Tres años después - Andrea Laurence - E-Book
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Tres años después E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

¿Lograría escapar del encanto de un seductor? El destino obligó a Sabine Hayes a reencontrarse con el padre de su hijo, aunque no estaba dispuesta a rendirse a todas sus demandas. No iba a permitir que el poderoso y rico Gavin Brooks volviera a manipularla. Le consentiría conocer a Jared, pero ella no volvería a su lujoso mundo ni a su cama. Sin embargo, Gavin no había dejado de desear a Sabine y, además, tenía derecho a reclamar lo que era suyo. Por eso haría todo lo que estuviera en su mano para impedir que ella volviera a escapársele.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Andrea Laurence

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Tres años después, n.º 2019 - enero 2015

Título original: His Lover’s Little Secret

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5794-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Publicidad

Capítulo Uno

 

–Es mejor que te vayas ya o llegarás tarde.

Sabine Hayes levantó la vista de la caja registradora y miró a su jefa, la diseñadora de moda Adrienne Lockhart Taylor. Llevaba trece meses trabajando para ella como encargada de su boutique.

–Casi he terminado.

–Dame la caja que hemos hecho y vete. Yo me quedaré hasta que llegue Jill para hacer su turno y me pasaré por el banco de camino a casa. Tienes que recoger a Jared a las seis, ¿no?

–Sí –contestó Sabine. La guardería le cobraría a precio de oro cada minuto que llegara tarde. Luego tenía que llevar a Jared a casa y darle de comer antes de que llegara la canguro para que ella pudiera irse a impartir sus clases de yoga. Ser madre soltera era bastante estresante, aunque no servía de nada quejarse–. ¿No te importa hacer tú el depósito en el banco?

Adrienne se acercó a ella en el mostrador.

–Vete.

–De acuerdo –repuso Sabine, mirándose la hora en el reloj. Guardó el dinero y se lo entregó. Era una suerte que Adrienne se hubiera pasado por allí para desplegar un nuevo escaparate. Su boutique era famosa por los maniquíes, siempre a la última moda.

No podía haber encontrado un sitio mejor donde trabajar, pensó Sabine.

En la mayoría de los sitios no se habían parado siquiera a considerar contratar a una joven con un mechón azul en el pelo y un piercing en la nariz. Ni siquiera cuando se había quitado el pequeño pendiente y se había teñido el pelo del mismo color había conseguido trabajo en ninguna tienda de la Quinta Avenida. Las empresas que podían pagarle un sueldo suficiente como para mantener a su hijo estaban saturadas de aspirantes con más experiencia que ella.

La suerte la había acompañado el día en que se había cruzado con Adrienne por la calle y Sabine le había hecho un cumplido acerca de su vestido. No se había esperado que la otra mujer le contestara que lo había diseñado ella misma. Luego, la había invitado a acompañarla a su nueva boutique y Sabine se había enamorado de aquella tienda.

La decoración era divertida, moderna y estilosa. Vendía ropa de diseño con un toque desenfadado. Cuando Adrienne mencionó que estaba buscando a alguien que llevara la tienda mientras ella se concentraba en sus diseños, Sabine presentó su solicitud rauda y veloz.

No solo ofrecía un salario alto y con buenas condiciones, sino que Adrienne era una jefa excelente. No le importaba el color de pelo de Sabine, ni que llevara mechas moradas, y era comprensiva cuando su hijo se ponía enfermo y ella no podía presentarse a trabajar.

Tras agarrar el bolso, Sabine se despidió de su jefa con la mano y salió por la puerta trasera. La guardería estaba solo a unas manzanas de allí, pero para no llegar tarde, tuvo que acelerar el paso.

Cuando, al fin, llegó, abrió la cancela que daba al pequeño patio de entrada y llamó a la puerta, eran exactamente las seis menos tres minutos. Poco después, con su niño en brazos, se dirigía hacia el metro.

–¿Qué tal, tesoro? ¿Lo has pasado bien?

Jared sonrió y asintió con entusiasmo. Su carita estaba empezando a ser más de niño y menos de bebé. Ya no tenía los mofletes tan regordetes y, cada día, se parecía más a su padre. La primera vez que lo había sostenido en brazos, Sabine lo había mirado a los ojos y le había parecido estar mirando a Gavin. Cuando fuera mayor, sería tan imponente como su padre, pero con suerte tendría el corazón de su madre.

–¿Qué quieres cenar esta noche?

–Macaones.

–¿Macarrones otra vez? Los comiste anoche. Se te va a poner cara de macarrón.

Jared rio y abrazó a su madre. Inspirando su olor, Sabine lo besó en la frente. El pequeño había transformado su vida y no lo cambiaría por nada.

–¿Sabine?

Justo iba a entrar en el metro cuando alguien la llamó desde el restaurante delante del cual acababa de pasar. Al girarse, vio a un hombre con traje de chaqueta color azul tomándose una copa de vino en una de las mesas que había en la calle. Le resultó familiar, pero no recordaba de qué lo conocía.

–Eres tú –dijo el hombre, acercándose. Sonrió al ver qué ella lo observaba confundida–. ¿No te acuerdas de mí? Soy Clay Olivier, amigo de Gavin. Nos conocimos en la inauguración de una galería de arte hace un par de años.

A Sabine se le heló la sangre. Sonrió y asintió, tratando de ocultar su agobio.

–Ah, sí –repuso ella, y cambió a Jared de posición en sus brazos, para colocarlo de espaldas al mejor amigo de su padre–. Creo que te tiré una copa de champán encima, ¿no?

–Sí –afirmó él, complacido porque se acordara–. ¿Cómo estás? –preguntó y, mirando al niño, añadió–. Veo que muy ocupada.

–Sí, así es –contestó ella con el corazón acelerado. Necesitaba escapar–. Escucha, lo siento pero no puedo quedarme a charlar. He quedado con la canguro. Me alegro de verte. Cuídate, Clay.

Sabine se dio media vuelta y corrió hacia el metro, como un criminal huyendo de la escena del crimen. No creía que aquel hombre fuera a seguirla, pero no se sentiría a salvo hasta que se hubiera alejado de allí.

¿Se habría fijado Clay en el rostro de Jared? ¿Habría notado su parecido? El niño llevaba una chaqueta con capucha puesta, así que, tal vez, no había podido reparar en sus rasgos.

En cuanto llegó el tren, se subió y buscó asiento. Con Jared sobre el regazo, respiró hondo, tratando de calmarse.

Habían pasado casi tres años. Durante todo ese tiempo, Sabine había logrado ocultarle el niño a su padre. Nunca se había encontrado con Gavin ni con ninguno de sus amigos. No se movía en los mismos círculos que ellos. En parte, por eso había roto con él, porque no tenían nada en común. Después de romper, Gavin nunca la había vuelto a llamar. Era obvio que no la había echado de menos en absoluto.

Sin embargo, Sabine nunca había bajado la guardia. Había sabido que, antes o después, Gavin descubriría que tenía un hijo. Si Clay no se lo decía esa misma noche, sería la próxima persona conocida con quien se encontrara. Alguien acabaría viendo a Jared y adivinaría, al instante, que era hijo de Gavin. Cuanto más crecía el pequeño, más idéntico era a su padre.

Luego, sería solo cuestión de tiempo que Gavin fuera a buscarla, furioso y exigente. Así era como él funcionaba. Siempre conseguía lo que quería. Al menos, hasta entonces. Lo único que Sabine tenía claro era que, en esa ocasión, no le dejaría ganar. Jared era de ella. Gavin era un adicto al trabajo y no sabría qué hacer con un niño. Y ella no pensaba dejar a su pequeño en manos de una lista interminable de niñeras e internados, igual que los padres de Gavin habían hecho con él.

Cuando el tren llegó a su parada, Sabine se bajó y corrió a tomar al autobús que los dejaría en su apartamento, cerca de Marine Park, en Brooklyn. Allí había vivido los últimos cuatro años. No era el sitio más elegante del mundo, pero era seguro, limpio y tenía cerca un supermercado y un parque. La casa, de un dormitorio, comenzaba a quedárseles pequeña, pero no vivían mal allí.

Antes de tener a su bebé, había usado una parte del dormitorio como estudio. Después, había guardado sus lienzos y su caballete para hacer sitio a la cuna. Jared tenía mucho espacio para jugar y había un parque justo enfrente, donde podía disfrutar con la arena. Su vecina de al lado, Tina, era quien cuidaba al niño cuando ella iba a dar clases de yoga.

Sabine estaba contenta con la vida que había construido para su hijo y para ella. Teniendo en cuenta que, cuando se había mudado a Nueva York, no tenía un céntimo, había progresado mucho. En el pasado, había sobrevivido trabajando como camarera y, cuando había tenido un poco de dinero extra, lo había dedicado a comprarse material de pintura. En el presente, sin embargo, tenía que aprovechar cada céntimo, pero no les faltaba lo más imprescindible.

–¡Macaones! –exclamó Jared feliz cuando entraron en casa.

–De acuerdo, haré macarrones –aceptó ella, y lo sentó delante de su programa infantil favorito antes de ponerse a cocinar.

Cuando Jared terminó, Sabine se había cambiado de ropa, lista para sus clases. Tina estaba a punto de llegar y, con suerte, se ocuparía de limpiarle a su hijo el tomate de la cara cuando le diera un baño. Por lo general, la canguro solía tenerlo acostado cuando ella volvía a casa.

Una llamada a la puerta la sobresaltó. Tina llegaba pronto, pensó.

–Hola, Tina… –saludo ella cuando abrió. De pronto, se quedó petrificada al ver que no era su vecina quien estaba parada en la entrada.

No. No. No. No estaba preparada para enfrentarse a aquello. Todavía, no. Esa noche, no.

Era Gavin.

Sabine se aferró a la puerta como si le fuera la vida en ello. Tenía el corazón en un puño y el estómago encogido. Al mismo tiempo, partes casi olvidadas de su cuerpo volvían a la vida. Gavin siempre había sabido cómo excitarla y, a pesar de los años, ella no había logrado borrar el recuerdo de sus caricias.

Una mezcla de miedo y deseo se apoderó de ella como un terremoto. Respiró hondo para calmarse. No podía dejar que él adivinara su pánico. Ni mucho menos quería que se diera cuenta de que todavía lo deseaba. Eso le daría ventaja. Tragándose sus emociones, se forzó a sonreír.

–Hola, Sabine –saludó él con tono profundo y sensual.

Era difícil creer que aquel apuesto hombre de su pasado estuviera de pie ante su puerta. Llevaba un traje impecable color gris con corbata azul, que resaltaban su aura de poder. Tenía la mirada oscura fija en ella, con el ceño fruncido.

–¡Gavin! –exclamó ella, fingiendo sorpresa–. No esperaba verte aquí. Pensé que eras mi vecina Tina. ¿Cómo has…?

–¿Dónde está mi hijo? –preguntó él con tono exigente, interrumpiéndola. Tenía la mandíbula tensa y una dura mirada de desaprobación. Era la misma expresión que había mostrado cuando ella lo había dejado hacía años.

Al parecer, las noticias volaban. Habían pasado menos de dos horas desde que Sabine se había encontrado con Clay.

–¿Tu hijo? –repitió ella, intentando ganar tiempo para pensar en algo. Deprisa, salió al pasillo del edificio y entrecerró la puerta de su apartamento, lo justo para poder mirar por una rendija y comprobar que Jared estaba bien.

–Sí, Sabine –afirmó él, mientras daba un paso hacia ella–. ¿Dónde está el niño que me has ocultado durante tres años?

 

 

Maldición, estaba tan guapa como él recordaba. Un poco mayor, con más curvas, pero seguía siendo la atractiva artista que lo había vuelto loco en aquella galería de arte. Esa noche, llevaba unas mallas para hacer ejercicio que se le ajustaban al cuerpo y le recordaban todo lo que se había estado perdiendo en los últimos años.

La gente no solía quedarse mucho tiempo en su vida, pensó Gavin. Su infancia y juventud habían sido un desfile de niñeras, tutores, amigos y novias, mientras sus padres lo habían cambiado de un internado a otro. Aquella belleza morena con un piercing en la nariz no había sido una excepción. Se había marchado de su vida sin pestañear.

Sabine le había dicho que no eran compatibles porque sus vidas y sus prioridades eran diferentes. Era cierto que eran polos opuestos, pero eso era una de las cosas que más habían atraído a Gavin. Ella no era otra joven rica y mimada con el objetivo de casarse con un buen partido e ir de compras. Lo que habían compartido le había parecido distinto.

Pero Gavin se había equivocado.

La había dejado marchar, pues sabía que no tenía sentido intentar perseguir a alguien que no quería estar con él… pero no la había olvidado. No había dejado de soñar con ella. En más de una ocasión, se había preguntado qué habría estado haciendo.

Pero jamás, ni en sus más extraños sueños, se había podido imaginar que ella había estado criando a un hijo suyo.

Sabine se enderezó y levantó la barbilla con gesto desafiante.

–Está dentro –señaló ella, mirándolo a los ojos–. Y ahí es donde se va a quedar.

Sus palabras le sentaron a Gavin como un puñetazo. Así que era cierto. ¡Tenía un hijo! No se había creído del todo la historia que Clay le había contado hasta ese momento. Conocía a su mejor amigo desde la universidad, pero no siempre podía confiar en su versión de la realidad. Esa noche, Clay le había insistido en que buscara a Sabine cuanto antes para conocer a su hijo.

Y, por una vez, Clay había tenido razón.

Sabine no lo negaba. Gavin había esperado que ella le dijera que no era hijo suyo o que estaba cuidando al hijo de una amiga. Sin embargo, siempre había sido una mujer sincera. Sin dudarlo, acababa de admitir que se lo había ocultado. No solo no se había disculpado por ello, sino que tenía la osadía de dictar las normas.

Ella llevaba demasiado tiempo dirigiendo la situación. Y Gavin estaba decidido a que lo incluyera, de una forma u otra.

–¿Es hijo mío de verdad? –preguntó él. Necesitaba escucharle decir las palabras. De todas maneras, al margen de lo que Sabine dijera, le haría una prueba de ADN para confirmarlo.

Ella tragó saliva y asintió.

–Parece una réplica tuya.

Gavin se sintió cada vez más furioso. Habría podido entender que ella se lo hubiera ocultado en caso de haber dudado de si era el padre. Pero no había sido así. Sabine había querido tener que compartir a su hijo con él. Si no hubiera sido por su encuentro fortuito con Clay, seguiría ignorando que era padre.

–¿Pensabas contármelo algún día, Sabine?

–No –reconoció ella, sin dejar de mirarlo a los ojos.

Ni siquiera iba a molestarse en mentir o fingir que no era una egoísta. Se quedó allí parada, desafiante.

Sin poder evitar fijarse en sus curvas, Gavin intentó procesar la respuesta que le había dado, preso de un fiero deseo y de la más profunda indignación.

–¿Qué quieres decir? –rugió él.

–¡Habla bajo! –ordenó ella entre dientes, mirando nerviosa hacia su casa–. No quiero que nos oiga. Y tampoco quiero que los vecinos se enteren de todo.

–Bueno, siento avergonzarte delante de tus vecinos. Resulta que acabo de descubrir que tengo un hijo de dos años. Creo que eso me da derecho a estar furioso.

Sabine respiró hondo, aparentando una sorprendente calma.

–Tienes todo el derecho a estar enfadado. Pero gritar no cambiará nada. Y no consiento que levantes la voz delante de mi hijo.

–Nuestro hijo.

–No –negó ella, levantando el dedo en señal de advertencia–. Es mi hijo. De acuerdo con su certificado de nacimiento, es hijo de madre soltera. Ahora mismo, no puedes reclamarlo legalmente. ¿Lo entiendes?

Esa situación iba a ser remediada, y pronto.

–Por ahora. Pero no creas que tu egoísta monopolio de nuestro hijo va a durar mucho.

Sabine se sonrojó. Era obvio que no le gustaba su amenaza. Peor para ella, pensó Gavin.

Ella tragó saliva, pero no retrocedió.

–Son más de las siete y media de un miércoles, así que te aseguro que así es como van a quedar las cosas en el futuro inmediato.

Gavin rio ante su ingenuidad.

–¿Acaso crees que mis abogados no responden mis llamadas a las dos de la madrugada? Por lo que les pago, hacen lo que yo quiera y cuando yo quiera –señaló él, al mismo tiempo que se sacaba el móvil del bolsillo–. ¿Llamamos a Edmund para ver si está disponible?

–Adelante, Gavin –le retó ella, aunque sus ojos delataban un poco de miedo–. Lo primero que harán tus abogados es solicitar una prueba de ADN. Y los resultados de una prueba de paternidad tardan, al menos, tres días. Si me presionas, te aseguro que no verás al niño hasta ese momento. Si hacemos la prueba mañana por la mañana, calculo que eso no será hasta el lunes.

Gavin apretó los puños. Sabía que ella tenía razón. Lo más probable era que los laboratorios no trabajaran durante el fin de semana, así que el lunes sería lo más pronto que podría comenzar a interponer una demanda para exigir sus derechos como padre. Sin embargo, una vez que lo hiciera, era mejor que Sabine se anduviera con mucho cuidado.

–Quiero ver a mi hijo –dijo él. En esa ocasión, su tono de voz fue menos exigente y acalorado.

–Entonces, cálmate y suelta el móvil.

Gavin se guardó el teléfono en el bolsillo de nuevo.

–¿Contenta?

Aunque Sabine no parecía contenta, asintió.

–Ahora, antes de que entres, tenemos que aclarar algunas reglas básicas.

Él tuvo que hacer un esfuerzo para no responder una grosería. Pocas personas se atrevían a imponerle normas. Pero Sabine era distinta. Por el momento, acataría sus reglas. Aunque no por mucho tiempo.

–Tú dirás.

–Primero, no puedes gritar cuando estás en mi casa o cerca de Jared. No quiero que lo disgustes.

Jared. Su hijo se llamaba Jared.

–¿Cuál es su nombre completo? –preguntó él, sin poder contener la curiosidad. De pronto, ansiaba saberlo todo sobre su hijo.

–Jared Thomas Hayes.

–¿Por qué Thomas? –quiso saber él, preguntándose si sería una coincidencia.

–Por mi profesor de arte del instituto, el señor Thomas. Ha sido la única persona que me ha animado a pintar. También tú te llamas así, Gavin Thomas, así que me pareció adecuado –contestó ella, antes de proseguir con sus normas–. En segundo lugar, no le digas que eres su padre. Hasta que no esté legalmente confirmado y los dos estemos preparados. No quiero que se preocupe ni se sienta confundido.

–¿Quién cree que es su padre?

–Todavía no ha cumplido dos años. No ha empezado a hacerme preguntas sobre eso.

–Bien –repuso él, aliviado porque su hijo no hubiera notado su ausencia–. Ya está bien de reglas. Quiero ver a Jared.

–De acuerdo –aceptó ella, y abrió la puerta despacio.

Gavin la siguió dentro. Había estado en su apartamento en otras ocasiones, hacía mucho tiempo. Pero, en vez de toparse con una bolsa de pinturas como en otros tiempos, estuvo a punto de pisar una cera azul. Un rápido vistazo le bastó para confirmar que las cosas habían cambiado. En una esquina, había un triciclo con dibujos de superhéroes y, a un lado, una pelota de colores. La televisión estaba encendida, con una serie infantil a todo volumen.

Cuando Sabine se hizo a un lado, Gavin pudo ver al pequeño que había sentado delante del aparato. Ajeno a su presencia, el niño movía la cabeza y canturreaba siguiendo una canción que sonaba en la televisión.

Gavin tragó saliva, clavado al sitio.

Sabine se acercó a su hijo y se acuclilló a su lado.

–Jared, tenemos visita. Ven a saludar.

El niño se puso de pie y, cuando se volvió, Gavin se quedó sin respiración. Jared era exactamente igual que él de niño. Era como una fotografía suya. Tenía las mejillas sonrosadas manchadas de tomate y unos ojos enormes que lo observaban con curiosidad.

–Hola –saludó Jared con una sonrisa.

Tenso de tanta emoción, Gavin tardó más de lo que hubiera deseado en responder. Estaba delante de su hijo por primera ver.

–Hola, Jared –saludo él y, sin mucha convicción, dio un paso hacia el pequeño y se agachó para ponerse a su altura–. ¿Cómo estás, campeón?

Jared respondió en su idioma, que Gavin no supo descifrar. Solo pudo entender algunas palabras sueltas, como «macarrones», «cole» y «tren». Sin esperar respuesta, el niño tomó su camión favorito del suelo y se lo tendió.

–¡Mi camión!

–Es muy bonito. Gracias –repuso su padre, tomándolo en la mano.

Entonces, alguien llamó a la puerta. Sabine se incorporó.