Un extraño en mi vida - Christine Rimmer - E-Book

Un extraño en mi vida E-Book

Christine Rimmer

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Beschreibung

Sólo podía ofrecerle su corazón, si es que ella estaba dispuesta a aceptarlo Después de que su novio la dejase, Tessa Jones no estaba dispuesta a aguantar las tonterías de ningún hombre. ¿Pero cómo iba a negarse a ayudar al extraño que se había desmayado delante de su casa en medio de una ventisca? Un hombre que no sabía ni quién era ni cómo había llegado hasta las Sierras de California... Él no recordaba su nombre, sin embargo, le enternecía la mujer que le había salvado la vida. ¿Qué podía ofrecerle a Tessa si no tenía nada, salvo unos vagos recuerdos de un rancho en Texas?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Christine Rimmer

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un extraño en mi vida, n.º 1824- julio 2021

Título original: The Stranger and Tessa Jones

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-670-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

MÁS NIEVE en el camino —comunicó el conductor del camión mientras toqueteaba la radio. Llevaba unos pantalones impermeables y una camisa de franela.

El hombre que estaba sentado en el asiento del pasajero contestó con un leve gruñido para evitar entablar cualquier tipo de conversación. Tenía un dolor de cabeza espantoso. Si hablaba sólo empeoraría. Todavía apestaba a alcohol.

¿Acaso estaba borracho? No se sentía exactamente borracho. Se sentía mal. Muy mal.

Estaban viajando a través de una carretera de dos carriles, sinuosa y salpicada con sal. Había tanta nieve a ambos lados que parecía que estaban atravesando un túnel.

El pasajero cerró los ojos y se recostó. Dormitó durante un rato. Cuando volvió a abrirlos las paredes de nieve eran más bajas. Vio una señal que indicaba que estaban en la autopista 49.

Llegaron a una curva muy cerrada y el camionero redujo mucho la velocidad. Al acercarse a otra curva, redujo aún más.

En ese momento la carretera les condujo hasta una intersección. Era el cruce entre una vía a cuyos lados había grandes árboles y una calle grande. El pasajero leyó los nombres de las vías: Camino de Rambling y Calle Mayor. La autopista de los carriles se había transformado en la calle principal de un pueblo perdido. Pasaron por delante del ayuntamiento y de la oficina de correos. Después una cafetería, una tienda de bicis y una de ultramarinos llamada Fletcher Gold Sales. El pueblo parecía sacado de una película antigua del Oeste, muy similar a los pueblos de Texas, rodeados de grandes montañas.

Texas. El pasajero frunció el ceño. «¿Soy de Texas?», pensó. «No», fue la respuesta inmediata. La cabeza le comenzó a doler aún más.

—Bienvenido a North Magdalene, California. Su población puede llegar a los treinta y dos habitantes en los días más concurridos.

Dejó el camión en un aparcamiento que estaba junto a un restaurante llamado The Mercantile Grill y al bar The Hole in the Wall. Los frenos hidráulicos silbaron al detener el vehículo. El aparcamiento estaba cubierto por una gran capa de nieve.

—Es la hora de comer y me he saltado el desayuno. Me voy a acercar a la cafetería para tomar una hamburguesa rápida y llenar el depósito. Quiero ponerme en dirección a Grass Valley cuanto antes para que no me cierren la carretera.

—¿Cerrar la carretera? —preguntó el pasajero con el ceño fruncido.

—«Más nieve en el camino», ¿recuerdas? El hombre del tiempo ha dicho que la nevada que se acerca va a ser tremenda. ¿Tienes hambre?

—No, gracias —contestó frotándose la frente. Realmente le dolía mucho la cabeza.

—Escucha, no me gusta meterme en la vida de la gente, pero no tienes buen aspecto. Hay una clínica a unos kilómetros. Ven conmigo a la cafetería y encontraré a alguien que te quiera acercar y…

—No —interrumpió aunque no estaba seguro de por qué se estaba negando a ver a un doctor. En realidad no estaba muy seguro de nada. Sólo sabía que tenía la cabeza a punto de estallar y que estaba controlándose para no vomitar—. Gracias, me quedaré aquí —añadió antes de bajarse del camión. Hacía un frío helador. Estuvo a punto de caerse, pero logró mantenerse en pie.

—Tengo un abrigo de sobra dentro. Voy por él —dijo el camionero tratando de echarle una mano.

—Estoy bien, gracias —contestó antes de cerrar la puerta y echarse a andar. Daba igual qué camino seguir. Oyó cómo se cerraba la puerta del camión, pero el camionero no lo llamó.

Mejor. El hombre se subió el cuello de la chaqueta y se encogió. Se metió las manos en los bolsillos y se concentró en sus pasos para no sufrir una caída sobre el hielo que cubría el aparcamiento.

Consiguió llegar a la calle. La acera estaba sin nieve y caminó más deprisa. Tenía la mirada en le suelo, no quería ver a nadie. El dolor de cabeza empeoraba a cada paso y tenía mucha hambre.

Giró una calle y el viento lo golpeó con fuerza. Sintió mil agujas heladas atravesando su cuerpo. Caminó despacio porque las botas que llevaba, a pesar de ser caras, no estaban hechas para la nieve. Se le estaban empezando a helar los pies porque se estaban mojando. Le dolía todo el cuerpo. Parecía que le habían dado una paliza. Tenía los pantalones rotos a la altura de las rodillas. La chaqueta, además de apestar, tenía unas manchas de grasa y un roto en un lado.

No sabía qué le había sucedido exactamente, pero seguro que no había sido nada bueno.

Pasaron a su lado algunos todoterreno y furgonetas. El hombre tuvo la sensación de que si les hubiera hecho una señal, se habrían detenido.

Pero entonces hubiera tenido que hablar. Le habrían hecho preguntas. Y el hombre no quería preguntas. Después de todo, no tenía respuestas.

Llegó hasta el Camino de Rambling y cruzó a otra calle que también tenía árboles a los lados, la calle Locust. Quizás los árboles lo protegieran del viento.

Pero no fue así. Los árboles cortaban el viento, era cierto, pero hacía más frío bajo la sombra de sus ramas. Y él tenía el frío metido en los huesos.

¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Cómo había llegado hasta allí?

La preguntas desaparecieron al sentir un nuevo pinchazo en la cabeza. Continuó respirando a pesar de que sus dientes no paraban de castañetear.

—Preguntas no —murmuró—. Respuestas no. No más preguntas…

Cartera.

De repente la palabra le vino a la mente y se detuvo en la carretera. Por supuesto. Si tenía su cartera podría averiguar su nombre, por fin. Y dónde vivía.

Esperanzado, se revisó los bolsillos con dedos temblorosos. Primero la chaqueta, después los pantalones.

Nada.

Llegó a abrirse la chaqueta por si tenía un bolsillo interior. Pero no. Estaba vacío como los demás. Se dio cuenta de que el jersey que llevaba estaba también manchado de grasa. Era de color azul. De repente le vino a la cabeza el nombre del tejido del jersey: cachemir.

Era un jersey caro. Se cerró de nuevo la chaqueta. Tenía un chichón en la frente, varios moretones y cortes en el resto del cuerpo. Sin embargo, no tenía cartera. Tampoco reloj, ni anillos, ni joyas de ningún tipo. Sus ropas eran de la mejor calidad, pero no eran las más adecuadas precisamente para un día de invierno en alta montaña.

California. El camionero le había dicho que estaban en California. En las montañas.

«La Sierra», pensó con casi una sonrisa, a pesar del dolor. «Estoy en las montañas Sierra de California, en un pueblo llamado North Magdalene. Podría ser peor. Podría estar muerto…»

Por alguna extraña razón, aquel pensamiento le hizo gracia y se echó a reír.

Sin embargo, de nuevo sintió los pinchazos en la cabeza y en el estómago. Se arrodilló esperando a que se pasara aquella agonía, tratando de respirar.

De repente una imagen invadió su mente. Estaba amaneciendo y hacía frío. Estaba sobre un caballo delante de una pradera desierta y en el cielo brillaban los colores del alba. Había alguien a su lado, también sobre un caballo. Cuando se dio la vuelta para ver quién era…

La imagen se desvaneció.

Cerró los ojos y soltó un quejido. Se obligó a ponerse en pie. El dolor, que subía y bajaba en oleadas, se suavizó y las náuseas empezaron a desaparecer. Alzó la cara hacia los árboles oscuros.

Nieve. Tal y como el camionero había previsto. Sintió la nieve en las mejillas, en las cejas, en las pestañas. Abrió los ojos. Sí, estaba nevando. Estaba nevando con tanta fuerza que los copos atravesaban la tupida capa de las ramas de los árboles.

El viento soplaba con fuerza y agitaba las ramas. Comenzó a caminar de nuevo, encogido, y pensó que iba a morir. Sin embargo, tenía tanto frío y se sentía tan mal que la idea de la muerte le empezó a parecer un alivio.

En ese momento oyó un extraño sonido. Se detuvo y miró a su alrededor. Por un instante pensó que el ruido se había producido en su cabeza.

Pero no. Lo volvió a oír. Parecía el sonido del cristal al romperse o… de platos.

¿Alguien estaba rompiendo platos? ¿En la Sierra, en medio de una tormenta de nieve?

Los copos no dejaban de caer. Entonces oyó una voz.

—Bill, ¿cómo has podido? —era la voz de una mujer. Después sonó otro plato roto—. Te odio, Bill. Me has mentido —dijo la voz antes de volver a estampar otro plato.

El hombre dejó a un lado sus pensamientos sobre la muerte y se adentró entre los árboles, hacia el lugar donde provenía el sonido. Caminó unos metros y se detuvo. Divisó un claro entre los árboles. Allí había una casa pequeña forrada con madera. Tenía el tejado rojo y el humo salía por una chimenea de metal. Inspiró profundamente y percibió el fuerte olor de la hoguera. Debería haberlo notado antes.

Y allí estaba la mujer. Estaba sola y fuera de la casa. No había ni rastro del chico al que estaba insultando. Sólo ella, una caja grande con platos y el objetivo, un gran cedro.

A los pies del árbol había gran cantidad de trocitos de cristales de colores, que iban siendo cubiertos por la nieve.

El hombre se sintió desconcertado y de nuevo tuvo ganas de vomitar. Se abrazó al árbol más cercano. Pestañeó y después miró de nuevo a la mujer.

Era alta. Una mujer grande, no gorda, sino robusta. Debía de estar en la veintena. Llevaba una chaqueta morada y un gorro de lana de rayas que terminaba en un pompón. Tenía le pelo rubio y largo y a su lado estaba la caja aún llena de vajilla. Los platos eran de muchos colores distintos. Un arco iris esperando junto a sus pies.

El hombre volvió a pestañear y trató de recuperarse del desconcierto. La mujer se agachó y agarró otro plato.

—Imbécil.

Por un momento, el hombre dudó de si se estaría refiriendo a él. Pero no. Ella tenía la mirada perdida y no había percibido su presencia. Crash. Se agachó por otro plato.

—Me lo prometiste, me lo prometiste. Me dijiste que vendrías a la boda, Bill. Le dije a todo el mundo que vendrías —prosiguió. Tenía un plato en cada mano y lanzó los dos. Los pedazos de loza se esparcieron por todos lados—. Pero no. Oh, no. No podías venir hasta North Magdalene, a pesar de tu promesa. Preferiste irte a Las Vegas en busca de suerte. Las Vegas… Te has enamorado de una cabaretera. Y ella se ha enamorado de ti ¿Una corista? ¿Tú? —preguntó antes de lanzar una taza—. Dime, Bill. ¿Cómo consigue un conductor de autobús flaco y con los dientes separados, un chico tímido incapaz de hilar dos frases seguidas con sentido delante de una mujer, acabar casado con una corista? Explícamelo, Bill Toomey. ¿Cómo es posible? —lanzó tres platos, uno blanco, uno negro y uno naranja—. Especialmente cuando el pasado mes de septiembre me juraste, Bill, me juraste que me amabas con todo tu corazón —lanzó un tazón rosa—. A mí, Bill.

La nieve no cesaba de caer y cubría el pelo de la chica. Se apartó los mechones de la cara y se dobló para aprovisionarse de más munición.

—Me juraste que me querías y que querías pasar el resto de tu vida a mi lado —añadió.

El hombre de detrás de los árboles frunció el ceño.

—Otra reina del drama —murmuró. E inmediatamente se preguntó por qué había dicho aquello.

Dio un paso al frente, a pesar de que el instinto de supervivencia le estaba advirtiendo que no era sensato acercarse a una mujer furiosa con buena puntería, provista de una caja llena de loza.

No obstante, caminó hacia ella, despacio al principio y después más deprisa ya que el viento soplaba con fuerza entre los árboles. Llegó al claro del bosque y ella, que acababa de lanzar un plato, lo vio y soltó un grito de sorpresa.

—¿Qué demonios…? —comenzó a decir. Se inclinó y agarró una fuente. La mostró como amenaza—. Detente. No te acerques ni un paso más.

Él prosiguió caminando. La fuente parecía maciza. Si lo golpeaba con ella le iba a doler mucho más la cabeza. Sin embargo, por algún extraño motivo, no pudo dejar de acercarse.

—Necesito… Por favor… Yo.

—Último aviso. Para ahí —dijo subiendo más el brazo.

—No… no —añadió él. Sintió un tremendo pitido en los oídos. Se llevó las manos a las orejas a pesar de saber que no serviría de nada, porque el pitido venía de dentro. Soltó un gemido y se vino abajo.

Fue una caída lenta y eterna, en la que el pitido y el frío se agudizaron. Se vio desplomándose en el aire, flotando como una hoja o como una pluma.

Entonces, después de una eternidad, cayó sobre la nieve. Miró al cielo gris, o más bien lo intentó porque la nieve estaba cayendo con tanta fuerza que le costó abrir los ojos. Los copos de nieve se agolparon en sus pestañas. Parpadeó. El pitido se extinguió y al hombre se le escapó un leve suspiro de alivio.

Había alguien junto a él, en la nieve. La mujer rubia. Estaba arrodillada, mirándolo de cerca. Tenía la nariz y las mejillas rojas por el frío. Olía bien. A limpia. Su mirada era cálida y dulce.

Ya no parecía enfadada, sino más bien preocupada.

Preocupada y… amable.

«Es buena. Es una mujer buena. Yo podría poner a una mujer buena en mi vida», pensó.

Su vida…

Menudo lío. Estaba tirado en la nieve, sin nombre, sin tener ni idea de quién era ni de dónde venía…

Ella acarició suavemente su rostro. Él pudo sentir la calidez a pesar de los guantes de lana.

—Lo siento.

—¿Lo sientes? —preguntó el hombre con el ceño fruncido.

—Haberte amenazado con la fuente.

—Ah, bueno. No pasa nada.

—Me debería haber dado cuenta de que estabas herido. Pero es que has salido de la nada…

—No he querido… asustarte —dijo. Tenía los labios dormidos. Era como si no quisieran hablar.

—Voy a llamar para pedir ayuda.

El hombre le agarró el brazo.

—No, quédate.

—Necesitas un médico.

—Quédate —insistió.

—Oh, pobrecito —añadió ella volviéndolo a acariciar.

—Tengo mal aspecto, ¿no?

—¿Qué te ha pasado? —preguntó dulcemente. Tenía los ojos verdes y una mirada muy cálida.

—Ojalá lo supiera —murmuró con esfuerzo—. ¿Cómo te llamas? —cada palabra le costaba un triunfo.

—Tessa. Tessa Jones.

—Tessa —repitió—. Es bonito, me gusta.

La mujer dijo algo más, pero él ya no lo escuchó. Cerró los ojos y se marchó lejos del paisaje nevado y de la mujer amable que olía tan bien.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

EL extraño le apretó a Tessa el brazo con menos fuerza y después su mano se desplomó sobre la nieve.

Ella soltó un grito. Oh, Dios, ¿habría muerto?

Tessa se quitó un guante y le tocó el cuello para tomarle el pulso. Estaba muy frío y el color de su piel era grisáceo. Pero tenía pulso. Tessa lo pudo sentir latir contra sus dedos y cuando se inclinó sintió la respiración del hombre sobre su piel. Respiraba lentamente y su aliento era cálido.

Estaba vivo.

El aliento era dulce, sin embargo la chaqueta apestaba a alcohol. Era extraño, pero eso no era lo importante en aquel momento.

Lo importante era conseguir ayuda. Ayuda para aquel hombre.

Tessa se puso en pie. La nieve caía con fuerza. Ojalá hubiera tenido el teléfono móvil allí, pero casi nunca lo llevaba encima. No tenía sentido ya que en North Magdalene las montañas dificultaban la cobertura y el teléfono, si funcionaba, era de manera intermitente.

Volvió a mirar al hombre. No le parecía bien dejarlo solo tirado en la nieve, ¿pero qué otra cosa podía hacer?

Siempre se decía que no era seguro mover a una persona herida, que había que esperar a que lo hicieran los servicios de emergencia.

Rápidamente se quitó el abrigo, se inclinó y tapó al extraño con cuidado.

—Te prometo que volveré enseguida —susurró mientras lo arropaba.

Se puso de nuevo en pie. Se fue corriendo hacia la casa, tan rápido como pudo, entre la nieve. Dentro la esperaban Mona Lou, una perra bulldog mayor y sorda, y Gigi, una gata blanca y flaca.

—Guau —ladró la perra.

—Miau —repuso la gata.

Tessa las esquivó y se dirigió al teléfono de la cocina. De camino se quitó los guantes. Cuando descolgó el teléfono sólo escuchó más silencio. Volvió a colgar y a descolgar. Nada. Probablemente alguna rama caída por el peso de la nieve hubiera arrastrado los cables. Y por la intensidad de la nevada, seguramente los operarios tardarían un tiempo en repararlos. No podía contar con recuperar la línea pronto.

¿Qué iba a hacer?

Subió corriendo al dormitorio, seguida por la perra y la gata, y agarró el móvil que había dejado sobre la cama. Intentó llamar al número de emergencias, había señal, pero la perdió al instante. Lo intentó de nuevo.

No hubo manera. No era posible. Iba a tener que mover al inconsciente extraño ella sola. No sabía cómo, pero no había otra opción.

E iba a tener que hacerlo rápido. Al menos su furgoneta Subaru tenía tracción en las cuatro ruedas y podría conducirla a pesar de la ventisca. Había que subir al extraño al vehículo y llevarlo a la clínica.

De repente se acordó del trineo. Su padre se lo había regalado años atrás y estaba en el porche acristalado.

—Deseadme suerte —les murmuró a sus animales mientras se ponía los guantes.

Agarró otra chaqueta, sacó una manta de lana del armario y tomó las llaves de la furgoneta que estaban colgadas del llavero de la cocina.

Estaba lista para afrontar aquel reto casi imposible. Se acercó a la puerta y se dio la vuelta antes de salir.

—Quédate —le ordenó a Mona Lou.

La perra no podía oír mucho, pero era capaz de leer la expresión y el lenguaje corporal de su ama. Se sentó soltando un quejido.

Ya en el porche, Tessa agarró el trineo y se lo puso bajo el brazo. Dispuesta, salió a la tormenta.

Menos mal que le había puesto el abrigo morado al extraño porque la nieve estaba cayendo con tanta fuerza que se hubiera podido pasar horas buscándolo. Pero pronto divisó una mancha de color brillante y lo localizó.

Consiguió subir la cabeza y el torso del hombre sobre el trineo. Mientras lo hacía no paró de susurrar disculpas por estarlo moviendo. Lo volvió a cubrir con el abrigo y por encima le echó la manta. El trineo era demasiado pequeño y el hombre no parecía estar muy cómodo.

Sin embargo, Tessa no podía hacer nada más. Agarró las cuerdas del trineo y comenzó a tirar haciendo un esfuerzo considerable. Se dirigió hacia la furgoneta que estaba aparcada cerca de la casa.

¿Cómo lo logró? No tenía respuesta. A duras penas y entre resoplidos, agarró con fuerza al hombre y consiguió subir aquel cuerpo inconsciente en el asiento de atrás. Después rápidamente, Tessa se metió en el coche y, desde dentro, volvió a tirar del cuerpo para introducirlo completamente y dejarlo tumbado. Finalmente dobló las rodillas del hombre para que sus pies quedaran dentro del vehículo, lo arropó de nuevo con el abrigo y la manta y cerró las dos puertas traseras.

Tessa estaba sudando, a pesar del viento helador. Se puso al volante y encendió el motor. Puso la calefacción al máximo y activó mecanismo anti—hielo del las lunas del coche porque, sin ayuda, la nieve helada no iba a desaparecer.

Soltó un quejido de impaciencia y vio que tenía un rascador en el salpicadero del coche. Salió fuera y quitó la nieve congelada que cubría el cristal. Era consciente de que estaba perdiendo un tiempo precioso porque el extraño necesitaba ayuda inmediatamente. Cuando la mayor parte de la luna estuvo limpia, subió de nuevo al coche y emprendió el camino.

Tuvo suerte porque logró alcanzar la carretera sin demasiada dificultad. Sin embargo, la nieve caía tan copiosamente que Tessa apenas si podía ver. Los limpiaparabrisas iban muy lentos porque la nieve se apilaba a toda velocidad. Pero la nieve no iba a detenerlos. Echó el freno de mano y se bajó de nuevo para limpiar la luna.

Se subió al coche y prosiguió el camino. Enseguida la nieve volvió a tapar el cristal a pesar del trabajo de los limpiaparabrisas. Estaba nevando demasiado. Tessa nunca había visto una ventisca igual.

En ese momento, los limpiaparabrisas se pararon. Ella los apagó y los volvió a encender. Consiguieron activarse, pero se detuvieron enseguida por la resistencia de la nieve y el hielo. Los volvió a desactivar. Paró el motor, salió del coche y volvió a quitar toda la nieve y el hielo que pudo.

Regresó dentro y lo intentó de nuevo. Los parabrisas por fin funcionaron. Durante un minuto o dos. Era lógico. Ni los mejores limpiaparabrisas del mundo hubieran resistido una nevada tan intensa.

Tessa intentó conducir asomando la cabeza por la ventanilla abierta, pero los copos de nieve le impedían ver más allá de sus narices.

No podía ser. No se atrevía a seguir adelante.

Soltó un gemido. Estaba realmente preocupada por la salud del extraño. Dio marcha atrás y regresó por el mismo camino. Muy despacio.

Por fin lo consiguió. Colocó la furgoneta en el mismo sitio donde había estado aparcada.

—Oh, lo siento —le dijo al hombre, como si la estuviera escuchando—. Realmente lo siento, pero era demasiado peligroso seguir adelante.

Tessa apoyó la cabeza sobre el volante y soltó un quejido. Estaba asustada y frustrada. Después salió enérgicamente del coche.

Era una Jones. Un hombre Jones era un tipo duro, resistente y cabezota. ¿Y una mujer Jones? Era aún más cabezota, después de todo, se pasaba la mayor parte de su vida aguantando a un Jones.

El hombre enfermo necesitaba cobijo y calor. Un lugar cálido en el que descansar. Tessa podía ofrecérselo.

Y lo iba a hacer.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

 

CALOR.

Aunque pareciera imposible, había entrado de nuevo en calor. Soltó un gemido y abrió los ojos. Lo primero que vio fue un techo. Estaba dentro de una habitación. Metido en una cama, con la cabeza apoyada en una almohada blanca, cubierto por sábanas limpias y varias mantas. Había un armario contra la pared y una butaca en una esquina. También una puerta cerrada, ¿sería un baño?, y una abierta que daba a un pasillo.

El cielo plomizo se veía a través de la gran ventana que había junto a la cama. Los copos de nieve no dejaban de caer.

El reloj que había sobre la mesilla de noche decía que eran las cuatro y cuarto de la tarde. Vagamente, el hombre recordó que se había desmayado en la nieve. Creía que había sido hacia el mediodía, por lo que dedujo que había estado inconsciente casi dos horas.

Contempló las paredes de la habitación. Había muchas fotos enmarcadas y colgadas. La mayoría de gente que no había visto en su vida.

Sin embargo, reconoció a una persona: la mujer rubia y grande que había estampado platos mientras despotricaba contra un tal Bill. Aparecía en varias fotos.

«Estoy en un dormitorio de la casa de la chica rubia», pensó. Se acordaba de la casa. El techo de cinc, la chimenea y el hilo de humo contra el cielo gris…

La rubia debía de haberlo llevado hasta allí después de que se hubiera desmayado de frío. No sabía cómo. Quizás hubiera alguien más allí. Alguien que hubiera estado dentro de la casa y que hubiera salido cuando él había perdido el conocimiento, alguien que habría ayudado a la chica.

Tenía la boca muy seca. Necesitaba agua. Había una jarra y un vaso sobre la mesilla. El hombre agarró la jarra y la volvió a dejar en su sitio. No tenía fuerzas y si intentaba llenar el vaso acabaría empapado.

Soltó un gemido, pero logró incorporarse. Sintió vértigo y se volvió a recostar.

Momentos después repitió la operación, pero más despacio. Pudo mantenerse sentado hasta que la cabeza le dejó de dar vueltas. En ese momento se dio cuenta de que tenía el torso desnudo y de que gran cantidad de moretones y heridas cubrían su cuerpo. Retiró las mantas.

La chica también le había quitado los pantalones y le había dejado sólo los calzoncillos, unos negros. Parecían de seda. ¿O era satén? Sonrió levemente… ni siquiera reconocía su ropa interior.

La sonrisa desapareció en el momento en el que siguió haciendo inventario de las heridas. Tenía los pies y las piernas cubiertas de moretones y la chica le había vendado los cortes de las rodillas.

Se tocó la cara y le escoció la herida que tenía en la frente. Se sentía tan débil que enseguida se dio cuenta de que no iba a ser capaz de servirse un vaso de agua.

Penoso. Simplemente penoso. Cerró los ojos, se tumbó de nuevo sobre la cama y se cubrió con las mantas. Miró a su alrededor en busca de la ropa.

Si estaba allí, no la encontró.

En otro lugar de la casa oyó una conversación. El murmullo de unas voces. Al principio pensó que sería la rubia hablando con alguien, quizás con la persona que la hubiera ayudado a meterlo en la cama. Pero después oyó la musiquilla conocida de un anuncio. Alguien estaba viendo la televisión.