Un claro en el bosque - Tomás García Merino - E-Book

Un claro en el bosque E-Book

Tomás García Merino

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Beschreibung

Manuel es honesto, leal y valiente, pero vive atrapado por las circunstancias: un empleo en una fábrica, la pobreza, la represión y un inconfesable amor homosexual. La vida le pone delante una inesperada bifurcación en su camino. ¿Por qué lado seguir?  Un claro en el bosque  habla sobre el recorrido hacia la madurez y la dificultad de tomar decisiones en la vida adulta sobre un telón de fondo magníficamente construido, reflejo de los recuerdos de una generación: los primeros años de la posguerra.

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Primera edición digital: julio 2021 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Fotografía de la cubierta: Tomás García Merino Maquetación: equipo de Libros.com Corrección: María Luisa Toribio Revisión: Ana Briz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 Tomás García Merino © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18769-08-5

Tomás García Merino

Un claro en el bosque

Dedicado a noventa y cuatro años de lucha, sacrificio y trabajo. Y también sueños, muchos sueños. A mi madre.

A Candi, María y Esther, que me soportan y me ayudan. Sin ellas, este proyecto no habría visto la luz.

A mi hermana Elena, mi segunda madre, que siempre está cuando la necesitas.

A mi hermana Pilar, que leerá la novela allá donde esté y me dedicará orgullosa una sonrisa.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Nota del autor

Un claro en el bosque

París, 1 de abril de 1969

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

Nota del autor

 

Un claro en el bosque es una obra de ficción. Todos los personajes que aparecen en la novela son inventados, aunque menciono algunos hechos que sucedieron en realidad; he consultado las noticias aparecidas en los periódicos de la época en las que se hacía referencia a estos sucesos. Los lugares que aparecen en la novela existen de verdad, pero lo que relato que sucede en ellos es ficción. No dudo que haya algún lector que quiera ver a alguna persona conocida representada en estos personajes de ficción, o incluso que recuerde que alguien le contara algo parecido. Si hay algún parecido con la realidad es solo casualidad, no ha sido intencionado.

Sí he tratado, no sé si lo he conseguido, de rendir un humilde homenaje a todas las víctimas de los conflictos bélicos. Los perdedores se llevan la peor parte, pero dentro de este grupo de vencidos hay grandes diferencias; no todos sufren de la misma manera ni con la misma dureza. Algunos tienen la desgracia de tener todas las papeletas necesarias para llevar una vida cruel o una muerte horrible: vencido, rojo, comunista, sindicalista, pobre, mujer, homosexual…, y cada uno de estos calificativos le cubre con medio metro de tierra que hace que sea un infierno la existencia del que consigue sobrevivir; muchos no lo consiguieron. Mi sincero reconocimiento a todos los que levantaron la vista, miraron hacia adelante y echaron a andar, sin importarles lo que vieron. Construyeron sus vidas con lo poquito que les quedaba: honor, principios y ansias de libertad. Mi respeto para los que, de una manera u otra, se atrevieron a contar lo que vieron, lo que vivieron, lo que sufrieron.

«Quien no conoce su historia está condenado a repetir sus errores». Paul Preston

 

 

El sol se colaba a través de los grandes ventanales abiertos en la fachada de la gran nave, los rayos alumbraban el movimiento de las motas de polvo danzando al ritmo que marcaba el ruido ensordecedor de los telares. Las lanzaderas seguían el compás de una partitura no escrita que se repetía minuto a minuto, hora a hora, día tras día. El frío helador de la madrugada iba perdiendo su poder. Los obreros, con sus movimientos, parecían seguir ese baile machacón, parecían formar parte de esa gran maquinaria: la producción estaba en su momento álgido, no se podía perder un segundo. Una luz roja indicó que un telar se había detenido, un obrero se encaminó hacia él sorteando cajas de bobina y garrafas de aceite y con manos diestras lo arrancó de nuevo: el compás había cambiado, pero la canción continuaba.

Al fondo, cerca de la puerta de entrada, la figura de Manuel se recortaba alumbrada por la tenue luz de la pequeña oficina. Manuel era el encargado, tenía bajo su control cerca de ciento ochenta obreros en esa nave de telares, de él dependía que todo funcionase correctamente, que se perdiera el menor tiempo posible y que todo fuera como la seda: abastecía de material a los responsables de los telares, engrasaba las máquinas, arreglaba las posibles averías, ayudaba a doblar las piezas y llevarlas al almacén, ejercía de mediador en las pequeñas disputas entre los obreros. Le respetaban.

Observó las luces de los telares: todo estaba bien, todas verdes. Pensó que llevaba allí casi toda su vida. La primera vez que entró en esa nave tenía poco más de ocho años, vino a traer la cesta con la comida para su padre, como hacía todos los días. «Ven, hijo, que quiero que veas esto. Tarde o temprano comenzarás a trabajar aquí, cuanto antes aprendas el oficio, antes empezarás a ganarte el sustento». A partir de ese día, siempre que podía se escurría dentro de la nave e iba aprendiendo cosas aquí o allí. Ya habían pasado veinte años de aquello. Entonces no había tantos telares ni tantos obreros. En el fondo se sentía un poco orgulloso: esta era la fábrica más grande de la ciudad.

—¡Manuel, Manuel! —Las voces le sacaron de sus pensamientos, vio cómo le hacían señas desde un telar con la luz roja encendida, se encaminó hacia allí.

Normalmente no necesitaba que le avisaran, pero ese día era la segunda vez. No estaba centrado, la nota le quemaba en el bolsillo de su pantalón. Una y otra vez metía la mano y notaba el áspero tacto del papel de estraza. Estaba nervioso, no dejaba de pensar en lo que ponía en esa maldita nota. Todavía no había decidido, le sudaban las manos. Miró su reloj: no quedaba mucho tiempo.

Llegó hasta la altura del telar parado, desenredó la lanzadera, la cargó con una nueva bobina y arrancó de nuevo la máquina. Luz verde, ya estaba de nuevo funcionando.

—Gracias, Manuel —dijo el que le había llamado con una leve sonrisa.

—Oye, Paco, voy al almacén a buscar aceite, se ha terminado y parece que este y otros dos necesitan ser engrasados.

—Vale, trae un cajón de bobinas, con las que tengo no llego hasta la tarde —repuso un poco sorprendido: era la primera vez que le contaba lo que iba a hacer, se le notaba mala cara—. ¿Estás bien?

Asintió con la cabeza y se dirigió hacia la puerta. De forma instintiva la mano fue al bolsillo de su pantalón, la nota le ardía. Al cerrar la puerta tras él pareció estar en otro mundo, el ruido era casi soportable, el sol le cegaba; se colocó la gorra y se encaminó al garaje. La sombra que proyectaba la imponente chimenea de ladrillos rojos parecía indicarle el camino hacia la entrada de la gran nave que hacía las funciones de garaje. La nota le quemaba en la mano; ya no había vuelta atrás, la decisión estaba tomada. Los nervios le impedían acertar con la llave: debía relajarse, respirar hondo y recuperar el aplomo. El silencio golpeó su cabeza, allí no había ruido. Cerró la puerta y se aseguró de que estuviera bien encajada. El sol iluminaba la mitad de la nave. Se acercó a la ventana y volvió a leer la nota, ya no sabía cuántas veces la había leído, pero allí no había nadie. Respiró tranquilo y se encaminó hacia la puerta.

—¡Manuel!, ¡Manuel!

Se paró en seco, lo había oído claramente, era su voz. Los nervios se apoderaron de él. Se giró lentamente, buscó con la mirada, al fondo, al lado de los camiones, no vio a nadie; recorrió toda la pared donde estaban almacenadas las grandes sacas de lana, su vista se detuvo. Vio su silueta, era él. Su voluntad le había abandonado, se encaminó hacia él. Ignacio se quitó el sombrero: traje de lana cruzado con chaleco a juego, camisa blanca resplandeciente y unos brillantes zapatos marrones del mejor cuero del mercado. Se fijó en su rostro y su boca comenzó a moverse.

—Pensaba que no vendrías.

—Yo también pensaba que no vendría —dijo con media sonrisa. Sus manos jugaban involuntariamente con su gorra.

—Me alegra que hayas decidido venir. —Se acercó hacia Manuel y le posó suavemente su mano en el hombro—. ¿Cuánto hace que no estábamos los dos solos?

—No quiero hablar de eso. —Dobló su gorra y la guardó en el bolsillo de su pantalón junto al trozo de papel que le había llevado hasta allí—. Sinceramente, no sé bien qué hago aquí.

—A lo mejor tenías ganas de verme y tú no lo sabías. —Sus labios dejaron ver el resplandor de sus dientes. Depositó el sombrero sobre un saco de lana y de forma delicada tomó el rostro de Manuel entre sus manos—. De todos modos, aquí estamos los dos, solos.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Manuel, el vello se le erizó y por un momento no fue dueño de sus actos. Sintió la suavidad de las manos en sus mejillas, el aroma de perfume caro llegó hasta su cerebro, los recuerdos brotaron de golpe, llevó su mano hacia la nuca, acarició los rizos de su negro pelo y con fuerza atrajo hacia él la cabeza de Ignacio, le rodeó la cintura con la mano izquierda y le besó, le besó con fuerza, le besó con rabia, le besó con deseo.

—¿Por qué me haces esto, Ignacio?, ¿después de tanto tiempo? —le preguntó, sin ganas de respuesta. Con los ojos húmedos, sin voluntad, le acariciaba su pelo.

No le dejó responder, sus labios ocupaban de nuevo el hueco de su boca. Se abrazaban sin prisa, con miedo: miedo a lo nuevo, miedo al recuerdo. Se desnudaron uno a otro, con calma, observándose mutuamente. Ignacio se dejaba hacer, relajado, tumbado sobre los sacos de lana; Manuel iba repasando el sabor de cada parte de su cuerpo, se detenía, le miraba a los ojos verdes y le besaba, una y otra vez. Le agarró con fuerza su pene erecto, lo acarició, lo besó, lo introdujo en su boca; Ignacio agarró suavemente la cabeza de Manuel y acompañó los movimientos de este. Se volvieron a besar, con más prisa, con más deseo. Manuel giró bruscamente a su amante, recorrió su espalda, le besó la nuca, le cubrió el cuerpo con su cuerpo, el amor se desató, se nombraron uno a otro, se dijeron palabras que salían del corazón, se dejaron llevar a un sitio desconocido para los dos, algo nuevo.

Tumbados, fijos los ojos en el techo, la respiración iba recobrando el ritmo habitual; no se miraban a la cara. Manuel vio una imagen en el suelo: al lado de un saco de lana yacía amontonada la ropa de los dos, sus desgastados y sucios pantalones, su camisa sin cuello, con las mangas recogidas, junto a un elegante pantalón de lana un poco arrugado, la camisa blanca, con su precio comería durante una semana una familia humilde, y el chaleco, de cuyo bolsillo colgaba la cadena de oro que sujetaba un hermoso reloj también de oro. Estaban mezcladas en el suelo las ropas de dos clases de la sociedad, dos clases muy diferentes, y ninguna se quejaba, habían llegado allí de la mano del amor. Manuel borró este pensamiento de su cabeza y se incorporó sobre Ignacio, le miró, sonrió y le besó en los labios.

—No sé por qué hemos llegado a esto, pero me tienes que jurar que nadie debe enterarse —le dijo con tono muy serio, la amabilidad de su rostro había desparecido—. ¿Me lo juras?

—Claro, ¿por quién me tomas? —le contestó incorporándose y sentándose sobre el saco de lana—. A ninguno nos interesa que esto se sepa, pero me tienes que prometer que nos volveremos a ver, aunque en otro lugar más discreto y más cómodo, ¿no?

—Te lo digo muy en serio, yo tengo más que perder que tú. Tú te irías a otra ciudad, empezarías otra nueva vida y todo olvidado, pero para mí sería el final, no me dejarían vivir en paz. —Su voz era más seria cada vez, se lo dijo mientras se abrochaba los pantalones—. Tú eres el sobrino de uno de los jefes, yo no soy más que un pobre obrero que no tengo donde caerme muerto. Tenemos que tener mucho cuidado con esto.

—La gente sabe que somos amigos desde la infancia —repuso Ignacio mientras sacudía el polvo de su sombrero—, no pasa nada porque nos vean juntos. Además tú trabajas para mí; bueno, para mi tío. Tú hablas en nombre de los obreros cuando hay cualquier problema en la fábrica, y te prometo que esto no lo sabrá nadie.

—De acuerdo, tengo que volver al trabajo —anunció poniéndose la gorra.

—Te enviaré otra nota para volverte a ver. —Le habló intentando besarle.

—Ya veremos —contestó apartándose, y se encaminó hacia la puerta por donde había entrado—, adiós.

El sonido de las sirenas levantó una enorme nube de estorninos. Todas las sirenas de la ciudad sonaron en el mismo instante. No existía rincón, por más remoto que fuera, al que no llegara el eco de las sirenas. Ese rugido marcaba el ritmo de la ciudad, cada fábrica tenía la suya, sonaban todas a la vez y dependiendo del momento del día daban paso a un silencio sepulcral o a un rumor creciente en las calles. Si la sirena marcaba la entrada a las fábricas, las vías quedaban desiertas y el silencio se adueñaba de la ciudad; si por el contrario marcaba el final de la jornada de trabajo, las calles se iban llenando de cansados obreros en busca de un merecido descanso, el rumor iba en aumento hasta llegar a un runrún difícil de callar. Las mareas de obreros ocupaban la ciudad y discurrían por ella buscando el descanso, en poco tiempo el silencio volvía a ocupar el cauce de las calles.

Manuel, como parte de este caudal de trabajadores, tomó rumbo a su casa; llevaba en la mano la cesta de mimbre con los restos del almuerzo. Atravesó el puente de San Albín junto con otros compañeros que vivían en calles cercanas; hablaban, sin ganas, de cosas del trabajo, cambios de turnos, averías en las máquinas, algunos prometían verse luego, en el paseo o en la taberna. El cansancio era patente en sus rostros, la larga jornada de trabajo pasaba factura, «hasta mañana, que descanses» era lo más oído a la hora de separarse del grupo.

Manuel vivía en una humilde casa, de una sola planta. Vivía con su madre, los dos solos desde la muerte de su padre, hacía ya once años; se tenían el uno al otro. Isabel, su madre, era una luchadora, toda la vida había trabajado para salir delante de la forma más digna posible. Realizaba todo tipo de trabajos: cosía botones, quitaba fallos a las piezas de las telas, planchaba para gente rica, incluso limpiaba casas de otros si era el caso, y por supuesto echaba una mano a cualquier vecina que lo necesitara: existía un pacto no escrito. A las mujeres de cierta edad, como Isabel, ya no las querían en las fábricas, preferían a las jóvenes, que trabajaban mejor y daban menos problemas. Isabel se las apañaba para ganar algún dinero extra que siempre venía bien. Desde la muerte de su marido la vida no había sido fácil, pero con la ayuda de su hijo había tirado para adelante y la existencia era un poco menos difícil, aunque no había conseguido olvidar: tenían una cama, algo de ropa y comida en el puchero, pero ella no olvidaba.

—¡Hola, madre! ¡Qué bien huele! —saludó, dándole un cariñoso beso en la mejilla.

—¿Te vas a lavar? La cena ya está lista —gritó poniendo dos platos sobre la mesa—. Se me olvidaba, esta tarde vino a buscarte Elena, la hija de la Antonia, quiere verte, ¿cuándo vais a formalizar el noviazgo? —preguntó sabiendo ya la respuesta.

—Madre, ya le he dicho que no hay nada, solo es una amiga que necesita gente que la ayude, ya sabe en qué mala situación está desde lo de su padre —contestó a voces desde la habitación quitándose la camisa y vertiendo agua en la palangana—. Después de cenar iré a verla.

La sopa caliente ya esperaba en los platos. Ese momento del día, aunque corto, era muy apreciado por Manuel, que disfrutaba de la comida y de la compañía de su madre. Ella se encargaba de relatarle la crónica del día, lo que había pasado, los chismes, los rumores, peleas, nuevos noviazgos, cuernos…, vamos, prensa de todos los colores. A veces, para hacerla rabiar, la llamaba El Adelanto de Salamanca, a lo que ella respondía con el silencio. Se entendían bien, la falta del padre de familia los había unido, juntos lo habían sufrido, pero se engañaban: ninguno lo había superado, y menos aún, ninguno había olvidado.

—Salgo un rato, madre, deme un beso, no me espere despierta, no sé cuándo volveré.

Cuatro puertas más abajo estaba la casa de Elena. La llamó a voces desde la calle, ella se asomó a la ventana.

—¡No grites, que es tarde! Ahora bajo.

Manuel encendió un pitillo, sabía que le daría tiempo a acabarlo e incluso a consumir otro más. Se abrochó la chaqueta, hacía frío. Elena salió del portal con una gruesa chaqueta de lana y un ridículo bolso colgando del brazo. Una larga melena negra bailaba sobre sus hombros al ritmo de sus pasos, su tez morena y unos ojos caramelo transmitían alegría. Manuel pensaba que era hermosa, siempre lo había pensado: era alta, delgada y con unos pechos que también transmitían alegría. Manuel la quería.

Un beso le sacó de sus pensamientos.

—¡Hola, Manuel! ¡Qué bien hueles!

—¿Damos un paseo y así hablamos? —Le ofreció su brazo para que enhebrara el suyo—. ¿Qué tal tu padre?

—Mi padre murió en la guerra, ya lo sabes, ¿me lo vas a preguntar cada vez que nos veamos? —preguntó frunciendo los labios.

—Solo era por si se te había olvidado, solo para comprobar.

La noche no estaba para mucho paseo. Elena buscaba el calor arrimándose todo lo que podía al cuerpo de Manuel. Se conocían desde chicos, tenían complicidad, pero su relación no había progresado mucho, no más de un par de besos apasionados en el portal a la hora de la despedida. Manuel era el que ponía más trabas para que la relación llegase a otra fase. Se tenían mucho cariño, pero Manuel hacía todo lo posible para que no se convirtiera en amor, no quería hacerle daño. Era consciente de que con esta actitud también la estaba hiriendo, pero ese sería un mal menor: así estaban las cosas y si de él dependía no irían a más.

—Parece que el frío no quiere irse todavía, ¿volvemos a casa?, mañana madrugo. —Giró sobre sí mismo y regresaron sobre sus pasos.

Le contó cosas graciosas que habían ocurrido en la fábrica, consiguió arrancarle una sonrisa. Elena trabajaba en otra fábrica textil bastante más modesta que la que empleaba a Manuel y más de una vez le había comentado las ganas que tenía de dejar esa fábrica y buscar otra: tenía unos jefes muy exigentes y un encargado no dejaba de meterse con ella, la miraba de forma lasciva y alguna vez le había hecho proposiciones indecentes. Manuel ya sabía de quién se trataba y algo tendría que hacer al respecto.

—Que descanses —se despidió besándole la mejilla. Ella intentó robarle algo más, pero él ya se lo esperaba y la recompensó con otro beso en la otra mejilla—. Dale recuerdos a tu padre cuando le veas en sueños.

—Hasta mañana —contestó sonriendo—, y vete a la cama, no seas golfo.

Manuel se dirigió a su casa, pasó por delante de la puerta y se encaminó cuesta arriba hacia la plaza Mayor. Varias tabernas seguían abiertas, el eco de las conversaciones llegaba hasta la calle. En los alrededores de la plaza había bastantes tabernas o bodegas donde los parroquianos gastaban sus últimas pesetas en bebida; muchos de ellos venían en busca del placer del vino directamente desde el trabajo. Cuando ya no podían mantenerse en pie o el semanal se había ahogado en vino, enfilaban, cabizbajos y trastabillados, en busca de una cama que les diera cobijo. Manuel entró en la bodega de la Melania, cerca del puente Alcolea, era la más visitada por él. Dos paisanos le saludaron al entrar, estaban pidiendo dos perros de vino. Manuel pidió otro y con la jarra en la mano se dirigió a una mesa donde le esperaban dos camaradas. Se veían ahí; siempre había gente, pero se podía hablar sin problemas y no solía entrar gente desconocida. Los tres camaradas se saludaron con un apretón de manos.

—¿Quieres un poco de morcilla? —le ofreció Demetrio.

—No, gracias, Deme, ya he cenado —rechazó, sentándose a la mesa entre los dos camaradas.

Deme había sido compañero del padre de Manuel: colega de trabajo en la fábrica, correligionario en la agrupación obrera y amigo. Rondaba los cincuenta y dos años y era bastante grande en todos los sentidos: medía más de un metro ochenta y pesaba cerca de los cien kilos, pero no estaba gordo. «Yo estoy fuerte, muy trabajado, pero no estoy gordo»: siempre decía lo mismo. Le quedaba poco pelo y tenía una cara de buena persona que no podía con ella. Era un buen hombre, tenía, esposa y tres hijas. Sus hijas y él trabajaban en la misma fábrica, la que también empleaba a Elena. Deme era respetado por los obreros de la fábrica y, en cierta medida, también por los jefes. En los últimos procesos de huelgas generales había estado muy activo, llegando a enfrentarse cuerpo a cuerpo, sin más arma que sus puños, con la Guardia Civil. Había cumplido los acuerdos con los patronos y eso le daba credibilidad, por lo menos hasta ahora. Las cosas estaban cambiando muy deprisa y para mal; los dueños de fábricas se agarraban a la crisis para prolongar las jornadas de trabajo e intentar bajar los salarios, las materias primas escaseaban y el paro estaba aumentando. Los obreros tenían miedo de perder sus puestos de trabajo y con ello la posibilidad de comida decente para sus familias. Los precios de los escasos alimentos subían cada día y todo esto provocaba más desunión entre los obreros; «El miedo es libre, y el hambre da mucho miedo», decía Deme intentando justificar la actitud de los pobres trabajadores.

El padre de Manuel murió, le asesinaron, once años atrás, los primeros días de agosto de 1936, cuando los falangistas consiguieron entrar en Béjar después de una huelga general que había paralizado la ciudad y mantenido a los rebeldes sin poder entrar. Fue detenido sin cargo alguno y conducido a los sótanos del Palacio Ducal. Allí aguantó lo que pudo, fue torturado durante días. Una mañana un guardia civil se presentó en la casa de Isabel: un carbonero había encontrado el cuerpo de su marido cerca de la carretera a Salamanca. En el cuartel le entregaron el cuerpo. Y le contaron que le llevaban a la ciudad a declarar ante el juez y que intentó escapar, que saltó del camión, dispararon pero pensaron que había conseguido huir, a los dos días el carbonero encontró el cuerpo. «Todo mentira, malditos cabrones, todo mentira», Deme se mordía los labios, la cara le cambiaba cada vez que salía el tema del padre de Manuel, se sentía culpable. Dos días antes de que le detuvieran le había pedido que escaparan juntos a Portugal, «Deme, vámonos, esto se está poniendo muy feo». «No me perdonaría que le hicieran algo a mi mujer y mis hijas, son lo que más quiero y lo único que tengo, lo siento», se justificaba Deme.

Manuel no guardaba ningún tipo de rencor, al revés: estaba agradecido con todo lo que le habían ayudado y que hubieran dejado que sustituyera a su padre en el grupo. Tenían en cuenta sus opiniones y lo trataban con respeto, se lo había ganado con creces.

Valentín no decía nada, se mantenía en silencio, de vez en cuando daba un trago de vino y asentía con la cabeza, era de pocas palabras. Estaba de acuerdo con lo que acababa de decir Deme: «La cosa se está poniendo cada vez peor, tenemos menos apoyo que antes, pero como no hagamos algo pronto esto no lo para nadie, la mitad sin trabajo, muertos de hambre, y la otra mitad con un semanal ridículo».

Valentín era el mayor de los tres, superaba los sesenta años. No estaba gordo, al revés, era pura fibra; se mantenía joven para su edad, era muy moreno y con una cabellera que parecía que tuviera dieciocho años, sus ojos negros te desarmaban cuando los mirabas frente a frente. Era taciturno, vivía solo en una pensión cerca de la iglesia de San Salvador, no tenía muchos amigos. Trabajaba en otra fábrica textil pero no era tejedor: se encargaba del mantenimiento de las máquinas, la caldera, la electricidad, los vehículos, conducía camiones y hacía todo lo que le pidieran. Él creó la agrupación obrera en Béjar en tiempos de la República, ya solo quedan Deme y él. Había otros dos miembros, los hermanos Muñoz: los asesinaron. Consiguieron escapar y esconderse en el monte, a la semana los cazaron como a conejos, mintieron sobre su muerte como hicieron con la del padre de Manuel, pero Valentín no olvidaba y tampoco perdonaba. Ahora solo eran tres, y estaba de acuerdo con Deme, algo había que hacer y pronto, pero no dijo nada, se refugió en su jarra de vino.

Valentín, al que llamaban «el solitario», hacía las funciones de jefe del grupo. Era el único que tenía contacto con otros grupos de otros territorios; ni Deme ni Manuel sabían cómo lo hacía, ni dónde, ni cuándo. Él pasaba las instrucciones y las formas de actuar. En una ocasión Deme le acompañó a una de estas reuniones y volvió un poco sorprendido. Le confesó a Manuel que había oído rumores sobre Valentín, se decía que había participado en el sabotaje al polvorín de Peñaranda de Bracamonte, en el que se produjo una explosión que acabó con la vida de más de cien personas. El régimen dio carpetazo al asunto, comunicaron que había sido un accidente provocado por un tren que entraba en la estación cargado no sé de qué producto. Los dos pensaron que se trataba solo de habladurías y no quisieron darle más importancia.

Deme pidió más vino y preguntó a sus compañeros qué pensaban hacer, nadie contestó. Valentín rompió el incomodo silencio.

—Manuel, ¿tú podrías cambiar de turno en el trabajo? Sería mejor que tuvieras el día disponible por si en cualquier momento tenemos que actuar. Intenta cambiar el turno —le dijo apurando la jarra de vino, no le miró a la cara.

—Bueno, no sé, ni siquiera lo había pensado —dudaba en la respuesta, miraba a Deme con cara de sorpresa—, pero lo intentaré.

—Buenas noches, me voy a la cama —dijo Valentín levantándose—. Hazlo, Manuel.

Los dos camaradas quedaron en la mesa, en silencio, se miraban extrañados, pero no cuestionaban nada. Rellenaron las jarras y brindaron «por la libertad».

—Deme, te tengo que pedir un favor. —Le comentó el problema de Elena con el encargado.

—No te preocupes, mañana lo soluciono.

De camino a casa, Manuel no dejaba de dar vueltas a lo que le había pedido Valentín. No buscaba la razón, solo pensaba en cómo conseguirlo.

El cielo estaba estrellado, una leve capa blanca cubría las calles y los tejados de las casas, había caído una buena helada, «febrero loco», que decía Isabel. Manuel se enfundó la chaqueta, se subió las solapas y se caló la gorra; la mano que llevaba la cesta de mimbre se le quedaba helada. Cuántas veces había llevado esa misma cesta a su padre, qué recuerdos. Alguien le saludó al doblar la esquina, un movimiento de cabeza y poco más, a esa hora y con ese frío no quedaban muchas ganas de cháchara, poco a poco el grupo iba creciendo: almas errantes en busca de la salvación, en silencio, con el mismo destino, otra interminable jornada de trabajo; algún ataque de tos les recordaba que eran humanos. Antes de darse cuenta, Manuel ya estaba en plena actividad; el sonido de los telares le borró los pensamientos de la infancia y reclamó su atención para el trabajo. Terminó de doblar, junto a un compañero, una nueva pieza de tela ya terminada; la colocaron junto a otras cerca de la puerta. La mañana se estaba dando bien, ningún telar había protestado y todo estaba funcionando como debía.

Se encaminó a su pequeño cuartucho que hacía de oficina, anotó en la libreta la nueva pieza terminada y sobre la mesa vio un pequeño sobre. Ya sabía lo que era; a lo mejor no acertaba la hora, pero sabía qué significaba ese sobre encima de su mesa. Llevaba días esperándolo, deseándolo más bien, pero esta vez no se lo pondría fácil. Tocó en el interior del sobre el áspero papel y lo leyó, «12 horas, garajes», inmediatamente lo rompió en pedazos y lo tiró a la papelera.

Depositó un cajón con canillas al final de una fila de telares, miró el reloj, «las once», se caló la gorra y salió a la calle. Sintió el silencio a su espalda, esa sensación de cerrar una puerta y que se haga el silencio, que lo que has dejado atrás no haga ruido, no moleste, no exista; «algún día la cerraré para siempre», este pensamiento lo acompañaba de continuo.

Se detuvo delante de la preciosa puerta de madera, acristalada, un pomo dorado relucía ante sus ojos, el letrero sobre el dintel, «Oficinas». Aquí solo entraba de dos formas: contento el día de paga, o cabreado cuando tocaba partirse la cara por los derechos de algún compañero ante el cabrón del jefe de personal. Hoy era distinto, no reconocía ni el ánimo que llevaba, pero ya nada le detendría. Entró sin llamar y, detrás de una máquina de escribir, una cabeza se levantó y se le quedó mirando con extrañeza. Era Marisol, la secretaria, rubia, escondida tras unas enormes gafas, la piel blanca, excesivamente blanca, mucho tiempo encerrada con los papeles, necesitaba que el sol le diera una leve capa de color.

—Hombre, Manuel, ¿qué te trae por aquí?, hoy no es día de paga —dijo quitándose las gafas y planchándose la falda plisada—. Entonces, ¿cuál es el problema?

—Buenos días, quiero ver a don Ignacio —dijo dirigiendo la vista a la puerta del despacho mientras retorcía nerviosamente su gorra entre las manos.

—Espera un momento, voy a ver si puede recibirte. —Le invitó a que se sentara a esperar.

Dio dos golpes a la puerta, con miedo. Manuel oyó su voz amortiguada —«Pase, Marisol»—, la puerta se cerró tras ella.

Dos minutos más tarde, sí, dos minutos, Manuel controlaba cada uno de los segundos, que se le hicieron eternos, la puerta se abrió y allí estaba Ignacio, sin chaqueta. La cadena dorada de su reloj brillaba balanceándose colgada del chaleco, se abrochaba las mangas de la camisa; no le esperaba, Manuel vio la sorpresa en su rostro.

—Pasa, por favor. —Le indicó la entrada y ordenó a su secretaria: «Vete, qué haces aquí, ya estás tardando» con una sola mirada.

Manuel entró por el estrecho espacio entre el marco de la puerta y el reloj de su chaleco. Observó el lujo del despacho, el orden en la mesa, un pequeño mueble-bar junto a la esquina, el gran marco colgado en la pared con la foto del dueño de la empresa, una pluma, su pluma sobre una carta a medio escribir, ¿escribiría las notas con esa misma pluma? Un golpe de la puerta al cerrarse lo devolvió a la realidad.

—¿Qué quieres, no has recibido mi nota? —preguntó con acento agrio.

—Sí, sí la he visto, y la he leído. —Titubeaba, no estaba tranquilo en ese despacho—. Por eso he venido, para decirte que no voy a ir.

—Pero ¿qué te ocurre?, ¿no quieres verme?

Sí, Manuel sí quería verle, lo estaba deseando, pero tenía que jugar bien sus cartas. Por un momento se imaginó besándole sobre la mesa del despacho, quitándole todo lo que le recordase a los ricos, amándose como dos enamorados, sin nada más, solo dos cuerpos, ardiendo en deseo. Sus mejillas se sonrojaron. Se centró en la respuesta, se puso firme y alzó un poco la voz.

—No puedes disponer de mí cuando se te antoje, como si fuera un objeto más de tus propiedades —su gesto era duro—, yo no quiero eso.

—Perdona —le acarició el antebrazo—, no pretendía hacerte daño, solo quería verte, estar contigo…

—Además, creo que esto que estamos haciendo es… —dudaba qué decir— …muy arriesgado, pueden vernos en cualquier momento.

—Eso es verdad —concordó, sentándose en la esquina de la mesa frente a Manuel—, quizás estamos exponiéndonos demasiado.

—Creo que podemos encontrar una solución. —Su rictus se relajó.

—Dime, ¿qué has pensado? —se interesó Ignacio.

—Mira, si consigues que me cambien el turno, yo trabajaría de noche, y durante el día podríamos vernos lejos de aquí —se entusiasmaba según lo contaba—, y también, no te voy a mentir, podría hacer algún otro trabajo y ganarme unas pesetillas.

—¿Qué tipo de trabajo? —preguntó frunciendo las cejas.

—Tengo un vecino que hace cisco, me lo ha ofrecido y podría ayudarle —dijo encogiendo los hombros—, no me vendría nada mal.

—Yo puedo ayudarte económicamente si quieres —dijo con buena intención.

—¿Cómo? —le espetó; «aquí quería llegar yo», pensó—. ¿Me quieres comprar?, ¿acaso eres mi chulo?, te estás confundiendo —le dijo agarrándole del chaleco—, no es esto lo que yo pensaba.

—No, no, no me entiendes —le explicó agarrándole las manos sobre su chaleco—, yo no quiero eso, tranquilízate. Lo decía por ayudarte.

—Ese tipo de favores te lo guardas para otros, no para mí. —Le alisó las arrugas del chaleco—. Si quieres ayudarme, consigue que me cambien el turno. Ya me contarás —dejó en el aire mientras abría la puerta—. Gracias, don Ignacio, adiós. —Cerró la puerta con fuerza.

Aún con el eco del portazo flotando en el aire, Ignacio se sentó en su sillón; la reacción le había cogido por sorpresa. Tomó la pluma y una sonrisa se dibujó en su boca.

Manuel repasó lo ocurrido de vuelta al trabajo. Estaba seguro de que lo conseguiría, pronto le cambiarían el turno. Él también deseaba encontrase con Ignacio lejos de allí, con más libertad, con menos riesgo, lo estaba deseando.

Las sirenas sonaron, las chimeneas ya no dibujaban sombras, las puertas de las fábricas escupían obreros cansados a las calles. Ese día el ruido era más estridente de lo normal, se hablaba a voces y las risas saltaban de un grupo a otro, y caminaban más deprisa que otros días. Había baile de máscaras en el Casino Obrero, eran Carnavales. Iban haciendo planes, riéndose solo de pensar cómo se disfrazarían; estaban alegres, ilusionados, con ganas de divertirse, esa tarde nadie estaba cansado después de la jornada de trabajo.

A Manuel estas fiestas no le gustaban demasiado, muchos no se controlaban con la bebida y más de una vez acababa interviniendo en alguna pelea. Pero haría un esfuerzo, porque sabía lo mucho que le gustaba ese baile a Elena; se esforzaría por ella e intentaría divertirse, a él también le venía bien un poco de esparcimiento. Había quedado en pasar a buscar a Elena por su casa después de la cena, un poco antes que otros días. Ya tenía pensado su disfraz, el de todos los años, una careta de payaso y una mitra de obispo. A los compañeros les hacía mucha gracia, y Manuel veía, en su disfraz, un punto de sátira hacia el clero.