Un beso bajo las estrellas del norte - Susan Carlisle - E-Book

Un beso bajo las estrellas del norte E-Book

Susan Carlisle

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Beschreibung

¿Una razón por la que quedarse? Cuando la doctora Trice Shell se trasladó al extremo norte de Islandia, estaba deseando lanzarse de cabeza al trabajo y olvidar su doloroso pasado. Estaba nerviosa, pero su compañero temporal, el doctor Drake Stevansson, se mostró dispuesto a enseñarle los entresijos del puesto. Drake tenía el aspecto de un guerrero vikingo y una forma de ser que hizo que Trice se sintiera más segura que nunca. La atracción que había entre ellos, capaz de derretir la nieve, era innegable, pero Drake tenía intención de marcharse. ¿Qué pasaría cuando las miradas furtivas se convirtieran en besos apasionados que amenazaban con hacer descarrilar todos sus objetivos?

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Seitenzahl: 175

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

{b{bEditado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2025 Susan Carlisle

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un beso bajo las estrellas del norte, n.º 3205 - diciembre 2025

Título original: A Kiss Under the Northern Lights

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor, editor y colaboradores de esta publicación, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta publicación para entrenar tecnologías de inteligencia artificial (IA).

HarperCollins Ibérica S.A. puede ejercer sus derechos bajo el Artículo 4 (3) de la Directiva (UE) 2019/790 sobre los derechos de autor en el mercado único digital y prohíbe expresamente el uso de esta publicación para actividades de minería de textos y datos.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9791370007928

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Con un nudo en la garganta, Beatrice Shell miró hacia abajo para ver el pueblo al que se dirigía, Seydisfjordur, en un fiordo al extremo norte de Islandia. La extensión de agua azul se acercaba a medida que el piloto del avión de hélice se preparaba para aterrizar. Trice apenas distinguía una única pista de asfalto, con montones de piedra gris a los lados, que terminaba en el agua.

Nunca había visto nada igual. Claro que no era una sorpresa porque nunca había estado en Islandia.

Había pasado miedo en el avión que la había llevado a Reikiavik, pero se sentía más segura que en el pequeño aparato de seis plazas. Con los nervios de punta y el corazón acelerado, se agarró al desgastado asiento cuando el piloto inclinó las alas hacia un lado y luego hacia el otro para aterrizar en el diminuto aeropuerto rodeado de montañas nevadas. La pista era muy corta y si se pasaba de largo acabarían en el agua. En el agua helada.

Nerviosa, rozó la pequeña cicatriz que tenía en el dorso de la mano. ¿No era aquello lo que había querido hacer desde que descubrió su raro trastorno de la piel en la adolescencia? Encontrar una conexión. Encontrar su sitio.

A los quince años había sufrido una erupción cutánea con ampollas. Su madre de acogida la llevó al hospital y, tras muchas consultas con varios facultativos, descubrieron que padecía una enfermedad de la piel llamada porfiria hepatoeritropoyética o HEP. Lo que más le intrigaba de la enfermedad era su carácter genético, propio de personas de ascendencia nórdica. Hasta entonces, Trice desconocía sus antecedentes.

Tras el primer brote, se recuperó por completo sin apenas secuelas. Siempre sería portadora del gen, pero la enfermedad solo la afectaría si pasaba demasiado tiempo al sol o si le recetaban algún medicamento equivocado. Lo positivo de la experiencia fue descubrir su ascendencia nórdica, el primer dato sobre su familia, y cuando ahorró suficiente dinero se hizo una prueba de ADN. Eso era lo que la había llevado a Islandia.

Con un chirrido de neumáticos, el avión tocó el asfalto, rebotó un par de veces y luego se detuvo por inercia casi al borde de la pista. Trice soltó el aliento que había estado conteniendo. Al menos no habían caído al agua.

Cuando surgió la oportunidad de trabajar en una clínica de Islandia durante un año, Trice solicitó el puesto y dio saltos de alegría cuando le confirmaron que era suyo. Podría atender a personas con su misma herencia genética. Tal vez no serían familiares directos, pero serían más cercanos que cualquier otra persona que hubiera conocido.

Trice se atrevió a mirar por la ventanilla. Había una avioneta estacionada frente a un edificio blanco, con un cartel en la pared que decía Bienvenidos a Seydisfjordur.

Tomando su bolso y su maleta, aceptó la mano que le ofrecía el piloto para bajar del aparato. Lo último que necesitaba era llegar a su nuevo trabajo con la nariz rota. Eso no alentaría la confianza de los lugareños en su capacidad para practicar la medicina.

El pueblo estaba situado en el extremo de un estrecho valle verde rodeado de montañas escarpadas, y un río de aspecto apacible desembocaba en la boca del fiordo. Las tiendas y las casas estaban pintadas de colores: rosa, amarillo, celeste, algunas con tejados rojos. En realidad, era un sitio maravilloso.

Aunque había soñado con ir a Islandia durante años, nunca pensó que sucedería. Pero estaba allí, en ese pueblo al que algún día podría llamar su hogar. Aquella podría ser su oportunidad de encontrar un vínculo con su familia.

–La clínica es el edificio blanco con la cruz roja –dijo el piloto.

–Gracias.

Al parecer, tendría que ir andando. Esperaba que no estuviese muy lejos porque las botas de montaña, un regalo de despedida de su mejor amiga, Andrea, le estaban destrozando los pies.

No veía la clínica desde allí, pero levantó el asa de la maleta y tiró de ella para dirigirse a la estrecha carretera que llevaba al pueblo.

Hacía sol, pero el aire era fresco, de modo que agradeció llevar su abrigo acolchado. Por suerte, el sitio no estaba cubierto de nieve. La gente solía confundir Groenlandia con Islandia. Groenlandia era gélida, Islandia era verde.

Le habían ofrecido el trabajo a última hora porque otro médico se había echado atrás y Trice decidió aprovechar la oportunidad. En menos de cuarenta y ocho horas, solucionó todos sus asuntos personales, guardó sus pocas pertenencias en una maleta y subió a un avión con destino al lejano norte de Islandia. Andrea le deseó lo mejor, pensando que estaba loca.

Ni siquiera había tenido tiempo de estrenar las botas y le estaban haciendo muchísimo daño, pero tiró de su maleta, decidida a llegar a la clínica cuanto antes.

Comparado con Atlanta, donde había pasado toda su vida, el pueblo no parecía más grande que un barrio. Sin duda sería un choque cultural, pero no sabía si eso sería bueno o malo. Y daba igual, estaba demasiado preocupada por su dolor de pies como para pensar en otra cosa.

Al doblar la curva de la bahía, vio un edificio blanco revestido de madera. En el exterior colgaba un pequeño cartel con una cruz roja y apresuró el paso, deseando quitarse las botas.

Los edificios de madera pintados de colores vibrantes, el azul intenso del agua, el verde del valle y el blanco de las montañas nevadas la emocionaron. Allí tendría la oportunidad de encontrar a su familia y de encontrarse a sí misma. Podía sentirlo en los huesos… pero no en los pies, que estaban entumecidos.

 

 

Drake Stevansson se fijó en la mujer por dos razones. Primero, porque no la conocía. Habiendo nacido y crecido en Seydisfjordur, conocía a todo el mundo. Segundo, incluso de lejos, algo en ella lo intrigaba. Tal vez fuese el abrigo amarillo o la maleta de color rosa que arrastraba. Fuese lo que fuese, llamaba poderosamente su atención.

Después de entregarle un sobre a su tía, la encargada de correos, se dirigió hacia la desconocida.

¿Qué podría haber llevado allí a tan fascinante criatura? No había ningún barco atracado en el muelle, de modo que debía haber llegado en avioneta.

La mujer seguía caminando, pero cada vez más despacio. De vez en cuando se detenía y levantaba un pie. ¿Por qué? El camino no estaba embarrado. ¿Siempre caminaba así?

Enderezaba los hombros, levantaba la cabeza y volvía a caminar, como diciendo: «No voy a dejarme vencer». Eso le gustó. Era un mantra islandés. El instinto le decía que tenía la determinación y el coraje necesarios para sobrevivir tantas horas de oscuridad en invierno, por no mencionar el frío.

No tenía ni idea de por qué le importaba. Él se marcharía pronto de allí y seguramente solo volvería de visita. De niño, vio morir a su abuelo porque allí no había ningún médico que pudiera hacer una simple apendectomía. Se prometió entonces que sería cirujano y había avanzado lo suficiente en su formación como para hacer ciertas operaciones, pero aún necesitaba muchas horas de práctica.

Había regresado a Seydisfjordur para el funeral de su mentor y amigo, el doctor Johannsson, pero tras su muerte no quedaba ningún médico en el pueblo, de modo que había dejado las prácticas de cirugía en Londres para atender a sus vecinos. Encontrar a alguien que ocupase su puesto se había convertido en una experiencia frustrante. Ningún médico quería vivir tan lejos. Por fin, alguien había aceptado trabajar allí durante un año y se esperaba que llegase cualquier día.

Drake estaba deseando volver a Londres. El único problema era Luce, su abuela, que estaba envejeciendo y era cada día más frágil. Se sentía responsable de ella, pero Luce lo animaba a irse.

«No te preocupes por mí. Ve a hacer realidad tu sueño».

El nuevo médico debía ser lo suficientemente bueno como para atender a Luce, pensó.

Drake llegó a la puerta de la clínica y observó a la mujer acercarse, cojeando. De cerca, la encontró aún más interesante. Tenía el pelo rubio muy claro y llevaba un jersey rojo, pantalones negros holgados, una bufanda de colores y un bolso naranja colgado al hombro. Todo en ella irradiaba confianza.

–¿Puedo ayudarte? –preguntó.

–¿Qué? Lo siento, no hablo islandés.

La joven debía ser británica o estadounidense, pensó él.

–Pues tienes suerte. En Islandia todo el mundo habla tu idioma.

–Menos mal –dijo ella, levantando un pie y moviéndolo de un lado a otro.

Drake deseó poder verle los ojos, pero llevaba gafas de sol.

–¿Estás bien? ¿Te has perdido?

–No me he perdido y estoy bien, pero me duelen los pies. Botas nuevas –respondió ella, encogiéndose de hombros.

–Yo también he pasado por eso. ¿Puedo ayudarte?

–No es nada, solo tengo que quitármelas. ¿Te importa si me siento en ese escalón?

–No, claro que no, pero será mejor que entres en la clínica. Deja que te ayude con la maleta.

–Gracias.

Trice lo siguió al interior del edificio y se sentó en una de las sillas de la sala de espera.

–Deja que te ayude.

–No hace falta, estoy bien. Solo quiero deshacerme de las botas.

La joven se quitó las gafas de sol y Drake sonrió. Sus ojos azules le recordaban al fiordo en un día soleado. Cuando los pocos hombres solteros del pueblo se enterasen de su llegada correrían a conocerla. Él no estaría allí el tiempo suficiente para hacerlo y empezaba a sospechar que iba a perderse algo.

–Soy médico –dijo, levantando uno de sus pies para desabrochar la bota–. Mi trabajo es ayudar a los que sufren.

–Ah, así que eres médico.

–Lo seré durante dos semanas más.

Trice hizo una mueca cuando le quitó la bota.

–¿Te duele mucho?

–Ahora me duele menos, pero no creo que pueda ponerme otros zapatos.

–Quitemos el calcetín a ver qué pasa.

Se lo quitó y comprobó que el pie estaba rojo e hinchado, con rozaduras y ampollas en los talones y los dedos.

–Debería haberlo pensado mejor, pero eran un regalo y quería llevarlas puestas cuando mi amiga me llevase al aeropuerto.

Trice levantó el pie con intención de frotarlo.

–No lo toques. Espera, creo que tengo justo lo que necesitas.

–Prefiero hacerlo yo…

–Como profesional médico, mi obligación es curar esos pies.

El hombre se alejó por el pasillo sin darle tiempo a responder y regresó poco después con un barreño lleno de agua y un frasco de sales de Epsom.

–Eres muy amable, pero puedo darme un baño de pies cuando encuentre la casa en la que voy a alojarme –protestó ella.

–Ni siquiera puedes caminar y aquí nos tomamos muy en serio cualquier lesión. Si empeora, tenemos un largo camino por recorrer antes de recibir tratamiento.

–Muy bien, si insistes…

–Ten cuidado, está caliente –dijo él, después de echar una generosa cantidad de sales en el agua.

Dejando escapar un suspiro, Trice sumergió un delicado pie y suspiró.

–Ah, qué bien. Gracias –murmuró, mientras se quitaba la otra bota.

–Déjalos ahí unos minutos.

Él se alejó entonces y volvió poco después con un frasco de cristal.

–¿Qué es eso? Huele muy bien.

Mientras echaba unas gotas en el agua, Drake observó su largo cuello y sintió la extraña tentación de tocar esa piel que parecía tan suave.

–Es algo que hago yo mismo: aceite de pescado con hierbas locales. Lo uso con los senderistas que llegan aquí hechos polvo. Recibimos muchos en esta época del año.

–Ah, así que no es la primera vez que haces esto.

Trice agitó los pies en el agua.

–No, me temo que veo demasiados pies maltratados –respondió el joven médico.

–Esta será la última vez que veas los míos.

–Famosas últimas palabras –dijo él, sentándose a su lado–. ¿Llevas zapatos cómodos en la maleta?

–Llevo unas zapatillas, pero no soporto la idea de ponérmelas ahora mismo.

–Yo tengo algo que podría ser más cómodo.

Drake entró en su despacho y tomó las botas forradas de piel que su abuela le había regalado por Navidad. Las había llevado allí pensando que podría usarlas mientras se encargaba del papeleo de la clínica. Por fin les daría un buen uso, pensó, tomando también un par de calcetines limpios.

Cuando volvió a la sala de espera encontró a la joven con la cabeza apoyada en la pared y los ojos cerrados. ¿Estaba dormida?

Un segundo después, ella abrió los ojos y Drake le entregó los calcetines.

–Están hechos de fibras naturales y evitarán que las ampollas se infecten.

La joven se apartó el flequillo de la cara.

–Ni siquiera sé tu nombre.

–Soy el doctor Stevansson. Drake para los amigos.

Ella se incorporó de golpe.

–¿De verdad? Bueno, ahora estoy totalmente abochornada.

–¿Por qué?

–Porque estoy aquí para ocupar tu puesto. Soy la doctora Shell. Beatrice… Trice para los amigos.

Drake la miró, perplejo. ¿Ella era su sustituta?

Observó su complexión menuda, su aspecto juvenil y su ropa llamativa. No parecía alguien capaz de sobrevivir al frío invierno de Seydisfjordur.

Drake se había mantenido al margen del proceso de contratación de un sustituto tanto por decisión propia como del alcalde. Temía que, si se involucraba, no encontraría un candidato suficientemente cualificado para el puesto. El razonamiento del alcalde era que, como a Drake no le importaba el pueblo lo suficiente como para quedarse, no debería tener voz ni voto en la elección de su sustituto.

–¿Tú eres el único médico en Seydisfjordur? –preguntó la joven.

–Así es.

–Entonces, parece que tú eres la persona que buscaba.

A Drake le gustó eso. Le gustó demasiado. Aun así, ella llegaba y él se iba. No habría nada entre ellos. Qué mala suerte. La primera mujer soltera de su edad que había aparecido en el pueblo en muchos años y él se marchaba a Londres.

–Esperaba a alguien mucho mayor que tú –dijo Trice entonces.

Drake rio.

–Me lo dicen a menudo.

El doctor Johannsson había sido el médico del pueblo durante años y lo había animado a hacerse cargo de la consulta cuando terminó sus estudios, pero el sueño de Drake era ser cirujano. Eso significaba dejar a Luce, algo que no le gustaba, pero ella no tenía intención de irse de allí y, por desgracia, no había ningún hospital cerca de Seydisfjordur.

Drake volvió a mirar a Trice. No esperaba a una joven moderna, llamativa y segura de sí misma, pero le gustaba mucho. La última chica que le había gustado estaba deseando irse de Seydisfjordur.

–Yo esperaba a un hombre –dijo por fin.

–Las mujeres representan más del cincuenta por ciento de los médicos ahora –replicó Trice.

–Lo sé, pero…

–¿No te lo habían dicho? El médico que iba a venir se echó atrás en el último minuto. Me enteré de que tenía el puesto hace un par de días.

Drake levantó las manos en un gesto defensivo.

–No era un comentario sexista. Es solo que no hay muchas mujeres que quieran vivir en un entorno tan distante y hostil. Ha sido una sorpresa, eso es todo.

–Soy más fuerte de lo que parezco.

–Tendrás que serlo, el invierno aquí es muy duro.

Le gustaba esa mujer que no parecía asustarse por nada. ¿Seguiría sintiendo lo mismo durante el largo invierno? ¿Qué buscaba? ¿O de qué huía? Era una lástima que él no fuera a estar allí el tiempo suficiente como para averiguarlo.

Trice sacó los pies del barreño y Drake le ofreció una toalla.

–¿Podrías decirme dónde voy a alojarme?

–Haré algo mejor, te llevaré allí. Supongo que estarás cansada.

–Eso es quedarse corto –dijo ella–. Después de dos cambios de avión y luego un avión de hélice para llegar aquí me vendría bien un descanso.

–¿De dónde vienes?

–De Atlanta.

Drake enarcó las cejas.

–Una ciudad enorme. Seydisfjordur será un gran cambio para ti.

–Hasta ahora, el pueblo me parece estupendo –dijo ella–. Estoy deseando conocer a todo el mundo.

–No tardarás mucho. Harán cola para verte.

Trice no estaba acostumbrada a eso. Había pasado desapercibida durante casi toda su vida y le gustaría mucho que la gente de allí quisiera conocerla.

Después de ponerse los gruesos calcetines, metió un pie en la primera bota. El forro de piel era maravilloso para sus maltratados dedos, de modo que hizo lo mismo con el otro pie.

–Gracias. Prometo devolvértelo todo limpio.

–Ningún problema.

–Supongo que ahora mismo no parezco muy cualificada para encargarme de la clínica, pero prometo ponerme las pilas mañana.

–Todos cometemos errores con el calzado alguna vez.

Trice dudaba que él hubiese cometido algún error. Parecía el hombre perfecto: amable, comprensivo, cariñoso y, lo mejor de todo, atractivo y muy masculino.

Qué lástima que se fuera. Algo en Drake le hacía pensar que era diferente al último chico con el que había salido. Por alguna razón, intuía que era considerado cuando se trataba del corazón de una mujer.

–Yo me encargo de la maleta –dijo él entonces.

Trice consiguió bajar los escalones de la clínica agarrándose a la barandilla con las dos manos, pero entonces Drake dejó la maleta en el suelo y se inclinó un poco hacia delante.

–Venga, te llevaré a cuestas.

–Lo dirás de broma. ¡No puedes llevarme a cuestas por la calle!

No se le ocurría una forma menos digna de causar buena impresión que pasearse por el pueblo a lomos de aquel hombre.

–¿Prefieres que te lleve en brazos?

–Pues…

–Si no te llevo a cuestas, ¿cómo piensas llegar?

Ella miró alrededor.

–No lo sé.

–Podrías quedarte en la clínica si quieres.

Dormir en una camilla después de haber pasado todo el día de un avión a otro no le apetecía nada.

–Muy bien, de acuerdo.

–Venga, sube. Está a solo un par de casas.

Trice hizo lo que le pedía, pero cuando le echó los brazos al cuello y enredó las piernas en su cintura se sintió… rara. Aquello era demasiado familiar. Ni siquiera se conocían.

¿Pero qué otra cosa podía hacer? Le dolían tanto los pies que no podía caminar.

Drake tiró del asa de su maleta y echó a andar con paso firme.

–Puedo venir a buscarla más tarde –sugirió Trice.

–Creo que puedo con las dos. No pesas mucho.

En realidad, Trice se sentía segura sobre los anchos hombros de Drake. Sabía que no la dejaría caer. Parecía un hombre que disfrutaba cuidando de los demás.

Bajaron por la calle, bordeada de casas y negocios de una o dos plantas, y se cruzaron con varios rostros curiosos por el camino. Algunas personas salieron a la acera para observarlos.

–Qué vergüenza. Se va a enterar todo el mundo.

–Solo hay unas mil personas viviendo en esta zona y la mayoría son parientes míos. Seguro que, en una hora, todos se habrán enterado de tu llegada.

–Ah, ya veo.

Trice sonrió a una mujer que la saludó con la mano.

–¿A quién llevas ahí? –preguntó un hombre mayor.

–A la nueva doctora. Puedes verla luego, ahora mismo estamos ocupados.

–¿Por qué la llevas a cuestas? ¿No es un poco mayor para tener que ir así? –insistió el hombre, perplejo.

–Te lo explicaré más tarde, Gustav –dijo Drake.

Trice suspiró.

–Después de este espectáculo tendré que esforzarme mucho para ganarme el respeto del pueblo.

–No te preocupes, la gente de aquí es muy comprensiva.

Poco después, Drake se detuvo frente a una casa pintada de rosa. Soltó la maleta y, con delicadeza, la ayudó a poner los pies en el suelo.