Un afortunado accidente - La niñera y el ejecutivo - Rebecca Winters - E-Book
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Un afortunado accidente - La niñera y el ejecutivo E-Book

Rebecca Winters

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Beschreibung

Un afortunado accidente El conde Remi era un español tan orgulloso como apasionado. Trabajaba la tierra de sus antepasados, la finca Soleado Goyo, que era toda su vida. Jillian Gray había ido a España para empezar de nuevo. No estaba segura de por qué Remi la había contratado, ya que era un hombre acostumbrado a hacer las cosas solo. Entre los plateados olivares, Jillian aportó nuevas ideas y un gran entusiasmo a la finca del conde. Pero más importante aún: estaba despertando el cauto corazón de su perturbador jefe… La niñera y el ejecutivo Nick Wainwright era un ejecutivo que podía manejar los negocios con los ojos cerrados, pero, ¿un bebé? Nick necesitaba ayuda... una niñera para su adorado hijo Jamie. Reese estaba encantada de que le ofrecieran cuidar a Jamie y de trabajar para el atractivo padre del bebé. Hasta ese momento su trabajo lo había sido todo, pero imaginar una vida como novia de Nick en compañía del pequeño Jamie le sonaba cada vez más a música celestial.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 212 - julio 2019

 

© 2008 Rebecca Winters

Un afortunado accidente

Título original: Crazy about her Spanish Boss

 

© 2011 Rebecca Winters

La niñera y el ejecutivo

Título original: The Nanny and the CEO

Publicadas originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-359-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Un afortunado accidente

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

La niñera y el ejecutivo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–¿UN CO—AC para celebrar, Don Remi?

Remigio Alfonso de Vargas y Goyo se echó para atrás en la silla de cuero en la que estaba sentado. No le gustaba que se refirieran a él como si fuera una antigua reliquia de la realeza. Era arcaico. Él era un hombre de su tierra y, en aquellos días, un título era algo absurdo. Analizó a su leal contable con cierto cinismo ya que éste normalmente lo tuteaba.

–¿Para celebrar el qué?

El ordenado contable, que tenía casi setenta años, se sirvió una copa.

–Tu negocio ha superado lo que… –comenzó a decir, pero hizo una pausa. Se ruborizó y apartó la mirada–. Bueno, digamos que, de nuevo, Soleado Goyo está de camino para darles un tremendo dolor de cabeza a sus competidores.

–No te apresures, Luis. Estamos en medio de otra sequía que no se sabe cuándo va a terminar y eso afecta mucho a los olivares. Debes ser consciente de ello.

Con la pérdida de las colonias españolas a mediados del siglo XIX, la riqueza de España se vio disminuida y los Goyo se vieron forzados a trabajar para ganarse la vida. Las fortunas de los anteriores duques de Goyo ya habían desaparecido.

–Así que diversificas de antemano.

–¿Como hizo una vez mi padre? –contestó Remi, riéndose de manera mordaz–. Acabó siendo el error más costoso de su vida y condujo a que, tanto mi madre como él, murieran anticipadamente. Me temo que soy un purista.

Luis se encogió de hombros.

–Ha sido una mera sugerencia, Remi. Tú eres el experto. ¿Cómo voy a decirte yo lo que hacer?

–Tu larga relación profesional con mi padre te da el derecho a hacerlo.

–Aun así, yo sólo soy bueno con los números.

–De hecho, los controlas realmente bien –dijo Remi entre dientes.

–Gracias –respondió el contable.

Remi se levantó. Después de dos largos y difíciles años, finalmente había terminado de pagar la deuda bancaria que había dejado su difunto padre. Con ello había salvado el honor de su familia y la reputación de ésta en la región. Aun así, había temido aquella reunión con Luis. Cada vez que iba a Toledo en coche por motivos de negocios, recordaba algo oscuro y amargo que sólo lograba mantener apartado de su mente si permanecía muy ocupado.

Pero en aquel momento sintió cómo la amargura que conllevaba la traición le recorría de nuevo por dentro como un potente río de magma. Nada podía detener su potencia. En ocasiones como aquélla, no era buena compañía para nadie, mucho menos para Luis, el cual siempre había tratado de animarlo. Su leal empleado se merecía algo mejor.

Ansioso por regresar a su casa, se apresuró en dirigirse a la puerta.

–¿Remi?

–¿Sí? –preguntó él, mirando a Luis.

–Estoy muy orgulloso de lo que has conseguido. Tu padre también lo estaría.

Remi no estaba tan seguro de aquello. Deseó que su progenitor no tuviera manera de saber que su hijo de treinta y tres años había estado a punto de perder todo lo que habían conseguido cinco generaciones de Goyo.

De manera adusta, asintió con la cabeza ante Luis y se marchó del despacho. Bajó a toda prisa a la calle, donde había dejado aparcado su coche negro, y sintió el agobiante calor que se había apoderado del centro de España como ocurría cada mes de julio.

Pensó que la vida de los cultivadores de aceite era dura. Cada vez menos propietarios de latifundios decidían seguir adelante con ella, pero era su vida. Aunque había visto cómo todos sus sueños se destruían, todavía le quedaba la propiedad que había heredado, propiedad que era la razón por la que se levantaba todas las mañanas.

Se quitó la chaqueta y la corbata. Una vez que dejó éstas en el asiento trasero de su vehículo, entró en éste y se sentó en el asiento del conductor. Arrancó el motor y salió de la ciudad. Dejó tras de sí el imponente Alcázar de Toledo y el río Tajo. Eran las tres de la tarde y no había mucho tráfico. Mientras conducía, sintió como sus músculos se relajaban al ser consciente de que en menos de quince minutos estaría de vuelta en su propiedad, donde le esperaba mucho trabajo por hacer.

El trabajo le había salvado la vida…

Durante el día, el trabajo físico le evitaba revivir el pasado. Pero, desafortunadamente, las largas y oscuras horas nocturnas le hacían recordar los demonios contra los que constantemente tenía que luchar. Cuando se despertaba por las mañanas, estaba emocionalmente agotado.

Meditabundo, apenas se percató de la presencia de otro vehículo en la distancia. Éste acababa de dar la vuelta a una curva y se dirigía hacia él. El conductor debió haber visto el toro que repentinamente cruzó la carretera al mismo tiempo que él mismo. La velocidad a la que iba hacía peligroso frenar, pero el otro conductor obviamente obedeció a su instinto y su coche viró bruscamente. En una décima de segundo se dirigió directamente a chocar contra él, que giró el volante hacia la derecha para evitar la colisión…

Horrorizado, observó cómo el otro vehículo derrapaba y caía de lado sobre el lateral del acompañante, momento en el que se detuvo.

Entonces paró su propio vehículo y se apresuró en salir de éste. Se acercó al accidentado coche azul cuyas ruedas todavía estaban dando vueltas en el aire. Las lunas delantera y trasera se habían roto. Había cristales por todas partes. Miró dentro del coche y comprobó que el conductor era el único ocupante de éste. Era una mujer. Y estaba quejándose.

Gracias a Dios estaba viva. El cinturón de seguridad había impedido que saliera despedida del vehículo.

Intentó abrir la puerta del conductor, pero le fue imposible, por lo que se introdujo dentro del coche por la luna delantera.

–Va a estar bien, señora –le aseguró a la accidentada.

–¡Ayúdeme…! –suplicó ella–. Mi ojo… no puedo ver –añadió con un claro acento norteamericano.

–Permanezca lo más quieta que pueda –respondió él–. No se toque el ojo o lo empeorará. Voy a sacarla del vehículo, pero usted no haga ningún esfuerzo.

Entonces se dirigió a desabrocharle el cinturón de seguridad y pudo ver que a la mujer le sangraba el lado derecho de la cara. Lo tenía herido. Su melena rubia, que le llegaba a la altura de los hombros, estaba empapada en sangre. La tomó en brazos y, con mucho cuidado, la sacó del coche por la luna delantera y la dejó sobre el terreno que había junto a la carretera.

–Voy a telefonear para pedir una ambulancia. No se mueva.

–No lo haré –contestó ella con voz temblorosa.

La palidez de la cara de aquella mujer, así como la manera en la que estaba apretando los puños, evidenció el dolor que estaba soportando. Pero en vez de gritar de manera histérica, mostró un coraje que Remi sólo podía admirar.

Éste pensó que, sin duda, un trozo de metal o cristal la había herido. Se sacó el teléfono móvil del bolsillo y telefoneó a la policía. Le explicó brevemente lo que había ocurrido, ante lo que ésta prometió enviar de inmediato un helicóptero con ambulancia incorporada.

Entonces telefoneó a su capataz, Paco, al que también le explicó lo ocurrido y le pidió que fuera junto con otro miembro de su personal a buscar su coche. De aquella manera, Paco podría esperar a que llegara la policía para contestar a sus preguntas. Él planeaba acompañar a la mujer al hospital. Una vez que se asegurara de que estaba bien atendida, hablaría él mismo con la policía.

Se sentía responsable del accidente ya que pensaba que tal vez podría haberlo evitado si no hubiera estado pensando en otra cosa. Al colgar el teléfono, se percató de que varios coches se habían detenido para ofrecer ayuda.

–Que no se acerque la gente, por favor –suplicó la accidentada, agarrándole una mano con fuerza. Incluso le clavó las uñas en las palmas.

A Remi no le importó ya que le parecía increíble el control que estaba ejerciendo aquella mujer. Les dijo a los demás conductores que la policía estaba de camino y que podían marcharse.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó a ella, tuteándola, cuando volvieron a estar solos.

–Ji… Jillian Gray.

–¿Tienes un marido o novio al que pueda telefonear?

–No.

–¿Estás aquí con algún amigo o familiar?

–No –respondió ella. Parecía emitir cada palabra con un tremendo esfuerzo.

–Aguanta unos pocos minutos más, Jillian. Puedo oír que el helicóptero está acercándose. Los médicos te aliviarán el dolor.

–¿Todavía tengo el ojo en su órbita? –preguntó ella con el pánico reflejado en la voz.

–Desde luego. Todo va a salir bien. Ya no estás sangrando. No llores ya que, si lo haces, la sal de las lágrimas podría irritarte el ojo.

–Está bien –respondió Jillian con la barbilla temblorosa.

Ver aquello le recordó a Remi lo valiente que estaba siendo ella. Quería preguntarle muchas cosas, pero sabía que los médicos harían las preguntas oportunas. Además, en aquel momento Jillian estaba demasiado dolorida como para continuar contestando a nada.

–Ya está aquí el helicóptero.

–Mi bolso…

–No te preocupes por eso ahora –dijo él, que pensó que era mejor dejárselo a la policía ya que ésta necesitaría ver el pasaporte de ella–. Lo importante es ocuparnos de ti. Pero me aseguraré de que se te devuelvan todas tus pertenencias.

–Gracias –susurró Jillian.

Tres médicos bajaron del helicóptero y se acercaron a ellos. Los siguientes minutos pasaron muy rápido; primero la examinaron y después la colocaron en una camilla. Remi los siguió mientras la transportaban al helicóptero. Cuando se subió a éste tras ellos y el aparato despegó, oyó sirenas. Miró por la ventanilla y vio que uno de los coches de su propiedad se aproximaba al lugar del accidente. Pensó que Paco lo solucionaría todo con la policía.

Aliviado, observó que a Jillian le estaban suministrando antibióticos y analgésicos a través de una vía intravenosa. Estaba más calmada. Le habían colocado un collarín para que no pudiera mover la cabeza. Le agradó el hecho de que no estuvieran intentando interrogarla.

Entonces, el médico que tenía él al lado, tomó una tablilla para anotar información.

–¿Cómo se llama usted?

–Remigio Goyo.

–¿Don Remigio Goyo? –preguntó el médico, impresionado.

–Sí.

–Conozco su dirección. Vive en la finca Soleado Goyo. ¿Conoce a esta mujer?

–No.

–¿Vio el accidente?

–Sí –contestó Remi entre dientes–. Ambos tratamos de evitar atropellar a un animal que había salido a la carretera.

–¿Le ha dicho ella su nombre?

–Jillian Gray.

–¿Sabe si tiene familiares?

–No lo sé. La policía lo averiguará.

–Es muy guapa. Tiene un pelo maravilloso… del mismo color del oro.

Remi había intentado con todas sus fuerzas no pensar en aquello, ni tampoco en la perfecta figura que se delineaba bajo la sencilla blusa y falda que llevaba Jillian. Había aprendido que la extrema belleza escondía grandes defectos y no iba a permitir que ésta le cegara nunca más.

–Es norteamericana. Sin duda una turista –comentó–. Pero eso es todo lo que sé. ¿Habéis encontrado más heridas aparte de la que tiene en el ojo?

–No, pero va a necesitar cirugía para sacarle lo que sea que se le haya metido dentro –explicó el médico.

–¿Quién es el mejor oftalmólogo de la zona? –preguntó Remi.

–El doctor Ernesto Filartigua, de Madrid. Opera en el hospital de la Santa Cruz.

–Entonces dile al piloto que nos lleve directamente allí. Yo voy a telefonear al doctor. Quiero que un experto se ocupe del caso.

–Nuestra compañía normalmente no vuela al norte de Toledo, pero lo haremos por usted.

Remi respiró profundamente. Por primera vez, le agradó el hecho de que su título supusiera una diferencia. Había una vida en peligro, probablemente por su culpa…

–Firme aquí y le pediré al piloto que informe de nuestras intenciones –dijo entonces el médico.

Remi firmó en el lugar indicado y, mientras el otro hombre hablaba con la cabina de mando, sacó de nuevo su teléfono móvil para solicitar información. Si era posible, quería hablar con el doctor antes de que el helicóptero aterrizara.

Cuando consiguió hablar con la recepcionista de la clínica, ésta le informó de que el doctor estaba operando. Pero le aseguró que, en cuanto pudiera, le informaría de que una accidentada con herida ocular se dirigía hacia el hospital.

Media hora después, el helicóptero aterrizó en la pista de aterrizaje que había al este de la entrada del hospital. Los médicos se apresuraron en llevarla a la sala de emergencias, donde Remi rellenó el acta de admisión con los pocos datos de Jillian que conocía. Le prometió a la enfermera darle el resto de la información requerida cuando hablara con su capataz.

Mientras esperaba en el área de recepción, observó cómo varios médicos entraban en la sala donde estaba Jillian para examinarla. Poco después, apareció un doctor con bigote y un miembro del personal del hospital le indicó que se acercara para examinar a la accidentada.

Cuando salió el doctor, Remi se dirigió a él.

–¿Doctor Filartigua?

–¿Sí?

–Soy Remigio Goyo, la persona que telefoneó para pedir que fuera usted quien atendiera a la señora Gray.

–Pues ella ha tenido mucha suerte de que usted no perdiera tiempo, don Remigio.

–¿Reviste su herida mucha gravedad?

–Un fragmento de cristal le ha penetrado en el globo ocular derecho. En este momento están haciéndole pruebas para prepararla para la cirugía. Una vez que podamos ver qué daños ha causado el cristal, sabremos más. ¿Tiene familia en España?

–No. ¿Dónde puedo esperar mientras la operan?

–Hay una sala de espera en la planta sexta, en el ala este.

–Entonces allí estaré. He oído que usted es el mejor –comentó Remi–. ¿Puedo entrar a verla ahora?

–Si lo desea, pero no es necesario. Está dormida. Le aconsejo que vaya a tomarse una taza de café a la cafetería –contestó el doctor–. Parece necesitar una –añadió mientras se alejaba.

El comentario del doctor le recordó a Remi que se había despertado sin ningún apetito y que había rechazado comer durante su reunión con Luis.

Sin pensar lo que estaba haciendo, se acercó a la puerta de la sala donde estaba Jillian. Quería verla por última vez antes de que la introdujeran en quirófano. El enfermero del laboratorio que estaba con ella le dirigió una fría mirada, pero Remi tenía puesta toda su atención en la piel de porcelana de aquella mujer, a la cual ya le habían limpiado la sangre. Vestida con un camisón de hospital y con el pelo peinado para atrás, la pureza de las clásicas facciones de su cara estaba aún más pronunciada.

Recordó el accidente y pensó que, si él hubiera ido conduciendo más despacio, tal vez habría sido capaz de frenar a tiempo y ella hubiera tenido más espacio para maniobrar. Pero ya no podía cambiar lo que había ocurrido.

Necesitaba un café más que nunca, por lo que se dirigió hacia la cafetería. Mientras estaba de camino, sonó su teléfono móvil. Era Paco.

–Ya estamos en la finca. La policía ha mandado una grúa para que se lleve el coche de la mujer. El capitán Pérez, de Toledo, está esperando tu llamada, Remi.

–Está bien –respondió Remi, que anotó el número de teléfono que le dio Paco. Entonces le dio las gracias a éste y telefoneó al oficial de policía para hacerle saber que Jillian iba a ser operada.

A continuación contestó las preguntas que le hizo el capitán, el cual le informó de que podía pasar a buscar cuando quisiera el bolso y la maleta de la accidentada en la comisaría de Policía de Toledo.

No habían descubierto muchas cosas, salvo que la mujer norteamericana de veintiocho años estaba conduciendo un coche que había alquilado en Lisboa, Portugal, a cargo de EuropaUltimate Tours.

Remi apretó los labios y se preguntó a sí mismo si aquello implicaba que ella trabajaba en Europa. La policía había asumido que trabajaba para dicha empresa. Incluso había telefoneado a las oficinas centrales de la compañía, en Nueva York, pero no había obtenido respuesta.

Le dio las gracias al capitán de policía y le aseguró que estaría en contacto. Sin vacilación alguna telefoneó a su distribuidor de Nueva York, un hombre con el que la familia Goyo había trabajado durante años. Le pidió que enviara a alguno de sus empleados a EuropaUltimate Tours para que le dijera al jefe de personal de la compañía que lo telefoneara a su móvil.

Mientras esperaba la llamada, comió en la cafetería y, cuando estaba bebiéndose su segunda taza de café, sonó su teléfono móvil. En un par de minutos, le explicó la situación al responsable del departamento de personal de EuropaUltimate Tours, donde le dieron el nombre y el número de teléfono de David Bowen, el hermano de Jillian Gray, que vivía en Albano, Nueva York.

Una vez que terminó de hablar, se apresuró en dirigirse al ascensor y subir a la sexta planta del hospital. El enfermero que había en recepción le informó de que la señora Gray todavía estaba en quirófano. Remi le dio las gracias antes de dirigirse a la sala de espera.

No había nadie en la sala y pudo hablar con tranquilidad al telefonear al hermano de Jillian.

–¿Señor Bowen? –dijo–. Soy Remi Goyo. Le estoy telefoneando desde el hospital de la Santa Cruz, en Madrid. Antes de explicarle nada, permítame asegurarle que su hermana, Jillian, está bien. Pero ha sufrido un accidente de coche hace unas pocas horas.

El hermano de Jillian gimió.

–Yo fui la única persona que lo presenció, por eso lo estoy telefoneando. Un trozo de cristal se le ha incrustado en el ojo.

–¡Dios mío!

–El doctor Filartigua, una eminencia de la cirugía ocular en Madrid, está operándola ahora mismo. Pensé que le gustaría saberlo.

–Gracias. No puedo creer que haya ocurrido esto… no después de todo lo que ella ya ha pasado –comentó el señor Bowen, que parecía atormentado.

Remi agarró el teléfono con fuerza.

–¿Hay algo que deba saber el doctor?

–Su marido falleció en un accidente de tráfico en Nueva York hace un año. Yo le supliqué que se quedara con nosotros durante una temporada, pero ella, como un soldado, regresó de inmediato a su trabajo como guía turística. Es un negocio agotador. Que ayer estuviera sola significa que seguramente se tomó el día libre para descansar. Supongo que es su manera de conllevar el dolor por la pérdida de su esposo.

Remi comprendía muy bien aquella necesidad…

–Desde que enviudó, ha estado intentando seguir adelante. Y que ahora pase esto… –continuó el hermano de ella, pero se le apagó la voz.

Tras enterarse de la pérdida que había sufrido Jillian, Remi supo que ésta querría tener a su hermano junto a ella.

–¿Cuándo puede llegar a Madrid? Iré a buscarlo al aeropuerto y lo traeré al hospital.

–Ése es el problema. Mi esposa está esperando nuestro tercer hijo para dentro de un mes, pero el embarazo no está marchando muy bien. Tiene toxemia. Y, si empeora, tendrán que adelantarle el parto. Tengo miedo de dejarla sola por si algo sale mal, pero no quiero que Jilly sepa la razón por la que no puedo ir a verla. Mi hermana piensa que todo está bien.

–Comprendo –respondió Remi.

–Le hemos ocultado a Jilly el problema de mi esposa para que no se preocupara. Ella había deseado quedarse embarazada, pero no tuvo tiempo de lograrlo antes de que Kyle muriera. Si descubre que mi esposa tiene problemas… no sé qué hacer. No podemos decírselo, no en un momento como éste. Sería demasiado para ella. ¿Ha preguntado por mí?

–Todavía no –contestó Remi, carraspeando.

–Sé que Jilly me necesita, pero no lo reconocería ya que es la manera en la que se comporta.

Remi había sido testigo de la valentía de ella. Cuando le había preguntado si tenía familia en España, Jillian simplemente había contestado que no y no había dado más explicaciones.

Frustrado, se alborotó el pelo.

–Voy a estar junto a su hermana durante estos momentos. No me separaré de ella.

–No puedo pedirle que haga eso…

–Pero yo me ofrezco. El accidente fue en parte culpa mía –dijo Remi, el cual, sin preámbulos, le explicó a David Bowen lo que había ocurrido.

–No fue culpa suya. Yo tampoco hubiera detenido el coche por un animal. A esa velocidad es demasiado peligroso –comentó el otro hombre–. Simplemente estoy muy agradecido de que usted no resultara también herido. ¿Qué hubiera hecho mi hermana sin su ayuda?

–La habría ayudado cualquier otra persona que pasara por allí.

–No lo hubiera hecho como usted. Gracias, señor Goyo. ¿Podría hacerme un favor más e informarme en cuanto mi hermana salga del quirófano? No importa la hora. Cuando esté despierta, me gustaría hablar con ella. Mientras tanto, voy a hablar con mi esposa y su médico. Dependiendo del consejo de éste, tal vez pueda realizar una rápida visita a Madrid.

–No se preocupe por eso ahora. Cuide a su esposa y yo cuidaré a su hermana.

–No sé cómo pagarle por lo que está haciendo, pero pensaré en algo. Por favor, deme su número de teléfono móvil.

Remi le dio a David su número personal.

–Usted haría lo mismo por mí, ¿no es así?

–Sí –contestó el hombre con gran sinceridad.

–Entonces ya está. Hablaremos más tarde.

Demasiado nervioso como para sentarse, Remi se metió el teléfono en el bolsillo del pantalón y comenzó a acercarse por el pasillo a la recepción de la planta. Se dijo a sí mismo que tal vez las enfermeras supieran algo. Pero antes de llegar a recepción, vio al doctor Filartigua salir del quirófano.

–¿Qué tal estaba la herida? –le preguntó, acercándose a él.

–Mal –contestó el doctor, bajándose la mascarilla de la cara.

–¿Lo bastante mal como para que pierda la visión? –quiso saber Remi, impresionado.

–Sólo el tiempo lo dirá. El cristal penetró en la parte interna del globo ocular. Lo he retirado, pero había causado una hemorragia interna. Quirúrgicamente hablando, todo ha salido bien. El resto está en manos de la Naturaleza. Por lo demás, la mujer parece gozar de buena salud.

–¿Cuándo le darán al alta? –quiso saber Remi.

–Ahora está en reanimación. Si todo marcha bien, dentro de más o menos una hora la trasladarán a una habitación privada. Y, si no surge ninguna complicación, podría darle de alta mañana por la tarde. De todas maneras, yo sugeriría que se quedara un día más para recuperarse del trauma que supone un accidente. ¿Ha sido capaz de ponerse en contacto con su familia?

–Sí, pero su hermano vive en Nueva York y hay un problema por el que no puede viajar.

–Bajo las circunstancias, es una buena cosa que usted esté aquí para apoyarla. Me gustaría ver qué tal sigue dentro de una semana. Para entonces ya sabremos más acerca de su capacidad de visión. Las enfermeras le darán instrucciones antes de darle el alta. Tiene que echarse unas gotas en el ojo tres veces al día durante tres días.

–¿Va a dolerle mucho?

–No, pero durante las primeras veinticuatro horas se quejará de que lo tiene irritado y querrá restregárselo. Ahora mismo tiene un pequeño parche cubriéndole el ojo para protegerlo. Cada vez que se eche las gotas, tendrá que quitárselo. Por lo demás, puede mantener una actividad normal, incluso puede leer y ver la televisión.

–¿Y si quiere volver a trabajar?

–No podrá hacerlo hasta dentro de un mes. Lo que sí es muy importante es que no se agache y ponga la cabeza a un nivel más bajo del corazón. Cuando se despierte, puede decirle que la operación ha sido un éxito. Ya tiene mi número de teléfono –dijo el doctor–. Si surge alguna emergencia, mi servicio se podrá en contacto conmigo.

–Gracias, doctor.

En cuanto el médico se hubo marchado, Remi regresó al área de recepción para telefonear a David Bowen. A éste no iba a gustarle lo que tenía que decirle.

 

 

Jillian oyó voces antes de despertarse por completo. Sabía que estaba en un hospital. Durante la noche, una enfermera le había dicho que la operación había salido bien y que iban a llevarla a una habitación privada. Pero no sabía a qué hora había sido todo aquello.

Cuando finalmente abrió los ojos, observó cómo la luz del sol se colaba por las ventanas de la habitación. Se percató de que no podía ver por el ojo derecho. Levantó la mano para tocárselo y comprobó que tenía algo de plástico cubriéndolo.

La mano de un hombre tomó la suya con delicadeza.

–No te lo toques, Jillian.

Aquella profunda voz…

Entonces lo reconoció; era el hombre que había estado acompañándola en el lugar del accidente.

Giró la cabeza con cuidado y vio al alto y musculoso español que estaba de pie junto a ella. Éste todavía no le había soltado la mano. Hasta aquel momento no se había percatado de lo blanca que debía parecerle su piel a un hombre cuyo natural tono aceitunado de piel había sido bronceado durante años bajo el sol.

Él tenía el pelo negro y muy brillante, así como unas duras facciones cinceladas. Era un verdadero hombre de Castilla, cuyos oscuros ojos le recordaron una figura de un cuadro del Greco. Llevaba puesta una camisa blanca que se había remangado hasta los codos. Desprendía una primitiva sensualidad que la tomó por sorpresa.

–¿Eres mi ángel de la guarda?

–Si lo fuera, jamás habrías sufrido ese accidente –contestó Remi, dándole un suave apretón en la mano antes de soltarla.

–¿Eras el conductor del otro coche?

–Sí. Soy Remi.

–Podría… podría haberte matado –comentó ella, medio gimiendo.

–No habría llegado a tanto. Lo que has sido es una maravillosa conductora ya que te echaste a un lado justo a tiempo.

Jillian se mordió el labio inferior.

–Recuerdo que di un volantazo y el sonido de aquel helicóptero, pero poco más.

–Estás en el hospital de la Santa Cruz, en Madrid.

–¿Madrid? Pensaba que estaba en Toledo.

–Hice que te trasladaran aquí para que pudiera operarte el doctor Filartigua. Es un experto en cirugía oftalmológica.

Ella intentó tragar saliva, pero no pudo hacerlo. Tenía la boca demasiado seca.

–Gracias. La enfermera me dijo que la operación fue un éxito.

Remi se quedó mirándola fijamente.

–El doctor me dijo lo mismo. ¿Te gustaría beber un poco de zumo? Después, llamaremos a tu hermano. Tiene muchas ganas de hablar contigo.

Sorprendida, Jillian emitió un pequeño gritito.

–¿Cómo se ha enterado David del accidente?

–Hablé por teléfono con tu empresa. Cuando les dije lo que había ocurrido, me pidieron que te dijera que no te preocupes por nada. Todo lo que querían era que te pusieras mejor. Me dieron el nombre y el número de teléfono de tu hermano para que pudiera ponerme en contacto con él.

–Ya veo.

Remi le acercó una taza de zumo de manzana de la bandeja del desayuno.

–Gracias –ofreció ella tras bebérselo todo y devolverle la taza.

–De nada. Pareces muy recuperada de la operación.

Jillian se alegró de sentirse bien. Levantó el cabecero de la cama con el mando a distancia para poder sentarse. Fue entonces cuando vio un ramo de rosas amarillas y blancas, entre las que había margaritas, sobre la mesa.

–¿Me has traído tú estas flores tan bonitas?

–Sí.

–¡Son preciosas! ¿Podrías acercarme la mesa para que pueda olerlas?

–Haré algo mejor que eso –respondió Remi, tomando el ramo y acercándoselo.

Ella hundió la nariz entre las rosas.

–Tienen un olor tan dulce.

–Me alegra que te gusten.

–¿A quién no le gustarían? –dijo Jillian–. ¡Gracias!

Una vez que él colocó de nuevo el ramo sobre la mesa, ella vio que en la habitación había otra cama. Entonces miró fijamente a su acompañante.

–¿Has dormido aquí?

–Así es –contestó Remi, el cual poseía un letal carisma masculino.

–¿Y qué ocurre con tu familia? ¿Está esperándote en casa?

La expresión de la cara de él cambió y sus facciones reflejaron cierta dureza.

–¿A qué familia te refieres? –contestó de manera mordaz–. Sin duda, el personal a mi servicio está encantado con mi ausencia –añadió con la burla reflejada en la voz.

Pero Jillian no vio ningún tipo de frivolidad reflejada en sus negros ojos.

–¿Por qué te has quedado a pasar la noche conmigo? –preguntó.

Entonces observó la musculosa figura de Remi, el cual estaba de pie junto a la cama, y pensó que jamás había conocido a ningún hombre tan masculino como él.

–Le prometí a tu hermano que te cuidaría. ¿Te gustaría telefonearlo ahora o después de desayunar?

–Será mejor que lo haga ahora. Dave se ocupó de mí tras el fallecimiento de nuestros padres. Incluso cuando me casé, mi hermano no dejó de cuidarme.

–Me dijo que perdiste a tu marido hace un año. Lo siento. Es natural que esté preocupado.

Jillian deseó que su hermano no hubiera contado nada de aquello. Respiró profundamente.

–Se preocupa demasiado por mí.

–Es un derecho que tienen los hermanos, ¿no es así?

–¿Tienes hermanas? –quiso saber ella.

–No –contestó Remi, cuyos ojos se oscurecieron instantáneamente–. Utiliza mi teléfono –ofreció, acercándoselo a la cama–. Guardé su número. Simplemente marca el ocho.

Al tomar Jillian el teléfono, los dedos de ambos se rozaron y ella sintió cómo un cosquilleo le recorría el brazo. Pensó que él era un hombre de los que tenían capacidad de mando, de los que tenían una autoridad innata que otros no se atrevían a desafiar. Al ocuparse de ella, no había dejado nada al azar. Gracias a Remi, había recibido los mejores cuidados posibles y había sido atendida muy rápidamente. Y, por si no había sido bastante, él había pasado la noche cuidándola.

Pensó que le debía mucho a aquel hombre, posiblemente le debía la vida. Cuando su hermano contestó el teléfono, ella se emocionó mucho.

–¿Dave?

–Gracias a Dios, Jilly. ¿Cómo te encuentras?

–Estoy bien. ¿Cómo están Angela y los niños?

–Estupendamente. Y tú pareces estar demasiado bien para ser alguien que acaba de sobrevivir a un accidente y una operación.

–El cinturón de seguridad evitó que saliera despedida del vehículo y Remi logró que me trasladaran de inmediato al hospital. Me dañé el ojo, pero me han dicho que la operación salió muy bien –contestó Jillian, forzándose para que no le temblara la voz.

–¿Te duele mucho?

–No, en absoluto.

–No me mientas.

–No estoy mintiéndote –aseguró ella, pensando que el horrible dolor que había sentido tras el accidente había desaparecido.

–Permíteme hablar con el señor Goyo.

–¿Goyo?

–Creo que todavía no estás completamente despierta, Jilly. Remi Goyo es el hombre que ha estado ocupándose de ti.

A ella casi se le cayó el teléfono al suelo. Miró a Remi, el cual estaba observando el paisaje a través de la ventana de la habitación.

Justo antes de sufrir el accidente, había detenido el coche delante de la finca Soleado Goyo para hablar con el dueño de ésta. Uno de los trabajadores del lugar le había informado de que don Remigio había ido a Toledo por un asunto de negocios.

–¿Señor Goyo? –dijo–. ¿Eres don Remigio?

Él se dio la vuelta para mirarla y se acercó a ella.

–Sí. Me llamo Remi –le recordó antes de tomar el teléfono móvil.

Jillian pensó que eso ya lo sabía. Pero haber descubierto que aquel hombre era un aristócrata cambiaba ligeramente las cosas. De nuevo, volvió a sentir la calidez de los dedos de él cuando le tomó el teléfono y le tembló el cuerpo ante aquel contacto. Pensó que seguramente sus sentidos se habían avivado debido a la operación. Desde el fallecimiento de Kyle no había mirado a ningún otro hombre. No había podido.

Su difunto esposo había sido un atractivo hombre de pelo caoba y unos cálidos ojos marrones al que había conocido trabajando en EuropaUltimate Tours. Ambos habían formado la pareja perfecta y habían contraído matrimonio a los seis meses de haberse visto por primera vez. Habían sido muy felices y ella jamás se habría imaginado que todo terminaría de repente…

Pero de aquella misma manera había sido su propio accidente. Repentino. Había estado conduciendo por la carretera, emocionada ante su idea de preparar un tour nuevo, cuando al minuto siguiente una persona extraña estaba sacándola de su accidentado coche mientras le decía que no se tocara el ojo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

JILLIAN intentó escuchar lo que decía Remi mientras hablaba con su hermano, pero le resultó difícil ya que el español estaba dándole la espalda. Pensó que tal vez lo había hecho de manera involuntaria, pero se sintió muy frustrada, sobre todo porque no pudo evitar admirar los musculosos hombros de él.

Se dio cuenta de que estaba percatándose de cada detalle del cuerpo del español. Justo en aquel momento entró una enfermera en la habitación y le tomó la tensión, tras lo cual le acercó la mesita con el desayuno. Entonces se marchó.

Cuando se había tomado casi la mitad del desayuno, Remi se acercó a ella y le dio el teléfono.

–Tu hermano quiere despedirse de ti.

Jillian se preguntó de qué habrían estado hablando los dos hombres durante tanto tiempo.

–Oye, gracias por recordar que querías hablar conmigo –bromeó al llevarse el teléfono a la oreja.

–Remi me dijo que estaban tomándote la tensión. Como es natural, quería darle las gracias por todo lo que está haciendo por ti. Yo estoy intentando organizar un breve viaje a Madrid.

–No vengas, Dave. Yo regresaré a Nueva York en cuanto me den el alta. Afortunadamente estoy en Madrid, de cuyo aeropuerto sale mi vuelo.

–¿Cómo vas a marcharte? Remi me ha dicho que el doctor quiere verte dentro de una semana.

Ella le dirigió una dura mirada al fascinante hombre que estaba de pie junto a su cama.

–Eso no supone ningún problema, Dave. Iré a un oftalmólogo en Nueva York para que me haga una revisión. Tengo mucho trabajo que hacer. Iré a Albany en un par de semanas.

–Déjame hablar con Remi de nuevo.

Jillian pensó que de ninguna manera. Adoraba a su sobreprotector hermano, pero éste llegaba demasiado lejos. Y ella ya se sentía demasiado culpable por el hecho de que el propietario de Soleado Goyo se hubiera sentido obligado a pasar la noche cuidándola.

–Dile a los niños que les he comprado algunos regalos que sé que les van a encantar. En Coimbra encontré el vestido de bautizo más bonito que jamás he visto y lo compré para el bebé. También he adquirido algo para ti, pero es una sorpresa. Nos veremos pronto. Te quiero.

Entonces colgó el teléfono y se lo devolvió a Remi.

–¿Cuándo hablaste con el doctor? –le preguntó.

–Justo después de tu operación.

–Me gustaría hablar con él sobre la posibilidad de marcharme de aquí.

–¡Acabas de despertarte!

–Pero me encuentro bien –respondió ella, respirando profundamente–. Y no fue como si me hubiera quedado sin conocimiento en el accidente ni nada parecido. Gracias a ti, me ha operado el mejor cirujano oftalmológico. Ni siquiera me duele. Me volveré loca si simplemente tengo que quedarme aquí tumbada. Si estuvieras en mi lugar, tampoco lo soportarías.

Remi frunció el ceño.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque en cuanto no estás ocupado, comienzas a dar vueltas por la habitación.

Los ojos de él reflejaron cierto respeto por la observación de Jillian.

–Reconozco las señales, créeme –continuó ella–. Lo cierto es que ambos estamos hechos de la misma madera. Sin duda, estás deseando volver a ocuparte de tus olivares, pero tu sentido de la responsabilidad te ha mantenido junto a mí. Lo siento.

–¿Quién te ha hablado de la naturaleza de mi negocio?

–Nadie. Cuando Dave me dijo que tu apellido era Goyo, me percaté de que tenías que ser el propietario de Soleado Goyo –contestó Jillian, consciente de que había captado el interés de él.

–¿Conoces la marca? –preguntó Remi.

–He cocinado con tu aceite de oliva en muchas ocasiones. Me parece inigualable. Cuando ayer pasé con el coche junto a todos aquellos olivares, me detuve para preguntarle por ellos a un trabajador.

–Nadie me lo dijo.

–No sé por qué irían a decírtelo. Yo…

Antes de que ella pudiera terminar su explicación, observó cómo un hombre con bigote que llevaba un abrigo azul entraba en la habitación. Éste asintió con la cabeza ante Remi.

–Buenos días, señora Gray. Soy el doctor Filartigua.

Aliviada, Jillian suspiró.

–Había esperado que usted se pasara por aquí. Gracias por operarme. Sé que tengo mucha suerte.

–Es mi trabajo. ¿Cómo se encuentra? –quiso saber el doctor.

–Lo bastante bien como para marcharme.

–Me alegra oír eso, pero insisto en que se quede un día más ingresada para darle a su cuerpo la oportunidad de recuperarse del shock del accidente.

–Me encuentro bien, doctor. Tengo que volver a mi trabajo, en Nueva York, ahora mismo.

El médico negó con la cabeza.

–No puede volar hasta dentro de un mes.

–Un mes…

–Los cambios de presión de aire que se dan en los aviones podrían causar problemas. Quiere curarse cuanto antes, ¿no es así?

Ella se forzó en no mostrar su decepción.

–Desde luego.

–Puede realizar actividades normales, salvo conducir sola. Dentro de una semana, veremos qué tal sigue su ojo, comprobaremos su evolución interior.

Aquel comentario asustó a Jillian.

–Pero sólo fue un trozo de cristal. Pensaba que la operación había sido un éxito.

–Desde luego que lo fue, pero sólo el tiempo podrá decirnos qué daños internos han sido causados permanentemente.

–¿Está diciendo que tal vez mi vista se vea afectada? –quiso saber ella, estremeciéndose.

–Es una posibilidad, pero lo que usted debe hacer es concentrarse en ponerse bien y permitir que la naturaleza haga su trabajo. La enfermera se pasará por la habitación dentro de poco para comenzar a ponerle unas gotas que debe echarse durante los tres próximos días. Éstas atacarán cualquier infección que pueda producirse.

–Pero…

–No discuta –la interrumpió el doctor, sonriendo–. Vendré a verla mañana por la mañana. Si todo marcha bien, le daré el alta –añadió, dándole unas palmaditas en el brazo. Entonces se marchó de la habitación.

Jillian sintió como una ya familiar masculina mano tomaba la suya. Intentó apartarla, pero Remi la sujetó con fuerza. Sabía lo que éste estaba intentando hacer y, si le decía una palabra de consuelo, temía que fuera a derrumbarse.

Se planteó la posibilidad de quedarse ciega, o prácticamente ciega, de un ojo.

Recordó a su difunto marido, quien no había tenido ninguna posibilidad de sobrevivir. Había fallecido en el impacto. Entonces se reprendió a sí misma y se dijo que no debía quejarse ya que todavía tenía la visión del ojo izquierdo.

A continuación logró apartar la mano de la de Remi.

–Estoy bien –susurró.

–En ese caso, voy a ir a Toledo para tomar tu bolso y tu maleta. Supongo que también viajabas con un ordenador portátil.

Ella asintió con la cabeza sin mirarlo.

–Podrás trabajar desde la cama –comentó él–. No tardaré mucho.

Al comenzar Remi a marcharse, Jillian lo llamó.

–Remigio…

Él se detuvo al llegar a la puerta.

–Llámame siempre Remi –respondió con la crispación reflejada en la voz.

–Entonces… Remi –dijo ella. Lo último que quería era ofenderlo–. Estoy en deuda contigo. No sé cómo compensarte.

–Eso está bien. Ayuda a calmar mi sentimiento de culpa.

–El accidente fue culpa mía, no tuya.

–Tú puedes opinar lo que quieras –dijo él–. Pídele lo que sea a la enfermera mientras yo estoy fuera –añadió antes de marcharse.

Jillian pensó que la habitación parecía más grande sin la viril presencia de Remi… y mucho más vacía. Desde el accidente, había estado constantemente con él, salvo durante la operación. Pero se dijo a sí misma que debía estar contenta de que se hubiera ido. Decidió que, al día siguiente, tomaría un taxi que la llevara al Prado Inn, hotel en el que iba a alojarse hasta que pudiera regresar a Nueva York. Durante la semana siguiente haría lo que pudiera con el ordenador.

Cuando la enfermera entró en la habitación, le explicó que iba a echarle tres gotas en el ojo. Le quitó el parche y Jillian no pudo ver nada por su ojo herido. Pero la enfermera le aseguró que, tan poco tiempo después de la operación, era normal.

Mientras la mujer volvía a colocarle el parche, el teléfono que había junto a la cama sonó. La enfermera contestó y le acercó el auricular antes de marcharse.

Jillian pensó que sería de nuevo su hermano.

–David Bowen, si llamas para comprobar qué tal estoy, ¡te diré que me encuentro bien!

–Pareces un poco enfadada –contestó Remi.

Ella sintió cómo le daba un vuelco el corazón sin razón aparente.

–Debes estar mucho mejor –añadió él.

–Siento la contestación que te he dado. Es sólo que no me gusta que mi hermano se preocupe por mí cuando tienen un bebé en camino.

–Sí, me ha comentado que su esposa está en estado. Te telefoneo para saber si necesitas que te compre algo –explicó Remi.

–Es muy amable por tu parte, pero tengo todo lo que necesito en mi bolso y en mi maleta.

–Muy bien, entonces te veré dentro de tres horas –dijo él antes de colgar.

Jillian colgó el teléfono y pensó que Remi parecía ser incluso más protector que su hermano. Por alguna razón, el señor Goyo se sentía responsable de ella. Pensó que había sido muy mala suerte que él hubiera oído lo que había dicho el doctor.

Odiaba cuando la gente sentía pena por ella. Tras el fallecimiento de Kyle, había deseado volver al trabajo lo antes posible ya que las personas que contrataban los tours no sabían nada de su vida privada. Y así le gustaba que fuera.

–Buenos días, señora –la saludó una auxiliar que entró en la habitación para hacer la cama en la que había dormido Remi.

Aquello le recordó a Jillian que no quería que él se volviera a quedar con ella aquella noche.

Cuando la auxiliar se marchó, entró una enfermera para ayudarla a levantarse e ir al cuarto de baño. Una vez que estuvo allí sola, se lavó las manos y la cara, tras lo cual se lavó los dientes con el cepillo y la pasta que encontró en el armarito. Se sintió tan bien que decidió dar unas vueltas por la habitación.

Al volver a tumbarse en la cama, la enfermera le tomó la tensión y encendió la televisión para ella.

–Cuando el señor Goyo regrese con sus pertenencias, la ayudaré a ducharse.

–Eso sería estupendo. Se me manchó el pelo de sangre.

–Hasta que no la vea el doctor Filartigua en su consulta, no podrá lavárselo con agua. Pero tenemos un champú en seco que se aplica y se retira con el cepillo.

Una vez que la enfermera se marchó, alguien le llevó un zumo de manzana. Pensó que jamás la habían atendido de aquella manera y se dio cuenta de que todo era debido a Remi. Aunque toda la atención que estaba recibiendo no evitó que pensara en su herida.

Se preguntó a sí misma si podría seguir conduciendo si sólo veía por un ojo. Suponía que sí, pero tenía que comprobarlo. Tenía que ser capaz de conducir para hacer su trabajo… y necesitaba aquel trabajo. La mantenía tan ocupada que no tenía tiempo de pensar demasiado en la muerte de Kyle, en la muerte del sueño de ambos de tener un hijo y finalmente fundar su propia compañía de tours.

Habían planeado tenerlo todo y, en vez de ello, sólo habían disfrutado de un corto matrimonio antes de que la tragedia destrozara sus vidas.

Comenzó a llorar y pensó que si Remi la viera, le diría que no llorara ya que las lágrimas podían irritarle el ojo. Entonces se percató de que debía luchar y decidió que, en cuanto tuviera su ordenador portátil, iba a investigar las condiciones requeridas para poder conducir…

 

 

 

Remi salió de la comisaría de policía de Toledo y saludó a Paco con la mano. Éste había llevado hasta allí el coche de su patrón. Diego asintió con la cabeza ante Remi al aparcar el vehículo que conducía detrás del capataz. A continuación ambos hombres se dirigieron hacia él.

–Gracias por venir –ofreció Remi, colocando la maleta y el bolso de Jillian en el asiento trasero de su vehículo. Vio la bolsa de viaje que le había pedido a María que le preparara.

Entonces se sentó en el asiento del conductor. Paco cerró la puerta del coche.

–¿Cuándo regresarás? –le preguntó a su patrón.