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Tras años persiguiendo su sueño, el arqueólogo Howard Carter logra hallar la tumba del faraón Tutankamón en 1922. Ibrahim, uno de los trabajadores de la excavación, no se alegra del hallazgo: implica el cumplimiento de una amenaza que pone en peligro a su familia, en especial a su hijo Ahmed. El día que Ahmed cumple nueve años, su abuelo Mohamed le hace un regalo muy especial: unas sandalias que según él pertenecieron a Tutankamón. ¿Será verdad? El abuelo asegura que sí, que han pasado de generación en generación a lo largo de los siglos. Y que es un secreto que deben guardar. Las vidas de Ahmed y del faraón niño guardan cierto paralelismo: niños huérfanos de madre, enfermizos... Quizá sea por las historias de su abuelo, pero a Ahmed le fascina el Antiguo Egipto. Y más ahora que se ha descubierto la tumba que, por otra parte, el abuelo siempre había creído que estaba allí. Una novela basada en hechos reales que se desarrolla en Egipto durante dos épocas: 1922, el año del descubrimiento de la tumba del faraón Tutankamón por Howard Carter, y el siglo XIV a.C., durante la XVIII dinastía, en tiempos del propio Tutankamón. Una propuesta para el lector: podrá leer la novela en el orden en el que aparece, o bien escoger leer primero los capítulos impares y posteriormente los pares, o al revés.
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Seitenzahl: 162
Veröffentlichungsjahr: 2022
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1
II
3
IV
5
VI
7
VIII
9
X
11
XII
13
XIV
15
XVI
17
XVIII
19
XX
21
XXII
23
XXIV
Epílogo
Apéndice. Howard Carter
Apéndice. Tutankamón
Créditos
«Soy quien impide que la arena obstruya la sala del tesoro. Soy quien protege al difunto».
Tablilla de barro descubierta por Howard Carter en la tumba de Tutankamón ante la figura de Anubis.
3 de noviembre de 1922
Los hombres trabajaban de lo lindo bajo el sol soberano de Egipto. Por suerte, la temperatura del otoño era amable. Acompañaban el trabajo con cantos que se mezclaban con el repicar de las palas que se hundían en la arena y chocaban con la roca. El viento levantaba polvaredas que se elevaban como nubes y cubrían con una fina capa de polvillo de piedra y arena todo lo que encontraban a su paso. Era importante, sobre todo, protegerse los ojos. Pero esos hombres, hijos del desierto, ya estaban acostumbrados.
De repente, los cantos y los ruidos se interrumpieron.
«¿Qué pasa? ¿Quién grita?», preguntaban las miradas que se lanzaban los unos a los otros. Todo el mundo se quedó en silencio para escuchar qué decía la voz que resonaba por el valle.
Howard Carter, el arqueólogo encargado de la excavación, también interrumpió la conversación que mantenía con su amigo, asistente y compañero de aventuras arqueológicas, Arthur Robert Callender. Cobijados bajo el toldo de la cabaña, los dos, de pie, comentaban un plano; uno de los tantos que representaban la zona de excavación.
Un reis, un capataz, se les acercaba a toda prisa, corría tanto como sus escuálidas piernas le permitían.
—A step, mister Carter, a step!—gritaba el hombre durante su carrera. El turbante se le había deshecho, se le cayó y se le enredó en las piernas, lo que le hizo tropezar. Pero la cómica caída, que fue hilarante para quienes la vieron, no le impidió llegar a su destino, repitiendo «a step, a step».
Al escucharlo, Howard Carter se enervó; todo su cuerpo, que ya se acercaba a los cincuenta, se puso en alerta. Se había entregado por completo a ese proyecto; llevaba tantos años persiguiéndolo que temía que, una vez más, fuera un espejismo. Aun así, dejó que el capataz se explicara.
El hombre, que como la mayoría de los que estaban allí era un fellah, un campesino, farfulló; no le salían las palabras de lo nervioso y emocionado que estaba.
Callender le apretó el brazo a Carter en señal de apoyo, de confianza; él también estaba impaciente.
Ese reis no era estúpido, no les habría molestado si no hubiera altas probabilidades de encontrar algo interesante.
Los dos arqueólogos lo siguieron.
—There, a step is there—repetía, señalando el lugar con el índice derecho, que se meneaba inquieto.
Para cualquier persona que no entendiera de excavaciones, encontrar un peldaño podía parecer una minucia, pero no lo era cuando se buscaba el acceso a una tumba real. Carter estaba convencido de que allí, justo bajo las cabañas de los trabajadores de la excavación, se hallaba la tumba de Tutankamón, muy cerca de la de Ramsés VI, donde habían construido unos muros de contención para proteger el acceso al sepulcro del faraón. Carter llevaba tiempo poniendo la mano en el fuego por que la tumba se encontrase allí, en parte porque un viejo campesino —la sabiduría de los ancianos— se lo había afirmado. Pero nada es cierto hasta que no se comprueba.
Y ese reis le comunicaba que, justo bajo el nivel de las cabañas, habían encontrado un escalón, que el chiquillo que les llevaba el agua lo había descubierto.
Un escalón: la promesa de una entrada.
La noticia se propagó. La expectación era inmensa. Los obreros querían ver de primera mano qué podía ser ese hallazgo. Sabían que una multitud ajetreada podía provocar un desprendimiento, pero nadie quería perderse lo que estaba pasando.
Los encargados tuvieron que poner orden para evitar un desastre.
Howard Carter notó como el corazón se le aceleraba. Tantos años de investigación, tantas fatigas, tantas esperas para que le concedieran las licencias, tanto suplicar a lord Carnarvon que, por favor, continuara financiándolo… Y entonces, tal vez…
—It’s here, mister Carter—señaló el capataz alargando el brazo.
El arqueólogo puso el pie encima, con cuidado, como si practicase un ritual sagrado que mereciera el visto bueno de los dioses.
Acto seguido, mandó que empezaran a descubrir aquel escalón. La euforia era colectiva; la alegría, enorme. Contagiosa. Y a aquel escalón le seguían otro y otro…
No cabe ninguna duda de que toda escalera conduce a algún sitio.
Carter miró el cielo de refilón, para que el sol no le cegara. Interiormente, le dirigió un ruego esperanzador a Atón, ese dios al que veneraba Ajenatón, el faraón hereje, el padre de Tutankamón.
De entre la muchedumbre de hombres que trabajaban, uno se fue separando del grupo hasta salirse de él. Ibrahim no necesitaba estar en primera fila para descubrir qué había ahí abajo. No, porque ya lo sabía. Y lo sabía porque era el hijo del viejito que le había dicho a Howard Carter que allí, bajo las cabañas, se encontraba la tumba del faraón Tutankamón.
El hombre, con pasos cansados, como si soportara todo el peso del Valle de los Reyes, se encaminó hacia casa. Unos tres cuartos de hora lo separaban de Dra Abu el-Naga, donde también tenía una casa Howard Carter: la que lord Carnarvon, que era el mecenas de la excavación, había mandado construir para él.
Ibrahim era uno de los hombres de confianza del arqueólogo, un reis también, y puede que fuera la única persona que no se alegraba del hallazgo.
No, ni pizca, porque significaba un paso más hacia el cumplimiento de una maldición que no tenía nada que ver con las que a menudo se encontraban en las tumbas de los faraones.
Era una amenaza dirigida hacia él. Mucho peor: hacia su familia, hacia su hijo, que aquel día cumplía nueve años.
Era absurdo, sabía que no tenía sentido tenerle miedo a unas palabras vengativas, producto del rencor y la malevolencia. Ibrahim lo sabía, sí. Pero no había día, ni noche, en que no pensara en un tiempo pasado que quería olvidar. Y en una sentencia injusta que nunca debería haber escuchado.
¡Maldito seas, tú, delator desleal! Después del hallazgo que bien conocerás, el tiempo empezará la cuenta atrás y tus allegados no te sobrevivirán.
Nuevo Imperio. Dinastía XVIIISiglo IV a. C. Reinado de Semenejkara
En una de las terrazas del castillo-palacio de Ajetatón, dos niños se tapaban la boca con las manos, intentando esconder las ganas de reírse. Se habían puesto en cuclillas tras unas jardineras rebosantes de flores de loto. Jugaban a escaparse de Ay y Maya. Entre los otros muchos cargos que ocupaban, Ay era el visir y Maya, el supervisor del tesoro. Los dos cuidaban de Tutankatón1, pero, mientras que Maya le tenía estima, para Ay solo era un valor.
Tutankatón y Amosis eran muy amigos. Mucho.
—¡Ja, ja! —reía Amosis, que ya no se podía contener más.
—¡Chist! Que nos pillan —le riñó Tutankatón, posándose el índice de la mano derecha sobre los labios.
Entonces, un murmullo que le era familiar hizo salir a Tutankatón de su escondrijo; ya no le importaba que Ay o Maya les descubriesen. Amosis le siguió, ignorando el motivo de las prisas de su amigo.
—¡Ven, Amosis, mira! —exclamó Tutankatón, señalando hacia el exterior.
Los dos muchachos se asomaron al borde de la muralla. Desde allí se podía controlar la vía real, que atravesaba la ciudad de norte a sur y que se extendía siguiendo el curso del Nilo, en la ribera este. Ajetatón estaba situada en un enclave del desierto, entre Tebas2 y Menfis, en una llanura rodeada de montañas, como un gran circo rocalloso.
Una comitiva real pasaba por allí. Tutankatón conocía perfectamente el ruido que hacía. La custodiaban dos carros por delante y otros dos por detrás. Entre ellos destacaba el carro principal.
Tutankatón los siguió con la mirada hasta que se perdieron en algún punto del horizonte, con las cintas de la corona real ondeando al viento.
—¡Oh, el faraón! —exclamó Amosis con admiración.
Tutankatón estaba a punto de hablar, pero notó la presencia de Ay detrás de él y se mordió la lengua.
—Así es, joven Amosis, es el gran Semenejkara, el rey de la Tierra Negra, el faraón —intervino Ay con ampulosidad.
—El faraón, oh, sí —añadió Maya, con un tono de voz que no gustó a Ay y que hizo reír por dentro a Tutankatón.
Nadie se lo había mandado, pero Ay vigilaba a Maya y Maya vigilaba a Ay.
Amosis se quedó desconcertado; su amigo tenía una expresión burlona. Cuando pudiese, le preguntaría qué pasaba.
La figura del faraón Semenejkara era un completo misterio: ¿quién era, en realidad? ¿De dónde había salido? Lo que resultaba evidente era que había sucedido a Ajenatón, el padre de Tutankatón; y que se había casado con Meritatón, la hija mayor de Ajenatón y Nefertiti, hermanastra, pues, de Tutankatón.
¿Complicado?
Pues sí. Pero los reyes y reinas de Egipto tenían esa potestad: la de enredar la línea familiar tal y como lo hacían los dioses.
—Ah, tendréis que mejorar vuestra estrategia si queréis pasar desapercibidos —indicó Ay a los chavales. El visir se había aburrido de verlos haciendo el ridículo detrás de los lotos. Se alejó unos pasos, solo unos pocos, los suficientes para conceder algo de libertad a los niños, pero con la amenaza implícita de que no pensaba perderlos de vista.
—¡Buf, es un pesado! —se quejó Tutankatón—. No nos deja jugar a gusto.
Amosis rio, mientras asentía con la cabeza.
Maya se acercó a ellos y los avisó:
—Id con cuidado cuando os asoméis por la muralla. Si lo hacéis con demasiada fuerza, se podría desprender alguna piedra y os caeríais.
Ay solo vigilaba; Maya, además, cuidaba.
Tutankatón observó como Ay se quedaba embobado con el cielo, que empezaba a tornarse de un color rojizo, preludio de la oscuridad.
El niño aprovechó ese momento para pedirle algo a Maya:
—¿Podemos ir a jugar al senet3?
Maya asintió. Sabía que Tutankatón necesitaba sentarse. El chico tenía el pie izquierdo torcido desde que nació, lo que hacía que cojeara, porque no podía apoyar el pie del todo sobre el suelo. En consecuencia, se cansaba pronto.
Amosis también era consciente de ello.
—Te duele el pie, ¿verdad? —le preguntó cuando bajaban por la escalera que conducía a la habitación de Tutankatón.
El chico se limitó a contestar con un raquítico «sí». Desde que tenía uso de razón, había aprendido a soportar el dolor físico. Su condición no le permitía compadecerse de él mismo.
Cuando llegaron al dormitorio, Amosis se quedó observando el pie de Tutankatón.
—Se me ocurre algo que a lo mejor te podría ayudar… Unas sandalias diferentes…
Tutankatón echó el pie hacia atrás para esconderlo; le avergonzaba esa deformación.
—Venga, va, vamos a jugar —indicó, en un intento de olvidarse del asunto.
El tablero y las fichas del juego eran muy bonitos. El tablero era de nácar, y las fichas, unos pequeños conos y unos cilindros muy bien tallados, de lapislázuli.
A los dos se les daba muy bien el juego. Sabían aplicar la estrategia que hacía falta para quedarse con las fichas del otro. A menudo empataban en el número de victorias y derrotas.
—Tengo muchas ganas de conducir un carro yo solo —comentó Amosis en una pausa entre partida y partida—; el divino Semenejkara lo hace muy bien.
—Je, je… —rio Tutankatón.
—¡Ah, sí! —exclamó Amosis recordando las risitas de su amigo y de Maya de hacía un rato—. ¿Qué pasa con el divino Semenejkara?
—Que Ay te ha tomado el pelo. No era Semenejkara; era Meritatón, mi hermanastra mayor.
—¿Ah, sí? ¡Anda! ¡Pero si era un hombre!
—Parecía un hombre —afirmó Tutankatón haciendo un ademán resabido.
—Y, y… —Amosis no salía de su asombro—. Conducía muy bien el carro…
—Meritatón, como su madre, la reina Nefertiti, conduce los carros como el mejor soldado y se viste de hombre cuando le conviene.
—¡Anda! Pero entonces… ¿Por qué el visir Ay me ha dicho que era el faraón Semenejkara?
—Porque a Ay no le gusta lo que está pasando…
—¿Y qué es lo que pasa? No entiendo nada…
Tutankatón suspiró, echó un vistazo alrededor para comprobar que no había nadie y dijo en voz baja a su amigo:
—Porque el faraón Semenejkara en realidad es la reina Nefertiti, que continúa reinando ahora que mi padre está muerto. Y como solo tiene hijas, se ha «casado» con Meritatón para que sea su heredera.
—¡Anda! ¡Dos reinas!
—¡Anda, anda! Chico, que son cosas de los faraones… Sobre esto que te acabo de decir…
—Ya lo sé: soy un muerto momificado que no puede contar nada —dijo, poniendo los ojos en blanco y cruzando los brazos sobre el pecho como si llevara el cetro y el mayal. Se rio de su propia broma. A Tutankatón, por el contrario, no le hizo ni pizca de gracia. Su ademán era serio, casi hosco.
—¿Qué te pasa? —preguntó Amosis al darse cuenta.
—No lo sé muy bien —respondió Tutankatón, encogiéndose de hombros—, pero estoy de mal humor. —Se quedó unos instantes en silencio y dijo—: Sí, sí que lo sé; que no tengo ganas de casarme.
Ya estaba, ya lo había dicho.
Amosis soltó un bufido. Su amigo solo tenía ocho años. Él ya había cumplido los nueve, pero de momento no le haría gracia tener mujer. Quizás estaba relacionado con ser hijo de militar, pero lo que deseaba era ser un gran conductor de carros y un buen arquero.
Tutankatón se quedó pensando en Meritatón, su hermanastra. El corazón le decía que estaba en peligro. Como también lo había estado su propia madre, Nebetah, de quien casi no tenía ningún recuerdo propio, más allá de lo que Maya le había contado. Nebetah también era esposa de Ajenatón, y una de sus hermanas pequeñas. Competir con la reina Nefertiti debía de ser muy complicado. Pero entonces lo tuvo a él, un chico, y eso cambió las cosas. Tanto, que su madre desapareció misteriosamente.
—Y… ¿Sabes quién es ella? —preguntó Amosis.
—¿Quién? —preguntó Tutankatón, saliendo de sus pensamientos.
—La princesa con quien te tendrás que casar.
—Anjesenatón, la tercera de las hijas de mi padre, el divino Ajenatón, y de la reina Nefertiti. Y ahora dirás «anda», ¿verdad?
Amosis hizo una mueca. No sabía qué decir, ni siquiera «anda», y optó por callar. Todo aquello le sobrepasaba. Claro que él no tenía sangre real, seguro que por ese motivo no lo entendía y le quedaba muy distante. Le preocupaba que, pronto, Tutankatón y él ya no pudieran seguir jugando como lo habían hecho hasta entonces.
—Tú y yo siempre seremos amigos —le dijo Tutankatón, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Si los dioses lo permiten —afirmó Ay, que había entrado en la habitación sin que se dieran cuenta.
«¿Y por qué no lo permitirían?», pensó Amosis.
—Los caminos de la vida de las personas a menudo se separan —añadió Ay—. Lo importante es acompañarse de quien te conviene en cada momento.
¿Acaso él no le convenía a Tutankatón? Amosis empezaba a tener la mosca detrás de la oreja.
—Si los caminos nos separan —rebatió Tutankatón—, nosotros nos encontraremos de nuevo.
Amosis suspiró aliviado.
Y Ay, con una inclinación de cabeza, salió de la estancia con una sonrisa maliciosa por compañera.
Ay, el regente, quien también había sido visir del gran Ajenatón, a quien no le bastaba con haber casado a su hija Nefertiti con el faraón y que ahora ella fuera faraona. No. Quería seguir moviendo los hilos del gobierno a su aire. El poder, para él, era una golosina. Sabía que Tutankatón, tarde o temprano, sería faraón, y necesitaba controlarlo. Y Amón regiría de nuevo el destino de los hombres.
¿Pero cómo podía Ay saber que Tutankatón sería faraón? ¿Por qué estaba tan convencido?
1 Cuando se convierta en faraón se llamará Tutankamón.
2 Actual Lúxor.
3 Juego de mesa. Es similar a la tabula romana, el backgammon o el juego de la oca.
3 de noviembre de 1922
Hacía tiempo que alrededor del Valle de los Reyes había nacido una auténtica ciudad de artesanos que trabajaban en las tumbas reales. Muy cerca se hallaba Dra Agu el-Naga, una localidad en la entrada del valle, al lado de una necrópolis de la antigua Tebas, en la ribera occidental del Nilo.
Cuando estaba llegando a su casa, Ibrahim vio a su hijo, Ahmed, que lo saludaba con la mano y corría hacia él.
—¡Papá, papá! —gritaba con alegría.
Ibrahim se sobrepuso a sus temores, dibujó una amplia sonrisa y abrió los brazos para coger a Ahmed.
—¡Muchas felicidades, hijo mío, que Alá te proteja siempre!
El muchacho le devolvió la sonrisa, mostrando unos dientes blanquísimos que contrastaban con su piel morena.
—¿Han encontrado la tumba, papá? ¿La han encontrado? —preguntó, exaltado. La noticia se había extendido por todo el valle.
—Aún queda confirmarlo, pero creo que sí.
—¡Explícamelo, explícamelo!
—Ahora lo haré. Vamos dentro, que el abuelo también lo querrá saber.
El abuelo Mohamed era muy mayor, tenía la movilidad reducida y a menudo su cabeza saltaba de una cosa a otra, pero tenía una gran memoria en lo que a historia antigua de Egipto se refería, y le encantaba explicásela a su nieto.
Sentado en una silla de mimbre, el abuelo Mohamed fumaba con una pipa de agua. Ya le decían que no debía hacerlo, que fumar le perjudicaba, pero el anciano no les hacía ni caso. «El destino es quien decide la salud de cada uno», les decía siempre. En parte tenía razón, porque el joven Ahmed sufría de insuficiencia respiratoria, se cansaba muchísimo por poco ejercicio que hiciera, y nunca había fumado. Por ese motivo, Ibrahim intentaba que anduviera poco, por no decir nada, por los alrededores de la excavación, donde siempre había mucho polvo. Si hubiese sido por Ahmed, no se habría movido de allí.
Después de hacer una leve inclinación de cabeza, un saludo de respeto, al abuelo Mohamed, se sentaron en el suelo, sobre unos cojines bonitos pero gastados. Los hilos de oro que tiempo atrás los habían hecho brillar ya apenas se veían, y la seda, de tan fina, parecía papel de fumar. Los cojines los había hecho Naima, la madre de Ahmed.
Sí, desde muy pequeño, él también se había quedado huérfano de madre, como Tutankamón. Ese era uno de los motivos por los que el chico, en cierta manera, se sentía identificado con el faraón: sin madre, poca salud… Por supuesto, las historias que le contaba el abuelo habían contribuido a ello. En ese momento, le interesaba muchísimo que le hubieran coronado faraón, y que hubiera pasado cuando tenía la misma edad que él le parecía excepcional.
Abuelo y nieto esperaban ansiosos las noticias de Ibrahim.
—¡Cuéntanos, cuéntanos, papá! —pidió Ahmed.
—No tengo ninguna duda de que hemos encontrado la tumba de Tutankamón —afirmó Ibrahim, apropiándose del proyecto—. Míster Carter tampoco, pero aún no lo quiere difundir, quiere ir paso a paso.
—Escalón a escalón —intervino Ahmed, sonriendo.
