Un reto para un jeque - Maisey Yates - E-Book
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Un reto para un jeque E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Samarah debía decidir: prisión en una celda… o grilletes de diamantes al convertirse en su esposa. Tras haber esperado su tiempo, la princesa Samarah Al-Azem por fin estaba lista para acabar con Ferran, el enemigo de su reino y el hombre que le había arrebatado todo. En la quietud de la noche, le esperó agazapada en su dormitorio… No era la primera vez que el jeque Ferran se veía al otro lado del cuchillo de un asesino… pero nunca lo blandía una agresora tan bella. Pronto la tuvo a su merced, algo que llevaba años deseando…

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Seitenzahl: 191

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Maisey Yates

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Un reto para un jeque, n.º 2382 - abril 2015

Título original: To Defy a Sheikh

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6284-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El jeque Ferran Bashar, gobernante de Khadra, no viviría para ver aquella noche. Él no lo sabía todavía, pero era cierto.

Matar a un hombre no era fácil, pero para eso se había entrenado, para eso practicaba los movimientos una y otra vez. Para que los músculos adquirieran memoria. Para que cuando llegara el momento no vacilaran.

Esperó al lado de la puerta del dormitorio del jeque con un paño mojado en cloroformo en una mano y una daga escondida en la túnica. No podía hacer ningún ruido. Y tendría que sorprenderle.

¿Cómo iba a sentir remordimientos si sabía lo que su legado había provocado en otros? La tradición, tan antigua como sus reinos, lo exigía. Exigía que su linaje terminara con él.

Como el de ella había terminado con su padre. Con una única hija que nunca podría llevar el apellido. Con un reino que había perdido la corona y había sufrido años de conflicto.

Pero aquel no era el momento para emociones, sino para la acción. Había conseguido que la contrataran un mes atrás en el palacio con aquel propósito. Y Ferran no sospechó nada. Por supuesto que no. ¿Por qué iba siquiera a mirarla? ¿Por qué habría de reconocerla?

Aunque ella le había reconocido. Y le había observado. Se lo había aprendido.

El jeque Ferran era un hombre alto y delgado con duros músculos y una fuerza impresionante. Le había visto quemar la energía en el patio golpeando un saco de arena una y otra vez. Sabía cómo se movía. Conocía su nivel de resistencia.

Sería compasiva. No sentiría nada.

No se imaginaría lo que le aguardaba. No suplicaría por su vida. No esperaría en una celda el final de su vida como su padre. Sí, a diferencia de él, ella mostraría piedad. Y sabía que aquella noche ganaría.

En caso contrario, sería ella quien no viviría para ver el nuevo día. Era un riesgo que estaba dispuesta a correr. Esperó con los músculos en tensión y en estado de alerta. Escuchó unos pasos pesados. Era Ferran, estaba convencida.

Aspiró con fuerza el aire y esperó a que se abriera la puerta. Un rayo de luz se deslizó por el suelo de mármol pulido. Pudo ver su reflejo en él. Alto, ancho. Solo.

Perfecto. Solo necesitaba esperar a que cerrara la puerta. Contuvo el aliento y aguardó. Ferran cerró la puerta y ella supo que tenía que actuar rápidamente.

Samarah pronunció unas plegarias antes de salir de entre las sombras. Una por la justicia. Otra por el perdón. Y otra por la muerte que llegaría enseguida. Para Ferran o para ella.

Ferran se dio la vuelta cuando ella estaba posicionada para sorprenderle y sus ojos se encontraron. Aquello la detuvo sobre sus pasos. El brillo de aquellos ojos tenía tanta vida, era tan bello… Tan familiar…

A pesar de todos los años transcurridos, le conocía. Y en aquel momento lo único que pudo hacer fue quedarse mirándolo inmóvil. Sin aliento.

Aquel momento fue lo único que hizo falta. Ferran se echó a un lado y le agarró el brazo. Samarah se levantó y retorció la muñeca en el punto débil de su mano, cruzó una pierna detrás de la otra y se lanzó al suelo apartándose de él.

Se dio la vuelta, le agarró el hombro y se le subió a la espalda usando su muslo como escalón. Se giró y le rodeó el cuello con el antebrazo. Él le agarró la muñeca con un gruñido y Samarah trató de escaparse de nuevo, pero esa vez la sostuvo con más fuerza.

Ella gruñó y le apretó más firmemente el cuello con el otro brazo. Ferran los llevó a ambos contra la pared, el impacto contra la superficie de dura piedra la dejó sin aliento. Maldijo y le apretó los muslos en la cintura con los tobillos en el pecho. Ferran le rodeó la muñeca con la mano, le tomó el brazo y se lo golpeó contra la pared. Samarah dejó caer el trapo y maldijo mientras luchaba contra él. Pero se había perdido el elemento sorpresa, y, aunque era una luchadora experimentada, él la superaba en fuerza. Había perdido la ventaja.

Cerró los ojos y pensó en su hogar. No en las calles de Jahar, sino en el palacio. Del que su madre y ella habían sido expulsadas tras la muerte de su padre. Tras la ejecución de su padre. Firmada por Ferran.

Sintió una oleada de adrenalina y se echó a un lado, usando el peso del cuerpo para hacer más presión sobre el cuerpo de él. Ferran se tambaleó por la habitación y la volteó sobre los hombros. Samarah cayó de espaldas en el suelo. La alfombra tejida amortiguó un poco la caída, pero aun así se quedó sin respiración.

Tenía que levantarse. Aquello sería su muerte y lo sabía. Ferran era despiadado, como lo había sido su padre antes que él. No dudaría en romperle el cuello y ella lo sabía.

Se inclinó sobre ella y Samarah alzó los pies y se los puso en el pecho para empujarle antes de levantarse y adoptar una posición de ataque.

Ferran se movió y ella se echó a un lado, pasándole el pie por la cara. Él se tambaleó y Samarah aprovechó la ventaja, tirándole al suelo y colocándose a horcajadas encima de él con las rodillas en sus hombros y la mano en la garganta.

Pero todavía podía ver sus ojos brillando en la oscuridad. Tendría que hacerlo en ese instante. Y sin la ayuda del cloroformo. Apartó de sí el último atisbo de duda mientras buscaba la daga en la túnica.

No era momento de dudar. Ferran no había dudado cuando firmó la sentencia de su padre. No había cabida para la humanidad cuando tu enemigo carecía de ella.

Samarah sacó la daga de la túnica y la alzó. Ferran le agarró ambas muñecas, soltó un intenso gemido y los impulsó a ambos al otro lado de la cama. Le echó la mano hacia atrás y el filo de la daga le pasó por la mejilla. Un reguero de sangre cayó hacia la boca de Samarah. Ella le agarró del pelo y la cabeza de Ferran cayó hacia atrás. Trató de llevar la daga hacia delante, pero él volvió a agarrarle el brazo y cambió las posiciones. Ferran la tenía atrapada contra la cama. Le dolían los tendones de los hombros y le ardía el corte de la cara.

–¿Quién te ha enviado? –le preguntó él con voz ronca.

–Yo misma –respondió Samarah escupiendo al suelo la sangre que tenía en la boca.

–¿Y qué has venido a hacer aquí?

–Matarte, está claro.

Ferran gruñó otra vez y le retorció el brazo, forzándola a tirar la daga.

–Pues has fallado.

–Por el momento.

–Y para siempre –afirmó él–. Lo que quiero saber es por qué una mujer se oculta en mi habitación dispuesta a acabar con mi vida.

–Creí que era algo que te sucedía con frecuencia.

–No que yo recuerde.

–Vida por vida –dijo Samarah–. Y, como solo tienes una, te la quitaré. Aunque debes más.

–¿Ah, sí?

–No he venido aquí para discutir contigo.

–No, has venido para matarme. Pero eso no va a ocurrir. Ni esta noche ni nunca. Tal vez quieras empezar a convencerme de por qué no debería mandarte ejecutar. Por intento de asesinato a un líder mundial. Por traición. Podría. O por lo menos podría hacer que te encarcelaran en este momento. Solo tengo que hacer una llamada.

–¿Y por qué no la haces?

–Porque no me he mantenido siendo jeque a pesar de los cambios del mundo, el descontento ciudadano y los intentos de asesinato sin aprender algo. Por muy mal que vayan las cosas, puedo utilizarlas en mi provecho si sé dónde mirar.

–A mí no me utilizarás en tu provecho.

–Entonces, disfruta de la prisión.

Samarah vaciló. No podía llegar a un acuerdo con Ferran. Era pedirle algo imposible. Él le había destrozado la vida. Había derrocado al gobierno de su país. Había dejado a lo que quedaba de su familia en la calle como si fueran perros. Su madre y ella se habían quedado sin nada hasta que su madre murió.

Se lo había quitado todo. Y ella había vivido con un único objetivo en mente. Asegurarse de que no se saliera con la suya. Asegurarse de que su linaje no perduraría mientras el suyo se marchitaba.

Pero no lo había logrado.

A menos que se detuviera. A menos que escuchara. A menos que hiciera lo que Ferran decía hacer. Sacar provecho de cada situación.

–¿Y qué tengo que darte a cambio de mi libertad?

–No lo he decidido todavía –afirmó él–. Ni siquiera sé si tu libertad es negociable. Pero yo tengo el poder, ¿no es así?

–Como siempre –respondió Samarah–. Eres el jeque. ¿Vas a soltarme?

Ferran miró detrás de ella y cuando volvió a aparecer en su campo de visión tenía la daga en la mano.

–No confío en ti, pequeña víbora del desierto.

–Haces bien, Alteza, porque te cortaría el cuello si tuviera oportunidad.

–Pero tu daga la tengo yo. Y eres tú la que está sangrando. Te soltaré por el momento, pero solo si accedes a seguir mis instrucciones.

–Eso depende de cuáles sean.

–Quiero que te subas al centro de la cama y te quedes allí.

Samarah se puso tensa y un nuevo tipo de miedo se apoderó de ella. Estaba preparada para la muerte. Pero ni se le había pasado por la cabeza la idea de que Ferran le pusiera las manos encima.

No. Antes la muerte. Lucharía contra él hasta el final. No permitiría que deshonrara todavía más a su familia y a ella. Moriría luchando, pero no permitiría que entrara en su cuerpo.

Pero Ferran nunca haría…

Apartó de sí aquel pensamiento al instante. Ferran era capaz de todo. No conocía la lealtad. No importaba cómo había sido en aquella otra vida, en aquel otro tiempo. Había demostrado que todo era mentira.

Samarah no se movió y él tampoco.

–Entonces, ¿tenemos un trato? –preguntó Ferran.

–No me tocarás –murmuró Samarah con voz temblorosa.

–No tengo ningún deseo de tocarte –afirmó él–. Solo necesito que estés donde pueda verte. Eres menuda, y eres mujer. Pero eres fuerte y mejor luchadora que yo. Así que súbete a la cama y quédate sentada.

Ferran se apartó de ella con la daga todavía en la mano. Samarah obedeció la orden, se subió a la cama y se colocó en el centro del enorme colchón. Aquel tipo de cama pertenecía a una vida que ella apenas recordaba.

Desde que la exiliaron del palacio de Jahar había dormido en camastros, en pieles extendidas sobre una estructura de madera y una manta áspera. En trastiendas. En la habitación de arriba del estudio de artes marciales donde entrenaba. Y, cuando no tenía suerte, en la suciedad de un callejón. Cuando llegó al palacio de Khadra como sirviente durmió por primera vez en una cama tras haber perdido su habitación de niña dieciséis años atrás.

La cama de los sirvientes era mucho más lujosa que las superficies donde ella dormía. Era para una persona solo, pero blanda y con dos almohadas. Un lujo que había olvidado. Y se sentía mal al disfrutar de él. La primera semana durmió en el suelo en un gesto desafiante, pero no duró mucho.

Y en aquel momento estaba en la cama de Ferran. Se estremeció. Puso las manos en el regazo y esperó. No tenía motivos para confiar en su palabra, y menos cuando había demostrado tal carencia de honor.

La ejecución de su padre había sido orden suya. Y ni los lazos entre familias reales ni las sonrisas entre amigos habían cambiado su modo de actuar.

–Te lo volveré a preguntar, ¿quién te envía? –dijo Ferran.

Todavía pensaba que era un peón. No había caído en la cuenta.

–Como te he dicho, actúo en mi propio nombre.

–¿Por qué motivo?

–Venganza.

–Entiendo. ¿Y qué he hecho para disgustarte?

–Mataste a mi padre, jeque Ferran.

–No tengo por costumbre matar a la gente –contestó él con tono helado.

–Tal vez con tus propias manos no, pero montaste un juicio que acabó con la ejecución del jeque de Jahar. Y se rumorea que participaste en la toma del palacio de Jahar que tuvo lugar después. Demasiada violencia… recuerdo ese día muy bien.

Ferran se quedó paralizado y se le tensaron las líneas del cuerpo. Apretó con más fuerza el puño. Y por primera vez, Samarah tuvo miedo de verdad. Por primera vez vio al despiadado guerrero del desierto del que tanto había oído hablar. Treinta días en el palacio y había visto a un hombre mucho más civilizado de lo que esperaba. Pero en ese momento no.

–No hubo supervivientes en el asalto al palacio de Jahar –murmuró con tono seco–. Toda la familia real y todos sus sirvientes fueron asesinados. Eso decía el informe.

–Pues se equivocaron. Por seguridad me interesó que siguieran pensándolo. Pero estoy viva. Aunque solo sea para asegurarme de que tú mueras.

Ferran se rio, pero sin asomo de humor.

–Quién eres tú, ¿el ángel de la muerte que viene a llevarme al infierno?

Ella alzó la barbilla desafiante.

–Así es. Y necesito tu sangre porque esa será mi venganza.

–¿Por qué soy yo el objeto de tu venganza? –preguntó el jeque–. ¿Por qué no el nuevo régimen? ¿Por qué no la gente que entró en el palacio y mató a la familia real, a la jequesa y a su hija?

–¿Te refieres a los revolucionarios a los que tus hombres ayudaron?

–No lo hicieron. Ni yo ni nadie de Khadra tuvo nada que ver con la masacre de la familia real de Jahar. Yo tenía un país que gobernar. No tenía interés en hacer daño al tuyo.

–Nos dejaste desprotegidos, sin rey. Mandaste juzgar y ejecutar al rey de Jahar en Khadra –le espetó Samarah con lengua envenenada–. Nos dejaste morir a los demás cuando se lo llevaron a él. Nos sacaron de nuestro hogar. Sirvientes, soldados… todos los que no aceptaron al nuevo líder fueron asesinados. Y los que escaparon… solo podían llevar media vida. No había frontera que cruzar a menos que escogieras deambular por el desierto pidiéndole a Dios que encontraras el mar o el siguiente país.

Como su madre hizo un día. Deambuló por el desierto y nunca regresó.

–No soy responsable del destino del jeque Rashad. Pagó por los pecados que cometió. Se hizo justicia. Sin embargo, me arrepiento del modo en que se desarrollaron las cosas. Pero han pasado dieciséis años.

–Tal vez a ti te importe el paso del tiempo, pero a mí no.

–Te vuelvo a repetir que yo no di la orden de matar a tu gente. Aunque no eres la única que lo piensa. Me persiguen las ramificaciones del pasado.

Samarah curvó el labio superior.

–¿Te persiguen? Me imagino que ha debido de ser muy duro para ti, en tu palacio y con todo tu poder.

–Es duro cuando tu legado se rige por una violación de los derechos humanos que tú no cometiste –le espetó Ferran–. No te engañes, me culpan con frecuencia de la hostil toma de tu país. Pero yo no envié a nadie al palacio a derrocar a tu gobierno. ¿Qué ganaba yo con eso? ¿Qué mano tengo yo en tu país? Lo que sucedió estaba fuera de mi alcance. Y, sin embargo, creo que soy responsable en cierto modo.

–No se puede estar entre dos aguas, jeque. O lo hiciste o no lo hiciste.

–Tuve que tomar decisiones. Mantenerme fuerte por mi pueblo, por mi padre, por mi sangre. Si hubiera sabido lo que iba a pasar habría escogido de un modo distinto.

Ferran se acercó a los pies de la cama, alto, orgulloso y recto. Era una figura imponente.

–¿Quién envió al rey de Jahar a juicio, jeque? ¿Quién dejó a mí país sin gobernante?

«¿Quién me dejó sin padre?». No pronunció en voz alta la última parte. Se negaba a mostrar debilidad.

–Yo –afirmó Ferran con tono seguro–. Pero no olvidemos que tenía las manos manchadas con la sangre del rey de Khadra. Y no es una metáfora.

–¡Al menos Khadra tenía un heredero!

La expresión de Ferran se endureció.

–Y una población desilusionada, furiosa y con carencias. Sin duda, la pérdida de su rey afectó a Jahar, pero, si la gente no hubiera estado sufriendo…

Samarah apartó la vista un instante para tratar de reagrupar sus pensamientos.

–Dejaste a una niña pequeña sin protección. A una reina sin esposo.

–¿Acaso iba a dejar que el rey de Jahar no pagara por haberle quitado la vida a mi padre? ¿Y a mi madre?

–Él no…

–No vamos a hablar de mi madre –afirmó Ferran con tono feroz–. Te lo prohíbo. Teniendo en cuenta que has intentado matarme, supongo que debería ordenar que te cortaran la cabeza.

Samarah se llevó la mano al cuello. Fue un reflejo cobarde y no le gustó.

–Sin embargo –continuó él con tono seco–, no tengo estómago para matar a una adolescente.

–No soy una adolescente. Tengo veintiún años –murmuró Samarah apretando los dientes.

–Es lo mismo. Prefiero encontrar un modo de que me seas útil –Ferran deslizó el pulgar por el filo de la daga–. Pero donde pueda vigilarte, no quiero acabar con esto clavado en la espalda.

De pronto, algo en su rostro cambió y frunció el ceño.

–Samarah. No eres una sirvienta ni una ciudadana enfadada. Eres Samarah.

La había reconocido. Confiaba en que no lo hiciera, porque se suponía que estaba muerta. Y no la había visto desde que ella tenía seis años. Le miró a los ojos.

–Jequesa Samarah Al-Azem de Jahar. Una princesa sin palacio. Y estoy aquí para saldar mi deuda.

–¿Una deuda de sangre, pequeña Samarah?

–No me llames «pequeña». Acabo de darte una patada en la cabeza.

–Así es, pero sigues siendo pequeña para mí.

–Si continúas con la insolencia te cortaré el cuello cuando recupere la daga, jeque.

–Lo tendré en cuenta –Ferran la miró fijamente–. Has cambiado.

–No tuve más remedio. Ya no tengo seis años.

–No puedo darte mi sangre, Samarah –continuó él–. Como comprenderás, prefiero conservarla en mis venas. Pero sientes que te robaron un legado y un palacio, y eso tal vez pueda dártelo.

–¿Puedes?

–Sí. Ya he pensado para qué puedes servirme. A estas alturas de la semana que viene te presentaré al mundo como mi futura esposa.

Capítulo 2

 

No.

Ferran miró a la mujer que estaba arrodillada en el centro de su colchón. Se trataba de Samarah Al-Azem, que había regresado de entre los muertos.

Porque la princesa sin duda había muerto. La niña sonriente de ojos oscuros que tan bien recordaba había desaparecido en la oleada de violencia que se había iniciado en el palacio de Khadra y había terminado con la muerte del jeque de Jahar.

Fue el rey de Jahar quien inició la violencia. Irrumpió en el palacio de Khadra como castigo por la aventura de su mujer con el padre de Ferran. Una aventura que había comenzado cuando Samarah era una niña pequeña y Ferran un adolescente. Cuando ambos gobernantes habían cumplido con su deber hacia el país al tener herederos. Pero el asunto no acabó ahí. Se les fue de las manos. Y dejó incontables víctimas, entre ellas, como todo el mundo creía, a Samarah.

¿De verdad era la princesa? ¿Sería posible que estuviera viva la niña que creía muerta, una muerte provocada por extensión por él mismo?

Era menuda, de cabello oscuro. Al menos, eso parecía. Tenía la cabeza cubierta por un velo y el único indicio del color eran las cejas. A las mujeres que trabajaban en el palacio no se les exigía cubrirse la cabeza ni la cara. Pero estaba seguro de que ella trabajaba allí, aunque no llevaría mucho tiempo. Trabajaba mucha gente en palacio y no memorizaba la cara de todos.

Aunque podía hacer una excepción cuando se trataba de una sirvienta que había intentado matarle en su propia habitación. Y más si se trataba de la niña que nunca se le había quitado del pensamiento durante dieciséis años…

Ferran se debatía entre la ira y la ironía. La víctima más inocente de todas había ido a reclamar su vida. En cierto modo, era el testimonio de lo mal que se habían hecho las cosas aquel día.

Aunque no era él quien debía responder por ello. Su justicia había sido la llave de su desgracia. Y no podía hacer nada para cambiarlo. ¿Cómo iba a perdonar al hombre que dejó a su país sin líder y colocó a un niño en el lugar del hombre?

El hombre que había matado a su familia por venganza.

Eran las dos caras de la misma moneda. Y según qué lado se mirara, se veía una imagen completamente distinta.

Ferran apartó aquellos pensamientos y trató de concentrarse en el presente. En Samarah.

–¿No?

–Ya me has oído. No me aliaré contigo.

–Entonces, te aliarás con quien te toque compartir celda. Espero que lo disfrutes.

Ella alzó la cabeza y le miró a los ojos.

–No tengo miedo. Estaba preparada para todo lo que pudiera pasar.

–Está claro que no, ya que has rechazado mi oferta. Sé que no has actuado sola. Averiguaré quién te ha metido en esto. Pero, si accedes, las cosas podrían irte mejor.

–¿Una alianza contigo? ¿Eso es mejor?

–Recuerda cómo trato a los que amenazan la corona –Ferran pronunció cada sílaba lentamente, odiándose a sí mismo.

–Lo recuerdo muy bien. Recuerdo cómo izaste la bandera de Khadra para celebrar la ejecución de mi padre –afirmó ella en tono gélido.