Un bebé caído del cielo - Y llegaron gemelos - Rebecca Winters - E-Book

Un bebé caído del cielo - Y llegaron gemelos E-Book

Rebecca Winters

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Beschreibung

Un bebé caído del cielo Fran estaba de vacaciones en Grecia cuando encontró a un bebé que un tornado había arrastrado y la asaltó un tremendo instinto maternal. El tío del bebé, Nik Angelis, se sintió inmensamente aliviado cuando descubrió que su sobrina Demi estaba viva y le pidió a Fran ayuda para cuidar a la pequeña. Y llegaron gemelos Kellie estaba a punto de divorciarse del millonario griego Leandros Petralia cuando supo que estaba embarazada de gemelos. Pero las frustraciones acumuladas durante el proceso de inseminación artificial habían dejado huella, y el divorcio parecía inevitable. Sin embargo, Leandros estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por recuperar su amor.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Rebecca Winters. Todos los derechos reservados.

UN BEBÉ CAÍDO DEL CIELO, N.º 2519 - Agosto 2013

Título original: Baby Out of the Blue

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

© 2013 Rebecca Winters. Todos los derechos reservados.

Y LLEGARON GEMELOS, N.º 2519 - Agosto 2013

Título original: Along Came Twins...

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicadas en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3479-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Índice

Un bebé caído del cielo

Capítulo 1

Fran Myers saboreó el paisaje que se desplegaba en todas las curvas de la carretera de la costa. El contraste entre la superficie azul del Egeo, los bosques de pinos y la interminable sucesión de playas blancas resultaba casi irreal. Las rápidas formaciones de nubes que se apiñaban en el cielo añadían un toque dramático a la escena. Y la gama de colores era verdaderamente increíble.

–Desconocía que la Riviera griega fuera tan bella. Estoy asombrada, Kellie... es como si la mano del hombre no la hubiera tocado.

–Mi marido opina lo mismo; por eso construyó el Persephone, el centro turístico donde nos vamos a alojar, en esta zona. Es un paraíso para los multimillonarios que buscan paz, tranquilidad y lujo.

La zona era tan fabulosa que a Fran no le sorprendió la declaración de Kellie.

–¿Debo entender que me has sacado de Atenas porque crees que necesito paz y tranquilidad? –preguntó.

–Todo lo contrario. Te he traído con la esperanza de que conozcas a algún aristócrata guapo y sin compromiso y os enamoréis.

–¿Enamorarme yo? ¿Después del fracaso de mi matrimonio? Eso es imposible.

La mejor amiga de Fran le lanzó una mirada intensa, pero guardó silencio.

–¿Te sorprende lo que he dicho? –continuó.

–No, no me sorprende, pero creo que necesitabas unas vacaciones. Desde que te divorciaste, no has hecho otra cosa que trabajar a destajo en el hospital. Ni siquiera tenías tiempo para hablar conmigo por teléfono –declaró con recriminación–. Te vendría bien una aventura. Tienes que volver a vivir.

–No seas exagerada. Es cierto que me concentré en el trabajo para no pensar, pero ya ha pasado un año desde el divorcio. Ahora estoy mejor.

–Mentirosa... hasta tu madre sabe que necesitas estas vacaciones. Y me voy a encargar de que te mimen un poco. Pasearemos, nadaremos y saldremos a navegar mientras buscamos a un hombre adecuado para ti.

–Eres incorregible, pero te adoro. Sabes perfectamente que, cuando acepté tu invitación, no esperaba que te tomaras tantas molestias por mí. Pensé que nos quedaríamos en Atenas y que me enseñarías las zonas de la ciudad que no pude ver cuando vine a tu boda –le recordó–. Además, esto es una locura... dudo que a tu esposo le agrade que te vayas de vacaciones conmigo.

Kellie movió la mano en un gesto de desdén.

–Leandros tiene demasiado trabajo en julio. Se ha ido al Peloponeso a buscar sitios donde construir otros hoteles... A decir verdad, esta es la mejor época del año para disfrutar de unas vacaciones con mi mejor amiga –afirmó–. No te arrepientas ahora. Tenemos muchas cosas que contarnos.

–Y que lo digas...

Fran y Kellie se habían conocido de niñas, en un colegio de enseñanza primaria de Filadelfia. Llevaban tantos años juntas que se entendían sin necesidad de hablar; de hecho, se llevaban mejor que la mayoría de las hermanas.

Cuando planearon aquellas vacaciones, tenían intención de viajar en Septiembre; pero Kellie cambió de opinión e insistió en marcharse tan pronto como fuera posible. Fran aceptó porque pensó que a su rubia amiga le pasaba algo y que necesitaba hablar con ella. Normalmente, no iba a ningún sitio sin su marido.

Kellie llevaba dos años casada con el millonario griego Leandros Petralia, con quien vivía en Atenas. Y aunque las dos amigas hablaban frecuentemente por teléfono, solo se habían visto media docena de veces desde la boda, cuando Kellie viajaba a Pensilvania para pasar unos días con su familia.

Durante sus breves encuentros, Fran había llegado a la conclusión de que Kellie adoraba a su esposo; hablaba de él todo el tiempo y lo extrañaba con locura. Pero ya no parecía la misma. Estaba tensa y más delgada. Incluso hablaba menos, como había tenido ocasión de comprobar durante el viaje en coche.

Pero Fran decidió dejar el asunto para el día siguiente. Entre otras cosas, porque Kellie conducía demasiado deprisa y no quería desconcentrarla.

–El cielo se está poniendo negro...

–Sí. Y hace tanto viento que casi no puedo controlar el coche –dijo Kellie–. Qué extraño... este lugar es famoso por el sol.

–Puede que sea un mal augurio –bromeó Fran–. O un aviso de que tu maridito ha vuelto a Atenas y no te ha encontrado en casa.

–Tonterías –declaró Kellie, con más vehemencia de la cuenta–. Se ha ido con su secretaria. Hasta puede que Leandros me haya mentido y que esté con ella en alguna de las islas del Dodecaneso.

–¿Cómo?

Fran miró a su amiga con asombro. No podía creer que estuviera hablando en serio. La señora Kostas, la secretaria de Leandros, tenía cincuenta años de edad.

–No me mires así. Era una broma... Pero háblame de ti, Fran. ¿Ya te ha llamado Rob para pedirte que vuelvas con él?

–No. Por lo que sé, se ha enrollado con una chica de su trabajo.

–Bueno, ya se arrepentirá de haberte perdido.

–Hablas como una amiga...

Fran había conocido a Rob Myers en Filadelfia, a través de unos amigos comunes. Durante su tercera cita, le advirtió que no podía tener hijos y que, si no quería volverla a ver, lo entendería perfectamente. Rob, un abogado de un prestigioso bufete local, restó toda importancia al asunto y se casó con ella.

Un año después, Fran le propuso que adoptaran un niño; pero Rob rechazó la idea con el argumento de que era demasiado pronto para eso. Luego, el tiempo fue pasando y Fran comprendió que su marido no quería ser padre.

Sin embargo, ella ardía en deseos de ser madre. Y al cuarto año, cuando su relación ya se había estropeado sin remedio, decidieron ponerle fin y se divorciaron.

–No sé tú, Kellie, pero yo estoy muerta de sed. ¿Qué te parece si paramos en el siguiente pueblo y nos tomamos un refresco en un bar?

–Solo estamos a veinte kilómetros del Persephone. Si esperas un poco, podremos cenar y tomar algo en la suite –respondió Kellie con brusquedad.

–Preferiría estirar las piernas. Si no te importa.

Kellie apretó el volante con fuerza, como si estuviera al borde de un ataque.

–Claro que no me importa.

Fran empezó a estar verdaderamente preocupada con la actitud de su amiga. Siempre había conducido deprisa, pero aquel día estaba superando el límite de velocidad. De hecho, no le había pedido que descansaran un rato porque tuviera sed, sino para sustituirla después al volante del coche. Tenía la impresión de que sus ojos ni siquiera veían la carretera.

Cuando llegaron al pueblo, el viento era tan fuerte que arrastraba desechos de todo tipo. Fran señaló un hotel que estaba en una esquina y dijo:

–Está empezando a granizar... será mejor que aparques junto a la entrada.

Las pequeñas bolas heladas vaciaron la calle y las terrazas y puestos de los distintos establecimientos, cuyos dueños se apresuraron a guardar sus mercancías. Cuando entraron en el hotel, Fran notó que los empleados y los turistas gesticulaban y hablaban de forma extraña, como si hubiera surgido algún problema.

–Tu entiendes el griego, ¿verdad? –preguntó–. ¿Qué están diciendo?

–No lo sé, pero lo averiguaré.

Kellie se acercó a un camarero y mantuvo una breve conversación con él. Después, se giró hacia su amiga y le informó.

–Al parecer, alguien ha oído en la radio que se esperan vientos huracanados en toda la zona. La señal de la televisión se ha cortado, y la policía ha ordenado a la gente que permanezca en lugar seguro hasta que pase el peligro. Menos mal que te empeñaste en parar aquí...

–Bueno, bebamos algo y sentémonos a esperar.

Pidieron un par de refrescos en el bar y se sentaron a una mesa. Había dejado de granizar, pero ahora llovía a mares.

Kellie frunció el ceño.

–No me puedo creer que tengamos tan mala suerte con el tiempo.

–Deberías llamar a Leandros para decirle que estamos bien. Si ha visto las noticias, estará muy preocupado.

Kellie apretó los dientes.

–Leandros pensará que estoy bien. Recuerda que Yannis, mi guardaespaldas, me sigue a todas partes cada vez que salgo de casa. Si mi marido estuviera preocupado, me llamaría... –Kellie sacó su móvil y se lo enseñó–. Pero no ha llamado. ¿Lo ves? No ha enviado ni un simple mensaje de texto.

Fran le puso una mano en el brazo.

–¿Qué ocurre, Kellie? Tenía intención de preguntártelo mañana, pero parece que nos vamos a quedar un buen rato en este pueblo, así que te lo pregunto ahora. ¿Dónde está la mujer que parecía la esposa más feliz del mundo?

Kellie apartó la mirada.

–Deberías preguntárselo a Leandros.

–Pero Leandros no está aquí. ¿Qué pasa?

–Que lo estoy perdiendo, Fran... Aunque he descubierto que nunca fue mío. Y eso me está matando.

–¿Que nunca fue tuyo? ¿Qué quieres decir? ¿Tiene algo que ver con el hecho de que todavía no te hayas quedado embarazada? Si es así, puede que estés presionando demasiado a tu esposo. Esas cosas llevan tiempo.

Kellie suspiró.

–Está bien, te lo contaré –dijo–. Hace un año, empecé a sentir unas extrañas molestias. Fui al ginecólogo y me hice unas pruebas. Resulta que soy alérgica al semen de Leandros... por lo visto, es un desarreglo relativamente común. Según mi médico, afecta a más de veinte mil mujeres de Estados Unidos.

Fran sacudió la cabeza.

–No lo sabía...

–Ni yo. Y sé que Leandros lo ha encajado mal, aunque lo disimule y se muestre encantador. Ahora no me puede hacer el amor sin preservativo.

Fran guardó silencio y dejó hablar a su amiga.

–Como el médico sabía que queríamos tener hijos, nos recomendó la inseminación artificial; pero al cabo de un tiempo, al ver que no me quedaba embarazada, Leandros me propuso que adoptáramos un niño. ¿No te parece irónico? Es como lo que te pasó a ti con Rob... y puede que termine igual.

–¿De qué estás hablando?

–De Karmela Paulos. Empezó a trabajar para Leandros hace un mes.

Fran lo comprendió inmediatamente. Karmela, una preciosidad de cabello negro como el azabache, era la hermana menor de la primera esposa de Leandros, Petra, quien había fallecido en un accidente de helicóptero cuando estaba embarazada de él. Siempre se había sentido atraída por Leandros, y al no conseguir su afecto por otros medios, se le habría insinuado en la oficina.

–Ah, sí, Karmela Paulos... la recuerdo muy bien. Me la presentaron en vuestra boda, y tuve la sensación de que habías destrozado sus planes de convertirse en la segunda esposa de Leandros Petralia.

Fran no sabía lo que Karmela tenía previsto, pero era evidente que intentaba romper el matrimonio de su amiga. Y se prometió que solucionaría ese problema antes de volver a Pensilvania.

–Se me ocurre una cosa, Kellie. Ya has oído lo que ha dicho la policía, así que... ¿por qué no reservamos una habitación en el hotel y nos quedamos a pasar la noche?

–Buena idea.

–Será divertido. Ya ni siquiera me acuerdo de la última vez que nos alojamos en un hotel acogedor como este.

–Ni yo.

–Veremos las noticias en la televisión, pediremos que nos suban la cena y hablaremos toda la noche, si quieres. Creo que conozco la forma de quitarte de encima a Karmela sin que tu marido se entere.

–Dudo que eso sea posible.

Fran sonrió y se levantó de la mesa.

–Todavía no has oído mi plan, Kellie... En fin, hablaré con el recepcionista y reservaré esa habitación. Cuando deje de llover, saldremos y recogeremos el equipaje.

Fran supuso que, para entonces, el guardaespaldas de Kellie habría llamado a Leandros para decirle que su esposa se encontraba bien; pero a pesar de ello, cruzó los dedos para que Leandros la llamara pronto. Los problemas matrimoniales de su amiga le preocupaban mucho. A fin de cuentas, sabía mejor que nadie lo que podían llegar a doler.

Nik Angelis acababa de entrar a su ático de Atenas cuando uno de sus hermanos lo llamó por teléfono.

–¿Sandro? ¿Qué quieres?

A Nik le extrañó que le llamara, porque habían estado juntos en una reunión de la Angelis Corporation, que Nik dirigía desde que su padre se había jubilado.

–Enciende el televisor –contestó su hermano–. Las noticias del tiempo están en todos los canales...

–¿Te refieres al tornado de esta mañana?

Nik había estado en el aeropuerto a primera hora para despedir a su hermana y su familia, que se iban a Tesalónica de vacaciones. Cuando el avión despegó, se dirigió a la terminal internacional de carga para comprobar una remesa; y mientras hablaba con uno de los trabajadores, se formó un tornado en el noroeste y avanzó hacia la terminal.

El suceso solo duró unos minutos, pero causó daños en la estructura y dejó un rastro de destrucción. Afortunadamente, nadie resultó herido; y como supo después, el avión de su hermana tampoco sufrió ningún percance.

–No, no –respondió Sandro con ansiedad–. No me refiero a ese, sino al que se ha formado en Tesalónica hace poco.

–¿Otro tornado?

–Eso me temo. Espero que Melina y Stavros se encuentren bien...

–Espera un momento.

Nik se acercó al televisor y lo encendió. Como había dicho Sandro, todos los canales estaban hablando de los tornados.

–«A las cinco y trece minutos de la tarde, un tornado de intensidad 4 ha asolado la Riviera griega. Se disipó rápidamente, pero aún se desconoce el alcance de los daños. Según hemos podido saber, una docena de casas y varias residencias del complejo hotelero Persephone, perteneciente a la Petralia Corporation, han resultado destruidas».

Nik se sintió como si una granada le hubiera estallado en el estómago. Melina, Stavros y su niña pequeña iban a pasar dos noches en el Persephone, que Nik conocía de sobra porque pertenecía a su socio y amigo Leandros Petralia.

–He llamado a Melina –dijo Sandro–, pero no hay línea telefónica.

Nik se quedó helado.

–«Hasta el momento, han desaparecido veinte personas. Sin embargo, y como ya hemos comentado con anterioridad, eso no significa que hayan sufrido daños personales. Las autoridades ruegan a los ciudadanos que se mantengan lejos de las zonas afectadas para no entorpecer las labores de la policía y de los equipos de rescate. El servicio telefónico está temporalmente interrumpido, pero los familiares de las personas que se encuentren en la Riviera pueden llamar a los números que les ofrecemos en pantalla».

–¿Sabes si Cosimo ha llegado a su casa? –preguntó Nik, presa del pánico.

–No, pero intentaré localizarlo.

–Dile que se reúna con nosotros en el aeropuerto –ordenó Nik, que quería a sus dos hermanos con él–. Volaremos a Tesalónica.

–De acuerdo.

Nik cortó la comunicación, llamó a su chófer y le pidió que esperara con el coche frente a la entrada del edificio. Mientras salía del ático, llamó al piloto de su avión privado y le dijo que lo preparara para volar a Tesalónica. Si todo salía bien, sus hermanos y él estarían allí en poco más de una hora.

De camino al aeropuerto, telefoneó a la casa de Mikonos, donde se encontraban sus padres. Acababan de oír la noticia y estaban muy angustiados.

–Dios mío... ¿le habrá pasado algo a Melina? –dijo su madre entre sollozos–. Y nuestra pobre Demitra...

–Puede que su residencia no esté entre las afectadas, mamá; y en cualquier caso, ya sabes que Stavros haría cualquier cosa por protegerlas. No pierdas la esperanza. Sandro, Cosimo y yo salimos hacia Tesalónica dentro de unos minutos. Entre tanto, llama a alguno de los números que dan en televisión e intenta averiguar lo que puedas.

–Así lo haré, Nik.

–Te llamaré en cuanto sepa algo. Si hay cobertura.

Fran y Kellie se despertaron al oír que llamaban a la puerta. Se habían acostado tarde; habían estado viendo las noticias y, después, se habían dedicado a hablar sobre Karmela y sobre el plan de Fran para eliminar su amenaza.

–¿Quién será? –dijo Kellie, que se giró hacia el despertador–. ¡Dios mío! ¡Son más de las diez de la mañana!

–Supongo que será la empleada del servicio de habitaciones.

Fran, que llevaba pijama, se levantó y se acercó a la puerta.

–¿Quién es?

–Yannis.

–Yo hablaré con él –dijo Kellie.

En cuestión de unos segundos, Kellie se puso una bata y salió al pasillo para hablar con su guardaespaldas. Como hablaron en griego, Fran no entendió ni una palabra de la conversación. Pero su amiga parecía muy preocupada cuando volvió al dormitorio.

–¿Qué ocurre?

–Yo...

Fran le pasó un brazo alrededor del cuerpo.

–Anda, siéntate y cuéntamelo.

Kellie sacudió la cabeza y se quedó de pie, con lágrimas en los ojos.

–Ayer se formó un tornado a veinte kilómetros de este lugar. Hay nueve fallecidos. Cinco de ellos se alojaban en el Persephone.

–Oh, no... Menos mal que nos quedamos aquí...

–Yannis y Leandros lo supieron por la televisión. Mi marido voló inmediatamente a Tesalónica, aunque no pudo llegar al Persephone hasta bien entrada la noche. Tres de las doce residencias privadas se han derrumbado. No queda nada de ellas.

Fran gimió.

–Qué horror.

–Leandros le ha dicho a Yannis que es una pesadilla y que todavía no hay servicio telefónico ni conexión por Internet.

–Entonces, ¿cómo ha sabido Yannis que... ?

–Por el sistema de comunicación de la policía. Leandros habló con ellos y le permitieron enviar un mensaje. Quiere que me quede aquí hasta que pueda venir a buscarme –respondió–. Yannis afirma que no tardará mucho.

–En ese caso, será mejor que nos vistamos y que bajemos. Conociendo a tu marido, estará destrozado. Te va a necesitar más que nunca, Kellie.

Las dos amigas se ducharon y se vistieron con rapidez. Fran se puso unos pantalones blancos, unas zapatillas deportivas del mismo color y una camiseta verde. A continuación, se recogió su cabello rubio oscuro bajo un pañuelo y ayudó a Kellie a llevar las maletas, que habían sacado del coche la tarde anterior, al vestíbulo.

Para sorpresa de Fran, los empleados del hotel habían abierto las puertas del establecimiento y habían instalado una terraza, donde los clientes desayunaban tranquilamente. Hacía calor y el cielo estaba completamente despejado. Nada indicaba que, a pocos kilómetros de allí, se hubiera producido una catástrofe.

Un camarero se acercó a ellas.

–Me temo que la terraza está llena. Si me acompañan a las mesas del jardín trasero, les serviremos el desayuno.

–Muchas gracias. Iremos dentro de un momento.

Fran se llevó a Kellie al exterior.

–Yannis está en su coche, junto al tuyo. Dejaremos el equipaje en el maletero y le avisaremos de que vamos a desayunar. De ese modo, si Leandros aparece, sabrá dónde estamos.

–Muy bien.

Tras guardar el equipaje, Fran dijo:

–Habla con Yannis. Entre tanto, conseguiré una mesa... si tardamos mucho, no nos podremos sentar en ningún sitio.

Fran siguió el camino de piedra que llevaba a la terraza de la parte trasera. El viento del día anterior había arrancado casi todas las flores de las buganvillas, y solo quedaban unos cuantos pétalos.

Se sentó al sol y, al cabo de unos segundos, oyó un ruido extraño, como un gemido. Sorprendida, miró a su alrededor, pero no vio nada. Pensó que quizás procedía de una de las habitaciones del hotel, cuya ventana estaba abierta.

Lo volvió a oír momentos después. Y esa vez, tuvo la sensación de que había sonado en alguna parte del jardín.

Supuso que sería algún cachorro que se había perdido y se dirigió hacia los arbustos. Cuando vio lo que ocultaban, se llevó la mayor sorpresa de su vida. No era un cachorro, sino una niña pequeña que no podía tener más de siete meses.

Desconcertada, contempló su minúscula camiseta de color rosa y se preguntó de dónde habría salido. Luego, la tomó en brazos y se llevó un buen susto; estaba helada, como si sufriera un proceso de hipotermia.

Justo entonces, apareció Kellie.

–¿Qué diablos... ?

–¡Estaba en el jardín!

–Sí, sí, eso ya lo veo, pero...

–¡Rápido! ¡Consígueme una manta! –exclamó–. Tenemos que llevarla al hospital... me temo que se está muriendo.

Kellie volvió al interior del hotel y pidió ayuda. Un empleado salió de inmediato con la manta que había pedido. Fran envolvió al bebé cuidadosamente y su amiga se adelantó para avisar al guardaespaldas, que se prestó a llevarlas al hospital.

Ya en el coche, Kellie se giró hacia Fran y preguntó:

–¿Qué crees que habrá pasado?

Fran se encogió de hombros.

–Quién sabe... Puede que estuviera con su madre y la arrastrara el tornado de ayer.

–Pobrecita. ¿Habrá estado toda la noche en el jardín?

–No lo sé, Kellie. Solo sé que tiene cortes superficiales en todo el cuerpo –declaró con voz trémula.

–¿Y dónde estará su madre? Si la niña acabó en el jardín del hotel, es posible que ella esté cerca, quizás inconsciente.

–Sí, es posible. Ya sabes lo que hacen los tornados... El último que pasó por Dallas arrastró camiones como si fueran simples cerillas. No sabía que también tuvieran ese problema en Grecia.

–Se forman de vez en cuando, en las zonas costeras.

El bebé se había quedado tan quieto que Fran se preocupó.

–Dile a Yannis que acelere... Ya ni siquiera gime –dijo–. Además, hay que ponerse en contacto con la policía para que empiecen a buscar a sus padres.

Cuando llegaron a las urgencias del hospital, los acontecimientos se sucedieron tan deprisa que Fran casi no se dio cuenta de lo que pasaba. Quiso acompañar al bebé, pero uno de los enfermeros dijo que necesitaba información y llevó a las dos amigas al departamento de admisiones, donde un hombre las invitó a sentarse y les formuló un montón de preguntas.

–¿Nadie ha denunciado la desaparición de un bebé? –se interesó Fran.

–No, nadie. Y sus padres no están aquí –respondió el hombre–. Solo nos ha llegado una víctima... un joven que perdió el control del coche que conducía y sufrió heridas sin importancia.

–Comprendo.

–Mis compañeros se pondrán en contacto con la policía. Supongo que querrán hablar con ustedes, pero llegarán pronto. Se pueden quedar en la sala de espera o ir a la cafetería, que está al final del pasillo.

Cuando salieron, Kellie tocó el brazo de Fran y dijo:

–Deberíamos comer algo.

–Es verdad.

Tomaron un desayuno rápido y volvieron a la sala de espera.

–Si el bebé sobrevive, será gracias a ti y a tu rápida reacción. Si no te hubiera dado por buscar en el jardín del hotel, habría dejado de llorar por falta de fuerzas y habría muerto antes de que lo encontraran.

–Tiene que sobrevivir, Kellie –dijo Fran con ojos llorosos–. La vida pierde el sentido cuando los inocentes mueren.

–Ojalá que Leandros estuviera aquí. Después de haber visto al bebé, no quiero ni pensar lo que habrá visto él en el Persephone. Ese tornado ha matado a muchas personas. Y sé que estará muy afectado.

–Todo esto es tan terrible... no me lo puedo creer. Cuando lo vi entre los arbustos, pensé que estaba alucinando.

La policía tardó poco en llegar. Dos agentes les hicieron unas cuantas preguntas y les dijeron que todavía no sabían nada de los padres de la criatura. En cuanto se marcharon, Fran se levantó de la silla.

–Volvamos a admisión. Puede que sepan algo nuevo.

Kellie también se levantó.

–Yo iré a hablar con Yannis, por si Leandros se ha puesto en contacto con él.

–De acuerdo.

Al llegar a la ventanilla de admisión, Fran se interesó por el estado del bebé. La enfermera no sabía nada, pero dijo:

–Si quiere, puede hablar con el doctor Xanthis, el médico de guardia. Es aquel, el que acaba de salir por esa puerta...

Fran se apresuró a alcanzar al médico, un hombre de mediana edad.

–¿Doctor Xanthis? Soy Fran Myers, la mujer que ha traído al bebé... ¿Sabe cómo se encuentra? ¿Se pondrá bien?

–No lo sabremos hasta dentro de unas horas.

–¿Puedo verlo?

Él sacudió la cabeza.

–Está en la Unidad de Vigilancia Intensiva. Solo pueden entrar los familiares.

–Pero todavía no han localizado a su familia... Está sola. La encontré entre unos arbustos de un hotel.

–Sí, ya me lo habían dicho. Esa niña ha tenido mucha suerte.

–Le ruego que me permita estar con ella. Hasta que lleguen sus padres.

El médico la observó con atención.

–¿Por qué le importa tanto?

–Por favor... –insistió ella con voz débil.

–Ni siquiera es de su familia...

Fran se mordió el labio inferior.

–Es un bebé, doctor Xanthis. Y creo que necesita a alguien.

El médico sonrió.

–Está bien. La acompañaré.

–Espere un momento, por favor –Fran se giró hacia la mujer de recepción–. Si la señora Petralia pregunta por mí, dígale que estoy con el bebé, por favor.

–De acuerdo.

El médico la llevó al ascensor y la acompañó hasta la Unidad de Vigilancia Intensiva, que estaba en el segundo piso.

–La señora Myers tiene permiso para quedarse con el bebé hasta que la policía localice a sus padres –informó a la enfermera de guardia–. Ya sabe lo que tiene que hacer.

–Por supuesto.

–Muchas gracias, doctor Xanthis –dijo Fran.

El médico arqueó una ceja.

–Gracias a usted por ayudar.

–Ha sido un placer.

Capítulo 2

Fran siguió a la enfermera hasta una antesala donde se lavó las manos. Conocía la rutina de los hospitales porque trabajaba en uno, de modo que no se llevó ninguna sorpresa cuando la mujer le pidió que se pusiera una bata y una mascarilla.

El bebé del jardín estaba en la esquina de la sala principal, detrás de tres incubadoras. Le habían puesto una intravenosa y unos tubos en la nariz para insuflarle oxígeno. Fran se alegró al observar que el hospital tenía todos los avances técnicos necesarios, a pesar de encontrarse en un lugar alejado de las grandes ciudades; pero estuvo a punto de gritar al volver a ver los cortes y magulladuras de la pequeña.

Por suerte, no eran graves.

–Siéntese, por favor –dijo la enfermera–. Puede hablar con ella y tocarla. Yo volveré dentro de un rato.

Ya a solas, Fran contempló a la preciosa criatura, que parecía un querubín renacentista, y le acarició un bracito.

–¿De dónde has salido? ¿Caíste del cielo por accidente? Por favor, abre los ojos, cariño... quiero ver de qué color son.

El bebé no se movió.

–Sé que te gustaría estar con tus padres. La policía los está buscando en este momento... pero hasta que los encuentren, ¿te parece bien que me quede contigo? Eres una niña preciosa. Me habría encantado tener una niña como tú.

Fran la acarició dulcemente, con cuidado de no rozarle las heridas.

–No te mueras. Te ruego que no...

Se le quebró la voz y no pudo terminar la frase. De haber estado sola, se habría dejado dominar por la tristeza y habría llorado. Pero no quería que la pequeña oyera sus sollozos, así que respiró hondo y se contuvo.

La enfermera volvió poco después.

–La están esperando en la entrada, señora. Si quiere, puede volver después.

–Gracias... ¿Qué hago con la bata y la mascarilla?

–Déjelas en la antesala.

Cuando llegó a la sala de espera, se llevó una sorpresa. Kellie estaba hablando tranquilamente con Leandros, que ya había llegado. El marido de su mejor amiga parecía haber envejecido mucho desde Semana Santa, cuando voló a Pensilvania con Kellie y la invitaron a cenar.

Al verla, Kellie se apartó de Leandros y corrió hacia ella.

–¿Qué tal está el bebé?

–No lo sé. No ha recuperado la consciencia, pero respira y su corazón late con normalidad. ¿La policía ha encontrado a sus padres?

–No me han dicho nada.

Leandros se acercó y abrazó a Fran.

–Me alegro de verte...

–Y yo de verte a ti, aunque habría preferido que fuera en mejores circunstancias. Supongo que habrás vivido un infierno en el Persephone.

Leandros asintió y lanzó una mirada de tristeza a su mujer. Fran supo inmediatamente que su dolor no se debía solo a la tragedia del tornado, sino también a las tensiones de su matrimonio. Por lo visto, la preocupación de su amiga estaba justificada.

–Han fallecido cinco clientes del hotel –declaró en voz baja–. Es una suerte que la pareja de recién casados que ocupaba la suite nupcial no estuviera allí cuando se produjo el suceso... si hubieran estado, habría dos víctimas más.

–Una forma terrible de morir...

–Desde luego. Hemos perdido al señor Pappas y a su mujer, que estaban celebrando su sexagésimo aniversario de bodas. Y también a la hermana de mi amigo Nikolos Angelis, a su esposo y su niña pequeña.

–¿Su niña?

–Sí, un bebé. La policía ha encontrado todos los cuerpos menos el suyo... imagina la angustia de la familia Angelis.

–Nik es el menor de los hermanos Angelis –explicó Kellie–. Seguro que te suena su nombre; es el nuevo presidente de la corporación que su familia fundó hace cincuenta años. Estaba fuera del país cuando Leandros y yo nos casamos... por eso no te lo pudimos presentar.

–Sí, recuerdo haber visto unas fotografías suyas en una revista, cuando estaba en el avión –dijo Fran.

–Nik y yo hemos organizado algunos equipos de rescate para ayudar a la policía, pero seguimos sin encontrar a la pequeña. Sus abuelos están destrozados. Han perdido a una hija, a un yerno y a una nieta.

Fran entrecerró los ojos.

–¿Qué edad tiene el bebé?

–Siete meses.

–¿Y de qué color tiene el pelo?

–Negro.

Fran dejó escapar un gemido.

–Oh, Dios mío... –dijo Kellie, al comprender lo que sucedía–. ¿Crees que el bebé que encontraste es... ?

–Sí, es posible.

Las dos mujeres se miraron a los ojos.

–¿Recuerdas lo que pasó hace unos años, en los Estados Unidos? –preguntó Kellie–. Un tornado arrastró a una niña pequeña y a su familia. Sus padres murieron, pero ella apareció a veinte kilómetros de allí, sin un rasguño.

Leandros arqueó una ceja.

–¿Se puede saber de qué estáis hablando?

–Rápido, Kellie. Mientras tú se lo cuentas a Leandros, yo subiré a ver al bebé... ¡Tiene que ser el que se ha perdido! ¡Tiene que serlo! –exclamó con renovadas esperanzas–. No hay otra explicación.

La policía dividió el trabajo entre los voluntarios de los equipos de rescate. Nik y sus hermanos debían buscar en el bosque de pinos que se encontraba detrás del complejo hotelero; pero tras varias horas de búsqueda, no encontraron el menor rastro de la pequeña Demi.

Desesperado, se preguntó dónde diablos estaría. No podía volver a casa sin el cadáver de su sobrina.

Sandro y Cosimo tenían dos hijos cada uno, todos varones. Sus esposas y familiares, así como la familia del difunto Stavros, habían viajado a Mikonos para estar con los padres de Nik. Él sabía que sus hermanos estarían dando gracias a la providencia porque sus hijos no habían sufrido la misma suerte, pero también sabía que estaban devastados. Habían perdido a Melina y a la pequeña Demi, la única niña de la familia.

Y Nik estaba aún peor. Siempre había sentido un cariño especial por la hija de Melina; quizás, porque ansiaba tener una hija tan dulce y especial como ella. Pero evidentemente, no podía ser padre sin una mujer, y no había encontrado a la persona adecuada.

Al pensarlo, se acordó de las noticias que habían aparecido el año anterior en la prensa del corazón. Para su disgusto, se referían a él como el soltero y el playboy más deseado de la década. Una imagen que no se correspondía con la realidad y que, por otra parte, alejaba a las mujeres que le podían interesar.

Sin embargo, sus problemas personales palidecían ahora frente a la tragedia que su familia había sufrido. Todavía recordaba la sonrisa que Demi le había dedicado dos semanas antes, cuando le regaló una pelota.

–Ya hemos terminado en esta zona –la voz de Sandro lo sacó de sus pensamientos.

–Pues pasemos a la siguiente.

–Se nos han adelantado –intervino Cosimo–. Ya han estado allí.

–Me da igual si han estado o no –bramó Nik–. Buscaremos de todas formas, detrás de cada árbol y cada arbusto.

Cinco minutos después, sonó su teléfono móvil.

–Hola, Nik, soy Leandros.

Nik y sus hermanos se detuvieron.

–¿Leandros? ¿Sabes algo nuevo?

–Tal vez. Sobre todo, si crees en los milagros.

–¿Qué significa eso?

–Estoy con mi esposa en el hospital de Leminos, a veinte kilómetros de donde estás. Ven tan pronto como puedas, por favor. La mejor amiga de Kellie, la señora Fran Myers, encontró un bebé esta mañana.

Nik apretó el móvil con fuerza.

–¿Qué has dicho?

–Lo que has oído. Estaba en un hotel cuando oyó un gemido entre unos arbustos. Ayer, cuando se dirigían a Persephone a pasar las vacaciones, el tiempo empeoró tanto que se vieron obligadas a interrumpir el viaje y quedarse allí.

–¿Insinúas que tu esposa y su amiga... ?

–Sí, podrían haber estado entre las víctimas mortales, pero tuvieron suerte –respondió, claramente emocionado–. Sea como sea, Fran se levantó al oír los gemidos y fue a investigar... Es una historia increíble. La pequeña está en la Unidad de Vigilancia Intensiva. Solo tiene unos cuantos cortes y magulladuras.

–¿La has visto?

–Sí. Tiene unos siete meses de edad y el color de pelo de tu familia. El médico cree que se pondrá bien, aunque todavía no ha recuperado la consciencia.

Nik miró a sus hermanos.

–Espéranos allí, Leandros. Y mil gracias por lo que has hecho.

–No me des las gracias. No sabemos si es tu sobrina.

–Quiero creer que lo es.

Nik cortó la comunicación y sus hermanos y él corrieron por el bosque. Por el camino, les contó la historia de Leandros. En cuanto llegaron al coche, Nik se puso al volante y se dirigió a Leminos a toda velocidad.

Leandros y su esposa los estaban esperando en la entrada de urgencias. Tras los saludos oportunos, y después de darles el pésame por la muerte de Melina y Stavros, Kellie les presentó al médico que estaba cuidando del bebé.

–Vengan conmigo y veremos si es el bebé que buscan –dijo el médico, que los llevó a la escalera–. Me alegra poder informarles de que la niña ha abierto los ojos hace media hora... creo que se lo debemos a kyria Myers, que ha estado con ella todo el tiempo. Es la mujer que la encontró en el jardín del hotel.

Nik habría entrado en la Unidad de Vigilancia Intensiva en ese mismo momento, pero sus hermanos y él se tuvieron que resignar a pasar por el trámite previo de lavarse las manos y ponerse la bata y la mascarilla. Cuando por fin entraron en la sala, Nik miró a la mujer que en ese momento cantaba a la pequeña. Como estaba de espaldas, solo distinguió que tenía el pelo de color rubio oscuro, recogido bajo un pañuelo.

Y, entonces, reconoció al bebé.

–¡Demi... !

Nik y sus hermanos se alegraron tanto que empezaron a reír y a llorar al mismo tiempo. La niña se asustó y empezó a berrear, pero la amiga de Kellie la tranquilizó inmediatamente con caricias y palabras de afecto.

Tras unos momentos, se levantó y se giró hacia los recién llegados. Nik notó que era de mediana estatura y de ojos entre azul y violeta, de un tono que solo había visto en ciertas flores que crecían en Mikonos, en las islas Cícladas.

–¿Fran? Soy Nik Angelis –dijo–. Te presento a mis hermanos, Sandro y Cosimo.

–Encantada –respondió ella a través de la mascarilla.

–Por lo que me han contado, tenemos que darte las gracias por haberle salvado la vida a nuestra sobrina.

–Fue simple casualidad. Al principio, cuando oí los gemidos, pensé que sería algún cachorro... Imagínate mi sorpresa cuando la vi entre los arbustos –declaró, mirándolo a los ojos–. Por cierto, ¿cómo se llama?

–Demitra; pero la llamamos Demi.

–Es un nombre precioso.

–Sí.

–Lamento la muerte de Melina y de su esposo. Leandros nos lo ha contado... pero me alegra que su hija esté bien.

Nik asintió.

–La pérdida de Melina ha sido un golpe muy duro para nosotros y para nuestros padres. Sin embargo, sé que Demi los ayudará a salir adelante –dijo–. Quiero que sepas que mi familia estará siempre en deuda contigo por lo que has hecho.

Ella sacudió la cabeza.

–No, nada de deudas. La felicidad de devolverla a su familia es un premio más que suficiente para mí. Ahora que la veo, me extraña que no me diera cuenta antes del parecido... es una Angelis de la cabeza a los pies.

El tono de voz de Fran era tan ronco y sensual que, a pesar de la tragedia que habían sufrido, Nik se estremeció por dentro y le dedicó una sonrisa.

–Bueno... será mejor que os deje a solas con vuestra sobrina –continuó ella–. Estoy segura de que se sentirá mejor cuando os oiga y sepa que está con su familia.

–¿Adónde vas?

–Abajo, con Kellie.

–No te vayas todavía. Tenemos que hablar.

–No sé si podré quedarme. Estoy aquí en calidad de invitada y desconozco los planes de Kellie y su esposo.

–Entonces, bajaré contigo. Tengo que llamar a mis padres y darles la noticia. Además, sé que querrán darte las gracias en persona.

Nik dejó a sus hermanos y entró con ella en la antesala, donde se quitaron las batas y las mascarillas. Fue toda una revelación para él; Fran Myers era una mujer verdaderamente bella, de figura esbelta y una cara tan bonita como sus ojos. Pero Nik creía que estaba casada, así que hizo un esfuerzo por apagar el deseo que empezaba a sentir.

Al darse cuenta de que ella también lo estaba mirando, preguntó:

–¿Cuál es el veredicto?

Fran se ruborizó levemente.

–Bueno, ya te había visto antes...

–¿Ah, sí? ¿Dónde? –preguntó, desconcertado.

–En una revista que me dieron en el avión. Pero si quieres que sea sincera, me alegro de que tu sobrina heredara los rasgos de tu familia.

Nik se sintió halagado. Especialmente, porque Fran se abstuvo de mencionar lo que la prensa decía sobre él.

–Tu hermana debía de ser muy guapa –siguió diciendo ella.

Nik sacó la cartera y le enseñó una fotografía.

–Esta foto se la sacaron hace dos meses, cuando cumplió treinta años.

Fran miró la foto.

–Melina se parecía mucho a ti...

Nik tragó saliva y asintió. Estaba demasiado emocionado como para hablar de su hermana, así que cambió de conversación.

–Bueno, ¿nos vamos?

El doctor Xanthis se acercó a ellos en ese momento.

–Si no le importa, los acompañaré. Tenemos que hacer un análisis de ADN para confirmar que la niña es su sobrina.

–Por supuesto. Llamaré al hospital de Atenas para que le envíen toda la información necesaria. De esa forma, el proceso será más rápido.

–Excelente.

Fran se preguntó qué le habría pasado a Nik para que le tuvieran que hacer un análisis de ADN en un hospital, pero se dijo que no era asunto suyo y lo borró de su cabeza.

Sin embargo, no pudo olvidar tan fácilmente la impresión que le había causado. Nikolos Angelis era tan impresionante como Leandros. Y a pesar de su expresión de dolor, más que comprensible tras el fallecimiento de su hermana, también era el hombre más guapo que había visto en toda su vida.

Las fotografías de la prensa no le hacían justicia. Además de su atractivo, tenía el carisma de una persona capaz de hacer cualquier cosa que se propusiera. Nik Angelis era un metro noventa de puro músculo, con pantalones de traje y una camisa azul que daban testimonio de lo sucedido. Era obvio que estaba en su oficina cuando supo que un tornado había arrasado el Persephone. Y al igual que sus hermanos, lo había dejado todo para volar inmediatamente a Tesalónica.

Fran sonrió para sus adentros. Se había burlado de Kellie cuando le dijo que albergaba la esperanza de que tuviera un flechazo durante sus vacaciones, pero debía admitir que Nik era un gran candidato. De rasgos duros y boca sensual, tenía unas pestañas tan largas como las de Demi y un cabello negro tan lustroso que deseó acariciárselo.