Un invierno en Mallorca - George Sand - E-Book

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George Sand

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Beschreibung

George Sand ( alias de Amandine Aurore Lucile Dupin) es una de las escritoras más relevantes e influyentes del panorama literario y artístico del siglo XIX francés, y una personalidad al menos tan interesante como sus obras. Es la autora de una amplia producción narrativa, así como de una influyente crítica literaria.

En torno a su estancia en la isla de Mallorca en compañía de Federico Chopin, George Sand escribe un relato lleno de vida que es a la vez un homenaje fascinado a la belleza paisajística de la isla balear y la crónica de un desencuentro con sus habitantes. Un relato que se cuenta entre las mejores obras de su autora y que se ha convertido en un clásico dentro de su género.

El día 8 de noviembre de 1838 llegan a Palma de Mallorca Federico Chopin y George Sand, acompañados por los dos hijos de ésta, Maurice y Solange. Se trata de dos personajes célebres, de acusada y compleja personalidad y gran talento artístico, que toman contacto con un paisaje y una realidad social completamente nuevos para ellos y ante los que reaccionarán de manera ambivalente. Los meses que pasan en la cartuja de Valldemossa son para la pareja un tiempo de dificultades y molestias, pero también de fecunda creatividad, sobre todo para Chopin. "Un invierno en Mallorca", escrito por George Sand unos años después de su estancia en la isla, describe la conflictiva relación que estableció la autora —de costumbres extravagantes e ideas avanzadas— con el medio mallorquín, de fuerte talante conservador: por un lado se entusiasma con el paisaje, pero, por el otro, sufre a causa de la incomprensión mutua que se produce entre ella y los habitantes de la isla, a los que lanza duras críticas.

Dentro de la literatura de viajes, "Un invierno en Mallorca" puede considerarse la brillante descripción de un caso de encuentro, o, en esta ocasión, más bien de choque, de mentalidades y costumbres diferentes.
 

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George Sand

Tabla de contenidos

UN INVIERNO EN MALLORCA

Carta de un ex-viajero a un amigo sedentario

Primera Parte

I

II

III

IV

V

VI

VII

Segunda parte

I

II

III

IV. El convento de la Inquisición

V

Tercera parte

I

II

III

IV

V

UN INVIERNO EN MALLORCA

George Sand

Carta de un ex-viajero a un amigo sedentario

Acostumbrado por deber a tu vida sedentaria, creerás, mi querido Francisco, que llevado por el arisco y caprichoso caballo de la independencia, no conozco mayor placer en el mundo que el de atravesar mares y montañas, lagos y valles. ¡Pobre de mi! Mis más hermosos y dulces viajes los he hecho al calor de la lumbre, con los pies sobre la caliente ceniza y los codos apoyados en los brazos relucientes del sillón de mi abuela. Tú los harás sin duda tan agradables y mil veces más poéticos con tu rica imaginación. No vayas, pues, a gastar tu tiempo, tu trabajo y tus sudores bajo los ardientes rayos de los trópicos, ni a poner tus pies helados sobre las nevadas llanuras del polo, ni a presenciar las horribles tempestades que se levantan en el mar, ni en busca de los ataques de los bandoleros, ni al encuentro de los peligros, de las fatigas que todas las noches afrontas imaginariamente sin quitarte las babuchas y sin otro perjuicio que algunas ligeras quemaduras de cigarro en los pliegues de tu justillo.

Para reconciliarte con la privación de espacio real y la falta de movimiento físico te envío la relación del último viaje que hice fuera de Francia, seguro de que me tendrás más compasión que envidia, y verás cuan caros me cuestan algunos arranques de admiración y algunas horas de arrobamiento disputados a la mala fortuna.

Esta relación, escrita hace un año, me ha valido de algunos hijos de Mallorca una diatriba de las más furibundas y a la vez de las más cómicas. Demasiado extensa es, por desgracia, para publicarla a continuación de mi relato, y lo siento, porque el tono en que está concebida y la amenidad de las censuras que se me dirigen confirmarían cuanto digo referente a la hospitalidad, al gusto y a la delicadeza con que los mallorquines reciben a los extranjeros. Sería una pieza justificativa bastante curiosa. Pero ¿quién podría leerla hasta el fin? Además, si es vanidad y tontería publicar las alabanzas que se reciben, ¿no sería tal vez, mayor tontería y vanidad, en los tiempos que corremos hacer ruido con las injurias de que se nos hace objeto?

Te hago, pues, gracia de ella y me limito a decirte para completar los detalles sobre esta ingenua población mallorquína, que después de haber leído mi narración los más hábiles abogados de Palma — nada menos que cuarenta, según me han dicho— se reunieron para componer, exprimiendo la imaginación de todos, un terrible memorándum contra el escritor inmoral que se había permitido reírse de su amor al lucro y de sus afanes por la cría del cerdo. Aquí viene el caso de decir, como dijo el otro, que entre todos tuvieron ingenio como cuatro.

Pero dejemos en paz a estas buenas gentes tan enfurecidas contra mi; han tenido ya tiempo de calmarse y yo lo he tenido para olvidar lo que ellos hacen, hablan y escriben.

De los habitantes de aquel hermoso país, solo conservo memoria de las cinco o seis personas cuya obsequiosa acogida y afectuoso trato recordaré siempre como una compensación y un favor de la fortuna. Si no las he mencionado es porque no me considero a tanta altura para honrarlas e ilustrarlas con mi reconocimiento; pero estoy seguro (y creo haberlo dicho en el curso de mi narración) de que guardarán de mí un recuerdo cariñoso que les impedirá creerse comprendidas en mis irreverentes burlas y dudar de mí estimación y afecto.

Nada te he dicho de Barcelona donde pasamos algunos días muy bien empleados antes de embarcarnos para Mallorca. Ir por mar de Port-Vendres a Barcelona con buen tiempo y en un buen buque a vapor, es un paseo delicioso. Volvimos a encontrar en la costa de Cataluña el aire primaveral que en noviembre habíamos respirado en Nimes y que ya no encontramos en Perpígñán. El calor del verano nos esperaba en Mallorca. — En Barcelona una brisa fresca templaba los ardores de un sol brillante y despejaba los dilatados horizontes limitados a lo lejos por las cimas de las montañas, negras y peladas unas, otras blancas, cubiertas de nieve. Hicimos una excursión al campo con buenos caballos andaluces a fin de ponernos a salvo bajo los muros de la Ciudadela en caso de un mal encuentro.

Tú sabes que por aquella época (1838) los facciosos recorrían todo el pais en partidas errantes cortando los caminos, invadiendo villas y ciudades, exigiendo contribuciones hasta en los más insignificantes caseríos, instalándose en las quintas y casas de recreo a media legua escasa de la ciudad, y saliendo de improviso de las hendiduras de las rocas para exigir la bolsa o la vida.

Nos arriesgamos, sin embargo, a recorrer algunas leguas por la orilla del mar. y no encontramos más que algunos destacamentos de cristinos que regresaban a Barcelona. Nos dijeron que eran las mejores tropas de España. En efecto tenían muy buena presencia, y por su porte nadie hubiera dicho que venían de campaña. Pero hombres y caballos estaban muy flacos; los primeros tenían la cara amarilla, lívida; los segundos andaban con la cabeza junto al suelo y tenían los ijares tan hundidos que al verlos se sentían las angustias del hambre.

Un espectáculo más triste aún ofrecían las fortificaciones levantadas alrededor de las más pobres aldeas o ante la puerta de las más humildes chozas; un pequeño muro circular de pared seca, una torre almenada, alta y robusta, delante de cada puerta, o bien pequeños muros provistos de troneras, alrededor de cada piso, atestiguaban bien a las claras que ningún habitante de estas ricas comarcas se creía en seguridad. En muchos sitios, estas improvisadas fortificaciones estaban destruidas presentando huellas de reciente lucha.

Una vez franqueadas las formidables e inmensas fortificaciones de Barcelona, no sé cuantas puertas, puentes levadizos, poternas y defensas, nada nos indicaba ya que estuviésemos en una plaza fuerte. Tras una triple hilera de cañones y aislada del resto de España por el bandolerismo y la guerra civil, la brillante juventud barcelonesa tomaba el sol en la Rambla, largo paseo plantado de árboles y de casas como nuestros bulevares. Las mujeres, bellas, graciosas y coquetas, no se ocupaban más que de los pliegues de sus mantillas y del aleteo de sus abanicos. Los hombres, fumando, riendo, hablando, flechando las damas, comentando la ópera italiana y sin preocuparse de lo que pasaba más allá de las murallas. Pero cuando llegaba la noche y se cerraba el teatro y se alejaban mudas las guitarras, la ciudad quedaba entregada a los vigilantes paseos de los serenos, y sobre el monótono ruido del mar no se oían más que los siniestros gritos de los centinelas, y los disparos de fusil, más siniestros todavía, que a intervalos desiguales se dejaban oír en casi todos los puntos del recinto, cerca unas veces, lejos otras, instantáneos o continuados, sin cesar hasta las primeras horas de la mañana en que todo quedaba en silencio y los burgueses dormían profundamente mientras el puerto despertaba y la marinería empezaba a agitarse. Si alguno osaba preguntar durante el día qué eran aquellos terribles y extraños ruidos de la noche, se le contestaba sonriendo que a nadie le importaba y que no era, además, prudente averiguarlo.

Primera Parte

I

Dos turistas ingleses descubrieron, hace, según creo, unos cincuenta años, el Valle de Chamounix, como lo atestigua una inscripción tallada en una gran roca que se halla a la entrada del Mar de Hielo. La pretensión es un poco fuerte si se considera la posición geográfica de este valle; pero legítima, hasta cierto punto, si estos turistas, cuyos nombres he olvidado, fueron los primeros que indicaron a los poetas y a los pintores los parajes románticos donde Byron soñó su admirable drama Manfredo.

Podemos decir, en general y desde el punto de vista de la moda, que la Suiza no fué descubierta para el gran mundo y para los artistas hasta el último siglo. Juan Jacobo Rousseau es el verdadero Cristóbal Colón de la poesía alpestre, y, como lo ha observado muy bien M. de Chateaubriand, él es el padre del romanticismo en nuestra lengua. No teniendo precisamente los mismos títUlOs a la inmortalidad que Juan Jacobo y pensando en cuales podría yo presentar, creo que hubiera, tal vez, podido ilustrarme, de igual manera que los dos ingleses del valle de Chamounix y reclamar el honor de haber descubierto la isla de Mallorca. Pero el mundo se ha vuelto hoy tan exigente que no me hubiera bastado grabar mi nombre sobre alguna roca baleárica, sino que hubiera exigido de mi una descripción exacta, o, al menos, una relación poética de mi viaje para que los turistas cayeran en la tentación de emprenderlo. Mas, como no pude disfrutar en aquel país la tranquilidad de espíritu necesaria, he tenido que renunciar a la gloria de mi descubrimiento y no ha sido posible consignarla ni sobre el granito ni sobre el papel.

Si hubiera escrito bajo la influencia de las tristezas y de las contrariedades que entonces experimentaba, no me hubiera sido posible vanagloriarme de ese descubrimiento, pues el lector me hubiera dicho que no había motivo para tanto. Y, sin embargo, había para qué, y me atrevo a decirlo hoy, pues Mallorca es, para los pintores, uno de los más hermosos países de la tierra y uno de los más ignorados. Allí donde no es posible describir más que la belleza pictórica, la expresión literaria es tan pobre y tan insuficiente que nada se consigue si el lápiz y el buril del dibujante no ayudan a revelar las grandezas y gracias de la naturaleza. Y si sacudo hoy la letargía de mis recuerdos, es porque una de estas últimas mañanas encontré sobre mi mesa un hermoso volumen titulado Recuerdos de un viaje artístico a la isla de Mallorca», por J. B. Laurens.

Experimenté inmensa alegría al volver a ver Mallorca con sus palmeras, sus áloes, sus monumentos árabes y sus vestidos griegos. Reconocí todos los sitios, con su color poético, y volví a sentir todas mis impresiones, que creía ya completamente borradas. No había casucha, ruina, ni matorral que no despertara en mí un mundo de recuerdos, como se dice ahora; y sentí, si no el valor de narrar mi viaje, al menos, el deseo de dar cuenta del de M. Laurens, artista inteligente, laborioso y concienzudo, a quien es necesario restituir el honor que yo me atribuía de haber descubierto la isla de Mallorca. Este viaje de M. Laurens al centro del Mediterráneo, sobre riberas donde el mar es, muchas veces, tan poco hospitalario como los habitantes, es mucho más meritorio que el paseo de nuestros dos ingleses al Montanvert. Sin embargo, si la civilización europea llegase a tal grado de adelanto que pudiese suprimir las aduanas y los carabineros, manifestaciones visibles de las desconfianzas y antipatías nacionales, si la navegación a vapor estuviese organizada directamente desde nuestra tierra a esas regiones, Mallorca podría muy pronto competir con Suiza, pues se podría ir allá en muy poco tiempo y se encontrarían, a no dudarlo, bellezas tan delicadas y grandezas tan extrañas y sublimes que ofrecerían a la pintura nuevos manantiales.

Por hoy no puedo, en conciencia, recomendar este viaje más que a Jos artistas robustos y de espíritu apasionado. Día vendrá, sin duda, en que las personas delicadas y hasta las mujeres hermosas podrán ir a Palma con tanta comodidad como se va hoy a Ginebra.

M. Laurens, asociado largo tiempo a los trabajos artísticos de M. Taylor sobre los antiguos monumentos de Francia, pensó el año último hacer por su propia cuenta una visita a las Baleares, de las que hasta entonces había tenido tan pocas noticias, que él mismo confiesa haber experimentado una gran emoción al tocar sus orillas donde sus más dorados sueños hubieran tal vez podido convertirse en amargas decepciones. Pero lo que iba a buscar alli debió encontrarlo, realizándose todas sus esperanzas, pues, lo repito: Mallorca es el Eldorado de la pintura. Todo es allí pintoresco, desde la cabaña del campesino, que ha conservado en sus menores detalles la tradición del estilo árabe hasta el niño envuelto en sus andrajos y triunfante en su suciedad grandiosa, como dijo Enrique Heine a propósito de las mujeres del mercado de hortalizas de Verona. El carácter del paisaje, más rico en vegetación que lo es por lo general el de Africa, tiene mucha mayor amplitud, calma y sencillez. Es la verde Helvecia bajo el cielo de Calabria con la solemnidad y el silencio del Oriente.

En Suiza el torrente que corre por todas partes y la nube que pasa sin cesar, dan a los panoramas una movilidad de color y. por decirlo así, una continuidad de movimiento que la pintura no puede reproducir siempre con felicidad. La naturaleza parece que juega con el artista. En Mallorca parece que le espera y que le invita. Aquí la vegetación afecta formas altivas y extrañas pero no despliega ese lujo desordenado bajo el cual las líneas del paisaje suizo desaparecen con frecuencia. La cima del peñasco dibuja sus contornos limpios sobre un cielo brillante, la palmera se inclina por si misma sobre los precipicios, sin que la brisa caprichosa desarregle la majestad de su belleza, y hasta el menor cactus desmedrado al borde del camino, todo parece mostrarse con una especie de vanidad para recrear la vista.

Ante todo daremos una descripción muy breve de la Balear mayor en la forma vulgar de un articulo de diccionario geográfico. Esto no es tan fácil como se cree, sobre todo cuando uno ha de buscar los datos en el país mismo. La prudencia del español y la desconfianza del insular son tales que un extranjero no puede hacer a nadie la menor pregunta sin pasar por un espia político. El bueno de M. Laurens, por haberse permitido tomar un croquis de un castillo ruinoso que había llamado su atención fué encarcelado por el receloso Gobernador que le acusaba de levantar el plano de su fortaleza. Asi es que nuestro viajero, resuelto a completar su álbum en cualquier otra parte menos en las prisiones de Estado de Mallorca, se guardó muy bien de volver a preguntar cosa alguna a nadie como no fuera a los senderos de la montaña y de consultar más documentos que las piedras de las ruinas. Después de haber pasado cuatro meses en Mallorca, yo no hubiera averiguado más que él, si no hubiese consultado los pocos detalles que otros nos han transmitido sobre estas comarcas. Pero aquí han vuelto a empezar mis incertidumbres, pues estas obras, ya antiguas, se contradicen de tal manera y, según la costumbre de los viajeros, se desmienten y se denigran tan rotundamente las unas a las otras que es necesario rectificar algunas inexactitudes con el riesgo de cometer muchas otras. Ahí vá, a pesar de todo, mi artículo de diccionario geográfico, y para no apartarme de mi papel de viajero, empiezo por declarar que es incontestablemente superior a todos los que le preceden.

II

Mallorca, que M. Laurens llama Balearia Major, como los romanos, que el rey de los historiadores mallorquines, el doctor Juan Dameto. dice haberse llamado en la antigüedad Clumba o Columba, se llama actualmente por corrupción Mallorca, y la capital no se ha llamado jamás Mallorca, como han dado en decir muchos de nuestros geógrafos, sino Palma.

Esta isla es la mayor y la más fértil del archipiélago Balear, vestigio de un continente cuya cuenca debió haber invadido el Mediterráneo, y habiendo sin duda unido a España con Africa, participa del clima y de las producciones de ambas. Está situada a 25 leguas al sudeste de Barcelona, a 45 del punto más próximo de la costa de Africa, y creo que a 95 o 100 de la rada de Tolón. Su superficie es de 1234 millas cuadradas su circuito de 143, su mayor extensión de 54 y su menor de 28. Su población, que en el año 1787 era de 136.000 habitantes, se aproxima a 160.000 . La ciudad de Palma contiene 36.000 en vez de 32.000 que tenía en aquella época.

La temperatura varía bastante según las diversas estaciones. El verano es ardiente en toda la parte llana; pero la cadena de montañas que se extiende de N. E. a S. O. indicando con esta dirección su identidad con los territorios de Africa y de España, (cuyos puntos más aproximados afectan esta Inclinación y corresponden a sus ángulos más salientes) influye mucho en la temperatura del invierno. Así, Miguel de Vargas, refiere que en la rada de Palma durante el terrible invierno de 1784 el termómetro de Reamur señaló una sola vez la temperatura de 6º sobre cero un día de Enero; otros días del propio mes marcó 16º y lo más a menudo se mantuvo a 11º. Esta temperatura fué poco más o menos la que tuvimos en un invierno ordinario sobre la montaña de Valldemosa, que se reputa por una de las regiones más frías de la Isla. En las noches más rigurosas y cuando la tierra estaba cubierta por dos pulgadas de nieve, el termómetro no señalaba menos de 6º a 7º. A las ocho de la mañana volvía a 9º o 10º, y al mediodía se elevaba a 12º o 14º. Ordinariamente, hacia las tres de la tarde, en que ei sol se ocultaba a nuestra vista, trasponiendo los picos de las montañas que nos rodeaban, el termómetro volvía a descender súbitamente a 9º y aún a 8º.

Los vientos del Norte soplan allí frecuentemente con violencia, y en ciertos años las lluvias invernales caen con una abundancia y una continuidad de que no tenemos en Francia idea alguna. En general el clima es sano y benigno en toda la parte meridional que se inclina hacia el Africa y que preservan de estas furiosas borrascas del Norte la cordillera mediana y el gran escarpamiento de las costas septentrionales. De manera que el plano general de la isla es una superficie inclinada del noroeste al sudeste, y la navegación, casi imposible al Norte a causa de los acantilados y de los precipicios de la costa, escarpada y horrorosa, sin abrigo ni resguardo (Miguel de Vargas), es fácil y segura al mediodía.

A pesar de sus huracanes y de sus asperezas, Mallorca, llamada con justicia por los antiguos la Isla Dorada, es extremadamente fértil y sus productos son de calidad exquisita. El trigo es tan puro y tan hermoso que los habitantes lo exportan y de él se sirven exclusivamente en Barcelona para hacer una especie de pastelería blanca y ligera llamada pan de Mallorca. Los mallorquines hacen venir de Galicia y de Vizcaya un trigo más grosero y más barato que les sirve de alimento. Hé aquí porque en el pais más rico en excelente trigo se come un pan detestable. Ignoro si esta especulación es muy ventajosa.

En nuestras provincias del centro, donde la agricultura está muy atrasada, la rutina de los campesinos no prueba más que su obstinación e ignorancia. Con mayor razón sucede lo mismo en Mallorca, donde la agricultura, aunque muy cuidada, está en su infancia. En ninguna parte he visto trabajar la tierra con tanta paciencia y tanto cariño. Las máquinas, aún las más sencillas, son desconocidas; los brazos del hombre, brazos muy descarnados y débiles, en comparación con los nuestros, son suficientes para todo; pero trabajan con una lentitud nunca vista. En medio jornal se cava menos tierra que la que se cava en nuestro país en dos horas y se necesitan cinco o seis hombres de los más robustos para mover un fardo que el más débil de nuestros mozos de cordel transportaría alegremente sobre sus hombros.

A pesar de esta dejadez, todo está cultivado y, en apariencia, bien cultivado en Mallorca. Estos isleños no conocen, según se dice, la miseria, pero en medio de los tesoros de la naturaleza y bajo el más hermoso cielo, su vida es más ruda y más tristemente sobria que la de nuestros campesinos.

Los viajeros tienen por costumbre hacer frases sobre el bienestar de estos pueblos meridionales cuyas caras y trajes pintorescos se les presentan el domingo a los rayos del sol, y cuya ausencia de ideas y de previsión toman por la ideal serenidad de la vida campestre. En este error he incurrido yo con frecuencia; pero ya estoy bien curado de tal manía desde que estuve en Mallorca.

Nada hay tan triste y tan pobre en el mundo como este campesino que no sabe más que orar, cantar, trabajar, y que no piensa nunca.

La plegaria es una fórmula estúpida que no ofrece sentido alguno a su espíritu; su trabajo es una operación de los músculos incapaz de progreso por falta de ideas; y su canto es la expresión de esa melancolía que le agobia inconscientemente y cuya poesía nos conmueve sin revelarse a él.

Si no fuera por la vanidad que de tiempo en tiempo le despierta de su letargo y le incita al baile, consagraría al sueño los días de fiesta.

Pero me salgo ya de los limites que me había impuesto. Olvido que, en rigor y según costumbre, el artículo geográfico debe mencionar ante todo la economía productiva y comercial y no ocuparse de la especie Hombre sino en último término, después de los cereales y del ganado.