Un asunto de familia - Robyn Carr - E-Book

Un asunto de familia E-Book

Robyn Carr

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Beschreibung

Anna McNichol sabía cómo hacerse cargo de todo. Criada por una madre soltera, había trabajado para asegurarse de que sus tres hijos tuvieran todas las ventajas que ella no había tenido. Y aunque su matrimonio tenía problemas, valoraba el compromiso y creía en el «hasta que la muerte nos separe». Ahora, con sus hijos ya independizados, se encontraba en lo más alto de su carrera y lista para aprovechar esa oportunidad y centrarse en su futuro.   Pero la vida podía cambiar en un instante, y cuando su esposo murió repentinamente, el mundo que había construido con tanto esmero se derrumbó. La misteriosa joven que asistió al funeral confirmaba que su marido tenía secretos, y Anna estaba decidida a llegar a la verdad.   Por primera vez en su vida, no sabía qué hacer. Sus hijos sufrían por la muerte de su padre, la salud de su madre se estaba debilitando, y ella necesitaba respuestas. Asediada por un desafío tras otro, encontró apoyo en una fuente inesperada. Y, mientras recomponía su vida, entendió que, aunque los McNichol no fueran perfectos, siempre serían una familia. Y las familias eran para siempre.

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Seitenzahl: 416

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022, Robyn Carr

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Un asunto de familia, n.º 301 - julio 2024

Título original: A Family Affair

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 9788410628908

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Anna McNichol agarró con delicadeza las manos torcidas y artríticas de su madre.

—No sé qué voy a hacer. Voy a estar sola para siempre.

Blanche tenía ochenta y cinco años y vivía en un hogar asistido, pero estaba en lista de espera para pasar a la residencia de cuidados completos porque su salud estaba cada vez más deteriorada, y Anna sabía que pronto necesitaría tratamiento para su deterioro cognitivo.

—Me tienes a mí, aunque ya no soy de mucha ayuda, y tienes a tus hijos, aunque son tus hijos y se supone que eres tú la que tiene que despejarles el camino a ellos, no al revés. Supongo que, a fin de cuentas, todos estamos solos, ¿no? Por mucha gente que nos rodee, tenemos que valernos por nosotros mismos. Me parece que vas a tener que ser fuerte, como has tenido que serlo siempre.

—¿Tú nunca has tenido miedo? —le preguntó Anna a Blanche.

—Siempre he tenido miedo, pero ¿qué vas a hacer? ¿Rendirte? ¿De qué sirve eso?

—No sé cómo tirar adelante.

—Pero tirarás adelante. Porque no tienes elección.

 

 

Se topó de lleno con la verdad en el funeral de su marido. Allí, Anna fue consciente, de una forma repentina y dolorosa, de lo que había estado ignorando, de esa realidad. Al ver a la mujer embarazada con una de las auxiliares que conocía de la consulta de su marido. Solo le faltaban los datos exactos.

La mujer parecía muy joven, no tendría ni treinta años. O a lo mejor aparentaba menos y en realidad tenía treinta y cinco. Parecía serena y distante; no se estaba relacionando con los demás. Tenía esa luminosidad, ese resplandor maternal. La auxiliar, cuyo nombre Anna no recordaba, la acompañaba. Las vio saludar a algunas personas, hacer algunas presentaciones y después apartarse.

¿Podría ser o eran imaginaciones suyas? Dudar así la hacía sentirse culpable. Pero estaba claro que todo era fruto de las emociones.

No, estaba segura. Esa mujer estaba embarazada de su marido. La tentación de acercarse, presentarse y preguntarle cómo había conocido a Chad era fuerte, pero justo entonces Jessie, su hija mayor, le tocó el brazo y le dijo:

—Deberíamos ponernos aquí.

Y Anna había asentido y la había seguido.

Anna y Chad habían estado pasando por uno de sus baches graves, probablemente el cuarto de los más destacados en treinta y cinco años. Por eso ella había insistido en que fueran a terapia. Ella, cómo no. Chad era psicólogo. Se ganaba la vida aconsejando y orientando a la gente, y se sabía todos los trucos. Según lo que le habían contado algunas amigas y Chad, esa cantidad de altibajos maritales no era nada del otro mundo. Hoy en día pocos matrimonios duraban tanto. Anna sabía demasiado bien que el matrimonio era un camino escarpado y que no tenía nada que ver con lo listo, tonto, triunfador o religioso que fueras. Además, sabía por experiencia que ser un experto en relaciones no te daba ventajas para mantener en buen estado tu propio matrimonio. Lo habían pasado mal, habían estado viendo a un terapeuta y tratando el descontento general de Chad; un descontento indefinido y difuso. No era feliz. Se sentía insatisfecho. Estaba aburrido y su vida carecía de emociones. Buscaba algo más.

Qué oportuno que muriera haciendo rafting. Eso sí que tenía que ser una actividad emocionante.

Era como si Chad hubiera tenido una crisis de la mediana edad gigantesca, aunque un poco tarde para un hombre de sesenta y dos años. No dejaba de preguntar: «¿Esto es lo que hay?». El noventa y ocho por ciento de la población daría un brazo y una pierna por vivir como vivían ellos. Pero como Chad tenía tendencia al melodrama y los cambios de humor, ella lo dejaba pasar. ¿Así que eso era todo lo que había? ¿Una salud perfecta, éxito en un trabajo fantástico, buenos ahorros para la jubilación, vínculos familiares fuertes y buenos amigos? «Pues sí, Chad. Es lo que hay. ¿Por qué no te basta?».

Anna había llegado a entender que eso es lo que hace un hombre cuando se siente atraído por otra mujer. Actúas como si hubieras estado sufriendo porque de pronto ves que tu vida y tu matrimonio tienen muchas carencias. No es culpa tuya y, como llevas años siendo un infeliz, la solución obvia es seguir adelante. Buscarte algo nuevo. Espera, mejor dicho: tu mujer debe de haber fallado de algún modo y ahora tú deberías buscarte a otra mejor. ¡No sea que vayas a cumplir tu compromiso y seguir con una mujer que no te parece perfecta!

¡Con la de veces que Anna había oído eso de que, si un hombre era infiel, sería porque debía de faltarle algo en casa! Le entraron ganas de vomitar. Y ahí estaba ahora para honrar la maravillosa vida de ese gran hombre.

Durante el funeral se giró un par de veces para comprobar si la embarazada se emocionaba. Sorprendentemente, parecía que no. Se la veía tranquila. A lo mejor no era el bebé de Chad el que le estaba ensanchando la cintura. A lo mejor era una clienta. La auxiliar que estaba con ella… ¿cómo se llamaba? Era mayor y no dejaba de acercarse a la joven y susurrarle al oído.

—¿Qué estás mirando? —le preguntó Jessie—. ¡No te quedes mirando así!

—Perdón, tienes razón. Es que estoy cansadísima.

Cansada de haberse pasado días preparando un videomontaje con fotos antiguas para celebrar la vida de Chad, organizando el funeral, eligiendo una urna para las cenizas, haciendo llamadas telefónicas, eligiendo un vestido, contratando un catering… Eran muchos detalles. Y encima sin dormir. Pero lo había logrado; había recopilado sus recuerdos, los mejores, y había hecho lo que mejor hacía: que Chad quedará como un dios. El marido y padre perfecto. No lo era, pero mejor no hablar mal de los muertos.

A menos que su novia embarazada fuera al funeral. Esa era una razón bastante buena.

Notó una mano firme sobre el hombro y, al girarse, se topó con los oscuros ojos de Joe, su amigo desde hacía más de treinta años. Primero había sido amigo de Chad, después de los dos, y luego, hasta que Arlene y él se habían divorciado, las dos parejas habían sido amigas. Nunca había sido solo amigo suyo, pero ella siempre lo había querido tanto como lo había querido Chad. Era un tipo estupendo. Lo abrazó y se quedó así un buen rato.

—¿Cómo estás? —le preguntó Joe.

—Estoy bien —respondió ella deseando poder hablar con él una hora o seis—. Esto es más duro de lo que parece. Te agota emocionalmente.

—Ya me lo imagino.

Justo en ese momento los hijos de Anna los rodearon. Joe abrazó a Jessie, que a sus treinta y un años era una mujer preciosa; después a Mike, de veintiocho años y la viva imagen de su guapo padre; y finalmente se giró hacia la encantadora Bess, diminutivo de «Elizabeth». Era la pequeña, con veinticuatro años. A Bess no la abrazó porque no le gustaba que la tocaran sin previo aviso. Al cabo de un instante, Bess abrió los brazos hacia Joe y todos los que estaban cerca se relajaron visiblemente.

Tuvieron la típica charla: «Lamento vuestra pérdida, contad conmigo para lo que sea, decidme si puedo ayudaros en algo, si necesitáis algo…». Pero en el caso de Joe no fueron ofrecimientos vacíos. Anna sabía que estaría ahí si lo necesitaban.

Chad había sido una persona muy querida, ¿y por qué no? Era divertidísimo, inteligente, tenía un pico de oro y siempre sabía lo que decir. A Anna la querían y respetaban igual. Eran una pareja popular y a menudo envidiada; atractiva, divertida, estable y con éxito. De hecho, si sus amigos se enteraran de todo por lo que habían pasado últimamente, se quedarían impactados. Pero habían tenido cuidado de guardarse sus asuntos privados.

Joe era de los pocos hombres que estaba a la par con Chad en cuanto a personalidad y éxito. Era un amigo fiel. Habían ido juntos al instituto, habían jugado juntos en el equipo y habían seguido siendo amigos en la universidad a pesar de que sus caminos se habían separado. Chad fue profesor y luego se sacó un máster en Psicología y después un doctorado. Joe se sacó el doctorado y era profesor de Historia y de Teología en Stanford. Solo se veían unas cuantas veces al año, pero ambos siempre decían que, cuando quedaban, era como si no hubiera pasado el tiempo. Aún podían reírse como cuando eran unos críos. Anna veía a Joe menos que Chad, pero el sentimiento era el mismo.

La celebración de la vida de Chad no tuvo lugar ni en una funeraria ni en una iglesia, sino en un elegante club de un lujoso barrio de Mill Valley. Estaba amueblado con cómodos sofás y sillones, pequeñas mesas auxiliares redondas, una tupida moqueta y cuadros elegidos con mucho gusto. Su principal finalidad era la celebración de fiestas. Los residentes del barrio podían alquilarlo para celebrar eventos, y eso era lo que había hecho Anna. Una pantalla enorme mostraba la vida de Chad en ciento cincuenta imágenes elegidas detenida y amorosamente por Anna con algo de ayuda de los chicos. En todas salía Chad, empezando por fotos antiguas de su infancia que su madre le había dado a Anna años atrás. Al levantar la mirada, vio una de él con un uniforme desgastado del equipo de fútbol del instituto y una enorme sonrisa en su cara manchada; también una en tamaño gigante de su boda y, poco después, una con Jessie de bebé dormida en su pecho. Había también muchas fotos de Chad solo, otras de Chad y ella, otra de una joven Anna mirándolo a la cara con amor, y varias de reuniones familiares. El foco era Chad: su vida, sus logros, sus éxitos, su felicidad y algunas de las personas importantes en su vida. Chad, Chad, Chad. Igual que antes de que muriera.

Las cosas habían estado tensas últimamente, pero Anna recordaba aquellos años de juventud con cariño porque, aunque no había sido fácil, habían estado profundamente enamorados. Se conocieron mediante lo que solo puede describirse como suerte, destino. De hecho, era una historia mítica en la familia. Anna estaba en San Francisco, de tiendas en Fisherman's Wharf durante su hora del almuerzo. De tiendas pero no comprando, algo típico en ella, que había sido muy ahorrativa y seguía siéndolo. Le encantaban los leones marinos, le gustaba ver a los turistas, a veces encontraba gangas en el Muelle 1 y disfrutaba comiendo allí de vez en cuando.

Aquel día pasó algo raro. Oyó un grito de pánico entre la multitud de turistas, vio un puesto de comida moviéndose por el muelle sin conductor y cada vez a más velocidad. Un hombre con uniforme de trabajo y delantal corría detrás. Anna solo tuvo unos segundos para asimilarlo. Parecía que el puesto de comida, con el toldo desplegado y avanzando cada vez más deprisa, se dirigía hacia un grupo de gente. Ante sus propios ojos el puesto tiró a un hombre del muelle antes de detenerse en una barricada. El hombre, que no se había dado cuenta de lo que pasaba, salió volando y cayó al agua sobresaltando a una buena cantidad de gordos leones marinos que tomaban el sol cerca.

Los leones marinos se metieron en el agua y el hombre empezó a moverse presa del pánico. Alguien gritó:

—¡No sabe nadar!

Sin pensárselo, Anna soltó el bolso, se descalzó, saltó del muelle y nadó hacia el hombre. Llegar hasta él no fue complicado; prácticamente aterrizó encima. Pero estaba histérico y salpicando, pataleando y escupiendo agua.

—Venga, tranquilo —dijo ella agarrándolo del cuello de la camisa.

Pero el hombre se resistió con más fuerza y se sumergió, casi arrastrándola con él.

Anna lo abofeteó y eso lo desconcertó lo suficiente para dejarse rescatar. Lo rodeó por el cuello con un brazo y empezó a tirar de él hacia el muelle, donde había un par de hombres listos para subirlo.

Hubo una gran conmoción, por no hablar de los gruñidos que emitían los leones marinos. Anna, empapada, estaba temblando y lo único en lo que podía pensar en aquel momento era en de dónde iba a sacar ropa para pasar la tarde en el trabajo. Entonces llegaron los vehículos de emergencias y un guapo y joven policía le echó una manta sobre los hombros y redactó un informe. A la víctima que había estado a punto de ahogarse se la llevó una ambulancia y a Anna la llevó a su apartamento ese policía tan mono. Se quedó sorprendida y encantada cuando la llamó una semana después. Casi hiperventiló con la esperanza de que le pidiera una cita.

—El hombre al que sacó del agua se ha puesto en contacto con nosotros para saber su nombre —dijo el agente.

—No irá a denunciarme, ¿no?

—No lo creo —contestó él riéndose—. Parece estar muy agradecido. No creo que le cueste mucho localizarla, pero le dije que lo preguntaría. Seguro que quiere darle las gracias.

El hombre se llamaba Chad. Estaba terminando su doctorado en Berkeley mientras que ella trabajaba en un bufete de abogados en el Área de la Bahía. Anna tenía veintitrés años y él, veintisiete. No había estado preparada para lo guapo que era; desde luego, tenía mucho mejor aspecto que cuando lo habían sacado del agua.

Chad la llevó a cenar. Anna recordaba aquella primera cita casi como una entrevista. Él quería saberlo todo de ella y se quedó asombradísimo al enterarse de que había trabajado de socorrista en una piscina comunitaria durante un único verano cuando era adolescente y que, aun así, había saltado a salvarlo con total seguridad en sí misma. Se enamoraron prácticamente al instante. La primera vez que hicieron el amor, él le pidió matrimonio. Anna no dijo que sí al momento, pero los dos supieron desde el principio que estaban hechos el uno para el otro. Lo que no sabían era cuántas peleas tendrían. Muy pocas grandes, pero muchas pequeñas. Ella las consideraba «riñas». Discutían por los ingredientes de la pizza; por un arañazo en un lado del coche que no había sido culpa de ella ni por asomo; por qué clase de vacaciones tener y adónde ir. Siempre iban donde quería Chad. Discutían por qué película ver, por dónde comer y por lo que mascullaba el uno o la otra.

La aventura que tuvo Chad sí que causó discusiones serias. Pasó mucho tiempo atrás, pero tardaron tiempo en superarlo. Años. Cuando al final se comprometieron a seguir casados, a hacer todo lo posible por que funcionara, acabaron en la cama y tuvieron el mejor sexo de su vida. Y entonces nació Elizabeth.

Por aquella experiencia Anna sabía que la actual grieta marital, por muchas excusas que él hubiera puesto y cómo la hubiera llamado, se debía probablemente a otra mujer y no a que se hubieran distanciado o tuvieran necesidades distintas. Chad no lo admitió y ella no tenía pruebas, pero sí un instinto que superaba al de la media. En su opinión, él se había ilusionado con la idea de enamorarse y estaba reescribiendo su historia para hacerla aceptable. Estaba buscando una excusa que hiciera que resultara razonable que hubiera sobrepasado los límites con una relación extramatrimonial. Anna lo sentía; su marido había estado con otra persona.

O tal vez era lo que esperaba que hubiera sido el problema, porque otra posibilidad le sería más imposible de solucionar. Lo había visto muy enfadado con ella y había visto esa rabia ir en aumento durante los tres últimos años. Desde que la habían elegido para ocupar una vacante en la magistratura del Tribunal Superior, Chad, en varias ocasiones y con tono burlón, se había dirigido a ella como «Su Señoría». Sospechaba que estaba celoso.

Luego estaba la cuestión de que discrepaban en asuntos políticos. Él se quejaba de que Anna no respetaba su opinión lo suficiente. Ella se quejaba de que Chad no la escuchaba y que parecía que le ocultaba cosas.

Él opinaba que ella no se esforzaba por estar atractiva. Anna había engordado un poco y Chad decía que eso demostraba que le daba igual. Habían perdido la chispa sexual y ya apenas tenían relaciones. Parecía como si Anna no hiciera ni dijera nada bien. Menos mal que los chicos ya no vivían en casa. Los dos llevaban enfadados unos seis meses.

—Admítelo, ya tenemos muy poco en común —fue una de las últimas cosas que le dijo él antes de salir de viaje.

—Más de treinta años, tres hijos y bastante historia juntos —había respondido ella—. Pero, ya, supongo que no es mucho.

Así que él reservó un viaje que dijo que lo ayudaría a aclararse las ideas.

—Cuando vuelva, deberíamos hablar seriamente sobre nuestro futuro. Puede que tengamos mucho pasado, pero eso no significa que tengamos que quedarnos anclados en él. Me gustaría arreglar algunas cosas.

En la enorme sala seguía entrando gente, mucha a la que Anna no conocía. Seguro que algunos serían pacientes de Chad, gente que nunca lo vería fuera de la consulta excepto en alguna ocasión especial como esa. De hecho, algunos de ellos tal vez estarían pasando una crisis por encontrarse con que su terapeuta había muerto de pronto.

Por supuesto, había una programación. Mientras las imágenes pasaban en la gran pantalla, se oía música suave de fondo. El bar estaba abierto, pero la comida no se sacaría hasta que hubieran acabado los discursos. Todos habían acordado que sería breve y que solo se permitiría hablar a aquellos a quienes se les hubiera pedido. «Que sea rápido», había dicho Anna. Luego la gente podría quedarse, comer y socializar, o largarse. Lo que prefirieran.

—Señoras y señores, por favor, rellenen sus vasos o sírvanse una copa. Vamos a brindar por nuestro amigo una vez más después de un breve tributo de su familia —dijo Joe—. Busquen un sitio cómodo donde sentarse. Creo que se me ha concedido el honor de empezar porque, exceptuando a los hermanos de Chad, soy la persona que lo conocía desde hacía más tiempo. Nos conocimos en octavo y, aunque pasamos meses e incluso años separados, logramos mantener el contacto desde entonces. Ha sido todo un privilegio poder llamarme «su amigo».

Anna miró a Max Carmichael, el médico que dirigía el gabinete psicológico donde Chad había trabajado durante veinte años. Max no solo se había ofrecido a presidir el homenaje, sino que claramente había contado con que sería él quien lo haría. Pero lo cierto era que Chad lo había odiado.

Lo harían Anna, los chicos y Joe. Cada uno de ellos cubriría un aspecto importante de la personalidad de Chad y ofrecería una breve muestra de amor y devoción. Por supuesto, casi habían llegado a las manos al decidir quién haría qué, y, al mismo tiempo, Jessie era la única que de verdad quería hablar. El pobre Mike estaba sufriendo mucho y se le notaba; era el único hijo varón de Chad y habían estado muy unidos. Y la pequeña Bess, su niñita, estaba destrozada. Eligieron los temas a tratar como perros peleando por un hueso. Bess no había entrado en esa discusión; ella tenía muy claro lo que quería decir.

—Yo hablaré de la integridad —había dicho Jessie.

—Pensé que de eso hablaría yo, ya que me entrenaba y hacíamos deporte juntos —discutió Mike.

—Bueno, pues si no puedo quedarme con el tema de la integridad, me quedo con la lealtad —dijo Jessie.

Y así…

Mientras, Anna, que después de seis meses de terapia matrimonial conflictiva había empezado a cuestionarse la integridad de su marido y su falta de sinceridad y de lealtad, se había quedado al margen de la disputa. Ella contaría que fue un hombre de mente abierta y sin prejuicios, y lo mucho que ayudó a sus pacientes con su tolerancia. Actuaría con madurez y comprensión, aunque en el fondo estuviera furiosa con él. Después de todo, le había suplicado que no fuera a ese puñetero viaje a hacer una actividad de rafting para la que no estaba preparado. Y, mientras se lo suplicaba, se había preguntado si de verdad iría a hacer rafting o si sería una escapadita de enamorados.

Instintivamente, miró a su alrededor en busca de la mujer embarazada. No la vio por ninguna parte.

Jessie dio su discurso sin soltar una lágrima y con fuerza, segura de sí misma. Habló de su integridad, aunque no era lo que le había correspondido. Mike, que sí soltó alguna lágrima, hizo lo mismo, pero añadió la lealtad y habló del gran líder que había sido Chad y de la mucha gente que se había apoyado en él. Elizabeth, con tono suave pero firme, habló de cómo Chad aceptaba a las personas incluso aunque fueran muy distintas a él. Y ella lo sabía bien; padecía una forma leve de autismo y Chad había sido su paladín. La había animado a ir a terapia para aprender a desenvolverse mejor y a socializar de forma apropiada, algo que probablemente le había salvado la vida. Era lo único en lo que Anna había tenido celos de él. Como madre, siempre había deseado ser la que salvara a Bess de la presión de un síndrome de Asperger.

Finalmente, Anna habló de su compromiso con las personas que amaba.

Ella tenía cincuenta y siete años y nunca en su vida se había sentido vieja y sola. Hasta ahora. Su marido no iba a volver. Ni siquiera regresaría el Chad insatisfecho que no sabía ni lo que quería ni lo que necesitaba para volver a sentirse realizado. Ni siquiera volvería lo peor de Chad.

Concluyó su breve tributo diciéndoles a sus invitados que podían quedarse todo el tiempo que quisieran para comer, beber y reír, ya que eso honraría a Chad. Joe volvió al estrado para proponer un brindis por Chad y por una vida bien vivida.

Y entonces, por fin, Anna pudo relajarse un poco. Charlaría con sus invitados y se tomaría otra copa de vino. Ahora ya no tenía que estar pendiente de nadie. Blanche, su anciana madre, no había asistido y seguía a salvo en el hogar asistido. Scott, el hermano de Chad, su mujer, Janet, y la hermana de Chad y su marido saldrían hacia el aeropuerto en una limusina en una hora aproximadamente.

—Ya casi hemos terminado —le dijo al oído la voz ronca de Phoebe. Era una de sus mejores amigas desde la universidad y ahora, además, su secretaria judicial. Había sido ella la que había organizado el catering para la celebración de la vida de Chad—. ¿Quieres que me pase por tu casa luego?

—No hace falta. Soy fuerte. Y la verdad es que necesito dormir un poco.

—Vale —respondió Phoebe—. Luego te llamaré para ver qué tal, así que apaga el teléfono si vas a estar descansando. ¿Qué tal los chicos?

Los chicos habían corrido a su lado, cada uno por motivos distintos. Elizabeth había necesitado su apoyo en medio de la confusión que le había producido la muerte de su padre, Mike había necesitado alguien de quien compadecerse, y Jessie había necesitado alguien que le dijera que todo giraba en torno a ella. Jessie era muy parecida a su padre, aunque sin tanto encanto.

—Espero que ya estén listos para volver a su casa, aunque dejaré que eso lo decidan ellos, claro. Bess ya ha vuelto a la comodidad de su apartamento, donde nadie alterará su rutina, y creo que yo necesitaría estar sola.

—Pues entonces estaré cerca por si cambias de opinión —dijo Phoebe.

Muchas personas se reunieron para la celebración de vida de Chad. Tanto los colegas de profesión de él como los de ella estaban allí y no había habido polinización cruzada entre ellos. También acudieron viejos amigos, vecinos, y amigos de sus hijos. Parecía que todos querían quedarse ahí eternamente, pero Anna tampoco supo cuánto estuvieron en realidad porque, al cabo de cuatro horas, se despidió y se fue a casa. Era la viuda afligida y se le permitía hacerlo. Por una vez en su vida no se preocupó por jugar a ser la anfitriona perfecta.

Se marchó a casa seguida de Jessie y se puso unos vaqueros y una sudadera voluminosa. Estaba poniéndose unos calcetines blancos limpios mientras Jessie hacía la bolsa de viaje.

—¿Seguro que estarás bien sola? —le preguntó su hija.

—Creo que lo necesito —respondió Anna—. No te ofendas, y agradezco todo vuestro apoyo, pero estoy agotada y harta de todo este circo. Necesito un poco de tranquilidad para recomponerme. A lo mejor Phoebe viene luego, aunque le he dicho que quería estar sola un poco.

Mike llegó a casa y le preguntó, probablemente por tercera vez, si estaba segura de que debía estar sola.

—¿Y tú estás seguro de que deberías estar solo? —le preguntó ella.

—Estoy bien. Además, en los últimos tres días solo he visto a Jenn en el funeral, o lo que sea que ha sido eso.

—Una celebración de…

—Sí, sí, ya lo sé.

La besó en la mejilla.

—Llámame si me necesitas.

—Gracias, Mike. Eres un buen hijo.

Llevaba en casa alrededor de una hora cuando sonó el timbre. Respiró hondo esperando que no fuera alguien que demandara mucha atención. Era Joe.

—Debería haber llamado, pero quería asegurarme de que estabas bien antes de volver a Menlo Park.

—Estoy bien —respondió Anna, y por tratarse de Joe, añadió—: ¿Te apetece pasar un rato y tomarte un café antes de ponerte en camino?

—Si estás segura… Es normal que no sepas bien lo que quieres ahora mismo.

—Qué va, sé muy bien lo que quiero —dijo abriendo más la puerta—. ¡Quiero saber por qué!

 

 

A Anastasia Blanchette Fallon la crio su madre soltera, Blanche Fallon. Blanche solía decirle a la gente que le habían puesto ese nombre por Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo, pero en realidad la obra se escribió varios años después de que Blanche naciera. La madre de Anna era una mujer intensa y enérgica, independiente, testaruda y un poco brusca. Había trabajado en todo empleo imaginable, pero sobre todo como camarera de mesa en restaurantes y, después, cuando Anna fue mayor, también como camarera de bar. Solía tener dos empleos ya que no había ni marido, ni padre, ni familia que las ayudara. Y ahora era Anna la que cuidaba de su madre. Varices, artritis y vértebras fuera de su sitio asolaban a Blanche, todo ello reflejo de una vida trabajando mucho y de pie.

Cuando Anna era pequeña, Blanche solía decirle:

—¿Quieres tener unas piernas como las mías? ¿No? Pues entonces estudia.

Aunque las piernas de su madre la espantaban, evitarlas no fue su motivación tanto como lo fue el miedo a quedarse embarazada y abandonada con un hijo y vivir una vida de trabajo agotador y jornadas interminables. Pronto entendió que estudiar era el mejor modo de evitar esa vida. Estudió mucho, pero no convertirse en su madre acabó siendo su búsqueda eterna.

En realidad, la admiraba muchísimo. Blanche era valiente, vital e incondicionalmente leal. Pero Anna quería más. Por un lado, seguridad. Amor duradero. Por el otro, una existencia por encima de la media. Blanche y ella se las habían apañado con unos ingresos muy bajos, y Anna siempre estuvo empeñada en que su vida de adulta fuera más cómoda que la de su madre, sobre todo si tenía hijos. Ese objetivo fue lo que le había impedido mezclarse con el chico equivocado. De hecho, ¡mezclarse con cualquier chico! Su experiencia con las citas se convertía en una batalla interminable cuando se negaba a tener relaciones. ¡Pero, joder, es que no estaba dispuesta a hacer lo que había hecho su madre y acabar atrapada por querer un orgasmo!

Y así fue cómo a Chad McNichol le tocó la lotería. Chad tenía todo lo que ella buscaba en una pareja y Anna se enamoró de él. Aunque tenía veintitrés años, le entregó su virginidad y para él eso fue como un viaje a la luna. En aquel mismo instante quiso casarse con ella. Ya. Desesperadamente. Y ella deseaba casarse tanto como él. Chad había recibido una buena educación, venía de buena familia, no tenía deudas y tenía buena reputación. Además, parecía bueno. Había tenido unas cuantas novias en el pasado e incluso había estado prometido una vez, pero tenía veintisiete años. Y era guapo. ¿Qué otra cosa te ibas a esperar? La buena señal era que no había ni exmujeres ni antecedentes policiales.

Planearon su vida para que todo saliera a la perfección. Anna tenía un buen trabajo como secretaria jurídica en un próspero bufete de abogados criminalistas, y Chad ejercía de terapeuta en una pequeña clínica de salud mental de San Francisco mientras terminaba su doctorado en Psicología Clínica. Tuvieron una boda de cuento de hadas, luego una niña y, tres años después, un niño. Anna estaba loca de alegría a pesar de que no dejó de trabajar durante los dos embarazos y se tomó una baja de tres meses por cada bebé. Pero cuando Mike era recién nacido, estuvo a punto de divorciarse. Pilló a su perfecto marido teniendo un lío con una mujer cuya identidad nunca descubrió. Él no le dijo quién era, aunque sí admitió haber tenido una aventura. Dijo que lo lamentaba muchísimo y juró que se había terminado y que no estaba dispuesto a que su matrimonio acabase por eso. Y menos cuando tenían dos niños pequeños.

De forma excepcional, Blanche y la familia de Chad unieron fuerzas para animarlos a arreglarlo, un reto no apto para débiles. Y así estuvieron renqueando durante unos años, siempre al borde de la separación. Sinceramente, si Chad no se hubiera empeñado tanto en que siguieran juntos y lo intentaran por el bien de los niños, Anna habría tirado la toalla. ¿Cómo iba a poder confiar de nuevo en él? ¿Cómo iba a poder sentirse adorada otra vez? Lo odió tantísimo que quería matarlo.

Pero, en lugar de eso, hizo las pruebas de admisión para la Facultad de Derecho y estudió mientras él trabajaba y los niños eran pequeños. Estaba decidida a no acabar como una divorciada sin un centavo ni perspectivas de futuro. Estudiar Derecho y ejercer de madre a la vez fue un infierno, pero lo logró. Contra todo pronóstico. Nada puede motivar a una madre joven tanto como el miedo a verse en la ruina y con una familia que criar.

Luego, ese logro fue como un estímulo para su ego y lo que la llevó a la meta, a un lugar donde se sentía segura de sí misma y capaz tanto de dejar a su marido como de darle otra oportunidad. Decidió que había sido bueno y fiel durante varios años y que se había ganado otra oportunidad. Por eso se permitió volver a enamorarse de Chad, y entonces llegó Bess.

Tras aquella reconciliación hubo algunos momentos en los que desconfió de él y se preguntó si estaría distanciándose de ella, pero decidió ignorar esas dudas. Chad siempre había necesitado mucha atención y respondía bien a la adoración, así que ella le daba ese gusto. Además, necesitaba dar mucho, así que, si Anna lo consentía y mimaba, él la besaba en el hombro mientras ella se lavaba los dientes, le daba una palmadita en el trasero mientras ella aclaraba los platos o apoyaba la cabeza en su regazo mientras veían la tele. Anna le decía que era como un cachorro de labrador, siempre buscando aprobación y unas buenas caricias. Unas cuantas palabras dulces, y Chad volvía a venerarla. Ese fue el equilibrio que alcanzaron durante el resto de su matrimonio hasta hacía poco.

—Con Chad nunca nada era suficiente —le dijo a Joe—. ¿Sabías que íbamos a terapia?

Joe dio un trago de café.

—Hacía tiempo que no hablaba con Chad y el tema nunca surgió. Pero tampoco me sorprende. Chad, como terapeuta, animaba a la gente a ir a terapia con cualquier excusa. Creo que era uno de sus pasatiempos favoritos.

—En esta ocasión decía que se sentía insatisfecho. Estaba deprimido, no dormía bien y decía que estaba pasando una crisis porque no estaba preparado para envejecer. Decirle que solo era cosa de su estado anímico no sirvió de nada.

—Lo siento —dijo Joe—. No lo sabía.

—A eso vino lo del viaje para hacer rafting. Quería vivir la vida al máximo, aventuras y emociones, antes de que fuera demasiado tarde. Sinceramente, me pareció ridículo y más bien pensé que tendría un lío con alguien. Pero supongo que no, porque murió haciendo rafting. Más o menos.

—¿Más o menos?

—El forense dijo que sufrió un infarto al corazón y que después se ahogó. Al parecer, es frecuente. Sobre todo en el caso de hombres que quieren demostrar algo, como, por ejemplo, que no están envejeciendo.

—Tenía sesenta y dos años. Tenía buena salud y estaba en una forma estupenda.

—No tan estupenda. Siempre necesitaba mucho refuerzo. En el funeral había una chica de unos treinta años y embarazada. No parecía conocer a nadie.

Anna esperó, en silencio.

—Seguro que no —dijo Joe.

—¿Te lo habría contado? ¿Si hubiera estado teniendo una aventura?

—No lo sé. No me dijo nada, si es lo que preguntas. Sí que me contó algunas cosas delicadas que describió como «confidenciales», pero tenían mucho que ver con el trabajo. Pensó que teníamos alguna de esas cosas en común. Por eso…

—¿No me las vas a contar? ¿Ni siquiera ahora?

—Aunque Chad ya no esté con nosotros, yo no revelaría una confidencia. Un juramento es un juramento, ¿no crees? Yo me llevaría una confidencia tuya a la tumba.

Anna se quedó mirándolo un momento. Dio un sorbo de café.

—Es admirable de la hostia.

—¿Por qué no me cuentas lo que crees que ha pasado? —sugirió Joe.

—Su malestar y sus quejas empezaron hace alrededor de un año, después de que me dieran el puesto de jueza. Chad nunca se sintió cómodo con mi éxito y eso lo hacía sentirse vulnerable. He de admitir que había momentos en los que yo ya no podía soportarlo y me convertía en una cabrona.

Joe esbozó una pequeña sonrisa.

—¿Y la chica?

—No sé qué hacía ahí a menos que tuviera una conexión importante con Chad. Y puede que nunca sepa cuál es.

—Chad tenía sus cosas, como todos, pero no sabía que fuera detrás de mujeres jóvenes.

—¡Le volvía loco flirtear! —protestó Anna.

—Flirtear sí, pero eso no es lo mismo que tener una aventura. ¿Y con una mujer joven? No sé, Anna. Es posible, pero no sé… Puedo decirte con sinceridad, y sin desvelar ninguna confidencia, que no sabía nada de eso. No puedo darte ningún consejo. Si pudiera, te ayudaría.

—He estado demasiado ocupada y no he tenido tiempo de revisar su escritorio. Eché un ojo a sus mensajes de texto, pero no he podido mirarlos exhaustivamente. Los chicos estaban aquí y estábamos muy ocupados preparándolo todo.

—¿Estás segura de que quieres saberlo?

—Sí. Totalmente. Porque los últimos seis meses me hizo sufrir mucho con todo su descontento y su frustración porque no le bastaba con la vida que tenía. Y luego murió y me ha dejado preguntándome si yo había fracasado. Si fue culpa mía de algún modo.

—¡No! ¡Anna, no! Escucha —dijo Joe dejando la taza en la mesita de café a la vez que se situaba en el borde del sofá para inclinarse hacia ella—. Cada uno es responsable de su felicidad. De cómo afronta las cosas. La felicidad es, en gran medida, una elección. Y todo el mundo pasa por fases de descontento, pero las supera o hace cambios importantes. A menos que estés maltratando a alguien, no es culpa tuya. Y yo sé que tú no maltratabas a Chad.

—Todo lo contrario. Teníamos un sistema. Él lo único que necesitaba era salirse siempre con la suya. Gracias a que casi nunca necesitó que yo llegara a sacrificar por completo la atención hacia mis hijos o hacia mi carrera por su felicidad, fue fácil. Si eso era lo que teníamos que hacer para que el matrimonio durase, para que funcionase, era fácil. Soy tolerante y cooperativa. Y luego está el hecho de que, cuando Chad estaba feliz, hasta el mismísimo sol brillaba más.

Dio un sorbo de café.

—Lo odiaba por eso —añadió, y entonces sonrió y dijo—: La viuda no debería estar bebiendo café.

—¿Quieres unos chupitos? —preguntó Joe sonriendo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Los hijos de Anna respondieron de forma muy diferente a la pérdida de su padre, pero, claro, es que eran personas muy diferentes. Jessie era brillante y preciosa y demandaba mucha atención. Anna y ella se llevaban bien la mitad del tiempo. La otra mitad solía ser complicado. A Anna le gustaba pensar que Jessie había sacado ese toque narcisista de Chad. Sin embargo, parecía no haber heredado su encanto. Por muy egocéntrico que hubiera sido, Chad había sabido utilizar bien sus virtudes. Tenía carisma y magnetismo. Sabía cómo ganarse a la gente. Eso era muy importante si te dedicabas a la psicología. Se ganaba la confianza de sus pacientes de inmediato. Jessie, internista, solía recibir alabanzas por ser una doctora maravillosa que se desvivía por sus pacientes, aunque con su familia era una persona de trato complicado.

Y, como era de esperar, estaba furiosa por la muerte de su padre.

—No deberías haberle dejado hacer ese viaje —había dicho regañando a su madre.

—¿Qué te hace pensar que podría haberlo detenido? —había respondido Anna.

Pues parecía claro que Jessie la estaba culpando por el egoísmo y la muerte de Chad. No lo había dicho abiertamente, pero ahí estaba.

Mike, el mediano y único chico, era un ángel. Era todo encanto y muy poco egocentrismo. Ahí donde Jessie solía ser dura con Anna, Mike era cariñoso. Debía de pensar que ahora tenía que intentar cuidar de ella. Anna agradecía tanto cuánto la quería que se le saltaban las lágrimas. Mike y Chad también habían tenido una relación padre-hijo fantástica, cercana, cariñosa y de apoyo mutuo, pero Anna y Mike tenían un vínculo muy especial. Él era su protector y defensor. Aún no tenía esposa, pero sí había tenido un desfile de jovencitas preciosas e inteligentes que querían ocupar ese puesto. Llevaba un tiempo saliendo con Jenn, una chica encantadora, y Anna esperaba que durara. Algún día, a no mucho tardar, Mike se comprometería y ella sabía que, aunque siempre querría a su madre con devoción, su esposa se convertiría en su pasión y pasaría a ocupar el puesto de la mujer más especial de su vida. Mike daba clases de Educación para la Salud en un instituto y era entrenador a tiempo parcial, aunque quería llegar a ser entrenador a tiempo completo. La repentina muerte de su padre lo había dejado sumido en un charco de lágrimas. Era un alma tierna y vulnerable.

Bess era una solitaria brillante que cargaba con el peso del Asperger. Tenía problemas para desenvolverse emocionalmente. Sus emociones a veces eran nulas o, como mucho, mínimas. Había reaccionado a la muerte de su padre de un modo pragmático y parecía asombrada por emociones que no solía sentir. Sus lágrimas de dolor parecían confundirla y su respuesta a eso era la ansiedad. Por suerte, estaba dispuesta a tomar ansiolíticos para esas situaciones y parecía calmada y sosegada tras la muerte de Chad. Pero Anna no sabía cómo actuar ni qué esperar. Bess era profundamente introvertida, no quería que la tocaran y se relacionaba con muy poca gente. De pequeña, no quería que le dieran de comer; agarraba la cuchara para poder alimentarse sola. Operaba por pura lógica. No parecía necesitar a nadie. Anna estaba constantemente preocupada por su soledad, ya que nadie podía comunicarse con ella como Chad.

Llevó un decantador de cristal al salón y lo dejó en la mesa de cóctel. Se sacó dos vasos de chupito del bolsillo y volvió a la cocina a por dos altos de agua. Luego se sentó al lado de Joe y sirvió la bebida.

—Tequila.

Brindaron y se lo tomaron. Anna resolló y tosió. Joe sonrió.

—Se dejó muchos asuntos inacabados —dijo Anna.

—¿No le pasa a todo el mundo cuando muere? ¿Cuándo está bien marcharse?

—Cuando tienes ciento cinco años y no existe posibilidad de que vayan a necesitarte para nada o de que tengas que explicar nada. Tener en orden tus aventuras tiene su mérito. Chad no las tenía.

—Si no te importa que te lo pregunte…

—Le pasaba algo, algo que lo hacía inexplicablemente infeliz. Pero nunca lo solucionó. Dejó muchas preguntas.

Anna levantó el decantador y sirvió dos chupitos más.

—¿Te acuerdas de cuando estabas embarazada de Jessie? Estaba abrumado por las emociones. Callado, cariñoso y lastimero, pero muy feliz. Muy vulnerable.

Ella no respondió.

—¿Recuerdas cuando decidí estudiar Derecho? Mike aún no había aprendido a usar el orinal, Jessie estaba en preescolar, yo tenía que dejar mi trabajo, teníamos un problema terrible con el dinero y era casi imposible pagar una guardería, pero fui de todas formas. Se enfadó muchísimo conmigo.

—¿Por qué estudiaste Derecho? Quiero decir, además de porque eres brillante y ambiciosa.

—No creo que fuera ninguna de esas dos cosas. Fue después de la aventura de Chad y me daba miedo que me abandonara. Tenía algo que demostrar. Que demostrarme a mí misma y que demostrarle a él. Me acusó de ser egoísta, de no anteponer las necesidades de la familia. ¡Eso lo dijo el hombre que le fue infiel a su mujer embarazada! ¿Dónde había puesto él las necesidades de la familia al tener una aventura? ¿Te acuerdas?

—¿Cómo olvidarlo? Si en aquella época hubiéramos tenido móviles, tal vez nunca me hubiera enterado. Llamé al teléfono de casa, pregunté si estaba Chad y me lo soltaste todo, que no tenías ni idea de dónde estaba porque lo habías pillado teniendo una aventura. Lo acusaste, le diste pruebas y lo admitió.

—¿Alguna vez te enteraste de quién fue?

Joe negó con la cabeza.

—Reconozco que no se lo pregunté.

No por primera vez, Anna quiso saber por qué hacían eso los hombres. Pero decidió no preguntar, decidió no pensarlo.

Veintiocho años atrás, cuando Mike era un bebé y Anna estaba agotada, Chad había caído en la dinámica de no estar donde decía que estaría, de llegar tarde todo el tiempo, de recibir llamadas extrañas que intentaba colar como si fueran llamadas de pacientes, de llevar perfume en la camisa… Vamos, lo más obvio del mundo. Ella no dejó de pincharlo e insistir hasta que él admitió que había conocido a alguien, a una compañera de trabajo había dicho, con la que había tenido una breve aventura de la que se arrepentía y que ya había terminado. Que jamás volvería a pasar a menos que Anna siguiera acosándolo por el tema. Pero ella no podía parar. Y entonces él había dicho:

—Vale, ¿quieres divorciarte? Porque no me voy a oponer.

Estaban sobrepasados por las facturas y las deudas, apenas podían pagar la hipoteca, y por eso Anna siguió trabajando. Le daba miedo dejar a Chad o dejar que se fuera. Su peor pesadilla parecía estar haciéndose realidad: convertirse en una madre soltera pobre como lo había sido la suya. Traicionada y sola como se sentía, estaba viviendo una época oscura y dolorosa cuando de pronto llamó Joe preguntando por Chad y ella, al borde de la desesperación, le preguntó si sabía algo. Lloró y se desahogó con él, que la animó a intentar arreglar las cosas por el bien de sus hijos.

—Y justo entonces decidí que iba a tener que construir algo para mis hijos y para mí que me diera más dinero y seguridad que ser secretaria jurídica, porque, si ya me había engañado una vez, volvería a hacerlo. Sin embargo, nunca supe de ninguna otra aventura.

—O sea, que lo sospechabas, pero…

—Todas las señales estaban ahí. Después de todos estos años. Después de hacer de tripas corazón y todo lo que pude por que funcionara.

—Aquello pasó hace mucho tiempo, Anna. Es agua pasada. Seguro que lo último solo fue una crisis de la mediana edad.

—¡Tenía sesenta y dos años! Joder, ¿cuánto se esperaba que iba a vivir?

Joe levantó el vaso.

—Mucho más de lo que vivió al final. Tuviste que ser muy fuerte para superar todo lo que habéis pasado y hacer que tuvierais una buena vida, un buen matrimonio.

Anna lo miraba como si estuviera loco.

—¿Qué te hace pensar que lo superé? Nunca lo he superado. ¡Llevo casi treinta años desconfiando, alerta!

Bebió con cuidado. No quería volver a abrasarse la garganta.

Joe se bebió el suyo de un trago.

—Arlene y yo no pudimos mantenernos juntos —dijo Joe refiriéndose a su exmujer—. ¿Hablas con ella?

—Nunca. ¿Y tú?

—Un poco. Por asuntos de los chicos o de las nietas, pero casi siempre la cosa se limita a mensajes de texto o algún que otro email. No estábamos hechos el uno para el otro. Y aunque fue doloroso, estábamos destinados al divorcio. Ya nos fue mal desde el principio. Tengo dos hijos estupendos y unas nietas preciosas. Pero, en vuestro caso, y a pesar de todo lo que habéis pasado, siempre pensé que Chad y tú inventasteis el matrimonio.

—Porque yo soy una persona tolerante, por eso. Y porque todo lo que decía de él, de nosotros, lo hacía quedar como un rey. O, al menos, como un déspota benevolente.

Y era verdad en cierto modo. Durante años había actuado como si no le doliera que él hubiera encontrado otra mujer y le hubiera sido infiel. Sabía perfectamente lo que hacía falta para que Chad se sintiera amado y especial, y se lo daba, tanto si para ella era irrelevante como si no. Dejaba pasar que a él se le olvidaran las ocasiones especiales, que los sentimientos de ella importaran menos que los de él.

—Parecía que lo querías mucho —dijo Joe.

—Claro que lo quería, pero esa no fue la razón por la que invertí tanta energía en intentar que tuviéramos un matrimonio decente. Me había comprometido a ello. No esperaba que él no envejeciera nunca, que no enfermara, que nunca tuviera problemas. No contaba con que fuéramos a estar enamorados cada día. Joder, había días en los que lo odiaba, y suponía que a él le pasaría lo mismo conmigo. Es inevitable, ¿no? Pero seguí ahí de todos modos. Era Chad el que trabajaba a tiempo parcial. Cuando empezaba a agobiarse, siempre estaba sopesando las ventajas de marcharse. Yo, en cambio, nunca le vi ninguna ventaja a marcharme. Hasta su última depresión. Fue la gota que colmó el vaso. Lo tenía todo y, aun así, se quejaba. Era un desagradecido. No dejaba de decir que le faltaba algo, como si fuera mi obligación averiguar qué era y dárselo —sacudió la cabeza—. Si al menos cuando llegaba a casa, lo hubiera hecho de mejor humor… Luego, al final, nos centrábamos en otras cosas y acabábamos hablando de nuestras respectivas agendas, de alguna reparación o compra que hiciera falta, o de algún problema que pudiera tener alguno de los chicos.

—Es increíble con qué facilidad se puede evitar hablar de un tema, ¿verdad?

—Se consigue con treinta años de práctica.

—Y, aun así, ¿nunca te planteaste una vida sola?

Anna se quedó callada un momento y después dijo:

—Porque lo quería mucho. Lo quería. Pero…

Le sonó el móvil con la entrada de un mensaje.

 

Phoebe: ¿Estás bien?

Anna: Perfectamente, gracias.

Phoebe: Vale. Si no me necesitas, me quedo en casa. Tengo jaqueca. Si me necesitas, llámame.

Anna: Métete en la cama, estoy bien. Mañana hablamos.

 

Respiró hondo.

—Phoebe es la única que sabe esto. Y ahora tú. Los últimos problemas de Chad con la infelicidad coincidieron con mi nombramiento de jueza. Se convirtió en una dinámica. Si yo tenía algo de lo que enorgullecerme, él se sentía vulnerable y desamparado. Empecé a plantearme proponerle que hiciéramos vidas separadas. Me pareció que era hora de que aprendiera a ser feliz solo.

—¡Hala! —dijo Joe impactado—. ¿Después de tantos años?

—Me encanta mi trabajo. Me ha costado mucho llegar donde estoy. Solo tengo cincuenta y siete años y estoy cansada de haber estado siempre centrándome en la felicidad de Chad. Pensé que ya me tocaba a mí… —una única lágrima le cayó por la mejilla—. Supongo que ahora me toca a mí.