Trampa de cazadores - Pelayo Martín - E-Book

Trampa de cazadores E-Book

Pelayo Martín

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Madrid, 18 de julio de 1936, punto de partida de este relato que recorre una pequeña parte de la historia de un país llamado España, una historia demasiado trágica para ser inventada y demasiado terrible para ser narrada.

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Akal / Literaria / 62

Pelayo Martín

Trampa de cazadores

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

© Miguel A. Martín Ramos, 2012

© Ediciones Akal, S. A., 2012

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3612-8

A mi abuelo Paco y a mi primo Paco... os echo de menos.

1

Madrid, 18 de julio de 1936

—Demasiadas estrellas bajaron anoche.

La anciana hablaba sin mirar a su nieto; el niño, sin embargo, no despegaba los ojos de los de ella. Lo que había contemplado durante aquella mañana a la sombra del árbol más frondoso de toda la plaza de Oriente le llenaba de preguntas, tantas a la vez, que no conseguía atrapar las palabras con que hacerlas.

—Mira, Juan, no pierdas cuenta. Puede que un día les digas a tus hijos que sentado en este banco viste pasar la vida de un país entero, como un río en la crecida, sin que nada pueda pararlo... sin que nadie quiera remediarlo.

Juan tampoco comprendía aquello. La voz de su abuela le sonaba a pena, a resignación, a certeza. Y eso no podía ser, porque los rostros que pasaban eran de otra cosa. Los había estado mirando detenidamente, con la descarada curiosidad de un niño, como lo hacía al escupir sobre el hormiguero que había descubierto a la puerta de casa. Los trasladaba sin esfuerzo al bautizo de su primo Albertito, al baile de boda de su tía Alicia o a la verbena donde a veces le llevaba el abuelo. Sus diez años no le daban para mucho más, pero sí como para estar seguro de que toda aquella gente se dirigía a alguna fiesta.

—¡Vamos, señora! Agarre al crío y vaya al Cuartel de la Montaña. Se va a preparar una buena allí... de las que no hay que perderse. ¡Venga mujer! ¡Que cuantos más seamos, mejor!

Un hombre joven, bien parecido, con un largo flequillo que casi le tapaba los ojos, apoyó el pie sobre el banco de piedra. Se había detenido para atar los cordones de uno de sus zapatos, les hablaba como si les conociera de algo, sin importarle la frialdad de la mirada que mientras tanto le dirigía la anciana. Cuando terminó, se quitó la chaqueta de paño para echársela sobre los hombros.

—¿No se anima, señora? No me extraña... Con este calor, uno está tan a gusto sentado a la sombra.

El hombre pareció pensárselo, pero enseguida recobró el ánimo que le había llevado hasta allí.

—Mire que lo sé de buena tinta, que uno de esos generales se ha metido en el cuartel para sublevarse contra el gobierno. En fin, tendrá que conformarse con que se lo cuenten; yo desde luego no me lo pierdo. Esos de...

Dijo algo más que ni Juan ni su abuela comprendieron. Posiblemente porque ya no se dirigía a ellos, sino a los que ahora caminaban a su altura. El joven se alejó en dirección a la plaza de España, sumergiéndose en la corriente humana que llenaba la calle Bailén. Y desapareció para siempre entre la multitud.

—¿Quién era ése, abuela?

—No lo sé, Juan, tal vez nos confundió con alguien.

—Parecía muy simpático, ¿verdad, abuela? ¿Adónde va?

—No creo que lo sepa, pequeño, con tanta gente alrededor es difícil ver adónde te llevan los pies...

La mujer abrazó al niño, le besó en la frente y, sin soltarlo, murmuró mirando al cielo:

—Demasiadas estrellas bajaron anoche. Seguro que la manteca de la alacena se ha echado a perder, y no ha sido por el calor. Todavía no ha llegado... es ahora cuando empieza.

2

Madrid, 19 de julio de 1936

—¡Hoy vamos a tener que echar mucho pelo, muchachos! Si esto no empieza pronto a clarear, tendremos que dejar el furgón y subir la calle abriéndonos paso como podamos. Así que os podéis ir preparando.

La orden de salida había llegado al cuartel de la Guardia de Asalto con el sello encarnado y las palabras «Intervención inmediata». El oficial de servicio quitó los pies de su mesa y, trastabillando, alcanzó el pasillo que llevaba al cuarto del cuerpo de guardia. Al entrar, una docena de rostros somnolientos le miraron entre sorprendidos y asustados. El oficial nunca entraba allí, siempre eran los cabos los encargados de amargarles las largas cabezadas y las partidas de cartas con las que mataban el tiempo entre ronda y ronda. Esta vez nadie protestó por la interrupción, los más novatos porque nunca se atreverían, los más veteranos porque olfatearon al instante el olor a problemas que el teniente traía consigo.

—¿Dónde está Amarras? –preguntó el oficial en voz alta para que le oyeran dentro y fuera del cuarto.

—Creo que durmiendo, mi teniente. Esta mañana a las ocho salió de servicio y, en cuanto llegó, dejó dicho que no se le molestara hasta...

—¡He hecho una pregunta! ¿Es que no se me entiende cuando hablo?

—Sí, mi teniente... Está en su litera... No sé si mandó que nadie le despertara hasta...

El teniente Tadeo Hormigos salió de nuevo al pasillo dejando las palabras en la boca y, prácticamente a la carrera, llegó hasta una amplia estancia en la que más de una treintena de literas se alineaban con las cabeceras pegadas a la pared. Al cerrarse la puerta a su espalda, todo quedó sumido en penumbras; alguien se había ocupado de que no quedara abierta ni una sola de las grandes contraventanas de madera. Sólo unas pocas y estrechas rendijas de claridad le libraban de la oscuridad total.

—¡Amarras! –gritó–. ¡Sargento Amarras! ¿No me oye? ¡Sargento...! Maldito chiflado...

Los ojos del teniente no se habían acostumbrado todavía a la falta de luz. Decidió esperar. En lugar de ir palpando camastro por camastro, permaneció durante un par de minutos quieto y en silencio en medio de la estancia. Pronto supo dónde estaba el hombre que buscaba. Unos sordos ronquidos le llevaron hasta el fondo de la habitación, al último de los catres. De tratarse de cualquier otro, le hubiera despertado con un puntapié en el trasero. Fue su primera intención, pero en este caso se limitó a sacudir con fuerza el armazón metálico de la litera y, sin que resultara demasiado evidente, manteniendo cierta distancia.

—¡Sargento! Despierte de una vez. Tiene que salir ya mismo para...

—No estoy de servicio, teniente, búsqueme en la cantina y beba de gorra a costa de los novatos... pero déjeme dormir de una puñetera vez.

—Levántese y prepare un furgón, tiene orden de actuar en un posible tumulto en lo alto de...

—No le oigo.

—¡He dicho que se levante! Informaré al coronel sobre su conducta si no hace lo que...

Antes de terminar la frase, Amarras se volvía hacia el otro lado de la cama para dar la espalda al teniente. Después, se aclaró la garganta con un desagradable carraspeo.

—¿Y cómo es eso de que no está de servicio, sargento? Usted está a mis órdenes y va a hacer lo que yo le...

Indignado por la insolencia del sargento, olvidó toda precaución. Tiró de la manta con la que Amarras se arropaba y entonces supo que aquel hombre no dormía. Nadie que un segundo antes hubiera estado durmiendo, podría haber reaccionado con tal destreza y precisión. Sin que supiera cómo, el sargento Amarras le apresaba la garganta con la mano izquierda, mientras que la derecha sostenía un filo metálico y frío contra su nuca. Casi no podía respirar, pero el poco aire que conseguía, le alcanzó para balbucear unas pocas palabras.

—No lo haga... sabe que le ahorcarían... ya está en un buen lío... amenazar a un superior con su navaja... daré parte al coronel de esta...

—Usted va a cerrar la boca... mi teniente. A no ser que quiera ser la risión de todo el cuerpo... mi teniente. Imagínese en la cantina de oficiales contándoles a todos cómo un viejo de sesenta años armado con una cucharilla de café ha hecho que mi teniente de treinta manche sus pantalones de eso que hace poco estaba en sus tripas y ya empieza a apestar el cuartel. Mi navaja la guardo para otras ocasiones, seguro que las habrá... Al fin y al cabo, estoy otra vez de servicio, y a sus órdenes... mi teniente.

Cuando se vio libre de la angustiosa presa, sus piernas se negaron a sostenerle. Habría jurado que durante un instante aquel sargento había paladeado la posibilidad de matarle allí mismo. Lo había visto en sus ojos, unos pequeños y oscuros carbones que, como un relámpago, brillaron en la oscuridad con un rojo vivo. Al intentar gatear para alejarse de la litera, resbaló, en ese momento no sabía con qué. Daba igual, lo único que importaba era salir del dormitorio cuanto antes, llegar al pasillo y ponerse a salvo. Una vez en su despacho cerraría por dentro y no saldría hasta la mañana siguiente, terminaría su guardia y pediría el traslado.

Cinco minutos más tarde, con paso largo y vivo, el sargento Amarras atravesaba el patio de cocheras para dirigirse a la entrada del cuartel. Llevaba tras de sí a una decena de guardias de asalto que había sacado casi a la fuerza del cuerpo de guardia y, ya en la calle, continuaba señalando con el dedo a todo aquel uniforme que se cruzara a su paso.

—¡Tú! ¡Tú y tú! Venid conmigo y sin rechistar, no me quedan ni paciencia ni explicaciones. El teniente Hormigos se ha sentido indispuesto y me ha entregado por debajo de su puerta una orden de intervención firmada por el mismísimo coronel. No quiero oír excusas, os falta seso para inventar nada que os libre de esta mierda, lo que quiero es llenar un furgón y salir cuanto antes para el Cuartel de la Montaña. Algo se está cociendo allí desde ayer, ya veremos si es un plato ligero... ya veremos.

El par de periódicos atrasados que habían caído en las manos de Teófilo durante los últimos días, bastaron para que ahora sintiera un hormigueo de inquietud en el estómago. Las noticias no eran buenas, los rumores que las acompañaban las hacían incluso peores. Y para que no le cupiera ninguna duda, aquel océano humano que, cada vez con mayor frecuencia, obligaba al furgón a detener su ya lento avance calle arriba, hacia la Montaña del Príncipe Pío.

La mayoría de los jóvenes guardias probablemente estarían entre la multitud de no encontrarse hoy de servicio. Vestidos de paisano serían uno más entre aquellos que se disputan el brazo de una sonriente muchacha. Ninguno regatearía un gramo de entusiasmo al unir sus voces a los coros que van y vienen. Libertad, pueblo, lucha... Son las palabras que llenan los cánticos y las consignas, manan de los portales y llueven desde los atestados balcones. En ellos se enarbolan por igual banderas o paños de cocina, se responde a los vítores del gentío e incluso, a petición de los más jóvenes, se lanza algún que otro cubo de agua.

Todas las miradas encuentran otra en la que reconocerse y tomar aún más fuerza, pocas pierden un solo segundo en ese único punto oscuro que parece negarse a encajar en la escena. Es uno de esos grandes camiones sin techo de la Guardia de Asalto. Embutido en una muchedumbre cada vez más cerrada que no deja de zarandearlo entre olas hechas de gritos y puños en alto. El semblante de los jóvenes guardias no esconde nada, todos se agazapan asustados bajo la visera de su gorra de plato.

Su sargento, sin embargo, no parece tan impresionado por lo que les rodea. Permanece desde hace rato de pie junto al conductor, con la vista clavada en el punto de destino, justo en la cima de la colina que domina el Palacio Real, un edificio inmenso que la mayoría conoce como el Cuartel de la Montaña.

Teófilo cerró los ojos con fuerza y, haciendo una mueca, tragó saliva. Maldijo en silencio la mala suerte que parecía gobernarlo todo esa mañana. Le quedaban menos de diez minutos para salir de servicio, pensaba haberse pasado al menos uno de sus dos días libres tirado en la cama, tal vez a la noche hubiera ido a dar una vuelta por los Jardines de Sabatini. Si iba de uniforme, normalmente el guarda se olvidaba de cerrar la verja y dejaba pasar. Le gustaba mirar aquel cielo lleno de estrellas, más aún los atardeceres. Dependiendo del día que hubiera llevado en el cuartel, aquellos crepúsculos rojos que teñían el mundo de parte a parte, podían ser como la pupila inyectada en sangre de un monstruo, o como la dulce sonrisa de una diosa avergonzada... Pero no. Tuvo que cruzarse con el sargento en aquel pasillo y ahí acabaron sus dos días libres.

Para colmo de males, el áspero cuello de su recién estrenada guerrera insistía cruelmente en desollarle la piel de la garganta. Mojó sus dedos en saliva y se masajeó como pudo, siempre atento a si el sargento volvía la cabeza de repente. No sabía si aquello sería suficiente como para recibir una reprimenda. ¿Quién sabía lo que alguien como Isidoro Amarras pensaba sobre cualquier cosa?

Una voz familiar le susurró desde atrás:

—Grasa de caballo.

Miró de reojo e hizo un gesto de no comprender a Jesús Movinda. Casi tan joven como él, pero ya con tres meses de experiencia en el Cuerpo de Asalto.

—Que digo... que lo mejor para que el pescuezo no se te ponga en carne viva es un poco de grasa de caballo en el cuello de la casaca. Eso sí, ándate con tiento, que, si le das demasiada, lo dejará negro como el carbón y te costará limpiarlo. Pero no te preocupes, no hará falta, con este maldito calor pronto lo ablandarás a fuerza de sudar.

—Gracias, Jesús, pero hasta que volvamos al cuartel no podré...

—Yo llevo las botas bien engrasadas para domar el cuero y que no me muerdan los pies. En cuanto lleguemos a donde quiera que sea, podrás untarte los dedos y salir del paso.

—¡Ojalá sea pronto, compañero! Entre este calor y este uniforme...

—¡Abajo! ¡Os quiero abajo ya mismo! ¡Todo el mundo atento a las órdenes! ¡Y formando por escuadras! –aquella voz de piedra les hizo saltar del asiento–. Apretaos bien las cinchas, muchachos. Hoy no sé si vamos a correr detrás o delante.

Ninguno de ellos se arriesgó a tomar aquello como una broma. Era imposible saber qué se escondía bajo el enorme y negro bigote del sargento. Pudiera haber una sonrisa o una mueca furiosa, nunca nadie probaba a averiguarlo, fue una de las primeras cosas que aprendió acerca de aquel hombre y de aquel mundo.

—¡Echad un ojo a los novatos! Yo habría preferido no traerlos, pero la orden era llenar el furgón... Más me hubiera valido ponerles unas gorras a los percheros.

—¿Sabe alguien adónde vamos? –preguntó Teófilo con disimulo.

—Al Cuartel de la Montaña –respondió entre dientes alguien a su derecha.

—Los ánimos andan un poco revueltos por allí desde hace un par de días. Dicen que un general se ha colado dentro y ha levantado al cuartel contra el gobierno –añadió el susurro de una voz distinta.

—Y entonces, ¿adónde va toda esta gente? Si la cosa se complica puede haber peligro... y mírales, parece que van de verbena.

No fue Teófilo el único en percatarse de ello, la mayoría de sus compañeros estaban más que sorprendidos contemplando a los que cantaban y les saludaban con la mano al pasar junto al furgón. Las mujeres movían alegremente los abanicos, los hombres llevaban las chaquetas sobre los hombros, algunos se servían de un pañuelo anudado por las puntas para protegerse del sol, que ya empezaba a castigar. Unos golfillos de cara tiznada amenazaban con trepar por los topes traseros del furgón; una sola mirada del sargento les quitó la idea de la cabeza.

—¡Todos los silbatos al cuello! Si alguno se queda rezagado, que lo use y espere por el resto. ¡Sin separarse y al paso!

Teófilo se palpó el bolsillo del pantalón y respiró tranquilo al reconocer al tacto el pequeño cilindro. Al bajar se lo sacó con prisa e intentó colgárselo sin quitarse la gorra de plato. Escuchó un par de risas contenidas a su espalda y se sintió avergonzado. Dio por seguro que, de regreso al cuartel, alguien le recordaría su torpeza entre burlas. Siempre ocurría, los novatos sólo servían para eso. Mientras se alineaban, apretó con fuerza el silbato entre las manos e inspiró profundamente. Necesitaba calmarse y lo intentó recordando la primera vez que sopló en aquel reluciente tubo metálico; era como una pequeña sirena, no sonaba como todos los silbatos. Leyó una vez más la inscripción que llevaba grabada. «THE ACME SIREN», también había una «C» y una «S» entrelazadas, y sobre ellas una corona de cuatro torres. Se preguntó qué significarían aquellas torres.

—¡Guardia! ¿Llevas la calabaza debajo de la gorra o te la has dejado en el furgón? ¡No es momento de distraerse en bobunas! –la voz de Amarras casi le empujó hacia atrás.

—¡Atentos a mis órdenes! Iremos a buen paso. Os quiero pegados a mi espalda y en fila de a dos, seréis los polluelos y yo la gallina... A este día le huele cada vez peor el aliento, así que no os separéis de la manada o alguna comadreja os tragará sin siquiera quitaros la gorra.

El grupo se puso en camino, al principio abriéndose paso sin demasiada dificultad, pero, a medida que la multitud se espesaba, la hilera de guardias se fue alargando, rompiéndose a veces para, aprovechando un claro entre el gentío, volver a juntarse. Teófilo compartía con otro tan asustado como él la cabeza de la marcha; buscó a Jesús Movinda entre los que le seguían y no le encontró, la apresurada carrera en que se había convertido el paso ligero le impidió volver a intentarlo. No quería correr el riesgo de tropezar y hacer caer al resto. «Eso sí que sería un desastre», pensó angustiado.

A excepción del sargento, ningún guardia se alejaba demasiado de la veintena y, aun así, el esfuerzo de ascender la suave y larga pendiente de la calle Ferraz comenzaba a dejarse sentir en el resuello de los hombres de azul. Ahora, ya casi en la cima de la colina, nadie les presta la más mínima atención, todas las miradas y todas las manos señalan el inmenso edificio de ladrillo.

Todos sus balcones permanecían cerrados desde hacía días, los mismos que un pequeño grupo de mujeres con mandiles a la cintura llevaba gritando ante las grandes puertas. La algarabía propia, sumada a la que las rodeaba, no permitía entenderlas con claridad; discutían acaloradamente con los que, en una refriega aparte, se disputaban un lugar algo más cercano a la fachada. Entre riña y riña, la mayoría de ellas arrojaban piedras contra los cristales del cuartel; las menos estaban de rodillas en el suelo, suplicando entre sollozos frente a los muros.

—¿Qué hacen todas esas mujeres en medio de este jaleo?

Al final de la fila, un desconocido contestó a Teófilo.

—Son las verduleras del mercado de la Cebada. Tienen a sus hijos dentro del cuartel, los cadetes del repollo les llaman. Críos sin pelos en el culo aprendiendo a ser soldaditos. Sus madres querrán llevárselos de ahí antes de que empiece el lío.

—Pues más vale que las den lo que quieren –añadió alguien más–. Ésas tienen la costumbre de salirse con la suya, por las buenas o a palos si se tercia. Seguro que hoy vienen de a kilo.

—¿De a kilo? –preguntó Teófilo.

—O de a kilo y medio. Ésas, cuando se ponen bravas, cogen las pesas de vender la fruta y las meten en los bolsillos de los delantales. De cuarto si son riñas de los puestos... por sus hijos seguro que han traído las de kilo. De modo que ándate con cuidado cuando empiecen a sacudir en el aire los mandiles; lo que aciertan lo tronchan.

No les fue fácil llegar hasta las cercanías del edificio. Hubo quien incluso se negó a cederles el paso. Nadie parecía dispuesto a entregar sin más el sitio que llevaba horas guardando para no perder detalle de todo lo que, según les habían contado, allí iba a suceder. Entre insultos y empujones, Amarras consiguió que sus guardias formaran por fin entre la muchedumbre.

—¿Quién es el responsable de todo este alboroto? ¿Hay algo parecido a una autoridad entre vosotros?

Nadie respondió, pero el griterío quedó en menos.

—¡Vamos a tirar abajo ese cuartel! ¡Sacaremos a esos facciosos a rastras! ¡Y luego les emplumaremos con brea!

Unos cuantos se adelantaron unos pasos para respaldar al que hablaba, un individuo enfundado en una camiseta raída, el resto rompió a reír con sonoras carcajadas. Por encima de sus cabezas, un chiquillo vestido de corbata y pantalones cortos se había encaramado al techo de un carro blindado; desde él le apuntaba con el dedo y disparaba con la boca.

—Llévese a sus figurines, deje que el pueblo arregle lo que el gobierno no se atreve a arreglar, y no busque más autoridad que los miles que estamos aquí. No va a hacer falta ninguna otra para darles a ésos de ahí dentro lo que se merecen.

Amarras le dejó hablar sin interrumpir el apasionado discurso, se limitó a observar con los brazos cruzados cómo otros muchos asentían en silencio. Los guardias más veteranos sabían muy bien el porqué. Su sargento quería que alguien, quien fuera, tomara el mando de aquel gentío para, a continuación, derribarle de un solo manotazo y hacerse entonces con el control de la situación.

A medida que hablaba, el hombre se agrandaba dentro de su camiseta llena de agujeros. Empezaba a estar más que seguro de haber encontrado cierta señal de acobardamiento en la impasible actitud de los guardias. Ahora, y vuelto hacia ellos, se frotaba sin cesar sus gruesos y peludos antebrazos con gesto amenazador. En torno a él, Amarras descubrió varias sonrisas lobunas, todas ellas bastante más peligrosas que las cuatro escopetas de caza y el par de barras de uña que las acompañaban.

Amarras se quitó la gorra con estudiada parsimonia, enjugó el sudor de su frente con los galones de la bocamanga y suspiró mirando al cielo.

—¡Muy bien! Eso de la brea y las plumas está muy bien, pero hablemos en serio. ¿Qué carajo vais a hacer cuando saquéis a los más de dos mil soldados que habrá dentro de este cuartel? Mucha brea va a ser ésa...

—¡Matarlos! –exclamó el de la camiseta.

—¡Matarlos por fascistas! –añadieron otros.

—¿Y cómo sabéis que son fascistas? No veo por aquí a ningún juez ni a ningún oficial tomándoles declaración...

—¡Ésos son fascistas! Y no te metas, compañero, porque...

Amarras no dejó que terminara su amenaza, después de eso habría muy poco espacio para moverse.

—¿Estáis en contra de la Guardia de Asalto? Espero que no... aunque yo todavía no he tocado la funda de mi pistola y alguno de vosotros ya nos puntea con la escopeta.

Había comenzado a hablar con un tono amistoso que poco a poco se hacía más duro.

—Sean fascistas o no, vais a dar todos la vuelta para alejaros de este cuartel. Pronto llegarán los refuerzos que me envía el gobierno y el mando correspondiente será quien decida lo que se hace y lo que se deja de hacer. ¡De manera que andando!

—¡Llamad al Tuto! –chilló alguien entre la multitud.

—¡Sí, eso, llamadle! El Tuto pondrá a ese sargento bigotudo en su sitio, ése no sabe que al Tuto no hay quien le tosa.

—¡El Tuto! ¡El Tuto! ¡El Tuto!...

Aquel nombre corrió como un reguero de pólvora entre la gente. Al intentar seguirlo con la vista, miró a su alrededor y juró por lo bajo. Un mal pálpito se había atado al pecho de Amarras y, para que no aflojara, el cerco humano que los encerraba a él y a sus guardias se estrechaba casi a ojos vista.

—¡Qué cojones pasa aquí!

La voz y su dueño encajaban como un guante en una mano. Era un trueno resonando gravemente dentro de un corpachón gigantesco. Llevaba a medio abrochar un desgarbado uniforme militar color verde oliva adornado por grandes manchas de sudor, tan oscuras como la barba cerrada de tres días que le cubría el rostro.

—Lo último que necesitamos es un rebaño de guardias –tronó el gigante.

—¡No lo voy a repetir! –respondió Amarras ignorando al militar–. Despejen esto inmediatamente. Tengo ordenado que la puerta de este cuartel ha de quedar libre de personas y animales antes del mediodía. Y como ya es tiempo, todos ustedes van a recular hasta no menos de trescientos metros de donde estamos. Así lo manda el gobierno en la orden firmada por el coronel de la Guardia de Asalto...

—¡La Guardia de Asalto! ¡La alegría de las putas y el terror de los maridos! –gritó el Tuto.

—¡Échalos de la puerta, Tuto! ¡Que se enteren esos guardias de con quién se juegan los cuartos!

—Mi nombre es Ángel Tuto, teniente de Artillería. Yo también tengo órdenes, sargento. Y para cumplirlas he dispuesto dos baterías allá detrás que dentro de diez minutos van a abrir fuego contra el cuartel si no empieza a salir gente por esas puertas o no recibo la contraorden. Mientras tanto, el que decide o no decide soy yo. Usted y sus muñecos se pueden ir por donde han venido... o mejor, servid para algo y llevaos con vosotros a esas brujas de la Cebada, que no dejan de fastidiar.

—Pero este cuartel está lleno de soldados, la mayoría no son más que críos... No vas a disparar esos cañones, teniente.

—Hasta que les hierva la pintura, sargento.

Mantuvieron la mirada clavada en los ojos del otro en busca de algún reflejo de debilidad. El aire se espesó hasta empezar a formar sobre sus cabezas una nube negra que bien pudiera haber descargado un relámpago entre ellos. Posiblemente por eso nadie se atrevió a interponerse, hubiera muerto en el acto.

Y la tormenta estalló. Un rugido afilado cruzaba el cielo. Amarras y Tuto lo reconocieron al instante. Tanto fue así, que ni siquiera pestañearon cuando la pared de ladrillo explotó en mil pedazos. Al retirarse la nube de polvo, pudieron ver la gran brecha abierta en la segunda planta del cuartel. De ella comenzaron a brotar humo negro y voces, muchas voces, unas llenas de miedo, otras de dolor, algunas de ira, todas mezcladas.

La multitud tardó muy poco en reponerse de la sorpresa y, cuando lo hizo, fue rugiendo de puro alborozo. Miles de manos marcaron el lugar del impacto, otras tantas se les sumaron alzando las armas. Apenas un minuto más tarde, un largo mástil surgió de entre la negrura con una tela blanca atada a su extremo. La explanada se llenó otra vez de vítores y entusiasmo.

Los únicos que no participaban de todo aquello eran Amarras y los suyos. Todos y cada uno de los jóvenes guardias contemplaban la escena atónitos, atentos a la más mínima indicación de su sargento, aunque ninguno tenía los ojos tan abiertos como Teófilo. Él nunca había visto nada parecido. Los ocho días escasos que llevaba de servicio fueron los más intensos de su vida, pero lo ocurrido durante aquella mañana superaba con mucho lo anterior. Su apacible existir en el pequeño pueblo segoviano del que procedía era ya nada comparado con los dos meses de instrucción. En este nuevo mundo todo era excesivo, no conocía la palabra certeza, el más insignificante detalle se convertía de pronto en una peligrosa incógnita, una intensa y arriesgada aventura de la que ahora ansiaba escapar. Todo lo que le rodeaba era de magnitudes desmedidas, el enfrentamiento con aquel gigante desmañado, la multitud enloquecida corriendo hacia ellos, desbordándoles por los lados y a través de ellos, incontenibles en su asalto al cuartel. Los sonidos, los olores, las imágenes, todo le sobrepasaba y aturdía al punto de quedar bloqueado. Su compañero Jesús Movinda le pellizcó en el brazo, era ya el tercer intento de llamar su atención, pero Teófilo sólo tenía ojos para el negro agujero que por arte de magia se había abierto en la pared del edificio.

—¡Despabila, chico! No te quedes ahí como un pasmao. ¿No has oído al sargento? Ha dicho que nos pongamos en las puertas, que nadie debe entrar ni salir antes de que él hable con los de adentro. Los demás ya van por ahí delante, más nos vale que Amarras no nos eche de menos, ése es capaz de arrancarnos las orejas... ¡Vamos, Teo! ¡Date prisa, hombre!

Juntos se dirigieron hacia donde más se concentraba la muchedumbre, no era posible correr, a cada paso tenían que empujar y ser empujados por la densa masa de cuerpos que se apelotonaban en los alrededores de los portones. Sin saber cómo, Teófilo había perdido su gorra. Absolutamente aterrado y con las manos en la cabeza, no se atrevió a imaginar lo que podría hacerle el sargento si llegara a enterarse. Olvidó a su compañero y, poniéndose de rodillas, comenzó a buscarla por el suelo. Tras luchar durante un rato contra aquel bosque de piernas y correr el riego de ser pisoteado, cayó en la cuenta de que sería más probable encontrarla sobre una cabeza que bajo unos pies. Volvieron los empujones, pero esta vez acompañados de insultos y amenazas. Una mujer le escupió en la cara, no pudo entender lo que le gritó a continuación, porque una nueva ola humana la arrastró y jamás volvió a verla. Mientras se limpiaba con la manga, creyó que su suerte empezaba a cambiar, alguien agitaba una gorra de plato con el brazo extendido; justamente debajo de ella encontró a Movinda.

—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Estoy aquí...!

Teófilo le llamó a sabiendas de que no podía oírle. Su amigo también era zarandeado por la masa de gente, le veía mover la boca, discutiendo con alguien, entregado en cuerpo y alma a la imposible tarea de hacerse entender. Se encontraba demasiado lejos y el griterío era tal, que no habría podido comprender lo que decía ni aun estando a su lado. Teófilo alzó los brazos para intentar llamar su atención. No pudo volver a bajarlos. El torrente de cuerpos los envolvió a ambos para arrojarlos al lugar donde todo parecía empeñado en converger, las puertas del cuartel. Y cuando menos lo esperaban, la fortuna decidió acercarlos lo suficiente como para lanzarse unas pocas palabras.

—¡Busca a Amarras, Teo! ¡Olvídate de la maldita gorra y busca a Amarras!

Teófilo dejó caer los brazos. De repente sonaron tres disparos. El gentío pareció encogerse sobre sí mismo y fue entonces cuando pudo verle. A algo menos de veinte metros por delante, el sargento, con la pistola en alto, disparaba de nuevo al aire. Vaciando por completo el cargador, había conseguido lo que pretendía, ahora todos los rostros se volvían hacia él.

—¡Todo el mundo atrás! ¡Obedezcan o no me hago responsable de lo que aquí pueda ocurrir! Sepan que tenemos orden de detener a todo aquel que toque esta puerta, de modo que será mejor que hagan lo que se les manda y todo irá como la seda. Voy a intentar entrar en el cuartel para ver si este asunto tiene remedio; si no es por las buenas, el gobierno traerá las malas. Lo que no va a ocurrir hoy aquí es una matanza sin sentido, eso os lo puedo jurar por mis muertos.

Una mujer con los ojos hinchados y la voz rota agarró a Amarras por el brazo. Llevaba media mañana implorando ante los grandes portones y la otra media batallando contra los que pretendían asaltar el cuartel o simplemente acudían a curiosear. Teófilo llegaba en el preciso momento en que otra madre se hincaba de rodillas para aferrarse con desesperación a una de las perneras de su pantalón.

—¡Sacad a nuestros hijos de ahí! ¡Por favor, sargento! ¡Te lo pido por lo más sagrado! Sólo son niños... Mi Alfredito ha cumplido los dieciocho el mes pasado... No ha hecho nada malo... Sácamelo de ahí, sargento –rogaba sin poder contener el llanto.

—Los sacaremos con bien a todos, tú échame una mano en despegar de la puerta a las otras madres y yo te traeré a tu chico sano y salvo.

La promesa de Amarras pareció servirla de consuelo, al menos lo suficiente como para ayudarle con las otras mujeres que se le acercaban para pedir por sus hijos.

—¿Cuántos de mis polluelos siguen conmigo? –gritó mientras sacaba el cargador de su pistola.

Abrió una de sus cartucheras y tomó un puñado de balas. Mientras las introducía una a una, y con absoluta calma, rió para sus adentros.

—¡Y sin un triste cabo que me lleve a estos novatos! Así es como me mandan a este avispero... ¡Atención! A formar en fila de a dos guardando los portones, y que sólo pase el que traiga mi cabeza bajo el brazo... Nadie sale y nadie entra, ¡es una orden!

Amarras sabía perfectamente lo que pedía a aquel grupo de chiquillos asustados. Harían falta cientos de agentes fuertemente armados para medirse con garantías a los miles de personas que llenaban la explanada que rodeaba el cuartel. Terminó de cargar la pistola, buscó algún picaporte con el que llamar y no lo encontró. Cuando se disponía a golpear la puerta con la culata, comenzó el infierno.

Antes de darse la vuelta para mirar, ya sabía lo que iba a ver. Desde alguno de los balcones, una ametralladora pesada disparaba contra la multitud. Sus guardias estaban muy cerca del edificio y la falta de ángulo los mantenía a salvo, pero todos los que se encontraban frente a la fachada ofrecían un blanco más que perfecto. En un abrir y cerrar de ojos ya pudo ver los cuerpos ensangrentados de una docena de personas, algunos prácticamente partidos por la mitad. Aquella primera ráfaga se había cebado en los que parecían estar más dispuestos a romper la fila de guardias. Ninguno de ellos esperaba tan terrible carnicería, por eso la primera reacción fue la de contemplar asombrados los cadáveres desparramados por el suelo, mirarse las manos y tocarse las ropas empapadas de la sangre del que hacía apenas un segundo gritaba a su lado.

—¡Atrás! ¡Atrás, locos! ¡Alejaos, estúpidos! ¡Salvad la vida y alejaos del cuartel! ¡Eh, los de los balcones! ¡No tiréis más! ¡Son sólo civiles! ¡Malditos seáis todos!

Los gritos de Amarras se apagaron bajo otro estruendo. Esta vez eran dos ametralladoras las que abrían fuego sobre las espaldas de los que, intentando huir, se topaban con una muralla de seres petrificados de puro terror. Las balas no hicieron distinciones, a todos los destrozaban, los desnudaban al partirlos en pedazos... y un escalofriante grito hecho de miles de voces cubrió como un sudario la Montaña del Príncipe Pío.

Creyó distinguir entre los muertos el cuerpo de la mujer que le había rogado por su hijo, y un poco más allá un enorme corpachón destrozado apenas cubierto por un uniforme de artillería. «Hasta que hierva la pintura de los cañones...», pensó Amarras.

A su alrededor, docenas de cadáveres desconocidos, encima y debajo de los que agonizaban pidiendo auxilio. Algunos de los que quedaron rezagados en la huida se atrevían a socorrerlos, los sacaban a rastras de entre los muertos, tirando de ellos entre alaridos de dolor, a veces partiéndoseles en el intento, siempre marcando el camino con un ancho reguero de sangre.

—¡Atención, guardias! ¡Todos con el culo bien pegado a las puertas!

Amarras se percató de que, aún en la distancia, algunas pistolas y escopetas ya apuntaban de nuevo contra el cuartel. No quiso pensar en ello.

—Atendedme bien, muchachos. Voy a intentar que todo esto pare aquí, hablaré con los de las ametralladoras, si puedo, les convenceré para que me dejen entrar... y ya veremos qué pasa.

Avanzó unos metros y se colocó bajó los balcones, alerta ante cualquier movimiento en los ventanales, midiendo a cada paso lo que tardaría en salir de su ángulo de tiro.

—¡Eh! ¡Los de ahí arriba! ¡Ni se os ocurra volver a poner en marcha esas malditas picadoras otra vez! Tengo en el bolsillo una orden que viene directamente de Capitanía, dice que desaloje la explanada y me presente en Pontejos con quien ha levantado el cuartel contra el gobierno. Veréis que no tengo amigos entre los jefes...

Amarras rió su propio chiste.

—Bastante mal lo tenéis con esa carnicería que acabáis de hacer, no lo pongáis peor atacando a la Guardia de Asalto. Me imagino que os habrán dicho que esperáis refuerzos... Es pura filfa. No tenéis mucho tiempo antes de que esos cañones que veis al fondo empiecen a convertir el cuartel en una escombrera. Todavía podéis elegir si queréis estar dentro o fuera cuando eso ocurra. Los soldados seréis arrestados, no creo que salgáis muy mal parados; vuestros oficiales tendrán su oportunidad en un tribunal militar... Eso es más de lo que tienen todos los muertos que habéis dejado en la explanada. La decisión es vuestra...

Amarras estaba casi seguro de estar hablando solo y, para colmo, ya percibía a su espalda aquel temible rumor, creciendo con sus palabras, alimentándose a sí mismo y prometiéndole volver a convertirse en el monstruo que fue.

Habría apostado los ojos a que lo que alguien sacudía frenéticamente por uno de los ventanales entreabiertos, muy cerca del negro agujero que abrió el obús, era una camisa blanca. No le importó que lo fuera o no, ni siquiera le dedicó un segundo vistazo, lo más importante en aquel momento era lo que representaba. Una oportunidad, tal vez la última, de evitar una nueva matanza.

—¡Ésos de la Guardia de Asalto! ¿Hay alguna autoridad militar entre vosotros? –dijo una voz tras los barrotes de la balconada donde ondeaba la improvisada bandera de tregua.

—Mala suerte. Tendréis que apañaros con este sargento de asalto. Que yo sepa soy la única autoridad. Un guardia lo bastante burro como para dejarse meter en esta mierda, ya vendrán los linces cuando se acaben los tiros. ¿Con quién hablo?

—Soy el teniente Castillo. Tengo aquí arriba a cinco cadetes muertos y no quiero más. ¿Puede usted impedir que ese cañón vuelva a abrir fuego?

—¿Puedes tú hacer lo mismo con esas ametralladoras?

Nadie contestó desde el cuartel, pero un murmullo de voces contenidas le contó que algunos discutían acaloradamente la respuesta.

—¿Sargento? ¿Sigue ahí?

—Aquí sigo, teniente.

—No creo que ninguna ametralladora dispare por ahora, pero yo no les daría mucho más tiempo. Voy a bajar para ver si puedo abrirles la puerta. Cuando estén dentro, probaremos a hablar con la persona que está al mando. Todo el cuartel sabe ya que un sargento de la Guardia de Asalto ha intentado proteger la entrada, puede que a usted le hagan caso... Tendrá que ser rápido. Si esa gente consigue colarse tras usted, la sangre correrá como el agua.

—Lo intentaremos como dices, teniente.

—Bien, sargento. Traiga con usted ese papel de Capitanía, se lo llevaremos a quien creo que da las órdenes. Es un general sin mando que llegó hace tres días. Tiene usted que convencerle de que no existen esos refuerzos de los que algunos le hablan, que mantener esta situación sólo puede acabar con una tragedia mayor...

—¿Qué garantías tengo de que yo y mis hombres no seremos recibidos a tiros cuando pasemos por la puerta?

—Ninguna.

—Me caes bien, teniente Castillo. Si me hubieras intentado mentir con alguna estúpida patraña, te habría dejado ahí dentro y me hubiera ido tras los cañones. Debes saber que este cuartel está condenado. Se necesitaría un ejército para evitar que la multitud lo asalte. Lo único que podemos hacer es llevarnos detenido a ese general y esperar que eso calme las cosas. Dame quince minutos para preparar la salida... aunque tengo la sensación de que no nos queda tanto tiempo.

Amarras miró hacia atrás y vio lo que sospechaba. La muchedumbre regresaba, los más temerarios avanzaban encorvados, zigzagueando entre los cadáveres, con las armas apuntando a los balcones, y ya a menos de cincuenta pasos de la entrada al cuartel.

—¡Pongámonos en marcha! Necesitaremos uno de esos vehículos blindados que vimos al llegar. Usar ahora nuestro furgón descubierto sería como pedir a gritos que alguien empiece el tiro al guardia. Habrá que hablar con algún conductor para que nos lo traiga hasta la misma puerta.

—Pero esa zona fue arrasada por las ametralladoras. ¿Y si están muertos? –preguntó Jesús Movinda, arrepintiéndose al instante de haberlo hecho.

—Pues tendremos que convencerles para que resuciten... porque seguro que un gañán como tú no sabrá conducir esos trastos, ¿verdad?

Movinda no se atrevió a responder.

—Y como veo que hoy te toca llevar puesto el cerebro del pelotón, vas a ser quien me acompañe. Iremos por uno de esos cacharros y, si es preciso, lo traeremos empujando. Tu amigo el novato se viene también, no me lo pierdas de vista.

Teófilo sintió de pronto que una bola de algo pesado y frío caía por su garganta.

—El resto os quedáis aquí. Las órdenes siguen siendo las mismas. Ni uno solo de esos que vienen ha de rozar siquiera esta puerta, disparadles, a puñetazos, a mordiscos si hace falta... pero que no me toquen la puerta. El que se despiste me dará cuentas personalmente, así que ataos los machos.

Teófilo continuaba petrificado. Su compañero tuvo que darle un buen empujón para que arrancara a andar tras el sargento. Se cruzaron con algunos que les reprocharon entre risas el que huyeran dejando abandonados a los demás guardias. Pero las burlas no distrajeron a Amarras de su objetivo. Estirando el cuello y absolutamente concentrado en lo que hacía, buscaba entre el mar de gente la silueta de uno de aquellos carros blindados que creía haber visto ya antes en otra parte, casi veinte años antes, durante la guerra de África.

—¡Novato! –gritó sin apartar la vista del horizonte.

—¡Sí, mi sargento!

—¡A cuatro patas, novato!

A Teófilo sólo le salió un apocado hilo de voz.

—¿Cómo dice, mi sargento?

—¡Que te pongas a gatas, cojones! –Amarras parecía realmente enfadado, pero ni así se dignó a mirarlo.

—Sí, señor... ya mismo, sargento...

Cuando el joven guardia cumplió la orden, el sargento se le acercó y se subió de pies sobre su espalda.

—¡Quieto ahí y no te muevas, novato!

Amarras se quitó la gorra y oteó la explanada protegiéndose, con la mano sobre los ojos, de la intensa solana.

—¡Allí hay uno! No me extraña que no lo viera a la primera, alguien ha movido ese trasto, la gente se ha apiñado alrededor y sobre el techo. No se ve a nadie uniformado... no vamos a tener conductor... ¡Maldita sea!

Amarras saltó al suelo y, sin esperar a nadie, se lanzó a la carrera. Cuando cinco minutos después le dieron alcance, se encontraba hablando con un grupo de personas, todas armadas con fusiles. El centro de todas las miradas era un hombrecillo de aspecto elegante, sumamente delgado, con el pelo negro y brillante peinado hacia atrás. Nunca supieron cómo había comenzado la conversación, pero con escuchar unas pocas palabras se hicieron una clara idea de lo tenso de la situación.

—... No te metas compañero, no es asunto tuyo. Somos una patrulla de vigilancia, podemos hacer los registros y detenciones que nos vengan en gana –le decía un individuo calvo a Amarras mientras le amenazaba con el dedo.

—Sólo he preguntado que qué vais a hacer con ése. Mientras no me enseñéis un documento que os autorice, para mí sólo sois civiles que...

—No te canses, sargento. Lo vamos a matar por cavernícola –le interrumpió el calvo.

—¿Y qué carajo es eso de cavernícola? Vosotros no sois quién...

—Por troglodita... por cangrejo... y por faccioso –añadieron los demás.

—Eso ya es otra cosa. Si es un faccioso, ha de ser interrogado en nuestro cuartel de Pontejos. Puede darnos información sobre otros como él, si tienen armas escondidas en alguna parte...

—¡Lo que hay que hacer con ese perro es fusilarlo! ¡Aquí mismo! –rugió una voz al final del grupo.

—¿Y quién tiene tanto interés en que este fascista muera antes de hablar? ¿No serás tú uno de esos rebeldes que según los periódicos se esconden entre nosotros?

Todos volvieron la cara para mirar al que Amarras señalaba con la vista. Supo que era el mejor momento para tomar la iniciativa. Avanzó con decisión hasta colocarse junto al detenido y, poniéndole una mano en el hombro, dijo en voz alta para que todos le oyeran:

—¡Esto se ha acabado! Debería llevaros a todos, pero no cabemos en nuestro blindado. Tomaré declaración a éste y lo pondré a disposición de mi coronel, ya veremos si no me cuesta un disgusto dejaros libres. ¡Movinda! Mueve el culo y pon el carro en marcha, nos vamos ya mismo.

Movinda se obligó a cerrar la boca. No podía creerlo. Una veintena larga de hombres fuertemente armados habían hecho suyos el vehículo blindado y la vida del que acusaban de fascista. Su sargento los había apartado como si fueran chiquillos revoltosos, sin tocar su pistola y con las palabras justas. Le asombraba su fría audacia, la forma de mirar y de hablar entre aquellas oscuras bocas de fusil, la seguridad con que le ordenaba arrancar y conducir una gigantesca y terrible máquina cuando jamás había estado tan cerca de ninguna parecida. No le costó demasiado comprender el mensaje que llevaba toda aquella farsa. «Hazlo, hazlo rápido, hazlo rápido y bien, muchacho, nos jugamos la vida.»

Los que estaban de pie sobre el blindado comenzaron a bajar de mala gana. Uno de ellos asomaba medio cuerpo por una trampilla, fue la pista que necesitaba. Se apoyó en una especie de tirador y trepó hasta el techo, miró con disimulo por la angosta y negra entrada, cruzó los dedos y, encogiendo los hombros, se introdujo en ella. Sin saber dónde pisaba, sus pies trastabillaron en el interior de aquella negrura. Un intenso olor a gasolina y un calor agobiante le recibieron al caer sobre lo que se suponía era el asiento del conductor. Miró hacia atrás y se sorprendió al descubrir un espacio vacío, sin más luz que la que se colaba por estrechas aberturas dispuestas a cada lado. A su izquierda descubrió un intrincado laberinto de bombonas y tubos; a su derecha, un puesto de artillero tras un pequeño cañón; todo lo que hubiera más allá pertenecía a la oscuridad. Al volverse hacia delante, sus ojos tropezaron con una diminuta escotilla, la abrió y la claridad puso frente a él lo que parecía ser un tazón metálico flanqueado por dos palancas en forma de asas.

—¡Jesús Movinda! ¡Dese usted un poco más de prisa! ¡No tenemos todo el día!

La voz urgente de Amarras le terminó de convertir en un puro manojo de nervios. El sudor ya le chorreaba por la frente, le cegaba con un fuerte escozor, y, al limpiarse, su codo tropezó con una pequeña llave. Con un ensordecedor estruendo, el potente motor se puso en marcha y cortó en seco la respiración del guardia. Pasado el susto, creyó que la tremenda vibración que lo sacudía todo, terminaría por desarmar el vehículo. Un par de fuertes explosiones provenientes del escape le hicieron saltar del asiento, y comprobó con la coronilla lo muy cerca que tenía el techo. Tras unos segundos, el estruendo y las sacudidas cesaron casi por completo y fueron sustituidos por un dócil ronroneo. «Lo has conseguido, Jesús», se felicitó a sí mismo.

—¡Adentro con el detenido, novato!

El rostro de Amarras apareció al abrirse una entrada en la parte de atrás; le seguían el detenido y Teófilo. Una vez todos dentro, este agarró un asidero interior y tiró con fuerza para cerrar la pesada puerta de hierro.

—Y ahora llévanos de vuelta a los portones. La gente empieza a arremolinarse alrededor del carro y eso no nos conviene.

—A la orden, sargento.

Movinda se olvidó del calor que le ahogaba, del dolor de cabeza, incluso dejó de ver los grandes charcos de sangre sobre los que todavía yacía algún que otro cuerpo. Se sentía capaz de todo. Por eso no dudó al tomar entre sus manos las dos palancas de aquella extraña taza y empujarlas hacia delante. Con un brusco tirón, el carro blindado comenzó a avanzar, primero a trompicones, después con un uniforme traqueteo que les hacía castañear con los dientes.