Un acuerdo temporal - Lynne Graham - E-Book

Un acuerdo temporal E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Un acuerdo temporal… con una consecuencia permanente Alana Davison, tímida doncella de hotel, estaba desesperada por saldar una deuda familiar. Tanto que, cuando descubrió que el magnate griego Ares Sarris necesitaba una esposa, se decidió a hacerle una escandalosa sugerencia: si Ares la ayudaba con su deuda, ella se convertiría en su esposa de conveniencia.Para Ares, Alana se convirtió en una magnífica solución. Su matrimonio le permitiría asegurarse la herencia que su ilegitimidad le había negado hasta entonces. Sin embargo, el inconveniente era la química que ardía entre ellos. Por sorpresa, Alana le comunicó que, nueve meses más tarde, su ordenada vida iba a ponerse patas arriba por la llegada de un bebé…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Lynne Graham

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un acuerdo temporal, n.º 3080 - mayo 2024

Título original: The Maid’s Pregnancy Bombshell

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411808873

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 1

 

 

 

 

 

El magnate griego Ares Sarris era, además de multimillonario, un hombre muy solitario. Con motivo de la boda de los Durante, había desplegado a su equipo de guardaespaldas para que se aseguraran de que todo el mundo mantuviera las distancias. No le gustaba admitir que el rumor de que era un antisocial era cierto… aunque así lo fuera. Su pálido cabello rubio platino relucía bajo las luces mientras que sus ojos oscuros se mostraban serios y su fuerte y masculino rostro, tenso.

Le había costado mucho llegar hasta donde estaba. Había nacido en las callejuelas de Atenas, hijo de una madre adicta a las drogas y de un hombre rico que se negaba a aceptar la responsabilidad de sus errores. Uno de sus primeros recuerdos era el momento en el que su propia madre, antes de abandonarlo para siempre, le gritaba que había sido un error en su vida. No le gustaba rememorar con frecuencia aquellos días porque su infancia había sido muy oscura.

Efectivamente, su vida era mucho mejor en el presente, por eso no le gustaba mirar atrás. Ya nadie le decía lo que tenía que hacer ni lo insultaban ni lo pegaban. No se comportaban como si el altísimo cociente intelectual de Ares fuera una especie de defecto infernal o una bendición que no se merecía. ¿Por qué? Era demasiado rico para ser así de vulnerable y eso le hacía sonreír, dado que solo se decidió a hacer dinero a la edad de dieciocho años para serntirse seguro.

Sin embargo, su inmensa fortuna no había servido para proteger a Ares de que una anciana, amargada y esnob a la que nunca había conocido le obligara a hacer algo que no deseaba. Para heredar la casa familiar de los Sarris como el bastardo que era, tenía que casarse. ¡Casarse! Aquella perspectiva era, para un hombre tan reservado como Ares, tan deseable como meter la mano en un fuego ardiendo y aquella vieja bruja vengativa lo sabía. ¿Por qué si no había decidido incluir su abuela aquella cláusula en su testamento? La ley le impedía dejar la mansión a nadie que no fuera el último Sarris que seguía con vida, por lo que había decidido incluir que dicha propiedad debería recaer en «Ares y su esposa».

Katarina Sarris había sido consciente de que Ares, sincero hasta la médula en la única entrevista que había concedido a la prensa a la edad de diecinueve años tras conseguir su primer millón, había jurado que nunca se casaría. Nunca había conocido a su abuela, pero Ares ansiaba poseer la casa en la que residía la historia de la familia que lo había estado ignorando a lo largo de toda su vida. El terrible accidente de avión en el que fallecieron su padre y sus medios hermanos fue lo que, por fin, le permitió ser reconocido públicamente como un Sarris.

El hecho de que su padre hubiera negado absolutamente su existencia hizo que se rompiera algo dentro de él y que le advirtiera de que su profunda necesidad por verse reconocido era una peligrosa debilidad. Por medio de pruebas de ADN, los abogados de la familia tuvieron que reconocer que Ares era un Sarris y se aseguraron de que la familia se ocupara de su educación. La abuela, escandalizada por los orígenes de Ares tal y como una mujer tan engreída podía sentirse, se negó a conocerlo. La repentina muerte de su padre y sus hermanos le dio a Ares el reconocimiento que se merecía por ser un Sarris, pero, por desgracia, esto no le reportó la cálida bienvenida que Ares había esperado por parte de su familia paterna.

Se había dicho hacía mucho tiempo que ya no necesitaba aquella bienvenida, dado que era un hombre adulto, pero aquella casa, la casa de sus ancestros por parte de padre, no debería negársele por la estúpida cláusula de un testamento. Por supuesto, podría haber recurrido a los tribunales y para invalidar el testamento de su abuela, pero Ares se negaba a permitir que su sórdido pasado quedara al descubierto en un juzgado. Durante su infancia y su adolescencia, había sufrido unas profundas humillaciones, por lo que decidió que no volvería a someterse nunca más a algo tan vergonzoso y angustioso. No. La solución a tan espinoso problema sería simplemente casarse con una desconocida para cumplir los términos del testamento de una manera discreta, limpia y rápida.

Aquel pensamiento transportó a Ares de vuelta al presente. Dejó escapar un gruñido y comenzó a pasear como un león enjaulado junto al lago ornamental del hotel. Verena Coleman, su futura esposa, era tan solo un peón en su determinación por heredar aquella propiedad, pero había exigido reunirse con él en secreto. El hecho de que aquella mujer le exigiera algo a él lo enojaba profundamente. Hasta aquella noche, no la había conocido en persona a pesar de que iba a convertirse en su esposa antes de que acabara el mes. Sus abogados se habían ocupado de todas las gestiones. Ella había firmado un contrato blindado, muy complejo, y por una bonita cifra se presentaría en el altar y comenzaría a fingir que era su esposa.

Durante un instante, a Ares le pareció ver que algo se movía entre la oscuridad de los árboles. Levantó la voz en griego para saber si alguien se escondía allí, para hacerlo después en italiano dado que se encontraba en Italia. El silencio fue su respuesta, por lo que se encogió de hombros y pensó que no había allí nadie más que él.

Entonces, oyó el sonido de unos tacones femeninos que caminaban sobre el sendero que llevaba a la playa y frunció el ceño. Verena le había impuesto su presencia durante la recepción que había tenido lugar durante el fin de semana, lo que le había exasperado profundamente. Estaba ataviada con un vestido muy provocativo, que él consideraba vulgar y representativo de todo lo que le disgustaba en una mujer, pero, a pesar de todo, ella iba a convertirse en su esposa antes de que acabara el mes. Apareció frente a él, muy sonriente, y exhibiendo un profundo escote. Era una morena de rotundas curvas, proveniente de una familia aristocrática inglesa, pero, si había algo de refinamiento en su sangre azul, este no se mostraba en la superficie. Sus abogados no habían acertado al elegirla.

–¡Ares! –ronroneó mientras se apresuraba a alcanzarlo como si fueran amigos de toda la vida, cuando prácticamente ni se conocían.

–Te dije que todo lo que tuvieras que preguntar, lo hicieras a través de mis abogados –le recordó él–. ¿Por qué necesitas hablar conmigo en persona?

–Eso es algo de lo que solo tú puedes ocuparte –anunció ella haciéndose la importante–. Me temo que estoy metida en un pequeño lío. Estoy embarazada.

–¿Embarazada? –exclamó Ares con incredulidad–. Eso significa que has roto el contrato que firmamos…

–¿Y por qué iba a importar eso? –le replicó Verena muy indignada–. No es que el sexo esté incluido en nuestro acuerdo. De hecho, ni siquiera estás pensando que compartamos la misma casa.

–Si me caso contigo cuando estás embarazada, se supondrá que ese niño es mío, lo que implica una serie de complicaciones legales que no estoy dispuesto a asumir en estas circunstancias. No quiero que ese niño se acerque a mí en el futuro creyendo que yo soy su padre. No quiero que ese rumor nos persiga toda la vida.

–Entonces, ¿significa eso que me estás pidiendo que termine con este embarazo?

Ares levantó la barbilla.

–No se me ocurriría pedirle algo así a ninguna mujer, ni quiero que nadie tenga que hacer ese sacrificio en mi nombre. No. Es mucho más sencillo que eso. Tú has roto el contrato. Por lo tanto, nuestro acuerdo ha terminado.

–¡No me puedes hacer esto! ¡Contaba con ese dinero! –le espetó Verena llena de furia.

Ares guardó silencio porque, en realidad, no tenía nada más que decir. Verena ya había recibido una cantidad de dinero muy jugosa simplemente por firmar el contrato.

–¡Pero tú necesitas una esposa antes de que acabe el mes! –le recordó, muy alterada.

–No eres la única mujer que estaría dispuesta a casarse conmigo por conveniencia a cambio de un precio –replicó él.

Verea comenzó a insultarle y se marchó. Ares se sintió totalmente defraudado. Había sido un error no reunirse personalmente con ella antes de firmar el contrato. La elección de sus representantes legales no le había gustado en absoluto. Verena era demasiado ignorante. Por supuesto, tan solo habría sido una esposa falsa, pero Ares no quería que una mujer así llevara su apellido y apareciera en los medios de comunicación como su pareja. Por suerte, el contrato que habían firmado la obligaba a permanecer en silencio. Se sacó su teléfono móvil y envió un mensaje al jefe de su equipo legal para advertirle que tenían que ponerse de nuevo a buscarle esposa.

Se dio la vuelta con la intención de marcharse y, entonces, quedó atónito al ver a una mujer rubia, ataviada con un largo vestido verde que relucía bajo la tenue luz. Estaba descalza a pocos metros de él y llevaba los zapatos en la mano. Para su asombro, comprobó que era la dama de honor que le había llamado la atención durante la ceremonia. ¿Por qué? Era absolutamente espectacular, desde la larga melena rubia natural y los ojos del color de las aguamarinas, que destacaban sobre un rostro con una piel totalmente impecable. Ares había visto como los hombres hacían cola para bailar con ella, todos desesperados por impresionarla, y se había fijado en la aparente indiferencia que ella les dedicaba, lo que le había causado una cierta diversión. El propio Ares había pensado en acercarse a ella, pero se percató de que la desconocida era demasiado joven para él. Según le había parecido, debía de tener menos de veinte años.

–¿La puedo ayudar con algo? –le preguntó cortésmente en inglés, dado que sabía que la única dama de honor era la hermana de la novia.

–En… en realidad, estaba esperando poder ayudarlo yo a usted –replicó ella, con un ligero temblor en la voz–. Si necesita una esposa por conveniencia a cambio de dinero, a mí me gustaría postularme como candidata.

A pesar de que había muy pocas cosas en la vida que pudieran dejar a Ares sin palabras, se quedó completamente atónito al escucharla. Le parecía una propuesta totalmente inapropiada. Pensó además en Lorenzo Durante, el rico cuñado de aquella mujer, y decidió que se sentiría totalmente escandalizado al saber que un miembro de su familia se había ofrecido a un desconocido de aquella manera.

 

 

Una hora antes…

 

Alana no había recibido nunca tanta atención como la que le proporcionaron los hombres que estaban invitados a la boda de su hermana Skye. Cuando se pasó la novedad, lo agradeció. No tenía espacio para ningún hombre en su vida porque estaba demasiado ocupada trabajando. Las razones de tanto esfuerzo le llenaron los ojos de lágrimas mientras atravesaba la pista de baile.

Estaba endeudada hasta los ojos, pero tenía que asegurarse de que eso siguiera siendo un secreto. Enzo, su cuñado, podría rescatarla de sus problemas en menos de cinco minutos. Sabía que Enzo era muy generoso. Le había comprado un coche como regalo por ser dama de honor en su boda con Skye e incluso se había ofrecido a ayudarla a retomar su curso de arte y diseño en la universidad. Sin embargo, para disponer de la ayuda de Enzo, tendría que mentir a su hermana y, si le decía la verdad, Enzo tendría que mentirle también a su reciente esposa, algo que Alana ni siquiera podía imaginar. Enzo y Skye se habían prometido que jamás se ocultarían nada. Desgraciadamente, Alana le estaba ocultando un enorme secreto a su hermana mayor, un secreto que estaba decidida a no compartir porque la adoraba.

Skye tenía a Steve Davison, su padrastro, en un pedestal. Adoraba al hombre que las había adoptado y al que las dos habían terminado considerando como un padre. Sin embargo, Steve tenía más defectos de los que Skye podía imaginar. Era un ludópata empedernido que, cuando tuvo serios problemas con el dinero, acudió a Alana para conseguir ayuda sabiendo que ella no le juzgaría tan duramente como el resto de los miembros de la familia.

Alana le quería demasiado como para negarse a tomar prestado mucho dinero en nombre de Steve. Cada semana, él apartaba de su sueldo como taxista la parte correspondiente para pagar el préstamo. Durante un tiempo, no había habido ningún problema. Estos comenzaron en realidad cuando Steve y la madre de Skye y Alana fallecieron en un accidente de tren hacía un año. Alana tuvo que seguir pagando el préstamo con lo poco que ganaba como doncella en un hotel.

Lo peor fue que la deuda siguió creciendo a un ritmo imparable. Alana pagaba unos intereses abusivos, algo que sabía que era ilegal. Desgraciadamente, no podía hacer nada al respecto porque el préstamo estaba a su nombre. Su padrastro había escogido un prestamista que era más un delincuente que otra cosa. No quería que la deuda quedara registrada en ninguna parte y Alana había cometido el mayor error de su vida al acceder a hacerse cargo de una deuda tan onerosa y ponerla a su nombre.

Cuando se le ocurrió a Alana que lo mejor que podía hacer era vender el precioso coche que Enzo le había comprado para conseguir algo de dinero, sintió una profunda vergüenza y tuvo que abandonar la recepción de la boda para buscar la oscuridad del lago y así poder lamerse las heridas en la intimidad. Sabía que no estaba bien que vendiera aquel regalo, pero, en realidad, ni siquiera tenía dinero para poder usarlo. De hecho, esa era la razón por la que se desplazaba en bicicleta y no porque le obsesionara mantenerse en forma, tal y como bromeaba su hermana. Si Skye supiera la verdad…

Cuando Alana se sentó en una de las gruesas piedras, supo que jamás le diría a Skye la verdad sobre las deudas de juego de su padrastro. Tenían dos hermanas más pequeñas, Brodie y Shona, de dos y un año respectivamente, y Skye se había hecho cargo de ellas. Enzo y ella estaban a punto de adoptarlas. Skye había hecho ya más que suficiente. Ya había hecho suficientes sacrificios en nombre de su familia y se merecía mantener un buen recuerdo del padre al que tanto había adorado.

Le tocaba a ella ocuparse de su parte y seguir ocupándose de las nefastas repercusiones económicas del fallecimiento prematuro de sus padres.

Al escuchar pasos en el sendero de madera que rodeaba el lago, levantó la mirada. Vio a un hombre muy alto, de anchos hombros. Inmediatamente, reconoció de quién se trataba. Ares Sarris. El cabello rubio platino era inconfundible, aunque lo llevaba un poco más largo que la última vez que lo vio en el Blackthorn Hotel, en el que ella trabajaba. Probablemente era uno de los invitados a la boda de su hermana. No lo había visto en la recepción, aunque probablemente había sido por el enorme número de asistentes.

La única vez que lo había visto antes fue en la suite presidencial del Blackthorn. Su aspecto la había dejado totalmente boquiabierta. Con un par de alas y una espada parecería un arcángel guerrero. Sintió que las mejillas le ardían en la oscuridad. ¡Qué comparación tan estúpida! Sin embargo, no se podía negar que Sarris era un hombre muy apuesto.

De repente, una mujer apareció detrás de él en el camino. Alana los observó con curiosidad, pero se puso de pie sigilosamente para marcharse. Entonces, la mujer anunció en voz alta que estaba embarazada. Alana volvió a sentarse de nuevo sobre la piedra, dado que no quería que notaran su presencia en medio de aquella escena. Aunque se esforzó por no escuchar la conversación, las voces de ambos le llegaban con claridad. Al percatarse del contenido de lo que hablaban, se quedó totalmente atónita ante la idea de que Ares Sarris, a pesar de su glorioso aspecto de ángel de bronce, tuviera que pagar a una mujer para que se casara con él.

Cuando la malhablada mujer se marchó enfurruñada, el pensamiento de Alana tomó una dirección completamente inesperada. ¿El niño no era de Sarris? ¿Necesitaba una mujer que se hiciera pasar por su esposa y estaba dispuesto a pagar por ello? ¿El sexo no formaba parte del acuerdo? Alana no tardó en darse cuenta de que aquel trabajo le interesaba. Era un trabajo con mejores perspectivas que el que había tenido porque sabía que Ares Sarris era incluso más rico que su cuñado. Según se decía, el magnate griego era uno de los hombres más ricos del mundo.

Si se ofrecía a él para el trabajo, ¿se convertiría Alana en una cazafortunas?

El pensamiento la repugnaba. Estar tan desesperada por conseguir dinero como para considerar una opción así… Sin embargo, aquella misma desesperación la empujó a salir de entre las sombras. Recordó las noches de insomnio, la preocupación por conseguir el dinero para cubrir el siguiente pago a Maddox, el prestamista. Era un hombre repulsivo, que le había sugerido en más de una ocasión que había otras opciones si le costaba reunir el dinero… Alana tenía la seguridad casi absoluta de que Maddox era un proxeneta.

Cuando Ares Sarris le preguntó si podía ayudarla en algo, Alana escuchó cómo su voz tartamudeaba por la vergüenza y el reparo.

–En… en realidad, estaba esperando ayudarlo yo a usted. Si necesita una esposa por conveniencia a cambio de dinero, a mí me gustaría postularme como candidata. Tengo deudas y necesito desesperadamente el dinero –añadió.

Ares dejó escapar una carcajada. Ella parecía tan avergonzada y se sentía tan incómoda que ni siquiera podía mirarlo a los ojos.

–¿Sabe esto Enzo?

Alana se sonrojó y levantó la mirada para observarlo, plenamente consciente de la altura de Ares comparada con su escaso metro sesenta de estatura.

–Por supuesto que no. Tengo muy buenas razones para no pedirle ayuda a Enzo.

Ares pensó brevemente si la razón serían las deudas por la tarjeta de crédito, por extravagancias o tal vez por drogas.

–Si es por drogas, debería decírselo ahora mismo. No soy ningún chivato, pero ahora usted es parte de su familia y, si yo estuviera en su lugar, querría saberlo.

Alana palideció.

–¡No es por las drogas! –exclamó horrorizada–. ¿Qué se cree que soy?

–En realidad, no sé absolutamente nada sobre usted. ¿Cómo voy a saber si le gusta la juerga?

–¡Le aseguro que no!

–Lo que sí le gusta es husmear y escuchar las conversaciones de los demás –añadió él secamente.

–Oí que esa mujer le decía que estaba embarazada y decidí que no podía interrumpir una conversación tan privada –protestó ella con vehemencia–. No tenía intención alguna de escuchar el resto. Me tuve que quedar ahí escondida porque no podía salir sin que se percataran de mi presencia. Siento mucho haber escuchado algo tan íntimo.

–¿Cómo puede disculparse cuando está tratando de utilizar lo que escuchó? –le espetó Ares.

–Le aseguro que, si no estuviera tan desesperada, ni se me habría ocurrido sugerirle algo así –musitó ella con voz temblorosa.

Ares la miró. Vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y un raro sentimiento de compasión se apoderó de él, aunque tenía fama de poseer un corazón de piedra. Aquella mujer no podía ocultar ningún sentimiento en su hermoso rostro. La inocencia, la honradez y el arrepentimiento se reflejaban en su bella cara como una refulgente luz, algo que le resultó a Ares muy atractivo porque él estaba mucho más acostumbrado a las mujeres que ocultaban todos sus sentimientos.

–¿Cuántos años tienes? –le preguntó.

–Veintiuno –respondió ella con un ligero gesto de desafío.

Era algo mayor de lo que Ares había imaginado, pero no mucho. Mientras la escuchaba, él se sentía como si tuviera cien años más que ella, dado que no creía haber disfrutado nunca de tanta inocencia.

–Siéntate –le ordenó.

–¿Por qué? –repuso ella a pesar de que se sentó de todas maneras.

En silencio, Ares le quitó los zapatos que ella aún tenía en la mano y se agachó atléticamente para ponérselos.

–No creo que quieras entrar descalza en el hotel.

Alana tragó saliva y negó con la cabeza. Ares le sacudió la arena de los pies y ella se echó a temblar, demasiado consciente de las fuertes manos. Entonces, levantó la mirada y esta se topó por primera vez con unos ojos que se asemejaban perfectamente al carey y que iluminaban su bronceado rostro. En aquellos ojos, relucían todas las tonalidades de ámbar y oro. Además, las esculpidas mejillas, la fuerte mandíbula, la sensual boca le daban a su rostro una perfección de la que solo conseguía abstraerse por la ligera brisa, que jugaba con los mechones de su cabello sobre las cejas oscuras. Alana deseaba tocarlo. Nunca en toda su vida había deseado acariciar a alguien con tanto anhelo, por lo que decidió colocarse las manos por debajo de los muslos para asegurarse de que no se movían.

–Ni siquiera me vas a considerar para el trabajo, ¿verdad? Crees que soy…

–Demasiado joven, demasiado ingenua y, probablemente, además muy poco de fiar.

–Tú solo tienes veintinueve años –replicó ella–. Lo he leído en alguna parte –añadió. No quería admitir que había estado buscando información sobre él. Su búsqueda en internet le había revelado que se conocían muy pocos detalles sobre la vida de Ares Sarris, más allá de su meteórica carrera en el mundo de la tecnología. Por lo que parecía, Ares distaba mucho de ser un playboy. Se le describía como un ermitaño rodeado de misterio, porque nadie parecía saber cómo ni cuándo había aparecido él en la familia Sarris.

–Y te aseguro que sí soy de fiar –completó Alana también, muy enojada.

Ares se volvió a poner de pie, divertido por los comentarios que ella le estaba haciendo, algo que era una experiencia muy rara para él. Sin embargo, sobre todo, era muy consciente de que se encontraba frente a una verdadera belleza, sin artificios, de la clase que muchas mujeres buscaban sin conseguirlo. Tan solo llevaba un ligero toque de sombra en los párpados y un poco de brillo de labios. Cuando volvió a mirarla, vio los cremosos pechos por debajo del escote y se quedó momentáneamente inmóvil, tratando de contener una erección. En realidad, hacía ya bastante tiempo desde la última vez que había estado con una mujer. No le gustó recordar que era un hombre adulto, con impulsos. Siempre ponía el trabajo en primer lugar. El sexo para él solo ocupaba momentos ocasionales en su horario, dado que también era algo de lo que podía prescindir.

Extendió la mano.

–Deja que te acompañe de vuelta al hotel –le sugirió.

–Se me daría muy bien fingir que soy tu esposa –insistió de nuevo Alana. Parecía que estaba en una entrevista de trabajo en la que estaba tratando de vender sus cualidades para el puesto.

–¿Por qué lo crees?

–Bueno, haría todo lo que me pidieras y me consideraría afortunada por tener una oportunidad así. Creo que también te resultaría barata.

Ares no pudo resistirse a esbozar una sonrisa.

–Esperemos que nadie más haya escuchado esta conversación.

–Solo quiero lo que necesito para pagar mi única deuda.

–¿Y a cuánto asciende esa deuda? –le preguntó Ares. Alana le resultaba muy divertida. No se aburría como solía ocurrirle con las de su sexo.

–Es mucho dinero… –le advirtió ella–. Treinta mil libras –añadió, prácticamente en un susurro.

Ares tuvo que contenerse para no soltar una carcajada.

–Sí, tienes razón, me resultaría muy barato tenerte por esa cantidad…

–¿Significa eso que me estás considerando? –quiso saber ella esperanzada, tras detenerse un instante en el sendero que los conducía hacia el hotel.