Un hombre apasionado - Maggie Cox - E-Book

Un hombre apasionado E-Book

Maggie Cox

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Beschreibung

Rowan necesitaba soledad y tranquilidad. Pero su antipático vecino Evan Cameron no parecía dispuesto a respetar su paz. Era guapísimo y también el hombre más maleducado que había conocido en su vida. Evan sólo quería recuperar la salud y volver a trabajar... solo. Pero su bella y testaruda vecina no parecía querer salir de su vida... ni de sus pensamientos. Evan había decidido no dejarse llevar por los sentimientos que despertaba en él la joven viuda. Entonces Rowan descubrió un tremendo secreto y Evan no dudó en ofrecerle su ayuda...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Maggie Cox

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un hombre apasionado, n.º 1541 - abril 2019

Título original: A Very Passionate Man

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-886-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO SABÍA qué era lo que lo había hecho mirar por la ventana.

Quizás, un movimiento repentino, algo blanco que vio con el rabillo del ojo… lo cierto era que había sido el presentimiento de que iba a suceder algo.

Por alguna razón, la tensión se le acumuló en el estómago dificultándole la respiración.

Evan se dijo que eran los efectos de la quemazón laboral, que le había dejado muy débil. Tras una vida entera trabajando a destajo, en la que lo primero había sido siempre el trabajo, se había dado cuenta de que no podía seguir a aquel ritmo… a menos que quisiera morir joven, claro.

La última gripe que había tenido había estado a punto de acabar con él, así que no había tenido más remedio que seguir los consejos de su médico, que le había prescrito un mes de baja laboral, paseos por la playa, descanso y lectura.

Nada de aquello le llamaba demasiado la atención pues estaba acostumbrado a tener mucha actividad, a ir siempre al máximo, tanto en el gimnasio como en la oficina, donde había echado horas y horas para sacar adelante su empresa.

Si hubiera sabido entonces que un día iba a tener que pagar por tantas excesos…

Se estremeció y entornó sus ojos verdes ante lo que estaba viendo por la ventana.

Se trataba de una mujer con sombrero de paja blanco y vestido blanco que estaba en el jardín de la casa vecina como si acabara de salir de las páginas de una revista de decoración.

Tenía unas tijeras de podar en una mano, una cesta de mimbre en la otra y una mirada de cansancio increíble, como si se estuviera arrepintiendo de la faena que tenía por delante.

No era para menos pues aquella casa llevaba tres años vacía y necesitaba un buen arreglo.

Tendría que haberse dado cuenta al llegar de que el cartel de «se vende» había desaparecido, pero no había sido así porque no solía ir mucho por allí. Era más bien su hermana Beth quien utilizaba aquella casa de la playa.

Por alguna razón, la presencia de la mujer de blanco lo molestaba. Evan quería paz. Aunque no estuviera seguro de poder soportarla, era lo que había ido a buscar allí, tal y como se había repetido varias veces en el trayecto desde Londres el día anterior.

Su paz había quedado interrumpida por la presencia de una inesperada vecina. Evan se masajeó las sienes y se dijo que, mientras aquella mujer no interfiriera en su vida, no tenía por qué trastocar sus planes.

Tal vez, aquélla no fuera la propietaria de la casa sino una de las agentes comerciales de la inmobiliaria que la vendía. Tal vez, había ido a adecentarla.

Evan la volvió a mirar y se dio cuenta de que no podía ser así. Aquella mujer de figura frágil era un ángel o un fantasma, pero desde luego no era una agente de la propiedad.

Se apartó de la ventana antes de que lo viera y fue a la cocina a prepararse un refresco con la idea de dar un largo paseo por la playa para estirar las piernas.

Tal vez, eso lo ayudara a levantar el ánimo.

 

 

Rowan se quedó en blanco de repente en mitad de aquel pequeño jardín abandonado y no supo ni siquiera cómo es que tenía unas tijeras de podar en la mano.

Siempre que le pasaba aquello era como adentrarse en una niebla cegadora desde un cielo azul infinito.

Se mordió el labio inferior y rezó para que volviera la normalidad, para volver a ser la misma que había sido antes de la muerte de Greg.

Pero esa chica había muerto hacía tiempo y la sensación de quedar apartada del resto del mundo que se había apoderado de ella aquella mañana no había hecho sino aumentar con el tiempo.

Sintió que se le aceleraba el corazón y que le faltaba el aliento, como si el oxígeno hubiera desaparecido del aire que la rodeaba.

En lugar de preciosas dalias amarillas, veía la cara de su marido justo antes de irse aquella calurosa mañana de agosto.

Lo recordaba con la cámara al hombro, como siempre que salía de casa, cruzando la calle para reunirse con el resto del equipo de su programa de televisión.

Rowan tragó saliva y se dijo que tenía que moverse si no quería echar raíces en la tierra, como las malas hierbas que estaba quitando.

Tenía que ponerse en movimiento si quería arreglar el jardín y la casa, aquella casa situada cerca de la playa y en pleno campo que ya no iba a compartir con Greg, pero que los había enamorado a ambos nada más encontrarla.

En cuanto se bajaron del coche para verla, habían empezado a hacer planes para arreglarla. Se habían prometido mutuamente que le devolverían su esplendor pasado de casa de campo inglesa con rosas alrededor de la puerta y todo.

No había sido una idea muy original, pero en aquel entonces no querían ganar un premio a la creatividad sino formar un hogar.

Tras la muerte de Greg, era el único lugar donde Rowan podía estar. Aunque había sido un sueño de ambos, su marido nunca había vivido en aquella casa y, por tanto, no estaba llena de recuerdos.

Todo lo demás lo había regalado a su familia, amigos y organizaciones benéficas y, libre de toda atadura material de quien había sido su marido, Rowan tenía la esperanza de construir una nueva vida para sí misma.

Ésa era su esperanza, pero, por lo visto, no lo estaba consiguiendo.

 

 

Evan pasó delante de la casa de su vecina y vio el sombrero de paja volando por encima de la valla de madera.

Dio un salto para agarrarlo y se enganchó el jersey en una de los picos de la valla. Maldijo y, cuando levantó los ojos, se encontró con la delgada figura que avanzaba hacia él.

Era mona, pero no impresionante.

Cuando la vio más de cerca, con las mejillas sonrosadas por el trabajo y la mirada tímida de sus ojos marrones, se dijo que era casi guapa.

Aun así, no quería tener contacto con ella.

–Gracias. Ha sido una suerte que pasara usted en este preciso momento –le dijo la mujer con una sonrisa.

–No hace tiempo para llevar sombrero de paja –contestó Evan entregándoselo.

La sonrisa se tornó entonces mirada cautelosa. Bien. Había entendido el mensaje. Impaciente por continuar con su paseo, Evan siguió andando hasta que su voz aterciopelada lo interrumpió de nuevo.

–Mire el cielo –le dijo haciendo lo propio con una mano en los ojos–. Estamos en primavera, pronto será verano.

–Si fuera usted, me pondría una chaqueta –contestó Evan fijándose en sus brazos desnudos–. Se va a agarrar una buena gripe con este viento.

–Me llamo Rowan Hawkins –se presentó Rowan alargando la mano a pesar de que la mirada de aquel hombre no era amistosa en absoluto–. Me he mudado hace unas semanas. Encantada de conocerlo. Ya tenía ganas de conocer a mis vecinos. ¿Ha estado usted fuera, de vacaciones?

–Mire… ¿Qué es exactamente lo que quiere usted de mí?

Rowan se mojó los labios con nerviosismo.

–¿Cómo dice?

–Le advierto que no soy de esos vecinos encantadores y simpáticos, señorita Hawkins, así que guárdese esa sonrisita para otros. ¿Me he expresado claramente?

Sin decir nada más, Evan se alejó por el camino con las manos en los bolsillos.

«¡Qué hombre tan arrogante y desagradable!», se dijo Rowan mientras lo veía irse.

No estaba acostumbrada a inspirar aquella animosidad en los demás y en aquellos momentos de su vida, cuando más frágil se sentía, había sido un duro golpe.

Se dijo que así era mejor, que cuanto antes hubiera sabido que su vecino era un indeseable, mejor.

Al menos, ahora, podría ignorarlo cuando lo volviera a ver.

¡Qué suerte vivir al lado de alguien que hace que Genghis Khan sea un ser del bien!

Rowan se puso el sombrero y se preguntó cómo iba a empezar una nueva vida si ni siquiera sus vecinos querían conocerla.

Apesadumbrada y sin ganas de continuar la penosa tarea de arrancar las malas hierbas del jardín, se metió en casa a grandes zancadas y dio un portazo.

 

 

Aquella noche, Evan no podía dormir oyendo el ir y venir de la puerta de hierro rota de la casa de su vecina.

Como no podía conciliar el sueño, se puso en pie y miró por la ventana como si la intensidad de su furiosa mirada fuera suficiente para incendiar aquella vieja cancela.

El problema era que no era solamente la cancela lo que lo sacaba de quicio. Últimamente, todo le ponía de los nervios.

En cualquier caso, era de esperar que su marido o su novio le arreglaran la maldita cancela. Ella, desde luego, no parecía de esas mujeres acostumbradas a mancharse las manos.

¿Quién demonios se vestía de blanco para hacer el jardín?

Molesto consigo mismo por no dejar de pensar en su vecina, se fue a la cocina a beber algo. Al descubrir que no tenía café, maldijo en voz alta.

Se pasó los dedos por el pelo y cerró los ojos para calmarse, pero no lo consiguió porque, en ese momento, un recuerdo de su ex mujer se le coló en la mente.

Si Rebecca no lo hubiera arruinado al divorciarse, no tendría que haberse pasado los últimos dos años trabajando como un poseso para volver a levantar el gimnasio de su propiedad.

Habían sido dos años en los que había renunciado a todo, a su familia, a sus amigos, a su vida social, pero había merecido la pena porque el gimnasio iba mejor que nunca.

Con otros veinte locales por todo el país con el cartel de Evan Cameron en la puerta, ahora se podía tomar las cosas con más tranquilidad.

Como no lo había hecho por voluntad propia, una gripe se había encargado de hacerlo. Había sido terrible. En sus treinta y siete años de vida, nunca se había encontrado tan enfermo ni tan débil mental y físicamente.

Para ser sinceros, se había asustado realmente.

Resultaba irónico que un hombre que se dedicaba a promocionar el deporte, la salud y el bienestar hubiera sucumbido ante la enfermedad por no haberse cuidado.

Evan se obligó a respirar más despacio y se puso a buscar un paquete de malta porque se dio cuenta de que no era muy normal tomar cafeína en mitad de la noche.

Cinco minutos después, más calmado y con su taza de malta caliente entre las manos, se fue al salón e intentó concentrarse en la enésima vez que veía La reina de África mientras fuera la puerta vieja y oxidada de Rowan Hawkins seguía acribillando la noche con su ir y venir.

 

 

Ataviada con vaqueros y sudadera roja, Rowan intentaba arreglar la cancela oxidada, pero no le estaba resultando fácil porque estaba colgando y no tenía suficientes manos para levantarla y atornillar las bisagras a la vez.

Además, a pesar de que brillaba un sol radiante, hacía mucho frío y se le estaban congelando las manos.

–¡Maldita sea!

¡Le entraron ganas de tirarse al suelo y patalear como una niña pequeña!

Primero, había descubierto que su vecino era un Neanderthal y ahora se daba cuenta de que aquello del «hágalo usted mismo» era un cuento chino.

Iba a tener que gastar el poco dinero que Greg le había dejado en arreglar ciertas cosas de la casa, por ejemplo, aquella cancela.

«No parecía difícil, no tendría que haberme resultado difícil», pensó Rowan con el ceño fruncido.

–¿Algún problema?

Rowan levantó la mirada sorprendida al oír la voz masculina y sintió un inmenso calor por todo el cuerpo.

Se encontró con unos gélidos ojos verdes que la miraban con inusitado descaro y, a pesar de que le dio rabia, no pudo impedir quedarse mirándolo también.

Aquel hombre tenía un rostro de lo más masculino que le gustó mucho más que la primera vez que se habían visto, cuando se había mostrado tan rudo con ella.

En cualquier caso, no estaba dispuesta a que creyera que era una pobre y desvalida mujercita que no sabía hacer nada por sí misma.

–No, gracias –contestó dejando el destornillador en el suelo, frotándose las manos para hacerlas entrar en calor y poniendo cara de póquer.

–Esta maldita puerta no me ha dejado dormir en toda la noche –dijo Evan cruzándose de brazos.

–¿Por qué cree que la estoy arreglando? Yo tampoco he pegado ojo.

La puerta y la horrible imagen de Greg ante aquel coche la habían mantenido en vela, era cierto.

–Entonces, ¿sabe lo que está haciendo?

A Rowan le pareció ver el atisbo de una sonrisa en los labios de su vecino, pero se dijo que se había equivocado porque aquel hombre no debía de saber sonreír.

En cualquier caso, su tono de superioridad la molestó sobremanera.

–La verdad, señor «como se llame», es que no creo que sea asunto suyo, así que haga el favor de irse y de dejarme en paz.

–Evan Cameron.

–¿Qué?

–Me llamo Evan Cameron.

«Pero no se haga demasiadas ilusiones. Aunque le haya dicho mi nombre, no vamos a ser amigos».

Aquellas palabras retumbaron en la cabeza de Rowan a pesar de que nadie las había pronunciado.

–Muy bien. Ahora que ya sé cómo se llama, si alguien viene a mi casa preguntando por usted por error, lo mandaré a la suya.

Acto seguido, recogió el destornillador y volvió a concentrarse en la puerta.

–Deme.

–¿Cómo?

En un abrir y cerrar de ojos, el vecino le había arrebatado el destornillador.

–¿Por qué no se mete en casa y me deja esto a mí?

¿Pretendía que creyera que se había vuelto buena persona de repente? Rowan sabía perfectamente por qué quería ayudarla.

Se había pasado toda la noche sin dormir por culpa de aquella puerta y no quería que se repitiera.

Tal vez, otras mujeres le hubieran dado las gracias por su interés, pero no ella. Rowan apreciaba sinceramente los favores hechos de corazón, pero no aquel tipo de actitudes.

Prefería pasarse tres días arreglando la puerta que aceptar su machismo.

–No le he pedido que me ayude ni lo necesito, señor Cameron. Seguro que tiene usted cosas mejores que hacer que helarse de frío y arreglar mi maldita cancela un domingo por la mañana.

Rowan extendió la mano con el corazón latiéndole aceleradamente.

–Devuélvame el destornillador, por favor.

–¿Hay algún hombre en su casa, señorita Hawkins?

–No es asunto suyo y, por favor, no me trate como si, por ser mujer, no supiera utilizar las herramientas de trabajo porque…

–¿Sabe utilizarlas? –sonrió Evan con crueldad.

–¡Esto es ridículo! –exclamó Rowan, indignada–. Deme mi destornillador y váyase. ¡Por favor, váyase!

–Como quiera –contestó Evan encogiéndose de hombros.

Evan le devolvió el destornillador como si realmente todo aquello le importara muy poco y se alejó.

Sin embargo, a los pocos pasos, se giró hacia ella y la miró de arriba abajo como si la encontrara atractiva físicamente.

–Arregle esa puerta, señorita Hawkins, porque, de lo contrario, esta noche me presentaré en su casa para compartir con usted mi tormento.

Dicho aquello, retomó su partida como si fuera el señor de aquellas tierras y Rowan no fuera más que una pobre campesina que se hubiera colado en ellas.

Dos horas después, muerta de hambre y de frío, Rowan se dio por vencida.

Mientras avanzaba por el sendero que llevaba a su casa, miró en dirección a la propiedad de su vecino y sonrió encantada al ver que nadie la observaba.

Diez minutos después, con el listín telefónico en una mano y una taza de chocolate caliente en la otra, se dispuso a buscar a algún manitas que fuera a arreglarle la puerta.

Estaba a punto de descolgar el teléfono, cuando llamaron al timbre.

–Reconozco que tiene usted valor.

–¿Qué quiere usted decir con eso? –contestó Rowan teniendo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no abofetearlo.

–La he estado observando durante las dos horas que no ha cesado usted de intentar arreglar la puerta y, aunque me parece una cabezota sin sentido, admito que es usted tenaz. Ahora, deje que la saque de esto y que arregle su puerta. Le prometo no volverla a molestar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CÓMO le tengo que decir que no necesito su ayuda? –dijo Rowan–. No quiero que me arregle la cancela. ¡Le aseguro que sería usted el último hombre sobre la faz de la Tierra a quien le pediría que me la arreglara si yo no pudiera hacerlo!

Aquella mujer era realmente cabezota.

Evan sabía que era culpa suya que estuviera enfadada, pero había ido a su casa con buenas intenciones.

Al pensar en sus palabras, se preguntó si es que no tenía ni marido ni novio. Tenía que haber una buena razón para que estuviera reparando la puerta ella sola.

Evan la miró con interés.

Con el vestidito blanco del día anterior, Rowan Hawkins se le había antojado una mujer bajita e increíblemente delgada, pero con los vaqueros negros apretados y el jersey rojo que llevaba en aquel momento estaba descubriendo un nuevo mundo de curvas.

Sus ojos repararon en aquellos pechos que subían y bajaban debido a la acelerada respiración de su propietaria y se maldijo a sí mismo por la instantánea reacción de su entrepierna.

A pesar de aquella reacción, aquella mujer no era su tipo en absoluto pues a él le gustaban más altas y esbeltas.

Sobre todo, no le gustaban las mujeres que miraban con tristeza ni las mujeres que rechazaban la ayuda de un vecino como si fuera un sacrilegio.

–Muy bien.