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Vittorio Ralfino, conde de Cazlevara, ha vuelto a Italia para buscar una mujer tradicional. Y Anamaria Viale, una chica de su pueblo, leal y discreta, es perfecta para él. Anamaria se asombra cuando su amor de la adolescencia le propone matrimonio… a ella, el patito feo. Alta, desgarbada y más bien torpe, Anamaria se había resignado estoicamente a seguir soltera. Pero Vittorio es persuasivo… y muy apasionado. Le propone matrimonio como si fuera un acuerdo de negocios, pero pronto despierta en Ana un poderoso y profundo deseo que sólo él puede saciar…
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Seitenzahl: 189
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Kate Hewitt. Todos los derechos reservados. UN CORAZÓN INALCANZABLE, N.º 2052 - enero 2011 Título original: The Bride’s Awakening Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9719-8 Editor responsable: Luis Pugni
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Vittorio Ralfino, conde de Cazlevara, entró en el castillo de San Stefano y buscó entre los invitados a la mujer con la que pensaba casarse. No la había visto en dieciséis años... o si la había visto no se había fijado, pero pensaba casarse con ella.
No era fácil encontrar a Anamaria Viale entre las elegantes mujeres que circulaban por el salón, iluminado por grandes lámparas de araña. Lo único que recordaba de cuando la vio en el funeral de su madre era una cara triste y una larga melena oscura. Entonces Anamaria tenía trece años.
La foto de la revista no le daba mucha más información, sólo que tenía bonitos dientes. Pero su aspecto físico no le interesaba demasiado. Anamaria Viale poseía las cualidades que él estaba buscando en una esposa: lealtad, buena salud y un amor compartido por aquella tierra. El viñedo de la familia Viale se uniría al suyo y juntos dirigirían un imperio y crea rían una dinastía. Nada más importaba.
Impaciente, Vittorio se adentró en el salón medieval, notando las miradas de curiosidad de los vecinos y conocidos. Oyó los murmullos especulativos y supo que él era el tema de conversación. Sólo había vuelto a Veneto en un par de ocasiones durante los últimos quince años porque su intención había sido marcharse de aquel sitio lleno de amargos recuerdos. Como un niño herido, se había alejado del dolor de su pasado, pero ahora era un hombre y estaba de vuelta en casa para encontrar una esposa.
–¡Cazlevara! –alguien le dio una palmadita en la espalda, poniendo luego una copa de vino en su mano–. Tienes que probarlo. Es el nuevo tinto de Busato, hecho con una mezcla de uvas, vinifera y molinara. ¿Qué te parece?
Vittorio respiró el fragante aroma del vino antes de tomar un sorbo, moviendo el líquido en su boca durante unos segundos.
–Es bueno –respondió. Pero no quería empezar una discusión sobre las bondades de la mezcla de uvas o si Busato, una pequeña región vitivinícola de la zona, podría ser competencia para Castillo Cazlevara, su propia bodega y la mejor de la zona. Lo único que quería era encontrar a Anamaria.
–¿Has decidido volver a casa? ¿Vas a seguir con el vino?
Vittorio miró al hombre que hablaba con él, Paolo Prevafera, un colega de su padre. Sus redondas mejillas estaban coloradas y sonreía con la simpatía de un buen amigo, aunque en sus ojos había un brillo interrogante.
–Nunca he dejado de dedicarme al vino, Paolo. Castillo Cazlevara produce novecientas mil botellas al año.
–Mientras estabas de viaje por el mundo...
–Eso se llama marketing –Vittorio se dio cuenta de que hablaba entre dientes y sonrió para disimular–. Pero sí, he decidido volver a casa.
A casa, para evitar que su hermano Bernardo se gastara los beneficios de la bodega. A casa, para evitar que su traidora madre le arrebatase lo que era suyo y de sus herederos.
Al pensar eso, su sonrisa forzada se volvió genuina.
–¿Has visto a Anamaria Viale?
Era demasiado impaciente y lo sabía. Cuando tomaba una decisión no esperaba un segundo. Había decidido casarse con Anamaria una semana antes, pero ya le parecía una eternidad. Quería que el viñedo Viale se uniera a los suyos, quería que ella se uniera a él, en su cama, a su lado, como su esposa.
Paolo sonrió y Vittorio hizo un esfuerzo por devolverle la sonrisa. Sabía que habría rumores, especulaciones, cotilleos.
–Tengo que hacerle una pregunta –le explicó, encogiéndose de hombros.
–Estaba frente a la chimenea hace un momento. ¿Cómo es posible que no la hayas visto?
Vittorio no entendió a qué se refería hasta que se acercó a la chimenea. Bajo una enorme cabeza de jabalí montada sobre la piedra había un grupo de hombres tomando sorbos de vino y charlando. Al menos, había pensado que eran todos hombres. Pero cuando se fijó mejor vio que la figura alta en medio de todos ellos era una mujer.
Anamaria.
Vittorio apretó los labios al ver a quien iba a ser su mujer. Llevaba un traje de chaqueta de aspecto caro pero demasiado ancho para ella, el largo pelo oscuro, sujeto con un prendedor, tan espeso y largo como una cola de caballo.
Las mujeres con las que solía acostarse eran delgadas, incluso frágiles. Pero Anamaria no era nada de eso. Tampoco era gruesa, en absoluto. De huesos grandes diría más bien, aunque su madre la habría llamado gorda.
Tuvo que apretar los labios al pensar en su madre.
Estaba deseando ver su expresión cuando le dijera que iba a casarse. Bernardo, su hijo favorito, aunque era un idiota, jamás heredaría la fortuna de los Cazlevara. Los planes de su madre, unos planes que había ido urdiendo desde la lectura del testamento de su padre, no llegarían a ningún sitio.
Iba a casarse y el aspecto de su futura esposa no tenía la menor importancia. Él no quería una mujer guapa. Las mujeres guapas como su madre nunca estaban satisfechas y siempre querían más. Había dejado a su última amante en Río de Janeiro haciendo pucheros porque quería más tiempo, más dinero, incluso amor. Vittorio le había dicho que no volverían a verse.
Anamaria, estaba seguro, aceptaría lo que le ofreciese y se sentiría agradecida. Y eso era exactamente lo que él buscaba: una esposa, una humilde y agradecida esposa, el accesorio más importante que podía poseer un hombre.
Anamaria Viale era una mujer muy alta y fuerte que seguramente no estaría acostumbrada a la atención de los hombres. Y Vittorio anticipó su ilusión cuando el conde de Cazlevara la buscase.
De modo que dio un paso adelante y sonrió, sabiendo el efecto que esa sonrisa ejercía en las mujeres.
–Anamaria –la llamó.
Ella se volvió, mirándolo con cara de total perplejidad. Y luego sonrió, una sonrisa frágil y trémula que iluminó sus facciones durante un minuto. Vittorio le devolvió la sonrisa, incluso estuvo a punto de reír. Aquello iba a ser tan fácil, pensó.
Pero entonces Anamaria dio un paso atrás y la sonrisa se convirtió en una mueca de... ¿desdén? Vittorio estaba intentando entender el repentino cambio de actitud cuando ella dijo:
–Hola, signor Ralfino –tenía la voz casi tan ronca como un hombre, pensó, un poco disgustado.
Aunque no había nada desagradable en sus facciones: cejas rectas, una nariz proporcionada, ojos de color gris oscuro, bonitos dientes. No era fea en absoluto, sencillamente no era guapa.
Vittorio le ofreció entonces su mejor sonrisa, la que destacaba el hoyito en su mejilla, decidido a ganarse el corazón de aquella solterona. Una mujer como Anamaria agradecería cualquier atención, estaba seguro.
–Deja que sea el primero en decirte lo guapa que estás esta noche.
Ella levantó una ceja, sin dejar de mirarlo con algo que parecía desagrado. Aunque no podía ser, era imposible.
–Desde luego, sería el primero.
Vittorio tardó un momento en entender la ironía. No podía creer que estuviera riéndose de él y de sí misma. Incómodo, alargó una mano para tomar la de Anamaria con intención de llevársela a los labios.
Los hombres que estaban a su alrededor habían dado un paso atrás, pero Vittorio sabía que observaban la escena con atención. Su primer encuentro con Anamaria no iba como había esperado.
–¿A qué le debo este placer? –le preguntó ella–. Creo que no nos habíamos visto en más de una década.
–Sencillamente, me alegro de volver a casa y de estar entre mujeres guapas.
Anamaria emitió un bufido... literalmente, emitió un bufido de contrariedad o burla, y Vittorio tuvo que revisar su opinión sobre aquella chica.
–Veo que ha aprendido palabras amables en sus viajes por el mundo. Demasiado amables.
Y, después de decir eso, se dio la vuelta, dejándolo de una pieza.
Vittorio se quedó inmóvil, perplejo. Anamaria Viale lo había despreciado delante de todo el mundo.
Sintió las miradas de curiosidad, incluso vio algunas sonrisas, y supo que lo habían puesto en su sitio como si fuera un niño malo al que la profesora había querido castigar.
La inevitable conclusión era que su encuentro con Anamaria había sido un fracaso.
Había pensado pedirle que se casara con él, si no esa misma noche, en unos días, porque cuando decidía algo lo llevaba a cabo de inmediato. No tenía ni tiempo ni paciencia para emociones y, francamente, había pensado que con Anamaria sería muy fácil.
Pero estaba equivocado.
Después de leer el artículo sobre ella, y ver su fotografía, había pensado que agradecería sus atenciones. Anamaria era una mujer soltera a punto de cumplir los treinta años y su proposición debería ser un regalo inesperado y bienvenido para ella. Tal vez incluso un milagro.
Pero, por lo visto, había sido demasiado arrogante. Conquistar a Anamaria Viale no iba a ser fácil como pensaba.
Vittorio sonrió. Daba igual, le gustaban los retos. Aunque había cierta prisa. Tenía treinta y siete años y necesitaba una esposa y un heredero lo antes posible.
Pero tenía una semana o dos para conquistarla. No estaba interesado en enamorarla, al contrario, sólo quería que se casara con él. No había otra candidata y estaba decidido a que fuera suya.
Pero había actuado como un tonto y estaba molesto consigo mismo por pensar que una mujer, cualquier mujer, podía ser encandilada con tan poco esfuerzo.
La próxima vez que viese a Anamaria Viale ella le sonreiría porque no podría evitarlo. La próxima vez que se vieran sería en sus términos.
Anamaria se alejó del arrogante conde de Cazlevara, perpleja. ¿Por qué demonios se habría acercado a ella? Aunque habían sido vecinos durante años, llevaba mucho tiempo sin verlo. Y antes, cuando se veían, jamás le había dicho más de dos palabras. Pero ahora, de repente, aparecía diciéndole esos ridículos cumplidos...
Mujeres guapas. Anamaria no era una de ellas y lo sabía. Nunca sería guapa, se lo habían dicho muchas veces. Era demasiado alta, de huesos grandes, demasiado masculina. Su voz era ronca, sus manos y sus pies demasiado grandes, todo en ella era más bien torpe y poco femenino, nada atractivo para hombres como Vittorio Cazlevara, que salía con modelos y actrices guapísimas.
Había visto las fotografías en las revistas, aunque las miraba con disimulo, por curiosidad. Y porque sentía celos, si debía ser sincera consigo misma. Sentía celos de aquellas mujeres tan delgadas, tan femeninas, como las chicas con las que había ido al colegio, que se ponían esos vestidos cortos y escotados que ella no podría ponerse nunca. Y Vittorio lo sabía. Un segundo antes de que hablase lo había visto en sus ojos: un brillo de desdén, casi de desprecio.
Ella conocía esa mirada porque la había visto en los ojos de Roberto cuando intentó que la amase, que la deseara. No había sido así.
Y lo había visto en los ojos de otros hombres. Ella no era lo que buscaban en una mujer y Ana se había acostumbrado. Armada con trajes de chaqueta y una actitud práctica y sensata, las mejores armas que podía tener una mujer, decidió que no le importaba. Y, sin embargo, la mirada de desdén de Vittorio Cazlevara le había dolido en el alma. Tontamente, se había alegrado al verlo, pensando que se acordaba de ella...
¿Por qué había intentado halagarla con ese ridículo cumplido? ¿Habría querido mostrarse caballeroso o se estaría riendo de ella? ¿Y por qué la había buscado?
El conde de Cazlevara podría tener a cualquier mujer y, sin embargo, había ido directamente a saludarla. Lo sabía porque lo había visto entrar en el castillo y, al verlo, su corazón se aceleró. Incluso de lejos era magnífico. Con su metro noventa, llevaba el traje de chaqueta azul marino con descuidada elegancia y miraba alrededor con sus ojos, tan negros como el ónice, como si buscara a alguien en particular.
¿Pero por qué buscarla a ella especialmente?, se preguntó Ana.
Nerviosa, tomó un sorbo de vino, irónicamente de las bodegas de Cazlevara. Seguramente estaba riéndose de ella, tuvo que reconocer con tristeza. Divirtiéndose con una mujer que no estaba acostumbrada a los halagos. Había lidiado muchas veces con hombres así, hombres que la trataban con afectuosa condescendencia y se mostraban sorprendidos cuando los rechazaba. Sin embargo, Vittorio no se había mostrado sorprendido por su rechazo sino furioso.
Anamaria tuvo que sonreír. Mejor, pensó.
Vittorio era un hombre muy rico, el más rico de Veneto, además de un aristócrata. Sus bodegas, las mejores de la región, habían pertenecido a los Cazlevara durante cuatrocientos años. Por comparación, su herencia familiar de casi trescientos años se quedaba pequeña.
El padre de Vittorio había muerto cuando él era un adolescente y en cuanto llegó a la mayoría de edad se marchó de Veneto. Llevaba ausente casi quince años. Anamaria imaginaba que un hombre como él necesitaría algo más que unos antiguos viñedos para pasarlo bien.
Era un hombre guapísimo, pero con unas facciones duras. Los pómulos altos le daban un aspecto casi fiero, al menos cuando miraba a alguien como la había mirado a ella, los labios fruncidos en un gesto de desdén, antes de ofrecerle una sonrisa falsa...
Anamaria recordó entonces otra ocasión, la que le había hecho sonreír al verlo.
Había sido en el funeral de su madre, un día de noviembre frío y lluvioso. Entonces tenía trece años y aún no había crecido del todo. Estaba frente a la tumba de su madre, las manos manchadas después de tirar un puñado de tierra sobre el ataúd. La tierra había caído con un golpe seco y ella dejó escapar un gemido de dolor, la queja de un animal herido.
Mientras los asistentes al funeral empezaban a alejarse, Vittorio, que debía de tener veinte años entonces, se había detenido a su lado. Desolada por la muerte de su madre, Anamaria no lo había visto hasta ese momento, pero cuando levantó la mirada esos ojos de color ónice estaban clavados en los suyos. Vittorio había tocado su mejilla con un dedo, intentando detener el camino de una lágrima.
–Es normal que estés triste, rondinella –le había dicho. Golondrina–. Es lógico que llores. Pero tú sabes dónde está tu madre, ¿verdad?
Ella había negado con la cabeza, desconcertada y un poco molesta porque no quería escuchar eso de que Emily Viale estaba ahora en el cielo. Pero Vittorio puso una mano sobre su pecho.
–Aquí –le dijo–. En tu corazón.
Y después de sonreírle con tristeza se había marchado.
Vittorio había perdido a su padre unos años antes, pero aun así le sorprendió que pudiese entenderla tan bien, que un extraño hubiera sido capaz de decir la frase más acertada y que más tarde, mientras lloraba desconsolada en la cama, aún recordase sus palabras.
«Es normal que llores».
Vittorio la había ayudado ese día y le habría gustado darle las gracias. Y descubrir si la entendía mejor que nadie y si tal vez ella lo entendía a él. Una tontería, ya que aquélla era la única conversación que habían mantenido nunca.
Durante esos años casi había olvidado las palabras de Vittorio Ralfino frente a la tumba de su madre, pero las recordó en cuanto volvió a verlo. Todas sus infantiles esperanzas habían renacido al creer que también él lo recordaba. Que también había significado algo para Vittorio.
Una bobada. Era una romántica, una soñadora. Pero sus sueños de romance y de amor habían muerto años atrás, después de una dosis de realidad en el internado, cuando era un patito feo entre cisnes.
Anamaria apretó los labios, intentando contener la pena.
Sus esperanzas habían vuelto brevemente durante la época de la universidad, lo suficiente como para arriesgarse con Roberto.
Pero había sido un error.
Y ahora, al ver que Vittorio fruncía los labios en un gesto de desdén, la última esperanza desaparecía por completo. Burlas o mentiras, no sabía qué eran, pero daba igual.
Ana tomó otro sobro de vino y se volvió con una sonrisa hacia el productor, Busato, un hombre de sesenta años con el cabello blanco y una sonrisa como la de Santa Claus que siempre la había tratado con simpatía y respeto. Tenía que olvidarse de Vittorio Cazlevara, se dijo. Unas palabras intercambiadas diecisiete años antes no tenían la menor importancia. Y no le sorprendería que Vittorio no las recordase siquiera.
Una de las ventanas del primer piso de Villa Rosso estaba iluminada mientras subía por el camino. Su padre la esperaba despierto, como hacía siempre que acudía a alguno de esos eventos.
Unos años antes habría ido con ella, pero ahora apenas salía de casa y Anamaria sospechaba que charlar con gente lo agotaba. Enrico Viale era, por naturaleza, un hombre serio y taciturno.
–¿Ana? –la llamó su padre desde el estudio.
–¿Sí, papá?
–¿Qué tal la cata? ¿Ha ido todo el mundo?
–Todos los que debían ir –contestó ella, entrando en el estudio con una sonrisa en los labios–. Menos tú, claro.
–Bah, no me adules –su padre estaba sentado en un sillón frente a la chimenea, con un libro sobre las rodillas y las gafas de leer en la mano–. No tienes que decirme esas cosas.
–Lo sé –dijo Ana, sentándose frente a él y quitándose los zapatos–. Y no debería hacerlo ya que yo misma he sido objeto de un adulador esta noche.
–¿Ah, sí?
No había querido mencionar a Vittorio. Después de todo, quería olvidarse de él. Y, sin embargo, había aparecido en la conversación sin que se diera cuenta.
–El conde de Cazlevara ha vuelto. ¿Tú sabías que estaba aquí?
–Sí –contestó Enrico Viale, pensativo–. Lo sabía.
–¿En serio? –Ana levantó las cejas, sorprendida–. No me habías dicho nada.
Su padre vaciló y ella tuvo la impresión de que estaba escondiéndole algo. Aunque era absurdo, pensó; su padre y ella tenían una relación muy estrecha. No siempre había sido así, pero se habían esforzado para conseguirlo. Y sin embargo... ¿estaría escondiéndole algo?
–No me pareció importante.
Ana asintió con la cabeza. Era lógico que no le hubiese parecido importante contárselo ya que apenas conocía a Vittorio. Ese momento frente a la tumba de su madre no debería contar para nada.
–Bueno, es muy tarde –murmuró, levantándose del sillón–. Estoy cansada, me voy a la cama.
Anamaria subió la escalera de mármol que llevaba al segundo piso de la villa y, como todas las noches, pasó frente a varias habitaciones oscuras. En la casa había ocho dormitorios y sólo usaban dos. Rara vez tenían invitados.
Su encuentro con Vittorio la había incomodado más de lo que debería. Ni siquiera habían mantenido una conversación, apenas unas palabras, pensó, enfadada consigo misma. Y, sin embargo, esas palabras se repetían en su cabeza una y otra vez.
No había esperado una reacción así por un hombre en el que apenas había pensado durante todos esos años, pero en cuanto entró en el castillo no había podido dejar de mirarlo, su cuerpo despertando a la vida como si hubiera estado dormida hasta entonces. Incluso muerta.
Ana se puso el pijama y se soltó el pelo.
Al otro lado de la ventana, la luna iluminaba los viñedos con su luz plateada. Los viñedos que le daban a Villa Rosso su nombre y su fortuna. Rosso por el color de las uvas, una rica y aterciopelada variedad que disfrutaban en las mejores mesas de Italia y últimamente en casi todo el mundo.
Suspirando, se dejó caer sobre el asiento de la ventana, abrazándose las rodillas mientras el viento enfriaba su cara. No se había dado cuenta de que estuviera tan acalorada... ¿se había ruborizado?
¿Y por qué?
Si tuviese una vida social, aquel encuentro con Vittorio no le habría afectado tanto. Pero la realidad era que apenas salía y que la había afectado. Tenía veintinueve años, a punto de cumplir los treinta, y su única vida social consistía en acudir a las catas de vino y a las reuniones profesionales, siempre con hombres que le doblaban la edad. Así no podría encontrar nunca un marido.
¿Estaba buscando un marido?, se preguntó entonces. Había desechado ese sueño muchos años antes, cuando quedó patéticamente claro que los hombres no estaban interesados en ella. A partir de entonces decidió llenar su vida con amistades, trabajo y familia en lugar de buscar romances. Se había olvidado del amor sabiendo que no era para ella. Y lo había aceptado... hasta aquella noche.
Aun así deseó que Vittorio no hubiese vuelto, que sus absurdos y falsos halagos no le hubieran recordado secretos anhelos olvidados años atrás. Llevaba tanto tiempo siendo ignorada como mujer que se había vuelto invisible incluso para ella misma.
Anamaria apoyó la cabeza en la pared, cerrando los ojos mientras el viento jugaba con su pelo y movía los árboles al otro lado de la ventana.
Quería, se dio cuenta entonces, que Vittorio Cazlevara no la mirase con desdén o con burla, sino con deseo. Quería que dijera en serio las cosas que le había dicho. Y más.
Quería sentirse como una mujer deseada por una vez en su vida.
–Signorina Viale, tiene una visita.
–¿Una visita? –Anamaria, que estaba revisando una cepa, se incorporó, sorprendida.
–Sí –Edoardo, uno de sus ayudantes en la oficina, parecía incómodo, por no decir incongruente con su inmaculado traje de chaqueta y sus mocasines de piel. Debía de haberle molestado tener que salir de la oficina para buscarla en los viñedos, pero Anamaria siempre olvidaba su móvil–. Es el signor Ralfino... quiero decir el conde de Cazlevara.
–¿Vittorio? –Ana se mordió los labios, cortada al darse cuenta de que lo había llamado por su nombre de pila delante de Edoardo–. ¿Está en la oficina?
Experimentaba una sensación rara, una especie de escalofrío premonitorio, pero no sabía por qué.
–Sí, espera en la oficina.