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Corinne Court quería empezar de nuevo, pero esa vez quería hacerlo bien. Después de descubrir a su novio con otra, decidió que a partir de entonces sería más espontánea, atrevida... y sexy. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que quitarle el Ferrari a su novio y echarse a la carretera? La primera parada del viaje fue Las Vegas, allí podría aprender de la maestra: su atrevida prima Sandee. Lo que no esperaba era tener que hacerse pasar por una rebelde fugitiva de la ley... Claro que, nada más ver al detective Leo Wolfman, Corinne decidió que, después de todo, no sería tan mala idea que la persiguiera aquel hombre... incluso podría perseguirla hasta la cama...
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Seitenzahl: 150
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Colleen Collins
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un cambio excitante, n.º 1145 - julio 2017
Título original: Joyride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-048-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
Corinne McCourt miró su cuerpo desnudo en el espejo. Tenía veintiocho años, medía aproximadamente un metro setenta y no es que tuviera un tipo escultural, pero sí tenía buenas piernas porque salía a correr todas las mañanas y un buen trasero que le venía de herencia genética. Se miró los pechos voluminosos y le pareció oír a su novio, Tony Borgeson, que los llamaba «bola doble de vainilla lujuriosa». Ladeó la cabeza. «Siguen siéndolo», murmuró dubitativa. ¿Qué había ocurrido? Cuando comenzaron a vivir juntos hacía cinco años, Tony no paraba de querer helado, pero actualmente parecía saciado.
Se siguió mirando al espejo mientras jugueteaba con el corazón de oro que llevaba colgado del cuello. El espejo de cuerpo entero lo había instalado hacía un mes para intentar dar algo de vida a su relación. Había leído que los espejos así tenían la virtud de encender el fuego en las parejas. Lo único que había encendido aquel había sido la admiración de Tony por sí mismo. Todas las mañanas se miraba y remiraba, desde la corbata hasta la sonrisa arrebatadora. Una vez, le dijo que vendía ordenadores y que a nadie le importaba su sonrisa. Él había contestado que daba igual vender cortacéspedes que ordenadores. La primera impresión era crucial.
Se miró la tripa completamente plana. Todas las mujeres querían tenerla así menos ella. Ella, hija única, hubiera preferido vérsela abultada por el embarazo. Siempre había querido tener una familia numerosa, como la de Tony, de origen italiano, que llevaba años viviendo en Denver, no como ella que, debido a las relaciones de su madre, se había mudado de casa seis veces antes de cumplir los diecinueve.
Se pasó la mano por la tripa y recordó que su amiga Cheryl le había dicho embarazada de ocho meses que el niño le apretaba el corazón.
–Yo también quiero sentir eso –rogó.
Eso quería decir que tenía que poner una fecha de boda, algo que Tony siempre decía que quería hacer pero nunca hacía, y revisar su motor como revisaba el de su precioso Ferrari, al que llamaba «bebé».
Aquello siempre la había confundido. ¿Acaso Tony no se daba cuenta de lo mucho que ella deseaba un hijo? Su madre le había insistido en que a un hombre había que enseñarle las cosas, no decírselas, así que nunca había dicho nada al respecto. Corinne no era tan vistosa como su madre, así que le costaba mucho demostrar las cosas. Sin embargo, había decidido mostrar lo que quería y hacerlo de verdad. Pasión, comunión íntima con su compañero y, por fin…
–Un bebé –murmuró.
Sí, con su plan de mujer fatal, estaría casada y embarazada antes de que a Tony le hubiera dado tiempo de reaccionar.
Para ello, su amigo Kyle le había dejado un libro que se titulaba Cómo hacer aullar a tu hombre. Al leerlo, se le habían puesto los pelos de punta, pero había seguido al pie de la letra los consejos. Primero, había sido el espejo, pero no había dado resultado.
Kyle la consoló recordándole lo bien que le había ido a él aquel libro con su novio Geoff. ¿Quién iba a conocer a los hombres mejor que un homosexual?
Corinne había hojeado algunos capítulos. Las esposas no son solo para los delincuentes, Como un animal salvaje al aire libre o Eres un regalo… deja que te abra. Lo de las esposas no parecía muy sensual en las películas de policías. ¿Al aire libre? A su vecino le podría dar un infarto. En cuanto a lo de desnudarse, sí, solo había que hacerlo de manera sensual.
Lo planeó todo para aquel día. Normalmente, todos los ocho de junio iba a la fiesta de su empresa, en la que llevaba tanto tiempo como con Tony. Era un picnic en el campo y ella siempre llevaba gelatina de postre.
Pero no aquel año.
Aquel año, había decidido darle una sorpresa a Tony cuando fuera a comer. Se emocionó al imaginarse su cara de sorpresa y luego su erección ante ella, su regalo.
Corinne miró el reloj. Las once y diez. Tony llegaría en veinte minutos. ¡Había llegado el momento de envolver el regalo! Tomó el rollo de papel transparente que había comprado y comenzó a envolverse el cuerpo. Daba igual que no le quedara derecho. Se suponía que no iba a durar mucho en su cuerpo. Como mucho, minutos.
Canturreando unas de sus canciones preferidas de Céline Dion, se miró en el espejo. Se imaginó que era su preciado Ferrari y que Tony perdía el control y le arrancaba el plástico del cuerpo y que entre jadeos y gritos de placer ella le decía que tuviera cuidado con sus parachoques.
«¿Yo diciendo algo así?», pensó. ¿Por qué no? Había puesto un espejo y se había envuelto en papel celofán. Tal vez, la nueva Corinne se atreviera a bromear haciendo el amor. Le estaba empezando a gustar la nueva Corinne. Quizá, después de haber hecho el amor, se atreviera a decirle que fijaran una fecha de boda. Al fin y al cabo, era lo que esperaba la familia de Tony, así que si ella presionaba un poco… ¿Qué le diría? ¿Cinco meses? ¿Cinco semanas?
Miró el reloj. ¡Cinco minutos para entrar en escena! Terminó de colocarse el plástico y lo cortó. Abrió una raja para poder andar y se volvió a mirar en el espejo.
–¡Si me vieran los del trabajo, no me volverían a llamar Corinne la discreta!
Los pechos se salían del vestido como dos bolas de helado y sus pezones se apretaba contra el plástico. Bajo varias capas, se veía un triángulo. Sacudió la melena, que le llegaba por los hombros, y le gustó el nuevo tono de rubio que le habían puesto en el pelo. Era más salvaje, más atrevido que el tono caoba que llevaba normalmente. Además, aquel tono era muy parecido al color del Ferrari de Tony, aquel color oro del que estaba tan orgulloso ante sus amigos.
–Solo falta la guinda –dijo yendo al armario y sacando unos zapatos de tacón de aguja negros que se había comprado para la ocasión. Había estado ahorrando semanas de su paga. Andar con ellos iba a ser todo un reto, pero iba a poder porque tenía una misión.
Tenía la misión de hacerle el amor a su novio, de conseguir fijar una fecha para la boda y conseguir engendrar un bebé.
Se puso los zapatos y consiguió llegar, tambaleándose, y agarrarse al cabecero de la cama. «Esto es una locura. No voy a estar como una tía buena si no puedo mantener el equilibrio», pensó. Le entraron ganas de llorar.
«¡No!». Apretó los labios con cuidado para no estropearse el color. Quería casarse, quería tener un hijo. «Voy a estar sexy aunque me mate», pensó. Acto seguido, comenzó a reírse sin control.
Se irguió y anduvo muy tiesa hacia el pasillo.
¡Oyó la puerta!
Casi se cayó, pero se paró en la puerta del dormitorio. ¡Arriba el telón!
Oyó cómo se abría la puerta, cerró los ojos, tomó aire y sacó pecho.
–¡Para! –dijo una voz nasal de mujer–. Espera a que estemos dentro, tigre.
¿Tigre? Corinne abrió los ojos y vio a una rubia embutida en un minúsculo vestido rosa restregándose contra… ¡Tony!
Sus miradas se encontraron y Tony dejó de sonreír.
–No es lo que parece –dijo.
Corinne sintió que se rompía por dentro. No podía pensar, respirar ni moverse. La rubia dio un paso atrás.
–¿Qué pasa aquí…? ¿Es tu asistenta?
–¿La asistenta…? –dijo Corinne apretando los puños. Nunca había pegado a nadie, pero, de repente, se sintió como Mike Tyson–. ¡Exacto! Soy su asistenta, su costurera, su lavandera… todo menos su banquera porque aquí el tigre se queda con mi sueldo y me da una paga ridícula.
Nunca había visto a Tony así, con la boca abierta, completamente anonadado. Claro que nunca le había gritado, nunca le había dicho lo que pensaba. ¡Pues no había hecho más que empezar!
Dio varios pasos al frente y se dio cuenta de que no se tambaleaba.
–En resumen, ¡soy la esposa de mentira! –gritó conteniéndose para no llorar–. ¡Obviamente, la última en enterarme!
–Tony –susurró la rubia–. Me parece que tu asistenta le da a la botella…
–Cariño –la interrumpió dejando las llaves en la mesa de la entrada–. ¿Por qué no me esperas en la habitación de al lado?
–¡No me digas que me calme! –le dijo la rubia–. ¡Venimos a tu casa a divertirnos y nos encontramos con una asistenta envuelta en plástico cuya fantasía es convertirse en tu mujer!
Corinne sintió que se le rompía el corazón. «Envuelta en plástico, como las sobras». Sin embargo, la rubia tenía razón en una cosa. Lo de convertirse en su mujer era pura fantasía. ¿Cómo había podido querer casarse con aquel egoísta que tenía la caradura de llevar el crucifijo que su madre le había regalado? ¡Cómo si necesitara que lo protegiera del demonio cuando el demonio era él!
Corinne vio las llaves del coche en la mesa. Tony y la rubia se estaban peleando y a ella nadie le hacía ni caso. Allí estaba, vestida como una prostituta y, aun así, seguía siendo Corinne la discreta.
¡Se acabó!
En un movimiento rápido, tomó las llaves de la mesa, cruzó el jardín y se metió en el Ferrari. Al oír el motor de su coche, Tony salió disparado gritando todo tipo de improperios en italiano y en inglés.
Corinne no se molestó en descifrarlos, metió marcha atrás y salió del garaje. El humo de los neumáticos quemados le taparon su casa, su supuesto marido y su futuro. Se dio cuenta de que no solo estaba dejando atrás su inhibición sino su vida entera.
Metió primera con una mano y sacó la otra por el techo.
–¡Adiós, muñeco! –gritó antes de pisar el acelerador.
Una carpeta color manila aterrizó sobre la mesa de Leo.
–Un tipo dice que una pelirroja grande le ha robado el Studebaker –dijo una voz masculina–. No ha podido ser Lizzie porque a ella solo le gustan los Acura Integras.
Leo dio un sorbo al café y se quemó la lengua.
–Perdón –murmuró Dom–. No debería hacer esas bromas con Lizzie. Son de mal gusto.
«Desde luego», pensó Leo haciendo como que leía la información que había en la carpeta. Sin embargo, estaba pensando en Elizabeth, Lizzie, su ex mujer. Todo el mundo sabía lo mucho que la había querido. Diablos, todo el mundo la quería y todo el mundo sabía lo que había pasado. Todos sabían que había descubierto que su mujer no era ningún angelito, que estaba metida en operaciones de narcotráfico, que le habían pegado un tiro porque no había podido reaccionar. Tras salir del hospital, le habían insistido para que viera a un psiquiatra, pero le partía el corazón hablar de ella, así que dejó de ir. Desde entonces, nunca hablaba de ella con nadie excepto con Mel, el loro, y solo cuando se había tomado unas copas. Ni siquiera entonces la llamaba Lizzie sino Elizabeth, como si llamándola por su nombre entero pudiera apartar al diablo.
–¿Cuándo me vas a dar un caso de verdad, Dom? –dijo cambiando de tema–. Tengo treinta y cinco años, soy tu mejor agente y me das cosas de ancianos –añadió preguntándose si, realmente, quería un caso de verdad o solo lo decía porque siempre había sido policía y era lo único que sabía hacer.
Dom levantó las cejas y abrió la boca para responder, pero Leo lo interrumpió.
–Si a ti te hubieran pegado un tiro porque tu mujer… –se interrumpió porque no podía acabar la frase. «Del otro lado», pensó–. Olvídalo –añadió tomando un lápiz–. Un Studebaker –repitió apuntando el modelo en papel oficial–. Propietario anciano y ladrona pelirroja grande. ¿Quién dijo que Las Vegas se habían convertido en una ciudad familiar?
Leo había vivido allí toda la vida, su padre los había abandonado y su madre los había criado a su hermano y a él. Uno de ellos, había resultado ser un diablo sobre ruedas. A los diecisiete años, Leo estaba especializado en robar coches deportivos para dar una vuelta. Sin embargo, su afición se acabó cuando su madre se volvió a casar… con un policía.
Al principio, lo odió y lo llamaba Bobocop. Sin embargo, su padrastro nunca dio muestras de flojear en su disciplina ni en su amor. Un día, lo llamó «papá» sin darse cuenta y él lo llamó «hijo». Entonces, Leo supo que quería ser policía.
Y así fue. Llegó a ser un buen agente, pero actualmente estaba estancado profesional y personalmente. Había días en los que le entraban ganas de montarse en su Airstream e irse a vivir a un rancho. Mientras se recuperaba del disparo, había fantaseado con la idea y había calculado que tardaría dos años en ahorrar para dar la entrada.
–Sé que odias hacer labores de oficina –le dijo Dom–. Si hubiéramos podido, te habríamos pagado para que te quedaras en casa –sonrió–. Mira, que te peguen un tiro ya es malo, pero tener que aceptar una pensión por invalidez es todavía peor –añadió en tono serio–. Te recuerdo que tenías que haber estado de baja un año y no quisiste, Leo Wolfman…
–Si me hubiera quedado un día más en casa, habría tenido que mandar al loro a Alcohólicos Anónimos.
–El animal no bebería si tú no le pusieras el vaso de vino delante.
–No me gusta beber solo y, además, Mel es insoportable cuando está sobrio.
–Mira que ponerle Mel, como Mel Gibson –dijo Dom sacudiendo la cabeza.
–Mi alter ego. Él sí que es un policía de verdad, no una secretaria como yo.
–Tú no eres una secretaria, eres un agente.
–Llevo cuatro meses poniendo cafés y escribiendo a máquina con dos dedos para ver si me ascienden a encargada de oficina.
Dom suspiró.
–¿Por qué no te quedas en casa y que venga Mel a hacer tu trabajo? Al menos, no se queja tanto.
Leo se había comprado el loro al enterarse de que, mientras él estaba en el hospital, Elizabeth se había llevado todo, desde los muebles, hasta el Acura. No le había importado mucho porque, así, le había ahorrado el tener que tirar todo lo que le recordaba a ella, pero se había encontrado muy solo.
Horriblemente solo.
Entonces, decidió comprarse una mascota. No quería nada que anduviera todo el día pegado a él, así que un loro le pareció perfecto, una mascota voladora, independiente y que daba conversación. Por desgracia, Mel se pasaba el día andando, era un cascarrabias y no hablaba si no era para llamar la atención. Parecían Dos viejos gruñones.
Viejo. Leo miró la carpeta.
–No me hice policía para ocuparme de robos de bolsos a ancianas y de coches a ancianos.
–Ya está bien, Wolfman. Lo has pasado mal… el departamento te está ayudando. Tómatelo como un ascenso, has pasado de bolsos a Studebakers.
Dom tenía algo de razón, pero Leo no iba a darle la satisfacción de admitirlo.
–Cuando resuelva este misterio del Studebaker, dame algo a lo que le pueda hincar el diente de verdad.
Dom lo miró fijamente.
–Hazlo bien y ya hablaremos –contestó.
–Trato hecho –dijo Leo emocionado.
Corinne llamó a la puerta de su amigo Kyle y rezó para que estuviera él y no Geoff, con el que no se llevaba nada bien porque, según le contó Kyle, su novio tenía celos de cuando habían estado juntos. De hecho, la llamaba «la otra».
–Yo, la otra –murmuró tapándose con una mano los pechos y con la otra, los muslos–. No soy capaz de excitar a mi novio, pero un homosexual tiene celos de mí.
Se abrió la puerta y apareció Kyle con una fresa mojada en chocolate.
–¡Corinne! –exclamó asombrado mirándola de arriba abajo–. ¿Qué haces vestida con material de la empresa? –añadió refiriéndose a las cortinas de ducha que vendía la compañía para la que ambos trabajaban.
–¿Te gusta? –preguntó histérica–. ¿Y si me pongo las anilla de la ducha de pendientes?
–Cariño, cariño –dijo Kyle abrazándola.
Aquello bastó para que se pusiera a llorar. Había aguantado delante de Tony y mientras cruzaba Denver a toda velocidad, pero ya no pudo más.
–Tony, envuelta como un regalo, rubia –balbuceó.
–¿Qué ha pasado?
Corinne tragó saliva.
–He seguido tu consejo. He hecho aullar a mi hombre. Le he robado el coche.
–¿Le has robado el Ferrari?
–Sí –contestó ella– y no pienso devolvérselo. No pienso volver con él. Desde ahora, voy a ser dueña de mi vida –añadió muy segura de sí misma. Sin embargo, la nueva Corinne no tenía casa, dinero ni ropa–. Ya sé que no me puedo quedar aquí porque Geoff pondría el grito en el cielo.
–Como mínimo.
–Qué lío.
–¿Quieres un poco? –le dijo dándole la fresa–. Dulce para… la picante.
–No, gracias –contestó Corinne sonriendo.
Solo Kyle podía hacerla reír en mitad de una crisis existencial.
–No puedo dejar el coche de Tony en la calle. Obviamente, habrá llamado a la policía –dijo–. Tony me ha estado engañando con una rubia –añadió. En se momento, oyó ruidos dentro de casa de Kyle–. ¿Con quién estás?
–Con Geoff y unos amigos.
–¿Qué hacen aquí?
–Bueno, Geoff vive aquí y los otros han venido a pasar la semana con nosotros.