Todo lo que no deseo - Michelle Smart - E-Book

Todo lo que no deseo E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

Bianca 3023 Perdidos por la tentación… Unidos por las consecuencias. El anonimato lo era todo para el multimillonario Gabriel Serres. La princesa Alessia Berutti vivía permanentemente bajo los focos. Pero Gabriel había visto su propio deseo reflejado en los ojos de aquella mujer… ¡Y de repente llevaba a su hijo dentro de ella! Durante toda su vida, Alessia había dado prioridad a la familia real, hasta la noche en que había sustituido el deber por el deseo. Y ahora, su deber exigía una rápida boda que evitara el escándalo. Pero mientras caminaba hacia el altar, rezaba por lo imposible: que Gabriel fuera quien, al fin, la antepusiera a ella.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Michelle Smart

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Todo lo que no deseo, n.º 3023 - agosto 2023

Título original: Pregnant Innocent Behind the Veil

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801416

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ALESSIA Berruti pulsó play, con mano temblorosa. La escena, vista ya por más de dos millones de personas en cuatro horas, de un banquete de bodas celebrado en el castillo de la familia real de Ceres. La cámara enfocaba a dos mujeres.

–Tu hermano parece enamorado –decía la rubia.

–Lo está –la diminuta mujer de cabellos castaños miró hacia atrás. La cámara enfocó a la princesa Alessia Berruti.

–Me pregunto cómo se sentirá Dominic al ver a su prometida casarse con otro –continuó la rubia.

–A la… –un fuerte pitido tapó la respuesta de la princesa–. Es un monstruo asqueroso, obeso y sudoroso.

–No te cortes –la rubia rio–. Di lo que piensas.

–De acuerdo –la princesa también rio–. Opino que el rey Dominic de Monte Cleure debería ser encarcelado y que jamás se le permitiera acercarse a menos de tres kilómetros de ninguna mujer.

El vídeo terminaba cuando el móvil de Alessia vibraba en su mano.

–A mis aposentos –ordenó su hermano mayor, Amadeo–. Ahora mismo.

 

 

Cuatro días después, Alessia cubría su ardiente rostro, deseando que se la tragara la tierra.

¿Qué había hecho?

Esforzándose por no llorar, levantó la mirada hacia Amadeo, cuya expresión era tensa. A su derecha estaba su madre, la expresión idéntica. Y a la derecha de esta, su padre, la única persona que mostraba una pizca de simpática. Alessia era incapaz de mirar al hombre sentado al otro lado de Amadeo, el eslabón final de la cadena humana de decepción e ira dirigida contra ella.

–Lo siento muchísimo –susurró por tercera vez–. No sabía que me estaban filmando.

Había sido un fugaz descuido, pero sabía bien que no podía permitírselo. Siempre había reprimido sus deseos y reacciones hasta el control total.

–Me casaré con Dominic –balbuceó–. Yo he provocado este lío y debo recibir el castigo, no tú.

Había sido la primera exigencia del rey tras los valerosos esfuerzos de los Berruti por arreglarlo. Casarse con la princesa Alessia, según el rey, demostraría al mundo que no había sido más que una broma y que la familia real Berruti lo respetaba. El que el mundo supiera que ya había intentado casarse con la princesa, siendo amablemente rechazado, le daba igual. El rey Dominic tenía la piel más dura que un rinoceronte. Vanidoso y cruel, su desesperación por conseguir una esposa de sangre azul le había llevado a atraer a una pariente lejana del monarca británico al principado, donde había sido retenida hasta acceder a casarse con él. La víctima había escapado apenas una hora antes de la boda, rescatada por el otro hermano de Alessia, Marcelo, para sorpresa del mundo e ira de Dominic, para casarse con ella él mismo. Había sido en el banquete de Marcelo y Clara donde Alessia había dinamitado las relaciones entre ambas naciones.

–No creas que no lo he pensado –contestó Amadeo.

–Ni hablar –intervino su padre.

–¿Por qué tiene que renunciar Amadeo a su vida por mi culpa? –imploró ella.

–Porque, hermana –contestó Amadeo–, por tentador que resulte, yo no casaría ni a mi peor enemiga con él, mucho menos a mi hermana.

–Es culpa mía –una lágrima rodó por la mejilla de Alessia–. Tiene que haber otro modo de solucionarlo y devolver la paz a nuestros países.

–Es una solución satisfactoria para ambas partes –el hombre se dirigió a ella por primera vez.

Gabriel Serres, el «negociador», contratado por su familia para arreglar el lío y devolver la paz entre Ceres y Monte Cleure, y el hombre más atractivo que ella hubiese visto jamás. Al mirarlo brevemente, todos los problemas de Alessia habían desaparecido de su mente.

Durante tres días, Gabriel había volado entre la isla mediterránea de Ceres y el principado europeo, negociando entre ambas partes. Alessia, caída en desgracia, había sido excluida de las negociaciones. Hasta ese momento. Con el trato cerrado.

–¿Cómo puede ser satisfactorio que Amadeo se case con una desconocida?

–La novia es prima del rey. Su matrimonio unirá ambas naciones, reabrirá relaciones diplomáticas y evitará una costosa guerra comercial –recordó Gabriel con indiferencia a la princesa.

No se alcanzaba la cima de la diplomacia implicándose emocionalmente en las disputas que debía resolver, pero a Gabriel le estaba costando mantener su habitual desapego desde que Alessia había entrado en la sala de reuniones. Vestida con unos ajustados pantalones cortos y un top escotado, los cabellos castaños y lisos caían sobre sus hombros. Una ligera hinchazón de sus ojos marrones sugería que había llorado, y se notaba que se esforzaba por mantener la compostura. Al igual que su madre, la reina Isabella, la princesa era menuda y algo en ella le recordaba a la bailarina del joyero musical de su hermana.

Desde que habían sido presentados hacía tres días, se había descubierto pensando en ella de un modo poco profesional. Las ocasiones en que la había visto había tenido que controlarse para no mirarla fijamente. Durante una breve visita al castillo el día anterior, sus miradas se habían encontrado un instante, suficiente para sentir un escalofrío y ver un destello en los ojos de la princesa.

Cualquier hombre con sangre en las venas la encontraría atractiva, pero no era frecuente que Gabriel encontrara deseable a alguien mientras trabajaba. Era uno de los mejores negociadores del mundo. No existía agencia puntera en el mundo que no hubiera contratado sus servicios en alguna ocasión. Su trabajo consistía en ejercer de puente ante una disputa, ya fuera entre negocios, agencias gubernamentales o naciones. Sus habilidades garantizaban la resolución del conflicto sin la humillación de ninguna de las dos partes.

Sus tarifas eran elevadas. Svengali diplomático, que trabajaba bajo el radar de la prensa, que tenía buen ojo para las nuevas empresas con potencial y, como tal, sus inversiones lo habían enriquecido más de lo que jamás habría podido soñar. Gabriel Serres era un multimillonario desconocido. Feroz defensor de su privacidad, despreciaba el mundo de las celebridades. Sus relaciones eran igualmente anónimas y jamás con un cliente. Sentir atracción hacia la hija de un cliente, una mujer que vivía bajo los focos, era desconcertante.

–¿Y qué pasa con la novia? –preguntó la princesa con voz sensual–. ¿Tiene algo que decir o se casa contra su voluntad?

Su enfado y preocupación eran auténticos. La princesa Alessia Berruti, novia de la prensa europea, maestra del arte de las redes sociales para mostrarse, y a su familia, de la mejor manera posible, no era tan egocéntrica como Gabriel suponía.

–Ha accedido a casarse –contestó él.

La expresión de Gabriel era indiferente, la suave voz, con un ligero acento que Alessia no conseguía identificar, desapasionada, pero había algo en la mirada de ojos marrones y el timbre de su voz que le provocó un escalofrío cálido y nada desagradable. Durante un instante se estableció una conexión entre ambos, acompañada de otro escalofrío. Gabriel cerró los ojos y, al abrirlos, la mirada era igual de desapasionada que su voz.

Estaba acostumbrado a que lo escucharan, su presencia llamando la atención, aunque no hablara. Alessia se había fijado en él varias veces, aunque casi siempre de lejos, pero Gabriel desde luego llamaba su atención. Algo en él le dificultaba apartar la mirada, le caldeaba el estómago, aunque Alessia sospechaba que no había nada cálido en él. Bajo el impecable traje gris se escondía un fibroso cuerpo a juego con el anguloso rostro de ojos marrones oscuros, cálidos como el hielo.

Alessia sintió rabia ante tanto desapego cuando a una mujer se le pedía que entregara su futuro por salvar a la familia.

–¿Clara accedió? –espetó incrédula.

–Fue acordado –intervino su madre tajante–. Gabriel ha hecho mucho por acercar las dos naciones. Tu hermano está de acuerdo, el rey también, y la novia. La fiesta prenupcial será en dos semanas, la boda en seis. Tú serás dama de honor y sonreirás y mostrarás al mundo lo feliz que eres. Todos lo haremos –su madre se levantó y salió de la estancia sin mirar atrás.

Desolada por haber decepcionado a su madre y a punto de derrumbarse delante de su padre, su hermano, don Hielo y los empleados, Alessia se levantó. Los fulminó con la mirada y abandonó la sala con la cabeza tan alta como pudo.

 

 

Gabriel tenía dolor de cabeza, sin duda provocado por tres días de intensas negociaciones entre un monarca déspota y una familia real desesperada por lavar su propia imagen. Casi no había dormido y sus planes para regresar a España se habían visto retrasados por una avería en su avión, obligándole a aceptar la invitación del rey Julius para pernoctar en el castillo.

Para ser una familia real, los Berruti eran relativamente decentes. Relativamente. Habitaban en un mundo de privilegios en el que, por derecho de cuna, eran reverenciados desde que nacían y, por tanto, lo tomaban como algo natural. Comparados con el rey Dominic Fernandes, sin embargo, eran un dechado de virtudes. A Gabriel le daba igual. Su trabajo consistía en ser imparcial y llegar a acuerdos aceptables para ambas partes, y eso había hecho. Pero era la primera vez que negociaba un matrimonio y le había quedado un mal sabor de boca. Y el estallido de la princesa Alessia había contribuido a ese mal sabor.

A pesar del agotamiento, Gabriel no conseguía dormir. Tras veinte minutos de luchar contra las imágenes que aparecían en su mente de la diminuta princesa, se rindió, se levantó de la cama, se puso unos pantalones y deambuló por las estancias que le habían asignado hasta encontrar un bien surtido bar en el que se sirvió un bourbon. Si quisiera, podría llamar a la cocina del castillo. Desde luego, los Berruti eran excelentes anfitriones.

Tomó la botella y salió al balcón. El aire cálido de la noche había perdido casi toda la humedad del día y la luna llena iluminaba las tierras del castillo. De aspecto gótico, el misterioso castillo databa de la época medieval…

Sus pensamientos quedaron interrumpidos por la inquietante sensación de ser observado.

Alessia llevaba horas tumbada en su hamaca, incapaz de enfrentarse a otra comida familiar, de soportar la decepción de su madre, de mirar al hermano cuya vida había arruinado. Se sentía sola, culpable y avergonzada. Pero en esos momentos su corazón galopaba porque de entre las sombras había aparecido un hombre en el balcón contiguo, y el corazón latió aún más fuerte al reconocerlo.

Él. El maravilloso don Hielo.

Bajo la luz de la luna resultaba aún más atractivo, y ella contuvo el aliento mientras recorría el fornido torso desnudo, con la mirada. Durante largo rato desaparecieron todos los demonios ante semejante divino espécimen de masculinidad.

Segura de que su desolación lo había conjurado, Alessia parpadeó con fuerza para hacer desaparecer la imagen, pero ahí seguía. Era realmente el maravilloso don Hielo.

–¿Tampoco puedes dormir? –preguntó impulsivamente.

El corazón de Gabriel dio un vuelco al reconocer la voz. Contuvo la respiración y, apoyándose en la barandilla de piedra se asomó al balcón contiguo. Bañada por la luz de la luna vio a la mujer cuyas palabras casi habían provocado una guerra, y cuya imagen le quitaba el sueño.

–Buenas noches, Alteza –saludó–. Discúlpeme por molestar.

Aunque las sombras de la noche le impedían ver sus rasgos, sintió la mirada de Alessia sobre él.

–No me molestas… ¿eso es escocés?

–Bourbon.

–¿Puedo?

Lo último que Gabriel debía hacer era animar una conversación nocturna con la hermosa princesa.

–¿Por favor? Me vendría bien una copa.

¿Qué daño podría hacer una copa, cada uno a su lado del balcón? Algo rápido. Un sorbo y regresaría a su habitación.

–Claro.

Ella se levantó de la hamaca y se acercó descalza. Gabriel apenas tuvo tiempo de fijarse en que solo llevaba puesto un diminuto pijama antes de que Alessia apoyara las manos sobre la barandilla, que le llegaba a la altura de los hombros, y, sin esfuerzo, saltara elegantemente a su lado. La luna la bañaba en una luz casi etérea que iluminaba su delicada belleza y hacía que sus oscuros ojos parecieran dos profundos pozos.

Hechizado, quizás por primera vez en su vida, Gabriel no sabía qué decir.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA princesa miró a Gabriel con intensidad antes de señalar la botella que tenía en la mano.

–¿Puedo?

Una nube de aroma afrutado envolvió los sentidos de Gabriel, que sonrió forzadamente mientras le pasaba la botella.

–Gracias –Alessia abrió la botella y se la llevó a los labios.

La pequeña y perfecta boca había sido lo primero en lo que Gabriel se había fijado. Como un capullo de rosa a punto de florecer. La princesa bebió un trago antes de limpiarse delicadamente los labios con un dedo.

–¿Puedo sentarme? –ella le ofreció una sonrisa triste.

–Por supuesto –Gabriel sonrió nuevamente.

La princesa se dejó caer en el sofá con forma de «L», botella en mano, y estiró las piernas cruzando los tobillos. El pantalón de su pijama se subió casi hasta la ingle y él bajó apresuradamente la mirada. Los dedos de los pies eran diminutos para una mujer adulta y llevaba las uñas pintadas de azul.

Gabriel sintió arderle la sangre y apartó la mirada de los pies de la princesa, devolviéndola a sus ojos… y de nuevo quedó atrapado por ellos.

–No te preocupes –murmuró ella con su dulce voz ronca–, no me quedaré mucho –volvió a sonreír con timidez–. La tristeza busca compañía.

–¿Es infeliz? –preguntó él sin poder contenerse.

La luna, el silencio… empujaban hacia una intimidad que le provocaba un cosquilleo en la piel.

–Yo… –ella cerró los ojos. Después volvió a mirarlo y señaló el sofá–. No andes con ceremonias.

Gabriel asintió mientras intentaba pensar inútilmente en cómo escapar de la situación.

–Es una princesa. Como plebeyo, pensé que debía guardar las formas.

–Pues como princesa de este castillo –Alessia sonrió brevemente–, te invito a sentarte en el sofá del balcón de tus propios aposentos.

Alessia se fijó en el rígido porte de Gabriel, que finalmente se sentó en el otro extremo de sofá.

Lo había llamado por un loco impulso. Y otro loco impulso le había hecho saltar la barandilla de su balcón. Y allí estaba, sentada en su sofá, con un hombre de pecho descubierto en mitad de la noche, rodeados únicamente por el estridular de los grillos y el croar de las ranas.

–No sabía que fueras a quedarte –observó ella.

–Se averió mi avión. Debería está solucionado mañana. Sus padres me invitaron amablemente a pasar la noche aquí.

–Así son ellos –contestó Alessia mientras tomaba otro trago–. La amabilidad personificada.

Gabriel enarcó una ceja, pero permaneció mudo.

Alessia sintió una punzada de deslealtad por hablar así de sus padres y cambió de tema. Se preguntó si la actitud de Gabriel era discreción o falta de interés. Se había fijado en cómo la miraba, con evidente interés, pero eso no significaba que le gustara. Había pasado los últimos tres días solucionando el desastre que ella había provocado. Seguramente la consideraba problemática y superficial, causa de vergüenza para su familia. Lo último era verdad, pero lo primero no. Alessia había antepuesto el deber toda su vida. Por eso se sentía culpable. Los Berruti no hablaban mal de ellos delante de los demás. Su lealtad era hacia la monarquía como institución primero, y luego hacia su pueblo. Y por último hacia cada miembro de su familia.

–¿De dónde eres? Tienes un acento…

Gabriel respiró hondo. Deseaba pedirle que regresara a sus habitaciones, pero el castillo era el hogar de la princesa. Una princesa que no aceptaría de buen grado las órdenes de un plebeyo. El cerebro de Gabriel intentó encontrar el modo de escapar de la situación sin ofenderla.

Por eso, se dijo, no le había pedido aún que se marchara. El pulso que palpitaba en sus venas le contradecía. Ese pulso no había dejado de palpitar desde que la había visto bañada en la luz plateada de la luna, como un espejismo de carne y hueso.

Alessia Berruti era una princesa, cierto, pero también una mujer muy deseable.

Gabriel apretó los puños y encajó la mandíbula.

Una mujer muy deseable que él no podía tocar. No debería tocar.

–Mi madre es francesa, mi padre español –contestó–. Estudié en París.

–¿Dominas ambos idiomas?

–Sí.

–También hablas italiano como un nativo… Impresionante.

Si no contestaba, ella se aburriría de su compañía y se marcharía.

–¿Hablas más idiomas?

Claro que sería una grosería ignorar una pregunta directa.

–Sí.

Era como sacar sangre de una piedra, pero en lugar de desanimarla, Alessia se sintió más intrigada. La mayoría de las personas que tenían ocasión de hablar en privado con ella se deshacían en intentos de impresionarla. Otras se quedaban mudas, impactadas por su celebridad, pero tenía mucha experiencia en hacer que esas personas se sintieran cómodas y se soltaran rápidamente. Gabriel no pertenecía a ninguna de las dos categorías. Era un hombre acostumbrado a tratar con personas e instituciones poderosas, él mismo envuelto en un aura de autoridad y poder. Su lenguaje corporal indicaba que deseaba que ella se marchara. Y eso la intrigó aún más, porque había visto una expresión muy distinta en su mirada.

–¿Cuáles?

–Inglés, alemán y portugués.

–¿Hablas con fluidez seis idiomas?

Sin respuesta.

–¿Los aprendes con facilidad?

–Sí –contestó él tras suspirar casi imperceptiblemente.

–Yo hablo inglés con fluidez, pero porque fui a un internado allí –explicó ella–. Puedo conversar en español, si me hablan despacio, pero mi francés es muy básico, mi alemán horroroso y jamás he aprendido portugués.

Le pareció ver un destello de humor en el rostro imperturbable de Gabriel.

–Supongo que las habilidades lingüísticas son fundamentales para tu trabajo –Alessia observó encantada la breve sonrisa que apareció en su rostro. Gabriel era tan serio que se preguntó si alguna vez sonreiría de verdad.

–Sí.

–¿Y qué te hizo elegir la diplomacia como carrera? No te imagino considerándolo en el colegio.

–Descubrí de joven que tenía aptitudes para la diplomacia.

–¿Quién descubre algo así?

–Yo.

–¿Cómo?

Los soñadores ojos castaños se detuvieron sobre ella. Alessia sintió una fuerte descarga.

–Discúlpeme, Alteza, eso es personal.

Le estaba diciendo en el lenguaje diplomático que se metiera en sus propios asuntos.

Desde luego ese hombre no era un adulador. Tenía el corazón de acero. El control, junto con su atractivo, y la confianza innata que exudaba de su bronceada piel, lo convertía en el hombre más sexy que ella hubiese visto jamás.

–Eso es perfectamente razonable –aseguró Alessia–. Y por favor, llámame Alessia.

Gabriel encajó la mandíbula, pero asintió.

Alessia bebió otro trago y deslizó la mirada sobre el fornido pecho que le resultaba tan fascinante. La luz de la luna había convertido el bronce en plata y, de no ser por el oscuro vello que cubría el pecho y los antebrazos, pensaría que estaba bañado en ella.

–¿Dónde vives? –preguntó mientras le pasaba la botella–. Si no es demasiado personal.

Gabriel tomó la botella con cuidado para no tocar sus dedos.

–Viajo mucho –se sirvió un poco en un vaso.

–Eso ya lo sé, pero tendrás un sitio que consideres hogar.

–Considero España mi hogar –él encajó de nuevo la mandíbula.

–¿Qué zona?

–Madrid.

–He estado muchas veces en Madrid. Una ciudad hermosa.

Gabriel tomó un sorbo de bourbon.

–No te gusto, ¿verdad? –preguntó ella.

–¿Por qué lo dices?

–Es una sensación. Y no lo has negado.

–No puedo controlar tu sensaciones –él apuró su copa.

–¿Me culpas por el lío entre mi familia y Dominic?

–No soy quién para culpar a nadie –Gabriel se sirvió otra copa–. Solo encuentro soluciones al gusto de todos.

–Pero eso no te impide tener opinión.

–Me impide manifestarla –de nuevo le ofreció la botella.

Los dedos de Alessia rozaron los de Gabriel y la descarga eléctrica que le atravesó el cuerpo fue tan fuerte que abrió los ojos desmesuradamente. Gabriel retiró la mano, como si también lo hubiese sentido.

–¿Entonces tienes opiniones?

–Como todo el mundo. Aunque no todos saben cuándo callárselas.

–Como cuando dije lo que opinaba de Dominic…

–Si la gente solo hablara cuando debe –él enarcó una ceja–, me quedaría sin trabajo.

–Entonces me estarás agradecido –ella rio fugazmente antes de sacudir la cabeza–. Olvídado. Ha sido una grosería. También te debo una disculpa por cómo te hablé antes. Fui una maleducada.

–Estabas disgustada –la mirada de Gabriel se suavizó visiblemente.

–No es excusa para ser grosera.

–Pero a menudo es motivo –insistió él con una breve sonrisa y un brillo en la mirada que decía mucho más que las palabras. Era evidente que la entendía.