Tranvías - Hans Olav Lahlum - E-Book

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Hans Olav Lahlum

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Beschreibung

UN ASESINATO INCOMPRENSIBLE. UNA MISTERIOSA DESAPARICIÓN. NADA ES LO QUE PARECE.Oslo, 1970. El inspector Kolbjørn Kristiansen, conocido como K2, es testigo de cómo una joven intenta desesperadamente subir sin éxito a un tranvía. La próxima vez que la ve está muerta. Ayudado por su joven y precoz asistente Patricia, K2 descubre que la historia detrás del asesinato de Marie Morgenstierne realmente comenzó dos años atrás, cuando un grupo de jóvenes políticamente activos emprendieron un recorrido a pie por las montañas. Allí, una noche, el carismático líder del partido y novio de Marie, Falko Reinhardt, desapareció sin dejar rastro.Pero ¿qué vio Marie para correr por su vida? ¿Y podrían ambos casos estar relacionados? Pronto queda claro que su muerte no es sólo un caso complejo, sino que actuará como catalizador de una serie de oscuros acontecimientos que obligarán a K2 y Patricia a trabajar contra reloj antes de que el asesino de Marie ataque de nuevo.

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HANS OLAV LAHLUM

TRANVÍAS

Traducción de Ana Flecha Marco

Título original noruego: Katalysatormordet.

© del texto: Hans Olav Lahlum.

© Cappelen Damm AS, 2012.

© de la traducción: Ana Flecha Marco, 2024.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: abril de 2024.

ref.: obdo311

isbn: 978-84-1132-750-3

aura digit • composición digital

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

ÍNDICE

Día uno: La mujer de la línea de Lijord

Día dos: Tres padres, cuatro estudiantes y un testigo algo problemático

Día tres: Más respuestas, más preguntas y más sospechosos

Día cuatro: Un interesante paseo por las montañas y otra mujer a la carrera

Día cinco: Un hombre que corre y una foto recortada

Día seis: Junto al acantilado y cerca del punto de ebullición

Día siete: La cuenta atrás... y la explosión

Día ocho: El triunfo y las tragedias

Epílogo del autor

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Dedicatoria

Comenzar a leer

Colección

a mina, que representa la esperanza de futuro y una nueva generación de idealistas comprometidos con la sociedad

día unola mujer de la línea de lijord

1

A las diez y nueve minutos de la noche del miércoles 5 de agosto de 1970, la vi por primera vez, de repente y de manera inesperada.

Más tarde, esa misma noche, supe el nombre de la joven. Aun así, los siete dramáticos días posteriores me seguí refiriendo a ella como «la mujer de la línea de Lijord». Si hubiera entendido entonces su comportamiento, no solo podría haberle salvado la vida a ella, sino también a muchas otras personas.

Pocos minutos antes, había finalizado mi turno de noche con una tarea rutinaria en un hotel cerca de Smestad. El director ya estaba tenso antes de la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968 y estaba claro que se había vuelto ligeramente paranoico. Llamaba más o menos una vez al mes para advertirnos de una posible amenaza terrorista contra el hotel. En esta ocasión, se trataba de un cliente que, según una de las expresiones preferidas del director, se comportaba «de una manera tan misteriosa que levanta sospechas». El cliente en cuestión era un hombre que aparentaba menos de treinta años, pero era difícil saber su edad con certeza debido a su frondosa barba y a las llamativas gafas de sol oscuras que llevaba. Iba bien vestido, hablaba un perfecto noruego y pidió una habitación con balcón en la primera planta con una educación impecable. Sin embargo, no había hecho una reserva previa y no dejó su dirección postal. Afirmó que no tenía claro cuánto tiempo se hospedaría allí, pero pagó diez noches por adelantado en efectivo. No haría uso del servicio de limpieza, pero pidió que le dejaran el desayuno en una bandeja en la puerta de la habitación a las nueve. Siempre que se encontraran la bandeja vacía, podrían suponer que el hombre seguía allí, y eso es lo que había sucedido los seis primeros días, sin que ninguno de los trabajadores recordara haber visto ninguna otra señal de vida del cliente.

Apoyé la oreja en la pared del pasillo con diligencia, pero, como era de esperar, no oí nada sospechoso. Constaté que no había señales de delito y que podría haber muchas explicaciones para el extraño comportamiento de ese cliente. Le prometí que buscaría el nombre del sujeto, Frank Rekkedal, en los registros policiales y le pedí que se pusiera en contacto conmigo si surgiera algún otro motivo de preocupación.

Por motivos puramente prácticos —el eje del coche de policía se había estropeado ese mismo día—, el 5 de agosto de 1970, cogí el tranvía a Smestad. A las diez y nueve minutos, me subí a otro, rumbo al centro. Era una noche tranquila de verano y yo era el único pasajero que esperaba en la parada.

Cuando me senté, la vi por primera vez. Apareció de la nada en el camino en penumbra que conducía a la parada. Se acercaba deprisa, muy deprisa.

Lo primero que pensé fue que debía de tratarse de una atleta de primer nivel, pues no recordaba haber visto a ninguna mujer correr a tal velocidad. Después me imaginé que la tenía que estar persiguiendo un hombre que blandiera un hacha o una guadaña, pero no había ni rastro de esa persona y eso que alcanzaba a ver veinte o treinta metros detrás de ella. Allí no había ni un alma. Aun así, la mujer aceleró, a pesar de sus vaqueros ajustados, hacia la última puerta del último vagón. Mi creciente sospecha de que se trataba de una demente se confirmó al ver que, a pesar de la velocidad, corría de una manera muy particular. Saltó dos veces hacia la izquierda y otra hacia la derecha, mientras avanzaba a toda velocidad.

A pesar de lo rápido que corría, no alcanzó el tranvía por los pelos. La puerta se le cerró en las narices. El vagón entero se sacudió cuando ella chocó contra él. Nos miramos un par de segundos por la ventanilla. Vi que tenía el pelo claro, unos veinticinco años y una estatura algo por encima de la media. Sin embargo, lo que me llamó la atención fue su rostro, deformado en una mueca de terror. Me miró con los ojos azules abiertos como platos.

La puerta no pudo frenar la desesperación de la joven, que la golpeó con el puño y después apuntó con un dedo tembloroso hacia mí o, para ser exactos, hacia algo que yo tenía detrás.

Me giré por instinto, pero allí no había nadie más. Solo cuando el tranvía ya se había alejado de la parada de Smestad, comprendí que lo que señalaba era el freno de seguridad que estaba a mis espaldas.

De camino al centro, no pude evitar darle vueltas a ese extraño encuentro con la mujer de la línea de Lijord. Hay un tranvía cada veinte minutos, así que perderlo no me parecía precisamente una catástrofe. Cuando me bajé en Nationaltheatret, ya había zanjado el asunto con la conclusión de que se trataba de una persona que no estaba en sus cabales. No me arrepentía de no haber usado el freno de seguridad y pensé que no pasaría nada porque no la volvería a ver.

Sin embargo, la vi una vez más y fue esa misma noche en el mismo lugar. Para ser exactos, fue a las once menos cinco, pocos segundos después de bajarme de un coche de policía prestado junto a la parada de Smestad.

En mi defensa, he de decir que, cuando me llamaron de Holmenkollen a las once menos cuarto para informarme de que el tranvía que salía a las diez y treinta y uno de Smestad había atropellado a una mujer en la vía, enseguida comprendí lo que había ocurrido.

Cuando regresé, la mujer que había visto apenas una hora antes, corriendo a toda velocidad para alcanzar el tranvía, yacía inmóvil e inerte en la vía. Era indiscutible que se trataba de la misma persona. Primero reconocí los vaqueros y después la melena rubia y larga.

Como era lógico, el conductor estaba al borde del delirio. No paraba de repetir que la mujer estaba tumbada en la vía cuando él llegó y le había resultado imposible verla en la penumbra hasta que estuvo tan cerca que ya le resultaba técnicamente imposible frenar. Todo había ocurrido tan deprisa y había sido tan espantoso que le resultaba imposible saber si la mujer ya estaba muerta antes de que la arrollara el tranvía. Por suerte, se calmó cuando le aseguré por cuarta vez que no era sospechoso de negligencia ni de ningún otro delito relacionado con el caso.

La mujer de la línea de Lijord se llamaba Marie Morgenstierne, estudiaba Ciencias Políticas en la Universidad de Oslo y había cumplido veinticinco años hacía cuatro semanas. Toda esta información la sacamos del carné de estudiante que tenía en la cartera junto con tres billetes de diez coronas, uno de cincuenta, un abono mensual y dos llaves. Esas eran las únicas pertenencias de interés que tenía encima. Si llevaba un bolso, había desaparecido antes de que su dramática carrera terminara en la vía.

Enseguida me di cuenta de que no era la primera vez que oía el nombre de Marie Morgenstierne. Lo que no recordaba era cuándo y dónde lo había escuchado antes.

El tranvía estaba frenando cuando la atropelló, pero la parte superior del cuerpo de la víctima estaba tan destrozada que resultaba imposible establecer la causa de la muerte a simple vista. Sin embargo, el rostro estaba intacto. Me observaba con la misma expresión de pánico que ya había presenciado una hora antes a través de la ventanilla del tranvía.

De nuevo me pregunté si me encontraba ante una persona con problemas mentales que se había arrojado a las vías o si había algo más y me juré de inmediato que no dejaría el caso hasta que no hubiera encontrado una respuesta. Por suerte, por entonces no sospechaba cuántos días y cuántas complicaciones me supondría la búsqueda de la verdad sobre la muerte de la mujer de la línea de Lijord.

2

A las doce y diez de la noche del 5 de agosto de 1970, marqué el número privado de mi jefe, lleno de dudas. Por fortuna, sabía que era una persona noctámbula y que vivía solo, y me había permitido que me tomara esa clase de confianzas «en caso de asesinato o de un accidente mortal sospechoso y solo hasta poco más de medianoche».

El jefe escuchó atento mi resumen de lo ocurrido. Para mi alivio, enseguida me confirmó que, dado que había visto a la víctima y conocía el lugar de los hechos, era la persona más cualificada para dirigir la investigación.

—Por cierto, ¿sabes quién era Marie Morgenstierne? —me preguntó después, muy serio.

No tuve más remedio que disculparme y decirle que no. Estaba claro que se trataba de una pregunta clave. Aún tenía la incómoda sensación de que había oído ese nombre antes, pero no recordaba cuándo.

—Marie Morgenstierne era la prometida de Falko Reinhardt —dijo mi jefe, pensativo. Después se quedó unos segundos en silencio y por fin prosiguió—. Pertenecía a su círculo cercano. Era una de las activistas en contra de la guerra de Vietnam de los movimientos juveniles revolucionarios. Estaba en la cama con Falko Reinhardt la noche en que él desapareció. Fue la primera persona en percatarse de su ausencia. Si consigues resolver este nuevo caso y al mismo tiempo el misterio de lo que le ocurrió a Falko Reinhardt en Valdres esa noche de tormenta de hace dos años, muchos policías y la sociedad noruega en general te estaremos agradecidos. Pediré que te envíen todos los documentos del verano de 1968 a tu despacho mañana a primera hora.

Le di las gracias y colgué.

Me metí en la cama, pero no fui capaz de conciliar el sueño. En el transcurso de una hora y media de lo que parecía una noche tranquila de miércoles, no solo me habían confiado la investigación de un nuevo asesinato, sino también el caso de desaparición más extraño y que más había dado que hablar en nuestro departamento en la última década.

Cuando me quedé dormido la noche de ese miércoles 5 de agosto de 1970, tan inesperadamente dramático, solo tenía una cosa clara: a quién iba a llamar al día siguiente. Aún tenía el teléfono de Patricia Louise I. E. Borchmann, la hija minusválida del profesor Borchmann, junto al de los bomberos y al de urgencias, tanto en casa como en el despacho.

día dostres padres, cuatro estudiantes y un testigo algo problemático

1

El jueves 6 de agosto de 1970, me desperté antes de las siete y estaba demasiado agitado para seguir en la cama. Tras mi encuentro con la mujer de la línea de Lijord, sentía la misma emoción obsesiva que solamente había sentido en mis primeros dos casos de asesinato. En el primero, la investigación se mantuvo estancada durante dos días, hasta que, por medio de su padre, me puse en contacto con Patricia Louise I. E. Borchmann. Esta vez, no me demoré más de lo estrictamente necesario en llamarla y sentí un gran alivio cuando a las siete y veinte, después de tres tonos, oí su voz firme y clara al otro lado del auricular.

Como era natural, Patricia no sabía nada de la mujer que se había encontrado muerta en las vías, en Smestad, la noche anterior. Escuchó con creciente interés mi relato de los hechos y dio un silbido al oír el nombre de la víctima.

—¡La prometida de Falko Reinhardt! —dijimos a coro, un segundo más tarde. Después nos quedamos un instante callados y pensativos, hasta que yo rompí el silencio.

—No puede ser casual.

Patricia resopló tan alto que me pareció estar viendo su cara de sospecha.

—No lo es. Pongo la mano en el fuego. Me imagino que habrás visto qué día desapareció Falko Reinhardt, ¿no?

Tuve que reconocer que lo lamentaba, pero que no lo había mirado y a modo de disculpa añadí que estaba seguro de que la fecha no era lo más importante. Cuando Patricia me respondió, el tono de triunfo de su voz era más que evidente.

—No, pero, esté vivo o muerto, Falko Reinhardt desapareció en las montañas de Valdres durante una noche de tormenta, el 5 de agosto de 1968. En mi pueblo a nadie se le ocurriría decir que se trata de una coincidencia.

Sentí un escalofrío, se me aceleró el pulso y me oí responder que la fecha sí que tenía importancia y que en mi trabajo tampoco lo llamaríamos coincidencia.

A pesar de que era temprano, Patricia estaba inspirada y se apresuró a continuar.

—Los cambios son buenos, hasta en las investigaciones de asesinato. En los sesenta, nos ocupamos de habitaciones cerradas y hombres mayores. Ahora empezamos una nueva década con una llamada tuya sobre una joven y un misterio al aire libre. Tengo que advertirte que esto puede ser más complicado. En el número 25 de Krebs’ gate, en Torshov, no teníamos más que seis apartamentos con siete sospechosos en total de los que ocuparnos. A la mesa de la mansión de Magdalon Schjelderup en Gulleråsen, se sentaron once personas. El responsable de lo ocurrido ayer en la parada de Smestad, sin embargo, en teoría puede ser cualquiera. En la práctica, espero que el número de sospechosos sea más reducido y, según lo que he leído sobre la desaparición de Falko Reinhardt, puedo darte algunos nombres. Pero es muy importante que descubramos todo lo que podamos sobre lo que ocurrió en las últimas horas de vida de Marie Morgenstierne y con quién pudo haber estado. Tenemos que descubrir qué hacía y con quién estuvo ayer por la noche en Smestad e identificar de inmediato a los testigos que puedan haberla visto dirigirse a la parada. Trae todo lo que pueda resultar de interés tanto sobre la muerte de Marie Morgenstierne como sobre la desaparición de Falko Reinhardt y ven a cenar a las seis. ¿Te viene bien?

Más que una pregunta, parecía una orden. Le dije que sí.

—¿Se tiró Marie Morgenstierne a la vía, se cayó o la empujaron? —pregunté con intención de provocar, a modo de conclusión.

No debería haberlo hecho. Patricia exhaló un profundo suspiro y me respondió muy firme.

—No. Le pegaron un tiro.

Pude confirmar aliviado que Patricia estaba tan en forma como el año anterior. Esperó a que le pidiera más detalles, pero después prosiguió sin mayor dilación.

—Me sorprendería mucho constatar que no hubieran disparado a Marie Morgenstierne justo después de que perdiera el tranvía en el que viajabas tú. Y creo que es muy poco probable que fuera con una escopeta de caza de último modelo. Pero tal vez tengas más información al respecto cuando nos veamos esta noche.

Le respondí que eso esperaba, colgué el teléfono y salí de mi apartamento. Estaba algo aturdido, pero aun así pude comprender que no pasaría mucho por casa en los próximos días.

2

Ya en mi despacho, me dijeron que no se había sacado nada en claro del lugar de los hechos ni de la ronda rutinaria por las casas de la zona. Llamé a la emisora nacional de radio para pedirles que hicieran un llamamiento a los posibles testigos que hubieran estado en Smestad la noche anterior. Enseguida constaté que los periódicos aún no habían publicado nada sobre el caso. Los titulares los copaban la victoria de la joven estrella del atletismo Arne Kvalheims en los tres mil metros lisos durante la competición internacional que se había celebrado en Bislett el día anterior y los cerca de cien manifestantes que habían acampado para impedir que se construyera una central eléctrica en Mardøla, en la provincia de More og Romsdal.

Dejé a un lado los periódicos y me quedé un rato sentado pensando. Parecía que Marie Morgenstierne no tenía antecedentes y los documentos del padrón no me eran de mucha ayuda. Lo único que figuraba era su domicilio en Frogner, la zona alta de la ciudad.

En ese momento pensé que era un poco raro que no tuviéramos noticias de los padres ni de ningún otro familiar. En el listín telefónico, junto a la dirección que aparecía en el registro, encontré un número a nombre de Martin Morgenstierne, director de banco. Llamé varias veces y lo dejé sonar, pero no obtuve respuesta alguna.

Mientras esperaba a que la familia diera señales de vida o a encontrarme con algún tipo de información más sobre Marie Morgenstierne, indagué en la gruesa carpeta que contenía los documentos relativos a la desaparición de su prometido, Falko Reinhardt, en agosto de 1968. Me pareció interesante y, al igual que a Patricia, me resultaba difícil creer que no tuviera relación con la muerte de Marie Morgenstierne.

Falko Reinhardt, Marie Morgenstierne y cuatro jóvenes más del ambiente radical universitario se habían ido juntos a una casa de campo de Vestre Slidre, en Valdres, el 3 de agosto de 1968. Las declaraciones coincidían: la idea había sido de Falko y el objetivo del viaje era disponer de cuatro días sin distracciones para planear las manifestaciones del otoño contra la guerra de Vietnam y otras actividades y pasar tiempo juntos. Los dos primeros días se desarrollaron sin sobresaltos.

El lunes 5 de agosto, Falko salió durante unas horas y ni antes dijo a dónde iba ni después dónde había estado. Por la noche, estalló una tormenta y los seis estudiantes se quedaron en la casa. Bebieron algo de alcohol, pero según lo que recordaban los presentes, no había sido mucho. La tormenta les hizo sentirse intranquilos. Todo empezó cuando una de las chicas dijo haber visto un rostro con un antifaz negro por la ventana. Después de eso, el grupo salió a inspeccionar los alrededores, pero no encontraron ni rastro del sujeto. «El incidente era muy extraño, pero las declaraciones parecían fiables», decía el informe de los interrogatorios. Tomé nota de ese apunte y continué la lectura con interés.

El verdadero drama en las montañas de Valdres no empezó hasta las dos de la madrugada, cuando Marie Morgenstierne dio un grito tan fuerte que dos de sus compañeros se despertaron.

Cuando llegaron a la carrera, la encontraron sola en su dormitorio. El lado de la cama de matrimonio donde debería encontrarse Falko Reinhardt estaba vacío. Su abrigo estaba en el armario, pero el resto de su ropa y los zapatos habían desaparecido. La ventana estaba cerrada por dentro, a causa de la lluvia.

En ese momento, a las once y cinco, mi lectura se vio interrumpida por un molesto e impaciente aporreo en la puerta de mi despacho.

3

A regañadientes, dejé a un lado los papeles con un suspiro y me levanté a abrir la puerta del despacho. El culpable de la interrupción resultó ser un forense muy agitado.

—La mujer de las vías no solo ya estaba muerta cuando la atropelló el tranvía, sino antes de caerse desde la parada —declaró.

Con un gesto le pedí que prosiguiera.

—Le habían pegado un tiro. Hasta ahí ya había llegado yo. —El forense asintió entusiasmado con la cabeza, claramente impresionado por el avance de la investigación—. Y aunque de esto no estoy tan seguro, tengo motivos para creer que el arma que se utilizó para ello no fue una escopeta de caza corriente.

El forense asintió de nuevo con mayor entusiasmo y ceremonia si cabe.

—Es increíble todo lo que ha conseguido descubrir sin apoyo técnico. La bala parece haber salido de un arma antigua y poco común del calibre 22. Lo más probable es que se trate de una carabina o cualquier otro tipo de arma ligera, pero también puede ser una pistola.

Le pregunté al forense si tenía algo más que contarme y, tras decirme que no, salió del despacho. Yo aún seguía en Valdres, en el verano de 1968, la noche de tormenta en la que Falko Reinhardt desapareció de un dormitorio cuya ventana estaba cerrada por dentro.

4

Cómo había desaparecido de la casa de campo Falko Reinhardt era un misterio en sí mismo. Según sus declaraciones a la policía, una de las chicas de la habitación contigua había pasado la noche despierta con dolor de cabeza y la puerta entornada. Podía decir con exactitud quién había pasado por delante de su habitación después de medianoche. Marie Morgenstierne había ido a buscar un vaso de agua a la cocina y uno de los chicos había salido a la escalera de la entrada a respirar un poco de aire fresco. A Falko Reinhardt, sin embargo, no lo habían oído ni ella ni nadie y, aun así, había desaparecido.

Marie Morgenstierne estaba completamente fuera de sí y creía que alguien había asesinado o secuestrado a su prometido, como declararon ella misma y los demás. Se habían pasado una hora debatiendo, con la esperanza de que volviera a aparecer, pero los nervios hicieron estragos cuando vieron que no regresaba. Marie Morgenstierne fue quien propuso que salieran a buscarlo a las tres de la mañana, en pleno temporal. Sin embargo, no encontraron ni rastro de Falko Reinhardt ni de nadie más en las inmediaciones. Uno de los estudiantes afirmó haber visto la silueta de una persona en la distancia, pero estaba tan lejos y tan borrosa que los demás no pudieron verla.

Los cinco volvieron juntos a la casa después de la búsqueda. Pasaron el resto de la noche despiertos en el salón, nerviosos, pero sin posibilidad alguna de comunicarse con el mundo exterior o de hacer algo más.

Cuando la tormenta amainó a la mañana siguiente, los estudiantes volvieron a salir todos juntos. Tampoco entonces encontraron ninguna huella alrededor de la casa. Sin embargo, se encontraron con algo inesperado y preocupante a unos metros de allí.

Cerca de un barranco de unos cien metros de caída, junto a una roca, estaba el zapato izquierdo de Falko Reinhardt.

Este hallazgo fue motivo de preocupación, porque el dueño del zapato podría haberse caído en la oscuridad, alguien podría haberlo empujado o él mismo podría haber saltado al barranco, a pesar de que todos los estudiantes, más o menos indignados, rechazaron esta última posibilidad. La hipótesis de que Falko Reinhardt pudiera haberse quitado la vida al saltar contra las rocas del fondo del precipicio se volvió más plausible cuando, unos días más tarde, se encontró su zapato derecho allí abajo.

El problema es que Falko no aparecía por ninguna parte y no había rastro alguno de él, ni siquiera cuando un amplio dispositivo militar hizo dos búsquedas exhaustivas en la zona de los hechos. Podía estar vivo o muerto, pero el caso es que primero había desaparecido de la casa y después se había esfumado.

Falko Reinhardt había hecho varios cursos de idiomas en la Universidad de Oslo, pero, cuando desapareció, estaba escribiendo su trabajo de fin de carrera de Historia. La investigación versaba sobre una red de nazis de los tiempos de la guerra. Pocas semanas antes de su desaparición, le había revelado a su supervisor, el ilustre profesor Johannes Heftye, que había hecho un descubrimiento importante que podría indicar que parte de esa red seguía en activo.

Uno de los principales hilos de los que había tirado era Henry Alfred Lien, un anciano y adinerado campesino de Valdres, exmiembro condenado del partido fascista Nasjonal Samling. Según se decía en la tesina de Reinhardt, había formado parte activa de esa red durante la guerra. Sin embargo, Lien se mostró «extremadamente poco comunicativo» en su encuentro con la policía en 1968. Declaró haber estado en casa, a más de un kilómetro de allí, tanto por la tarde como por la noche, y dijo no saber nada de la desaparición de Falko Reinhardt.

Por si eso fuera poco, amenazó a los policías con llevarlos ante los tribunales si su nombre salía publicado con relación al caso, así que eso nunca ocurrió. No había pruebas de que Falko Reinhardt hubiera sido víctima de ningún crimen y menos aún de que Henry Alfred Lien tuviera algo que ver con su desaparición. Con el fin de demostrarlo, Lien había viajado a Oslo por iniciativa propia para someterse a un detector de mentiras y solamente respondió a dos preguntas. La primera era si había participado en el secuestro de un estudiante llamado Falko Reinhardt. La segunda, si había ayudado a acabar con la vida de un estudiante llamado Falko Reinhardt. La respuesta en ambos casos había sido un no rotundo, según el certificado adjunto.

La noche de la tormenta, no se registró ninguna actividad sospechosa en las inmediaciones. Un joven medio borracho que volvía a casa de una fiesta de cumpleaños había intentado sin éxito que lo recogiera un coche que pasó a toda velocidad a su lado a eso de las cuatro de la madrugada. Dijo que solamente había visto a una persona en el asiento del conductor y la describió como «un hombre o una mujer con sobrepeso de unos cuarenta años», lo que, por un lado, resultaba demasiado vago y, por otro, no encajaba en absoluto con Falko Reinhardt. Dado que el joven que caminaba en la oscuridad con unas copas de más no fue capaz de ofrecer una descripción creíble ni del coche ni del conductor, su declaración manuscrita no era más que un papel adjunto en la carpeta de documentación.

Con eso y con la austera conclusión del jefe de la investigación, que decía que «por el momento, las pruebas de las que disponemos no justifican que se continúe con la investigación del caso», se dejó a un lado la búsqueda de la verdad sobre el destino de Falko Reinhardt. El resto de los documentos de la carpeta eran dos breves cartas de 1969, una manuscrita, de los padres de Falko Reinhardt, y la otra, mecanografiada, de Marie Morgenstierne. En ambas se expresaba el descontento por la escasa implicación de la policía.

La investigación de la desaparición de Falko Reinhardt había tenido lugar durante mis vacaciones de verano y la había dirigido el inspector jefe Vegard Danielsen. Después de mí, era el inspector jefe más joven del cuerpo y, probablemente, el único más ambicioso que yo. Además, era de esa clase de gente tan irritante que es al mismo tiempo la falsedad y la diligencia personificadas.

En resumen, tenía muy pocas ganas de hablar del caso de Reinhardt con el inspector jefe Vegard Danielsen y aún menos de involucrarlo de alguna manera en mi propia investigación del asesinato de Marie Morgenstierne. Resolver ambos casos delante de sus narices, sin embargo, con la ayuda secreta de Patricia, me resultaba mucho más atractivo. Por eso, puse a un lado la carpeta, pero dejé a mano la lista de los números de teléfono y las direcciones de los testigos del caso de Falko Reinhardt. Por el momento, ese era el mejor punto de partida para descubrir la verdad sobre el asesinato de Marie Morgenstierne.

5

Según el archivo, los padres de Falko Reinhardt eran el fotógrafo Arno Reinhardt y su mujer Astrid, que vivían en un extremo de Seilduksgata, en Grünerløkka. «atención: partido comunista de noruega» aparecía escrito al margen, con la odiosa letra perfecta del inspector jefe Danielsen.

Por el momento, dejé a un lado el papel con el nombre de los dos miembros mayores del Partido Comunista, para dejar espacio a la lista de miembros de las Juventudes Socialistas que habían estado con Falko Reinhardt y Marie Morgenstierne en la casa de campo hacía dos años. En ella aparecían:

Trond Ibsen: estudiante de Psicología, nacido en 1944.

Anders Pettersen: estudiante de Bellas Artes, nacido en 1945.

Miriam Filtvedt Bentsen: estudiante de Lengua y Literatura, nacida en 1945.

Kristine Larsen: estudiante de Ciencias Políticas, nacida en 1945.

Se detallaban la dirección y el teléfono de todos excepto Miriam Filtvedt Bentsen, cuyo único dato de contacto era su habitación en la residencia de la ciudad universitaria de Sogn.

Enseguida me percaté de que el inspector jefe Danielsen, quien, además de tener muchos defectos, era un reaccionario de derechas, había apuntado a los estudiantes en orden alfabético y había puesto antes a los hombres que a las mujeres. Estaba pensando en qué orden debería ponerme en contacto con ellos, cuando el teléfono de mi escritorio me resolvió la duda.

Al otro lado del auricular, me saludó una mujer de la centralita que me dijo que se encontraba frente a un hombre que afirmaba disponer de información potencialmente importante sobre el asesinato de Marie Morgenstierne. Entonces, él mismo se presentó como «el psicólogo Trond Ibsen». Tenía una voz grave, sosegada y, para mi sorpresa, muy poco revolucionaria. Me dijo que no había estado cerca de Marie Morgenstierne en la parada de Smestad, pero que temía que fuera ella la bella mujer que, según se había dicho en la radio, habían asesinado allí. En cualquier caso, le parecía pertinente decir que no solo era un buen amigo de la víctima, sino que había estado con ella en una reunión de carácter político en Smestad una hora escasa antes de su muerte.

Le agradecí la información y expresé mi deseo de encontrarnos lo antes posible. Me propuso que nos viéramos en Smestad y añadió que tenía la llave de la sala donde se había celebrado la reunión. Accedí y quedamos en vernos allí a la una.

6

La última reunión de Marie Morgenstierne había tenido lugar en un local polvoriento con dos salas, en un edificio de oficinas de Smestad. Alrededor de la mesa, había cinco sillas de madera, ahora vacías. Me permití señalar a Trond Ibsen que allí no podía haberse reunido mucha gente. Con una sonrisa y no sin sorna, me respondió que tenía razón, que aún eran pocos quienes sabían que el futuro de Noruega estaba en combinar lo mejor del comunismo chino y el soviético. Esa era la gran idea de Falko. El grupo que se había formado a su alrededor aún recibía el nombre de los «falkistas» por parte del resto de los radicales de izquierdas y tanto los simpatizantes de los soviéticos del Partido Comunista de Noruega como los del comunismo chino de las Juventudes Socialistas los miraban con recelo. Quienes se habían reunido el día anterior eran los mismos visionarios fieles de la pandilla de Falko Reinhardt: Marie Morgenstierne, Anders Pettersen, Kristine Larsen y el propio Trond Ibsen. La quinta silla era la que en su día había ocupado Falko Reinhardt, que seguía vacía, como siempre, a la espera de su regreso.

Miré sorprendido a Trond Ibsen, un joven en apariencia simpático, bien afeitado y con ligero sobrepeso. Aparte de un parche que decía «Victoria para el FNL» y unas gafas de intelectual con la montura puntiaguda, nada en su aspecto me resultó propio de un fanático o de una persona radical. Me dedicó una tímida sonrisa y se encogió de hombros.

—Lo de la silla en un principio era una deferencia hacia Marie y también un poco hacia Anders, que asimismo tenía una relación cercana con Falko. Después se convirtió en una tradición que todos dábamos por supuesta. Es común que, después de un accidente o de una desaparición, quienes quedan sigan esperando que sus seres queridos regresen algún día.

—¿Aunque sean psicólogos? —apunté.

Asintió con timidez.

—Aunque sean psicólogos. Los psicólogos también somos personas. La única diferencia es que se nos da un poco mejor que al resto entendernos a nosotros mismos y a los demás. O eso espero —se apresuró a añadir con una cálida sonrisa.

Trond Ibsen parecía tener don de gentes. Enseguida se puso todo lo serio que requería la situación cuando le pregunté si creía que Falko Reinhardt seguía con vida. Me respondió que al principio creía que sí, pero que cada vez tenía más dudas. Tal vez no resultara evidente para aquellas personas sin formación psicológica, dijo, y se colocó bien las gafas, pero para él estaba claro que, en las semanas anteriores a su desaparición, Falko había estado muy preocupado por algo. Era como si tuviera una información que lo atormentara. Era fácil, pues, imaginarse la posibilidad de un secuestro o de un asesinato. Teniendo en cuenta el tema del trabajo de fin de carrera de Falko, lo más lógico era pensar en un complot nazi, aunque no se atrevería a señalar a nadie en particular.

Le pregunté sin rodeos si ese pesar de las semanas anteriores no podría apuntar a la posibilidad de un suicidio. Tron Ibsen se volvió a colocar las gafas y dijo que, visto así, podría ser una posibilidad. Sin embargo, quienes habían tenido la suerte de conocerlo desecharían de inmediato esa hipótesis en el caso de Falko Reinhardt. Él nunca había conocido a una persona tan carismática y vital y, además, el propio Falko sabía que le quedaban muchas cosas que hacer en la vida.

Trond Ibsen opinaba que, en este contexto, pesar era un concepto impreciso. Pero, para él, que había estudiado Psicología, resultaba evidente que algo le preocupaba. Falko era muy consciente de su papel de líder en ese tipo de situaciones. Prefería darle vueltas a las cosas por su cuenta, sin tener que molestar a nadie antes de tiempo. Normalmente, con su personalidad fuerte y su claro intelecto, llegaba a una conclusión en cuestión de un par de horas o, como mucho, de un par de días. Esta vez llevaba semanas preocupado, así que debía de tratarse de un asunto complejo y de gran envergadura, según afirmó Trond Ibsen con tono sombrío.

En cuanto a lo de Maria Morgenstierne... A Trond Ibsen no le gustaba usar la palabra incomprensible para referirse a las cosas que tienen que ver con las personas, pero dijo sentirse tentado a hacerlo. Era difícil imaginarse quién podría acabar con la vida de una persona tan buena y tan amable. Por pura eliminación, diría que más bien se trataba de una acción dirigida a todo el grupo, pero por qué habían acabado con ella primero le parecía un misterio. Que él supiera, Marie Morgenstierne no tenía enemigos ni fuera ni dentro de la política. El único que se le ocurría era su padre, un capitalista con quien mantenía una relación tensa desde hacía años, pero, aun así, resultaba difícil creer que hubiera podido acabar con la vida de su hija. Los padres rara vez mataban a sus hijos. Los que lo hacían generalmente eran alcohólicos o personas con enfermedades mentales graves, apuntó el psicólogo con tono pedagógico. La madre de Marie Morgenstierne había fallecido unos años antes y no tenía hermanos. Después de un par de copas, Marie Morgenstierne se había quejado varias veces de lo difícil que le resultaba que sus padres fueran dos capitalistas reaccionarios y, además, ser hija única. Marie Morgenstierne se mostraba así de abierta en esos contextos y dentro del grupo, pero fuera de él, era prudente y callada.

La reunión del día anterior había durado una hora escasa y se había desarrollado sin sobresaltos. Primero habían hablado del segundo aniversario de la desaparición de Falko y después habían repasado las acciones previstas para el otoño y habían conversado sobre otros asuntos. No había habido desacuerdos que mereciera la pena mencionar. La reunión terminó a las diez y los cuatro participantes se fueron cada uno por su lado. Trond Ibsen era el único que disponía de coche propio y, como siempre, había preguntado si alguien quería que lo llevara a algún sitio, pero todos le dijeron que no. Kristine vivía muy cerca, Anders iba en bici y Marie tenía pensado coger el tranvía. Marie se había ido caminando a la parada y Trond Ibsen no vio que nadie del grupo ni ninguna otra persona fuera en la misma dirección. Después añadió que la parada está a un kilómetro de distancia, así que podrían haber sucedido muchas cosas en el trayecto.

Antes de terminar, aproveché para preguntarle a Trond Ibsen si las direcciones de los demás eran correctas. Le echó un vistazo a la lista y asintió.

—Que yo sepa, sí —afirmó señalando el nombre de Miriam Filtvedt Bentsen.

Eso me llevó a preguntarle por qué no había asistido a la reunión, lo que dibujó una mueca de incomodidad en el rostro de Trond Ibsen.

—Porque ya no forma parte del grupo —me respondió con rudeza.

Como es natural, su respuesta despertó mi curiosidad y le pregunté qué había sucedido.

—Cuando tuvo lugar el gran cisma entre el Partido Popular Socialista y las Juventudes Socialistas la primavera pasada, nos reunimos para decidir cuál era nuestra posición en el asunto. Habíamos empezado como un grupo dentro de las Juventudes Socialistas del Partido Popular Socialista. Nunca me habría imaginado que alguien de los nuestros pudiera estar con Finn Gustavsen y el resto de esos inútiles reaccionarios del Partido Popular Socialista. Anders soltó un discurso bastante extenso sobre por qué deberíamos ir con los jóvenes y verdaderos revolucionarios y añadió que estaba seguro de que Falko habría querido que siguiéramos juntos ese camino, como grupo de socialistas independientes. Estábamos convencidos de que ya estaba decidido, pero Miriam levantó la mano y expuso una de sus concisas razones por la cual consideraba que deberíamos ir con el Partido Popular Socialista y llevar la campaña electoral. Después de su intervención, se hizo el silencio. Luego hablé yo para apoyar a Anders y animé a los demás a que camináramos juntos por la senda que nos conduciría a una sociedad mejor. Invité a quienes estuvieran de acuerdo a que se quedaran y a quienes no lo estuvieran los invité a marcharse.

Pensé que nunca había oído a nadie describir a Finn Gustavsen como inútil o reaccionario y también que Trond Ibsen, hasta entonces relajado, ahora parecía agitado y ofendido.

—¿Y bien? —le pregunté.

—Pues la niña se levantó, se despidió y se marchó. Y esa fue la última vez que hablé con ella. Me gustaría pensar que los demás tampoco han vuelto a hacerlo, pero eso tendrás que preguntárselo a ellos.

Le aseguré que así lo haría y le pregunté si por casualidad sabía dónde podía encontrar a Miriam Filtvedt Bentsen.

Me dedicó una media sonrisa socarrona.

—Como ya he dicho, no he tenido contacto con ella estos últimos seis meses, pero me imagino que no será difícil encontrarla. Si todavía la conozco, estará en la biblioteca de la universidad entre las ocho y media y las cinco y en la sede del Partido Popular Socialista entre las cinco y cuarto y las diez. Entre las diez y media y las siete y media, me imagino que estará sola en la cama, en la ciudad universitaria de Sogn, pero esto último no lo he comprobado nunca. No hay pérdida: es la chica que no solo lee al salir de la biblioteca sino también al cruzar la calle.

Trond Ibsen se rio de su propia ocurrencia. Acababa de ver un esbozo del hombre más duro y fanático que se escondía tras su fachada de jovialidad. Además, tenía graves sospechas de que me ocultaba alguna cosa. Estuvo a punto de añadir algo un par de veces, pero en ambas ocasiones, lo dejó pasar.

Le di las gracias por la información. Me aseguró sin que se lo pidiera que estaba a mi disposición para lo que necesitara y que lo encontraría en su casa, en Bestum, o en su consulta, en Majorstua.

Sentía curiosidad por Miriam Filtfvedt Bentsen, la chica que se había marchado y que al parecer leía hasta cuando cruzaba la calle. Sin embargo, llegué a la conclusión de que tenía que hablar cuanto antes con todos los miembros del grupo y Kristine Larsen era la que vivía más cerca.

7

Me detuve en una cabina de la esquina de la calle y marqué el número de Kristine Larsen. Me respondió al tercer tono y, por lo que pude detectar en su voz, no estaba entusiasmada, ni mucho menos. Lo importante es que se encontraba en casa y al corriente de la muerte de Marie Morgenstierne. Cuando le dije que estaba en las inmediaciones y le pregunté si podía ir a visitarla, me dijo que sí con un leve suspiro.

Kristine Larsen vivía sola en un apartamento de una habitación, en una segunda planta. Su familia no era muy extensa y había heredado el piso de su abuela recién fallecida, me dijo para explicarme por qué estaba tan desordenado el salón. Nos sentamos a la mesa de la cocina, un poco más ordenada, donde nos esperaban dos tazas de café.

Kristine Larsen medía cerca de un metro ochenta, era rubia, delgada y bastante guapa y simpática. Sin embargo, estaba claramente afectada por la situación. Me repitió un par de veces que me respondería lo mejor que pudiera, pero que no estaba acostumbrada a los interrogatorios y que aún no se había repuesto de haberse despertado con la noticia de la muerte de Marie Morgenstierne. Por ese motivo, se había quedado en casa en lugar de asistir a clase. Tanto Trond Ibsen como Anders Pettersen la habían llamado, pero ya había oído por la radio la noticia de la muerte de una joven de Smestad y había atado cabos.

Le confirmé que teníamos tiempo y se calmó un poco. Enseguida me percaté de que, tras su cautela, se escondía una mujer fuerte. Además, su buena memoria la convertía en una testigo fiable.

Cuando le pregunté por la desaparición de Falko Reinhardt, me respondió que seguía siendo un misterio para ella. Ella estaba en la habitación contigua, con Miriam Filtvedt Bentsen, y se pasó la noche despierta, con dolor de cabeza. Había dejado la puerta entreabierta para que entrara algo de aire. Reconocía los pasos de sus compañeros y oía con claridad todos los movimientos del pasillo. Sabía que Marie Morgenstierne había salido a buscar un vaso de agua a la cocina, que Anders Pettersen había ido al baño y Trond Ibsen había salido unos minutos a tomar el aire. Su compañera de habitación, Miriam Filtvedt Bentsen, había leído en la cama de diez a doce y después se había acostado a dormir. Falko Reinhardt parecía haberse quedado en la habitación desde que se acostó poco antes de las doce y no dio señales de vida hasta que Marie Morgenstierne dio la voz de alarma sobre su desaparición, a eso de las dos de la madrugada.

En cuanto a Marie Morgenstierne, Kristine Larsen la conocía desde la secundaria. Marie Morgenstierne había conocido a Falko Reinhardt justo al empezar a estudiar en la universidad y, a pesar de que provenían de clases sociales muy diferentes, enseguida habían congeniado. El suyo era un amor apasionado de verdad, afirmó Kristine Larsen con una sonrisita. Los padres de Marie parecían pensar que Falko era quien le había metido ideas políticas en la cabeza a su hija. Sin embargo, ella ya tenía tendencias socialistas un año antes de conocerlo. De hecho, se habían conocido en una reunión de estudiantes radicales. Según Kristine, las ideas políticas de Marie eran solamente suyas, pero Marie estuvo muy influida por su novio hasta que él desapareció. Falko también era una persona dominante dentro del grupo. Sin embargo, a pesar de estar a su sombra, Marie tenía una personalidad muy fuerte, aunque, por su carácter tranquilo, a veces no lo parecía.

Fue una tragedia cuando la madre de Marie Morgenstierne falleció en medio de ese dramático periodo. Marie le había dicho que no tenía fuerzas para asistir al entierro de su madre y, que Kristine supiera, desde entonces había tenido muy poco contacto con su padre. Kristine Larsen había estado muchas veces en casa de Marie Morgenstierne durante la adolescencia y había conocido a sus padres. Eran agradables y simpáticos a su manera, pero también eran «unos capitalistas terriblemente reaccionarios» y el padre, sobre todo, le parecía bastante estricto. Kristine Larsen conocía a Marie mejor y desde hacía más tiempo que a Falko y, que ella supiera, nunca había visto a los padres de él.

Yo había anotado un nuevo amante o el rechazo de un pretendiente como posibles explicaciones del asesinato y aproveché la oportunidad para preguntarle a Kristine Larsen si creía que podía haber un hombre nuevo en la vida de Marie Morgenstierne.

Kristine Larsen se apresuró a responder que no había habido nadie más ni antes de que desapareciera Falko ni después, pero que, en los últimos meses, sí que se había preguntado si podía haber un hombre en su vida. Lo había pensado porque ese verano Marie Morgenstierne había tenido cambios bruscos de humor. Un momento parecía que le preocupaba algo y al siguiente estaba inusualmente alegre y despreocupada.

Por lo demás, Kristine Larsen se mostró de acuerdo con Trond Ibsen en que la última reunión en la que también había participado Marie Morgenstierne se había desarrollado con normalidad y no podía tener nada que ver con su asesinato. Kristine se había ido sola andando a casa. Le había preguntado a Marie si quería ir con ella y le había ofrecido un café o una cerveza, pero Marie le había contestado que tenía cosas que hacer. Kristine se había mostrado sorprendida y había pensado que tal vez pudiera haber un hombre nuevo en su vida. Ahora se arrepentía de sus pensamientos, según reconoció en voz baja.

A mi pregunta sobre la ruptura de Miriam Filtvedt Bentsen con el grupo, Kristine Larsen me respondió que recordaba la situación con menos dramatismo que el resto, pero que para ella también había sido una sorpresa y una decepción que Miriam se levantara y se fuera. Conocía a Miriam desde los dieciséis años y aún le costaba pensar que fuera capaz de hacerle algo malo a alguien.

Como es lógico, enseguida mostré interés por sus palabras y le pregunté qué había hecho de malo Miriam, además de abandonar el grupo.

Kristine Larsen se mordió el labio y se desdijo. Me aclaró que ella no creía que hubiera hecho nada malo y que nadie, que ella supiera, sospechaba de que Miriam pudiera tener algo que ver con la muerte de Marie Morgenstierne. Al ver que seguía mirándola con gesto inquisitivo, me recomendó que hablara con Anders y también con Trond.

De repente, Kristine Larsen ya no quería decir nada más. Se quedó allí sentada junto a la mesa de la cocina, pálida, en silencio y con lágrimas en los ojos. Me había sido de tanta ayuda que no sentí la necesidad de seguir insistiendo; en cualquier caso, no en ese momento y lugar. Le tomé la palabra y me dirigí al domicilio de Anders Pettersen.

Cada vez me interesaba más ese grupo de activistas universitarios y cada vez veía más probable que el grupo hubiera tenido algo que ver con la muerte de Marie Morgenstierne y con la desaparición de Falko Reinhardt.

8

Anders Pettersen no respondió al teléfono, pero me abrió la puerta cuando llamé al timbre de su casa de Grefsen diez minutos más tarde. Se disculpó diciendo que acababa de llegar a casa de un seminario de pintura no figurativa en la Academia Nacional de Bellas Artes y me enseñó un horario que confirmaba sus palabras.

La excusa parecía razonable, dado que su apartamento estaba lleno en gran medida de cuadros no figurativos firmados por él mismo. No entendí lo que representaba ninguno de ellos y por ello se me hace difícil pronunciarme acerca de su talento artístico.

Anders Pettersen era casi tan alto como yo, tenía el pelo largo y oscuro y era más corpulento que Trond Ibsen. Era fácil imaginarse que en otras situaciones pudiera resultar tanto carismático como atractivo. En ese momento, él también estaba afectado por la situación. Repitió varias veces que la desaparición de Falko había sido extraña en sí misma, pero que, a pesar de todo, se trataba de una persona que despertaba sentimientos fuertes y era fácil pensar que pudiera tener enemigos. Sin embargo, resultaba del todo incomprensible que alguien quisiera acabar con la vida de Marie Morgenstierne. Casi se atrevía a pensar que se trataba de un atentado por parte de la Agencia de Seguridad o de algún grupo político de ideas contrarias a las suyas. Cada vez estaba más convencido de que esa era también la respuesta a la desaparición de Falko Reinhardt. Pero el asesinato de Marie Morgenstierne le seguía resultando inexplicable. Si de alguna manera estuviera relacionado con la desaparición de Falko, ¿por qué había sucedido dos años más tarde? Y si la intención era atacar al grupo, ¿por qué no lo habían elegido a él o a Trond Ibsen en lugar de a Marie Morgenstierne?

Anders Pettersen parecía ser un pensador inteligente, si bien bastante desordenado, a quien le gustaba escucharse a sí mismo. Teniendo en cuenta sus ideas radicales y su estado de nerviosismo, su razonamiento no me resultaba ningún disparate, pero en ese momento me interesaban más los hechos.

El nombre de Falko Reinhardt parecía afectar mucho a Anders Pettersen. Lo conocía desde tercero de primaria y desde entonces lo había visto como un hermano mayor bueno e inteligente. Para él, Falko era la versión noruega del Che Guevara y un posible líder del futuro, al nivel de Mao. La razón por la que, en ausencia de Falko, había asumido el papel de líder del grupo era precisamente porque lo conocía mejor y desde hacía más tiempo que nadie y, por lo tanto, podía imaginarse lo que habría pensado él.

En cuanto a la desaparición, Anders Pettersen no tenía mucho más que añadir a lo que me habían contado los demás. Al principio, se había negado a creer que Falko estuviera muerto, pero después le habían entrado dudas. Cada vez se le hacía más raro que, si estuviera vivo, no se pusiera en contacto con el grupo. Podría encontrarse en un campo de prisioneros estadounidense o en cualquier otro lugar del que no pudiera escapar, pero a Anders Pettersen cada vez le resultaba más probable que lo hubieran ejecutado. Sin embargo, aún no había encontrado ninguna explicación a cómo habían conseguido sacarlo de la casa los posibles secuestradores sin ser vistos.

En contraste con su entusiasta respuesta a mi pregunta sobre Falko Reinhardt y Marie Morgenstierne, Anders reaccionó con una calma sorprendente cuando le pregunté por la ruptura de Miriam Filtvedt Bentsen con el grupo. Negó pensativo con la cabeza y me dijo que no se esperaba que se levantara y se fuera, pero que, retrospectivamente, ese gesto no había hecho más que confirmar una sospecha que tenía desde hacía tiempo.

La mirada de Anders Pettersen me resultó significativa y reveladora. Después, me miró con cierto paternalismo cuando le pregunté a qué se refería. Tanto para él como para el resto de los miembros del grupo, era evidente que en 1968 la policía los estaba vigilando. Sin embargo, a pesar de estar alerta, no habían notado excesiva vigilancia. Para él estaba claro que dentro del grupo había un agente que informaba directamente a la policía y cada vez estaba más seguro de que Falko compartía esa sensación con él durante los meses anteriores a su desaparición.

Anders Pettersen le había dado muchas vueltas a esa teoría del topo desde la desaparición de Falko. Cada vez sospechaba más de Miriam, quien también era la más crítica con la línea que habían establecido Falko y él. La noche en que desapareció Falko, fue la única vez que Anders Pettersen vio a Trond Ibsen, por lo general tranquilo, perder el control. Pero Miriam, que era la más joven, se mostró extrañamente tranquila toda la noche. Cuando más adelante se levantó y se fue, Anders Pettersen lo interpretó como una confirmación de que estaba en lo cierto.

Dicho esto, añadió despacio y casi a regañadientes, no tenía por qué haber una relación directa entre el hecho de que Miriam Filtvedt Bentsen hubiera espiado al grupo hasta la primavera de 1969 y la dramática muerte de Marie Morgenstierne poco menos de un año más tarde. Era más probable que este último hecho estuviera relacionado con la desaparición de Falko Reinhardt, aunque no podía decirme de qué manera. Fue Miriam Filtvedt Bentsen quien dijo haber visto un rostro cubierto por un antifaz aquella noche y, más tarde, una figura humana en la tormenta. Me aconsejó que me mostrara crítico ante ambas afirmaciones.

A modo de conclusión, Anders Pettersen añadió que estaba bastante seguro de que la Agencia de Seguridad y, por supuesto, también la CIA sabían la verdad sobre el asesinato y la desaparición, ya fuera en parte o en su totalidad, y que, si conseguía sonsacarles algo de información al respecto, tal vez pudiéramos obtener algo positivo de este trágico asunto. Por lo demás, se mostró de acuerdo con sus compañeros en cuanto a que la reunión del día anterior se había desarrollado sin sobresaltos. Afirmó haber visto a Marie Morgenstierne por última vez fuera del local donde se celebró el encuentro. Se despidieron como de costumbre cuando él se montó en la bici y ella se fue en dirección contraria hacia el tranvía.

Me despedí de Anders Pettersen con un interés creciente hacia ese grupo y sus miembros y con una curiosidad cada vez mayor por Miriam Filtvedt Bentsen, la única de los cuatro supervivientes de la tormenta de Valdres que aún no había conocido. Sin embargo, me pareció que sería más fácil encontrarla en su habitación o en la sede del partido más adelante que recorrer las bibliotecas universitarias en ese momento. Además, tenía llamadas importantes que hacer, así que a eso de las dos y media, salí de Grefsen, rumbo a la comisaría.

9

La familia de Marie Morgenstierne seguía sin llamar. Y su padre, Martin Morgenstierne, seguía sin contestar al teléfono, aunque lo dejé sonar cerca de diez veces. Cada vez me resultaba más problemático que no hubiéramos conseguido ponernos en contacto con la familia cercana de la difunta. El sacerdote había llamado a la puerta de su casa primero a medianoche y después a las siete y media de la mañana, pero no había percibido señales de vida.

Si tenemos en cuenta la época del año, no era disparatado pensar que Martin Morgenstierne se hubiera ido al extranjero o a una casa de campo sin televisión, radio ni teléfono. Su jefe era quien con mayor seguridad podría conocer su ubicación. Por entonces no había muchos directores de banco en Oslo, así que le pedí a una secretaria que le echara un vistazo a la lista y que llamara a todos los bancos de la ciudad si fuera necesario.

Entretanto, llamé a los padres de Falko Reinhardt en Grünerløkka. Me respondieron al tercer tono. Una voz seria de mujer me dijo «residencia de los Reinhardt». Me presenté y dije que, si ella y su marido se encontraban en casa, me gustaría ir a hablar con ellos un día, en relación con el asesinato de Marie Morgenstierne. Me respondió igual de seria que ella y su marido se habían enterado de lo del asesinato por la radio, pero que hasta ese momento no tenían ni idea de que la víctima fuera Marie Morgenstierne. Después añadió que, desde la desaparición de su hijo, estaban casi siempre en casa.

Se hizo el silencio durante un instante. Le pregunté si podía pasarme entre las cuatro o las cinco. Me respondió, aún seria, que podía pasarme a las cuatro, a las cinco o cuando yo quisiera. Le dije que esperaba estar allí en algún momento entre las cuatro y las cinco. Me dijo que me recibirían con gusto, pero su tono parecía indicar lo contrario. Después colgó antes de que me diera tiempo a darle las gracias.

La secretaria era joven y entusiasta. Pocos minutos después de que acabara mi conversación con la madre de Falko Reinhardt, me trajo la dirección y el teléfono del banco que dirigía Martin Morgenstierne. No era de los más grandes de la capital, pero era conocido y de renombre.

Llamé a la sede del banco, dije que era policía y que era urgente. Entonces fui al grano y pregunté si sabían dónde se encontraba el director, Martin Morgenstierne.

Durante un instante, se hizo el silencio. Después, la secretaria me respondió que el jefe, como siempre en horario laboral a menos que hubiera reuniones importantes en otros sitios, se encontraba en su despacho.

Entonces me tocó a mí quedarme en silencio, pero por fin le pedí que me pasara con él.

Escuchar al director responder con tranquilidad «director Morgenstierne, dígame» me produjo una sensación extraña y nada agradable.

Respondí diciendo «soy el inspector jefe Kolbjørn Kristiansen y me temo que tengo que darle una triste noticia de carácter personal...».

El director me respondió con voz más firme, pero aún tranquila, que si me refería a su hija, ya le había informado su secretaria, que se había enterado por un amigo editor que le había llamado para darle el pésame. No creía que tuviera gran cosa que aportar a la investigación porque, por desgracia, el contacto que había mantenido con su hija durante estos últimos años había sido esporádico. Dicho esto, se ponía a disposición de la policía si podía serles de ayuda.

Se hizo una pausa en la conversación. No sabía qué decirle a un hombre con quien nunca antes había hablado, que hacía solo unas horas se había enterado de la muerte de su hija por su secretaria y había seguido con su jornada como si nada hubiera pasado.

Le di el pésame, le aseguré que la investigación sobre el caso era la primera de nuestras prioridades y le pedí que me diera cita lo antes posible. Me respondió que tenía una reunión importante en el banco a las tres y media, pero que estaría de vuelta en su domicilio de Frogner a las cinco y media como muy tarde. Le propuse que nos viéramos allí a las seis y se mostró conforme.

Cuando el director Martin Morgenstierne colgó, me quedé pensando con el auricular en la mano y el sonido del teléfono en el oído. El caso cada vez me resultaba más confuso a medida que iba conociendo a las partes implicadas. Medio día después de que empezara la investigación, ya tenía claro que el caso escondía grandes misterios y un buen número de personalidades fascinantes. Sentí un gran alivio por poder contar con Patricia y me pregunté quién estaría llamando a la puerta del despacho.

10

Quien llamaba resultó ser el inspector jefe Vegard Danielsen. Yo mantenía la secreta esperanza de que se hubiera ido de vacaciones a algún lugar muy lejano, pero en ese momento recordé que nunca pedía vacaciones, por miedo a perder una oportunidad de medrar en su carrera profesional.

Vino para mostrarme su «solidaridad» ahora que se me había cargado a mí solo con la responsabilidad del caso del asesinato de Marie Morgenstierne. También quería asegurarse de que era consciente de la posibilidad de que ese caso estuviera relacionado con la desaparición de Falko Reinhardt, de cuya investigación se había ocupado él mismo. Le di las gracias con toda la amabilidad de la que fui capaz y le aseguré que me pondría en contacto con él si me surgían preguntas relacionadas con ese caso. No obstante, ya había tenido la suerte de leer su informe y lo había encontrado tan instructivo y detallado que por el momento disponía de todos los datos que necesitaba. Me dio las gracias con una sonrisa y me aseguró que la puerta de su despacho estaba abierta si necesitaba su ayuda.

Después añadió, con una sonrisa forzada, que había recibido noticias que podían ser positivas. Había llegado una testigo que caminaba detrás de Marie Morgenstierne hacia la parada de Smestad la noche anterior.

Le pregunté por qué no la había traído directamente a mi despacho. Me respondió que, por desgracia y por motivos prácticos relacionados con la testigo, lo mejor sería que saliera para conocerla yo mismo.

Me olió a chamusquina y le pregunté si la testigo estaba ebria o indispuesta. Danielsen negó con la cabeza y me respondió que se trataba de una persona sobria y de fiar, pero que aun así, y por decirlo de manera educada, su condición de testigo ocular presentaba algunas limitaciones. Lo mejor era que saliera con él a la recepción y la viera con mis propios ojos. Esto último lo dijo sin poder disimular la sonrisa que se le dibujaba en los labios.

Entendí que pasaba algo raro, pero no tenía muy claro el qué, así que salí con él.

Lo primero que me llamó la atención fue el leve gemido de un perro.

En cuanto vi al perro y después a su dueña, comprendí el problema.

Era una pelirroja bastante guapa. Esperaba paciente en una silla, con un bastón blanco en la mano. Cuando se quitó las gafas oscuras, su mirada perdida se quedó clavada en mí.

11

Conduje a la testigo y a su perro a mi despacho de inmediato. La testigo se llamaba Aase Johansen, tenía veinticinco años y vivía con sus padres en Smestad, en la casa en la que había pasado su infancia y adolescencia. Había intentado estudiar una carrera adaptada para ciegos dentro de sus campos de interés, pero no había podido y se pasaba los días leyendo y escuchando la radio. La noche anterior había quedado con una amiga y se dirigió a la parada con el perro. A pesar de no haber visto lo ocurrido, había oído lo suficiente para considerar que tenía que transmitir esa información cuando pidieron testigos por la radio.