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Germain, un joven labrador viudo y padre de tres hijos, lleva una vida austera en casa de sus suegros. Ante la insistencia de estos, accede con desgana a cortejar a una viuda en un pueblo cercano. En su viaje lleva consigo a Marie, la joven hija de una vecina, con la misión de dejarla en una granja en el camino. Al caer la noche, la niebla envuelve el paraje y, tras un encuentro inesperado con su hijito Pierre, que lo ha seguido en secreto, se pierden los tres en una landa pantanosa. Obligados a pernoctar en el bosque, el frío y el hambre los acechan. Sin embargo, Marie, con temple y sensatez, alivia las penurias. Germain, maravillado por su valentía y dulzura, siente despertar en su corazón un amor inesperado, sin que la diferencia de edad sea un obstáculo a la admiración y la ternura que ella le inspira. Novela «campestre» escrita en 1846, El Pantano del Diablo fue un éxito inmediato desde su publicación y sigue siendo una de las novelas más conocidas de la autora. La obra ha sido adaptada en varias ocasiones al teatro, al cine y a la televisión.
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Seitenzahl: 164
Veröffentlichungsjahr: 2025
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George Sand, seudónimo de Amantine Aurore Lucile Dupin, nació en París en 1804, hija de un militar francés, descendiente de la nobleza, y de una mujer de clase humilde. Al morir su padre, su madre cayó en depresión, y ella tuvo que quedarse a vivir con su abuela materna en Nohant. Se casó a los 18 años con el barón de Dudevant, pero su matrimonio fue infeliz, así que, en 1831, dejó a su esposo y se instaló en París, donde trabajó en Le Figaro y empezó su carrera literaria, adoptando el seudónimo masculino de George Sand para ser tomada en serio en un ámbito dominado por hombres. Precursora del feminismo, en su obra se aprecia la conciencia social que caracterizó toda su vida. Sus principales obras son Indiana (1832), primera novela, donde critica el matrimonio y la situación de la mujer en la sociedad; Valentine (1832), una historia de amor entre clases sociales; Lélia (1833), obra introspectiva y filosófica que explora la libertad femenina y el deseo; Mauprat (1837), una novela de aventuras y redención con un fuerte mensaje sobre la educación y la moral; y Consuelo, que trata de la ascensión social de una cantante española de origen gitano.
Murió en Nohant en 1876.
George Sand
El Pantano del Diablo
Traducción de Juan Max Lacruz
Primera edición: mayo de 2025
Primera edición ebook: mayo de 2025
Título original: La Mare au Diable (1846)
© de la traducción y del postfacio: Max Lacruz, 2025
© de la presente edición: Editorial Funambulista, 2025
c/ Flamenco, 26 - 28231 Las Rozas (Madrid)
www.funambulista.net
IBIC: FC
ISBN: 979-13-990383-1-6
Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi
Motivo de la cubierta: La carreta de heno (1821), John Constable
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»
Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.
El Pantano del Diablo
Cuando empecé, con El Pantano del Diablo, una serie de novelas campestres que me proponía reunir bajo el título Veillées du chanvreur,1 no tenía en mente ningún sistema, ninguna pretensión revolucionaria en literatura. Nadie empieza una revolución en solitario, pero hay algunas, sobre todo en las artes, que la humanidad lleva a cabo sin saber muy bien cómo, visto que todo el mundo las hace. Pero esto no se aplica a la novela costumbrista campesina: esta ha existido en todas las épocas y en todas las formas, unas veces pomposa, otras amanerada, y, en ocasiones, ingenua. Como he dicho, y debo repetir aquí, el sueño de la vida campestre ha sido siempre el ideal de las ciudades, e incluso de las cortes. No he hecho nada nuevo al seguir la pendiente que lleva al hombre civilizado de vuelta a los encantos de la vida primitiva. No he querido crear un nuevo lenguaje ni un nuevo modo de hacer las cosas. Sin embargo, se me ha acusado de hacerlo en algunos folletines, mas sé mejor que nadie lo que se puede esperar de mis propios designios, y siempre me sorprende que los críticos busquen tanto cuando la idea más simple, la circunstancia más vulgar son las únicas inspiraciones que deben tener las producciones artísticas. En el caso concreto de El Pantano del Diablo, el hecho que menciono en la nota al lector, un grabado de Holbein2 que me impactó, una escena real que tuve ante los ojos al mismo tiempo, un hecho verdadero que vi a la hora de la siembra, es todo lo que me impulsó a escribir esta modesta historia ambientada en los humildes paisajes que recorría cada día. Si alguien me pregunta qué quería hacer, responderé que algo muy conmovedor y sencillo, y que no lo conseguí a mi gusto. Sí vi y sentí la belleza en lo sencillo, pero ver y pintar son cosas diferentes. Lo mejor que puede esperar el artista es animar a los que tienen ojos a mirar también. Así que mirad, todos vosotros, la sencillez, mirad el cielo y los campos y los árboles y los campesinos en toda su bondad y verdad: los veréis un poco en mi libro, pero mucho mejor en la naturaleza.
George Sand
Nohant, 12 de abril de 1851
1. Las veladas del cañamero (o espadador).
2. Hans Holbein el Joven fue un pintor alemán (1497-1543).
A la sueur de ton visaige
Tu gagnerois ta pauvre vie,
Après long travail et usaige,
Voicy la mort qui te convie3
Esta cuarteta en francés antiguo, que aparece bajo una composición de Holbein, es profundamente triste debido a su ingenuidad. El grabado muestra a un labrador conduciendo su arado en medio de un campo. Una vasta campiña, con chozas pobres, se extiende a lo lejos; el sol se pone detrás de la colina. Es el final de una dura jornada de trabajo. El campesino es viejo y fuerte, y está cubierto de harapos. La yunta de cuatro caballos que empuja hacia delante es débil y está agotada; la reja del arado se hunde en el suelo áspero y rebelde. Solo un personaje se muestra alegre y desinhibido en esta escena de sudor y desgaste. Es una figura fantasmagórica, un esqueleto armado con un látigo, que corre hacia el surco, hasta los asustados caballos, y los golpea, haciendo las veces de viejo labrador. Es la muerte, ese espectro que Holbein introduce alegóricamente en esa sucesión de temas filosóficos y religiosos, a la vez lúgubres y bufonescos, que titula Les Simulachres [et Histoires facées] de la mort.
En esta colección, o, mejor dicho, en esta vasta composición donde la muerte, representada en cada página, es el vínculo y el pensamiento dominante, Holbein ha reunido a soberanos, pontífices, amantes, jugadores, borrachos, monjas, cortesanas, bandoleros, pobres, guerreros, monjes, judíos y viajeros, todo el mundo de su tiempo y del nuestro; y en todas partes el espectro de la muerte se burla, amenaza y triunfa. Solo en un cuadro la muerte está ausente. Es aquel en el que el pobre Lázaro, tendido en un estercolero ante la puerta del rico, declara que no la teme, sin duda porque no tiene nada que perder y su vida es una muerte anticipada.
¿Es acaso consolador este pensamiento estoico del cristianismo medio pagano del Renacimiento, y lo encuentran a su gusto las almas religiosas? El ambicioso, el embustero, el tirano, el libertino, todos esos soberbios pecadores que abusan de la vida, y a quienes la muerte sujeta por los cabellos, sin duda van a ser castigados; pero el ciego, el mendigo, el loco, el pobre campesino ¿son compensados de su larga miseria por la simple reflexión de que la muerte no es un mal para ellos? ¡No! Una implacable tristeza, una espantosa fatalidad se cierne sobre la obra del artista. Es como una amarga maldición acerca del destino de la humanidad.
Esta es la dolorosa sátira, el verdadero retrato de la sociedad que Holbein tenía ante los ojos. El crimen y la desgracia fueron lo que le impactó; pero ¿qué pintaremos nosotros, artistas de otro siglo? ¿Buscaremos en el pensamiento de la muerte la retribución de la humanidad presente? ¿La invocaremos como el castigo de la injusticia y la reparación por el sufrimiento?
No, ya no tratamos con la muerte, sino con la vida. Ya no creemos en la nada de la tumba ni en la salvación comprada por la renuncia forzosa; queremos que la vida sea buena, porque queremos que sea fecunda. Lázaro debe abandonar su estercolero, para que los pobres dejen de alegrarse de la muerte de los ricos. Todos deben ser felices, para que la felicidad de unos pocos no sea criminal y maldecida por Dios. El labrador, cuando siembra su trigo, debe saber que está trabajando en la obra de la vida, y no alegrarse cuando la muerte camina a su lado. Por último, la muerte no tiene que ser ya el castigo de la prosperidad ni el consuelo de la aflicción. Dios no la ha querido ni para castigar ni para compensar la vida; porque ha bendecido la vida, y la tumba no ha de ser un refugio al que sea lícito enviar a quienes no queremos hacer felices.
Algunos artistas de nuestro tiempo, mirando seriamente lo que les rodea, se proponen pintar el dolor, la abyección de la miseria, el estercolero de Lázaro. Eso puede ser del dominio del arte y de la filosofía; pero, al pintar una miseria tan fea, tan degradada, a veces tan viciosa y criminal, ¿se consigue el objetivo y se obtiene el efecto saludable que ellos desean? No nos atrevemos a hacer comentarios al respecto. Podemos decir que, mostrando el abismo cavado bajo el frágil suelo de la opulencia, asustan al rico malvado, igual que, en los tiempos de la danza macabra, le mostraban su fosa abierta y la muerte dispuesta a abrazarle con sus inmundos brazos. Hoy le mostramos al bandido que fuerza su puerta y al asesino que acecha mientras duerme.
Confesamos que no sabemos muy bien cómo podemos reconciliarle con la humanidad a la que desprecia, cómo podemos hacerle sensible a los sufrimientos de los pobres a los que teme si le mostramos a los pobres bajo el manto del presidiario fugado y del merodeador nocturno. La espantosa muerte, que rechina los dientes y toca el violín en las imágenes de Holbein y sus predecesores, no ha encontrado, bajo este aspecto, el modo de convertir a los perversos y consolar a las víctimas. ¿No procedería nuestra literatura un poco como los artistas de la Edad Media y del Renacimiento?
Los bebedores de Holbein, con una especie de furia, llenan sus copas para ahuyentar la idea de la muerte, que, invisible para ellos, les sirve de copero. Los ricos malvados de hoy exigen fortificaciones y cañones para ahuyentar la idea de una revuelta campesina, que el arte les muestra trabajando en la sombra, ultimando detalles, esperando el momento de atacar el orden social. La Iglesia de la Edad Media respondía a los terrores de los poderosos de la tierra vendiendo indulgencias. El gobierno actual calma la ansiedad de los ricos haciéndoles pagar un montón de gendarmes y carceleros, bayonetas y prisiones.
Alberto Durero, Miguel Ángel, Holbein, Callot y Goya produjeron poderosas sátiras de los males de su siglo y de su país. Son obras inmortales, páginas históricas de incuestionable valor; por eso no queremos negar a los artistas el derecho a hurgar en las heridas de la sociedad y desnudarlas ante nuestros ojos; pero ¿no hay algo más que hacer ahora que pintar el miedo y la amenaza? En esta literatura de misterios de iniquidad, que el talento y la imaginación han puesto de moda, preferimos las figuras amables y dulces a los villanos de efecto dramático. Las primeras pueden iniciar y provocar conversiones; los otros asustan, y el miedo no cura el egoísmo, lo aumenta.
Creemos que la misión del arte es de sentimiento y de amor, que la novela de hoy debe sustituir a la parábola y al apólogo de los tiempos ingenuos, y que el artista tiene una tarea más amplia y poética que la de proponer algunas medidas de prudencia y de conciliación para mitigar el miedo que inspiran sus cuadros. Su objetivo debe ser hacer que la gente ame los objetos de su solicitud y, si es necesario, no le reprocharía yo que los embelleciera un poco. El arte no es un estudio de la realidad positiva, sino una búsqueda de la verdad ideal, y El vicario de Wakefield era un libro más útil y saludable para el alma que El campesino pervertido y Las amistades peligrosas.4
Lectores, perdonadme estas reflexiones, y os ruego que las aceptéis como un prefacio. No las habrá en la modesta historia que voy a contaros; esta será tan corta y sencilla que he sentido la necesidad de disculparme de antemano diciéndoos lo que pienso de las historias truculentas.
Es un labrador quien me ha llevado a hacer esta digresión. Es precisamente la historia de un labrador lo que pretendía contaros y lo que os contaré a continuación.
3. Con el sudor de tu rostro / ganas tu pobre vida, / después de mucho trabajo y desgaste, / hete aquí que la muerte te llama.
4. El vicario de Wakefield, escrita por el irlandés Oliver Goldsmith (1724-1774). El campesino pervertido, escrita por el francés Restif de la Bretonne (1734-1806). Las amistades peligrosas, escrita por el francés Pierre Choderlos de Laclos (1741-1803).
Acababa de contemplar durante largo rato, y con profunda melancolía, al labrador de Holbein y paseaba por el campo soñando con la vida rural y el destino del campesino. Sin duda es triste consumir las fuerzas y los días hendiendo el seno de esta tierra celosa, despojada de los tesoros de su fertilidad, cuando al final de la jornada la única recompensa, el único provecho ligado a tan duro trabajo es un mendrugo del pan más negro y seco. Las riquezas que cubren el suelo, las mieses, los frutos, los orgullosos ganados que engordan en la alta hierba son propiedad de unos pocos, y los instrumentos de la fatiga y la esclavitud, de muchos. El hombre de ocio no ama generalmente los campos, ni los prados, ni el espectáculo de la naturaleza, ni los soberbios animales que deben convertirse en monedas de oro para su uso. El hombre ocioso viene a buscar un poco de aire y salud en el campo, y luego regresa a la gran ciudad para gastar los frutos del trabajo de sus vasallos.
El hombre del trabajo, en cambio, está muy agobiado y es infeliz, y tiene demasiado miedo al futuro como para disfrutar de la belleza del campo y de los encantos de la vida campestre. También para él los campos dorados, los hermosos prados, los soberbios animales representan bolsas de dinero de las que solo obtendrá una pequeña parte, insuficiente para sus necesidades; y, aun así, cada año tiene que llenar esas malditas bolsas para satisfacer al amo, y encima pagar por el derecho a vivir escasa y miserablemente en su finca.
Y, sin embargo, la naturaleza es eternamente joven, bella y generosa. Da poesía y belleza a todos los seres y plantas a los que permite desarrollarse como desean. Posee el secreto de la felicidad, y nadie ha podido arrebatárselo. El hombre más feliz sería aquel que, poseyendo la ciencia de su trabajo y trabajando con sus manos, extrayendo bienestar y libertad del ejercicio de su fuerza inteligente, tuviera tiempo para vivir de su corazón y de su cerebro, para comprender su obra y amar la de Dios. El artista goza de esta clase de placer al contemplar y reproducir las bellezas de la naturaleza; pero, cuando ve el dolor de los hombres que pueblan este paraíso terrestre, el artista de corazón recto y humano se turba en medio de su goce. La felicidad estaría allí donde la mente, el corazón y los brazos trabajan unánimemente bajo la mirada de la Providencia, con lo cual se produce una santa armonía entre la magnificencia de Dios y los raptos del alma humana. Entonces, en lugar de la triste y espantosa muerte caminando en su surco, látigo en mano, el pintor de alegorías podría poner a su lado un ángel radiante, sembrando a manos llenas el trigo bendito en el surco humeante.
Y el sueño de una existencia apacible, libre, poética, laboriosa y sencilla para el hombre del campo no es tan difícil de concebir, hasta el extremo de tener que relegarlo a los dominios de la fantasía. Las tristes y sutiles palabras de Virgilio: «Feliz el hombre del campo, si conociera su felicidad», son un lamento, pero, como todos los lamentos, son también una predicción. Llegará el día en que el labrador también podrá ser artista, si no para expresar (algo que por entonces no importará mucho), al menos para sentir la belleza. ¿Acaso esta misteriosa intuición de la poesía no está ya dentro de él como mero instinto y vago ensueño? En aquellos que ya están protegidos por cierto bienestar, y en quienes el exceso de infortunio no ahoga todo su desarrollo moral e intelectual, la felicidad pura, sentida y apreciada se encuentra en su estado elemental; y, además, si la voz de los poetas se ha levantado ya del seno del dolor y de la fatiga, ¿por qué diría alguien que el trabajo de los brazos excluye las funciones del alma? Sin duda esta exclusión es el resultado general del trabajo excesivo y de la pobreza profunda; pero que no se diga que, cuando el hombre trabaje moderada y útilmente, solo habrá malos obreros y malos poetas. Cualquiera que obtenga el noble placer del sentimiento por la poesía es un verdadero poeta, aunque no haya escrito un solo verso en toda su vida.
Mis pensamientos habían tomado este rumbo, y no me daba cuenta de que esta confianza en la posibilidad de educar al hombre se veía reforzada en mí por influencias externas. Caminaba por el borde de un campo que los campesinos preparaban para la siembra. Era un campo inmenso, como el del grabado de Holbein. El paisaje era vasto también, y estaba enmarcado por largas líneas de verdor y un poco enrojecidas al acercarse el otoño; y en este amplio y vigoroso campo marrón, las lluvias recientes habían dejado líneas de agua en algunos surcos, que el sol hacía brillar como finos hilos de plata. El día era claro y cálido, y la tierra, recién abierta por el corte de los arados, exhalaba un ligero vapor. En lo alto del campo, un anciano de anchas espaldas y semblante severo, que recordaba a los viejos pintados por Holbein, pero cuyas ropas no delataban su pobreza, empujaba con gravedad su antiguo arado tirado por dos tranquilos bueyes de pelaje amarillo pálido, que parecían verdaderos patriarcas de la pradera. Estos eran altos y estaban algo flacos, tenían los cuernos largos y doblados, como esos viejos trabajadores que, por la larga experiencia, se han convertido en hermanos,
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