Un planeta a la deriva - Madeleine L´Engle - E-Book

Un planeta a la deriva E-Book

Madeleine L'Engle

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Beschreibung

Un planeta a la deriva recibió el National Book Award (1980), y otros importantes premios y menciones como el ALA Notable Children's Books, y los otorgados por la Asociación de Bibliotecarios de Estados Unidos. El mundo está en jaque. Un dictador demente ha declarado un terrible ultimátum: en veinticuatro horas ejecutará un ataque nuclear masivo que pondrá en peligro la vida de todo el planeta. Es entonces cuando aparece Gaudior, un unicornio venido del espacio que acompaña a Charles Wallace en un peligroso viaje a diferentes momentos del pasado. El propio Charles se adentrará físicamente en cuatro personas de tiempos remotos. Al mirar tras sus ojos, él comenzará a comprender las consecuencias cósmicas de las acciones de todo ser humano, y se convertirá en testigo de la transformación del mundo hasta nuestros días. Pero cada segundo cuenta y la amenaza es inminente. ¿Podrá Charles Wallace, con la ayuda de Gaudior y su hermana Meg, impedir el desastre? En esta tercera parte de El Quinteto del Tiempo, Madeleine L'Engle ofrece un visionario análisis de la influencia del hombre en su entorno, y una aventura sin igual a través del espacio y del tiempo.

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Para Hal Vursell

UNO

En este momento fatídico

La gran cocina de la casa de los Murry estaba iluminada y acogedora, las cortinas se extendían contra la oscuridad del exterior, contra la lluvia que llegaba desde el noreste. Meg Murry O'Keefe había hecho un arreglo de crisantemos para la mesa del comedor, y las flores de color amarillo, broncíneo y oro pálido parecían añadir luz a la habitación. Un olor delicioso a pavo asado salía del horno, y su madre estaba en pie junto a la estufa, removiendo la salsa giblet.

Era bueno estar en casa para el Día de Acción de Gracias, pensó ella, estar con la familia reunida, ponerse al día con lo que cada uno de ellos había estado haciendo. Los gemelos, Sandy y Dennys, que habían regresado a casa de sus respectivas universidades de derecho y medicina, estaban ansiosos por saber acerca de Calvin, su marido, y de la conferencia a la que asistía en Londres, donde, quizás en aquel preciso instante, dictaba una ponencia sobre el sistema inmunológico de los cordados.

—Es un honor tremendo para él, ¿verdad, hermanita? —preguntó Sandy.

—Enorme.

—¿Y qué tal estás tú, señora O'Keefe? —le sonrió Dennys—. Todavía nos parece extraño llamarte señora O'Keefe.

—Para mí también resulta extraño —Meg miró a la mecedora que había junto a la chimenea, donde su suegra estaba sentada, contemplando el fuego; para Meg, sólo ella era la señora O'Keefe—. Estoy bien —le respondió a Sandy—. Perfectamente.

Dennys, que ya se comportaba como un médico, había llevado consigo su estetoscopio, del que se sentía enormemente orgulloso, y lo había colocado sobre el prominente vientre de Meg, radiante de placer ante la escucha del fuerte latido del corazón del bebé que crecía en el interior.

—De hecho, lo estás.

Le devolvió la sonrisa y luego Meg miró a su hermano menor, Charles Wallace, y a su padre, que estaban profundamente concentrados, inclinados sobre el modelo de teseracto* que estaban construyendo: el cuadrado al cuadrado y nuevamente elevado al cuadrado: una construcción de la dimensión del tiempo. Era una hermosa y complicada creación de alambres de acero y esferas de metal y polimetilmetacrilato, partes de ella eran giratorias y otras se balanceaban como péndulos.

Charles Wallace era pequeño para sus quince años de edad, un extraño podría calcularle no más de doce; pero la expresión en sus ojos azules claros mientras miraba a su padre cambiar una vara pequeña en el modelo, era madura y altamente inteligente. Había permanecido en silencio todo el día, pensó ella. Rara vez hablaba mucho, pero su silencio en aquel Día de Acción de Gracias, ahora que la tormenta que se aproximaba gemía alrededor de la casa y sacudía las tejas del techo, era diferente de su habitual escasez de palabra.

La suegra de Meg también estaba en silencio, aunque eso no era sorprendente. Lo que resultaba sorprendente era que hubiera aceptado pasar con ellos la cena de Acción de Gracias. La señora O'Keefe debía ser unos pocos años mayor que la señora Murry, pero parecía una anciana. Había perdido la mayor parte de sus dientes, y su cabello, amarillento y descuidado, parecía cortado con un cuchillo romo. Su expresión habitual era de resentimiento. La vida no había sido amable con ella y se sentía enojada con el mundo, en especial con los Murry. No habían esperado que aceptara la invitación, particularmente ahora que Calvin se hallaba en Londres. Ninguno de los miembros de la familia de Calvin respondía a las amables invitaciones de los Murry. Calvin era, como él mismo le había explicado a Meg en su primer encuentro, un error biológico, totalmente diferente al resto de su familia, y cuando recibió su doctorado en medicina, tomaron eso como una señal de que se había unido a las filas del enemigo. La señora O'Keefe había compartido la actitud de muchos de los vecinos del pueblo de que los dos doctorados de la señora Murry, y sus experimentos en el laboratorio de piedra contiguo a la cocina, no constituían un verdadero trabajo. Debido a que había alcanzado un reconocimiento considerable, su pasatiempo era tolerado, pero no se le consideraba un trabajo, a diferencia de mantener una casa limpia o un empleo de nueve a cinco en una fábrica u oficina.

¿Cómo pudo esa mujer haber engendrado a mi marido?, se preguntó Meg por enésima vez, e imaginó la expresión de alerta de Calvin y su amplia sonrisa. Mamá dice que hay más en ella de lo que parece, pero yo sigo sin verlo. Todo lo que sé es que a ella no le agrado, ni nadie de mi familia. No sé por qué ha venido a la cena. Ojalá no lo hubiera hecho.

Los gemelos habían asumido automáticamente su antigua tarea de preparar la mesa. Sandy hizo una pausa, con un puñado de tenedores en la mano, para sonreír a su madre.

—La cena de Acción de Gracias es prácticamente la única comida que mamá prepara en la cocina…

—… en vez de hacerlo en el laboratorio, sobre su mechero Bunsen —concluyó Dennys.

Sandy le dio unas caricias en el hombro.

—No te estamos criticando, mamá. Después de todo, esos guisos cocinados en el mechero Bunsen propiciaron que ganaras el Premio Nobel. En verdad estamos muy orgullosos de ti, mamá, aunque papá y tú han elevado mucho el listón para nosotros.

—Eso mantiene nuestros estándares altos —Sandy tomó un montón de platos del mueble de la cocina, los contó y los dispuso delante de la gran fuente donde estaba servido el pavo.

Mi hogar, pensó Meg plácidamente, y miró a sus padres y hermanos con una afectuosagratitud. Ellos la habían soportado a lo largo de su dificultosa adolescencia, y todavía no se sentía muy adulta. Le parecía que hacía sólo unos meses aún llevaba el aparato de ortodoncia, los anteojos torcidos que se deslizaban constantemente por su nariz, el cabello rebelde y la certeza de que nunca crecería para convertirse en una mujer hermosa y segura de sí misma como mamá. Su visión de sí misma todavía era más la de la adolescente Meg que la de la atractiva joven en la que se había convertido. El aparato de ortodoncia había desaparecido, los anteojos habían sido reemplazados por lentes de contacto y, aunque su cabello castaño no rivalizaba con el espléndido cobrizo de su madre, era abundante y lustroso y le sentaba a la perfección, recogido delicadamente por encima de la nuca de su delgado cuello. Cuando se miraba objetivamente en el espejo, sabía que tenía un aspecto adorable, pero aún no estaba acostumbrada a que fuera así. Era difícil creer que su madre hubiese pasado por el mismo periodo de transición.

Se preguntó si Charles Wallace cambiaría físicamente tanto como ella. Todo su desarrollo exterior había sido lento. No obstante, sus padres pensaban que podría darse en él un repentino crecimiento.

Echaba de menos a Charles Wallace más que a los gemelos o a sus padres. La mayor y el más joven de la familia, su relación siempre había sido profunda, y Charles Wallace tenía un sentido intuitivo de las necesidades de Meg que no podía explicarse lógicamente. Si algo en la vida de Meg marchaba mal, él lo sabía, y acudía para estar con ella, para ayudarla, aunque sólo fuera afirmándole su amor y confianza. Ella sentía una profunda sensación de consuelo por estar con él durante este fin de semana, por estar en su hogar. La casa de sus padres todavía era su hogar, porque ella y Calvin pasaban muchos fines de semana allí, y su apartamento cerca del hospital donde trabajaba Calvin era de esa clase de viviendas pequeñas y amuebladas con una gran señal que decía NO SE PERMITEN MASCOTAS, y una atmósfera que indicaba que los niños tampoco serían bienvenidos. Esperaban poder encontrar un lugar propio pronto. Mientras tanto, había regresado a su hogar para el Día de Acción de Gracias, y era reconfortante ver a la familia reunida y estar rodeada por su amor, lo cual le ayudaba a aliviar su soledad por estar separada de Calvin por primera vez desde su matrimonio.

—Echo de menos a Fortinbras —dijo de pronto.

Su madre volteó desde la estufa.

—Sí. La casa se siente vacía sin un perro. Pero Fort murió de una honorable vejez.

—¿No van a adoptar otro perro?

—Es probable. Pero el que tiene que ser, todavía no ha aparecido.

—¿Y no podrían simplemente salir a buscarlo?

El señor Murry levantó la vista del teseracto.

—Nuestros perros suelen venir a nosotros. Si no se presenta alguno a su debido tiempo, entonces haremos algo al respecto.

—Meg —sugirió su madre—, ¿qué te parece si preparamos la salsa dulce para el budín de ciruela?

—Sí, por supuesto —abrió el refrigerador y sacó una barra de mantequilla.

El teléfono sonó.

—Yo contestaré —sobre la marcha, colocó la mantequilla en un tazón pequeño y se dirigió al teléfono—. Papá, es para ti. Creo que es de la Casa Blanca.

El señor Murry acudió rápidamente al teléfono.

—Señor presidente, ¡hola! —él sonrió, y Meg observó cómo la sonrisa se desdibujaba de su rostro y era reemplazada con una expresión de… ¿qué? La nada, pensó ella.

Los gemelos dejaron de hablar. La señora Murry estaba en pie con su cuchara de madera apoyada contra el borde de la cacerola. La señora O'Keefe seguía mirando fijamente el fuego. Charles Wallace parecía concentrado en el teseracto.

Papá escucha, pensó Meg. Es el presidente quien habla.

Sintió un escalofrío involuntario. Hacía un momento, la sala había estado inundada por una animada conversación, pero repentinamente todos callaban y habían detenido sus movimientos. Prestó una cuidadosa atención, mientras su padre sostenía el auricular ante la oreja. Su rostro parecía sombrío, todas sus arrugas de expresión se habían marcado. La lluvia azotó las ventanas.

En esta época del año debería nevar, pensó Meg. Este tiempo es extraño. Algo anda mal.

El señor Murry siguió prestando atención silenciosamente, y su silencio se propagó por la habitación. Sandy había abierto la puerta del horno para untar el pavo y birlar una cucharada de relleno, pero se había quedado inmóvil, medio inclinado, mirando a su padre. La señora Murry se apartó ligeramente de la estufa y pasó una mano por su cabello, que empezaba a teñirse de plata en sus sienes. Meg había abierto el cajón para sacar la batidora, que sostenía en la mano con fuerza. No era inusual que el señor Murry recibiera una llamada del presidente. A lo largo de los años, la Casa Blanca le había consultado sobre cuestiones de física y viajes espaciales; otras conversaciones habían sido serias, muchas inquietantes, pero ésta, le pareció a Meg, era diferente, estaba haciendo que la cálida habitación comenzara a enfriarse, que pareciera menos brillante.

—Sí, señor presidente, lo entiendo —dijo por fin el señor Murry—. Gracias por llamar —colocó el auricular lentamente en su sitio, como si pesara horriblemente.

Dennys, con las manos todavía ocupadas con la cubertería, preguntó:

—¿Qué te ha dicho?

Su padre sacudió la cabeza. No habló. Sandy cerró la puerta del horno.

—Papá…

Meg intervino.

—Papá, sabemos que ha sucedido algo. Tienes que contárnoslo, por favor.

Su voz fue fría y distante.

—Guerra.

Meg se puso la mano protectoramente sobre su vientre.

—¿Quieres decir guerra nuclear?

La familia pareció reunirse, y la señora Murry extendió una mano para incluir a la madre de Calvin. Pero la señora O'Keefe cerró los ojos y se excluyó del grupo.

—¿Se trata de ese Branzillo el Rabioso? —preguntó Meg.

—Sí. El presidente siente que esta vez Branzillo cumplirá su amenaza, y entonces no tendremos más remedio que usar nuestros misiles antibalísticos.

—¿Cómo es posible que un país tan pequeño pueda conseguir un misil nuclear? —preguntó Sandy.

—Vespugia no es más pequeño que Israel, y Branzillo tiene amigos poderosos.

—¿Puede cumplir esta amenaza realmente?

El señor Murry asintió.

—¿Estamos en alerta roja? —preguntó Sandy.

—Sí. El presidente dice que tenemos veinticuatro horas para tratar de evitar la tragedia, pero nunca lo había oído tan desesperanzado. Y él no se rinde fácilmente.

El rostro de Meg palideció.

—Eso significa el fin de todo, el fin del mundo —ella miró a Charles Wallace, pero parecía casi tan esquivo como la señora O'Keefe. Charles Wallace, siempre presente cuando ella lo necesitaba, ahora no estaba ahí. Y Calvin se hallaba a un océano de distancia. Con un sentimiento de terror, ella se dirigió hacia su padre.

Él no negó sus palabras.

La anciana que se encontraba junto a la chimenea, abrió los ojos y retorció sus delgados labios con desdén.

—¿Qué es todo esto? ¿Por qué habría de llamar aquí el presidente de Estados Unidos? ¿Me están gastando una broma? —el miedo que se veía en sus ojos, desmentía sus palabras.

—No es ninguna broma, señora O'Keefe —explicó la señora Murry—. Desde hace varios años la Casa Blanca ha tenido la costumbre de consultar a mi marido.

—No sabía que él —la señora O'Keefe lanzó una mirada oscura al señor Murry— fuera un político.

—Y no lo es… Es físico. Pero el presidente requiere información científica y la necesita de alguien en quien pueda confiar, alguien que no busque financiamiento para sus proyectos o apoyo para ocupar alguna posición política. Mi marido se ha vuelto especialmente cercano al nuevo presidente —ella removió la salsa y luego estiró las manos hacia su esposo en señal de súplica—. Pero, ¿por qué? ¿Por qué? Cuando todos sabemos que nadie puede vencer en una guerra nuclear.

Charles Wallace se apartó del teseracto.

—El Rabioso. Ése es su apodo. Branzillo el Rabioso.

—Parece un apodo singularmente apropiado para un hombre que derrocó al gobierno democrático con un sangriento golpe de Estado. Está realmente loco, ya no queda nada de cordura en él.

—Un loco de Vespugia —dijo Dennys amargamente— puede presionar un botón y destruir la civilización, y todo aquello por lo que mamá y papá han trabajado se evaporará en una nube nuclear. ¿Por qué el presidente no lo ha hecho entrar en razón?

Sandy echó un leño al fuego, como si fuera a recibir esperanza del calor y la luz.

Dennys continuó.

—Si Branzillo hace esto, si lanza los misiles, podría destruir a toda la raza humana…

Sandy frunció el ceño ferozmente.

—… lo cual podría no ser tan malo…

—… e incluso si unas pocas personas sobrevivieran en montañas y desiertos escasamente habitados, habría tanta lluvia radioactiva en todo el planeta que sus hijos serían mutantes. ¿Por qué el presidente no se lo hace entender? Nadie quiere vencer a ese precio.

—No es por falta de negociaciones —dijo el señor Murry—, pero El Rabioso tiene su apodo bien merecido. Si tiene que caer, se llevará a la raza humana con él.

—Así que ellos lanzan misiles desde Vespugia, y nosotros les respondemos con los nuestros, ¿y eso para qué? —la voz de Sandy se llenó de rabia.

—El Rabioso ve esto como un acto de castigo, de justa retribución. La sociedad occidental ha consumido la mayor parte de la energía del planeta, de los recursos del mundo que le corresponden, y debemos ser castigados —dijo el señor Murry—. Somos responsables de la grave escasez de petróleo y carbón, de la deforestación, de los graves daños causados a la atmósfera, y nos va a hacer pagar por ello.

—Somos responsables de todo aquello —dijo Sandy—, pero si nos castiga, Vespugia pagará un precio mayor.

La señora O'Keefe estiró sus arrugadas manos hacia las llamas.

—“En Tara, en este momento fatídico…” —murmuró ella.

Meg miró a su suegra con curiosidad, pero la vieja se volteó. Meg dijo a todos los presentes:

—Sé que es egoísta, pero me gustaría que Calvin no estuviera en Londres dando esa ponencia. Ojalá hubiera ido con él.

—Lo sé, cariño —respondió la señora Murry—, pero la doctora Louise pensó que debías quedarte.

—Ojalá pudiera, por lo menos, llamarle por teléfono…

Charles Wallace entonces rompió su silencio.

—La guerra nuclear aún no ha estallado. No se ha lanzado todavía misil alguno. Mientras no haya ocurrido, existe la posibilidad de que no suceda.

Un tenue resplandor de esperanza recorrió el rostro de Meg.

¿Sería mejor si fuéramos como el resto del mundo y no supiéramos la horrible posibilidad de que nuestras vidas se habrán extinguido antes de que salga el sol?, se preguntó ella. ¿Cómo nos prepararemos para algo así?

—… “En este momento fatídico” —murmuró de nuevo la anciana, pero volteó la cabeza cuando los Murry la miraron.

Charles Wallace habló con calma a toda la familia, pero miró a Meg.

—Es la noche de Acción de Gracias, y con excepción de Calvin, estamos todos juntos, y la madre de Calvin está con nosotros, y eso es importante, y todos sabemos dónde está el corazón de Calvin; aquí.

—Inglaterra no celebra el Día de Acción de Gracias —subrayó Sandy.

—Pero nosotros sí —la voz de su padre sonaba decidida—. Termina de poner la mesa, por favor. Dennys, ¿podrías llenar las copas?

Mientras el señor Murry trinchaba el pavo y la señora Murry lo aderezaba con la salsa, Meg terminó de batir la salsa dulce, y los gemelos y Charles Wallace llevaron los cuencos de arroz, el relleno, las verduras y la salsa de arándanos a la mesa. La señora O'Keefe no se movió para ayudar. Ella miró sus manos desgastadas por el trabajo, luego las dejó caer sobre su regazo:

—“En Tara, en este momento fatídico…”

Esta vez, nadie la escuchó.

Sandy, tratando de bromear, dijo:

—¿Recuerdas la vez que mamá intentó hacer galletas de avena en una sartén sobre el mechero Bunsen?

—Eran comestibles —dijo Dennys.

—Para tu apetito, casi todo lo es.

—El cual, a pesar de todo, es enorme.

—Es hora de sentarse a la mesa —dijo la señora Murry.

Cuando estuvieron dispuestos en sus sitios, ella extendió sus manos, y entonces la familia, con la señora O'Keefe entre el señor Murry y Meg, se unió alrededor de la mesa.

Charles Wallace sugirió:

—Cantemos “Dona nobis pacem”. Es por lo que todos estamos pidiendo.

—Entonces, es mejor que empiece Sandy —añadió Meg—. Él tiene la mejor voz. Y luego Dennys y mamá, y luego papá y tú y yo.

Alzaron sus voces alrededor de la vieja mesa redonda, cantando una y otra vez: danos la paz, danos la paz, danos la paz.

La voz de Meg tembló, pero logró cantar hasta el final.

El silencio reinó mientras se servían los platos, en lugar del habitual rumor alegre de la conversación.

—Es extraño —dijo el señor Murry— que la amenaza final provenga del dictador de un pequeño y desconocido país sudamericano. ¿Te sirvo carne blanca, Meg?

—Roja también, por favor. ¿No es irónico que todo esto deba suceder además el Día de Acción de Gracias?

La señora Murry intervino.

—Recuerdo que mi madre me habló de una primavera, hace muchos años, cuando las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética eran tan tensas que todos los expertos predijeron una guerra nuclear antes de que terminara el verano. No fueron alarmistas ni pesimistas; se trataba de un juicio ponderado y sobrio. Y mamá me dijo que caminaba por la calle preguntándose si los sauces volverían a florecer. Después de eso, ella esperaba el florecimiento de los sauces cada primavera, recordando lo sucedido, y nunca dio por hecho otra vez que fueran a florecer.

Su marido asintió.

—Entonces hubo un aplazamiento. Puede que ocurra otra vez.

—¿Pero es probable que sea así? —los ojos marrones de Sandy lucían serios.

—Entonces no era probable. Sin embargo, los sauces han florecido durante un buen número de primaveras desde entonces —él le pasó la salsa de arándanos a la señora O'Keefe.

—“En este momento fatídico…” —murmuró y rechazó la salsa.

Él se inclinó hacia ella.

—¿Qué ha sido eso?

—“En Tara, en este momento fatídico…” —dijo ella irritada—. No puedo recordarlo. Es importante. ¿No la conoces?

—Me temo que no. ¿Qué es?

—La runa. La runa. La runa de San Patricio. La necesitamos ahora.

La madre de Calvin siempre había sido de espíritu taciturno. En su casa se había comunicado casi siempre por medio de gruñidos. Sus hijos, a excepción de Calvin, habían tardado en hablar, porque rara vez habían escuchado una frase completa hasta que fueron a la escuela.

—Mi abuela era irlandesa —la señora O'Keefe señaló a Charles Wallace y derramó su copa.

Dennys tomó algunas toallas de papel y secó el líquido.

—Supongo, desde el punto de vista cósmico, que no importa demasiado si nuestro pequeño planeta de segunda categoría estalla.

—¡Dennys! —gritó Meg, luego se volteó hacia su madre—. Perdónenme por usar esto como ejemplo, pero Den, ¿recuerdas cuando mamá aisló unas farandolas dentro de una mitocondria?

Él la interrumpió.

—Por supuesto que lo recuerdo. Es por eso que recibió el Premio Nobel.

La señora Murry levantó la mano.

—Deja que hable.

—Bien, de modo que las farandolas son tan minúsculas e insignificantes que no parece que puedan tener importancia alguna, y sin embargo viven en una relación simbiótica con las mitocondrias…

—De acuerdo, entiendo. Y las mitocondrias nos proporcionan nuestra energía, así que si algo afecta a nuestras farandolas, eso puede afectar a nuestras mitocondrias…

—Y —concluyó Meg—, si eso sucede, podríamos morir por falta de energía, como bien sabes.

—Continúa —dijo Sandy.

—Así que si nuestro planeta desaparece, tendrá ciertamente algún efecto en nuestro sistema solar, y en nuestra galaxia, y eso podría…

—¿La antigua teoría de la reacción en cadena? —preguntó Sandy.

—Más que eso. Se trata de interdependencia. No sólo de una cosa que conduce a otra en línea recta, sino que todas las cosas y todas las personas y todos los lugares se interrelacionan entre sí.

Dennys tiró las toallas de papel húmedas, puso una servilleta limpia sobre el mantel mojado y rellenó la copa de la señora O'Keefe. A pesar de que las ventanas estaban preparadas para las tormentas, las cortinas se movieron y una corriente de aire atravesó la habitación. Grandes gotas de lluvia caían por la chimenea, haciendo sisear el fuego.

—Todavía pienso —dijo él— que sobrevaloras la importancia de este planeta. Hemos causado muchos desastres. Tal vez sea mejor que nos hagan explotar.

—Dennys, eres médico —replicó Meg.

—Aún no —dijo Sandy.

—¡Pero va a serlo! Se supone que tiene que preocuparse por salvaguardar la vida.

—Lo siento, hermanita —dijo Dennys rápidamente.

—Es su peculiar manera de darse ánimos —Sandy se sirvió arroz y salsa, luego alzó la copa hacia su hermana—. Puede que todo vaya mejor con el estómago lleno.

—Lo digo en serio y no —dijo Dennys—. Creo que nosotros, los seres humanos, tenemos nuestras prioridades equivocadas. Hemos olvidado lo que vale la pena salvar, de lo contrario no estaríamos en este lío.

—Hablar en serio y no hablar en serio —gruñó la señora O'Keefe—. Nunca entiendo lo que quieren decir. Ni siquiera a ti —y otra vez señaló a Charles Wallace, aunque esta vez no volcó su copa.

Sandy miró a su hermanito, que parecía pálido y pequeño.

—Charles, casi no has comido, y no has pronunciado palabra.

Charles Wallace respondió, mirando no a Sandy, sino a su hermana.

—Estoy escuchando.

Ella aguzó los oídos.

—¿Qué es lo que estás escuchando?

Sacudió la cabeza tan ligeramente que sólo ella lo vio; y dejó de preguntarle.

—“¡En Tara, en este momento fatídico, invoco al Cielo con su poder!” —la señora O'Keefe señaló a Charles y volvió a derramar su copa.

Esta vez nadie se movió para limpiar el líquido vertido.

—Mi abuela era irlandesa. Ella me lo enseñó. Denle la importancia que se merece. “Invoco al Cielo con su poder…” —sus palabras parecían derramarse de su boca.

Los hijos de la señora O'Keefe la llamaban mamá. De todos, excepto de labios de Calvin, sonaba como si fuera un insulto. A Meg le resultaba difícil llamar a su suegra de alguna forma, pero ahora retiró su silla de la mesa y se arrodilló junto a la anciana.

—Mamá —le dijo suavemente—, ¿qué fue lo que te enseñó tu abuela?

—Denle la importancia que se merece para conjurar la oscuridad.

—Pero, ¿cómo?

¡Invoco al Cielo con su poder,

La señora O'Keefe lo pronunció a manera de canción.

y al Sol con su brillo,y a la nieve con su blancura,y al fuego con toda su fuerza…

En ese momento pareció como si un balde de agua hubiera sido arrojado sobre el fuego a través de la chimenea. Las llamas parpadearon salvajemente, y unas ráfagas de humo entraron en la habitación.

—“Al fuego con toda su fuerza” —repitió firmemente Charles Wallace.

Los trozos de madera de manzano chisporroteaban, pero las llamas aumentaron su fulgor y empezaron a brillar nuevamente.

La señora O'Keefe puso una mano nudosa en el hombro de Meg y la apretó pesadamente como si eso la ayudara a recordar.

y al… al relámpago con su fulminante ira,y al viento con su aliento indómito…

El viento embistió con una ráfaga tremenda, y la casa tembló por el impacto, pero se mantuvo firme.

La señora O'Keefe apretó hasta que Meg apenas pudo soportar su peso.

y al mar con su profundidad,y a las rocas con su inclinación,y a la tierra con su dureza…

Usando el hombro de Meg como palanca, se levantó y se puso en pie frente a las brillantes llamas de la chimenea.

¡A todos estos elementos interpongo,por la todopoderosa ayuda y gracia de Dios,entre las fuerzas de la oscuridad y yo!

Su voz se elevó triunfante.

—Eso le enseñará a ese Bran… el Rabioso, como sea que se llame.

Los gemelos se miraron el uno al otro incómodos. El señor Murry trinchó un poco más de pavo. El rostro de la señora Murry permaneció sereno e inexpresivo. Charles Wallace observó pensativamente a la señora O'Keefe. Meg se puso en pie y regresó a su silla, escapando de la fortísima presión de la mano de su suegra. Estaba segura de que en su hombro quedarían las marcas negras y azules de sus dedos.

Mientras Meg se alejaba, la señora O'Keefe pareció marchitarse. Ella se derrumbó en su silla.

—Denle a esto la importancia que se merece, mi abuela lo hizo. No había pensado en ello desde hacía años. Traté de no pensar. Entonces, ¿por qué ha venido a mí esta noche? —ella jadeó, como si estuviera exhausta.

—Es parecida al himno de San Patricio —dijo Sandy—. Lo cantábamos en el orfeón de la universidad. Era una de mis canciones favoritas. Tiene unas armonías maravillosas.

—No es una canción —masculló la señora O'Keefe—. Se trata de una runa. La runa de San Patricio. Es una protección contra el peligro. “¡En este momento fatídico, invoco al Cielo con su poder…!”

De improviso, las luces se apagaron. Una ráfaga de viento arremetió sobre la mesa, y sopló las velas. El zumbido del refrigerador cesó. No se oía el ronroneo del horno en el sótano. Una humedad fría se apoderó de la habitación, impregnando sus fosas nasales con un hedor de decadencia. Las llamas de la chimenea menguaron.

—¡Recítala en voz alta, mamá! —gritó Charles Wallace—. ¡Recítala entera!

La voz de la señora O'Keefe era débil.

—Me olvidé…

El relámpago que irrumpió en el exterior fue tan brillante que la luz penetró las cortinas cerradas. Una enorme sacudida de truenos le siguió inmediatamente.

—La diré contigo —la voz de Charles Wallace era impetuosa—. Pero tendrás que ayudarme. Vamos. ¡En este momento fatídico, invoco al Cielo con su poder…!

Los relámpagos y los truenos eran casi simultáneos. Entonces oyeron un crujido descomunal.

—Uno de los árboles ha sido alcanzado —dijo el señor Murry.

—… “Invoco al Cielo con su poder” —repitió Charles Wallace.

La voz de la anciana retomó los versos:

—“Y al Sol con su brillo...” —Dennys encendió un fósforo y alumbró las velas. Al principio, las llamas parpadearon y se extinguieron casi totalmente, pero luego se estabilizaron y ardieron rectas y brillantes.

Y a la nieve con su blancura,y al fuego con toda su fuerza,y al relámpago con su fulminante ira…

Meg aguardó a que el relámpago volviera a parpadear, y que la casa fuera sacudida. En cambio, la corriente regresó tan abruptamente como se había ido. El horno comenzó a zumbar. La habitación se llenó de luz y calor.

… y al viento con su aliento indómito,y al mar con su profundidad,y a las rocas con su inclinación,y a la tierra con su dureza.¡A todos estos elementos interpongo,por la todopoderosa ayuda y gracia de Dios,entre las fuerzas de la oscuridad y yo!

Charles Wallace descorrió las cortinas de un extremo de la ventana.

—La lluvia se ha convertido en nieve. El suelo es ahora de un color blanco y hermoso.

—Está bien… —Sandy miró alrededor de la habitación—. ¿De qué se trata todo esto? Sé que ha sucedido algo, pero ¿qué?

Por un momento nadie habló. Entonces Meg dijo:

—Puede que haya esperanza.

Sandy desdeñó sus palabras.

—En verdad, Meg, sé razonable.

—¿Por qué? No vivimos en un mundo razonable. La guerra nuclear no es razonable. La razón no nos ha llevado a ninguna parte.

—Pero no puedes ignorarlo. Branzillo está loco y no hay razón en él.

Dennys intervino.

—Está bien, Sandy, estoy de acuerdo contigo. ¿Pero qué ha sucedido?

Meg miró a Charles Wallace, pero él tenía su particular mirada retraída y de atención.

Sandy respondió.

—Por mucho que queramos, un fenómeno meteorológico extraño aquí, en el noreste de Estados Unidos, no tiene relación con que un dictador loco presione el botón que iniciará una guerra que, muy probablemente, termine con todas las guerras.

El bebé se movió dentro de Meg en lo que parecía una fuerte afirmación de vida.

—Papá, ¿el presidente llamará de nuevo?

—Dijo que lo haría cuando… cuando hubiera noticias. Las que fueran.

—¿Antes de veinticuatro horas?

—Sí. No querría estar en su posición en este momento.

—O en la nuestra —dijo Dennys—. Me parece que todos estamos juntos en esto.

Charles Wallace siguió mirando por la ventana.

—La nieve está cesando de caer. El viento se dirige ahora hacia el noroeste. Las nubes se mueven. Veo una estrella —dejó caer la cortina.

La señora O'Keefe apuntó su barbilla hacia él.

—Tú. Chuck. He venido por ti.

—¿Por qué, mamá? —preguntó él con delicadeza.

—Tú lo sabes.

Él negó con la cabeza.

—Detenlo, Chuck. Detén a ese Bran… el Rabioso. Detenlo —ella parecía vieja y pequeña, y Meg se preguntaba cómo podría haber apretado tan fuertemente sobre su hombro. Y la señora O'Keefe había llamado Chuck a Charles Wallace en dos ocasiones. Nadie lo llamaba Chuck nunca. Ocasionalmente, Charles a secas, pero nunca Charlie o Chuck.

La señora Murry preguntó:

—Señora O'Keefe, ¿le gustaría tomar un poco de té? ¿O café?

La señora O'Keefe rio sin alegría.

—Eso es. No escuchen. Piensen que estoy chiflada. Pero no es tan tonto como parece. Chuck lo sabe —ella asintió con la cabeza hacia Charles Wallace—. Cuando desperté esta mañana, no iba a venir. Entonces algo me dijo que vendría, quisiera o no, y no supe por qué hasta que te vi con esos grandes y vetustos ojos, y comencé a rememorar la runa, y supe una vez más que Chuck no es un idiota. No había pensado en la runa desde mi abuela y Chuck, hasta ahora. Ya la tienes, Chuck. Úsala —su aliento se le acabó. Era el discurso más largo que le habían escuchado dar. Jadeando, terminó—: ¡Quiero volver a casa! —y, como nadie habló, añadió—: Que alguien me lleve.

—Pero, señora O'Keefe —replicó Dennys—, no hemos tomado la ensalada, tiene mucho aguacate y tomate, y luego hay budín de ciruela flambeado.

—Flambéate tú mismo. Yo ya he hecho lo que tenía que hacer. Que alguien me lleve a casa.

—Muy bien, señora O'Keefe —el señor Murry se levantó—. Den o Sandy, ¿podrían llevar a la señora O'Keefe a casa?

—Yo lo haré —dijo Dennys—. Iré por su abrigo, señora.

Cuando el coche se hubo marchado, Sandy dijo:

—Uno casi podría tomarla en serio.

Los padres de Murry intercambiaron miradas, y la señora Murry respondió:

—Yo lo hago.

—Oh, vamos, mamá, ¿todo ese rollo rúnico, y Charles Wallace deteniendo a Branzillo el Rabioso por sí solo?

—No eso, necesariamente. Pero tomo en serio a la señora O'Keefe.

Meg miró ansiosamente a Charles Wallace, y se dirigió a su madre.

—Siempre dijiste que había algo más en ella de lo que se percibe a simple vista. Supongo que acabamos de atestiguar un poco.

—Pienso que así fue —dijo su padre.

—De acuerdo, entonces, ¿de qué se trataba? No era algo… natural.

—¿Qué es natural? —preguntó Charles Wallace.

Sandy arqueó las cejas.

—Muy bien, hermanito, ¿qué piensas de ello entonces? ¿Cómo planeas detener a Branzillo?

—No lo sé —respondió Charles Wallace con seriedad—. Pero usaré la runa.

—¿La recuerdas? —preguntó Meg.

—La recuerdo.

—¿Has oído que te llamaba Chuck?

—Lo he oído.

—Pero nadie te llama Chuck. ¿De dónde lo ha sacado?

—No estoy seguro. Del pasado, tal vez.

El teléfono sonó, y todos dieron un brinco. El señor Murry se acercó a la mesita del teléfono, y se detuvo un instante antes de levantar el auricular.

Pero no se trataba del presidente. Era Calvin que llamaba desde Londres. Habló brevemente con todos, y lamentó no poder hacerlo con su madre y con Dennys; pero estaba contento de que su madre hubiera asistido a la cena. Su ponencia había ido muy bien, la conferencia había sido interesante. Al final, pidió hablar otra vez con Meg, a quien únicamente dijo: “Te amo”, y colgó el teléfono.

—Siempre me desmorono con las llamadas desde el extranjero —dijo ella—, así que no creo que se haya dado cuenta. No hay razón para informarle cuando no puede hacer algo al respecto, y únicamente le preocuparía horriblemente…

Ella volteó cuando Dennys entró en casa, dándose calor en los dedos.

—Calvin llamó desde Londres —ella se tragó las lágrimas—. Te envía sus más cariñosos saludos.

—Siento no haber podido hablar con él. ¿Qué tal si comemos la ensalada ahora, y luego ese budín?

¿Por qué estamos intentando actuar con normalidad?, se preguntó Meg, pero no expresó su pensamiento en voz alta.

Charles Wallace respondió, sin embargo:

—Es como la cuerda que amarra un paquete, Meg. De lo contrario, todos nos desmoronaríamos.

Su padre intervino en ese momento.

—¿Saben qué ocurre?, queridos míos, el mundo lleva tanto tiempo siendo un lugar anormal que hemos olvidado por completo lo que es vivir en un ambiente pacífico y razonable. Para que existan la paz o el buen juicio, debemos crearlos en nuestros propios corazones y en nuestros hogares.

—¿Incluso en un momento como éste? —preguntó Meg. La llamada de Calvin, el sonido de la voz de su marido, casi le había despojado de cualquier control.

—Especialmente en un momento como éste —le dijo su madre con suavidad—. No sabemos lo que sucederá en las próximas veinticuatro horas, pero si ocurre lo que tememos, entonces la paz y tranquilidad que haya dentro de nosotros vendrá en nuestra ayuda.

—¿En verdad será así? —la voz de Meg volvió a vacilar.

—Recuerda —dijo el señor Murry—, tu madre y yo tomamos muy en serio a la señora O'Keefe.

—Papá —replicó Sandy—, eres un científico riguroso. No puedes tomar en serio a esa anciana.

—Considero con total seriedad la respuesta que los elementos dieron a su runa.

—Pura coincidencia —dijo Dennys sin mucha seguridad.

—Mi formación en física me ha enseñado que la coincidencia no existe.

—Charles Wallace todavía no ha dicho palabra —Meg miró a su hermano menor.

Dennys preguntó:

—¿Qué pasa, Charles?

El chico negó con la cabeza lentamente. Parecía desconcertado.

—No lo sé. Creo que debo hacer algo, aunque no sé qué. Pero si mi obligación es intervenir, ya se me dirá.

—¿Te lo dirán algunos pequeños hombres del espacio exterior? —preguntó Sandy.

—Me lo dirá algo dentro de mí. No creo que ninguno de nosotros quiera repetir ensalada. Apaguemos las luces y dejemos que papá flambee el budín.

—No estoy segura de querer que se apaguen las luces —dijo Meg—. Tal vez no vuelva a haber electricidad, disfrutemos de ella mientras la tengamos.

—Preferiría disfrutar de la luz del budín —dijo Charles Wallace.

La señora Murry tomó el budín de la doble olla donde se había estado cocinando a baño María, y lo volcó en un plato. Dennys tomó una ramita de acebo y la clavó en la parte superior. El señor Murry fue por una botella de brandy y lo vertió abundantemente sobre el budín. Mientras encendía el fósforo, Charles Wallace apagó las luces y Sandy sopló las velas. El brandy ardía con una brillante llama azul; parecía más brillante de lo que Meg recordaba de otros Días de Acción de Gracias. Siempre había sido el postre tradicional de la familia porque, como recalcó la señora Murry, no se puede cocinar la base de un pastel sobre un mechero Bunsen, y sus intentos con la tartaleta de frutas o el pastel de calabaza no habían tenido éxito.

El señor Murry inclinó el plato para que ardiera todo el brandy. Las llamas continuaban, brillantes y claras y azules, de un azul que reflejaba más el calor de un cielo de verano que el frío del invierno.

—“Y el fuego con toda su fuerza” —dijo Charles Wallace suavemente.

—¿Pero qué clase de fuerza? —preguntó Meg. Miró a los maderos que chisporroteaban alegremente en la chimenea—. El fuego puede darnos calor, pero si se sale de control puede incendiar la casa. Puede destruir los bosques. Puede arrasar ciudades enteras.

—La fuerza siempre puede usarse tanto para destruir como para crear —dijo Charles Wallace—. Este fuego es para sanar.

—Eso espero —dijo Meg—. Oh, eso espero.

* Para una explicación del teseracto ver Una arruga en el tiempo de Madeleine L'Engle, primer volumen de esta serie.

DOS

El cielo con su poder

Meg se sentó en las almohadas de la vieja cama de latón del ático e intentó leer, porque pensar dolía demasiado, aunque ni siquiera pensaba sino que se proyectaba en un futuro temible. Y Calvin no estaba a su lado para compartir esto con ella, para darle fuerza… Dejó caer el libro; era uno de sus viejos volúmenes de cuentos de hadas. Miró alrededor de la habitación, buscando consuelo en las cosas que le resultaban familiares. Llevaba el cabello suelto por la llegada de la noche y éste le caía suavemente sobre sus hombros. Se miró en el viejo espejo curvado que estaba sobre la cómoda y, a pesar de su ansiedad, le alegró ver su reflejo. Volvía a tener el aspecto de una niña, pero ahora era mucho más hermosa de lo que había sido.

Sus oídos se aguzaron cuando oyó una pisada suave y aterciopelada, y un gatito rayado atravesó las anchas duelas del entarimado, saltó sobre la cama y empezó a acicalarse mientras ronroneaba. Parecía que siempre había al menos un gatito en casa. Sin embargo, echaba de menos al viejo perro negro. ¿Cómo se habría comportado Fortinbras con respecto a los acontecimientos de esa noche? Ella se habría sentido más contenta si el viejo perro hubiera estado en su habitual sitio prohibido al pie de la cama, pues él poseía un grado inusual de sensibilidad, incluso para un perro, en relación a cualquier cosa que pudiera ayudar o perjudicar a su familia humana.

Meg sintió frío y colocó su maltrecho edredón sobre sus hombros. Recordó a la señora O'Keefe invocando al Cielo con su poder, y pensó con un estremecimiento que se conformaría teniendo a su lado a un perro grande y cariñoso. El Cielo había mostrado un poder enorme esa noche, y era demasiado salvaje y estaba más allá de cualquier control para reconfortarla.

Y Charles Wallace. Ella amaba a su hermano. La señora O'Keefe le había impuesto a Charles el mandato de detener a Branzillo: él necesitaría todos los poderes que el Cielo pudiera otorgarle.

Le había dado las buenas noches a Meg de una manera brusca y preocupada, y luego le había dirigido una rápida mirada sombría que le había hecho dejar la luz encendida y el libro abierto. En cualquier caso, la posibilidad de dormir había quedado muy lejos, perdida en algún lugar de aquel momento que se había arruinado a causa de la llamada telefónica del presidente.

El gatito se alzó sobre sus patas, dio tres vueltas completas y cayó, pesadamente para una criatura tan pequeña, en la curva formada por su cuerpo. El ronroneo se desvaneció lentamente y se quedó dormido. Meg se preguntó si alguna vez volvería a dormir de esa manera confiada, renunciando a la conciencia, sin miedo a lo que podría suceder durante la noche. Sentía sus ojos secos por el cansancio, pero no quiso cerrarlos y apagar la tranquilidad conferida por su lámpara de estudiante con sus dos focos amarillos, las estanterías hundidas que había construido con tablas y ladrillos, las cortinas de estampado azul en la ventana; el dobladillo de las cortinas se había desprendido hacía más tiempo de lo que ella quería recordar y lo había querido coser mucho antes de casarse. Lo haré mañana, pensó, si es que hay un mañana.

Cuando oyó pasos en las escaleras del ático se puso tensa, pero luego se relajó. Todos se habían acostumbrado a saltar automáticamente el séptimo escalón, que no sólo crujía cuando se pisaba, sino que a menudo sonaba como un disparo. Ella y Charles Wallace habían aprendido a poner el pie en un extremo izquierdo del escalón, de manera que sólo dejaba escapar un largo y lento suspiro; cuando uno de ellos hacía esto, era señal de que iban a mantener una conversación.