Con toda el alma - Colleen Collins - E-Book
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Con toda el alma E-Book

Colleen Collins

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Beschreibung

El destino de Daphne Remington parecía estar ligado a la alta sociedad, pero antes de convertirse en una dama con collar de perlas había decidido buscar un poco de diversión. Su aventura estuvo a punto de arruinarse cuando se quedó sin habitación de hotel... pero entonces apareció un tipo encantador que se ofreció a compartir su habitación. El periodista Andy Branigan tenía un increíble poder con las palabras... y una suite que estaba deseando poder compartir con aquella sexy aventurera. Y pronto no pudo pensar en otra cosa que en razones para compartir con Daphne algo más que la habitación...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Colleen Collins

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Con toda el alma, n.º 135 - octubre 2018

Título original: Sweet Talkin’ Guy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-088-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

«Estar muerta no es tan divertido como dicen. Por fortuna he muerto con un cigarrillo en los labios, una copa de whisky en la mano y mi revólver en la otra. De otro modo, no tendría oportunidad de divertirme».

Belle Bulette dirigió su Colt .44 hacia la lámpara de techo más fea que había visto en los últimos cien años y apretó el gatillo.

Al otro lado del salón, en la misma habitación donde durante más de un siglo las chicas y ella habían recibido a sus clientes, Rosebud la miró a través de sus gafas antes de continuar leyendo El amante de lady Chatterley. El resto de las meretrices fantasmales ignoraron a Belle o dieron su opinión sobre ella.

—Ya está otra vez, utilizando el salón para hacer prácticas de tiro —dijo Flo, y se puso un chal por encima del camisón.

Belle apenas miró en la dirección de Flo. La actitud puntillosa de la prostituta había molestado a Belle en vida, y después, seguía molestándola. La persona que hubiera inventado la frase «Descanse en Paz» tenía un par de cosas que aprender. Era una lástima que Mimi se olvidara de ayudar a Flo a quitarse el ceñido corsé la noche del escape de gas, si hubiera sido de otro modo, la viejecita habría pasado a la otra vida de mejor humor.

—Se comportaba mucho mejor cuando estábamos vivas —intervino Glory.

—Tonterías —dijo Flo.

—No disparaba en el salón —dijo Sunshine moviendo su melena dorada—. Ni en ninguna otra habitación del burdel. Bueno, aunque casi lo hizo aquella vez que el canalla de Blackhearted Jack se puso hosco con la señorita Arlotta y Belle le dijo que se marchara con el cañón de la pistola clavado en su vientre.

Belle siempre había preferido la compañía de los hombres a la de las mujeres, pero sentía debilidad por Sunshine, quien era una de sus acérrimas defensoras. Además, Belle se había dado cuenta de que, a pesar de que Sunshine tuviera aspecto de muñeca, en realidad era una mujer despabilada que sabía perfectamente lo que hacía.

—A lo mejor, Belle no disparaba dentro de la casa, pero sí que entraba con el caballo hasta el recibidor después de beber demasiado —comentó Flo—. La señorita Arlotta la multó por esa aventura.

—Como si eso fuera a detenerla —murmuró La Condesa mientras la húngara se miraba en el espejo.

Las chicas podían ver su reflejo en el espejo, pero no los vivos.

—Belle nunca dio importancia al dinero —continuó La Condesa.

«Porque tenía suficiente como para hacer una montaña», pensó Belle. Siempre se había sentido orgullosa de que hasta que las chicas y ella murieron a causa de un escape de gas en el año 1895, se había ganado bien la vida, con el cuerpo y la mente. Había ejercido su oficio en el dormitorio y en la mesa de juego, ahorrando casi todo el dinero para poder abrir su propio salón de juego algún día. Jugando a las cartas solía ganar, y cuando lo hacía, lo celebraba a lo grande. Cualquiera podía entrar en el salón para dar la buena noticia, pero hacía falta valor para entrar montada a caballo.

Sonriendo ante el recuerdo, Belle bajó la pistola y dio una calada al cigarrillo antes de apuntar a la lámpara del techo. Oír otra de las quejas de Flo le resultó tan satisfactorio como el sabor del tabaco.

Como si ella pudiera causar algún daño. Si su pistola pudiera disparar de verdad, ese horroroso artilugio habría volado por los aires hace años. Ya era bastante malo que hubieran reemplazado las lámparas de gas por unas eléctricas, pero además, la empresa que había renovado el burdel para convertirlo en un hotel para recién casados, lo había pintado de color dorado y le había quitado los paneles de roble.

De acuerdo, habían conservado algunos elementos del pasado, la alfombra y la chimenea de caoba del recibidor, e incluso habían colocado algunas palmeras en maceta como las que habían puesto las chicas en el pasado. Pero los dueños habían colocado casi todas las antigüedades en una habitación cubierta de terciopelo rojo a la que llamaban el Salón Histórico.

Aquella habitación había sido lo que la señorita Arlotta llamaba el cuarto de los jugadores empedernidos, donde un caballero podía beber el mejor whisky y hacer grandes apuestas. Para las chicas era un honor que las convocaran allí y, a menudo, tenían que salir por la escalera secreta que llevaba a las habitaciones para mantener el encuentro con el cliente en secreto. Si surgían problemas y el cliente tenía que marcharse deprisa, la escalera tenía una salida a una calle lateral.

En algunas ocasiones, cuando no había gente alrededor, Belle se materializaba en aquella habitación para tocar la chaise-longue de terciopelo rojo o las cortinas de encaje. La habitación estaba llena de recuerdos de lo que era estar viva y ella no podía evitar recordar sus buenos tiempos. El salpicar del agua de las cataratas Maiden Falls durante el verano, la caricia del viento sobre su cara cuando montaba a su yegua por el campo…

Había sido un infierno permanecer en la casa desde el año 1895.

—Belle —se oyó la voz de la señorita Arlotta—. No blasfemes.

Flo miró a Belle con desdén.

—Perdón —murmuró Belle, y miró hacia el ático donde la señorita Arlotta pasaba la mayor parte del tiempo. Belle todavía no había descubierto cómo aquella mujer podía ver y oír todo lo que sucedía en la casa. Y por qué cuando hablaba, sus palabras reverberaban en el aire exigiendo respeto, tal y como hacían cuando aquél era el burdel más elegante de los alrededores de Denver.

Las chicas acataban las normas de la señorita Arlotta igual que habían hecho años atrás. Por supuesto, el objetivo había cambiado. La señorita Arlotta siempre les recordaba:

—Antes, los ayudábamos a divertirse, ahora los ayudamos a que su matrimonio funcione..

Porque cuando una chica ayudaba a una pareja a alcanzar la felicidad en el dormitorio, ganaba una muesca en el poste de cama ficticio del libro de hazañas de cama de la señorita Arlotta. Era difícil ganar una muesca porque no todas las parejas necesitaban ayuda. Además, como a veces era muy difícil ayudar a las parejas complicadas, la señorita Arlotta daba una estrella de oro, que valía más de una muesca.

Con diez muescas las chicas podían avanzar hasta el Gran Picnic en el Cielo.

Desde que el hotel abrió sus puertas en el año 1994, la primera vez que las chicas tuvieron la oportunidad de ayudar a conseguir el verdadero amor en compensación al falso amor que habían ofrecido en el pasado, Belle había ganado nueve muescas. Estaba deseando ganar la última, no tanto para llegar al Gran Picnic en el Cielo, sino para salir de allí y que su espíritu pudiera ser libre.

—¿Habéis visto a aquél? —dijo una de las chicas—. Parece que un soltero se está registrando en el hotel.

—Como en los viejos tiempos —dijo Glory—. ¿Un soltero?

Belle miró hacia recepción y vio a un hombre pelirrojo. No parecía el típico recién casado. Iba vestido con pantalones vaqueros y un suéter con agujeros en los codos. Parecía un rufián.

Algunas de las chicas flotaron por encima de la recepción comentando su vestimenta, que no llevaba anillo de boda y que tenía unos llamativos ojos azules. Los vivos no podían escuchar a las chicas a menos que una de ellas se materializara ante ellos, algo arriesgado que implicaba ganar una muesca negra en el libro de la señorita Arlotta. Pero cuando una pareja se alojaba en el hotel y atravesaba el umbral de la habitación de una de las chicas, ella podía materializarse y hablar con ellos siempre que su meta fuera mejorar su vida sexual.

El chico se apoyó en el mostrador y Belle se maravilló al ver sus piernas musculosas. En su época, los hombres no llevaban pantalones que resaltaran su musculatura.

—El Denver Post hizo una reserva para mí hace seis meses —le dijo el chico a la recepcionista.

Las vibraciones de su voz resonaron en los oídos de Belle. Su voz grave le recordaba a alguien. Pero alguien que había conocido hacía muchos años.

—¡Ah, sí! —dijo la recepcionista—. Estábamos esperándolo. Para nosotros es un honor formar parte del reportaje sobre los hoteles de cinco estrellas para recién casados que hay en las Colorado Rockies, y si hay algo que podamos hacer por usted…

A Belle nunca le habían gustado las conversaciones de mujeres. Ni durante los treinta y dos años que tuvo de vida ni durante los ciento nueve años que llevaba muerta. Se volvió y comenzó a limpiar su revólver, y al momento, Sunshine se acercó flotando hasta ella.

—Ese caballero va a alojarse en tu habitación, Belle —susurró.

«¿Qué?». Belle se acercó hasta la recepción otra vez y miró la pantalla del ordenador en la que aparecían los nombres de las habitaciones. La señorita Arlotta le había dedicado una habitación a Belle debido a su talento para ganar dinero. Era la única chica que contaba con ese honor. Los nuevos dueños del hotel habían conservado el nombre de Belle’s Room.

Se quedó boquiabierta al ver que en la pantalla ponía: Andrew Branigan, Denver Post. Belle’s Room.

—¡Diablos! —exclamó, y miró hacia el ático—. Perdón, otra vez —murmuró—. Pero ¿cómo se supone que voy a ganar mi última muesca si me toca un caballero soltero?

Varias de las chicas fantasmas rieron.

Belle las fulminó con la mirada. Agarró el revólver y apuntó contra la lámpara. Ignorando los gritos de las chicas, apretó el gatillo. El disparo hizo ruido y un destello de luz que sólo podía apreciarse en el mundo de los muertos. La bala, como siempre, desapareció.

En otro mundo, quizá.

En un mundo en el que Belle creía que viviría algún día. Pero con un chico soltero en su habitación… Pero. demonios, no iba a ir pronto a ningún sitio.

—Belle, no…

—Sí, señorita Arlotta, no hay que blasfemar. Y también, nada de Gran Picnic en el Cielo —se colocó el revólver en la cinturilla de los pololos y subió por las escaleras. Necesitaba un poco de aire para respirar.

Como si eso fuera posible. Nada de respirar, nada de sexo, nada de blasfemar.

«Estar muerta no es tan divertido como dicen»

1

 

 

 

 

 

Daphne Remington, una mujer que estaba a punto de casarse, se miró en el espejo y murmuró:

—¿Por qué las novias tienen que ir de blanco? A mí me queda mucho mejor el color rojo.

—No es blanco, es color marfil —le dijo la dependienta mientras le ajustaba el tirante—. Además, después de la broma que gastaste hace varios años en el Firecracker Ball, pensaba que nunca más te vestirías de rojo.

Durante los meses anteriores, Daphne había ido a probarse varios vestidos de novia en Ever-After, una tienda exclusiva de la zona de Cherry Creek de Denver, y había hecho amistad con Cindi, la dependienta. Ambas rondaban los treinta años y sentían cierta presión familiar para casarse.

—Bueno, ya nunca me visto de rojo en público, y menos cerca de una piscina —dijo Daphne, y le guiñó un ojo a Cindi.

Todo aquél que hubiera leído el Denver Post el día cinco de julio de tres años atrás habría visto la foto de cómo sacaban a la conocida Daphne Remington de la piscina del Denver Country Club con un vestido rojo de seda empapado y pegado a su cuerpo. El periódico había titulado la foto como la Rebelde Remington y la historia había sido publicada en muchos periódicos bajo el titular de: La Caliente Remington. Incluso la revista Playboy había contactado con ella para hacerle una sesión de fotos.

A su familia no le gustó nada lo sucedido.

Ni siquiera cuando ella trató de explicarles que había saltado vestida a la piscina porque un grupo de chicos había apostado miles de dólares a que no era capaz de hacerlo.

Pero los periodistas escogieron la foto menos adecuada. Ella, con el cabello revuelto, el maquillaje corrido y la ropa empapada.

Al día siguiente, cuando Daphne se dirigió a desayunar y vio la portada del periódico sobre su silla, les explicó a sus padres que, a pesar de su aspecto, había recaudado más dinero en el acto benéfico que cualquier otra persona. Pero su familia siguió sin alegrarse.

Delores y Harold Remington III, representantes de la alta sociedad de Denver, nunca habían estado satisfechos con el carácter rebelde de su hija mayor. Daphne había escuchado en varias ocasiones los sermones acerca de cómo su tataratatarabuelo Charles Remington sólo tenía unos centavos en el bolsillo cuando apostó por la minería en Colorado Rockies. Cómo, a base de trabajo duro y perseverancia, no sólo había encontrado oro, sino que había convertido su fortuna en un imperio inmobiliario. Cómo sus descendientes fueron políticos, doctores y abogados que lucharon por la justicia y por convertir el mundo en un lugar mejor. Cómo su única hermana, la perfecta Iris, estaba siguiendo el camino de los Remington formales.

La rebelde Daphne todavía tenía que encontrar su camino.

Sin embargo, después del incidente del Firecracker Ball, Daphne había hecho todo lo posible para comportarse. Nada de escapadas salvajes y nada de ropa excéntrica. Era como estar en un programa de rehabilitación para chicas malas, pero lo había hecho porque no le gustaba avergonzar a su familia. Y por supuesto, la amenaza que le habían hecho sus padres acerca de retener su fortuna a menos que se comportara era un incentivo.

Durante ese periodo, sus padres le habían presentado a G. D. McCormick, un importante abogado, ocho años mayor que ella, sofisticado y con una carrera estelar como socio de Joffe, Marshall y McCormick, el bufete de abogados más prestigioso de Denver. A Daphne no le gustaba por esas cualidades. Él tenía una faceta divertida y desenfadada, y además, decía que le encantaba la manera de ser de Daphne.

Después de salir juntos un año, él le pidió matrimonio y ella aceptó. Su familia estaba emocionada, sus amigas impresionadas y ella contenta y aliviada por haber encauzado su vida.

Pero esa felicidad había disminuido seis meses antes cuando los representantes del partido político del estado le habían pedido a G.D. que fuera candidato a gobernador para las elecciones del año siguiente. Fue entonces cuando G.D. empezó a parecerle menos divertido. Preocupado por su imagen política, comenzó a criticar el carácter de Daphne que antes tanto había alabado, la ropa que se ponía y su manera de hablar.

G.D. incluso criticaba su manera de caminar. Le parecía que se contoneaba demasiado.

Daphne estaba cada vez más descontenta. Se miró en el espejo de Ever-After y se atusó el cabello.

—Al principio de salir juntos, G.D. y yo solíamos tener aventuras espontáneas —dijo de repente—. Preparábamos un poco de pan con queso para hacer un picnic o nos subíamos a un autobús que nos llevara a algún lugar pintoresco de Colorado. Yo me llevaba la cámara y tomaba fotos… —se calló de pronto.

Cindi levantó la vista del dobladillo y la miró.

—Los políticos no pueden permitirse ser espontáneos. Dañaría su imagen.

Daphne asintió y se metió un caramelo de regaliz en la boca. Durante muchas noches había deseado que G.D. cambiara de opinión y no se presentara a candidato. Su vida ya era bastante aburrida sin estar casada con un gobernador.

—Oh, cariño, no estés tan triste. Después de la boda, vuestra vida se asentará. Aprenderás a ser la esposa de un político y a hacer campaña.

—Eso es lo que me dice mi madre —suspiró Daphne—. ¿Pero yo? ¿Esposa de un gobernador?

—Mi madre dice que Linda Ronstadt estuvo a punto de convertirse en la esposa de un gobernador cuando salía con Jerry Brown. Si una rockera casi lo consigue, para ti será pan comido.

—Si hubieras dicho Madonna, me sentiría mejor.

—Eh, ella ha escrito un libro para niños.

—Esperemos que los niños no se confundan con otro de sus libros cuando quieran que les lean un cuento.

Cindi se rió.

—En serio —continuó Daphne—, supongo que lo que estás diciendo es que hay esperanzas para la Rebelde Remington —le dijo, pero incluso ella podía oír la desilusión en su tono de voz.

Cindi le tocó el brazo.

—Cariño, tengo una idea. ¿Quieres probarte alguna prenda de lencería provocativa? ¿Algo caliente para tu noche de boda? ¡Acabamos de recibir un pedido de corpiños de tirantes ceñidos que son para morirse!

Daphne comenzó a quitarse el vestido de boda.

—Amiga, ¡tráelos ahora mismo! —le dijo, forzándose para parecer divertida, algo que no hacía tanto tiempo le había salido de forma natural.

Minutos más tarde, Daphne se estaba poniendo un corpiño de seda verde y encaje negro.

—Estupendo —dijo mirándose al espejo.

Algunas chicas lo llevan con falda y pantalones. Es la nueva moda.

—No podré ponérmelo en Denver…

—Haz un viaje fuera de la ciudad. A algún lugar remoto, donde nadie te conozca.

«Anonimato. Qué maravilloso sería ser invisible, un rostro más entre la multitud. Sin que te observen, ni te juzguen…»

Daphne se puso los pantalones y se metió el corpiño por dentro de la cinturilla antes de mirarse en el espejo.

—La pièce de résistance —dijo, y se puso los zapatos verdes de tacón.

—Eso es —murmuró Cindi.

—¿Verdad? —le resultaba divertido bajar la guardia y ser atrevida otra vez. Se colocó de perfil y se miró de nuevo—. Me gusta vestirme con tonalidades distintas del mismo color… unos días de rosa, otros de azul. Hoy era un día verde.

—¿Porque estamos en abril?

—Quizá. Primavera, nueva vida y todo eso.

En otra habitación sonó un teléfono.

Cindi se acercó a la puerta.

—Tengo que contestar. Mira la blusa azul turquesa de encaje que está colgada

Mientras Cindi hablaba por teléfono, Daphne miró las prendas de seda. La tienda estaba en Detroit Avenue, una de las calles más elegantes de Denver.

Los Jaguars y los Beemers circulaban por la calle. En la otra acera, unas mujeres tomaban café en una terraza. En los postes había colgadas unas cestas con flores. Todo era perfecto… Era como si estuviera viendo su futuro en una bola de cristal.

Se estremeció y estaba a punto de volverse cuando algo llamó su atención.

Un viejo autobús escolar pintado de color gris y dorado pasó por la calle. En un lateral tenía escrito Maiden Falls Tour Bus en rojo vivo.

Maiden Falls. El antiguo pueblo minero de las Rockie Mountains, cercano a donde, en 1880, su antepasado Charles había forjado su fortuna. Lo habían convertido en un lugar histórico. Pero, a pesar de su riqueza, durante el resto de su vida, Charlie juró que sus años más felices fueron aquellos en los que había sido un minero pobre y luchador.

«¿Y no tendría que ver con que estaba cerca de Maiden Falls?», pensó Daphne con una sonrisa, imaginándose a su antepasado antes de encontrar a la mujer de sus sueños, feliz de estar asentado cerca de Maiden Falls, un lugar donde las mujeres de la noche habían instalado su negocio.

Maiden Falls era el nombre oficial del pueblo, un lugar lleno de tiendas de curiosidades y un hotel acogedor.

En otro momento, Gordon y ella habrían subido a ese autobús sin pensárselo dos veces. Daphne se moría de ganas de hacer algo impulsivo otra vez.

El autobús se detuvo junto a la cafetería. En la acera, un grupo de gente aguardaba para comprar los billetes.

Daphne los observó y miró cómo iban subiendo de uno en uno.

El autobús estaba a punto de marcharse.

G.D. iba a pasar el fin de semana fuera de la ciudad en un congreso político. Sus padres tenían varios actos sociales durante los días siguientes, y su hermana estaba demasiado centrada en sí misma como para preocuparse de lo que hiciera.

«Es mi última oportunidad de ser libre, aventurera. Incluso Cindi me ha dicho que debería marcharme a un pueblo remoto, alejado de las normas de la alta sociedad. Si alguien me pregunta, puedo decir que soy cualquiera, una estudiante que investiga acerca de pueblos mineros, una encargada de localizar exteriores…»

Sonriendo, se metió en el probador, se puso la chaqueta y agarró el bolso. Antes de salir dijo, señalando el corpiño:

—Anótalo en mí cuenta.

Cindi asintió y la miró asombrada mientras continuaba hablando por teléfono.

Corriendo por la calle, Cindi se sintió como solía sentirse siempre. ¡Era estupendo sentirse viva otra vez!

Se colocó en la cola del autobús y sacó la cartera. Tenía cincuenta dólares y las tarjetas de crédito. Todo lo que necesitaba para ese viaje.

Compró un billete de ida y vuelta por veinticinco dólares y el chico le dijo:

—Espero que tenga un viaje agradable, señorita.

Ella sonrió y se subió al autobús. Estaba dispuesta a disfrutar al máximo de los días siguientes.

 

 

Andy Branigan estaba sentado en el salón pequeño del Maiden Falls mirando una foto en un álbum antiguo, preguntándose si aquel lugar se llamaba así por el grupo de mujeres de la noche que se había instalado en el pueblo a finales del siglo XIX.

Sin embargo, por la foto, cualquiera diría que aquellas mujeres eran de dudosa reputación. Iban vestidas de domingo y estaban sentadas sobre una manta disfrutando de un picnic. Algunas sujetaban una sombrilla y otras estaban comiendo pollo frito.

Nadie adivinaría que era un grupo de prostitutas que solía ejercer su oficio en aquel hotel para recién casados, el mismo lugar en el que la señorita Arlotta había dirigido su lucrativo negocio.