3,99 €
«Los momentos de paz en Otroran eran pequeños oasis en un infinito desierto de angustia y aflicción. Si tropezabas con uno, era casi un deber obligarse a disfrutarlo.» Zesc Zéreck y su prometida, Dina Garp, quieren empezar una vida juntos. Sin embargo, el destino los lleva a Otroran, la ciudad gris, el lugar donde «empezar» suena utópico. El lugar donde todo acaba. Cuando Dina desaparece, Zesc busca desesperadamente el modo de dar con ella, pero los de la ciudad no son los únicos muros que encuentra en su camino. Las personas allí son frías, distantes y sombrías. No solo no le ayudan, sino que, además, son incapaces de entenderle. Aunque hay algo más en Otroran, algo aparte de misterio, desidia y mala suerte. Algo que la ciudad gris engulló mucho tiempo antes y permanece oculto en busca de una oportunidad. Amor, destino o decadencia. Una historia ligada a la esencia de cada uno. Nada tendrá sentido hasta que Zesc dé con los Invisibles. A menos que ellos lo encuentren primero... - La vida puede vivirse en la oscuridad o en la luz; la forma en que nos enfrentamos a ella depende de nosotros. - A veces olvidamos que somos libres porque nada es como queremos, pero podemos decidir qué hacer con lo que tenemos. - Inspirada en la fábula del lobo bueno y el lobo malo: todos tenemos a ambos en nuestro interior y ganará aquel lobo al que alimentemos. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu romance favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 448
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2025, Ángela García Sanjuán
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Tu voz en el silencio, n.º 410 - marzo 2025
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 9788410744233
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Dedicatoria
Primera parte La ciudad gris
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Segunda parte La ciudad de oro
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Si te ha gustado este libro…
A Guille, por ser un gran amigo.
Y a Paco, por los días de campamento.
Esta historia es vuestra.
Hay lugares que te roban la felicidad en cuanto llegas. Otroran era mucho peor. No sabría definirlo, pero casi olvidé lo que era estar vivo apenas puse un pie en ella. La ciudad más gris del mundo; húmeda y fría. Las calles vacías, la luz brillaba por su ausencia y las fachadas de las casas eran de la misma piedra que oprimía mi corazón. Olía a soledad, a tristeza, a abandono… Olía a mala decisión.
Pero no importaba. No me importaba. Lo haría por ella, por Dina. Mi novia, mi prometida, mi amor.
Estaba ilusionada. Recuerdo que no podía dejar de observarla mientras me contaba cómo de felices íbamos a ser ahora que por fin había encontrado trabajo. Estaba decidida a ganarse su pan, por mucho que se opusiera a ello su familia. Siempre me habían encontrado culpable de la rebeldía de su hija. Una rebeldía que, por otro lado, me parecía encomiable.
Yo, por mi parte, había renunciado a mi trabajo por ella, era bastante más fácil para mí conseguir un empleo que para una mujer como Dina. Daba igual que estuviera preparada, que supiera hablar las tres lenguas de nuestro país, que entendiera de armas, de salud, de animales o de lo que fuera. Daba igual que fuera más inteligente que cualquiera de las personas que yo conocía. Daba igual porque, ante todo, era una hembra; y las hembras inteligentes no le interesaban a nadie. Aunque, al menos, a mí sí.
Sí… No podía quitarle los ojos de encima. Llevábamos cuatro años juntos, el amor era distinto a como fue al principio; había cambiado mucho por ella, por no perderla, y no me arrepentía de ello. En Gémvener, mi ciudad natal, me dedicaba a la sanación. Entendía el cuerpo de las personas; de alguna forma, era capaz de escuchar sus dolencias y sabía responder. Siempre había sabido. Sin embargo, tuve que aprender otros oficios por amor, porque decidí moverme con Dina. Decidí seguirla pese a todo y contra todos. Ella buscaba una ciudad donde la dejaran trabajar y yo solo quería estar con ella. Así que me rebelé contra aquellos que me dijeron que siguiera mi vocación, me rebelé y renuncié al don que me había sido otorgado; me rebelé y permanecí al lado de Dina como un carpintero poco habilidoso y, por qué no decirlo, bastante mediocre.
Y ahora, estábamos en Otroran. Hogar de la desazón y la desidia. Hacía dos semanas, Dina había conocido a una mujer en Cornich, la aldea donde nos encontrábamos entonces; una mujer triste de aspecto extraño. Ella le habló de Otroran y del interés de cierto señor poderoso por las regiones más alejadas, en especial por Urrea, que, curiosamente, era el lugar de nacimiento de Dina. Le aseguró que encontraría trabajo allí, que la emplearían al instante por la sencilla razón de ser de donde era, y que, por primera vez, alguien querría escuchar todo cuanto tuviera que decir. Alguien aparte de mí, claro.
Nos pusimos en marcha.
Intenté recordar las advertencias de mi madre sobre Otroran, sobre la ciudad de los anónimos o Ciudad Gris, como solían llamarla. Pero hacía ya diez años que se la había llevado la enfermedad del polvo rojo y apenas era capaz de recordar más palabras suyas que las últimas: «Mi niño bendito, no me arrepiento». Eso era todo. Eso y la continua tos que la había perseguido hasta donde llegaba mi memoria. La misma tos que otras mujeres en Gémvener padecían. Pero yo sabía que había algo oscuro, algo triste más allá de las nubes que cubrían Otroran, y así se lo hice saber a Dina.
¿Me escuchó? Obviamente, no. Lo que sí me dijo fue que hiciera lo que quisiera, aunque yo sabía lo que significaba eso: «Ven conmigo u olvídate de mí para siempre».
Así que la seguí.
Una vez más.
Nuestro hogar era pequeño, un cuchitril en la tercera planta de una decadente posada. Aunque uno lo suficientemente amplio como para contener una cama, una pila para asearse y una mesa con un par de sillas. A Dina le daba igual, estaba pletórica. Sus ojos más achinados que nunca empujados por aquella sonrisa que nada podría quitarle de la cara. Su pelo, corto y ondulado, relucía a la luz de las velas. Destellos de color caramelo que me inspiraban paz.
La primera noche la pasé despierto, hundiendo los dedos en su cabello y respirando la tranquilidad que me daba tenerla cerca. Pero me faltaba algo, me faltaba algo de mí que ni siquiera era capaz de definir.
Quizá tuviera que ver con aquella voz que siempre había invadido mis sueños. El eco que me susurraba canciones cuando dormía. Desde que habíamos llegado a aquella condenada ciudad, su cantar sonaba con mayor claridad. Escucharla siempre me hacía pensar en mi madre. Ella solía hablar de la «brisa» y clasificaba a las personas en aquellas que podían sentirla y las que no. A estas últimas las llamaba muros.
La brisa, para mi madre, era el eco de las primeras voces del mundo. Y según la leyenda, las primeras voces solo podían ser de paz o de guerra. Las voces se entendían entre ellas y encontraban a su compañero de canto aún a través del tiempo o la distancia.
Cuando le hablé a mi madre de aquella voz que me cantaba en sueños, me sonrió como si le hubiera dado la mejor noticia del mundo. Y desde aquel momento, rezó para que algún día me encontrara con mi destino.
Yo no creía demasiado en todo aquello, no pensaba que mi vida estuviera registrada en algún limbo alejado del plano físico, sino que mis actos y sus consecuencias me guiarían a un final aún por determinar. No obstante, debo admitir que una parte de mí —la más romántica— fantaseaba con la idea de que todas aquellas leyendas fueran ciertas. Porque, de ser así, si no llegaba a encontrarme con la brisa que acunaba mis noches y desaparecía de la faz de la tierra, nuestras voces podrían comunicarse instantes antes de la muerte.
Jamás le hablaría a Dina de aquellos sueños. Jamás le contaría las leyendas con las que mi madre solía entretenerme. Quería a mi prometida, la quería como a nadie. Daba igual cuantas historias hermosas hubiera escuchado a lo largo de los años; mi amor, como mi vida, se definiría por mis actos.
Al día siguiente, Dina se levantó temprano para poner rumbo a la casa a la que aquella mujer le había dicho que debía dirigirse si quería el empleo. Yo ya estaba despierto. La luz del alba era más que suficiente para robarme el sueño y siempre aprovechaba el desvelo para entrenar. Seguía realizando mis ejercicios en el suelo de la habitación cuando mi querida Dina se despidió con un beso.
El último hasta hoy, porque no volví a escuchar su risa, ni a oler su pelo, ni a sentir su piel…
Dina no regresó.
Y en aquella ocasión, no pude seguirla.
¿Cómo son tres meses en la vida de cualquiera? Insignificantes.
¿Cómo resultan tres meses en la vida de alguien que ha perdido a la persona que ama? Eternos.
Así era. Caminaba por Otroran como alma en pena, me había dedicado a buscar a Dina hasta debajo de las piedras, pero nadie la había visto. Tampoco es que la gente tuviera demasiadas ganas de cooperar. Hubiera pensado que mi aspecto zarrapastroso y mi decadente higiene tenían algo que ver, pero no era una cuestión personal. Los otroranos eran ariscos, taciturnos y bastante distraídos. A veces, me daba la sensación de que no vivían en el mundo real. No en el mismo que habitaba yo, al menos.
Al contrario de lo que esperaba, había sido imposible conseguir un empleo desde mi llegada. Nadie necesitaba nada, la vida estaba perfectamente estructurada y los nuevos no tenían cabida allí. O eso me pareció.
Por fortuna, la dueña de la posada se apiadó de mí. Desde nuestra llegada, cuando Dina todavía me acompañaba, se había mostrado bastante desconfiada, me observaba con recelo y respondía a mis preguntas con monosílabos. Pero pude percibir bondad en ella, una bondad pura e insólita en una otrorana. Se preocupó por Dina y también por mí, aunque siempre, desde el principio, insistió en que cualquier búsqueda por mi parte resultaría inútil. Y cuando le pregunté por qué, tan solo calló.
No obstante, después de casi tres semanas viéndome salir con el primer rayo de luz y regresar bien entrada la madrugada, se animó a hablar conmigo. Una conversación seca, escueta y nada agradable; y, aun así, la más larga que había mantenido en los últimos meses. Se llamaba Rut, tenía cerca de cuarenta años y estaba soltera.
—Y lo seguiré estando —había afirmado con convicción.
No se explicaba por qué no había conseguido un trabajo todavía, por lo que le conté todo lo que había intentado. Ella se frotó la barbilla reflexiva.
—¿Nadie te ha contactado? —preguntó.
Mi ceja se arqueó planteando una pregunta.
—¿Contactarme?
Rut se apoyó sobre el mostrador de la recepción y me miró con atención. Luego suspiró.
—Otroran funciona distinto, chico —empezó a decir—. Las personas aquí ya tienen trabajo; casi siempre a cargo de otro, de un Grande.
Me quedé pensando entonces en sus palabras.
Ophy, nuestro país, era grande y tenía tres regiones bien diferenciadas: Regnar (la apartada), Oliv (la sagrada) y Koev (la llena). En la primera apenas había dos ciudades y la gente no solía moverse de ellas; en la segunda más de lo mismo, Urrea —la ciudad en la que vivía el rey— y Gémvener —la mía—; y luego, en Koev, habitaba el grueso de la población: veinte ciudades entre las cuales estaba Otroran. Aunque, de todas ellas, era sin duda la más decepcionante. En cada ciudad gobernaba, bajo mandato real, un Consejo de Grandes; y los Grandes eran las personas más poderosas de la región. Todo el mundo los conocía y todo el mundo les honraba. Pero no era así en Otroran, no según yo tenía entendido.
—¿Los Grandes no son anónimos aquí? —inquirí.
Rut se aclaró la garganta algo incómoda.
Después de echar un ojo a la recepción de la posada, continuó hablando:
—Sí, lo son. Pero trabajamos para ellos de igual modo.
—¿Tú estás a su cargo?
Negó con la cabeza.
—Mira, muchacho —se acercó a mí—, desde que nuestro Consejo se volvió anónimo, la gente trabaja a cargo de los Grandes. Solo algunos pudimos conservar los negocios de nuestros antepasados, pero está prohibido emprender uno nuevo.
Aquello me impactó, aunque empezaba a entender ciertas cosas.
—¿También está prohibido contratar? —pregunté.
—No si se trata de familia. Pero contratar a alguien nuevo… Bueno, eso requeriría ciertos permisos que… —En aquel momento, alguien entró en la posada—. Ni siquiera estoy segura de que eso sea posible.
Era un tipo alto, de piel oscura y cabellos trenzados. Seguramente Rut había cortado la conversación por su presencia. Sin embargo, no se mostraba del todo incómoda. El hombre, joven e inusualmente risueño, se acercó hasta apoyarse en el mostrador.
—¿Nuevo por aquí? —dijo.
Tuve la sensación de que hablaba de mí, pero no apartó la vista de Rut. Ella tampoco me miraba.
—Lleva tres semanas hospedado —respondió.
No estaba seguro de hasta qué punto era conveniente que la gente de Otroran supiese nada sobre mí. Pero me asombró más todavía que Rut confiara en alguien lo suficiente como para hablar con semejante tranquilidad. Parecía relajada, incluso a gusto.
El hombre arqueó las cejas antes de mirarme.
—¿Tres semanas? —repitió con asombro—. ¿Y sigues aquí?
No respondí. O no entendí bien la pregunta o la respuesta era demasiado obvia.
—¿No te han contactado? —añadió.
De nuevo con aquello… ¿A qué se referían con eso de «contactar»?
Rut no me había respondido, así que lo volví a preguntar.
Él suspiró.
—Aquí los Grandes serán anónimos, pero ninguno de nosotros lo es para ellos —respondió. De repente, se mostraba enigmático—. Nuestros nombres no importan, pero sí nuestras habilidades. Nuestra «gracia». Somos números, ejemplares que pueden serles de utilidad. —Dejé que siguiera hablando y contuve mis ganas de preguntarle sobre aquella gracia a la que se refería. No podía ser lo que yo estaba pensando—. No suele llegar gente nueva, yo mismo evitaría visitar Otroran si hubiera nacido en cualquier otro lugar. Pero cuando vienen visitantes —añadió sin quitarme el ojo de encima—, no pasan por alto para los Grandes.
—¿Insinúas que no saben que estoy aquí?
Él se encogió de hombros.
—O eso o no les interesas en absoluto. —Recuperó su actitud desenfadada.
Luego rio. Sí, rio como yo no había escuchado hacer a nadie en semanas.
Rut le reprendió por ello.
—¿Es que no aprendes, Will? —dijo en voz baja.
—No quiero hacerlo —respondió él.
Me quedé mirándole. Era como si nada le importara, como si aquello que tenía tan atemorizada a Rut a él le resbalase por completo. Y entonces lo pensé. Sí, quizá Will pudiera ayudarme. Quizá alguien lo suficientemente valiente como para no vivir tan acobardado como parecían los demás pudiese echarme una mano para encontrar a Dina.
—Yo tampoco te he visto por aquí —le dije.
Él me miró.
—Trabajo mucho —respondió con algo en los ojos, algo amargo—. Y tú deberías empezar a hacerlo.
Desvió la mirada hacia Rut. Ella, como si leyera lo que Will tenía en mente, se echó hacia atrás espantada.
—Ni de broma —declaró tajante.
—Vamos, Ruti —insistió Will con voz melosa—, ¿ni siquiera por tu primo de Ídemgal?
No entendía nada, pero algo me decía que Will trataba de ayudarme.
—No colará —continuaba diciendo ella—. Saben todo sobre mí. Sobre mi familia.
—¡Exacto! —exclamó él triunfante—. Saben que tu madre se mudó desde Ídemgal, saben que sus hermanos siguen allí, ¿por qué no deberían saber que uno de sus hijos ha venido a visitarte?
Rut guardó silencio sin dejar de mover la cabeza de un lado a otro. No se atrevía.
—Exponerme así… Sería una locura —dijo con la voz débil, derrotada.
Él alargó el brazo para tomar su mano. No fue un gesto romántico, sino más bien de apoyo. Sí, un gesto de fuerza, de respaldo, como si dijera: «Yo estaré contigo». Y Rut debió de entender lo mismo, porque al final asintió.
—Está bien, les hablaré de él. De mi primo… —Sus ojos se detuvieron en mí esperando una respuesta.
—Zesc —dije.
—Zesc Turk —añadió ella con una advertencia en la mirada.
Asentí. Ese sería mi nombre a partir de entonces, Zesc Turk, primo de Rut Turk, la posadera. Y trabajaría para ella, trabajaría en aquella posada limpiando, cocinando, reparando… Es decir, su «chico para todo».
—No hables con nadie —me advirtió de nuevo Rut.
—¿Quieres que lo tomen por idiota? —le preguntó Will.
—¡Lo estropearía todo! —se defendió ella.
—Pero tendré que hablar si me preguntan —repuse.
Will extendió las manos hacia mí para darme la razón.
—Me encargaré de que te vean lo menos posible —dijo Rut—. Si alguien se dirige a ti, responde escueto y cortante.
—Es decir, como si fuera de por aquí…
Ambos asintieron.
—Pero como se supone que eres de fuera —empezó a decir Will—, mejor finge que ser grosero y desagradable forma parte de tu propia naturaleza.
No me terminó de gustar la idea, pero era todo cuanto tenía.
—Veamos cómo te defiendes. —Will apoyó la mano en mi hombro—. Si todo sale bien, es posible que te deje venir conmigo de paseo.
Rut puso los ojos en blanco.
—¿De paseo? —pregunté intrigado.
Él sonrió.
—No nos apresuremos, ni siquiera somos amigos todavía.
No sabía si me atrevería a hacerlo, pero estaba desesperado.
—En realidad —empecé a decir—, no sé si puedo pedirte esto sin ser tu amigo…
—Pídele lo que quieras —intervino Rut—, él no tiene reparo en hacerlo contigo.
Era un reproche, pero a Will pareció encantarle.
—Habla —me animó entonces.
Me aclaré la garganta.
—Llegué aquí hace días, pero no lo hice solo. —Apenas pronuncié palabra, sus caras minaron mis esperanzas—. Mi prometida había oído hablar de un empleo, uno en el que encajaría muy bien, era en casa de un Grande de Otroran… —Will apartó la mano de mi hombro, pero no bajó la mirada—. Salió una mañana bien temprano y no he vuelto a verla desde entonces. —Temía que mi voz se quebrase, pero debía continuar—. Solo sé que debía dirigirse a un lugar, es lo que la mujer le dijo: «Ve a la casa dorada». —Se miraron el uno al otro—. Nadie quiere hablar, nadie quiere decirme nada sobre esa maldita casa… —Efectivamente, la garganta se me empezó a cerrar—. Necesito que me ayudéis.
Miré a Will con los ojos empañados por las lágrimas que inútilmente trataba de contener. Él había vuelto a posar sus ojos en mí, unos ojos apagados que no reconocí en él. Y eso que lo acababa de conocer.
—Aquí desaparece mucha gente —dijo con la voz también apagada.
Rut ni siquiera se atrevió a levantar la vista del mostrador.
La ira volvió a apoderarse de mí. Una llama prendió en mi pecho al oír aquellas palabras, las mismas que decía cualquier otrorano que se hubiese rebajado a escucharme. Will era como ellos. Exactamente igual que los demás. Y Rut una cobarde que ni siquiera tenía coraje para hablar.
—Vosotros tampoco vais a ayudarme, ¿verdad?
No pensaba perder más tiempo.
—No puedo ayudarte con eso —respondió Will.
Un gruñido gutural se me escapó de la garganta. Jamás había emitido sonido semejante, jamás había estado tan enfadado, tan harto, tan… asustado. Sí, estaba aterrorizado. Nadie quería echarme una mano, nadie quería saber nada de la desaparición de Dina, ni siquiera se dignaban a escucharme. Como si ya fuera tarde, como si estuviera… No. No quise pensarlo. Encontraría a Dina aunque tuviera que hacerlo solo.
Salí disparado de la posada. Todavía era de noche, una noche de niebla y soledad. Desconocía el destino, pero no dejé de caminar. Avanzaba a pasos agigantados mientras mi cabeza me bombardeaba con maldiciones, palabras malsonantes e ideas de lo más inoportunas. No conocía la ciudad ni pretendía hacerlo, solo quería encontrar a Dina y salir corriendo de allí. Huir con ella a cualquier parte, volver a estar juntos.
Ignoraba cuánto tiempo había pasado desde que abandoné la posada, pero los cascos de los caballos empezaron a sonar a mis espaldas. Me di la vuelta sobresaltado. Todo era niebla, una niebla densa y gris que no me dejaba ver nada a mi alrededor. Poco a poco, un par de sombras largas y oscuras empezaron a formarse ante mí. Cada vez más grandes, cada vez más cerca.
El silencio de la noche se rompió cuando uno de aquellos caballos relinchó.
—Identifícate.
Una orden. Una voz femenina, sugerente e inquisitorial.
Me costó recordar cómo se hablaba, pero lo logré justo a tiempo.
—M-me llamo Zesc —respondí titubeante.
Las sombras eran cada vez más claras ante mis ojos. Un par de figuras humanas encapuchadas que montaban a lomos de dos caballos negros como la noche que cubría nuestras cabezas. Sabía quiénes eran, me habían hablado de los Ocultos de Otroran, los vigilantes que se encargaban de proteger a los ciudadanos desde las sombras.
—Tu nombre completo —volvió a ordenar la misma voz.
No quería hacerlo, no quería relacionarme con aquellos cobardes de la posada, pero no encontré alternativa.
—Zesc Turk —respondí tratando de sonar convincente.
—¿Turk? —preguntó la voz masculina que cabalgaba a su lado.
Asentí, aunque no estaba seguro de que pudieran verme en la oscuridad.
—La posadera se llama Turk —respondió la chica.
Él gruñó.
—Él no es la posadera —rebatió molesto.
—Cierto —observó ella con calma—. ¿Quién eres?
—Su primo de Ídemgal —respondí con rapidez.
Dudé sobre si demasiada.
La chica pareció sospechar, o eso temí yo.
—¿Qué haces en la calle, Turk? —inquirió su compañero.
—He salido a correr.
Sí. Tan estúpido como suena. Esa fue mi gran excusa, todo lo que mi mente erudita fue capaz de inventar en una situación como aquella.
—Pues no lo estabas haciendo —comentó la chica.
Genial. Además de ser una pésima excusa, también era una mentira evidente.
—No he tenido en cuenta la niebla. —Suspiré—. Me he perdido.
Las sombras de sus capuchas ocultaban los rasgos de ambos, pero podía imaginarme sus gestos de incredulidad.
—Es una hora extraña para correr… —observó ella.
Me encogí de hombros, como si me diera igual, como si no me temblaran hasta las pestañas y temiera mearme encima de un momento a otro.
—Rut me hace trabajar mucho, solo tengo libres algunos ratos por la noche —traté de elaborar excusas más plausibles.
—Si tanto trabajas, deberías aprovechar esos ratos para descansar —espetó el compañero.
La chica rio. Una risa afilada y sexi.
—¿Qué? —preguntó él molesto.
—Nada, me divierte ver cómo te preocupas por el populacho —se burló.
Él volvió a gruñir.
—Acabemos con esto.
La chica debía de ser fuerte para que ese tipo asumiera la humillación sin pelear. Una mujer convertida en Oculto. Era difícil de creer, la verdad. Quizá en Otroran las cosas funcionaran de manera diferente.
—Vuelve a la posada —ordenó la chica—. Tu prima tendrá noticias pronto.
Tragué saliva. Rut era una cobarde, pero esperaba no haberla metido en problemas.
—Rapidito, chico —me urgió su compañero.
Quería ponerme en marcha, de veras que sí, aunque mis piernas se resistían a obedecer. Además, había algo que debía hacer, algo que podía ser rematadamente estúpido, pero tenía que intentarlo.
—Ha desaparecido una mujer.
Ellos se irguieron en las sillas, contemplándome desde las alturas protegidos por la oscuridad de sus capuchas. Se miraron el uno al otro durante un segundo y luego, de nuevo, me observaron a mí.
—La gente se marcha continuamente de Otroran, muchacho —dijo él.
Para mi sorpresa, su respuesta fue bastante más sutil que todas las que había recibido hasta ahora. La gente «se marcha», en lugar de «desaparece».
—¿Por qué se marchan? —pregunté.
No podía olvidar que seguía siendo el primo de Rut.
—¿No lo sabes todavía? —ironizó la chica, su voz sonaba sorprendida, pero, de algún modo, también divertida—. Realmente no eres de aquí, ¿verdad?
Su compañero volvió a gruñir. Casi parecía más un perro que una persona por la asiduidad con la que lo hacía.
—Vuelve a la posada —ordenó ella con repentina seriedad.
No tenía ni idea de cuáles eran las habilidades de los Ocultos, ni cuál era el motivo por el que eran tan temidos. Tampoco quise averiguarlo. Al menos, no aquella noche. Mis piernas accedieron a avanzar y emprendí el paso de regreso hacia la posada.
Aceptaría trabajar para Rut, aceptaría la cobardía de cualquier otrorano, aceptaría lo que tuviera que aceptar hasta que descubriese el paradero de Dina.
Y así fue como viví los siguientes tres meses, como el «chico para todo» de una posadera que me odiaba por haberme presentado ante los Ocultos como su primo.
Fueron tres meses eternos…
El día amaneció con una luz deprimente, casi fui incapaz de levantarme de la cama. Me dolía todo el cuerpo. El ritmo al que Rut me hacía trabajar era insoportable y, aun así, me despertaba siempre una hora antes para poder entrenar. Salía a correr con el miedo constante de que los Ocultos me volvieran a sorprender, luego me encerraba en mi habitación y levantaba los pesos que había robado de las cocinas de la posada. Los había unido todos con una cuerda para que me resultaran de alguna utilidad, aunque el artilugio resultante fue de lo más rudimentario. Por no hablar de Rut, se puso como un ogro cuando se percató de que habían desaparecido y tuvo que comprar unos nuevos.
Por supuesto, jamás confesé que los tenía yo.
Empezaba a acostumbrarme a la tristeza que se respiraba en Otroran, pero seguía sin ser capaz de vivir un solo día sin acordarme de Dina. Había pasado tanto tiempo que cada vez tenía menos esperanzas, cada vez me dolía más pensar en ella, cada vez me aterrorizaba más conocer cuál había sido su destino. Pero algo permanecía inmutable: mi determinación por descubrirlo.
Aquel día preparé veinte desayunos, no cabía tanta gente en la posada, pero muchas personas pasaban por ahí antes de ir a trabajar. Era un ambiente desmoralizador, pese a ser tantas personas juntas, todas guardaban silencio y sus rostros eran el reflejo de la más profunda depresión. Tez pálida, ojeras marcadas y miradas perdidas. Almas en pena.
Limpié todas las habitaciones, reparé los fogones, afilé los cuchillos, preparé las comidas, las cenas, todo lo que Rut me pidió. Y cuando me di cuenta, la oscuridad, como siempre, me esperaba al otro lado de la ventana.
¿Cómo se suponía que iba a encontrar a Dina así? Todas las noches salía con la esperanza de hallar alguna pista: luz en alguna casa, voces en alguna esquina… Pero todas las noches volvía con la misma sensación de fracaso en el cuerpo.
Y aquella no fue diferente.
Entré a la posada por la puerta de atrás para no encontrarme con ningún visitante inesperado, me quité la capa con la que solía cubrirme para esconderme de los Ocultos y también las botas. Luego, me acerqué a la chimenea de la cocina y empecé a desnudarme para librarme de la humedad que se había apoderado de mi ropa. Las temperaturas no eran extremas en Otroran, pero el frío era insoportable. Calaba los huesos.
Mientras me encorvaba hacia el pequeño fuego que Rut siempre dejaba encendido para mí —aunque ella nunca admitiría que lo hacía por eso—, escuché el rechinar de la puerta. Me sobresalté, no sin antes reparar en que tendría que echarle aceite a esas bisagras. Cuando me di la vuelta, sorprendí a Will observándome con mirada divertida.
Me relajé al instante, aunque no me agradaba del todo estar desnudo frente a él. Tapé mis partes pudendas con las manos y escudriñé la habitación en busca de algo con lo que cubrirme.
Will rio de esa forma brusca y escandalosa que tanto alteraba a Rut. Luego se quitó el abrigo que llevaba encima y me lo lanzó.
—Tranquilo —dijo—. Tienes un cuerpo increíble, pero los prefiero femeninos.
Me sentí halagado y relajado al mismo tiempo.
Su abrigo estaba cálido, suave, era enorme y deseé no tener que quitármelo jamás.
—Quédatelo —comentó Will como si hubiera escuchado mis pensamientos—. No creo que pueda volver a ponérmelo sin pensar en tus «perlitas».
Sonreí. Sí, después de meses, volví a sonreír.
—¿Perlitas?
Él me miró con picardía.
Entonces, tomó una silla de la mesa de la cocina y la arrastró hasta situarse frente a la chimenea. Luego se dio la vuelta y fue a por otra para sentarse.
No me moví.
Will me miró desde la silla con las cejas levantadas.
—¿No quieres sentarte? —preguntó.
La verdad era que no lo había pensado. Estaba sorprendido por volver a verlo después de tanto tiempo, después de haberme enfadado con él y salir corriendo de la posada.
Al final, lo hice.
El crepitar del fuego era todo cuanto se escuchaba. Ni él ni yo dijimos nada durante un buen rato. No nos conocíamos prácticamente, pero me sentía a salvo; a gusto. No necesitaba hablar.
—Siento no haber podido ayudarte cuando me lo pediste.
Lo miré.
—Las cosas son complicadas aquí, incluso para mí, que soy el ser más simple que conocerás. Y no lo digo porque sea estúpido —aclaró.
No lo pude evitar, esbocé una nueva sonrisa y volví a mirar al fuego.
—No he conseguido nada desde entonces —confesé.
Era algo evidente, algo que yo tenía claro y que él seguramente supo desde el principio, pero decirlo en voz alta lo hizo aún más real; más doloroso.
—Es como si fuese lo normal, algo que tendría que asumir como parte de la vida. Como si estuviera loco por intentar encontrarla.
No sabía por qué, pero hablar con Will era fácil. Las palabras salían solas y me sentía lo suficientemente cómodo como para comentar mis fracasos y frustraciones.
—No estás loco. —Se inclinó hacia mí—. No más que yo, al menos.
Lo miré de nuevo.
—¿Tú? —Enarqué una ceja—. Tú no quisiste ayudarme…
No fue un reproche, sino un dato, un motivo que señalaba la incoherencia de sus palabras.
Will echó la cabeza hacia atrás y suspiró.
—Todos conocemos a alguien que ha desaparecido, ¿crees que nadie ha intentado buscar a los suyos? —comentó con sus oscuros ojos clavados en los míos.
—Entonces, ¿por qué os habéis rendido?
Una misteriosa sonrisa asomó en su rostro.
—¿Lo hemos hecho?
Fruncí el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Dio un par de palmadas y se frotó las manos antes de levantarse para desperezarse.
—¿Damos un paseo?
Una oferta que fui incapaz de rechazar.
Sería divertido. Llevaba mucho tiempo vigilando a Zesc, el suficiente como para saber que encajaría en mis planes.
El parque de Otroran era, con diferencia, lo más bonito que tenía la ciudad. Mejor dicho, lo único bonito que tenía la ciudad. Aparte de Ciara, claro. Tenía que hacer un esfuerzo por no partirme de risa al ver la cara de Zesc. Todavía me maravillaba el hecho de que hubiera sido capaz de pasar desapercibido para los Reclutadores durante semanas. Nadie lo había conseguido hasta entonces. Nadie.
El chico debía de ser especial.
No tanto como yo, pero bastaría.
Caminábamos sobre la grava tratando de ser lo más discretos posible, pero la gracia de nuestros movimientos brillaba por su ausencia. A la altura de la fuente de hierro, agarré a Zesc por la solapa de mi abrigo y le obligué a adentrarse entre los olmos. Nuestros pies serían más silenciosos sobre la hierba.
Todavía sentía ganas de reírme si recordaba cuánto había insistido en vestirse antes de salir «de paseo». A mí no me hubiera importado que viniera desnudo, aunque teniendo en cuenta el lugar al que nos dirigíamos, quizá sí fuera más conveniente que se cubriera un poco. Después de todo, los Invisibles éramos gente bastante peculiar.
Por fin llegamos.
El estanque en cuyo centro descansaba una réplica a escala de la ciudad. Bueno, una réplica de lo que antaño fue la ciudad, de lo que debería seguir siendo. Extendí la mano para ordenar a Zesc que se detuviera, luego observé con atención el estanque y los alrededores.
Nada. Ni una mosca. Ni una condenada capucha.
—Sígueme y haz exactamente lo que yo haga —susurré sin detenerme a comprobar que me hubiera escuchado.
Rodeé el estanque sin salirme de la zona de hierba, observé los helechos del fondo del parque desde el olmo en el que Edan había grabado nuestra marca. Seis puntos formando un pez, lo suficientemente separados como para resultar insignificantes, o sea, Invisibles. Karime había tenido la idea; solía decir que, para lograr nuestros planes, Otroran debería convertirse en nuestro océano y nosotros en un escurridizo e imperceptible banco de pececillos capaz de bucear hasta las profundidades más abisales.
Conté los helechos. Entre el séptimo y el octavo. Allí era.
Aparté las hojas y esperé hasta que Zesc estuvo detrás de mí para que viera el agujero por el que debíamos deslizarnos.
—No tardes, Perlitas —bromeé antes de lanzarme.
Sé que Zesc se lo pensó dos veces, porque no le oí caer hasta mucho después. Sin embargo, no me quedé a esperarle, tenía demasiadas ganas de volver a ver a Ciara.
Caí durante un rato mientras puñados de tierra se colaban en mi boca. Porque sí, fui tan estúpido como para intentar gritar. Luego recordé la locura de ciudad en la que nos encontrábamos y la volví a cerrar, aunque ya era demasiado tarde como para librarme de aquella húmeda arenilla adhiriéndose a mi lengua.
No estaba preparado para el aterrizaje, así que caí de culo.
No había ni rastro de Will, había desaparecido en apenas un par de minutos. Me había dicho que no tardara, cierto era que había dudado un poco, pero no creía que eso se pudiera considerar tardar realmente.
Resignado, me puse en pie y me sacudí la tierra de encima antes de empezar a caminar por aquellas extrañas salas. No me había dado cuenta, las paredes estaban reforzadas con madera, también el suelo, era como estar en una cabaña subterránea. Además, estaba bien iluminada, había antorchas ancladas a la pared y rudimentarios tapices hechos con el hilo característico de Urrea, la Ciudad de Oro. Un hilo finísimo que solo se conseguía en tres colores: verde, dorado y malva. Verlos me hizo sentir en otro lugar, todavía no en casa, pero sí lejos de Otroran.
Había tres puertas en aquella sala, cada una de ellas con el marco pintado de un color. De los mismos colores: verde, dorado y malva. Sin motivo aparente, opté por esta última. Sentí que era la más alegre.
Al otro lado, me esperaba una sala bastante más amplia que la anterior con varias butacas dispuestas en círculo. Diez, por lo que pude contar. Y en una de ellas, repantingada como si nada le importase en el mundo, una mujer delgada de cabello corto y nariz afilada. Sus ojos me detectaron, pero no se incorporó siquiera.
Me miró de arriba abajo. Un análisis de mi cuerpo, de mi cara… Al final, sonrió.
—Siéntate —me invitó con un gesto de su mano.
Obedecí empujado por la sensualidad de su voz. No me quitó los ojos de encima en ningún momento, siguió mi recorrido como si lo estuviera disfrutando, como si le gustara verme caminar.
—¿Cómo te llamas? —preguntó cuando me senté.
—Zesc. —Dudé sobre si allí también tendría que identificarme como Turk, así que, para no correr riesgos innecesarios, omití el apellido.
Sus labios se curvaron mientras se hundía todavía más en la butaca. Yo permanecía rígido, algo nervioso.
—Encantada —ronroneó—. Mi nombre es Eider Malik. —Estiró el brazo y empezó a jugar con sus cabellos—. ¿De dónde eres, Zesc?
Mi nombre en sus labios sonaba lascivo, casi erótico.
—Nací en Gémvener —respondí sin miedo a estar arriesgándome.
Confiaba en Will, no entendía ni por qué. Él me había llevado hasta allí, por lo que aquellas personas debían de ser de su confianza.
Eider pareció sorprenderse con mi respuesta.
—Yo he estado allí.
Un destello de alegría despertó en mi corazón, una sensación que ya tenía olvidada. Me incliné hacia ella casi al instante, como si me hubiera dado un calambre en el cuerpo que me hubiera liberado de la rigidez que había mantenido hasta entonces.
—¿De veras? —pregunté.
Ella asintió.
—Hace mucho tiempo, antes de que mi hermana me trajera aquí. Tan solo tenía diez años. —Sus palabras parecían tristes, pero su voz no dejaba de sonar lujuriosa.
Entendí entonces que Eider no era nativa de Otroran.
—¿Cuántos tienes ahora? —Después de hablar, me pregunté si aquello no habría sido inapropiado.
—Veinticinco —respondió—. ¿Y tú?
Me miró pícaramente.
—Veintidós —contesté.
Era una mujer sexi, una mujer segura que no parecía andarse por las ramas. Sin embargo, no sentía que nuestros intereses viajasen en la misma dirección.
—Es una buena edad… —comentó juguetona al tiempo que alguien más entraba en la habitación—. ¿Quién te ha traído aquí?
No respondí. No porque no quisiera, sino porque algo en esa persona que acababa de llegar me afectó más de lo esperado.
Era más bajita que Eider, aunque no demasiado, más voluptuosa y mucho más tímida. Se quedó de pie junto a la puerta al verme, como si no lo esperara, como si estuviera decidiendo si mi presencia le agradaba o no. Luego avanzó con cautela hacia una butaca bastante apartada de las que ocupábamos nosotros, sin atreverse del todo a mirarme.
No podía quitarle los ojos de encima. Sentía tanta curiosidad sin motivo aparente que terminé por confundirme. Fue raro.
—¿Zesc? —Eider continuaba hablándome como si nada hubiera pasado, como si aquella chica no existiera.
—Ah, sí… Disculpa. —Volví a mirarla—. He venido con Will.
—¿Will? ¿Will Mobik? ¿Está aquí?
Mis ojos volvieron a centrarse en la recién llegada, tenía las cejas alzadas y un brillo especial en los ojos. Entendí que ese tal Will Mobik era el mismo que me había llevado hasta allí. Y, también, que era importante para ella.
Aunque asentí para responder, no se dio cuenta, continuaba esperando una contestación por parte de Eider.
—¿Y de qué conoces a Will?
Contestación que no llegó. Eider la ignoraba, como si siguiéramos siendo solo ella y yo en aquella habitación.
La chica no se rindió. La vi entrecerrar aquellos enormes ojos, sus dedos empezaron a moverse en un extraño juego en el que siempre se saltaban el índice.
—Eider —volvió a intentarlo—, ¿Will está aquí?
Una vez más, no hubo respuesta. La mirada de Eider me esperaba a mí, su conversación parecía ser exclusiva y, al mismo tiempo, excluyente.
—Sí —respondí en su lugar—. Me ha traído aquí. Pero, para cuando he caído, ya había desaparecido.
Entonces ella me vio por fin. Vi agradecimiento en sus ojos y cuando sus labios se curvaron en aquella tímida sonrisa, sentí que no era la primera vez que lo hacían. Es decir, conmigo. Sentí que no era la primera vez que aquellos labios me sonreían. Pero era una locura, la caída debía de haberme afectado.
—¿Caído? —inquirió—. ¿Habéis entrado por el estanque?
—¿Hay más formas de entrar? —Mi curiosidad me delató.
Su sonrisa se ensanchó.
—Eres nuevo, ¿eh? —dedujo antes de ponerse en pie.
—¿Cómo no va a serlo? ¿Lo conocías acaso? —intervino Eider en tono impertinente.
La chica se irguió al mirarla.
—Por si no lo has notado, llevo semanas sin pasarme por aquí. —Mostró un carácter que no esperaba—. Ha pasado el tiempo suficiente como para que se incorpore alguien.
Eider se miró las uñas para ignorarla una vez más.
La chica me miró.
—Gracias —dijo con sinceridad—. Iré a buscarle.
Entonces, fue como si mis piernas se movieran solas, como si tuvieran voluntad propia. Antes de que me diera cuenta, estaba de pie.
—Te acompaño.
Me ofrecí sin pensarlo. No sabía bien por qué razón; si por mis ganas de encontrar a Will, por lo incómodo que resultaba estar a solas con Eider o por el extraño interés que aquella chica había despertado en mí. Terminé por seguirla.
—Cuida de él, Xena —dijo Eider desde el sillón—. Eso siempre es un reto, sobre todo para ti.
No lo entendí, aunque, a decir verdad, tampoco me importó. Descubrir su nombre fue como apartar las cortinas de un lejano sueño.
Había sido una temporada difícil. Había estado más vigilada de lo habitual y Kendra no me había dejado descansar más de dos horas seguidas. Kendra Kontes era una Grande, una de esas «anónimas» que todo el mundo en Otroran conocía. Sin embargo, la verdad detrás de los cinco Grandes de la ciudad era más oscura. Mucho más.
Casi no podía creerme que estuviera en el búnker de nuevo. En los últimos meses, había llegado a pensar de verdad que no regresaría, que no volvería a ver a Will, a Edan, a Boris, a Asher o a Rut. Las demás… Las demás casi me daban igual.
Sobre todo, Eider. Nunca me perdonaría por no haber sido capaz de encontrar a su hermana. Tampoco yo había logrado superar lo de Karime… Después de todo, era casi familia para mí. Pero empezaba a hartarme de tener que soportar su odio y sus desprecios.
Will me había comentado en más de una ocasión que tenía intención de captar nuevos miembros para nuestro clan y, aun así, encontrar a aquel chico en el búnker no había dejado de sorprenderme. Incluso más de lo que cabría esperar.
Era guapo. Sí, guapo de una forma en la que todos estaríamos de acuerdo. Corpulento, de espalda ancha, piel morena y trabajados músculos. Me sentía avergonzada. Me había puesto tan nerviosa al verle, había temido tanto que percibiera el modo en que me había afectado su presencia, que solo podía rezar por que no se hubiera dado cuenta.
Sin embargo, estaba detrás de mí. Me perseguía por aquellos angostos pasillos y yo, de todas las cosas en las que podía estar pensando, decidí preocuparme ante la idea de que pudiera estar observándome la retaguardia.
Sacudí la cabeza como si así fuese a conseguir librarme también de mis inseguridades.
Era una mujer inteligente, valiente y buena. Aunque de eso último tenía que convencerme continuamente. Mi trabajo en la casa de Kendra exigía dejar los escrúpulos a un lado, no cualquiera hubiera conseguido fingir tan bien como yo en determinadas circunstancias. Supongo que tenía que agradecérselo a mi gracia, esa que tantos problemas me había ocasionado, por otro lado.
—¿Cuántas entradas hay?
La voz del chico me tomó desprevenida. Era dulce, tan suave que casi podía sentirse como una caricia. Sonreí aprovechando que no me veía la cara.
—Siete.
Contuve el aliento al darme cuenta de lo rápido que había respondido. No lo conocía, no sabía qué hacía allí ni hasta qué punto podía confiar en él. Así que no diría nada más. Nada importante, al menos.
El siete era un número muy normal, el más común en nuestro país. La Gran Guerra también era conocida como la Guerra de los Pecados, por los siete pecados capitales, y la religión practicada en la mayor parte de Ophy era la de las siete Virtudes. Porque, según se decía, gracias a ellas se venció al enemigo. Un enemigo oscuro y tétrico salido de las más macabras pesadillas. Sí, el siete era un número tan utilizado que me convencí de que, en realidad, no había revelado nada importante.
De todas formas, confiaba en que Will no me tuviera en cuenta la indiscreción. A decir verdad, conmigo nunca lo hacía. Era mi mejor amigo. No, más que eso, era mi hermano. Hacía demasiado tiempo que mis quehaceres en la casa de Kendra me habían impedido visitar el búnker, demasiado tiempo sin saber nada de Will y nuestros planes, demasiado tiempo sin una conversación de las nuestras. De las que sanan. Y después de todo ese tiempo, yo estaba tan enferma…
Llegamos por fin a las cocinas, sabía que estaría allí. Era el lugar en el que se sentía más seguro, el lugar en el que podía ser él, en el que no temía nada. Había algo de masoquista en eso, después de todo, su función en Otroran era bastante desagradable. La peor de todas, me atrevería a afirmar.
No pude decir nada, no tuve tiempo. Apenas abrí la puerta, Will salió disparado y me abrazó con fuerza llegando a levantarme del suelo. Respondí con las mismas ganas. Nos habíamos echado de menos.
—¡Se me ha hecho eterno, Fe! —exclamó muy cerca de mi oído.
Sonreí al volver a escuchar aquel apodo cariñoso con el que se refería a mí. Me llamaba así porque era lo único que teníamos, según él. Fe en nuestro plan, en que podríamos conseguirlo. Fe en nosotros. Fe en mí.
—A mí también —respondí cuando me soltó, aunque en un tono mucho menos efusivo.
Él tenía el ceño fruncido.
—¿Por qué has tardado tanto?
Estaba preocupado.
Suspiré.
—Ya lo sabes —respondí—. Hay mucho trabajo últimamente. Están captando a gente de fuera y Kendra no da abasto con los interrogatorios. Están tramando algo…
Volví a olvidar la presencia de Zesc. Incluso había olvidado la de Ciara, aunque eso no me resultó tan extraño. No éramos amigas. Ella era la pareja de Will, habíamos intentado llevarnos bien, pero nunca había funcionado del todo. Para Ciara, el mundo parecía ser una amenaza para su relación. Incluso Eider, su inseparable amiga, suponía a veces un problema. Tras muchos intentos por congeniar, decidimos rendirnos. Ella me dejó claro que no me consideraba un peligro y yo me esforcé por no pensar en qué hubiera pasado de haber determinado lo contrario.
—Entiendo… —comentó Will reflexivo—. Mantente alerta —me advirtió antes de echar un vistazo a lo que había detrás de mí—. ¡Veo que has conocido a Zesc! —Su expresión mutó a una mucho más afable.
Curvé los labios a causa de su contagiosa sonrisa.
—Bueno… No exactamente. —Sentí el calor en las mejillas.
Will arqueó las cejas.
—¿No? —inquirió.
Me agarró por los hombros, me dio la vuelta y me guio hasta situarme frente al recién llegado.
Él también sonreía.
Había algo en su rostro, quizá fuera su mirada, quizá su sonrisa, pero había algo que me hacía confiar. Me hacía sentir a salvo. Y eso no me sucedía con frecuencia.
—Esta es Xena Háxer —Will nos presentó—, mi mano derecha. Mi hermana. Siéntete seguro con ella.
Zesc me tendió la mano.
—Encantado.
La observé. Era grande, aunque no por sus dedos, no eran alargados y delgaduchos, sino anchos y fuertes. Había marcas de trabajo en ellas, pero no dejaban de parecer suaves, como si estuvieran destinadas a algo mucho más delicado.
—Suele ser más simpática —oí decir a Will.
Estúpida. Me había quedado bloqueada.
Acaricié la palma de su mano para responder al saludo.
—Lo siento —dije—. Tengo la cabeza en otra parte.
—Eso sí que es verdad —añadió Will—. Siempre anda en las nubes. Él es Zesc… —Lo miró esperando algo más, algo que tardó un par de segundos en llegar.
—Zesc Zéreck —completó él por fin.
Will asintió.
—He pensado que sería un buen candidato.
Mientras me hablaba, vi como las cejas de Zesc se arqueaban. Estaba sorprendido, extrañado. Supe entonces que Will no le había contado nada todavía.
—¿Candidato para qué?
Will rio.
—Espera, espera —dijo—. Primero las presentaciones.
La mano de Will buscó a Ciara y la atrajo hacia nosotros. Era bonita, eso no se podía negar. Tenía la piel más brillante que hubiera visto en mi vida y su pelo parecía una cascada de reluciente seda negra.
—Esta es Ciara Clark. Mi amor.
Zesc repitió el ritual tendiéndole la mano. Ciara respondió más rápido que yo, sin ponerse nerviosa ni parecer una estúpida.
—Viene de fuera, lleva tres meses trabajando en la posada de Rut —explicó Will—. No fue captado hasta las tres semanas de llegar y solo porque decidió salir a dar una vuelta por la noche.
No podía contener mi sorpresa. Tres semanas sin ser captado, tres semanas sin ser descubierto… Debía de ser una broma.
—Para los Grandes es el primo de Rut, Zesc Turk —continuó Will—. Para nosotros, un chico de Gémvener que quiere encontrar a su prometida.
Seguíamos escuchándolo en silencio, pero había empezado a sentir aquellas punzadas asaltando mi corazón. Maldición. Siempre sucedía lo mismo, mi gracia era una auténtica condena.
Dolió. Dolió saber que estaba prometido, que amaba a alguien más y que la amaba hasta el punto de unirse a nosotros con tal de encontrarla. Acababa de conocerlo y ya dolía. Resultaba tan ridículo como predecible, en mi caso. No quería imaginarme cómo serían las cosas a partir de entonces.
—Y desde ahora —continuó diciendo Will—, si quiere, será también un Invisible.
Él frunció el ceño.
—¿Un Invisible?
Will volvió a sonreír. Un destello de misterio resplandeció en sus oscuras pupilas.
—Sígueme —le indicó—. Ya es hora de que te cuente lo que hacemos aquí.
Me llevó hasta otra sala de aquel sótano tan acogedor. Las chicas vinieron con nosotros. No entendía todavía por qué, pero me había sentido extraño cuando Will había hablado de Dina delante de Xena. Como triste. Una parte de mí deseó que no lo hubiera dicho. No todavía.
Me sentí ridículo ante aquel sinsentido.
Llegamos a la sala de las butacas, aunque estaba mucho más llena que antes. Había tres chicos más acompañando a Eider y también estaba Rut. Todos se sentaron y Will me indicó con un gesto que hiciera lo mismo.
—¿Quién es el nuevo? —dijo uno de los chicos.
Me cayó bien al instante.
—Se llama Zesc Zéreck —explicó Will.
—¿El primo de Rut? —volvió a preguntar.
Por lo visto, él ya había oído hablar de mí.
—Así es —respondió Will—. Aunque ahora que está con nosotros, he pensado que podríamos encontrarle un lugar más útil para nuestro propósito.
—¿Y cuál es vuestro propósito? —Fui incapaz de contenerme.
De pronto, todas las miradas cayeron sobre mí.
—¡Es verdad! —exclamó Will—. Vayamos por partes, Zesc. Hay mucho que explicar. —Entonces, echó una mirada al resto de sus compañeros—. ¿Por qué no os presentáis primero?
—Yo ya lo he hecho. —Eider me guiñó un ojo.
Volví a sentirme incómodo, pero le mantuve la mirada.
Will se encogió de hombros.
—En ese caso, los que queden por hacerlo.
—Edan Eran, encantado —dijo el chico que me había dado buenas sensaciones.
Y era lógico que lo hubiera hecho, era el único que sonreía aparte de Will. Era delgado, de piel morena y cejas pobladas.
—Boris Feik —comentó el tipo que había sentado a su lado.
No sonreía. De hecho, era la persona más seria de toda la habitación y también la más blanca. Era casi transparente. Pero lo más llamativo no fue el color de su piel, sino su altura. Era altísimo, creo que no había conocido jamás a alguien tan alto.
—Y yo Asher Ash —dijo el último chico.
Tenía la piel oscura como Will, incluso un poco más, y las facciones de su rostro eran perfectas. Demasiado perfectas. Él también sonrió al presentarse y entonces me pareció el hombre más hermoso que hubiera visto en mi vida.
—Como ya conoces al resto, creo que es buen momento para que te diga qué es exactamente lo que hacemos y por qué estás tú aquí —comentó Will.
Guardé silencio expectante por lo que tuviera que decir.
—Las cosas en Otroran funcionan de manera distinta al resto del país. Aquí hay cinco Grandes que resultan anónimos para el mundo, aunque, en realidad, todo otrorano los conoce. Lo único que desconocemos es el modo en que eligen a sus sucesores, la forma en la que renuncian a su cargo…
—¿Sabéis quiénes son? —pregunté sorprendido.
Will asintió.
—Trabajamos para ellos —respondió—. Aunque eso ya lo sabes, mejor escucha lo que no. —Obedecí—. Hay cinco Grandes que se encargan de cinco cosas: el reclutamiento, la salud, la seguridad, el control y los menores.
—¿Los menores?
De repente, me pregunté por ellos.
Durante toda mi estancia en Otroran no había escuchado a los niños, no los había visto ni había conocido a nadie que los tuviera.
Will volvió a asentir.
—Aquí se alcanza la mayoría de edad a los quince años —explicó—. Los niños son entregados a la Casa Blanca desde que nacen y allí se les educa según sea su gracia. Cuando cumplen la edad necesaria, son enviados a reclutamiento para que les asigne una función.
Había demasiadas preguntas con respecto a aquello, las suficientes como para detenerme un rato a pensar en cuál formular primero.
—Lo dices como si fuera normal —intervino Eider.
—Lo digo como lo que es —respondió Will cortante.
—Es normal aquí —observó Xena.
Igual que había hecho antes, Eider la ignoró. Ni siquiera se molestó en mirarla.
—Nosotros no lo consideramos así —replicó.
—Y por eso se lo está explicando —intervino Rut en tono severo.
Eider calló.
—¿Has dicho…? —Dudé—. ¿Has dicho la Casa Blanca?
Sé que de toda la información que había obtenido, eso podía resultar lo más irrelevante, pero no para mí. Por muy estúpida que pareciera la pregunta, tenía que hacerla.
—Sí. Y sé lo que estás pensando —respondió Will.
Sentí cómo la ira se despertaba en mí, pero mantuve el aplomo.
—No lo creo.