíxeles, sus dólares devaluados y sus euros fuertes; se han juntado con los rotos locales (rotos hay en todas partes) y han formado ejércitos cuya mayor habilidad es destruir misterios: hacer que los escondites ancestrales ya no parezcan necesarios o, lo que es peor aún, que tengan un buen valor turístico. Entonces no te extrañes de que se vuelva necesario pedir varias veces que te calienten la sopa en el mejor restaurante de la ciudad. Como te dije: rotos hay en todas partes, a veces disfrazados de mozos finos. ¡Y este borsch está muy bien!

—El exquisito sabor de la saliva checa.

—¡Martín! ¡No seas chancho!

—Hace años, durante un congreso de filosofía en Londres tuve ocasión de probarla y te diré que tenía un gustito dulzón muy agradable.

—¡Ezequiel! No diga asquerosidades.

—Ninguna asquerosidad, querida mía. Aquella saliva me fue obsequiada generosamente por una estudiante de veintidós o veintitrés años, original de Ostrava (no recuerdo su nombre), rubia, alegre y muy bien formada, que me hizo compañía durante las largas noches invernales londinenses. Y puedo asegurarle que su sabor hubiera combinado a la perfección con el de esta sopa que ahora humea en mi plato.

—Ya está bien, Ezequiel, basta.

—Bueno, si ahora se me va a poner fina la Alejandra.

—¡Es que al final usted es el roto más roto de todos los rotos, po!

—Un roto jamás distinguiría el sabor de la saliva checa del de otra cualquiera, mi querida señora de Concha y Toro.

—¿Y si cambiamos de tema y pedimos otra botella del red kosher? —interviene Martín siempre atento a la puerta.

—¡Camarero, más vino por favor! Voy a probar en español, a ver si despierto en él cierta solidaridad rota y logramos que nos atienda mejor —Ezequiel vuelve a apoyarse contra el respaldo tieso de la silla y deja las grandes manos a los lados del plato semivacío. Alejandra lo mira con un gesto entre divertido y reprobatorio, como a un chico que juega a hacer sus travesuras más conocidas para un público que siempre aplaude entusiasmado.

—Mi viejo estuvo por acá de camino a Cuba —dice Martín—. Hace más de cuarenta años. Iban con la vieja a colaborar con la revolución de Fidel y tuvieron que dar la vuelta al mundo para poder llegar y disimular a dónde iban. Algunos países no te visaban el pasaporte para que no quedara rastro —aclara mirando a Alejandra—. Pasaron por México, Vancouver y París; luego vinieron a Praga y de aquí a La Habana con una escala técnica en Dakar, o algo así.

—Te falta agregar Montevideo, Martincito. De Buenos Aires cruzaron en el vapor de la Carrera a Montevideo y recién allí tomaron el avión a México; lo de París fue a la vuelta. Además yo siempre he sospechado de que aquello de la vuelta al mundo para llegar a Cuba no era otra cosa que un buen negocio de las agencias de viaje del partido, siempre en manos de nuestros paisanos, claro, que hacían recorrer a los abnegados militantes comunistas larguísimos viajes evasivos a costa de las generosas arcas del partido. Business, always business, my dear.

Un brillo pasa por los ojos de Martín, podría ser el reflejo de la vela en el fondo blanco del plato vacío.

—¿Conocés la historia del encuentro de mi viejo con su fantasma, aquí en la Malá Strana? —pregunta.

—Por supuesto, es uno de los cuentos más escalofriantes que he escuchado jamás. Tu padre lo contaba siempre. Figúrate que desde entonces nunca he querido entrar en esas calles. Es la tercera vez que vengo a esta ciudad y aún no las he visitado.

—Yo no la conozco —interviene Alejandra.

Ezequiel la mira y levanta los brazos:

—¿Y cómo quieres que una niña fina como tú, puro Cabernet Sauvignon, de lo mejor del Valle Central, de la más exquisita cepa chilena clásica, sepa de una historia de golems perdidos en el barrio de la Malá Strana durante el viaje revolucionario de dos porteños judíos y comunistas en la gloriosa década del sesenta? ¡Seamos razonables, mi querida niña!

—Cuéntame, por favor, no hagas caso de este charlatán.

Un nuevo mozo retira los platos; el anterior destapa otra botella de vino y sirve las cuatro copas ceremo-niosamente.

—Se ha olvidado de dárnosla a probar, roto perdido —di-ce Ezequiel.

—¡Ya! déjalo en paz, po. Cuenta, Martín, por favor.

Martín espera un instante a que se ajuste el silencio:

—Era una tarde helada de invierno, y mi viejo caminaba por las calles de la Malá Strana llevando en la mano una guía en checo para orientarse; no se conseguía otra cosa en la Praga de aquellos días. Estaba solo, mi vieja se había quedado en el hotel. En la calle la nieve tapaba las veredas (siempre me imaginé hombres de sombrero y sobretodo gris caminando rápido bajo la nevada, extras de una de Gene Hackman en blanco y negro, espías de la kgb mezclados entre la gente que va y viene apurada y silenciosa), y un hombre muy bien vestido, con un bastón de ébano en la mano, se le acerca y, con naturalidad, le pregunta en perfecto inglés si necesita ayuda y se ofrece a acompañarlo a recorrer el barrio. Caminan juntos como viejos amigos, mi viejo decía que a los dos minutos parecían ex camaradas de trinchera: “Él no había peleado la guerra, y mi única batalla había sido entre los escombros del terremoto, pero era como si hubiéramos compartido explosiones y catástrofes”. Andan un rato por las callejuelas de la Malá Strana y al entrar la noche, con la niebla congelada subiendo desde el Moldava, se meten en un bar a calentarse y tomar café. Y mientras hablan, descubren que los dos son arquitectos y comparten gustos y estilos, y se entusiasman describiendo la vanguardia de los años veinte; el otro comenta que antes del comunismo era un arquitecto prestigioso, y mi viejo no sabe si es por el perfecto inglés, la calidad del sobretodo, el bastón, la pausa que el otro hace para tomar la taza de café, que él en cambio ya terminó hace rato, la forma de caminar, o por todo eso junto, que reconoce en el otro un resto de nobleza, algo de los personajes de antes de la guerra, de esa época que él añora desde siempre, desde su infancia en San Juan, de sus lecturas, de las películas, una forma de moverse, “un dibujo en el espacio”, decía —“un aire”, hubiera dicho la tía Berta—, algo que él siempre extrañó sin saber bien por qué, como si él mismo hubiera sido parte de todo eso alguna vez, algo que tuviera perdido en la memoria pero guardado vaya a saber dónde; y entonces el otro habla de música y de su pasión por el piano, y mi viejo le cuenta que a él le hubiera gustado ser pianista, pero que nunca estudió, que dejó el piano por la facultad; el otro dice que él toca algo cuando puede en el Feurich que conserva en su casa; mi viejo le dice que él también tiene el Feurich de la bobe Raquel cerrado y sin tocar en su departamento; mi madre también se llamaba Raquel, dice el otro, y hablan de Brahms y de Schubert y de Schumann; los dos aman especialmente a Schumann, y por momentos se encuentran diciendo las mismas cosas a la vez: mi viejo, en su horrible spanglish (el viejo era malísimo para los idiomas); el otro, en su impecable inglés de colegio aristocrático. Y el otro es más viejo, mucho más viejo, “tenía más de cincuenta años”, decía mi viejo; era judío, su mujer había muerto y no era judía, igual que mi vieja; los dos hablaban al unísono sin parar, cada uno de su lado de la mesa repetía fechas y nombres idénticos. En esta parte del cuento mi viejo hacía una pausa, te miraba fijo y decía: “De pronto, los dos nos quedamos callados. Ninguno se animaba a seguir hablando, a seguir repitiendo las palabras del otro. Nos levantamos sin decir nada y mientras nos poníamos los abrigos me di cuenta de que todavía no nos habíamos presentado; al llegar a la puerta estiré la mano y en un susurro dije mi nombre; él hizo lo mismo y dijo el suyo, que era el mismo con el acento apenas cambiado. Fue lo último que dijimos. No intercambiamos tarjetas ni teléfonos. Cada uno se fue para su lado y no volvimos a vernos nunca más”. Así lo contaba mi viejo.

Martín deja que el silencio haga su efecto y busca la mano de Laura bajo la mesa, pero no la encuentra.

—¡Te lo has aprendido bien, cabro! Me parecía escuchar la voz de tu padre asustándome con el cuento ese durante las noches en la casa de tus abuelos de Villa Gesell —dice Ezequiel después de un momento.

—¿Fue realmente así o se lo inventó? —pregunta Alejandra agitada y divertida.

—No sé, él decía que había sido. Pensé que tal vez a vos te la había contado menos armada —dice Martín mirando a Ezequiel.

—Jamás. Era el cuento que nunca escribió; decía que no valía la pena escribir algo que la realidad había hecho tan perfecto; que había que escribir sobre lo que no es, lo que no fue o, mejor aún, sobre lo que nunca va a ser. Eso sí valía la pena escribirlo. Tu viejo era un tipo muy especial.

—No sabía que tu papá escribía —dice Alejandra—. Siempre oí hablar de él como del arquitecto Schwarzman.

—Escribía. En realidad escribió durante unos pocos años, cuando andaba alrededor de los cuarenta. Después no escribió más.

—Jacko —dice Ezequiel—. Mi dilecto y queridísimo primo: el arquitecto y finísimo escritor Jacko Schwarzman.

La noche se cuela en el silencio de la cena. La mesa apenas iluminada con la luz amarillenta de la vela, migas, vasos medio llenos y medio vacíos, ojos brillantes. Laura se limpia los labios con una servilleta amarilla de tela y mira a Martín; los mozos ahora están muy lejos. Ezequiel levanta la copa y dice en voz bien alta:

—Brindemos por Jacko.

Todos levantan las copas. Martín mira a los ojos a Ezequiel y pregunta:

—¿Alguna vez te dio a leer la novela que escribió sobre el terremoto de San Juan?

Corren y no miran, aterrados buscan la salida y el mundo se deshace. Caen reverentes las cornisas, imagen de la vanidad y lo inútil. Caen a lo largo de las calles, y tras ellas, los muros de los frentes, los techos, las casas íntegras. Entre un nuevo estruendo que se suma al trueno y a los gritos: entre una nube de tierra que impide ver los detalles, los dramas individuales. Células del dolor.

Cae la historia sobre la plaza Veinticinco: la Catedral, el Palacio del Obispado, la Casa de Gobierno, la Legislatura, el Banco de la Nación, el Club Social, la Casa España, la confitería del Águila, la Cosechera; caen las casas una tras otra, los caserones antiguos, los ilustres: la casa de Laprida, la de los Rawson; las iglesias: Santa Rosa de Lima, Santo Domingo, la Inmaculada Concepción, la de Desamparados, la de Trinidad; caen las escuelas, caen los comercios, caen barrios enteros. Surgen las entrañas de los edificios, los adobes, los ladrillos, los palos y cañas de los techos, las losas de hormigón, algunas tejas, las puertas y sus marcos. Entre los escombros se vislumbra algún ropero, algún malvón. Cables y postes se enredan con los muros entre autos aplastados, persianas, vidrios, papeles de los muros, sangre. Pero la sangre se absorbe, la bebe la tierra.

Ya no se ve la ciudad cegada por el polvo, ya no se los puede ver, pero se los oye. Los gritos suenan agudos y lejanos, como los llamados que no se escuchan porque no hay oídos para ellos.

Los cerros se esfuman a lo lejos en la nube de los derrumbes. Hacia el oeste el sol que se oculta tiñe de rojo el polvo que cubre las montañas de Zonda y produce un efecto curioso: parece fuego.

4. Papá presentía terremotos lejanos

Papá presentía terremotos lejanos. Escuchaba en el silencio un rumor que sólo él escuchaba. El terremoto le llegaba en un avance imperceptible desde cualquier lugar del mundo. Le llegaba por el aire, y del aire le entraba en los pulmones que enseguida se sofocaban con el polvo de los derrumbes; y por los pies le llegaba: perdía el equilibrio entre objetos enloquecidos que caían y golpeaban, escombros de un mundo que se hacía pedazos en otra parte, rugido imperceptible de la tierra enfurecida. Él sabía que en algún lugar el suelo temblaba y se abría en surcos, y se agarraba la cabeza entre las manos y se quedaba en silencio derrumbándose por dentro. Hasta que la furia de la tierra empezaba a ceder, los últimos ladrillos caían sin tocarlo, el ruido se aplacaba y solo quedaba el polvo suspendido en el aire llenándole la garganta y los ojos, y contra el silencio que ensordecía sus oídos resonaba el lamento de los sobrevivientes.

No le conocí otra emoción así, otro momento de zozobra. Era como si todo en él se hubiera replegado detrás de esos temblores que nadie más podía escuchar. Contaba la anécdota del terremoto como quien cuenta una película vieja: están con Marcelo en el dormitorio de la casa de la finca de Zonda jugando al ajedrez sobre la cama; él tiene puesto el piyama porque está con gripe y no puede salir. Cuando empieza a temblar, los dos sostienen el tablero para que no se caigan las fichas. Con las sacudidas el tablero se rompe. Salen corriendo de la casa, que se agrieta pero no se cae. No hay víctimas en la finca. En el momento del terremoto, el zeide Mario maneja camino a la ciudad; en el auto lo acompañan mi bobe Raquel, la tía Berta y su esposo Luis; van a cenar a casa de unos amigos. Se detienen sobre el asfalto enloquecido. Esperan. Cuando para de temblar, el zeide arranca el auto y sigue camino a la ciudad; la bobe, desesperada, pide que vuelvan a la finca para ver cómo están los chicos; él, en voz muy baja, dice que el auto tiene poca nafta, si hay heridos van a necesitar el tanque lleno para llevarlos a alguna parte, y sigue adelante en busca de una estación de servicio. Después contaba de los meses viviendo en carpas en el jardín de la finca, la demolición del caserón que quedó en pie pero que no tenía arreglo, la pileta partida al medio en la que hacía cien largos sin respirar. En sus relatos, la ciudad de San Juan es un montón de ruinas lejanas; no hubo víctimas en la familia ni entre los amigos; los trenes llegan llenos de ayuda que envían de Buenos Aires; el Ejército organiza la distribución y la mercadería se pudre apilada en andenes y galpones; el zeide Mario va con sus camiones, los mismos que llevan la uva a la bodega, abre los galpones y manda a repartir los víveres, las frazadas, los colchones; todo el que tiene un camión hace lo mismo y ningún funcionario militar interviene, probablemente no se enteran nunca.

Después el relato del terremoto se diluía en generalidades, se perdía en años indistintos y desaparecía. Hasta que empezaba a temblar en algún lugar y entonces papá temblaba primero y se acurrucaba en el pasado que estaba encerrado en su memoria, ese sitio donde las cosas pasan una y otra vez.

Cesa el terremoto. Se extingue el trueno. La tierra permanece inmóvil, firme, segura, confiable. Como antes. Sólo lejanos estruendos de muros y edificios que, perdido definitivamente el equilibrio, se derrumban. Choca sordo un adobe desprendido, resbala áspera una cáscara de revoque raspando un muro. Sibilante susurra el polvo que desciende por las fisuras como mil arroyos de una creciente.

En las calles, entre las ruinas, en medio de una nube, como espectros blanquecidos de polvo, los consternados sobrevivientes retornan a una nueva realidad.

No retornarán jamás los que yacen bajo moles de mampostería, cubiertos de pilas de adobes desgranados o en calles y veredas vapuleados por ladrillos, cornisas y paredes.

Brotan los quejidos y alaridos de los que, vivos aún, piden socorro bajo los escombros.

La ciudad está plagada de muertos y heridos y los vivos deambulan por las ruinas en la noche. Los que sobrevivan estarán marcados para siempre. Una fisura en la memoria, un abismo de pavor que los años irán cubriendo de hojarasca.

En el futuro, en San Juan o en cualquier parte, cuando sus mentes y corazones rumbeen por otras sendas: alegres, gozosos, o laxos, cuando menos lo adviertan llegará una sacudida, una vibración sospechosa que demudará los rostros, detendrá los latidos, abrirá a sus pies las fauces del pánico. Será un tranvía, un camión rodando por calles próximas, el subterráneo que pasa bajo un cine, el viento que sacuda una puerta, un músculo contraído. Para ellos será un temblor, el prólogo de un terror antiguo.

5. Laura

De verdad quiero acompañarte. Para mí es importante. Vos vas antes con la camioneta; yo me tomo un avión y te alcanzo en San Juan. O directamente en Barreal. Sería el jueves a la noche, tengo algunos pacientes el viernes, pero no pasa nada, cambio los turnos y voy. Le pido a Gabriel que se quede en casa y se ocupe de Sebas. O si no lo dejo a Sebas con mis viejos. No creo que tengan problema de tenerlo unos días. Puedo arreglar para que el sábado algún padre lo vaya a buscar y lo lleve al club. Yo siempre estoy llevando y trayendo chicos, alguna vez me toca a mí pedir un favor. Y a mis viejos les dejo a Eli para que los ayude. El viernes puede ir a lo de ellos en vez de venir a casa. El sábado también y le pagamos aparte. No creo que sea muy caro, pero me quedo tranquila de que les hace la comida, y de paso les deja preparado algo para el domingo, así mi vieja no tiene que ponerse a cocinar. Aunque seguramente va a querer prepararle alguna cosa especial a Sebas. Pero bueno, es nada más que un día que van a estar solos con él. Hay que decirle a Sebas que no les esté pidiendo cosas todo el tiempo. La verdad es que no sé qué hacer con mis viejos, están cada día más difíciles. Le dije a mi hermana que vamos a tener que poner alguien permanente en la casa, una mezcla de empleada y enfermera, alguien que pueda manejar la situación si les pasa algo, en especial a la noche. Ella dice que no está “muy segura”, dice que no cree que la vieja quiera saber nada. No sé cómo no se da cuenta de que los viejos ya están viejos y no pueden decidir nada. ¡Claro que si les preguntás a ellos van a decir que no! Mi vieja está terrible, cualquier persona que metamos en su casa va a ser para ella una ladrona o una carga para hacerla trabajar más, pero hay que hacerlo igual. Un día de estos alguno de los dos se va a caer, y ahí sí que estamos en el horno. Pero viste como es mi hermana, cuando le decís algo que no quiere escuchar se pone necia y agresiva. Terminamos discutiendo y me cortó el teléfono. Al final, la hija de puta que toma las decisiones soy siempre yo. Me tienen harta.

Los vivos despiertan a la angustia y el terror: ¿y los padres? ¿Y los esposos? ¿Los hijos? ¿Los amigos?

La nube de polvo se disipa y aclara, el cielo oscurece. Son algo más de las nueve menos cuarto de la tarde del 15 de enero de 1944.

Esther piensa en David. Jaime piensa en David. Angustiados ambos se miran e interrogan con los ojos.

Movilizados los sobrevivientes para el rescate tratan de recuperar los cadáveres, buscar a los que faltan o pedir ayuda.

Pidiendo socorro la de Sarmiento corre entre ruinas, su padre está sepultado. Esther y David, apremiados por su propia angustia, la acompañan, escalan tras la mujer desgreñada, canosa de polvo, la pila de escombros. Tres metros abajo yace el padre. Ningún rumor, ni un quejido, ni un aliento soplando el polvo. La hija comienza a sacar adobes. Acongojada, Esther toma a Jaime de la mano y descienden hasta la calzada.

Para evitar los desencuentros buscan lápices, tinta, pintura, tiza, carbón, queman trozos de madera y, sobre puertas, ventanas, muros en pie, fondos de cajones, en cualquier superficie libre, grabar: “estamos bien”, “nos vamos a lo de mamá”, “vayan a buscarnos allí”, “Liliana está herida y la llevan al Hospital o a la Estación del Pacífico”, “Elenita murió y la velaremos en la Plaza Aberastain”.

Con el mismo tizón que usara el menor de los Sánchez para su cartel, Jaime escribe con grandes letras de imprenta: “DAVID ESTAMOS BIEN TE ESPERAMOS EN LA PLAZA VEINTICINCO”.

Trepa unos escombros y sobre el marco de la puerta de calle, de la que fuera su casa de la calle Santa Fe, cuelga el cartel. Esther mira un instante el montón de escombros informes y pasan en desorden la carpetita de la mesa del vestíbulo, la alfombra nueva del comedor, la cena de esta noche, la cuna de Jaime arrumbada en la despensa, el consultorio de David con sus libros.

Que fueran a la plaza, había dicho antes Jaime, si papá venía se iban a desencontrar, respondía Esther, Jaime no aguantaba más esperar allí y se podía escribir un cartel como lo hacía el menor de los Sánchez y por qué no iba ella por Mitre y él por Santa Fe, que eran dos los probables caminos de regreso de David y ella no quería dejarlo solo y no quería quedarse sola, seguía temblando, se acercaba la noche y no había luz.

Marchan juntos hacia la plaza Veinticinco, donde está la Cosechera, que es el café adonde David va siempre.

6. Tontal

Papá quería que tiráramos sus cenizas en la cumbre del Tontal: bien arriba, donde no hay plantas y las piedras apenas aguantan el viento, desde donde se ve todo San Juan, habría dicho. Pero no había dicho nada de eso. Sólo “tiren mis cenizas arriba del Tontal”. Y cada vez que se venía para Barreal lo buscaba a Marcelo, se iban con la guanaquera a trepar el cerro, y se paraba en la cumbre a mirar todo alrededor: al oeste, las montañas que bajan en hilera desde La Rioja hasta Mendoza, desde el Ojos del Salado hasta el Aconcagua, cuatrocientos kilómetros de Cordillera que hay que ver de a partes girando la cabeza, como en esas fotos que se arman con varias fotos porque la imagen no entra entera; abajo, el valle muy verde en medio de toda esa piedra y el río que brilla en un ramo de hilos blancos sobre la meseta; y al este, los precipicios y el polvo flotando sobre el valle de Tulum, que a veces, en los días sin nubes y sin Zonda, se posa en la tierra y deja ver a lo lejos el dibujo simétrico de la ciudad de San Juan.

Martín no para de hablar desde que salieron de la posada. Van dejando atrás las alamedas y los sauzales. La sombra verde sobre los caminos. Marcelo les indicó por dónde sale la huella, les dijo que después de cruzar el alambrado cerraran el portón sin poner el candado, que tuvieran cuidado arriba, que en la parte final la huella desaparece y es muy empinado, la inclinación de las cumbres te confunde y se pierde la orientación y el equilibrio: “Fijate que la camioneta esté siempre derecha —dijo—, que no se te vaya de costado”.

Papá quería ver San Juan de lejos, tenerla a mano, a la vista. Pero lejos. En Buenos Aires, San Juan llegaba los fines de semana por teléfono en la voz de la bobe Raquel, el zeide Mario o la tía Olga, y un par de veces al año era un dibujo sobre la tierra desde la ventanilla del avión, y un calor seco y brutal al bajar la escalerita y caminar a través de la pista del aeropuerto de las Chacritas. Después el Rambler Ambassador con aire acondicionado del zeide atravesaba el desierto invadido de vides y cruzado por acequias y canales: “Los canales son troncos, y las acequias, ramas que llegan a todas partes llevando la parte del agua que te corresponde, con horarios y todo. Antes, cuando había sequía, la gente cuidaba el agua con el rifle al hombro, y a veces se mataba para poder regar”. Papá siempre hablaba del agua mientras hacíamos el trayecto desde el aeropuerto hasta la ciudad; era una introducción al mundo sanjuanino. Marina y yo nos quedábamos con los primos en la casa de la tía Olga de la calle Santa Fe; papá y mamá paraban en el hotel Nogaró. Por las noches nos pasaban a buscar y nos llevaban a cenar al Sportsman y a tomar helados en Soppelsa. A veces, y eso era lo mejor de todo, cenábamos en el comedor grande de lo del zeide y la bobe, con la vajilla de plata y las copas de cristal: “¿Cómo hace, doña Raquel, para tener siempre vajilla sana con los temblores?”. “Tengo de repuesto guardada en cajas y lo que se rompe lo repongo. Lo mismo con los marfiles y los adornos.” Papá andaba todo el tiempo ocupado con el trabajo, de reunión en reunión, casi no lo veíamos hasta el día en que subíamos al avión para volver a Buenos Aires. Algunos veranos nos quedábamos más tiempo y pasábamos unos días en Barreal, en la finca de los tíos Luis y Berta, o en la posada de Marcelo. Papá mantenía a San Juan a mano, a la vista, a la distancia justa que le permitían los temblores que atenazaban su corazón.

Del otro lado del alambrado, la huella es finita y despareja y sube recta, no tiene idas y venidas como los caminos de los autos; trepa como las mulas: derecho a la cumbre del cerro. La camioneta ruge en el calor y avanza sobre las piedras, aplasta las jarillas crecidas a los lados de la huella que nadie transita hace mucho tiempo. Es una camioneta nueva, Martín la compró hace unos pocos meses. Enseguida el valle queda muy abajo, encajonado entre la Cordillera, que a medida que suben parece crecer por detrás, y el cerro del Tontal, que trepan a los tumbos y que allá adelante parece mucho más lejano de lo que realmente está.

—No me había dado cuenta de que la altura se ve mucho más alta desde arriba —dice Graciela, y mira por la luneta.

Es verdad: me acuerdo del trampolín de la pileta de frau Herta en Villa Gesell en las mañanas frías de verano, cuando papá me llevaba a aprender a nadar. La vieja, con un bastón en la mano y la gorra de baño puesta, ordenaba: “¡Al agua!”, y todos nos tirábamos tiritando y sin chistar; después de hacer diez largos, nos ponía en fila frente al trampolín de cemento con escalera; el trampolín se volvía altísimo a medida que subías y desproporcionadamente alto cuando llegabas arriba de todo; la pileta era tan chiquita, que no la ibas a embocar nunca. Yo cerraba los ojos, pensaba en cualquier cosa para que no me temblaran las piernas y dejaba que el cuerpo se tirara solo, que cayera sin mi colaboración. Y la caída no era tan larga. Desde al agua, el trampolín volvía a su tamaño normal, el chico que temblaba en la punta de la rampa a punto de tirarse parecía estar ahí nomás.

El camino se encajona entre unas lomas y se pierde la perspectiva de las montañas; el calor afuera de la camioneta parece agobiante, adentro funciona el aire acondicionado; apilados en la parte de atrás hay abrigos para cuando lleguen a la cumbre. Laura viaja callada en el asiento del acompañante, está todo lo lejos que permite el ancho de la camioneta. Desde que fueron al aeropuerto a buscarla, se sentó en su lugar y está muda mientras los demás hablan de atrás para adelante y de adelante para atrás. Graciela y Lili hacen preguntas todo el tiempo, maravilladas con la huella que sube sin cesar entre los cerros.

—¿Vamos a llegar hasta arriba de todo?

—Arriba, arriba.

—¿A qué altura?

—Cuatro mil metros.

—Mieeerda, ¿y no nos vamos a apunar?

Martín pone la baja, la subida es muy empinada, la camioneta parece que quiere darse vuelta.

—¡Nos vamos a caer de espaldas, huevón!

La trompa de la camioneta salta el bordo, y detrás de la loma aparecen las ruinas de las minas de plata de Carmen Alto: muros de barro, restos de barracas en la ladera de la montaña, la chimenea de adobe del horno de fundición sobresale entre las lomas que trepan hacia los cerros negros de atrás. Formas geométricas que quiebran el desorden de las montañas, parece como si algo las hubiera sacado de la tierra reseca y después las hubiera abandonado para volver a ella. Hace un siglo y medio se fueron los mineros; dicen que aquí vivían como tres mil personas, que había iglesia, aduana, almacenes, trabajo febril; dicen que detrás de la mina están enterrados los muertos de la fiebre amarilla, que los traían en carros desde la ciudad; el Panteón lo llaman, pero nadie sabe bien dónde está.

Papá me contaba esas historias y yo me imaginaba carros cargados de cadáveres cubiertos de moscas y cal subiendo las cuestas empinadas del Tontal; veía los muertos blancos al sol, las fosas, la tierra sobre los cuerpos. “El sueño de Sarmiento de domar la montaña terminó en esta locura. Mandó a un ingeniero inglés que se llamaba Pickard a recorrer los cerros para ver cómo sacarle el mineral a la tierra. Y en este lugar desolado, a tres mil metros de altura, fundó un pueblo para explotar la plata y el plomo. El mineral se lavaba en este arroyo que sigue pasando como si nunca hubiera habido aquí otra cosa que piedras y tierra. Ni las jarillas existen para él; cuando nosotros ya no estemos en el mundo, va a seguir bajando a los saltos sobre las piedras, igual que ahora”, y nos metíamos en el agua y subíamos contra la corriente, los pies helados en el calor del verano. Todo el lugar me aterrorizaba; pensaba en los muertos enterrados en algún lugar cerca que nadie recordaba y me imaginaba el agua pasando por donde yo tenía ahora los pies, mil, dos mil, un millón de años después de que yo también estuviera muerto. La mano de mi viejo me traía de vuelta en su carrera desenfrenada hacia la cumbre; busca el aire de arriba para respirar, pensaba yo, y lo seguía a los saltos por el curso de aquel arroyo hermoso e indolente.

Graciela y Lili escuchan las historias de Martín con una mezcla de espanto y alegría y quieren bajar a recorrer las ruinas. Laura prefiere quedarse en el auto. Martín se sienta en una piedra al costado de la huella y mira el paisaje; el sol del mediodía rebota en el silencio de las paredes abandonadas y desdibuja las figuras raquíticas de las chicas que van y vienen entre las formas de tierra: tapiales, piletones, puertas y ventanas vacías, la chimenea que sube. El aire quieto con perfumes de jarillas y polvo, la luz invade el espacio incandescente, brillan los colores de las piedras. A Martín el paisaje le entra en el cuerpo como por una huella olvidada: olores, sonidos y temperaturas lo invaden limpio de recuerdos. Trata de revivir los terrores que le provocaban de chico los tapiales abandonados, los muertos perdidos, la emoción de tener en su mano la mano de Jacko, pero con algo de decepción reconoce que, a pesar del esfuerzo y las ganas, no siente absolutamente nada.

Después de la parada, vuelven a la camioneta y otra vez a subir. La huella es cada vez más salvaje, por momentos tienen que arremeter sobre las jarillas que cierran el camino; la camioneta es un tanque que avanza por un campo de batalla.

—Se te va a rayar el chiche, nene —dice Lili.

—Ahora el chiche del nene ya no es más la camioneta, sino la heladerita —dice Graciela.

—Ya van a pedir cerveza fría y entonces vamos a ver qué me dicen del chiche.

—La conseguí en Jumbo —interviene Laura por primera vez—, compré la más chica para que entrara justo entre los asientos. Está bárbara, ¿no? Además se puede enchufar a dos veinte. La bebida hay que enfriarla antes en una heladera de verdad y pasarla cuando está bien helada. Sirve para mantener el frío, no para enfriar.

El camino se mete en un cañadón, y tras una curva aparecen dos sauces recostados sobre el arroyo que aquí se angosta para atravesar la quebrada. Bajo los sauces, una sombra irreal corta el sol como un cuchillo oscuro y forma el único rincón de reparo en medio del desierto. Es el lugar ideal para hacer el asado. Dejan la camioneta en el vado que hace el camino entre los dos árboles. Martín se aleja y le saca unas cuantas fotos con los cerros detrás.

Las chicas trajeron de todo: carne, pan, tomates secos en aceite de oliva, morrones y ajos para asar, huevos para llenar los morrones asados, salamín y queso para acompañar los morrones asados con los huevos adentro. Martín trajo el vino, una conservadora con hielo y la heladerita nueva llena de Coca y cerveza fría. El fuego se escurre entre las piedras y calienta la parrilla, el humo sube recto hacia el cielo azul azulísimo.