Un drama de caza - Antón Chéjov - E-Book

Un drama de caza E-Book

Anton Chejov

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Beschreibung

[…] Después de publicar una inmensa cantidad de cuentos, Chejóv se decidió a escribir una novela, pero no una tradicional sino una de género policial, tal vez la primera en Rusia. La tituló Un drama de caza y fue publicada por entregas en un periódico de ínfima categoría […] El periódico donde publicó su novela desapareció poco después de haber impreso la última entrega. Chejóv, al parece, no guardó ninguna copia […] […] En 1919, quince años después de su muerte, un estudioso de Chejóv tuvo acceso a la sección de censura de un organismo policiaco y allí encontró todos los capítulos de la novela. EN forma de libro apareció en 1923, en la tercera edición de sus Obras completas. Para sus lectores fue, por varias razones, una sorpresa […

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Un drama de caza

Un drama de caza (1919)Antón Chéjov

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Octubre 2021

Imagen de portada: RawpixelTraducción: Anna LevProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Un drama de caza (Basado en un hecho auténtico)

Un drama de caza (Según las memorias de un juez de instrucción)

Vodka

Pecados

El bosque

Telegrama

Noche de locura

Ladrones

La iglesia

¿Por qué?

La figura oscura

Noticias desconcertantes

¡Miradas!

El pequeño diablo

Un beso frío

La pregunta

Un error matrimonial

Todopoderoso

¡Cólera!

Fuentes

Venalidad

Esa risa estridente

¿Por qué lo maté?

Una carta

¡Maldición!

El ausente reaparece

Olga responde

¿Quién fue el asesino?

¿Por qué la sangre en las manos?

La escena del crimen

¡Mienten!

Prisión

El Arco iris

Un drama de caza (Basado en un hecho auténtico)

Un buen día de mediados de abril de 1880 entra en mi despacho Andrei y con un misterioso susurro me dijo que en la antesala se encontraba un caballero que insistía en que le recibiera. 

—Creo que es un funcionario —añadió—. Lleva en la gorra una insignia de colores. 

—Dile que venga a verme en otra ocasión —le dije—. Hoy estoy muy ocupado. Dile que el jefe de redacción sólo recibe los sábados. 

—Vino anteayer y preguntó por usted. Dice que se trata de un asunto importante. Suplica verlo casi con lágrimas en los ojos. Los sábados, según dice, no está libre. ¿No podría usted recibirlo? 

Suspiré. Dejé la pluma en la mesa y me dispuse a recibir al hombre de la insignia. Los escritores incipientes y los tipos más excéntricos se sienten por lo general atraídos por la palabra “Redacción” y le hacen perder a uno un tiempo precioso. Una vez que el editor ha dicho “¡Hágalo pasar!”, se levantan pausadamente, se suenan la nariz con toda parsimonia y se dirigen a la puerta con paso lento, lo cual le hace perder a uno un tiempo precioso. El hombre de la insignia, en cambio, no se hizo esperar. Apenas se había cerrado la puerta tras Andrei cuando apareció un hombre alto y fornido que llevaba unos papeles en una mano y una gorra con un distintivo en la otra. 

El hombre que deseaba entrevistarse conmigo desempeña uno de los papeles más importantes de mi relato, por lo que me apresuraré a describirlo. 

Era, como ya he dicho, alto y fuerte como un caballo de tiro. Todo en su aspecto denotaba salud y energía. El rostro era sonrosado, las manos grandes, los hombros anchos. Su musculatura y su espesa cabellera demostraban patentemente su salud. Debía de tener unos cuarenta años. Vestía con gusto: un traje de espesa lana a la última moda. Una gruesa cadena de oro adornaba su pecho; en su dedo meñique brillaba un diamante. Pero, lo que es más importante, y aún esencial, en el protagonista de una novela o relato que se respete, era extraordinariamente guapo. Como no soy ni mujer ni pintor, entiendo muy poco de belleza masculina, pero el caballero de la insignia, con su cara larga y musculosa, me produjo una honda impresión. La nariz era la de un héroe griego, los labios delgados, los ojos azules y en cierto modo misteriosos, con ese “misterio” que puede verse en algunos animales pequeños cuando están apesadumbrados o enfermos. Algo importante, infantil, resignado y dolorido... La gente astuta no tiene esos ojos... 

Su rostro entero parecía transpirar candor y sinceridad. Si es cierto que la cara es el espejo del alma, yo podría haber jurado el mismo día que le conocí que el caballero de la insignia era incapaz de mentir. Podía hasta haber hecho una apuesta. 

Si la habría ganado o no, es cosa que el lector sabrá más tarde. 

Su cabellera y su barba, de color castaño, eran espesas y suaves como la seda. El cabello suave es señal de un alma tierna y sensible. Los criminales tienen en la mayoría de los casos una pelambre áspera. Si esto es cierto o no, es cosa que también sabrá el lector. Ni la expresión de su cara ni la suavidad de la barba podían compararse en delicadeza a los movimientos de su enorme cuerpo. Esos movimientos parecían denotar educación, cultura, gracia y, si se me permite el comentario, también cierto aire de afeminamiento. Mi protagonista no habría tenido que hacer más que un ligero esfuerzo para doblar una herradura o aplastar una lata de sardinas, y, sin embargo, ninguno de sus movimientos denotaba esa fuerza física. Podía asir el pomo de la puerta o el sombrero como si se tratara de una mariposa, delicada y cuidadosamente, como si apenas posara los dedos sobre esos objetos. Caminó silenciosamente y me estrechó la mano con suavidad. Al mirarlo, uno olvidaba que tenía la fuerza de Goliath y que con una sola mano podía levantar pesos que ni cinco hombres como Andrei, mi empleado, habrían podido mover. Al observar la ligereza de sus movimientos era imposible creer en su fuerza. Spencer habría podido definirlo como un modelo de gracia. 

Al entrar en el despacho, se quedó confuso un instante. Su naturaleza delicada y sensible reaccionó ante mi rostro ceñudo y poco amable. 

—¡Perdóneme, por el amor de Dios! —comenzó a decir con voz aterciopelada de barítono—. He venido a verlo a una hora indebida y lo he obligado a hacer conmigo una excepción. Está usted muy ocupado, lo sé. Pero, señor redactor, mañana debo emprender un viaje a Odessa por razones de negocios... Si hubiera podido posponer mi viaje hasta el sábado, le aseguro que no le habría pedido que hiciera esta excepción. Yo me someto a las reglas porque amo el orden... 

“¡Cómo habla!”, pensé mientras tendía una mano hacia la pluma, tratando de hacerle comprender con ese movimiento cuán ocupado me hallaba (hasta entonces ese tipo de visitantes siempre me había aburrido). 

—No le robaré más que unos cuantos minutos —continuó mi héroe con tono de disculpa—. Pero antes permítame presentarme... Iván Petrovich Kamichev, abogado y antiguo juez de instrucción. No tengo el honor de pertenecer al círculo de los escritores; sin embargo, vengo a visitarle por razones estrictamente literarias. A pesar de que friso ya en los cuarenta, se encuentra ante usted un principiante... ¡Más vale tarde que nunca! 

—Mucho gusto... ¿En qué puedo serle útil? 

El hombre que se daba a sí mismo el título de principiante se sentó y dijo sin levantar los ojos del suelo: 

—Le he traído una pequeña novela que me gustaría ver publicada en su periódico. Señor redactor, le diré con toda sinceridad que no he escrito esta novela para lograr celebridad como autor ni para recibir el elogio de los críticos. Ya no estoy en edad para esas cosas. Si me he aventurado en el camino de la literatura ha sido por razones puramente comerciales... Quiero ganar algún dinero... Por el momento no tengo ocupación alguna. Durante cinco años fui juez de instrucción en el distrito de S., pero ni hice fortuna ni conservé la inocencia... 

Kamichev me miró con sus ojos bondadosos y sonrió cordialmente. 

—El servicio es tedioso. Trabajé, trabajé hasta que no pude más y lo abandoné. Ahora no tengo ocupación. Hay días en que casi no puedo comer... Si a pesar de su poco valor publica usted mi historia, me hará un gran favor. Un periódico no es una institución filantrópica, ni un asilo de ancianos..., lo sé..., pero si fuera usted tan amable... 

“¡Mientes!”, pensé. 

La cadena de oro y el anillo de diamantes no se correspondían con el hecho de escribir para ganar un mendrugo de pan. Por otra parte, una ligera nube ensombreció el rostro de Kamichev, lo que un ojo experimentado puede advertir solamente en las personas que rara vez mienten. 

—¿Cuál es el tema de su obra? —le pregunté. 

—¿El tema?... ¿Cómo decírselo?... El tema no es nuevo... Amor, un asesinato... Léala; usted mismo lo verá... Son las memorias de un juez de instrucción. 

Debí de fruncir el ceño. Kamichev se me quedó mirando en plena confusión. Entrecerró los ojos, y luego continuó hablando de prisa: 

—Mi novela está escrita en el estilo convencional de los viejos jueces de instrucción. En ella encontrará usted un hecho real... Todo lo que cuento sucedió ante mis ojos del principio al fin. No sólo fui testigo, sino también uno de los actores del drama. 

—La verdad no interesa. No es importante haber visto un hecho para describirlo. Nuestros pobres lectores están hartos de Gaboriau y de Chkiliarevski. Están hartos de crímenes misteriosos, de detectives hábiles y de la extraordinaria sagacidad de los jueces de instrucción. El público lector, por supuesto, varía; yo le hablo del que lee mi periódico. ¿Cómo se llama su novela? 

—Un drama de caza. 

—¡Hmmm! No es serio, sabe usted... Y si he de decirle la verdad, tengo tal cantidad de material que me resulta imposible aceptar nuevos textos, por meritorios que sean. 

—A pesar de todo, señor, le suplico que acepte mi manuscrito. Dice usted que no es serio..., pero es que resulta difícil encontrar un título para algo que uno ha visto. Por otra parte, ¿es posible que no pueda usted admitir que un juez de instrucción logre escribir algo seriamente? 

Todo esto lo dijo Kamichev con balbuceos, mientras hacía girar un lápiz entre sus dedos y se miraba la punta de los zapatos. Pronunció las últimas palabras de un modo muy confuso. Sentí pena por él. 

—Muy bien, deje su novela —le dije—. Pero no le prometo leerla pronto. Tendrá usted que esperar. 

—¿Mucho tiempo?
—No lo sé. Puede que un mes..., dos, o hasta tres. —¿Tanto? Pero no me atrevo a insistir. Será como usted quiera...
Kamichev se levantó y tomó su gorra. 

—Le agradezco que me haya recibido —dijo—. Vuelvo a mi casa lleno de esperanza. ¡Tres meses de esperanza! No quiero molestarle más. Ha sido un honor conocerle. 

—Tan sólo una palabra —le dije mientras hojeaba su voluminoso manuscrito escrito en una letra muy fina—. Escribe usted en primera persona. ¿Quiere eso decir que el juez de instrucción es usted mismo? 

—Sí, pero con otro nombre. Mi papel en la historia es bastante escandaloso. No me atreví a poner mi propio nombre. ¿Así que dentro de tres meses? 

—Sí, por favor. No antes.
—¡Buenas noches tenga usted!
El antiguo juez de instrucción se inclinó con una elegante reverencia, hizo girar con suavidad el picaporte y desapareció dejando su obra sobre mi mesa de trabajo. La tomé y la puse en un cajón. 

La novela del apuesto Kamichev permaneció en el cajón de mi escritorio durante dos meses. En una ocasión en que dejé mi oficina para ir al campo me acordé de ella y la llevé conmigo. 

En el tren abrí el manuscrito y comencé a leerlo por la mitad. Debo decir que me interesó. Esa misma tarde, a pesar de la fatiga, leí todo el relato desde las primeras frases hasta la palabra “fin”, escrita con grandes y floridas letras. Por la noche volví a leer toda la novela y a la madrugada me paseaba de un extremo a otro de la terraza frotándome las sienes como para borrar una serie de dolorosos pensamientos. Se trataba de una idea penosa hasta un grado insoportable. Me parecía que, a pesar de no ser yo un magistrado de instrucción ni un psicólogo, había descubierto el terrible secreto de un hombre, y que, ante ese secreto, no sabía lo que debía hacer. Me paseé una y otra vez por la terraza tratando de restarle importancia a mi descubrimiento. 

La historia de Kamichev no apareció en mi periódico por razones que al final explicaré. Encontraré al lector al  final de este libro. Ahora le propongo que lea la obra de Kamichev. 

Esta novela no tiene nada de notable. Algunos pasajes son muy largos y la narración es muy desigual. El autor recurre demasiado a frases efectistas. Es evidente que escribe por primera vez y que su pluma no es muy diestra. Pero el relato se deja leer con facilidad. Tiene una trama, un sentido oculto, y, lo que es más importante, es original, muy característico, y, por ciertas razones, sui generis. Con todos sus defectos, tiene algunos valores literarios. Vale la pena leerlo. Helo aquí. 

Un drama de caza (Según las memorias de un juez de instrucción)

—¡El marido mató a su mujer! ¡Estúpidos! ¡Dame azúcar! Estos gritos me despertaron. Me estiré y sentí una indisposición y pesadez indecibles en todos los miembros. A uno puede dormírsele un brazo o una pierna cuando se acuesta sobre ellos, pero en esa ocasión sentí que todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, se me había paralizado. Una siesta en una atmósfera sofocante, entre el zumbido de moscas y mosquitos, más que reponerlo a uno le enerva y debilita. Roto, bañado en sudor, me levanté y me dirigí a la ventana. El sol, todavía alto, calentaba con el mismo ardor que tres horas atrás. Faltaban muchas aún para que se ocultase y diera paso a la frescura del crepúsculo.

—¡El marido mató a su mujer!

—¡Deja de mentir, Iván Demianich! —grité, dándole al loro un papirotazo en el pico—. Los maridos sólo matan a sus mujeres en las novelas y en los trópicos, donde hierven pasiones africanas. Nosotros ya tenemos suficientes horrores con los robos con agresión y las personas con pasaportes falsos.

—¡Robos con agresión! —repitió Iván Demianich con su pico ganchudo—. ¡Estúpidos!

—¿Qué podemos hacer? ¿Qué culpa tenemos los mortales de las limitaciones de nuestro espíritu? Por otra parte, Iván Demianich, tampoco tenemos la culpa de que con este calor los cerebros se licúen. Tú eres muy inteligente, pero no me cabe duda de que el calor te ha idiotizado.

A mi loro nadie le llama con los nombres que se acostumbran a dar a los pájaros, sino que se le conoce como Iván Demianich. Se le dio este nombre casi por casualidad. Un día en que Polikarp, mi criado, limpiaba la jaula hizo un descubrimiento que impidió que mi noble pájaro llevara un nombre típico de loro. Mi perezoso sirviente descubrió de pronto que el pico del pájaro se parecía de manera asombrosa a la nariz de Iván Demianich, el almacenero del pueblo. Y a partir de ese día el nombre y patronímico de nuestro almacenero quedaron unidos para siempre al loro. A partir de ese día, Polikarp y el resto del pueblo bautizaron al extraordinario pájaro con el nombre de Iván Demianich, incorporándolo así al género humano, en tanto que el almacenero perdió su propio nombre, pues en boca de la gente se convirtió, y así será llamado hasta el fin de sus días, en “el loro del juez”.

Compré a Iván Demianich a la madre de mi predecesor, el juez de instrucción Pospielov, que había muerto poco antes de mi designación. Lo compré con los viejos muebles de roble, los trastos de cocina, y en general todos los bártulos que quedaron en la casa después de su muerte. Mis paredes están decoradas, aún ahora, con las fotos de sus familiares, y el retrato del anterior propietario cuelga sobre mi cama. El difunto, un hombre delgado y fuerte de bigote rojo y labios carnosos, no me quita la mirada de encima desde su deteriorado marco de nogal cada vez que me echo en la cama. No me interesa negar ni a los muertos ni a los vivos —sí así lo sean— el placer de estar colgados en mis paredes.(1)

 Iván Demianich sufría tanto por el calor como yo. Esponjaba las plumas, levantaba las alas y repetía las frases que le habían enseñado tanto mi predecesor como Polikarp. Para matar el tiempo, me dediqué a observar detenidamente los movimientos del loro, quien trataba laboriosamente, aunque sin éxito, de escapar de los tormentos del sofocante calor y de los insectos que poblaban sus plumas.

—¿A qué hora se despierta? —esas palabras, pronunciadas por una grave voz de bajo, me llegaron desde la antesala.

—Eso depende —respondió Polikarp—. Algunas veces se levanta a eso de las cinco; otras se queda dormido como un tronco hasta la mañana siguiente. Es natural: no tiene nada que hacer.

—¿Es usted su ayuda de cámara?

—Su criado. Ahora te ruego que dejes de molestarme. ¿No ves que estoy leyendo?

Me asomé a la antesala. Allí estaba Polikarp, tendido sobre el gran arcón rojo. Como de costumbre, leía un libro. Pegado a las páginas, los ojos soñolientos, Polikarp movía los labios y fruncía el ceño. Era evidente que le molestaba la presencia de un mujik barbudo, de elevada estatura, que en vano trataba de continuar la conversación. Al aparecer yo, el mujik se apartó del arcón e hizo una reverencia. Polikarp se incorporó con aire descontento, sin apartar los ojos del libro.

—¿Qué quieres? —le preguntó al campesino.

—Vengo de parte del conde, Excelencia. El conde le envía saludos y lo invita a presentarse de inmediato en su casa.

—¿Ha llegado el conde? —pregunté yo asombrado

—Así es, Excelencia. Llegó ayer por la noche. Me pidió que le entregara una carta.

—Otra vez lo ha traído el diablo —gruñó Polikarp—. Hemos pasado sin él dos veranos tranquilos, y ahora va volver a convertir el distrito en una letrina. Nuevamente caerá la vergüenza sobre nosotros.

—Ten la lengua quieta. Nadie te ha pedido tu opinión.

—No necesito que me la pidan. Diré lo que me venga en gana. De nuevo vendrá usted a casa completamente borracho, o empapado por haber caído al lago con la ropa puesta. ¡Lo que tengo que limpiarla después! ¡Por lo menos tres días de trabajo!

—¿Qué hace ahora el conde? —le pregunté al mujik.

—Estaba comiendo cuando me mandó aquí... Antes de comer estuvo pescando en el pabellón de baños... ¿Qué respuesta debo darle?

Abrí la carta y leí lo siguiente:

Mi querido Lecoq: Si aún vives, gozas de buena salud y no te has olvidado de tu siempre ebrio amigo, no te entretengas ni un momento. Vístete y vuela a mi casa. Llegué anoche y ya estoy medio muerto de tedio. Te espero con una impaciencia sin límites. Quería ir yo mismo a buscarte y traerte a mi cubil, pero el calor me tiene aniquilado. Estoy sentado, abanicándome. Bueno, ¿cómo va tu vida? ¿Cómo se porta tu sabio Iván Demianich? ¿Aún peleas con tu impertinente Polikarp? Por favor, date prisa en venir a contármelo todo.

Tuyo, A. K.

No había necesidad de mirar la firma para reconocer la ebria, torpe y desdibujada escritura de mi amigo el conde Alexei Karnieiev. La brevedad de la carta, sus pretensiones de jovialidad, hacían pensar que mi amigo, con su característica incapacidad mental, había roto muchas páginas antes de lograr redactar su misiva. Con astucia había evitado los adverbios, que eran elementos gramaticales que el conde difícilmente lograba dominar en una primera sentada.

—¿Qué respuesta debo dar, señor? —volvió a preguntarme el mujik.

 Tardé en responder, y creo que, en mi caso, todo hombre que poseyera una mente clara habría vacilado. El conde me quería y buscaba sinceramente mi amistad. Yo, por mi parte, no sentía el menor afecto hacia él; es más, me disgustaba. Por consiguiente, hubiera sido más honesto rechazar su trato de una vez por todas, en lugar de continuar con disimulos. Por otra parte, aceptar la invitación del conde significaba hundirme de nuevo en eso que Polikarp calificaba de “pocilga”, lo que dos años atrás, durante la estancia del conde en sus propiedades, había quebrantado mi salud y dañado mi cerebro. Esa vida desordenada y extravagante, si no había logrado acabar del todo con mi organismo, por lo menos me había hecho célebre en la región.

Mi razón me decía la verdad; el recuerdo de lo vivido en un pasado bastante reciente hizo que se me encendiera la cara de vergüenza; mi corazón palpitó ante el temor de no poseer la suficiente fuerza de voluntad para rechazar la invitación del conde. La lucha no duró más de un minuto.

—Dale mis saludos al conde —le dije a su mensajero—, y agradécele que se haya acordado de mí... Dile que estoy muy ocupado y que... Dile que yo...

En el momento en que mi lengua iba a pronunciar un “no” definitivo, me sentí vencido por un súbito sentimiento de soledad. El hombre joven, lleno de vida, fuerza y deseos, que por un mandato del destino fue arrojado a esa aldea en medio de los bosques, quedó sobrecogido por un agudo sentimiento de angustia.

Recordé los jardines del conde, sus invernaderos riquísimos, sus senderos estrechos siempre en penumbra... Esos senderos, protegidos del sol por una bóveda de viejos tilos, me conocían muy bien, como también conocían a las mujeres que habían buscado mí amor en la penumbra... Recordé el lujoso salón y la deliciosa blandura de sus sofás de terciopelo, las espesas cortinas y mullidas alfombras, esa languidez tan amada por los animales jóvenes y sanos...

Recordé mis audacias en la embriaguez, que no conocían límite alguno, mi orgullo satánico, mi desprecio a la vida. Todo mi cuerpo, fatigado de dormir, anheló de nuevo el movimiento...

—¡Dile que iré a verlo!

El mujik hizo una reverencia y se alejó.

—De haberlo sabido, no habría dejado entrar a ese demonio —refunfuñó Polikarp, hojeando precipitadamente su libro.

—Deja en paz ese libro y ve a ensillar a Zorka —ordené con tono severo—. ¡Date prisa!

—¿Prisa? ¡Cómo no! Por supuesto que me daré prisa... Bueno fuera si él saliera en viaje de negocios, pero no, va a colocarse frente a los cuernos del mismo diablo.

Apenas se podía oír lo que mascullaba, y, sin embargo, lo decía con la suficiente claridad como para que llegara a mis oídos. Mi criado, después de pronunciar estas insolencias, se levantó sonriendo, esperando, al parecer, mi respuesta, pero yo fingí no haber escuchado sus palabras. El silencio era la mejor arma que yo podía usar contra Polikarp. Mi manera displicente de dejar pasar sin respuesta sus palabras venenosas lo desarma y le hace perder terreno. Mi silencio lo castiga con más eficacia que un golpe en la nuca o un estallido de palabras injuriosas... Cuando Polikarp salió al patio a ensillar a Zorka, eché una mirada al libro que mi urgencia le impedía seguir leyendo. Era El conde de Montecristo, la terrible novela de Dumas. Mi civilizado idiota lo lee todo, desde las listas de anuncios comerciales hasta los ensayos de Auguste Comte, que guardo en mi baúl, junto con otros libros que no he leído. Pero de toda esa masa de material impreso, lo que él prefiere son las novelas de acción trepidante y tramas terribles, con personajes célebres, venenos, pasillos subterráneos; todo lo demás lo considera una tontería. Un cuarto de hora después, los cascos de mi Zorka levantaban el polvo del camino que une la aldea con el palacio del conde. El sol comenzaba a ponerse, pero aún se sentía un pesado calor. El aire ardiente estaba seco e inmóvil, a pesar de que el camino bordeaba las orillas de un lago enorme. A la derecha estaba el agua; a la izquierda, el follaje primaveral de un bosque de encinas y, sin embargo, mis mejillas sufrían la sequedad de quien atraviesa el Sahara. “¡Si se presentara una tormenta!”, me dije, pensando con delicia en un buen aguacero.

El lago dormía tranquilamente. Ningún ruido respondía al resonar de los cascos de Zorka. Sólo de cuando en cuando el grito penetrante de una becada rompía el silencio funeral del gigante inmóvil... El sol parecía reflejarse en un espejo inmenso y desparramaba una luz cegadora que se extendía desde mi camino hasta los bancos de la orilla opuesta.

La quietud parecía regir todas las formas de vida que pululaban a la orilla del lago. Los pájaros se habían ocultado; no se veía a los peces jugar en el agua, los grillos esperaban en silencio a que el tiempo refrescara. A veces, Zorka me llevaba a través de una espesa nube de mosquitos, y a lo lejos apenas podía ver los tres pequeños barcos del viejo Mijail, nuestro pescador, quien poseía todos los derechos de pesca sobre el lago.

(1) Ruego al lector que disculpe tales expresiones. La historia de Kachimev abunda en ellas y si no las omití fue sólo porque pensé que caracterizaban muy bien al autor de la novela. (A. Ch.)

Vodka

No iba yo en línea recta, ya que debía seguir un camino en círculo que rodeaba el lago. Sólo en barco se hubiese podido ir directamente. Quienes van por tierra tienen que hacer un enorme desvío de unas ocho verstas. Sin perder de vista el lago, veía todo mi camino: la blanca arena de la otra orilla, los huertos de cerezos en flor y, más allá aún, los techos del palomar del conde, lleno de palomas de múltiples colores, y, por encima de todo, el blanco campanario de la capilla condal.

Durante el viaje no hacía sino pensar en mis extrañas relaciones con el conde. Me hubiera gustado analizarlas y poner orden en mis ideas, pero, por desgracia, un análisis de esa naturaleza estaba por encima de mis posibilidades. Por más que pensaba en el asunto no lograba entender mi situación y al final llegué a la conclusión de que yo era un mal juez, no sólo de mí mismo, sino también de la humanidad en general. La gente que nos conocía al conde y a mí explicaba de diferentes maneras nuestras relaciones. Los espíritus estrechos afirmaban que el ilustre conde encontraba en el “pobre y poco distinguido” juez de instrucción un compañero ideal de borracheras. Según su corto entendimiento, yo, el autor de estas líneas, me arrastraba a los pies de la mesa del conde en busca de los huesos y migajas que cayeran al suelo. En su opinión, el ilustre millonario, blanco tanto del escándalo como de la envidia del distrito de S..., era muy inteligente y liberal; de otra manera no podían comprender su condescendencia, que llegaba hasta la amistad con un magistrado indigente, y el genuino liberalismo que hacía que el conde tolerara mi tuteo. Otras personas, más inteligentes, se explicaban nuestra intimidad por nuestros comunes “intereses intelectuales”. El conde y yo éramos de la misma edad. Habíamos cursado estudios en la misma universidad. Ambos estudiamos derecho, materia en la que nuestros conocimientos son más bien escasos. Los míos son parcos; el conde ahogó en alcohol lo poco que alguna vez supo. Ambos somos orgullosos y, por razones que sólo nosotros conocemos, despreciamos el mundo como auténticos misántropos. Nos es indiferente la opinión del mundo, es decir, la del distrito de S... Somos inmorales y seguramente terminaremos mal. Esos eran los “intereses espirituales” que nos unían. Eso era todo lo que las personas que nos conocían podían decir de nuestras relaciones.

Habrían hablado de otra manera si hubiesen sabido cuán débil, suave y sumisa es la naturaleza de mi amigo el conde, y cuán fuerte y dura la mía. Y habrían añadido más si hubieran estado enterados de lo mucho que ese hombre endeble me quería y lo mucho que a mí me disgustaba. Fue él quien primero me ofreció su amistad y yo fui el primero en hablarle de “tú”, ¡pero con qué diferencia de tono! En un momento de embriaguez amistosa me había abrazado y pedido tímidamente que aceptara ser su amigo. Yo, saturado de desprecio y repugnancia, le respondí:

—¿No puedes dejar de decir estupideces?

Y aceptó ese tuteo como una expresión de amistad y a partir de ese momento nunca dejó de tratarme con el más honesto y fraternal afecto.

Sí, hubiera sido mejor y más decente volver grupas y retornar junto a Polikarp e lván Demianich.

Más tarde lo pensé a menudo. ¡Cuántas desventuras podrían haberse evitado, cuántas desdichas no cargaría yo sobre mis hombros, cuánto bien se habría podido hacer a los vecinos si esa tarde hubiera tenido el valor de regresar, si mi Zorka, espantada, enloquecida, me hubiera alejado del lago! ¡Cuántos recuerdos dolorosos no me asaltarían ahora, forzándome en este momento a dejar la pluma y a oprimirme la frente! Pero no quiero anticiparme a los hechos. Más adelante, ya tendré ocasión de detenerme en cosas desgraciadas. Por ahora hablemos de cosas alegres.

Mi Zorka me condujo hasta la puerta cochera de la propiedad. Al llegar tropezó y yo, perdiendo los estribos, estuve a punto de caer.

—¡Mal presagio, señor! —me gritó un mujik que estaba parado junto a la puerta de las caballerizas.

Yo creo que si un hombre se cae de un caballo puede desnucarse, pero no creo en supersticiones. Le di las riendas al mujik, sacudí con la fusta el polvo de mis botas y me dirigí rápidamente hacia la casa. Nadie salió a mi encuentro. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas y, sin embargo, el aire era pesado en el interior y flotaba un olor extraño. Era una mezcla de olor a cuartos largamente cerrados y el aroma agradable, pero fuerte y narcotizador, de las plantas que habían sido transportadas recientemente del invernadero a los salones... En el salón principal, sobre uno de los divanes, cubierto de seda azul muy pálido, había dos almohadones arrugados y, sobre una mesa redonda, un vaso contenía unas cuantas gotas de un líquido que exhalaba un aroma semejante al del bálsamo de Riga. Todo ello denotaba que la casa estaba habitada, pero no encontré a un solo ser viviente en las once habitaciones que atravesé. La misma soledad que encontré a orillas del lago reinaba en el interior de la casa...

Una puerta de cristal conducía al jardín desde el llamado “salón de los mosaicos”. La abrí con ruido y bajé por las escaleras de mármol al jardín. Había dado unos cuantos pasos cuando encontré en uno de los senderos a Nastasia, una anciana de cerca de noventa años, que había sido nodriza del conde. Esta vieja criatura pequeña y arrugada, olvidada por la muerte, calva y de ojos penetrantes, me hizo recordar que en la aldea la conocían con el nombre de “lechuza”. Cuando me vio se echó a temblar y casi derramó el vaso de leche que llevaba en las manos.

—Buenos días, Lechuza —le dije.

Me lanzó una mirada de reojo, y sin decir palabra siguió su camino. La tomé por un brazo.

—¿De qué te asustas, tonta? Dime, ¿dónde está el conde?

La anciana señaló su oído con un dedo.

—¿Estás sorda? ¿Desde cuándo no oyes?

A pesar de su provecta edad, la anciana oye y ve a la perfección, pero le resulta útil calumniar a sus sentidos. La amenacé con el índice y dejé que se marchara.

Caminé unos pasos más y oí voces masculinas. En el lugar donde el sendero se ensanchaba en un terraplén rodeado de bancos de hierro, bajo la sombra de altas y blancas acacias, había una mesa en la que resplandecía el samovar. Un grupo estaba sentado alrededor de la mesa y mantenía una viva conversación. Me acerqué despacio y, escondido tras un macizo de lilas, busqué con la vista al conde.

Mi amigo el conde Karnieiev tomaba el té sentado en una silla de caña de bambú llena de almohadones. Vestía una robe de chambre de ricos colores, la misma que le había visto dos años atrás, y estaba tocado con un sombrero de paja de Italia. Su rostro tenía una expresión concentrada y pesarosa, de manera que quien no lo conociera de antemano podría pensar que estaba aquejado por serias preocupaciones. El conde no había cambiado en absoluto desde la última vez que nos vimos, dos años atrás. Tenía el mismo cuerpo frágil y amojamado, los mismos hombros estrechos de tísico de los que sobresalía su pequeña cabeza pelirroja. Tenía la nariz roja como antes y las mejillas flácidas como harapos. En esa cara no había nada que denotara fuerza, carácter o virilidad... Todo era débil, apático y blandengue. La única cosa importante allí era su gran bigote caído. Alguien le había dicho que ese bigote le sentaba muy bien, lo había creído y todas las mañanas observaba cuánto había crecido sobre sus pálidos labios. Ese bigote le daba el aspecto de un gato bigotudo demasiado raquítico.

Cerca del conde estaba sentado un obeso personaje desconocido para mí, de gran cabeza rapada y cejas espesas y negras. La cara era ancha y reluciente como un melón maduro. Llevaba un bigote más largo que el del conde, la frente era estrecha, los labios enjutos y apretados. Miraba al cielo con indolencia... Toda su apariencia era áspera, con la aspereza de la piel reseca. Su aspecto no era ruso. Sin chaqueta ni chaleco, aquel obeso individuo estaba en mangas de camisa, empapado en sudor. En lugar de té bebía agua de Seltz.

A una distancia respetuosa de la mesa se mantenía un hombre encorvado, de orejas muy separadas y nuca enrojecida. Era Urbenin, el administrador del conde. Para honrar la llegada del conde se había puesto una nueva chaqueta negra, que lo atormentaba. El sudor corría en torrentes por su rostro curtido. Cerca de él se hallaba el mujik que me había llevado la carta. Sólo entonces advertí que era tuerto. Parecía una estatua; tieso, como si se hubiera tragado una estaca, esperaba ser interrogado.

—¡Kuzma, merecerías ser azotado con tu propio látigo! —decía el mayordomo con su aterciopelada y grave voz de reproche, desgranando entre pausas cada una de sus palabras—. No es posible que las órdenes del amo se cumplan con tanto descuido. Debiste haberle pedido que viniera en seguida o al menos haberle preguntado cuándo lo haría.