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¿Habría roto la regla de oro de aquel matrimonio de conveniencia? ¿Se habría enamorado de su marido? El jeque Ashraf ibn-Saalem era un hombre inolvidable, pero Karen Rawlins debía recordar las condiciones de su acuerdo: ambos querían tener un hijo, ella sin tener que someterse a un marido controlador y él sin entregar su corazón. Así que se casarían y una vez conseguido su objetivo estarían juntos, platónicamente, el tiempo necesario para dar un nombre al pequeño. Pero nada sería tan simple después de una noche con el guapísimo jeque. Aunque ya se había quedado embarazada, Karen seguía muriéndose por sus besos.
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Seitenzahl: 167
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Harlequin Books S.A.
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un beso atrevido, n.º 1330 - septiembre 2016
Título original: Expecting the Sheikh’s Baby
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8742-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Quién es quién
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Ashraf ibn-Saalem: Tras sufrir una dolorosa traición, este jeque árabe decidió meter su corazón en hielo, pero no su libido. Sus ojos negros e inquisidores saben apreciar a las mujeres, pero su endurecido corazón ha jurado no volver a amar. Aunque hay algo que sí desea conseguir: Un hijo.
Karen Rawlins: Algunos aseguran que esta prima perdida de los Barone es orgullosa e indomable. Pero, según la propia Karen, es sencillamente dueña de sí misma. Tiene treinta y un años y ha empezado a escuchar el tic-tac de su reloj biológico. Por las noches sueña con tener un hijo, pero ha decidido que para ello no necesita un marido.
Maria Barone: Ella sabe mejor que nadie que no importa lo que uno quiera, porque no se puede escapar de lo que el destino nos tiene preparado.
Aquel hombre podía ser su padre, pero eso era imposible.
Su padre estaba muerto.
Karen Rawlins recorrió con dedos temblorosos la foto de Paul Barone que venía en el periódico de Boston ilustrando un artículo sobre la última reunión familiar de los Barone. Y también hablaban del misterio que llevaba años sin resolverse acerca del rapto del hermano gemelo de Paul, Luke. Todo aquello confirmaba lo que Karen había descubierto hacía poco tiempo en las páginas amarillentas del diario de su abuela.
Karen se sentó en una silla de la cocina del único hogar que había conocido, en el corazón profundo de Montana. Tenía la cabeza llena de demasiadas preguntas sin respuesta y demasiados recuerdos. ¿Conoció su padre la existencia del diario que Karen había encontrado entre las pertenencias de su abuela? ¿Habría sido consciente del engaño antes de morir? ¿Se habría enterado de que nació en una acaudalada familia de Massachussets y que la mujer a la que siempre consideró su madre lo raptó, y que no se llamaba Timothy Rawlins sino Luke Barone?
Karen dejó el periódico a un lado, consciente de que nunca obtendría todas las respuestas que ansiaba. Todos los que sabían la verdad estaban muertos: Sus abuelos, que habían fallecido con pocos meses de diferencia dos años atrás mientras dormían, y sus padres, muertos el año anterior en un tremendo accidente de tráfico.
Si Karen no hubiera roto su compromiso con Carl le habría resultado más fácil enfrentarse al dolor abrumador por tanta pérdida y a la aparición de un nuevo árbol familiar. Pero aquello había sido en realidad una bendición. Prefería vivir sola siempre que pudiera llevar la vida que quería. Pero Carl tenía otras ideas, ideas que incluían controlarla. Él quería una esposa que renunciara por él a tener una vida propia, no una esposa con sueños, opiniones y metas profesionales. Ella se había negado a decir adiós a sus ilusiones.
Karen colocó las manos en la taza de café para entrar en calor, a pesar de que en el exterior el mes de junio se mostraba cálido y maravilloso. Y sin embargo, ella sentía un frío que le calaba hasta los huesos incluso en aquella cocina tan hogareña y confortable que olía a limón. Porque se encontraba muy sola.
No hacía falta decir que aquel no había sido un año glorioso para Karen Rawlins. Se le ocurrió pensar entonces que no tenía ninguna razón para quedarse en Silver Valley. Aquel pueblo de un solo semáforo no tenía nada que ofrecerle excepto recuerdos agridulces y la certeza de que muchas cosas que pensaba de su familia, de su legado, eran falsas, a excepción del hecho de que sus padres y sus abuelos la habían querido sin reservas.
Tal vez en Boston la aguardaran más oportunidades. Oportunidades excitantes. Un lugar donde empezar de cero y crecer. Karen decidió entonces ir en busca de los Barone y contarles los detalles que sabía sobre su hijo desaparecido con la esperanza de que la recibirían con los brazos abiertos y la mente abierta.
Encontraría un buen trabajo y tal vez algún día podría fundar su propia empresa de decoración de interiores. Se construiría una buena vida. Una nueva vida. Y para llenar el hueco que tenía dentro del alma, intentaría también tener un hijo, alguien que la quisiera sin condiciones.
No, no había sido un año glorioso para Karen Rawlins, pero podía serlo a partir de aquel momento. Lo sería. Dependía de ella hacerlo realidad, y conseguiría todos sus objetivos sin la ayuda de ningún hombre.
«Maldición, él otra vez».
Karen Rawlins se golpeó con el codo en la caja registradora de la afamada heladería Baronessa, perteneciente a los Barone, y reprimió un quejido que hubiera podido escucharse por encima de la música de ópera que salía a través de los altavoces de la tienda. También se contuvo de soltar una retahíla de palabrotas dirigidas al hombre que estaba sentado en el taburete de la esquina, al lado del ventanal. Un hombre que parecía un reflector de luz en medio de la decoración sencilla y tradicional de aquella heladería italiana.
Karen se jactaba de tener ojo de diseñadora, y aquel hombre estaba diseñado a la perfección. Su aspecto exótico componía el retrato perfecto de un extranjero misterioso.
Pero el jeque Ashraf Saalem no era un extraño para Karen. Lo había conocido hacía un mes en la fiesta de bienvenida que los Barone habían celebrado en su honor. Y sí, le había parecido educado, bastante carismático, por no decir muy carismático, pero demasiado seguro de sí mismo para el gusto de Karen. Por lo que ella sabía, el exceso de confianza era sinónimo de control. Y no estaba interesada en hombres controladores por mucho que pudieran hacer estremecer a una mujer con una mirada. Y eso que la última vez que estuvo cerca de él el jeque le había dedicado varias. Karen tampoco había sido capaz de olvidar la otra cosa que le había dado aquella noche.
Un beso.
Un beso de los que provocaban que una mujer perdiera el sentido. Un beso imposible de olvidar.
Pero Karen tenía que olvidarlo, e ignorar a aquel hombre, sobre todo en aquellos momentos. Tenía que ignorar sus miradas penetrantes y aquellos ojos tan oscuros como el café expreso de Baronessa. No era una misión fácil aunque él hubiera cambiado su atuendo tradicional árabe por la vestimenta occidental: traje de chaqueta en seda beige y jersey de cuello vuelto tan negro como su sedoso cabello. Tenía el aspecto de un hombre de negocios cualquiera tomándose un respiro en medio del agitado mundo de las finanzas. Pero no era cualquier hombre, un hecho que a Karen le había quedado meridianamente claro desde el momento en que lo conoció… y lo besó.
Tras dirigirle otra mirada furtiva, Karen volvió a colocar los cuencos de helado en línea bajo el mostrador. Su trabajo en la heladería, codo a codo con su maravillosa prima Maria era muy agradable. Hacía casi un mes que había sido recibida con los brazos abiertos por la familia, había aceptado el puesto de asistente de dirección y a cambio había ganado un buen puñado de parientes y un acogedor apartamento que había pertenecido a su prima Gina. Ahora que su vida estaba de nuevo encarrilada, no tenía desde luego tiempo ni ganas de distraerse con un hombre, ni aun cuando se tratase de un príncipe carismático.
Como si su fuerza de voluntad se hubiera ido de la tienda sin ella, Karen volvió a mirarlo a escondidas. ¿Cómo iba a ignorar su presencia si la tienda estaba prácticamente desierta a aquella hora de la tarde? La gente había regresado a sus trabajos después de la hora del almuerzo. Todos excepto el jeque. Él era el único cliente a excepción de una pareja que estaba en el otro extremo, haciendo manitas y susurrándose cosas al oído.
–Ya veo que tienes visita.
Karen apartó la vista del dúo romántico y la fijó en la sonrisa maliciosa de Maria.
–¿Por qué no me has avisado de que estaba aquí? –le preguntó Karen con más irritación de la que le hubiera gustado.
Pero la imagen de aquella pareja haciéndose arrumacos la había puesto de mal humor. Igual que la súbita aparición de Ashraf ibn-Saalem.
–Estabas abajo cuando llegó –dijo Maria–. Y no me imaginé que tuvieras tanto interés.
–Y no lo tengo –aseguró su prima limpiando con rabia el mostrador de mármol aunque estuviera impoluto–. Por lo que a mí se refiere es sólo un cliente más tomándose un café.
Maria avanzó hacia Karen y dirigió una mirada nada discreta en dirección al jeque.
–Tengo la impresión de que no ha venido sólo a tomar café, ni tampoco un helado –aseguró inclinándose hacia ella en un susurro–. Teniendo en cuenta el modo en que te está mirando, creo que está interesado en otro tipo de postre, no sé si me entiendes.
Karen entendía perfectamente lo que su prima quería decir, y no tenía intención de ser el caramelo del jeque, ni en aquel momento ni nunca. Se giró dándole la espalda a la barra y lanzó una rápida mirada por encima del hombro.
–No me está mirando de ningún modo. Está leyendo el periódico.
–Finge que lee el periódico, pero está mucho más interesado en ti.
Karen se subió las mangas de su camisa blanca y consultó el reloj, más por nerviosismo que por conocer la hora. Aunque tenía una cita. Una cita muy importante.
–¿Es que no tiene trabajo?
–Claro que sí, y muy bueno. Al menos eso me contó Daniel. Es consultor financiero o algo parecido. Viaja por todo el mundo.
Daniel, otro de los primos de Karen, era hijo del hermano gemelo de su padre, Paul, y el causante de que el jeque hubiera ido a su fiesta de bienvenida.
–Pero independientemente del trabajo es muy rico –aseguró Maria colocando los codos sobre el mostrador–. Y pertenece a la nobleza. Y viene hacia aquí.
Karen se quedó petrificada, como si se hubiera quedado pegada al mostrador por el escalofrío que le recorrió la espalda.
–¿En qué puedo servirle, jeque Saalem?
Karen escuchó el sonido del taburete del mostrador pero no fue capaz de girarse.
–Para empezar, me gustaría que me llamaras Ash. En América prefiero prescindir del título, al menos entre amigos. Y considero a los Barone mis amigos.
–Por supuesto –aseguró Maria–. Los amigos de Daniel son amigos nuestros, ¿verdad, Karen?
Karen sintió la punzada del codo de su prima en el costado. Dándose cuenta de que no tenía espacio para huir, terminó por darse la vuelta y mirar al jeque.
–Sí. Amigos. Por supuesto.
En lo que a sonrisas se refería, Karen tenía que calificar a Ash Saalem con un diez. ¿Por qué tenía que ser tan insoportablemente atractivo?
–Está usted muy guapa hoy, señorita Rawlins –dijo con voz tan suave y líquida como el mercurio.
Seguía con los ojos clavados en los suyos. Karen quería apartarlos, pero decidió mantenerle la mirada.
–Gracias.
–¿Te gusta trabajar aquí, Karen?
No podía creer que tuviera la osadía de tutearla y llamarla por su nombre. Tampoco podía creer que su pulso tuviera la osadía de acelerarse al escuchárselo pronunciar. Pero él había tenido las agallas suficientes para besarla la otra noche, así que por qué no iba a prescindir de toda formalidad.
–La verdad es que me encanta trabajar aquí –aseguró forzando una sonrisa y con los labios tensos–. Y hablando de trabajo: ¿Desea tomar algo?
–¿Qué se te ocurre? –preguntó el jeque inclinándose hacia delante e inundándola con su aroma a colonia y a seguridad en sí mismo.
Pero Karen no estaba de humor para jugar a las adivinanzas.
–Tal vez un poco de helado. Es muy refrescante. Y ayuda a enfriar los ánimos.
Helado era lo único que pensaba ofrecerle a aquel hombre, ese día y todos los días.
–¿Y si te pido algo de tu tiempo? Tal vez salir a cenar cuando hayas acabado con tus obligaciones…
–Señorita, por favor…
Karen miró hacia el final de la barra. Un hombre de mediana edad vestido con traje de chaqueta la miraba con expresión de impaciencia. Ella echó un vistazo alrededor en busca de Maria, que había desaparecido oportunamente.
–Discúlpeme –le dijo Karen al jeque dirigiéndose hacia el cliente–. ¿Qué desea tomar, señor?
–Un expreso –pidió el hombre con un gruñido–. Y rápido. Tengo prisa.
–Todavía no has contestado a mi pregunta, Karen.
Ella miró a Ash y le dedicó al señor gruñón la mejor de sus sonrisas.
–Discúlpeme un instante –le pidió mientras se acercaba de nuevo al jeque sintiéndose como una pelota de ping-pong–. No tengo tiempo para cenar. Tengo que ir a un sitio después del trabajo.
–¿Algo importante?
–Digamos que sí.
–¿Y no puedo acompañarte?
Karen pensó que sería más que bienvenido en la clínica de fertilidad, sobre todo si hacía una donación. ¿Quién en su sano juicio la rechazaría? Desde luego ella no. Pero tampoco tenía intención de contarle lo que iba a hacer.
–Tengo una cita. Una cita médica.
–¿Estás enferma?
–Es sólo un chequeo rutinario –aseguró sin mentir–. Estoy bien.
–Eso puedo asegurarlo yo sin necesidad de hacerte ninguna prueba –dijo Ash mutando su ceño de preocupación en una sonrisa–. Aunque no me importaría llevar a cabo una investigación más profunda.
–¿Está ya listo el café? –gruñó el cliente, malhumorado.
Karen agradeció la interrupción y se dirigió a servirle una taza a aquel hombre. En ese momento apareció Maria y vio entonces el cielo abierto para librarse del poder que ejercía sobre ella la mirada oscura del jeque.
–¿Todavía no ha llegado Mimi? Tengo que irme ya, Maria. Al médico.
–Sí, vete –respondió su prima con una mueca señalando la puerta–. Me las arreglaré hasta que ella llegue. Todavía falta bastante para que esto empiece a llenarse.
Karen se dirigió a la salida con las llaves en la mano antes de darle a Ash la oportunidad de insistir sobre lo de salir a cenar. Porque no estaba muy segura de volver a decirle que no.
–Estaremos en contacto, Karen –aseguró el jeque.
Ella agarró el picaporte de la puerta e intentó salir, pero se detuvo al escuchar el sonido encantador de su voz. Sólo fue un instante. Luego salió a toda prisa y corrió prácticamente hacia el coche para no caer en la tentación de aceptar su oferta. Para no rendirse ante aquellos ojos magnéticos y aquella voz pecadora. Para no olvidarse de su determinación de no mantener relaciones con ningún hombre.
Gracias a Dios que se las había arreglado para salir de allí a toda prisa.
Ashraf Saalem no tenía ninguna intención de permitir de Karen Rawlins se fuera. Desde el momento en que puso los ojos sobre ella en la fiesta de bienvenida, desde el instante en que la besó espontáneamente, la deseaba. Seguía deseándola y pretendía hacerla suya aunque para ello tuviera que ejercitar su paciencia hasta el límite.
La paciencia no era una de las virtudes de Ash. Nunca habría conseguido su fortuna personal si no hubiera sido persistente. Nunca habría dejado la seguridad del negocio familiar ni se hubiera marchado a América si hubiera estado dispuesto a aceptar las exigencias de su padre.
–Maldición…
La queja suave de Maria Barone captó la atención de Ash.
–¿Hay algún problema?
–Karen tenía tanta prisa que se ha dejado esto –dijo la joven mostrándole un bolso de cuero negro.
Ash vio el descuido de Karen como una oportunidad para continuar con su estrategia de convencerla para que volvieran a verse, a ser posible a solas.
–Estaré encantando de llevárselo.
–¿Ahora?
–Sí. Supongo que lo necesitará, seguramente tendrá ahí el carné de conducir y la cartera con el dinero.
–Tienes razón –reconoció Maria pensativa–, pero no estoy muy segura de que le haga gracia que te diga adónde va.
–Mencionó algo de una visita al médico –dijo sin especificar que aquella información se la había sacado con sacacorchos.
–Ayer me preguntó cómo ir al número doscientos de la calle Blakenship –intervino entonces una mujer menuda de cabello gris–, así que supongo que es allí dónde va.
–Mimi, no creo que a Karen le guste que des esa información –aseguró Maria mirando a la camarera con frialdad.
–Necesita su bolso, ¿no? –preguntó la mujer poniendo los ojos en blanco– Además, no creo que él le robe las tarjetas de crédito.
–Puedes confiar en que encontraré a la señorita Rawlins y se lo entregaré sano y salvo –intervino Ash agarrando el bolso que Maria le tendió vacilante–. Hasta pronto, señoras. Volveremos a vernos.
–De eso estoy segura –aseguró Mimi con una sonrisa–, ya que Karen trabaja aquí. Esa chica es muy guapa.
Sin decir nada más y despedirse con una inclinación de cabeza, Ash salió de la tienda con una sonrisa en la cara, agradecido por su buena fortuna. Tenía algo que Karen Rawlins necesitaba, y ella tenía algo que él deseaba. A ella. Al menos era un principio.
Con aquella idea en mente, Ash se metió en su Rolls-Royce plateado que estaba aparcado en la entrada y se puso en marcha. Notó cómo se iba impacientado mientras circulaba entre el denso tráfico de aquellas horas. Tras un rato que se le hizo interminable giró por la calle que la camarera había mencionado y se acercó a un edificio de ladrillo rojo que parecía una clínica.
Ash detuvo el coche en el aparcamiento y cuando leyó el cartel del Centro de Fertilidad Milam pensó que se había equivocado. Pero cerca de la entrada vio un coche pequeño de color azul que se parecía al que se había subido Karen cuando salió de Baronessa.
Aparcó, agarró el bolso de cuero y se sentó en un banco desde el que podía ver el coche azul. Pensó que Karen ya habría entrado y decidió esperar hasta que saliera aunque tardara varias horas. Tenía muchas preguntas que hacerle, sobre todo por qué había escogido una clínica en la que ayudaban a las mujeres a quedarse embarazadas. Entonces se abrió la puerta del coche de Karen y ella salió.
Ash vio el cielo abierto y atravesó el aparcamiento para ir a su encuentro. Se detuvo un instante para observar el balanceo de sus caderas y la belleza de sus piernas estirándose bajo la falda cuando ella se inclinó para buscar, al parecer, el bolso.
–¿Estás buscando esto?
Karen se golpeó levemente la cabeza al darse la vuelta bruscamente para mirarlo.
–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó tuteándolo casi inconscientemente.
–He venido a darte esto –dijo el jeque mostrándole el bolso.
–Gracias –contestó Karen agarrándolo–. No me di cuenta de que me lo había dejado.
–Ahora te toca a ti responder a la misma pregunta –afirmó Ash señalando hacia la clínica–. ¿Qué estás haciendo aquí?
–Ya te dije que…
–Que tienes una cita. Lo sé. ¿Pero qué te trae a un sitio así? ¿Has venido a una entrevista de trabajo?
–Por supuesto que no –aseguró ella cerrando la puerta del coche con un leve golpe de trasero–. Esto no es asunto tuyo –dijo algo molesta.
Ash se sentía frustrado por su reticencia. Sabía que no tenía derecho a interrogarla, pero tenía que saber por qué estaba allí.
–Tengo enorme interés en comprender la razón por la que has venido a este lugar.
–No tienes por qué comprenderlo. Esto es cosa mía, no tuya.
–Es cosa mía si tienes una relación con alguien con quien planeas tener un hijo, si esa es la razón por la que estás aquí.
–¿Y por qué sería eso cosa tuya?