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Cuando Regina Soldevila era una niña y jugaba al escondite por el pasaje Sert, cruzó por primera vez la mirada con un muchachito raquítico que lo espiaba todo desde su ventana. Estamos a finales del siglo XIX, en la Barcelona de las grandes ilusiones. Josep Maria Sert, que acabaría siendo el mejor pintor muralista del mundo, se enamoró de Regina antes de iniciar su fulgurante carrera de éxito internacional y nunca se acabaron de separar del todo. Mientras él coleccionaba amantes ilustres (Colette, Misia, Roussy Mdivani...), ella procuraba formar una familia que le hiciera olvidar la pobreza, los conflictos que sacudían la ciudad y aquel primer amor. Su aventura nos emociona y nos abre los ojos a una ciudad fascinante. En el crecimiento de Regina tendrán mucho que ver el teatro, los amigos, el barrio de Sant Pere y otro pasaje más escondido, más humilde, que con frecuencia le sirvió de refugio: el pasaje Cirici, la distancia más corta entre la ciudad vieja y la ciudad nueva y uno de los rincones con más secretos de Barcelona.
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Seitenzahl: 294
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Primera edición: octubre del 2025
Título original: El passatge
© Maria Carme Roca
© de la traducción: Lucía Giordano
© de esta edición: Editorial Comanegra
Editorial Comanegra
Fàbrica Lehmann
08015 Barcelona
www.comanegra.com
Imagen de cubierta: Elsa Suárez
Maquetación: Edu Vila
Impresión: QP Print
ISBN: 979-13-87969-03-5
Depósito legal: B 18406-2025
Todos los derechos reservados a los titulares de los copyright.
Cubierta
Título
Créditos
Tabla
Barcelona, 1945
Primer tramo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Segundo tramo
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Tercer tramo
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Epílogo
Cubierta
Título
Start
A Albert, mi marido, que me acompaña en el transcurso de este pasaje que es la vida.
Y en memoria de mis padres, que también vivieron en el barrio de Sant Pere.
Los pasajes son casas o corredores que no tienen ningún lado exterior, igual que los sueños.
WALTER BENJAMIN
En Barcelona, los pasajes no habían nacido por motivos estéticos, sino para ganarle espacio al vacío.
JORDI CARRIÓN
Llovía. Una lluvia suave, cadenciosa, pero suficiente para dejarlo todo empapado al cabo de un rato. Regina se lamentó de que lloviera; no porque no le gustara la lluvia, sino por miedo a que los zapatos nuevos se le empaparan: la fina suela de cuero y la piel de alce no toleraban la humedad. Quería ir elegante —sobre todo por él, por Josep Maria— y estaba convencida de que lo había logrado. Un traje de chaqueta gris oscuro, como la tarde de aquel mes de noviembre, y los complementos negros —el cuello de piel, el sombrero de ala caída, los zapatos de tacón de carrete y el bolso plano de doble asa— ofrecían la imagen de una mujer segura de sí misma pero discreta: una buena opción para decir adiós a su amigo.
«Me resulta extraño verte con el hábito franciscano, pero hay que ver lo bien que te queda.»
La familia Sert había instalado la capilla ardiente del eminente pintor y muralista en la casa de la calle Aragó. Al día siguiente se celebraría un responso en la iglesia de la Concepció. A Regina le gustaba aquella iglesia; tiempo atrás, había sido el convento de las monjas comendadoras de san Jaime, que había sido trasladado el siglo anterior, piedra por piedra, de la calle Jonqueres a un Eixample acabado de estrenar.
Regina se había despedido de Josep Maria y se dirigía hacia el pasaje de la Indústria, que, posteriormente, se llamaría pasaje de las Manufactures. Para ella, sin embargo, sería siempre el pasaje Cirici, como lo llamaba su abuelo.
Llovía poco, pero aún llovía. Caminó un rato, preocupada por si metía los pies en algún charco. «Me quedarán los pies teñidos», pensaba. Era lo que tenía el ante. El tinte de las tiras que le cubrían los empeines traspasaría la media y le quedarían impresas en la piel, blanca como la nieve.
Apenas entró al pasaje, después de haber dejado atrás la calle Trafalgar, fue consciente de que algo había cambiado (y eso que no hacía muchos días que había estado allí). Quizá una reparación —hacían falta tantas...—, un anuncio, un nuevo quiosco... No, miró alrededor y no supo detectar nada en particular.
«Tienes manías, Regina, te haces mayor.»
Era el aire, seguro; se respiraba de otra forma; el ambiente era húmedo pero agradable. Avanzó poco a poco, como quien quiere descubrir algo. De todos modos, no tenía ninguna prisa. Si hay algo que los ancianos disfrutan, es el no tener prisa.
Regina se dirigía al quiosco de Mercè, la zurcidora, situado al otro lado del pasaje. Iba a recoger una blusa. Se le había hecho una rotura que quedaba demasiado a la vista. En aquel momento de su vida, no hubiera tenido problemas para comprar una blusa nueva, pero le gustaba aquella y Mercè tenía unas manos de oro: seguro que se la arreglaría. Solo ella podía dejar como nueva una pieza de ropa accidentada.
Disfrutaba observando el trajín cotidiano de vecinos y transeúntes. El pasaje era como un túnel urbano que iba desde la calle Trafalgar hasta la calle Sant Pere Més Alt; veintiséis escalones, tres tramos, que bajaban hacia una ciudad con menos sol y menos aire, más oscura, más antigua. Y, por eso mismo, más interesante.
Se acordó del abuelo Andreu con añoranza, cuando le decía que el barrio en el que vivían tenía de todo, incluido un pasadizo que cruzaba una parte de la ciudad. Sí, porque Barcelona se había construido sobre un acantilado.
—Imagínate una montaña escarpada —le decía el abuelo, con ojos soñadores.
De pequeña, a Regina le costaba hacerse a la idea, pero las escaleras daban testimonio del paso del tiempo: de cuando Barcelona solo era un cúmulo de humedales.
Se detuvo, preocupada por si los pies le habían quedado teñidos. Se agachó con cierta dificultad, pues ya se acercaba a los setenta, y aflojó la hebilla que ajustaba el zapato por el lado exterior del pie. Efectivamente, tenía el empeine bien oscuro. Mientras se volvía a abrochar el zapato, pensó en el tarambana de Josep Maria.
«Qué poco te cuidabas, querido.»
El hígado. Una disfunción hepática le había jugado una mala pasada. Era un comilón incorregible, Josep Maria. Pocos días antes de morir, aún fue capaz de ir al restaurante Parellada y comerse una perdiz guisada a la catalana, regada con un borgoña y un Pernod helado a la antigua.
Josep Maria Sert había muerto con setenta y un años, cuatro más de los que tenía Regina.
Se incorporó y se regaló una visión que, desde que era pequeña, la dejaba admirada: desde el primer escalón que bajaba, confirmabas que la ciudad descendía hacia el mar. Aquellos cuatro metros de desnivel unían dos partes contrapuestas de la ciudad. Un paso oscuro, estrecho, con techos abovedados de iglesia olvidada y un par de patios de luces. Paredes pringosas, sucias por el paso de fardos y bultos, de manos poco pulidas, de personas que se apoyaban para no caerse o porque, al pasar, habían tropezado.
Los ojos de Regina volvieron a detenerse en los regueros de humedad, las cañerías viejas —¿cuándo reventarían?—, las rejas llenas de roña, la mugre adherida a los cables que serpenteaban por la escalera que, al llegar a suelo llano, daba paso a una galería repleta de pequeños comercios.
Mientras bajaba los escalones, casi saboreándolos, pensaba en Miquelet, su hermanastro.
Regina había tenido que protegerlo, pues el más pequeño traspié le hacía perder el equilibrio. Era cojo, Miquelet, y tenía una mano deforme. Daba lástima verlo, pobre, con la cabeza moteada de cabellos que crecían en mechones, como césped mal segado. Como no podía cerrarla del todo, la boca le dibujaba una sonrisa torcida de la que pendía siempre un hilillo de saliva. Sus ojos, por suerte, eran vivos y despiertos.
Tenía dos años más que Regina, pero parecía más pequeño. Ella se lo llevaba al pasaje para que jugara con otros niños. Lo arrastraba como podía, agarrándolo de la mano, la que era buena. Intentaba que participara en los juegos, que corriera con los demás, pero, al cabo de un rato, tenía que dejarlo sentado en un escalón, porque los otros niños no lo querían; les daba repelús e incluso miedo.
La manita agarrotada colgando, la cojera de muñeco estropeado que hacía reír... «Pobrecito, ¡si era un alma bendita!» De poco le servía a la chiquillería que Regina les dijera que el faraón Tutankamon también tenía una deformidad. Ninguno de ellos sabía de quién les hablaba y, de hecho, Regina tampoco: solo repetía lo que le decía el abuelo Andreu, aunque no lo entendiera. «Espérame aquí, Miquelet, déjame jugar un poco.» Él asentía con la cabeza: sabía que era un estorbo y se rendía ante su incapacidad.
La niña jugaba, pero sin muchas ganas, ya que, aunque no lo viera, sentía la mirada de Miquelet en la espalda, sabía que él la seguía con los ojos, que jugaba a través de ella. Regina quería mucho a Miquelet y él a ella todavía más. Pobre de quien se riera de él, porque no había puntapié en la espinilla más feroz que el de Regina Soldevila de la calle Sant Pere Més Alt.
A menudo, las riñas entre los críos acababan mal, porque aparecía la madre de Miquelet, Pilar, y les echaba la bronca a ambos: a uno porque había salido de casa y a la otra porque no había cuidado de él.
Cuando Pilar no los reprendía, Regina cogía a Miquelet de la mano buena y saltaban los escalones canturreando, contándolos, y al ritmo del niño. Después, Regina lo dejaba en casa y se iba al pasaje Sert, justo al lado, donde levantaba la vista y veía en el balcón al niño enclenque, Josep Maria. Estaba enfermo a menudo y observaba la calle o el pasaje desde su casa, que era grande y daba a todos lados.
En cierta forma, Josep Maria y Miquelet se parecían, porque ninguno de los dos podía jugar como hubiera querido. El estado enfermizo de uno, las carencias del otro..., pero uno era rico y el otro pobre. A Josep Maria, en su casa, tampoco le hubieran dejado bajar: un chico de buena familia no juega por las calles, como un pilluelo.
Bajo la imagen esmirriada del pequeño de los Sert, sin embargo, Regina intuía un espíritu vivaz, una mente inteligente. Sus amigos, Rosita y Vicenç, no lo veían igual: para ellos no era más que un «niño mimado». Regina disfrutaba pasando de un pasaje al otro: le gustaba que su vida estuviera guiada por aquellas calles cerradas, donde las inclemencias del tiempo se debilitaban y en los días de lluvia podías jugar sin mojarte.
A medida que se acercaba al quiosco de la zurcidora, en el pasaje había cada vez más gente. No era extraño, pues allí se concentraban más tiendecitas: la pequeña imprenta, la pollería —qué angustia, las aves colgadas de un gancho goteando sangre—, la tienda donde vendían cabello… Pilar, una vez, había vendido el de Regina. Menudo disgusto había tenido la niña, orgullosa como estaba de sus rizos rubios.
También se acercaba a su escondite —un rincón olvidado de un almacén del pasaje—, que había compartido con Rosita y Vicenç y, alguna vez, con Miquelet. Allí habían tramado pequeñas conspiraciones, complicidades, secretos. Fantasías de niños aún llenas de esperanzas.
Pronto se topó con un corrillo de mujeres que se había formado alrededor del quiosco de Mercè. Hablaban alarmadas, con rabia sedienta de justicia.
No tuvo ninguna duda de que hablaban de Pilar, la bordadora, la mujer a la que todo el barrio tenía por mala persona.
Que qué suerte que se hubiera muerto; que ya era hora, decían.
¿Pilar Anglada había muerto?
Pilar era vieja como pocas, pero tan mala hierba que parecía que no se iba a morir nunca.
Regina no sabía si acabárselo de creer.
Aquello era un alivio, y he aquí la sensación que había percibido al entrar al pasaje. Había desaparecido el hedor a podrido, el que exhala un alma mala. Una ráfaga de viento benéfico, purificador, lo había barrido.
Daba por seguro que hablaban de Anglada, pero necesitaba confirmarlo.
«Mercè me lo explicará.»
La zurcidora se incomodó al ver a Regina; sabía la relación que tenía con Pilar. Las comadres no paraban de hablar.
—¡Ya era hora de que se muriera esa fulana! —gritó una mujer de pecho prominente y pelos gruesos y negros en el mentón.
Pepita, la que cogía puntos de media, también se incorporó a la conversación, y Àngel, el zapatero que estaba en el quiosco de enfrente, no tardó en sumarse. Todo el mundo tenía algo que decir sobre Pilar y nada era bueno: la mala fama de la bordadora había ido creciendo como una hiedra trepadora. Regina sonrió a Mercè y, con la mirada, le dijo que no se preocupara por ella.
—¿Y de qué ha muerto? ¿Y cuándo? —preguntó con interés Enriqueta, la de la mercería.
—No hará ni una hora —respondió Mercè—. Se ve que iba caminando por la acera de la Via Laietana, ha tropezado y ha caído a la calzada. Un camión le ha pasado por encima y... ya os podéis imaginar.
«Aplastada, ha muerto aplastada.»
Los comentarios que siguieron no tenían nada de amables: desde que había sido una muerte demasiado rápida hasta que alguien debió de ver la oportunidad y la empujó.
«Cuántas veces la hubiera querido ver muerta y, ahora..., tanto me da.»
Mercè le dio la blusa.
—Ha quedado bien, señora —dijo la zurcidora.
Regina comprobó que el desgarrón quedaba escondido entre las tablillas que adornaban la parte delantera de la blusa. Agradeció el trabajo hecho —¡qué bien haberla recuperado!— y pagó, sin aceptar de ninguna manera que le devolviera el cambio, a pesar de las protestas de la zurcidora.
—Regina... ¿Eres Regina? —le preguntó una de las mujeres que formaban el corro, antes de que se fuera.
—Sí —musitó.
Aquella vecina no era una desconocida para ella, pero no quiso darle conversación y se fue, tras despedirse de los presentes con un gesto de la cabeza.
Se hizo un silencio profundo.
«Les durará poco; en cuanto me haya marchado, volverán a hablar del tema.»
Bastante gente del barrio conocía la historia de Regina, por supuesto. No era tan célebre como Josep Maria —su entierro no tendría tanta pompa—, pero tenía una historia: su historia.
Mientras se acercaba a la salida, y antes de franquear la puerta de hierro forjado, se recolocó el sombrero y se ajustó el cuello de piel. Hacía más frío y ya no llovía. Una vez en la calle, en unos cuantos pasos llegó a la casa donde había vivido, la casa de su abuelo, de su padre y, a efectos prácticos, de Pilar.
Pilar, la excelente bordadora del barrio de Sant Pere, la madrastra de Regina.
Se apoyó en el paraguas. Las piernas le temblaban. Había quedado abatida, sin fuerzas, como un globo desinflado.
Y ya no le importaban los zapatos.
Pilar no me quería, no me quiso nunca. Hacía tiempo que había desistido de ganarme un pedacito de su afecto. Primero intenté no hacer caso de la sonrisa engañosa de mi madrastra ni de aquella mirada esquiva cargada de desprecio. Sin embargo, cuando murió papá, ya no tuve ninguna esperanza. Papá a duras penas duró un año, al lado de Pilar; se consumió como la llama de una vela que no tiene suficiente mecha para hacerse firme.
No podía evitar acordarme del cuento de Tarongeta, el que me explicaba mi abuelo. Más adelante conocí el de Blancanieves, el de Cenicienta..., los cuentos de madrastras malas. Una mujer malvada, un padre muerto, una hija que estorba... Lo que le sucedía a Tarongeta era peor: su propia madre la quería matar. Era una historia muy triste, claro, pero me gustaba cómo la explicaba el abuelo. Mi escena favorita era aquella en la que la niña, refugiada en el bosque, trepaba a un árbol para huir de las alimañas y una paloma se le acercaba y le decía:
«¿Qué haces aquí solita, Tarongeta? Te morirás de frío. ¿Ves? Allá a lo lejos hay una casita.»
Hay diversas versiones, pero eso lo supe más tarde, porque esta escena de la paloma pertenecía al cuento de Tarongineta. Al abuelo le gustaba mezclar y, lo que no sabía, se lo debía de inventar. Sin embargo, aunque había diferencias entre los cuentos, los hechos básicos eran los mismos: una mujer malvada, sin escrúpulos ni alma, que no duda en quitar de en medio a quien le hace sombra. La envidia, los celos, qué malos que son.
Mamá, mi madre de verdad, había muerto. El cólera se la llevó. Físicamente se parecía a Pilar, pero era la otra cara de la moneda: la bondad personificada. El día y la noche, la luz y la oscuridad. Seguramente, he idealizado a mamá, pero el tiempo me fue demostrando que no era solo cosa mía.
Por parte de madre, yo no tenía a nadie. No era solo que me faltara ella, lo cual ya era bastante, sino que, por su lado, no tenía ni abuelos, ni tíos ni primos: nada. Mamá parecía una flor nacida en medio del desierto. Sabía, eso sí, que descendía de una monja casadera, Genoveva, una monja que profesó en la rama femenina de la orden de Sant Jaume de l’Espasa.
Decían que papá había muerto de tifus: esa era la versión oficial. Yo sé que, de alguna manera u otra, lo mató Pilar. No estoy hablando de ningún asesinato directo, del que se comete con un cuchillo, un hacha o una pistola, no: era la muerte que te va robando el aliento vital, que te va consumiendo y pudriendo el alma hasta que el cuerpo, que ya no se puede defender, se gangrena.
Menos mal que tenía al abuelo Andreu, el padre de mi padre, que vivía con nosotros. Mejor dicho, nosotros vivíamos con él, porque era su casa. El abuelo era el puntal. Era la única persona que Pilar respetaba. Al menos con él se contenía. Yo me daba cuenta cuando lo hacía, porque de repente un leve parpadeo escondía aquellos ojos furiosos que no conocían la ternura.
Vivíamos en la calle Sant Pere Més Alt, entre dos pasajes.
Me gustaba que mi barrio tuviera unas cuantas calles que llevaban el nombre de Pere, pues así es como se llamaba papá.
—Regina, el Quarter de Sant Pere tiene una historia milenaria —me explicaba el abuelo.
Él no decía nunca «barrio»: siempre hablaba del «quarter» (cuartel), como habían hecho los romanos, como en la época medieval, cuando una ciudad se dividía en cuatro partes. Así se siguió diciendo hasta que derribaron las murallas (no hacía tanto: unos veinticinco años).
Por eso me gustaba tanto la idea de «pasar» vinculada a nuestra calle: pasar de la ciudad vieja a la ciudad nueva, donde crecía el Eixample. El plan que había diseñado Ildefons Cerdà era sensato y coherente, pero la gente, los especuladores, pronto lo malbarataron. Por aquel entonces, por supuesto, yo eso lo ignoraba, porque, cuando murió papá, yo apenas sabía las cuatro reglas que me explicaban en la escuela y, sobre todo, las historias que me explicaba el abuelo Andreu, a quien le creía todo.
Miquelet también lo escuchaba, pero a veces tenía miedo y se agarraba a mi falda. Entonces el abuelo lo sentaba en su regazo y yo me quejaba de que tenía los pies fríos, hasta que también me hacía subir.
—Para algo tengo dos rodillas —decía, sonriente, complacido de tener a aquel par de criaturas encima.
Procurábamos que aquella escena pasara desapercibida a ojos de Pilar, porque la irritaba. Cuando nos veía juntos, se entrometía con cualquier excusa: que si «Regina, pon la mesa», que si «Regina, lava los platos», que si «Miquelet, ve al orinal, que te harás pis»... Y, con frecuencia, me enviaba a la fuente a buscar agua. En una mano llevaba un balde o un cántaro y, con la otra, arrastraba a Miquelet. A veces íbamos al pozo aquel que decían que había sido de los frailes dominicos, de cuando existía el convento de Santa Caterina: un pozo cuya agua, se rumoreaba, era milagrosa. No debía de serlo mucho, sin embargo, porque la gente, igualmente, contraía el tifus o el cólera. Volvíamos con el balde medio vacío, porque Miquelet y yo nos tropezábamos y se nos iba cayendo el agua. Era entonces cuando nos llevábamos un coscorrón y el abuelo intervenía y decía que iría a buscarla él y reñía a Pilar con la mirada. Ella bajaba los ojos y yo me sentía reconfortada.
De vez en cuando, si teníamos tiempo, nos escapábamos por el pasaje. Había nacido el mismo año que yo, nuestro pasaje. Lo construyó Joan Cirici, un fabricante de tejidos, en 1878: el mismo año en el que nacieron Isadora Duncan, Josep Clarà, Salut Borràs, Reza I de Irán, Jaume Bofill i Mates, Gemma Galgani, Iósif Stalin... Una bailarina, un escultor, una anarquista, un sah, un poeta, una santa, un dictador... y esta servidora: una huerfanita como tantas otras que había repartidas por el mundo.
La suerte que teníamos Miquelet y yo era que Pilar se iba a dormir temprano. Se tomaba unas hierbas —a veces las fumaba— que le hacían conciliar el sueño.
—Pilar, eso te matará —le decía el abuelo.
Pero no la mataba, no.
Ella no le hacía caso. Se encogía de hombros y se encerraba en su habitación, desde donde nos llegaba aquel olor tan particular. Pilar no las cogía de ningún huerto, aquellas hierbas, ni las compraba en el mercado: se las proporcionaba un dependiente que trabajaba en la farmacia Padrell —había quien decía que eran amantes— o alguna trementinaire que bajaba a la ciudad.
Por aquel entonces, yo, que recogía migajas de las conversaciones de los mayores, pensaba que lo que Pilar se tomaba era apio, la hierba que se ponía a hervir para hacer el caldo. A veces, cuando comía sopa, creía que me dormiría. Menudos líos nos hacemos cuando somos pequeños. Y yo todavía más, que no tenía hermanos que me hicieran espabilar; porque Miquelet no contaba: él aún sabía menos que yo de cualquier cosa.
Tarongeta no tenía hermanos ni hermanastros; tuvo que espabilarse ella solita. Quizá fue esa su suerte.
Yo tenía la ventaja, no obstante, de tener al abuelo y de que no le diera pereza contarnos historias. A Miquelet le gustaba cuando decía que nuestro Quarter, hacía miles de años, había estado cubierto de agua, pero que la tierra había ido ganando terreno, se habían formado humedales y, entremedio, se habían alzado tres colinas.
—La de Montjuïc, el monte Tàber y la de Sant Pere.
La de Montjuïc la veíamos cuando subíamos a la azotea; la del monte Tàber, cuando íbamos a la catedral. Entonces, papá aún vivía. Desde que él murió, ya no íbamos a ningún sitio, porque el abuelo no podía caminar mucho; siempre decía que el corazón no le funcionaba del todo bien.
A quien sí le funcionaba el corazón era a Pilar. Lo tenía fuerte como un roble —y como una piedra— y no tenía pinta de irse a morir nunca. La verdad es que yo pensaba con frecuencia en la muerte de Pilar y deseaba que llegara pronto. No, yo tampoco era buena.
Pilar, mala hierba, humo y veneno.
Me confesé de estos pensamientos al mosén de la parroquia de Sant Pere. El hombre se escandalizó. Me hizo rezar mucho: era un pecado muy grave, el que le había confesado. Me recordó el cuarto mandamiento y me lo hizo repetir unas cuantas veces: «Honrarás a tu padre y a tu madre».
—Pero, mosén, Pilar no es mi madre —le dije.
Me riñó todavía más y agregó más padrenuestros y avemarías a la penitencia. Me recomendó que me fijara en las cosas buenas que tenía mi madrastra, que, como todo el mundo, bien debía tener alguna.
Era muy buena bordadora, eso sí. Recibía encargos de gente distinguida, pues sabía imprimir en la ropa angelitos, flores y letras maravillosas y complicadas que surgían de unos dedos hacendosos, delgados, ágiles y expertos.
Yo me esforzaba al máximo para aguantarla y, mientras tuve al abuelo, me fui apañando, pero, al cabo de un tiempo, él falleció. Recuerdo que Pilar me lo comunicó con una expresión de victoria mal disimulada en el rostro.
No me dejó pasar a verlo.
—Los niños no deben ver a los muertos —sentenció.
Yo, sin embargo, me colé en la habitación donde dormía y me abalancé sobre mi abuelo. Me quedé aferrada a él como una lapa, inspirando su olor, quedándome con su último aliento de vida, que quería recuperar del momento en el que había muerto. Todavía estaba caliente. Y me enfadé con él. «¿Por qué nos has dejado, abuelo? A Miquelet y a mí.» No era justa, pero me quejaba.
Su muerte fue repentina, aunque fuera anciano, y sembró dudas en mí. Sufría del corazón, sí, pero la sombra de Pilar enturbiaba mis pensamientos. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar, aquella mala hierba? ¿Matar al abuelo? Yo lo daba por sentado.
Si la madre de Tarongeta quería matar a su hija, ¡qué no haría mi madrastra con un suegro que la reñía!
Pilar me había arrebatado a papá y al abuelo Andreu. Por mucho que me pudiera decir el mosén, aquello no tenía perdón de Dios. La sospecha me carcomía, pero no podía hacer nada contra Pilar; al menos de momento.
Genoveva, la monja comendadora del convento de Jonqueres, mi antepasada, de quien decían que había llegado a ser priora, era muy bonita, como todas las monjas casaderas. En la rama conventual femenina de la orden de Sant Jaume de l’Espasa no se aceptaba a ninguna que no tuviera el don de la belleza. Huelga decir que también era necesaria una buena dote.
Así pues, no era de extrañar que yo, como descendiente de la monja Genoveva, fuera guapa como la Tarongeta del cuento. Salvo Pilar, en casa todos me decían piropos.
—¡Qué preciosa es mi Regina! — me decía papá.
Yo nunca sería una monja de Jonqueres, sin embargo: primero, porque el convento ya no existía, y segundo, porque quien ingresaba tenía que tener dinerito.
Me interesaba mucho que fueran monjas casaderas, porque las que yo tenía en la escuela, de casarse, nada. Tenían que ser buenas, obedientes, pobres y castas... Me costó averiguar que eso de ser castas quería decir que no podían tener ni marido ni prometido.
Nuestra Genoveva sí que tuvo.
Ellas, las monjas comendadoras, debían ser nobles, aunque, poco a poco, se fue dando entrada a las hijas de mercaderes y ciudadanos honrados de Barcelona. Se ve que era como un pensionado de lujo. Entraban de niñas y, tras recibir la educación correspondiente, podían escoger entre profesar o salir del convento y casarse.
Genoveva, monja y priora, esposa y madre. Cabeza de linaje.
Había otra particularidad que me llamaba la atención. Los caballeros de la orden consideraron siempre que, en su misión de luchar contra los infieles, era necesario que alguien se ocupara de rezar por el éxito de las campañas y llevara una vida cristiana en su lugar. En definitiva: que ellas debían llevar una vida de santidad en beneficio de ellos.
De sencillas no tenían nada, las comendadoras. Iban muy bien vestidas y llevaban joyas. Siempre me las he imaginado decididas, mandonas, y hasta bailando alrededor del claustro, moviendo al viento las hermosas capas.
Yo tenía un broche que había pertenecido a la monja Genoveva. Era de platino y plata con rubíes incrustados. Los rubíes eran unas piedrecitas de color rojo intenso. Mamá me decía que tenían mucho valor. Me lo dio pocos días antes de morir, como si lo supiera.
—No se lo enseñes a nadie, Regina.
—¿Ni a papá?
—No, a papá tampoco. Es un secreto entre tú y yo.
Y agregó que aquel broche pasaba de madres a hijas.
Tardé en entender por qué no quería que papá supiera que lo tenía. Mamá hizo bien, porque seguro que papá se lo habría dado a Pilar, la bordadora sanguijuela.
Lo tenía en un escondite, en el pasaje Cirici, bajo una baldosa mellada que había dentro de un almacén; cerca de la escalera grande, la que conducía a una fábrica de abanicos situada en el principal. Era un lugar seguro, pues estaba convencida de que nadie se tomaría la molestia de arreglar aquella baldosa deteriorada.
Sin embargo, no sé si hice bien enseñándoselo a Miquelet, un día que él estaba muy triste. Sus ojos de gorrión me dijeron que guardaría el secreto.
A menudo me he imaginado a la monja Genoveva sujetándose la capa con aquel broche. Debía de estar guapísima.
Pronto intuí que algo no iba bien. Cuando Pilar me sonreía era una señal inequívoca de que, de alguna forma u otra, me las iba a cargar. Había aprendido a leer sus gestos, sus miradas. Y la suya no era del todo una sonrisa, porque solo levantaba una de las comisuras de los labios: un gesto que quedaba interrumpido, partido a medio camino.
Era el mes de abril y hacía poco que yo había cumplido trece años. Pilar me hizo bañar dentro de una tina grande. Me extrañó, porque era jueves y ella nos hacía bañar los sábados. Luego me hizo poner un vestido nuevo, con unos bordados que había hecho ella misma.
—Es un regalo —me dijo.
La ilusión inicial, no obstante, fue tan fugaz como un decir Jesús. No podía tratarse de nada bueno para mí.
Me hizo sentar y me peinó cuidadosamente. Notaba sus dedos deslizándose con suavidad entre mis rizos, a los cuales acababa de dar forma.
—Ya conoces a la señora Palmira, ¿verdad? —me preguntó.
—Sí...
Era una persona desagradable, la señora Palmira. No es que fuera fea del todo, pero seguro que las monjas comendadoras de Jonqueres no la hubieran aceptado en el convento, por mucha dote que hubiera aportado. Tenerla cerca mareaba, porque iba bañada en perfume, que seguramente sería caro. Los ojos se me iban siempre hacia sus manos, rematadas por unos dedos gorditos y unas uñas largas y curvadas como las de un águila pescadora. Tenía los dientes de delante separados y no podía evitar pasar la lengua por el medio con frecuencia.
Al abuelo, la señora Palmira tampoco le caía bien. Por eso no venía por casa, porque él desaprobaba su presencia.
—Esta mujer no es de fiar —oí que murmuraba el abuelo.
—Abuelo, ¿por qué lo dice? —le pregunté, interesada.
—La gente de mirada ladina es malintencionada y engañosa.
Cuando la señora Palmira venía a casa, el abuelo se lo reprochaba a Pilar.
—No sé por qué te tratas con esta mujer.
—Ay, ¿pero qué tiene de malo? —se quejaba ella con voz mustia, casi dulce—. Pobre mujer, es una buena clienta. Justamente le acabo de bordar, por encargo, el ajuar de una sobrina.
Que no fuera del agrado de mi abuelo hacía que tampoco lo fuera del mío. Pilar, sin embargo, no tuvo en cuenta las consideraciones de su suegro, porque, de repente, dejó el peine y anunció:
—A partir de ahora, trabajarás para la señora Palmira.
Se me encogió el corazón.
—Ya tienes edad suficiente, Regina —agregó.
—¿Y de qué trabajaré? —pregunté, aunque era una pregunta innecesaria: solo podía ser un trabajo de criada.
—De lo que ella quiera que hagas.
Su respuesta me inquietó. Hubiera preferido que me dijera que fregaría los suelos y los platos. Y me fue diciendo que me portara bien, que, por una vez en la vida, me comportara.
Que me comportara...
Aún no sabía qué significaba aquello, realmente.
—Y pobre de ti como dejes ver ese mal genio que tienes.
La llamada a la puerta me hizo saltar de la silla.
Era ella, la señora Palmira, ataviada con un vestido de encaje y volantes que agregaban aún más volumen a su figura y cubierta con un sombrero de copa alta lleno de flores de tela incrustadas.
—¡Mírala, qué mona! —exclamó al verme, mostrando sus grandes dientes.
Ella y Pilar intercambiaron una mirada de complicidad: se las veía satisfechas. Mi madrastra entró un momento en la habitación donde dormíamos Miquelet y yo. Al cabo de nada, salió con un atadijo de ropa.
—Aquí tienes tus cosas —dijo al dármelo.
Me vino a la mente el broche. Menos mal que estaba escondido en el pasaje o ya me podría haber ido despidiendo de él.
—Oh, no es necesario —dijo la señora Palmira—. A Regina no le faltará de nada.
Que no me faltaría de nada...
Me faltara o no algo, lo primero que me vino a la cabeza fue Miquelet. Como si me hubiera leído el pensamiento, apareció en la habitación que cumplía la función de recibidor, comedor y pequeño taller, donde Pilar trabajaba con el bastidor de bordar rectangular y el costurero, que estaba lleno de hilos de muchos colores y agujas de todo tipo: pequeños objetos mágicos que nos tenía prohibido siquiera mirar a menos de medio metro de distancia. Eran sus herramientas de trabajo y las cuidaba y ordenaba con meticulosidad obsesiva. Miquelet había apartado la cortina que separaba el comedor de la cocina y me miraba con preocupación. Presentía que me iba, aunque nadie le hubiera dicho nada.
—¡Pasa para dentro, diantre de crío!
Aunque conservara la apariencia de un niño, el «crío» ya tenía quince años.
—Va, venga, Regina, que nos vamos —me indicó la señora Palmira.
«No, no me quiero ir», pensaba yo. La señora Palmira me cogió de la mano.
—No —respondí con firmeza.
—¿Cómo que no? —preguntó Pilar, desconcertada.
La señora Palmira me estiró de la mano y yo, en un ramalazo, tiré al suelo el costurero. Los hilos, las agujas, los corchetes, las cintas... se desparramaron por todas partes, en confabulación con mi protesta.
—¡Serás desgraciada...! ¡Mira lo que has hecho! —gritó Pilar, dándome un cogotazo.
Miquelet se puso a llorar y la señora Palmira, con voz suave, intervino:
—Regina, que vengas a mi casa no quiere decir que no vayas a volver aquí. Piensa que no nos vamos a la otra punta del mundo: no nos movemos de esta calle y os veréis a menudo.
Había cierto deje de mentira en sus palabras, pero me tranquilizaron un poco y supongo que a Miquelet también. Nos abrazamos con fuerza, llorando los dos.
—Degina, Degina... —decía él.
Pilar me empujó para que saliera, bien agarrada de la mano de la señora Palmira.
La señora Palmira me aseguró que cuidarían de mí; que mi madre —no dijo «madrastra»— ya tenía bastante con Miquelet; que, de ahora en adelante, si deseaba cualquier cosa, solo tenía que pedirla; que ya vería que los tres seríamos felices. Los tres: ella, yo y su hijo Felip.
Felip.
El hijo de la señora Palmira, el único que tenía.
Me doblaba la edad: tenía veintiséis años. Todavía era joven, pero no lo parecía en absoluto. Tenía el pelo ralo y unas bolsas muy marcadas en los ojos. Daba la impresión de que hubiera nacido ya así, con aspecto avejentado. Iba siempre muy pulcro. Vestía con discreción (en eso era muy diferente a su madre): camisa blanca, pantalón, americana, sombrero. Me llamaba la atención la manera en que, cada vez que entraba en casa, se quitaba el sombrero y lo cogía entre las manos antes de dejarlo colgado en el recibidor. Eran maneras de mosén; de quien no ha roto un plato en su vida. Un simulacro de inocencia.
Me saludaba como lo hacen algunas personas tímidas, que solo inclinan la cabeza. Parecía que tuviera miedo de que lo regañara.
