Tras la niebla - Ivet Núñez - E-Book

Tras la niebla E-Book

Ivet Núñez

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Beschreibung

Dos asesinatos sacuden Lugo en pleno Arde Lucus. Los cuerpos aparecen con los ojos vendados y ovillos de lana en su interior. El asesino desaparece tras cada crimen, lo que lleva a la prensa a bautizarlas como Las víctimas de la Niebla. Abril, una escritora torturada por sus recuerdos, intentará descubrir el verdadero rostro de la Niebla aunque eso la conduzca hasta las puertas de la muerte. Para ello tendrá que enfrentarse a sus fantasmas, que habitan la aldea de los Ancares que la vio crecer.

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Tras la niebla

Ivet Núñez

isbn: 978-84-10047-95-2

1ª edición, noviembre de 2023.

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro

con fines comerciales sin el permiso de los autores

y de la Editorial Autografía.

“Una buena madre vale por cien maestros”

“No hay lugar como el hogar, exceptola casa de los abuelos”

1

ABRIL

19 de junio de 2022, una semana después del final del Arde Lucus

El número diecinueve nunca me ha gustado, pero la ironía ha querido que se convierta en la fecha de mi muerte. Está anocheciendo cuando mis piernas hacen un esfuerzo por incorporarse y las rodillas se quejan. Intento andar, pero tengo los pies atados y cada paso supone un suplicio. La herida de mi cintura, provocada por el roce de la cadena que me aprisiona, supura un líquido grumoso que ensucia mis caderas y resbala por los muslos hasta llegar al suelo. Oigo el ruido de las ratas cerca de mí. Ya no sé cuánto llevo así, mi cuerpo está cansado y pide una tregua que no llegará. He perdido el tiempo y no queda apenas margen para escapar. Estoy metida en una trampa de la que es imposible salir. Tengo la garganta seca por la falta de agua y un nudo en el estómago que me recuerda las horas que llevo sin comer. La piel que rodea la herida de la cabeza está tirante, a punto de agrietarse. Resisto el impulso de rascarme entrelazando los dedos.

Me encuentro en el primer piso de una casa destartalada en pleno centro de la ciudad. Se parece a la que pude ver cuando empezó esta historia. Todo a mi alrededor es basura, hay condones, jeringuillas y cristales. El moho tiñe la pared de un negro repugnante y crea manchas deformes alrededor de los desconchones. Todo en la habitación atestigua el paso del tiempo. Ignoro la plaga negra que se ha adueñado de las paredes de este cuarto inmundo y dejo caer la cabeza hacia atrás. La nieve provocada por la caída de la pintura salpica mi pelo aquí y allá. Las arañas y las ratas se turnan para recorrerme los pies. Decido no moverme para evitar clavarme más cristales.

Delante de mí hay una ventana que me proporciona cierta distracción. Está cubierta con un plástico sucio que no me impide ver a los grupos de turistas que pasean por la muralla con sus guías, a los corredores amateurs concentrados en superar su tiempo e incluso a adolescentes que se preparan para el botellón. Los distingo gracias a la luz de las farolas, pero ellos no parecen darse cuenta de que una mujer encadenada les suplica que la salven. La niebla que empieza a escalar por las piedras centenarias nos separa irremediablemente. Nadie me oye pese a que me he desgañitado durante horas.

Estoy sola en este pozo de inmundicia donde voy a morir. Nadie vendrá a rescatarme, nadie me echa de menos. Aquí acabará mi vida, entre porquería. Una metáfora de mis últimos quince años, que han sido, como mi muerte, un desperdicio. Ina tenía razón, no debí meterme en esta historia. Tenía que haberle hecho caso. Si no hubiera dado yo misma los pasos que me han conducido hasta este edificio abandonado, estaría en casa tranquila, viendo la televisión o leyendo. Pensar en una cama con sábanas limpias me da ganas de llorar.

La herida de la cintura me escuece cuando me levanto y la cadena no deja margen para avanzar más que unos metros, hasta la esquina donde hago mis necesidades. Cuando desperté desnuda en el colchón mugriento que ocupa gran parte de este cuartucho, decidí mantener cierta dignidad. Lo más fácil hubiera sido permanecer tumbada y hacerlo todo ahí como un perro, pero en ese momento aún pensaba que iba a salir de aquí con vida. Ahora sé que no será así. Aquí será donde muera y nadie se acordará de mí. Me he encargado yo misma de aislarme. He tirado mi vida al contenedor gris a cambio de una pequeña columna en El Progreso donde ahora unos extraños lamentarán la muerte de una escritora fracasada.

La madera vieja cruje a mi derecha y una figura aparece en el marco de la puerta. Lleva una túnica marrón y una máscara negra. No puedo distinguir si se trata de un hombre o una mujer. Aquí está. Ha llegado el final.

— ¿Quién eres? — pregunto mientras me levanto. Me sujeto en las paredes para no caerme y el yeso blanco se deshace bajo mis manos.

La figura me mira y se aproxima. Pasa una mano enguantada sobre la herida que la cadena me ha provocado en la cadera y que supura un líquido apestoso. Me clava los dedos en la llaga haciéndome gritar. La niebla trepa por las farolas hasta oscurecer la ciudad.

2

NATALIA

Viernes 10 de junio, segundo día del Arde Lucus.19:00h

Cuando Natalia salió de entrenar en la piscina municipal As Pedreiras aún quedaban prácticamente tres horas de sol. Le encantaba el verano. Cada día, después de un entreno que la dejaba exhausta, aprovechaba para volver andando a casa con la única distracción de una playlist a todo volumen en sus AirPods de última generación. El invierno era muy distinto: la oscuridad que la recibía al salir de la piscina la deprimía y solía irse directamente a casa, donde después de calentar un tupper veía alguna serie y se dormía en el sofá. Estaba sola, pero era una soledad buscada. Hacía meses que había emprendido una huida inconsciente para mantenerse a salvo. Para ello abandonó el pueblo y se trasladó a la ciudad, donde empezó un grado en nutrición y dietética.

Ese día, como era verano y estaba de buen humor, decidió llamar a Lucía para dar una vuelta por el centro. Quedaron en la calle de los vinos y se sentaron en los inmensos taburetes de madera que la franqueaban a ambos lados. Los minutos pasaron sin que se percataran de que alguien las vigilaba de cerca, apoyado en la piedra fresca que articulaba la calle y que empezaba a recoger la humedad de esa noche de verano. Dos cañas después se dispusieron a dar un paseo por la muralla para que el viento fresco les despejara las ideas. Cruzaron la majestuosa Praza Santa María, donde un grupo de adolescentes competía por ver quién conseguía trepar más rápido el muro que delimitaba la catedral.

Al llegar frente al templo subieron a la muralla. La grava se le metió en las zapatillas y Natalia tuvo que apoyarse en las piedras centenarias para sacar tres piedrecitas que, al clavarse en la planta del pie, le producían una gran incomodidad. Anduvieron sintiendo en el rostro el calor de los rayos de sol que ya se escurrían del cielo. Llegaron a una parte de la muralla en la que había poca arena, prácticamente solo se extendían frente a ellas piedras húmedas que solían provocar caídas a quien no andaba con ojo. Se pararon a hacerse una foto para las redes sociales. Sonrientes, repitieron la instantánea una decena de veces, hasta que las dos le dieron el visto bueno. La subieron a Instagram y, de la mano para no tropezar, siguieron avanzando mientras señalaban casas derruidas, fincas plagadas de maleza, basura que se acumulaba en terrenos sin edificar que a menudo servían de aparcamiento a los vecinos.

Su amistad se había afianzado con facilidad. Las había presentado un amigo en común en un pub hacía apenas diez meses. Aunque de primeras no se cayeron nada bien, solo hicieron falta dos sábados para darse cuenta de todo lo que compartían. Lucía era de Miño, un pueblecito de costa cerca de A Coruña donde cada verano se agolpaban centenares de personas ansiosas por disfrutar de las aguas cristalinas y heladas del Atlántico. Allí había dejado a sus padres un año y medio antes, cuando decidió mudarse a Lugo con la intención de montar una peluquería. La casualidad y el Concello habían querido que la fecha escogida hacía meses para la inauguración de Por los pelos coincidiera con las fiestas del Arde Lucus.

— Acuérdate, mañana a las 20h, no llegues tarde — le recordó Lucía, consciente de que su amiga era de todo excepto puntual.

— Lo llevo tatuado — respondió Natalia mostrándole el brazo donde había escrito a boli la fecha y la hora de la inauguración— . Me has dado tanto la lata con el tema que ¡cómo narices se me va a olvidar!

Siguieron andando por la muralla cotilleando sobre el último ligue de la futura peluquera, un chico de Cádiz que se había enamorado de Galicia después de hacer el camino de Santiago. El gaditano trabajaba en la tienda de merchandising del Lugo, un puesto que había conseguido unos años antes después de mucho insistir. Cuando el Cádiz bajó a segunda, lo único positivo que pudo sacar es que tendría entradas para verlos en el Anxo Carro la temporada siguiente. Lucía lo había conocido allí, en la tienda del Lugo cercana a la estación de autobuses, donde había ido a comprar la camiseta del equipo local con el dibujo de una cerveza.

— Fue amor a primera vista — dijo Lucía.

— El tercero este mes — resopló, fingiendo estar cansada de las anécdotas de su amiga.

Natalia disfrutaba de los paseos con Lucía y se divertía con sus líos amorosos tan efímeros como variados. Había perdido la cuenta de las veces que su amiga había encontrado al amor de su vida en esos meses y le fascinaba la capacidad que tenía de ilusionarse y sentirlo todo como si fuera la primera vez. Ella no sentía nada desde hacía ya dos años, cuando después de entrenar en el pabellón de su pueblo un tipo con un cuchillo la abordó al bajar del coche y la añadió al 97% de mujeres que alguna vez han sufrido una agresión sexual.

— ¿Estás bien? Te noto distraída y ahora viene la mejor parte de la historia — preguntó Lucía.

Natalia asintió, prefería no volver a revivir aquella noche ahora que empezaba a salir del pozo. Anduvieron así un buen rato, hasta que se dieron cuenta de que ya habían dado dos vueltas a la muralla y eran cerca de las once. Se pararon a observar el grafiti del romano que se había convertido en el lugar más fotografiado de la ciudad. El soldado les devolvió la mirada, altivo desde el otro lado de la calle, y no pudieron más que admirar los trazos firmes que lo construían. Lucía miró el reloj y se despidió con prisa, pero Natalia no tenía ganas de estar sola ni de volver a casa. No hacía nada de frío y se ofreció a acompañarla hasta el coche, que estaba aparcado en la Milagrosa, aunque su piso estaba en dirección opuesta. El trayecto se le hizo corto. Se detuvieron a beber agua en la fuente de la Rúa San Marcos y continuaron su camino atravesando la muralla para tomar la Avenida de Coruña. Esa calle, una de sus favoritas en la ciudad, solía parecerle larguísima cuando las tiendas no estaban abiertas y no había ambiente, pero esa noche se comprimió para llevarlas hasta el coche mucho más rápido de lo que hubiera deseado. Una vez ahí, Lucía insistió en llevarla a casa, pero Natalia prefirió volver andando y aprovechar la luna llena que coronaba el cielo esa noche. La buena temperatura acabó de convencerla. Se despidieron hasta la noche siguiente y Natalia se quedó sola.

Lucía salió a toda velocidad en dirección a la Abella, donde compartía piso con su hermano mayor. Natalia tomó el camino contrario para dirigirse a su piso en Ramon Ferreiro. La avenida estaba desierta, todo el mundo celebraba las fiestas en el centro. Agradeció el viento fresco y agradable que soplaba a esas horas de la noche. Calculó media hora hasta su casa, pero nunca llegó. La sombra que las había seguido sin que se percataran la atrapó a la altura de la Rúa Illas Cíes.

— ¿Eres Natalia Fernández?

En cuanto la joven respondió, la sombra le asestó un fuerte golpe en la cabeza que la dejó inconsciente.

3

ABRIL

Sábado 11 de junio, 19:00h. Tercer día de Arde Lucus 2022

El público chilló en el mismo instante en el que uno de los gladiadores besó el suelo en su caída. Llevábamos una hora sentadas en el circo contemplando la batalla, pero parecía que los cuerpos esculturales de esos luchadores romanos del siglo XXI no se resentían con el paso del tiempo.

— Están de buen ver, ¿eh? — dijo Marina, que como siempre usó una expresión de abuela para definir exactamente lo que se me estaba pasando por la cabeza.

Asentí y continué bebiendo lentamente ese presunto brebaje romano que había comprado a la entrada del recinto. Supuestamente tomábamos posca, pero lo cierto es que se trataba simplemente de vino de poca calidad, de sabor agrio y olor a hierbas aromáticas. Así se supone que olía también la posca en la época en la que era la bebida favorita de los romanos a los que intentábamos emular. Tomé otro trago mientras babeaba contemplando los torsos desnudos y sudorosos de los gladiadores que continuaban batiéndose en duelo frente a nosotras.

— Los que van a beber te saludan — brindé entre risas justo antes del combate final.

Cuando el gladiador más alto y musculoso cayó al suelo, se dio por acabado el espectáculo. Un elegante caballo de un negro reluciente apareció para llevarse su cadáver entre vítores del público. Recogimos nuestras togas para no mancharlas con la arena y salimos del recinto a paso lento. A esas horas empezaba a correr una brisa refrescante por el parque de Rosalía, donde estaba situado el circo romano que ese año había recuperado su esplendor prepandémico. Los jardines volvían a estar abarrotados. Centenares de personas vestidas con túnicas romanas empinaban el codo, bailaban al ritmo de los tambores y blandían sus espadas en improvisadas e inofensivas luchas vespertinas. Avanzamos lentamente entre espadas, escudos y armaduras pesadas que se adaptaban a la perfección a los cuerpos que allí se reunían para celebrar, un año más, los orígenes de una ciudad que se resistía al paso del tiempo.

Agarradas a nuestros vasos, continuamos andando hasta llegar a la Urban de Bispo Aguirre, una hamburguesería muy popular en la ciudad. Una mesa quedó libre y nos abalanzamos sobre ella con una desesperación que provocó las risas de una pareja que disfrutaba de una tapa de raxo en una mesa lejana de la misma terraza. Abandonamos la posca y nos pasamos a la cerveza para bañar las hamburguesas que un amable camarero depositó sobre nuestra mesa pocos minutos después.

— Pues ya hemos repostado — comentó Ina mientras un hilo de mayonesa le resbalaba por la barbilla.

Una vez satisfechas pagamos la cuenta a medias. Recé para que mi tarjeta tuviera suficientes fondos y San Froilán me recompensó con un ‘aceptada’ en la pantalla del datáfono que me supo a gloria. Con energías renovadas, continuamos el trayecto hasta la Praza Maior, donde estaba ubicado el campamento principal. Durante el Arde Lucus, la ciudad se llenaba de campamentos romanos que simulaban la vida de un pequeño asentamiento de la época. De ellos entraban y salían soldados uniformados que durante unos días disfrutaban de ese particular homenaje a Lucus Augusti. Eran hombres y mujeres de todas las edades que una vez al año volvían a ser niños.

Ese año los campamentos romanos, en especial el de la Praza Maior, habían vuelto a la normalidad después de dos años muy duros en los que el Covid y la lluvia habían aguado la fiesta. El asentamiento estaba situado en el centro de la enorme plaza, frente al Ayuntamiento de Lugo, que presidía la escena. Del campamento llegaba un olor a leña quemada del cual la ropa quedaba automáticamente impregnada. Nos acercamos con la intención de saludar a Pablo, el novio de Marina, un apasionado de esas fiestas. Asomamos la cabeza entre la madera que hacía las veces de valla y lo vimos agachado cerca del fuego. Removía una pota gigante con mucho ímpetu. Desde nuestra perspectiva parecía un brujo preparando su hechizo. A sus cuarenta y tres años, aún tenía el pelo muy largo, melena de heavy, si usamos su propia expresión. Era alto y extremadamente delgado. Marina, cuatro años menor, era más bien bajita y regordeta, con unos ojos azules como el cielo de Galicia una vez el sol ha conseguido vencer la resistencia de la niebla. Los enmarcaba una cabellera de pelo rubísimo que provocaba que la confundieran constantemente con una turista nórdica. El error duraba lo justo hasta que Ina abría la boca y dejaba escapar ese acento pontevedrés inconfundible sobre todo por la gheada. Cuando la conocí, me costó entender que cuando se quejaba del ghato [ħato] que hacía ruido por la noche se estaba refiriendo a su querido Martini, un minino que había adoptado hacía solo un mes.

Seguimos mirando a Pablo remover esa olla hasta que nos localizó y nos regaló una de sus sonrisas radiantes. Entre tanto romano se sentía como pez en el agua. Hacía años que participaba en el Arde Lucus, y aunque había intentado de todas las maneras que Marina se le uniera, mi amiga se había negado con vehemencia. Prefería ver las batallas de gladiadores desde la distancia antes que formar parte del espectáculo, pero animó a su novio a seguir con su pasión. Incluso le ayudaba en lo que denominaba “la cacería” del traje perfecto. Durante todo el año, Pablo escudriñaba tiendas físicas y virtuales buscando la vestimenta perfecta. Cuando la encontraba, gastaba ingentes cantidades de dinero para parecer un verdadero romano. Cada año ampliaba su colección de cachivaches que parecían venidos de otra época. Conseguía edición tras edición ser el romano más auténtico. Captaba las miradas del público sin pretenderlo y con su simpatía sumaba adeptos que prometían formar parte de la fiesta más especial de Lugo al año siguiente. Esos cuatro días era un hombre verdaderamente feliz. Cuando terminaba la fiesta, mantenía esa alegría a base de preparar al detalle la siguiente edición.

«Allá cada uno con sus pasiones», pensé mientras se acercaba a abrirnos la puerta del campamento. Nos invitó a pasar, pero ni Marina ni yo teníamos ganas de terminar la fiesta allí, entre telas de colores, pieles de animales y humo de las antorchas. Repasamos el programa y escogimos nuestra siguiente parada: el desfile de gladiadores. Ante la insistencia de Marina, Pablo se nos unió. La marcha arrancaba al principio de la Avenida de Coruña y rodeaba toda la muralla a ritmo de tambor. Decidimos acompañar a los soldados durante todo el recorrido, por lo que avanzamos por la Rúa da Raiña resistiéndonos a parar frente a los escaparates, cruzamos la Praza de Santo Domingo bajo la mirada del águila que la presidía y seguimos por la Rúa San Marcos, normalmente desierta a esas horas. Las conversaciones de los clientes del bar que permanecía abierto resonaban contra las cristaleras de las tiendas que ya habían cerrado. Sus risas nos llegaban amortiguadas al principio, mucho más nítidas después, conforme nos fuimos acercando. Resistimos la tentación de sentarnos a tomar algo y continuamos nuestro paseo nocturno.

A la altura de la Praza de Ferrol nos adelantaron dos coches de policía con las sirenas puestas y mucha prisa. Al fondo, justo en la esquina de la Rúa San Froilán, descubrimos a toda una comitiva de coches policiales, una furgoneta de la científica, un juez y un montón de curiosos con túnicas y coronas doradas de laurel en sus cabezas, apelotonados en la puerta del edificio número 18. La finca daba miedo; parecía que se iba a derrumbar en cualquier momento por el peso del olvido y la dejadez. Los porticones de las ventanas estaban medio caídos y de ellas se escapaban cortinas de aspecto fantasmagórico que se habían convertido en el hogar de decenas de arañas. Los ventanucos, rendidos al paso del tiempo, dejaban entrever un interior caótico, lleno de mugre y basura. La puerta de madera estaba garabateada y la línea de cristal que la atravesaba, plagada de cicatrices, surcos profundos de suciedad que empañaban su antigua belleza.

Clic. La oscuridad y el frío que sentí contemplando el lugar despertaron en mí la necesidad de saber qué había sucedido ahí dentro. Tantas veces había imaginado historias de terror en ese edificio que me costaba creer que se hubieran hecho realidad. Mis pies avanzaron solos al sentir la adrenalina de una buena historia en la punta de los dedos, la misma sensación que sentí antes de que mi vida diera un vuelco veinte años atrás. La imaginación se me disparó como hacía años que no me ocurría y no tuve más remedio que ceder a mis impulsos y colarme entre la gente a codazos hasta llegar a la línea policial. Un agente con complexión de armario me cortó el paso de un empujón y una mirada de desprecio que gritaba “dónde te crees que vas”.

— ¡Martín! — le llamé aliviada en cuanto lo vi deambulando de un lado a otro frenéticamente.

Un hombre alto, fuerte y atractivo pese a su incipiente calvicie se giró, resopló al verme y se aproximó lentamente. Nos apartamos de la multitud y como medida preventiva me advirtió que no me contaría nada. La desesperación por salir del pozo que era mi vida laboral y volver a sentirme viva y con una historia que contar me conminó a fingir que me había acercado solo para saludarle. Los mismos motivos me llevaron a adoptar una actitud melosa alejada de la que era habitual en mí.

— No he venido por eso… Te he visto y me he preguntado si te apetecería venir a casa cuando termines. — Le pasé las manos por el pecho mientras fingía un enorme desinterés por su trabajo e impostaba el tono más seductor que he conseguido articular en toda mi vida.

Nos habíamos conocido en una aplicación de citas hacía un año y desde entonces Martín no había hecho más que investigar robos y hurtos de poca monta. Me había aburrido con esas historias carentes de sustancia en nuestras primeras citas, hasta que fui más directa y nuestros encuentros se limitaron a la mecánica del placer. Pero ese día era distinto. El policía aburrido tenía entre manos algo grande. Toda la policía de Lugo estaba ahora dedicada a investigar ese crimen, poco importaba la falta de experiencia ante un asesino que había actuado sin escrúpulos y casi ante la mirada de toda la ciudad, que a pocos metros disfrutaba de sus fiestas más populares. Las decenas de curiosos en la puerta, el amplio despliegue policial y el tumulto de periodistas que se apelotonaban a las puertas del número 18 de la Rúa San Froilán lo dejaban claro. Un asesinato o una violación, eso seguro. Noté en cada poro de mi piel que ahí estaba mi historia, la que necesitaba para escribir un nuevo éxito, que mi cuenta dejara de ser una sucesión de números rojos y volver a sentirme la Abril que había desaparecido entre la niebla durante una noche que tantos años después todavía me obsesionaba.

Insistí en pasar la noche juntos y Martín cayó en la trampa. Al fin y al cabo, era un hombre. Accedió a encontrarnos más tarde en mi casa, aunque no supo decirme cuándo. Estaba dispuesta a esperarle lo que hiciera falta. Le animé a dejarse la piel en ese caso. Volvió al trabajo y yo me quedé bloqueada pensando en cómo podía tirarle de la lengua. Si ya era hermético normalmente, no me imaginaba cómo sería ahora.

— Qué, cotilla, ¿vamos? — Marina y Pablo me miraban divertidos unos metros más allá.

— Dejad de reíros, es mi oportunidad de dejar mi trabajo de mierda. Creo que esto podría servirme para escribir una novela. Estoy harta de pasarme el día llamando por teléfono.

— ¡No seas exagerada! Trabajas a media jornada y además es divertido, vendes vino.

— Si alguien lo comprara… Las cuatro horas que invierto en llamar a ricachones que pese a su dinero no compran nada solo me sirven para sacarme cuatro perras. ¡Ya ves tú! — dije resoplando.

— ¡Deja de protestar, que esta noche te vas a pegar un buen homenaje! — contestó Marina divertida.

Seguimos el camino que teníamos previsto entre risas sobre mi precaria condición laboral. Durante unos años, después del desastre, había vivido de mi best seller. Después me las ingenié para que algunos autores noveles confiaran en mí para elaborar informes de sus novelas, pero poco a poco dejé de recibir encargos. Cuando los abuelos murieron, pude vivir de la herencia mientras naufragaba en cada novela en la que me embarcaba, pero el dinero estaba a punto de terminarse y no me quedó más remedio que convertirme en telefonista. A media jornada y con un sueldo paupérrimo, malvivía mientras me hundía cada vez más en un pozo de desgracia que iba ganando metros y metros. Pese a la emoción de poder cambiarlo todo gracias a ese crimen que me había devuelto las sensaciones perdidas hacía años me comporté con normalidad, mantuve su ritmo vertiginoso de alcohol y les reí sus bromas sobre mi vida sexual. Pero en realidad estaba lejos, mi cabeza ya había empezado la cuenta atrás para resolver lo que presentía que iba a ser un rompecabezas. Estaba segura de que Martín llevaría consigo los apuntes del caso y documentación policial para seguir trabajando en casa. El primer paso estaba decidido: debía conseguir algún documento de la cartera de Martín.

4

ABRIL

Madrugada del domingo 12 de junio, último día de Arde Lucus

Martín me llamó cerca de las cuatro de la madrugada. Estaba en mi portería, pero el interfono se había estropeado y no lo oí hasta que sonó el teléfono. Agradecí poder abrir sin tener que bajar. Por suerte no se le había ocurrido chillar para que le abriera. La calle Cidade de Vigo era muy silenciosa pese a estar pegada al centro y los vecinos se quejaban por cualquier ruido después de las once de la noche. Vivía de alquiler en el número nueve desde hacía cinco años, cuando mis antiguos caseros habían decidido de un día para otro vender el piso que ocupaba en la calle Raiña. Lo echaba de menos. Era luminoso y la zona me gustaba mucho más. Ahora estaba cerca de la estación de autobuses y la mayoría de personas que pasaban por mi calle arrastraban maletas. No me gustaba la sensación de estar permanentemente en una zona de paso, pero no me había quedado más remedio que acostumbrarme. Al menos estaba cerca del centro y el precio era mucho menor. Mi cuenta había agradecido esa mudanza forzada. Esperaba poder comprar un piso como el de Marina gracias a mi próximo libro, aunque de momento ese plan estaba solo en mi mente y era casi una quimera. Los libros no dan dinero, me decía Marina, pero yo me esforzaba en ignorarla para mantener intacta mi ilusión. Tenía que espabilar.

Llevaba más de una hora esperando a Martín y ya no me quedaban uñas. Estaba ansiosa por sumergirme en la historia del asesinato que ya ocupaba la portada de El Progreso, el diario más importante de la ciudad. Por eso, antes de que golpeara la puerta con los nudillos tres veces con distinta intensidad, la melodía que lo anunciaba siempre, ya le esperaba con mi mejor sonrisa. Se sorprendió al verme vestida con un corsé negro con transparencias, ligueros y una coleta alta. Nunca lo había usado con él. Nos limitábamos a desnudarnos rápido y a abalanzarnos el uno contra el otro sin ni siquiera perder el tiempo en hablar. Desde que lo conocí en la aplicación, habíamos ido quedando esporádicamente. Me aterrorizaba la posibilidad de crear un vínculo con alguien, por eso no quería conversación, sino sexo sin compromiso. Le escribía cuando mi cuerpo necesitaba acción, pero lo último que quería era una pareja estable y ambos lo sabíamos. Teníamos ese pacto, aunque a veces parecía que él se ilusionaba de más. Cuando lo advertía, dejaba de llamarlo por un tiempo, pero siempre volvía a él, porque era resolutivo y sencillo. Era un buen amante, muy dedicado y atento, justo lo que me interesaba en esos momentos. Nunca me lo tomé demasiado en serio, por lo que le sorprendió que hubiera salido del férreo esquema que nos había impuesto. Aun así, se le notaba cansado. Tenía más ojeras de lo habitual y un rictus de tristeza que no se podía sacudir por más que intentara componer una sonrisa para mí.

Pese a verlo en ese estado, no podía flaquear, así que lo recibí con un beso muy húmedo que tuvo la virtud de hacer desaparecer su cansancio en el momento oportuno. Continuamos besándonos y me sorprendí del calor que notaba en la entrepierna. Hasta entonces el sexo con él era más bien funcional. Le quité la camiseta con una mano mientras la otra se dedicaba a desabrocharle el cinturón. Sus manos se concentraban en mi trasero, su parte favorita, mientras el bulto del pantalón iba creciendo por momentos. Una vez desnudo, le empujé hacia la cama y recorrí su miembro, aún dentro de los calzoncillos, con la boca. Lo sentí gemir y me faltó poco para perder los estribos. El objetivo de esa noche se difuminó y puse todos mis sentidos en lo que estaba haciendo.

Cuando creí que no podía excitarse más, metí una mano en su ropa interior y lo liberé acercándolo a mi boca. Lo lamí de arriba a abajo un par de veces y luego lo engullí. Mi mano iba arriba y abajo en un vaivén que sabía que estaba volviéndolo loco. Gruñía y me tiraba del pelo para dirigir mi boca al punto exacto de su placer. Su respiración era cada vez más pesada. Entonces decidí parar: no quería que todo terminara tan pronto. Estaba excitada y quería mi recompensa. Él lo interpretó bien, comenzaba a conocer mi cuerpo. Empezó por morderme un pezón y jugar con los dientes. Un espasmo me hizo sacudir las piernas y arquear la espalda pidiendo más. Bajó hasta el ombligo e hizo una pausa que se me hizo eterna. Le tiré del pelo instándolo a seguir. Me abrió las piernas con fuerza y empezó a tocarme lentamente mientras me miraba a los ojos. Necesitaba más intensidad, más velocidad y él lo sabía, pero estaba jugando conmigo como había hecho yo con él. Cuando gemí desesperada, alzó la cabeza y preguntó:

— ¿Qué quieres que haga?

Le di la espalda, cogí su mano y la acerqué al punto que me hacía temblar. Siguió acariciándome hasta que le pedí más y empezó a penetrarme con sus dedos ágiles. Ya se conocía el camino. Estaba siendo el mejor polvo de los últimos meses y no quería que se acabara, pero notaba que estaba a punto de llegar al final.

— Ya lo sabes — le dije cuando estaba tan cachonda que empezaba hasta a doler.

Me azotó con una mano mientras la otra seguía en mi interior a punto de hacerme explotar.

— Voy a llevarte al límite — gruñó en mi boca.

Pero el límite estaba muy cerca y en cuanto oí esas palabras, mi cuerpo me llevó a otra dimensión. No recordaba haber tenido nunca un orgasmo tan intenso. Me sacudió entera y erizó cada centímetro de mi piel. Abrí los ojos después de que todo se hubiera fundido a mi alrededor y lo encontré listo para seguir la batalla. Me subí encima de él y cabalgué hasta que noté que sus músculos se tensaban para relajarse inmediatamente después.

Sudorosos y exhaustos nos dejamos caer sobre la cama respirando con dificultad. Nos venció el sueño, pero minutos después un ruido en el salón me despertó. La cartera de Martín había resbalado por la silla donde la había soltado de cualquier manera hasta caer al suelo, donde la encontré abierta y con los papeles esparcidos por el parqué. «El destino es caprichoso», pensé antes de pasar por encima de puntillas y dirigirme al baño.

Una vez en la ducha reviví lo que había pasado aquella noche, pero cuando noté que me estaba volviendo a excitar abrí el grifo de agua fría y me concentré en definir los siguientes pasos. Salí fresca y despejada, aunque no había dormido nada. Martín roncaba en mi cama sin ser consciente de que prácticamente toda la información sobre el caso que iba a llevarle de cabeza los siguientes días descansaba en el suelo, esperándome. Me senté de espaldas a la cama y empecé a leer.

Natalia Fernández. El nombre de la chica que habían encontrado esa noche me resultó familiar, pero era tan común que descarté la posibilidad de conocerla. Era vecina de Lugo, pero originaria de Becerreá, un pueblo en la frontera entre Galicia y Castilla y León. Qué irónico. Conocía muy bien ese pueblo pese a que hacía años que lo evitaba por todos los malos recuerdos que lo habitaban. Natalia tenía solo 25 años y su muerte había sido violenta. Según el informe forense preliminar no se trataba de un crimen sexual, aunque el cadáver tenía un objeto aun sin especificar en la vagina y los ojos vendados. Noté un ruido a mi espalda y recogí los papeles a toda prisa. En ese momento no me percaté de que un folio había salido volando unos metros hasta aterrizar debajo de la nevera. Intentando no hacer ruido, volví a la cama y, casi al instante, me dormí.

5

ABRIL

Lunes 13 de junio. Un día después del final del Arde Lucus. 10:00h.

No fue hasta el lunes, una vez terminadas oficialmente las fiestas del Arde Lucus, cuando mientras desayunaba la punta de esa hoja me llamó la atención. Cuando tiré de ella, encontré la primera pista a seguir. Había pasado el domingo recopilando información en la prensa, pero incluso yo sabía más que ellos sobre el asesinato de Natalia. Martín insistió en invitarme a comer, pero no soltó prenda en todo el rato, por lo que para mí fue una absoluta pérdida de tiempo. No sabía hacia dónde debía tirar para atrapar al asesino, una necesidad repentina que me había desordenado por dentro para sacar a flote los peores momentos de mi vida. El lunes ese folio me devolvió la esperanza de encontrar una buena historia que contar. En la hoja descubrí la fotografía de una invitación a la inauguración de una peluquería en la Rúa Nova, una calle del centro que conservaba intacto el encanto del Lugo de otros siglos. La ciudad se resistía a gentrificarse y tomaba el camino contrario a muchas otras capitales de provincia que no habían podido resistir al impulso de la modernización y el turismo insostenible.

«Encontrado en el bolsillo derecho de la sudadera de la víctima | 56», describían los agentes que habían realizado el informe del caso. Según la tarjeta, la inauguración había tenido lugar el sábado a las 20h. Contemplé, justo al lado, la imagen del brazo de la víctima, que tenía anotados una dirección y un nombre, Lucía. Ese fue el camino que tomé en mi todavía precaria investigación.

La peluquería Por los pelos destacaba entre el resto de los locales de aquella céntrica calle. Parecía que quería abrirse al mundo y rompía con la estética de los locales históricos que aún sobrevivían al empuje de la globalización. Una cristalera gigante dejaba ver cómo trabajaba un equipo de estilistas uniformados y de semblante serio. El cartel arrancaba destellos al sol y brillaba por encima del resto de locales, la mayoría de aspecto sombrío. Eran las doce menos cuarto de un lunes que aún era más lunes de lo habitual, puesto que la ciudad volvía a su rutina después de cuatro días de fiesta romana.

No había ambiente en las terrazas cercanas, algo nada habitual en la zona favorita de los lucenses para disfrutar de vinos y tapas. Había llamado para pedir cita para esa mañana sin muchas esperanzas, pero me habían encontrado un hueco justo a mediodía. Eso me dio casi dos horas para preparar bien los pasos que iba a seguir y las preguntas que quería hacer sin levantar sospechas. Fue una suerte que mi jornada laboral no empezara hasta las seis. Tenía todo el día por delante y lo empecé dirigiéndome con paso firme hacia el local.

Cuando llegué, el sol ya estaba en lo alto, no había rastro de la niebla con la que había amanecido la ciudad y el bochorno empezaba a ser insoportable. El aire acondicionado me alivió al instante y una de las peluqueras, la más joven, me invitó a sentarme en una salita a esperar. Se notaba que el local era nuevo: las paredes estaban impolutas, el mobiliario relucía y aún quedaban algunos globos de la fiesta del sábado anterior. Miraba distraída la decoración de aquel local de aspecto lujoso cuando la chica que me había recibido me hizo pasar al salón. Daba la sensación de que iba a echarse a llorar en cualquier momento, pero aguantó el tipo mientras me ponía el tinte e incluso comentamos el último número de Lecturas. No me importaba en absoluto la boda del hijo de una tertuliana de Sálvame, pero no encontraba el momento adecuado para sacar el tema que me había llevado hasta allí. La ansiedad me llevó a preguntarle su nombre con la esperanza de que fuera la Lucía que constaba en el archivo policial. Acerté. Seguí preguntándole tonterías por las que no tenía ningún interés y ella pareció agradecer hablar de banalidades. Pero se me agotaba el tiempo y no iba a tener ninguna excusa para volver a pasarme por allí en los días siguientes. Decidí jugármela cuando terminó de enjuagarme el pelo en el lavacabezas más cómodo que había probado en mi vida.

— Hoy estrenáis la peluquería, ¿verdad?

— Sí. — Hizo un esfuerzo por sonreír— . La inauguramos el sábado, pero hoy es el primer día con clientes.

— ¿No ha tenido el éxito que esperabais? Parecéis un poco tristes… — comenté con miedo a sonar indiscreta.

— Sí, no es eso. Es que… he perdido a una amiga este fin de semana — dijo antes de cerrar el grifo y mirar hacia el fondo del local— . Discúlpeme un momento.

«Mierda», pensé mientras chasqueaba la lengua. La había espantado con mis preguntas. Me lo recriminé hasta que regresó, con los ojos rojos e hinchados. Hizo lo posible por disimular y continuar con su trabajo.

— Disculpe, están siendo unos días duros. Lo habrá visto en las noticias.

— No me digas que la chica que encontraron en el centro trabajaba aquí. Lo siento mucho, debe ser muy duro. — Sentía verdadera lástima por el sufrimiento de aquella chica tan joven en la que me veía de alguna forma reflejada.

Ella asintió, me dio las gracias y durante unos minutos nadie dijo nada. En la peluquería solo se oía el ruido de los secadores y las planchas, ese día no había ánimos para encender la radio. Carraspeé dispuesta a insistir, pero ella se me adelantó.

— No trabajaba aquí, pero éramos muy amigas. Habíamos quedado el día anterior, ¿sabe? Pero ya no volvió a responder a mis mensajes. Pensé que estaba intentando desconectar, a veces lo hace… Pero debí llamar a la policía. El viernes la noté rara, pero cómo iba yo a saber que le pasaría esto… Justo ahora que empezaba a levantar cabeza — dijo de un tirón.

— No te culpes, no podías haberlo evitado. Hay mucho loco suelto — intenté consolarla antes de continuar con mis preguntas— . ¿O es que se había metido en problemas?

Recibió mi pregunta con sorpresa y se puso tensa, pero algo la llevó a responder.

— « el problema que tenía era ese cabrón que le destrozó la vida », repetí.

Dio por zanjada la conversación y supe que no iba a sacar nada más de esa pobre chica. Preferí no insistir para no ponerla en mi contra, aunque presentí que ya era tarde. Pagué y cuando ya había abierto la puerta para salir, oí su voz entrecortada a mi espalda:

— Natalia no se merecía ni lo que le pasó hace dos años ni esto. Satisfaga su morbo de otra forma y no vuelva por aquí.

Me lo merecía. Cuando salí del local me temblaban las piernas y tenía náuseas. Me apoyé en la pared de piedra que aún conservaba el frescor y la humedad con los que había amanecido el día. Había conseguido más información de la que esperaba, pero no me sentí orgullosa de haber hecho llorar a esa chica. Empecé a plantearme los motivos de la obsesión que había llenado mis dos últimos días y anulado sus noches. Quería contar la historia de Natalia para que no muriera ninguna chica más, pero a la vez sabía que mis motivos también eran egoístas y tenían que ver con los momentos más oscuros de mi vida y con mi precaria situación económica.