Tres años después - Por un escándalo - Andrea Laurence - E-Book

Tres años después - Por un escándalo E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

Tres años después El destino obligó a Sabine Hayes a reencontrarse con el padre de su hijo, aunque no estaba dispuesta a rendirse a todas sus demandas. No iba a permitir que el poderoso y rico Gavin Brooks volviera a manipularla. Sin embargo, Gavin no había dejado de desear a Sabine y, además, tenía derecho a reclamar lo que era suyo. Por eso haría todo lo que estuviera en su mano para impedir que ella volviera a escapársele. Por un escándalo El pasado estaba a punto de alcanzar al congresista Xander Langston en más de un sentido. La campaña para la reelección estaba en su punto álgido cuando desenterraron unos restos sin identificar en su finca familiar y el escándalo quedó servido, pero al regresar a su casa él solo podía pensar en reencontrarse con Rose Pierce. Rose, su amor del instituto, se había convertido en una belleza deslumbrante y la pasión de ese primer amor se mantenía todavía. Pero Rose guardaba un secreto…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 464 - febrero 2021

 

© 2014 Andrea Laurence

Tres años después

Título original: His Lover’s Little Secret

 

© 2014 Andrea Laurence

Por un escándalo

Título original: Heir to Scandal

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-165-8

Índice

Créditos

Índice

Tres años después

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Por un escándalo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Es mejor que te vayas ya o llegarás tarde.

Sabine Hayes levantó la vista de la caja registradora y miró a su jefa, la diseñadora de moda Adrienne Lockhart Taylor. Llevaba trece meses trabajando para ella como encargada de su boutique.

–Casi he terminado.

–Dame la caja que hemos hecho y vete. Yo me quedaré hasta que llegue Jill para hacer su turno y me pasaré por el banco de camino a casa. Tienes que recoger a Jared a las seis, ¿no?

–Sí –contestó Sabine. La guardería le cobraría a precio de oro cada minuto que llegara tarde. Luego tenía que llevar a Jared a casa y darle de comer antes de que llegara la canguro para que ella pudiera irse a impartir sus clases de yoga. Ser madre soltera era bastante estresante, aunque no servía de nada quejarse–. ¿No te importa hacer tú el depósito en el banco?

Adrienne se acercó a ella en el mostrador.

–Vete.

–De acuerdo –repuso Sabine, mirándose la hora en el reloj. Guardó el dinero y se lo entregó. Era una suerte que Adrienne se hubiera pasado por allí para desplegar un nuevo escaparate. Su boutique era famosa por los maniquíes, siempre a la última moda.

No podía haber encontrado un sitio mejor donde trabajar, pensó Sabine.

En la mayoría de los sitios no se habían parado siquiera a considerar contratar a una joven con un mechón azul en el pelo y un piercing en la nariz. Ni siquiera cuando se había quitado el pequeño pendiente y se había teñido el pelo del mismo color había conseguido trabajo en ninguna tienda de la Quinta Avenida. Las empresas que podían pagarle un sueldo suficiente como para mantener a su hijo estaban saturadas de aspirantes con más experiencia que ella.

La suerte la había acompañado el día en que se había cruzado con Adrienne por la calle y Sabine le había hecho un cumplido acerca de su vestido. No se había esperado que la otra mujer le contestara que lo había diseñado ella misma. Luego, la había invitado a acompañarla a su nueva boutique y Sabine se había enamorado de aquella tienda.

La decoración era divertida, moderna y estilosa. Vendía ropa de diseño con un toque desenfadado. Cuando Adrienne mencionó que estaba buscando a alguien que llevara la tienda mientras ella se concentraba en sus diseños, Sabine presentó su solicitud rauda y veloz.

No solo ofrecía un salario alto y con buenas condiciones, sino que Adrienne era una jefa excelente. No le importaba el color de pelo de Sabine, ni que llevara mechas moradas, y era comprensiva cuando su hijo se ponía enfermo y ella no podía presentarse a trabajar.

Tras agarrar el bolso, Sabine se despidió de su jefa con la mano y salió por la puerta trasera. La guardería estaba solo a unas manzanas de allí, pero para no llegar tarde, tuvo que acelerar el paso.

Cuando, al fin, llegó, abrió la cancela que daba al pequeño patio de entrada y llamó a la puerta, eran exactamente las seis menos tres minutos. Poco después, con su niño en brazos, se dirigía hacia el metro.

–¿Qué tal, tesoro? ¿Lo has pasado bien?

Jared sonrió y asintió con entusiasmo. Su carita estaba empezando a ser más de niño y menos de bebé. Ya no tenía los mofletes tan regordetes y, cada día, se parecía más a su padre. La primera vez que lo había sostenido en brazos, Sabine lo había mirado a los ojos y le había parecido estar mirando a Gavin. Cuando fuera mayor, sería tan imponente como su padre, pero con suerte tendría el corazón de su madre.

–¿Qué quieres cenar esta noche?

–Macaones.

–¿Macarrones otra vez? Los comiste anoche. Se te va a poner cara de macarrón.

Jared rio y abrazó a su madre. Inspirando su olor, Sabine lo besó en la frente. El pequeño había transformado su vida y no lo cambiaría por nada.

–¿Sabine?

Justo iba a entrar en el metro cuando alguien la llamó desde el restaurante delante del cual acababa de pasar. Al girarse, vio a un hombre con traje de chaqueta color azul tomándose una copa de vino en una de las mesas que había en la calle. Le resultó familiar, pero no recordaba de qué lo conocía.

–Eres tú –dijo el hombre, acercándose. Sonrió al ver qué ella lo observaba confundida–. ¿No te acuerdas de mí? Soy Clay Olivier, amigo de Gavin. Nos conocimos en la inauguración de una galería de arte hace un par de años.

A Sabine se le heló la sangre. Sonrió y asintió, tratando de ocultar su agobio.

–Ah, sí –repuso ella, y cambió a Jared de posición en sus brazos, para colocarlo de espaldas al mejor amigo de su padre–. Creo que te tiré una copa de champán encima, ¿no?

–Sí –afirmó él, complacido porque se acordara–. ¿Cómo estás? –preguntó y, mirando al niño, añadió–. Veo que muy ocupada.

–Sí, así es –contestó ella con el corazón acelerado. Necesitaba escapar–. Escucha, lo siento pero no puedo quedarme a charlar. He quedado con la canguro. Me alegro de verte. Cuídate, Clay.

Sabine se dio media vuelta y corrió hacia el metro, como un criminal huyendo de la escena del crimen. No creía que aquel hombre fuera a seguirla, pero no se sentiría a salvo hasta que se hubiera alejado de allí.

¿Se habría fijado Clay en el rostro de Jared? ¿Habría notado su parecido? El niño llevaba una chaqueta con capucha puesta, así que, tal vez, no había podido reparar en sus rasgos.

En cuanto llegó el tren, se subió y buscó asiento. Con Jared sobre el regazo, respiró hondo, tratando de calmarse.

Habían pasado casi tres años. Durante todo ese tiempo, Sabine había logrado ocultarle el niño a su padre. Nunca se había encontrado con Gavin ni con ninguno de sus amigos. No se movía en los mismos círculos que ellos. En parte, por eso había roto con él, porque no tenían nada en común. Después de romper, Gavin nunca la había vuelto a llamar. Era obvio que no la había echado de menos en absoluto.

Sin embargo, Sabine nunca había bajado la guardia. Había sabido que, antes o después, Gavin descubriría que tenía un hijo. Si Clay no se lo decía esa misma noche, sería la próxima persona conocida con quien se encontrara. Alguien acabaría viendo a Jared y adivinaría, al instante, que era hijo de Gavin. Cuanto más crecía el pequeño, más idéntico era a su padre.

Luego, sería solo cuestión de tiempo que Gavin fuera a buscarla, furioso y exigente. Así era como él funcionaba. Siempre conseguía lo que quería. Al menos, hasta entonces. Lo único que Sabine tenía claro era que, en esa ocasión, no le dejaría ganar. Jared era de ella. Gavin era un adicto al trabajo y no sabría qué hacer con un niño. Y ella no pensaba dejar a su pequeño en manos de una lista interminable de niñeras e internados, igual que los padres de Gavin habían hecho con él.

Cuando el tren llegó a su parada, Sabine se bajó y corrió a tomar al autobús que los dejaría en su apartamento, cerca de Marine Park, en Brooklyn. Allí había vivido los últimos cuatro años. No era el sitio más elegante del mundo, pero era seguro, limpio y tenía cerca un supermercado y un parque. La casa, de un dormitorio, comenzaba a quedárseles pequeña, pero no vivían mal allí.

Antes de tener a su bebé, había usado una parte del dormitorio como estudio. Después, había guardado sus lienzos y su caballete para hacer sitio a la cuna. Jared tenía mucho espacio para jugar y había un parque justo enfrente, donde podía disfrutar con la arena. Su vecina de al lado, Tina, era quien cuidaba al niño cuando ella iba a dar clases de yoga.

Sabine estaba contenta con la vida que había construido para su hijo y para ella. Teniendo en cuenta que, cuando se había mudado a Nueva York, no tenía un céntimo, había progresado mucho. En el pasado, había sobrevivido trabajando como camarera y, cuando había tenido un poco de dinero extra, lo había dedicado a comprarse material de pintura. En el presente, sin embargo, tenía que aprovechar cada céntimo, pero no les faltaba lo más imprescindible.

–¡Macaones! –exclamó Jared feliz cuando entraron en casa.

–De acuerdo, haré macarrones –aceptó ella, y lo sentó delante de su programa infantil favorito antes de ponerse a cocinar.

Cuando Jared terminó, Sabine se había cambiado de ropa, lista para sus clases. Tina estaba a punto de llegar y, con suerte, se ocuparía de limpiarle a su hijo el tomate de la cara cuando le diera un baño. Por lo general, la canguro solía tenerlo acostado cuando ella volvía a casa.

Una llamada a la puerta la sobresaltó. Tina llegaba pronto, pensó.

–Hola, Tina… –saludo ella cuando abrió. De pronto, se quedó petrificada al ver que no era su vecina quien estaba parada en la entrada.

No. No. No. No estaba preparada para enfrentarse a aquello. Todavía, no. Esa noche, no.

Era Gavin.

Sabine se aferró a la puerta como si le fuera la vida en ello. Tenía el corazón en un puño y el estómago encogido. Al mismo tiempo, partes casi olvidadas de su cuerpo volvían a la vida. Gavin siempre había sabido cómo excitarla y, a pesar de los años, ella no había logrado borrar el recuerdo de sus caricias.

Una mezcla de miedo y deseo se apoderó de ella como un terremoto. Respiró hondo para calmarse. No podía dejar que él adivinara su pánico. Ni mucho menos quería que se diera cuenta de que todavía lo deseaba. Eso le daría ventaja. Tragándose sus emociones, se forzó a sonreír.

–Hola, Sabine –saludó él con tono profundo y sensual.

Era difícil creer que aquel apuesto hombre de su pasado estuviera de pie ante su puerta. Llevaba un traje impecable color gris con corbata azul, que resaltaban su aura de poder. Tenía la mirada oscura fija en ella, con el ceño fruncido.

–¡Gavin! –exclamó ella, fingiendo sorpresa–. No esperaba verte aquí. Pensé que eras mi vecina Tina. ¿Cómo has…?

–¿Dónde está mi hijo? –preguntó él con tono exigente, interrumpiéndola. Tenía la mandíbula tensa y una dura mirada de desaprobación. Era la misma expresión que había mostrado cuando ella lo había dejado hacía años.

Al parecer, las noticias volaban. Habían pasado menos de dos horas desde que Sabine se había encontrado con Clay.

–¿Tu hijo? –repitió ella, intentando ganar tiempo para pensar en algo. Deprisa, salió al pasillo del edificio y entrecerró la puerta de su apartamento, lo justo para poder mirar por una rendija y comprobar que Jared estaba bien.

–Sí, Sabine –afirmó él, mientras daba un paso hacia ella–. ¿Dónde está el niño que me has ocultado durante tres años?

 

 

Maldición, estaba tan guapa como él recordaba. Un poco mayor, con más curvas, pero seguía siendo la atractiva artista que lo había vuelto loco en aquella galería de arte. Esa noche, llevaba unas mallas para hacer ejercicio que se le ajustaban al cuerpo y le recordaban todo lo que se había estado perdiendo en los últimos años.

La gente no solía quedarse mucho tiempo en su vida, pensó Gavin. Su infancia y juventud habían sido un desfile de niñeras, tutores, amigos y novias, mientras sus padres lo habían cambiado de un internado a otro. Aquella belleza morena con un piercing en la nariz no había sido una excepción. Se había marchado de su vida sin pestañear.

Sabine le había dicho que no eran compatibles porque sus vidas y sus prioridades eran diferentes. Era cierto que eran polos opuestos, pero eso era una de las cosas que más habían atraído a Gavin. Ella no era otra joven rica y mimada con el objetivo de casarse con un buen partido e ir de compras. Lo que habían compartido le había parecido distinto.

Pero Gavin se había equivocado.

La había dejado marchar, pues sabía que no tenía sentido intentar perseguir a alguien que no quería estar con él… pero no la había olvidado. No había dejado de soñar con ella. En más de una ocasión, se había preguntado qué habría estado haciendo.

Pero jamás, ni en sus más extraños sueños, se había podido imaginar que ella había estado criando a un hijo suyo.

Sabine se enderezó y levantó la barbilla con gesto desafiante.

–Está dentro –señaló ella, mirándolo a los ojos–. Y ahí es donde se va a quedar.

Sus palabras le sentaron a Gavin como un puñetazo. Así que era cierto. ¡Tenía un hijo! No se había creído del todo la historia que Clay le había contado hasta ese momento. Conocía a su mejor amigo desde la universidad, pero no siempre podía confiar en su versión de la realidad. Esa noche, Clay le había insistido en que buscara a Sabine cuanto antes para conocer a su hijo.

Y, por una vez, Clay había tenido razón.

Sabine no lo negaba. Gavin había esperado que ella le dijera que no era hijo suyo o que estaba cuidando al hijo de una amiga. Sin embargo, siempre había sido una mujer sincera. Sin dudarlo, acababa de admitir que se lo había ocultado. No solo no se había disculpado por ello, sino que tenía la osadía de dictar las normas.

Ella llevaba demasiado tiempo dirigiendo la situación. Y Gavin estaba decidido a que lo incluyera, de una forma u otra.

–¿Es hijo mío de verdad? –preguntó él. Necesitaba escucharle decir las palabras. De todas maneras, al margen de lo que Sabine dijera, le haría una prueba de ADN para confirmarlo.

Ella tragó saliva y asintió.

–Parece una réplica tuya.

Gavin se sintió cada vez más furioso. Habría podido entender que ella se lo hubiera ocultado en caso de haber dudado de si era el padre. Pero no había sido así. Sabine había querido tener que compartir a su hijo con él. Si no hubiera sido por su encuentro fortuito con Clay, seguiría ignorando que era padre.

–¿Pensabas contármelo algún día, Sabine?

–No –reconoció ella, sin dejar de mirarlo a los ojos.

Ni siquiera iba a molestarse en mentir o fingir que no era una egoísta. Se quedó allí parada, desafiante.

Sin poder evitar fijarse en sus curvas, Gavin intentó procesar la respuesta que le había dado, preso de un fiero deseo y de la más profunda indignación.

–¿Qué quieres decir? –rugió él.

–¡Habla bajo! –ordenó ella entre dientes, mirando nerviosa hacia su casa–. No quiero que nos oiga. Y tampoco quiero que los vecinos se enteren de todo.

–Bueno, siento avergonzarte delante de tus vecinos. Resulta que acabo de descubrir que tengo un hijo de dos años. Creo que eso me da derecho a estar furioso.

Sabine respiró hondo, aparentando una sorprendente calma.

–Tienes todo el derecho a estar enfadado. Pero gritar no cambiará nada. Y no consiento que levantes la voz delante de mi hijo.

–Nuestro hijo.

–No –negó ella, levantando el dedo en señal de advertencia–. Es mi hijo. De acuerdo con su certificado de nacimiento, es hijo de madre soltera. Ahora mismo, no puedes reclamarlo legalmente. ¿Lo entiendes?

Esa situación iba a ser remediada, y pronto.

–Por ahora. Pero no creas que tu egoísta monopolio de nuestro hijo va a durar mucho.

Sabine se sonrojó. Era obvio que no le gustaba su amenaza. Peor para ella, pensó Gavin.

Ella tragó saliva, pero no retrocedió.

–Son más de las siete y media de un miércoles, así que te aseguro que así es como van a quedar las cosas en el futuro inmediato.

Gavin rio ante su ingenuidad.

–¿Acaso crees que mis abogados no responden mis llamadas a las dos de la madrugada? Por lo que les pago, hacen lo que yo quiera y cuando yo quiera –señaló él, al mismo tiempo que se sacaba el móvil del bolsillo–. ¿Llamamos a Edmund para ver si está disponible?

–Adelante, Gavin –le retó ella, aunque sus ojos delataban un poco de miedo–. Lo primero que harán tus abogados es solicitar una prueba de ADN. Y los resultados de una prueba de paternidad tardan, al menos, tres días. Si me presionas, te aseguro que no verás al niño hasta ese momento. Si hacemos la prueba mañana por la mañana, calculo que eso no será hasta el lunes.

Gavin apretó los puños. Sabía que ella tenía razón. Lo más probable era que los laboratorios no trabajaran durante el fin de semana, así que el lunes sería lo más pronto que podría comenzar a interponer una demanda para exigir sus derechos como padre. Sin embargo, una vez que lo hiciera, era mejor que Sabine se anduviera con mucho cuidado.

–Quiero ver a mi hijo –dijo él. En esa ocasión, su tono de voz fue menos exigente y acalorado.

–Entonces, cálmate y suelta el móvil.

Gavin se guardó el teléfono en el bolsillo de nuevo.

–¿Contenta?

Aunque Sabine no parecía contenta, asintió.

–Ahora, antes de que entres, tenemos que aclarar algunas reglas básicas.

Él tuvo que hacer un esfuerzo para no responder una grosería. Pocas personas se atrevían a imponerle normas. Pero Sabine era distinta. Por el momento, acataría sus reglas. Aunque no por mucho tiempo.

–Tú dirás.

–Primero, no puedes gritar cuando estás en mi casa o cerca de Jared. No quiero que lo disgustes.

Jared. Su hijo se llamaba Jared.

–¿Cuál es su nombre completo? –preguntó él, sin poder contener la curiosidad. De pronto, ansiaba saberlo todo sobre su hijo.

–Jared Thomas Hayes.

–¿Por qué Thomas? –quiso saber él, preguntándose si sería una coincidencia.

–Por mi profesor de arte del instituto, el señor Thomas. Ha sido la única persona que me ha animado a pintar. También tú te llamas así, Gavin Thomas, así que me pareció adecuado –contestó ella, antes de proseguir con sus normas–. En segundo lugar, no le digas que eres su padre. Hasta que no esté legalmente confirmado y los dos estemos preparados. No quiero que se preocupe ni se sienta confundido.

–¿Quién cree que es su padre?

–Todavía no ha cumplido dos años. No ha empezado a hacerme preguntas sobre eso.

–Bien –repuso él, aliviado porque su hijo no hubiera notado su ausencia–. Ya está bien de reglas. Quiero ver a Jared.

–De acuerdo –aceptó ella, y abrió la puerta despacio.

Gavin la siguió dentro. Había estado en su apartamento en otras ocasiones, hacía mucho tiempo. Pero, en vez de toparse con una bolsa de pinturas como en otros tiempos, estuvo a punto de pisar una cera azul. Un rápido vistazo le bastó para confirmar que las cosas habían cambiado. En una esquina, había un triciclo con dibujos de superhéroes y, a un lado, una pelota de colores. La televisión estaba encendida, con una serie infantil a todo volumen.

Cuando Sabine se hizo a un lado, Gavin pudo ver al pequeño que había sentado delante del aparato. Ajeno a su presencia, el niño movía la cabeza y canturreaba siguiendo una canción que sonaba en la televisión.

Gavin tragó saliva, clavado al sitio.

Sabine se acercó a su hijo y se acuclilló a su lado.

–Jared, tenemos visita. Ven a saludar.

El niño se puso de pie y, cuando se volvió, Gavin se quedó sin respiración. Jared era exactamente igual que él de niño. Era como una fotografía suya. Tenía las mejillas sonrosadas manchadas de tomate y unos ojos enormes que lo observaban con curiosidad.

–Hola –saludó Jared con una sonrisa.

Tenso de tanta emoción, Gavin tardó más de lo que hubiera deseado en responder. Estaba delante de su hijo por primera ver.

–Hola, Jared –saludo él y, sin mucha convicción, dio un paso hacia el pequeño y se agachó para ponerse a su altura–. ¿Cómo estás, campeón?

Jared respondió en su idioma, que Gavin no supo descifrar. Solo pudo entender algunas palabras sueltas, como «macarrones», «cole» y «tren». Sin esperar respuesta, el niño tomó su camión favorito del suelo y se lo tendió.

–¡Mi camión!

–Es muy bonito. Gracias –repuso su padre, tomándolo en la mano.

Entonces, alguien llamó a la puerta. Sabine se incorporó.

–Es la niñera. Tengo que irme.

Gavin tragó saliva, irritado. Solo había pasado dos minutos con su hijo y Sabine ya quería echarlo. Ni siquiera habían hablado sobre cómo iban a manejar la situación.

–Hola, Tina, entra. Ya ha cenado y está viendo la tele –saludó Sabine a la mujer de edad mediana que acababa de entrar.

–Lo bañaré y lo meteré en la cama a las ocho y media.

–Gracias, Tina. Volveré a la hora de siempre.

Con reticencia, Gavin le devolvió el camión a Jared y se levantó. Cuando se giró, vio a Sabine poniéndose una sudadera con capucha y echándose al hombro una manta enrollada para hacer ejercicio.

–Gavin, tengo que irme. Esta noche doy clase.

Él asintió y volvió a mirar a su hijo. El pequeño se había vuelto a sumergir en su programa favorito. Tuvo deseos de abrazarlo y despedirse, pero se contuvo. Habría tiempo para eso en otra ocasión.

Por primera vez en su vida, había alguien que iba a estar vinculado a él durante, al menos, los siguientes dieciséis años. Y no lo dejaría marchar con tanta facilidad. Habría muchas más oportunidades de estar juntos.

En ese momento, sin embargo, la prioridad era hablar con la madre de su hijo.

Capítulo Dos

 

–No necesito que me lleves.

Gavin sujetó la puerta abierta de su Aston Martin con el ceño fruncido. Sabine no quería sentarse con él. Ella sabía que eso implicaría hablar de algo para lo que no estaba preparada. Prefería mil veces tomar el autobús, con tal de evitarlo.

–Sube al coche, Sabine. Cuanto más tiempo discutamos, más tarde llegarás.

Ella maldijo al ver cómo se le escapaba el autobús. No iba a llegar a tiempo a su clase, a menos que Gavin la llevara. Suspirando con frustración, se subió al coche. Él cerró la puerta del copiloto y se sentó a su lado.

–Gira a la derecha en el semáforo –le indicó ella. Si se concentraba en darle instrucciones para llegar, igual tendrían menos posibilidades de hablar.

Sabine no podía evitar sentirse culpable. Nunca había pretendido engañar a Gavin. Sin embargo, cuando se había quedado embarazada, le había asaltado un fiero instinto protector. Gavin y ella eran de dos planetas diferentes. Él nunca había correspondido a su amor. Lo mismo sucedería con su hijo. Había temido que Jared fuera para su padre una adquisición más del Imperio Brooks. Y Jared se merecía algo mejor.

Por eso, había hecho lo que había creído necesario para proteger a su hijo y no pensaba disculparse por ello.

–La segunda a la derecha.

Mientras Gavin permanecía en silencio, Sabine se estaba poniendo cada vez más nerviosa. Era evidente que estaba muy tenso, cada músculo de su cuerpo parecía contraído. Tenía la mandíbula apretada, y no apartaba los ojos de la carretera.

Lo cierto era que Gavin tenía mucha habilidad para ocultar sus sentimientos. Siempre lo había hecho cuando salían juntos. La noche que ella le había dicho que lo suyo había terminado, él no había demostrado ninguna reacción. Ni rabia, ni tristeza. Solo había aceptado su adiós con resignación y se había olvidado de todo. Era obvio que ella nunca le había importado.

Cuando llegaron al centro donde Sabine impartía los talleres de yoga, él aparcó y detuvo el motor. Se miró el Rolex.

–Llegas pronto.

Era verdad. Todavía le quedaban quince minutos antes de poder entrar. Sería absurdo salir del coche y quedarse de pie delante de la puerta, esperando que el local se quedara libre para la siguiente clase. Así que lo único que podía hacer era quedarse allí sentada, con Gavin. Perfecto.

–Dime, ¿tan malo he sido contigo? –preguntó él al fin, tras un largo silencio–. ¿Tan mal te he tratado? –añadió en voz baja, sin mirarla.

–Claro que no.

Gavin volvió la mirada hacia ella.

–¿Te dije o hice algo mientras estuvimos juntos para que pensaras que iba a ser un mal padre?

¿Mal padre? No, pensó Sabine. Quizá, un padre distante, sí.

–No, Gavin…

–Entonces, ¿por qué? ¿Por qué me has ocultado algo tan importante? ¿Por qué me has impedido compartir la crianza de Jared? Ahora es pequeño pero, antes o después, se daría cuenta de que no tiene un padre como los demás niños. ¿Y si él pensara que yo no lo quiero? Cielos, Sabine. Aunque no lo hubiéramos planeado, sigue siendo mi hijo.

Al escucharlo hablar así, todas las excusas que ella había preparado le resultaron ridículas. ¿Cómo iba a explicarle que no había querido que Jared creciera siendo un malcriado, rico, pero sin amor? ¿Cómo podía decirle que había querido tenerlo en casa con ella y no en un internado? ¿Cómo reconocer que no había querido que su hijo se convirtiera en un hombre egoísta y sin sentimientos como su padre? Eran solo excusas, admitió para sus adentros, fruto de un miedo irracional.

–Temía que, si te lo decía, lo perdería.

–¿Creíste que iba a quitártelo? –preguntó él con la mandíbula tensa.

–¿Acaso no lo harías? –replicó ella con tono desafiante–. ¿No habrías llegado a reclamarlo en la sala de partos? ¿No crees que tu elegante familia y tus poderosos amigos se habrían horrorizado de saber qué clase de persona iba a criar al heredero del Imperio Brooks? Enseguida, me habrían catalogado como inadecuada y habrías conseguido que algún juez te diera la custodia.

–Yo nunca habría hecho eso.

–Estoy segura de que solo habrías hecho lo que hubieras pensado mejor para tu hijo. ¿Pero cómo iba a saber yo lo que eso habría implicado? ¿Y si hubieras decidido que Jared estaba mejor contigo y que yo era una complicación? No tengo tanto dinero ni tantos contactos como tú para combatir en los tribunales. No podía correr ese riesgo –admitió ella con lágrimas en los ojos–. Temía que entregaras a mi hijo a rancias niñeras, que compraras su cariño con lujosos regalos, porque tú no tienes tiempo para dedicarle. Temía que lo enviaras a algún excelente internado en el extranjero, con la excusa de que era lo mejor para él, solo para que no te molestara. El embarazo de Jared no fue planeado. No es el fruto de un matrimonio dorado y ratificado por tu gente. No estaba segura de que pudieras amarlo de verdad.

Gavin se quedó callado un momento. No parecía enfadado, solo agotado, emocionalmente derrotado. Tenía el mismo aspecto que Jared cuando se pasaba todo un día sin dormir la siesta.

Sabine tuvo ganas de acariciarle la frente para borrar esa expresión de cansancio. Recordaba a la perfección el olor de su piel… a una embriagadora mezcla de jabón, cuero y hombre. Pero no podía hacer eso. La atracción que sentía por Gavin no había sido más que un inconveniente desde el principio. Y, por desgracia, los años no habían mermado su deseo en absoluto.

–No entiendo por qué piensas eso –dijo él tras un largo silencio.

–Porque es lo que te pasó a ti, Gavin –contestó ella con voz suave–. Y es la única manera que conoces de criar a un niño. Las niñeras y los internados son lo normal para ti. Tú mismo me contaste que tus padres nunca tenían tiempo para ti ni para tus hermanos. ¿Recuerdas cuando me contaste lo triste y solo que te sentiste cuando te mandaron al internado? ¿Quieres eso mismo para tu hijo? Yo no estaba dispuesta a entregártelo para que le dieras la misma infancia vacía que tú has tenido. No quería que lo criaran solo para ser el próximo dueño de Envíos Brooks Express.

–¿Y qué tiene eso de malo? –preguntó Gavin, furioso–. Hay cosas peores que crecer rodeado de dinero y convertirte en cabeza de una de las compañías más grandes del mundo, fundada por tu abuelo. A mí me parece peor crecer en la pobreza, en un pequeño apartamento, con ropas de segunda mano.

–¡Sus ropas no son de segunda mano! –se defendió ella, indignada–. No son de firma, pero tampoco son harapos. Sé lo que pensáis de nosotros, vosotros los poderosos. Pero aquí estamos bien. Es un vecindario tranquilo y hay un parque donde Jared puede jugar. Tiene comida y juguetes y, lo que es más importante, tiene todo el amor, la estabilidad y la atención que yo puedo darle.

Sabine no pudo evitar ponerse a la defensiva. No pensaba dejar que nadie le dijera que no estaba criando bien a su hijo.

–No tengo dudas de que estás haciendo un gran trabajo con Jared. ¿Pero por qué hacerlo tan difícil? Podrías tener una casa bonita en Manhattan. Podrías enviarlo a una de las mejores escuelas privadas de la ciudad. Podrías tener un buen coche y alguien que te ayudara a limpiar y cocinar. Yo me habría asegurado de que los dos tuvierais todo lo necesario… sin quitarte a Jared. No había razón para renunciar a una vida más cómoda.

–No he renunciado a nada –insistió ella. Sabía que todas aquellas comodidades de las que Gavin hablaba tenían un precio–. Nunca he tenido esas cosas, para empezar.

–¿Seguro que no has renunciado a nada? –replicó él, y la miró a los ojos–. ¿Qué me dices de la pintura? Durante estos años, no he visto ninguna exposición tuya. Tampoco he visto lienzos ni tu maletín de pinturas en el apartamento. Supongo que tu estudio ahora está ocupado por las cosas de Jared. ¿Dónde está todo tu material de pintura?

Sabine tragó saliva. En eso, Gavin tenía razón. Ella se había mudado a Nueva York para convertirse en pintora. Le apasionaba su trabajo y había empezado a tener éxito. Una galería hizo una exposición de sus cuadros y vendió algunos de ellos. Sin embargo, lo que podía sacar con eso no era suficiente para criar a un hijo. Por eso, sus prioridades habían cambiado. Los niños requerían tiempo, energía y dinero. Echaba de menos la creatividad en su vida, pero no lo lamentaba.

–Están en el armario –admitió ella con el ceño fruncido.

–¿Y cuándo fue la última vez que pintaste?

–El sábado –se apresuró a responder.

Gavin afiló la mirada con desconfianza.

–De acuerdo, estuve pintando con las manos con Jared –confesó ella, y bajó la vista–. Pero nos lo pasamos genial haciéndolo. Jared es lo más importante en el mundo para mí. Más importante que pintar.

–No deberías renunciar a una cosa que amas por otra.

–La vida es una cuestión de compromisos, Gavin. Tú también sabes lo que significa dejar de lado lo que amas para dar prioridad a tus obligaciones.

Él se puso rígido. Al parecer, los dos eran culpables de renunciar a sus sueños, aunque por diferentes razones. Sabine tenía un hijo al que criar. Gavin sobrellevaba el peso de las expectativas de su familia y tenía un imperio que dirigir. La presión de sus obligaciones se había interpuesto entre ellos cuando salían juntos.

Al ver que Gavin no decía nada, Sabine lo miró. Él tenía la vista puesta en la ventana, sus pensamientos estaban muy lejos de allí.

No tenía sentido estar en el mismo coche que él después de tanto tiempo, se dijo ella. Podía sentir la atracción que seguía latiendo entre ambos. Cuando había decidido dejarlo hacía años, le había resultado muy difícil. Solo habían salido juntos un mes y medio, pero cada minuto había sido especial y apasionado. Habían disfrutado juntos del sexo, sí, y habían hecho el amor bajo las estrellas, pero no había sido solo eso. Habían compartido comidas exóticas, debates políticos, visitas a museos, y habían hablado durante horas.

La chispa que había habido entre ellos casi había sido suficiente para hacerle olvidar a Sabine que ambos habían querido cosas diferentes de la vida. Y, aunque él se había mostrado encandilado por esas diferencias, ella había sabido que no duraría mucho. Había sido solo cuestión de tiempo que Gavin le hubiera pedido que cambiara. Y eso era algo que ella no estaba dispuesta a hacer. No se amoldaría para darle gusto a nadie. Había dejado su pequeño pueblo en Nebraska para irse a Nueva York y ser ella misma. No estaba dispuesta a ser una más de las mujeres de los Brooks.

Cuando Sabine había conocido a su familia, se había asustado hasta el tuétano. Se habían encontrado con los padres de él en un restaurante, pocos días después de que hubieran empezado a salir juntos. Su madre era poco más que un lujoso accesorio del brazo de su padre.

Por mucho que amara a Gavin, no quería terminar como ella. Y lo había amado. Pero se amaba más a sí misma. Y amaba más a Jared.

Sin embargo, estar a tan corta distancia de él le hizo sentir vulnerable. Llevaba demasiado tiempo desatendiendo sus necesidades sexuales.

–¿Qué hacemos ahora? –preguntó ella.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Gavin le tomó la mano. Su calidez la envolvió, haciendo que un delicioso escalofrío la recorriera. Solo con ese pequeño contacto, era capaz de derretirla… ¿Qué podría hacer con ella si se atreviera a besarla?

Al instante, Sabine se reprendió a sí misma por siquiera imaginar esa posibilidad. Ella lo había abandonado en el pasado por una buena razón. Necesitaba mantener las distancias. El único motivo por el que había ido a buscarla era Jared. Nada más.

Pero, cuando él le acarició la mano con el pulgar, ella recordó todo lo que se había negado a sí misma desde que había sido madre…

–Nos casaremos –contestó él con tono serio.

 

 

Gavin nunca le había pedido a ninguna mujer que se casara con él. Bueno, en realidad, tampoco se lo acababa de pedir a Sabine. Había sido, más bien, una afirmación. De todos modos, ni en sus sueños más bizarros habría podido anticipar una respuesta así.

Sabine se rio en su cara. Fueron carcajadas sinceras, salidas del corazón. Sin duda, ella no tenía ni idea de lo mucho que le costaba pedirle a nadie que fuera su esposa, sobre todo, a una mujer que ya lo había abandonado una vez.

–¡Hablo en serio! –exclamó él, pero solo logró hacerla reír con más fuerza. Armándose de paciencia, se recostó en su asiento y esperó a que se le parara–. Cásate conmigo, Sabine.

–No.

Aquella firme y decidida negativa fue peor que su risa.

–¿Por qué no? –quiso saber él, ofendido. Era un gran partido. Cualquier mujer debería estar agradecida por una proposición así.

Sabine sonrió y le dio una palmadita tranquilizadora en la mano.

–Porque tú no quieres casarte conmigo, Gavin. Quieres hacer lo correcto y darle un hogar estable a tu hijo. Un sentimiento muy noble, de verdad. Te lo agradezco, pero no voy a casarme con alguien que no me ama.

–Tenemos un hijo.

–Esa no es razón suficiente para mí.

–¿No es razón suficiente convertir a Jared en hijo legítimo? –preguntó él, sin dar crédito.

–No estamos hablando de la sucesión al trono de Inglaterra. Y hoy en día, no pasa nada por ser hijo de madre soltera. Si quieres formar parte de su vida, eso es suficiente para mí. Lo único que quiero de ti es que le dediques tiempo de calidad.

–¿Tiempo de calidad? –repitió él, frunciendo el ceño. Casarse le parecía una manera más fácil de hacer las cosas.

–Sí. Si estás dispuesto a casarte con la madre de tu hijo a pesar de que no la amas, deberías estar dispuesto a dedicarle tiempo a Jared. No voy a presentarle a su padre para que sigas trabajando hasta medianoche y lo ignores. Jared está mejor sin padre que con uno que no quiere esforzarse por él. No puedes perderte sus cumpleaños, ni sus partidos. Tienes que presentarte siempre que hayas quedado con él. Si no puedes ser su padre al cien por cien, es mejor que no te molestes.

Sus palabras le resultaron a Gavin demasiado duras. Él no consideraba a sus progenitores malos padres, sino personas ocupadas. Aunque sabía lo que se sentía al ser el último en su lista de prioridades. Miles de veces se había sentado a esperar a sus padres frente a la entrada de casa, en vano. Y otras tantas los había buscado entre la multitud en sus partidos de fútbol, rezando por que hubieran ido a verlo, sin éxito.

Siempre se había dicho que no repetiría con sus hijos los mismos esquemas. Sin embargo, a pesar de que había visto a Jared y estaba decidido a reclamar un lugar en su vida, no tenía mucha idea de qué iba a hacer con él.

Sabine tenía razón. Era un completo ignorante en ese terreno. Por reflejo, lo primero que haría sería entregárselo a alguien que supiera cuidar niños y continuar centrándose en su negocio.

Justo lo que Sabine temía.

Era lógico, por otra parte. Gavin se había pasado la mayor parte de su relación debatiéndose entre el trabajo y ella. Nunca había logrado encontrar un equilibrio. Con un niño, sería todavía más difícil. En parte, esa era la razón por la que nunca había pensado en formar una familia. Su prioridad era el trabajo y no podía negarlo.

No obstante, ya no podía elegir. Tenía un hijo, quisiera o no. Y tendría que encontrar la manera de dirigir su imperio sin defraudarlo. No estaba seguro de cómo, pero lo conseguiría.

–Si os dedico tiempo de calidad, ¿me dejarás ayudarte?

–¿Ayudarme con qué?

–Con todo, Sabine. Si no te quieres casar conmigo, al menos, deja que te compre un piso bonito en la ciudad. En la zona que más te guste. Deja que pague la educación de Jared. Podemos inscribirle en la mejor escuela. Puedo contratar a alguien para que te ayude con la casa, alguien que limpie y cocine y recoja a Jared del colegio, si tú quieres seguir trabajando.

–¿Y por qué ibas a hacer eso? Lo que estás sugiriendo te costaría mucho dinero.

–Quizá, pero merece la pena. Es una inversión en mi hijo. Hacer tu vida más fácil, te hará más feliz. Estarás más tranquila para cuidar a nuestro hijo. Él podrá pasar más tiempo jugando y aprendiendo que sentado en el metro. Además, si vivís en Manhattan, será más fácil para mí verlo a menudo.

Gavin adivinó que las defensas de Sabine comenzaban a tambalearse. Era una mujer orgullosa y no estaba dispuesta a admitir que era difícil criar a un hijo sola. Los niños necesitaban tiempo, dinero y esfuerzo. Ella ya había renunciado a la pintura. Sin embargo, sabía que convencerla no sería fácil.

Él conocía a Sabine mejor de lo que ella creía. No era la clase de chica ansiosa por cazar a un hombre rico y ascender en la escala social. Por eso, no le cabía ninguna duda de que Jared había sido un accidente. Y, a juzgar por la cara que ella había puesto al verlo en su casa, ella habría preferido que su padre hubiera sido cualquiera menos él.

–Poco a poco, por favor –pidió ella. Su expresión estaba impregnada de tristeza.

–¿Qué quieres decir?

–En menos de dos horas, te has encontrado con que tienes un hijo y casi una prometida. Es un gran cambio para ti, igual que para nosotros. Es mejor no apresurarse –opinó ella con un suspiro–. Hagamos las pruebas de ADN, para que no quepa ninguna duda. Luego, podemos hablarle a Jared de tu existencia y contárselo a nuestras familias. Después, es posible que nos mudemos para estar más cerca de ti. Pero son decisiones que deben tomarse con calma, no en cuestión de minutos –propuso, y se miró el reloj–. Tengo que entrar.

–De acuerdo –repuso él, salió del coche y dio la vuelta para abrirle la puerta.

–Mañana tengo el día libre. Puedes pedir cita para hacer la prueba de paternidad, llámame o mándame un mensaje y nos veremos allí. Mi número es el mismo. ¿Todavía lo tienes?

Claro que lo tenía. Gavin había estado a punto de llamarla cientos de veces después de su ruptura. Pero era demasiado orgulloso para hacerlo. Además, no había tenido sentido intentar convencerla de que hubiera vuelto, cuando ella no había querido estar con él.

En ese momento, sin embargo, se arrepintió de no haber intentado arreglar las cosas. Podía haber buscado más tiempo para ella. Así, tal vez, habría estado allí para escuchar el primer llanto de su bebé. Y, quizá, la madre de su hijo no se habría reído en su cara ante su proposición de matrimonio.

–Sí.