Transradio - Maru Leonhard - E-Book

Transradio E-Book

Maru Leonhard

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Huir de Capital. Regresar al pueblo de su infancia. Esa parece ser la única salida. Isabel no logra superar la pena inmensa que siente y seguir adelante, necesita irse. Solo eso le pide a Martín, que se muden un tiempo al pueblo donde creció, a ese caserío al costado de la ruta rodeado de campo y nada más. La casa de sus padres, ahora solo habitada por fantasmas, le despierta recuerdos que se mezclan con el dolor de los últimos meses, pero también con lo que su imaginación completó a lo largo de tantos años de silencio. La vez que casi se ahoga en una zanja, el último verano que vivieron allí, la noche de la inundación, el día en que vio a su mamá por última vez. Lo que no sabemos lo inventamos, lo que no nos gusta lo embellecemos, lo que nos consuela lo magnificamos, lo que duele... ¿qué se hace con lo que duele? En esa búsqueda, Isabel de a poco irá dejando entrar en su vida a los vecinos del pueblo. Con gran habilidad, Maru Leonhard logra descubrir en ellos eso que convierte a un personaje común en uno extraordinario y complejo, completamente alejado de cualquier estereotipo. Imperceptiblemente se irán transformando para Isabel en catalizadores de sus duelos, en la posibilidad de cotejar su memoria, de que le hablen de su madre, de encontrar cómo seguir, y así limpiarse el barro del dolor, cambiar la piel bajo el sol del verano. Con una potencia visual inusitada, diálogos inquietantes y una prosa rítmica y envolvente, la primera novela de Maru Leonhard puede ser asfixiante y fresca a la vez. Una novela simple y conmovedora sobre dejar ir lo que ya no es parte de nuestro mundo y encontrarse de nuevo con lo que nos impulsa a seguir.

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Sobre Transradio

Huir de Capital. Regresar al pueblo de su infancia. Esa parece ser la única salida. Isabel no logra superar la pena inmensa que siente y seguir adelante, necesita irse. Solo eso le pide a Martín, que se muden un tiempo al pueblo donde creció, a ese caserío al costado de la ruta rodeado de campo y nada más.

La casa de sus padres, ahora solo habitada por fantasmas, le despierta recuerdos que se mezclan con el dolor de los últimos meses, pero también con lo que su imaginación completó a lo largo de tantos años de silencio. La vez que casi se ahoga en una zanja, el último verano que vivieron allí, la noche de la inundación, el día en que vio a su mamá por última vez. Lo que no sabemos lo inventamos, lo que no nos gusta lo embellecemos, lo que nos consuela lo magnificamos, lo que duele... ¿qué se hace con lo que duele?

En esa búsqueda, Isabel de a poco irá dejando entrar en su vida a los vecinos del pueblo. Con gran habilidad, Maru Leonhard logra descubrir en ellos eso que convierte a un personaje común en uno extraordinario y complejo, completamente alejado de cualquier estereotipo. Imperceptiblemente se irán transformando para Isabel en catalizadores de sus duelos, en la posibilidad de cotejar su memoria, de que le hablen de su madre, de encontrar cómo seguir, y así limpiarse el barro del dolor, cambiar la piel bajo el sol del verano.

Con una potencia visual inusitada, diálogos inquietantes y una prosa rítmica y envolvente, la primera novela de Maru Leonhard puede ser asfixiante y fresca a la vez. Una novela simple y conmovedora sobre dejar ir lo que ya no es parte de nuestro mundo y encontrarse de nuevo con lo que nos impulsa a seguir.

Maru Leonhard

Nació en Buenos Aires en 1983 y se crio en Ramos Mejía. Estudió Diseño de Imagen y Sonido. Actualmente trabaja como editora audiovisual y guionista. Transradio es su primera novela y ya se encuentra trabajando en una segunda y pensando una tercera. Escribe desde siempre, aunque señala que nunca ganó un concurso. Le gusta mucho nadar.

Fotografía © Pau Granillo

COMPAÑÍA NAVIERA ILIMITADA es una editorial que apuesta por la buena literatura, por las buenas historias bien contadas. Con la convicción de que los libros nos vuelven mejores y nos ayudan a soñar, a ver el mundo, y todos los mundos dentro de él, de otra manera. A pensar que un mundo diferente es posible.

Los autores, editores, diseñadores, traductores, correctores, diagramadores, programadores, imprenteros, comerciales, administrativos y todos los demás que de alguna manera colaboramos para que los libros de Naviera lleguen a los lectores de la mejor forma ponemos mucho trabajo y amor.

Tu apoyo es imprescindible.

Seamos compañeros de viaje.

TRANSRADIO

Maru Leonhard

Leonhard, Maru

Transradio / Maru Leonhard.

1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Compañía Naviera Ilimitada, 2021.

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-48191-2-3

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

© Maru Leonhard, 2020

© Compañía Naviera Ilimitada editores, 2020, 2022

Diseño de tapa: Santiago Palazzesi / gostostudio.com

Primera edición: abril de 2020

Primera edición digital: marzo de 2022

ISBN de edición digital: 978-987-48191-2-3

ISBN de edición impresa: 978-987-47555-4-4

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito del editor.

Compañía Naviera Ilimitada editores

Pje. Enrique Santos Discépolo 1862, 2º A

(C1051AAB), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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Índice

1.

2.

3.

4.

5.

6.

7.

8.

9.

10.

11.

12.

13.

1.

Los ladrillos de vidrio del ventiluz estaban cubiertos por una capa de polvo reseco. Me subí al borde de la bañera, les pasé un trapo mojado y el agua barrosa bajó por los azulejos amarillos, la luz del sol atravesó el vidrio, de pronto el baño se volvió naranja y mamá canta, conmigo en brazos, envuelta en una toalla rosa.

Mamá se mueve rápido. Abre la canilla y me deposita como un paquete dentro de la bañera. No sé cómo hace, pero me frota los brazos al mismo tiempo que me saca la ropa, me dice que cierre los ojos, que le tenga el jabón. Sentate, ordena, y yo obedezco y sigo llorando, hace un rato que estoy llorando, pero no entiendo qué pasó. El agua se tiñe de marrón. Agarro un pastito y me lo llevo a la boca. Mamá me lo saca con un manotazo, su pelo colorado cae de nuevo sobre mi cara y yo de nuevo sin poder respirar, igual que un rato antes, cuando su voz me trajo de ese lugar oscuro en el que estaba metida. Un lugar al que no sabía cómo había llegado ni dónde quedaba, solo sentía los sapos nadando alrededor, los yuyos enredándose entre mis piernas, su voz lejana que me llamaba Isa, Isabel, hija. Había tratado de alcanzarla pero se alejaba, cambiaba de dirección, desaparecía. Cuando pude abrir los ojos la tenía encima, nunca la había visto tan cerca. Alguien aplaudió. Estaba manchado de negro, con una franja blanca que le atravesaba los ojos, después supe que era el vecino que me había sacado de la zanja en la que nunca se supo cómo me caí. Qué te pasó. Dónde estabas. Qué hiciste. Levantándome un brazo dijo lo primero, levantando el otro dijo lo segundo, apretándome el mentón, qué hiciste. Y otra vez desde el comienzo. Una pierna, qué te pasó. La otra, dónde estabas. La cara, qué hiciste. Y más rápido. Una mano, la otra, la cara. Un pie, el otro, la cara. Qué te pasó, dónde estabas, qué hiciste. Se sentó sobre la tapa del inodoro y bajó la cabeza, los rulos le taparon la cara pero ella siguió repitiéndolo, cuando volvió a mirarme estaba con los ojos colorados y llorando, me abrazó y me dijo perdón, qué hice. Ya no se desprendía barro de mi cuerpo, aunque todavía podía sentir un sabor extraño en el fondo de la garganta, como el de una comida que nunca había probado. Algunos años más tarde, tomando de un vaso que no era mío, me había reencontrado con ese mismo sabor, algo anisado, que se me queda adherido a la garganta y sube a la nariz y que siempre que vuelvo a sentir me recuerda a esa tarde en la que casi me ahogo. Mamá se secó la cara con una toalla, me sonrió y se acercó, me envolvió y me alzó. Nos sentamos en el piso y empezó a cantar. Mamá canta, el sol da de lleno en estos ladrillos de vidrio, me quedo dormida.

Martín entró de golpe. Yo seguía inmóvil, mirando el ventiluz naranja.

—Isa, ¿estás bien?, ¿qué hay?

—Un ladrillo roto, pero como de adentro, ¿lo ves?

Se acercó y miró. Un rayo inesperado se filtraba por el ladrillo de vidrio roto y se reflejaba entre las olas que se dibujaban en los azulejos.

—¿Se podrá cambiar eso? —pregunté.

Unos meses antes había encontrado la llave de la casa mientras vaciaba el departamento donde papá había pasado sus últimos años. Leí la etiqueta del llavero. Transradio, decía. Pensé en ese lugar como siempre lo había hecho, con cierta distancia, tratando de hacer foco en cada recuerdo, y aunque nada era completamente nítido, siempre tenía la misma sensación, que ahí había sido feliz. Hacía meses que estaba a la deriva y me aferré al manojo de llaves convencida de que había recibido la respuesta a una pregunta que me obsesionaba: qué iba a hacer ahora. Me comuniqué con uno de mis tíos para preguntarle cómo llegar. Se sorprendió al escucharme. ¿Veintisiete, ya? Qué grande. Hubo un silencio largo e incómodo cuando le dije que papá había muerto hacía dos años.

Martín y yo llegamos un sábado de enero, cerca del mediodía.

—Es ahí —señalé con desilusión.

No recordaba que la casa tuviera tan poca gracia. Un rectángulo petiso con dos ventanas, a la izquierda el living, a la derecha uno de los cuartos, y una puerta de madera blanca con la base un poco podrida y un tragaluz en la parte superior. La pintura estaba descascarada, se veían varias capas de lo que adiviné serían las capas de la vida familiar: la mudanza, mi nacimiento, la inundación, la muerte de mamá. Era un bodoque inmerso en un híbrido inexplicable, ni campo ni pueblo ni comunidad ni villa, que empezaba a media cuadra de la ruta y terminaba quince cuadras adentro. Una especie de poblado, un paraje a setenta kilómetros de Capital Federal. Setenta kilómetros pueden parecer mucho y a la vez poco y esa es una gran ventaja, lo que dejamos atrás está ahí nomás. La distancia en kilómetros, en apariencia siempre absoluta, tiene algunas cifras confusas. Setenta kilómetros. Es lejos pero no tanto, lo suficiente para volver a empezar.

—No es complicado salir si se inunda, en dos minutos estás en la ruta y en poco más de una hora estás en Capital —así había terminado de convencer a Martín de mudarnos, prometiéndole que era lo último que le pedía. La escalada había comenzado unos meses antes. Que me dejara sola algunos días. Que se tomara unos días en el trabajo y me hiciera compañía. Que me consolara, que me dejara llorar tranquila. Que me dejara hacer mi duelo. Y que me cocinara, que me dejara dormir, que cerrara la persiana, que me acariciara el pelo, que me preparara el baño, que me hablara mucho, que se quedara callado, que nos fuéramos a la casa de mi infancia, que ahí iba a volver a estar bien, que era lo último que le pedía. Y él había accedido. A todo.

Entrando por la ruta había un depósito de materiales de construcción, después una casa blanca y pequeña, después la nuestra. Desde la vereda se podían escuchar los autos pasando a toda velocidad por el pavimento, una estela de ruido que duraba unos pocos segundos. Alguien me había enseñado cómo cruzarla. De qué tamaño tenía que ver los autos para saber que llegaba corriendo hasta el muro bajo que todavía hoy divide las dos manos. Pero nunca pude cruzar corriendo. Ahora me había reencontrado con esa ruta y con el susto que me daba cada auto, el ruido y la vibración y nunca saber cuánto tiempo tenía antes del siguiente. Cada vez que mi cuerpo amenazaba con arrancar, un sacudón de adrenalina me agitaba y retrocedía, siempre terminaba cediendo y caminaba al puente. El puente quedaba a menos de quinientos metros y cuando era chica lo usábamos poco, solo cuando yo insistía. Me gustaba pararme en el medio con mamá, mirar cómo venían los autos y pasaban por debajo de nosotras, darnos vuelta rápido y ver cómo volvían a aparecer del otro lado y se alejaban. Pero a ella no, a ella le gustaba cruzar por abajo, corriendo a toda velocidad. Yo nunca lo había logrado.

En la casa el panorama era menos desalentador de lo que yo esperaba. El pasto no estaba tan crecido y las plantas estaban florecidas y con la tierra húmeda. Creí que se había encargado un vecino, alguna señora que no tenía nada más que hacer.

—Ahora vas a ser como esas señoras —me dijo Martín.

Cuando abrimos la puerta todo estaba exactamente igual a como lo recordaba. Un modular de madera, un sillón de cuero, unas estanterías de vidrio, ningún adorno a la vista.

—Voy bajando las cajas.

—Todavía no. Quiero limpiar primero.

—No vas a terminar de limpiar hoy.

—Sí, voy a terminar.

—¿Y mientras tanto yo qué hago?

—Podrías ver cómo está la cosa en el cuartito del fondo, el de las herramientas.

Él asintió, pero mientras buscaba la llave del candado para dársela, pude ver de reojo su fastidio.

Yo tenía seis años cuando papá y los hermanos de mamá construyeron ese cuartito. Fue después de que me cayera en la zanja, cuando mamá se enfermó. No me decían qué tenía, solo que había que dejarla descansar. Pasaba el día encerrada en su cuarto y yo crecí pensando que había sido mi culpa. Que la tierra que había tragado cuando me hizo respiración boca a boca se le había adherido por dentro y la había oscurecido tanto que ya no podía salir a la luz del sol. Varios años más tarde entendí que mamá no salía de la cama porque estaba deprimida. Aunque alguna duda siempre me quedó.

El verano de esa construcción fue el último que vivimos ahí. Mis tíos, con sus esposas e hijos, se habían instalado con nosotros. Dormíamos apilados en el living, compartíamos camas y colchones y dos primas dormían en una reposera en la cocina. Recuerdo ese verano como una colonia de vacaciones eterna, pero después me enteré de que la convivencia solo había durado los quince días de la construcción. Me encantaba estar rodeada de visitas y que hubiera tanto movimiento en la casa, pero también me entristecía que mamá no estuviera con nosotros. No podía creer que se perdiera toda esa diversión. Arrancaban con el trabajo muy temprano, paraban un rato a la tarde y retomaban hasta la madrugada. Se quedaban despiertos mientras los chicos dormíamos. Yo los espiaba por el huequito de una persiana rota. Jugaban al truco, hablaban fuerte, encimados. Los ecos de las conversaciones me llegaban entrecortados, nunca entendía de qué hablaban pero siempre pensaba lo mismo, que cuando fuera grande quería ser como ellos. Mi reina, escuché una noche, y me asusté. Estaba a oscuras en el cuarto, mamá había entrado sin que me diera cuenta. Se sentó en el piso conmigo encima y nos quedamos las dos espiando la fiesta que había afuera. Alguien dijo algo y mamá se rio muy fuerte con una carcajada que heredé. Se dieron vuelta y miraron hacia mi ventana, mamá se tapó la boca, ellos volvieron a lo suyo.

Yo era la primera en amanecer. Me gustaba salir al jardín enorme, escuchar las primeras chicharras, ir viendo cómo aparecían los demás. Parecía una coreografía. Hombres en cuero y transpirados yendo y viniendo, cruzándose entre sí, diciéndose algo al pasar. Extrañaba a mamá, me resultaba raro no verla aparecer como siempre, el pelo despeinado, en camisón y con una taza de café en la mano diciendo: Buen día, mi reina. Algunas mañanas trataba de colarme en su cuarto, pero solo una vez lo logré y no duré mucho, mamá se asustó al verme y papá me sacó rápido.

Las mujeres trabajaban en la cocina, los hombres en la construcción y los chicos ayudábamos en lo que fuera necesario: lavar platos, cortar fruta para la ensalada, mezclar la arena con la cal. Mi tarea preferida era ir al almacén con alguna de mis primas. Salir solas a la calle me daba una libertad que me costaba manejar, me ponía demasiado ansiosa. El almacén del gordo quedaba a dos cuadras. Para llegar pasábamos por una casa que a todos los primos nos cautivaba. Desde la vereda se veía un parque angosto y largo, decorado con enanos de jardín y una pileta de material en desuso. Me paraba delante de la reja y miraba hacia la casa de ladrillos blancos y la galería de cerámicos lustrosos que había en el fondo. Nunca supimos de quién era, empecé a tenerle miedo y a esquivarla cuando una de mis primas me convenció de que ahí vivía una bruja.

—El cuartito es un quilombo.

Martín estaba parado en la puerta y miraba cómo yo limpiaba los muebles con un trapo, lo mojaba, teñía el agua de marrón, escurría y volvía a limpiar.

—Medio que no se puede usar, te diría.

Me siguió hasta la cocina, donde tiré el agua sucia y volví a cargar el balde.

—O sea, sí, se puede. Pero hay que laburar un montón.

Se acostó sobre el piso del living, estiró la mano y la pasó por una línea que, a diez centímetros del piso, dividía la madera de la base del modular entre un color más oscuro y otro más desgastado y claro. Me senté a su lado, iba a venirme bien un recreo. Lo vi repasar cada mueble con la mirada y darse cuenta de que, cerca del piso, el tapizado del sillón era más oscuro, las maderas estaban descascaradas, las patas de las vitrinas de acero inoxidable, oxidadas.

—Por la inundación quedaron así. Hace como veinte años —expliqué sin que él preguntara. Cuando se murió mamá, agregué para mis adentros. De eso nunca hablaba en voz alta.

—Pero entonces fue grave, no sabía que acá se inundaba tanto.

—Sí. Mi viejo decía que perdieron todo, pero viste cómo era él con sus cosas, impecables o nada. Igual yo pensaba que habíamos abierto la puerta de la casa y que el agua llegaba hasta el techo y que se nos había caído una catarata encima.

—Dramática desde chiquita.

—Tengo hambre.

Salimos en busca del almacén del gordo. Mientras caminábamos recordé cuántas veces papá me había hablado de todo lo que perdió en la inundación. Me quedé sin nada de nada, repetía siempre antes de cerrar el tema. Crecí preguntándome si entre todo eso que perdió en la inundación estaba contada mamá.

La chica que nos atendió no supo de quién hablaba cuando le pregunté por el gordo. Pasamos por la casa de la bruja, estaba abandonada. Los enanos de jardín despintados, los postigos cerrados, la pileta con basura. Había pensado que la encontraría igual, que encontraría todo igual, que para la bruja y su casa el paso del tiempo no habría existido. Me asustó y apenó pensar cuánto de mi infancia ahí ya no existiría como yo lo recordaba.

Mientras comíamos tomates como si fueran manzanas, le conté a Martín que si cerraba los ojos podía ver la inundación. Que podía sentir que me ahogaba tratando de recuperar mis muñecas que flotaban, mi almohada preferida. Siempre me obsesionaron esas fantasías infantiles que se confunden con recuerdos verdaderos.

Le dije que para mí con esa falsa catarata había comenzado mi obsesión por el agua. Que el agua era lo mejor y lo peor. Que arruinaba muebles, pero también era alegría, felicidad, verano. Que después de eso, todos los recuerdos que tengo de cuando era chica tienen algo de agua: una pileta, el carnaval, la zanja donde me caí, mamá baldeando el patio de adelante. Mi momento preferido de la semana era los sábados a la mañana, cuando estábamos en casa y entre los tres teníamos que limpiar. A mí me tocaba pasarle la franela a los muebles y a todos los adornitos. Lo hacía bien y con alegría, pero sobre todo lo hacía rápido, quería estar libre para cuando mamá baldeara adelante. Me sentaba en el marco de la puerta y pasaba minutos mirando el sol reflejado en los baldosones, me gustaban los brillitos que se formaban y cómo el agua iba desapareciendo a medida que se secaba. Martín me dijo que a mí lo que me gusta es encontrar el origen de las cosas. Le dije que sí, claro, quién no quiere saber cómo empieza lo que alguna vez se va a terminar.