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Una novela que reproduce, con pluma de vanguardia, el tiempo en el que las mujeres se abrieron un espacio en un mundo convulso; construyeron un sitio propio para ser, para vivir, para sentir. 1930, década del qué dirán por los zapatos rojos de tacón, por tener un amante, por salir de noche con un hombre, por usar o no usar; las miradas atentas para poner en tela de juicio la reputación de una mujer que no tiene más alternativa que crecer y se abre paso y decide amar sin que importe que su hombre sea casado. "Pensé que era una novela de romance y me sorprendí al encontrar la historia de una mujer con mucho valor y muy adelantada a su tiempo. La escena del tren es muy sexi, y hay mucho de historia de la época de los muralistas, que a mí me encanta. Las barreras que aquí se describen y que enfrentan las mujeres siguen existiendo". Ana Cázares "Un México que no me imaginaba, posterior a la Revolución, y me encantó que le novela da voz a un personaje femenino del que se aprende la fuerza y la determinación". Elena Villanueva
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Seitenzahl: 160
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Primera edición, © 2014, Trópico de Escorpio © 2014, Gabriela Santana Reimpresión: 2017 CDMX
Distribución: Editorial Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.com
Fb: Editorial Trópico de Escorpio Cuidado de la edición: Gilda Salinas Formación y diseño: Máquina del tiempo/Chz Fotografía de portada: Mary Thurmond
picasaweb.google.com/MHTPIX [email protected]
Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento de su autora.
eISBN: 978-607-9281-40-3
Libro convertido a ePub por: Capture, S. A de C. V.
Índice
Portada
Página de título
Página de créditos
PRÓLOGO
I. FRANCISCO
II. EL HOMBRE DE LA CASA
III. ABNEGACIÓN
IV. EL VIAJE
V. ARTEMIO CARRILLO
VI. LA SANGRE NO MIENTE
VII. EL BANCO
VIII. LAS ZAPATILLAS ROJAS
IX. AZUCENAS
X. ARTURO
XI. ACEPTACIÓN
XII. CHAPALA
XIII. ACUERDO
XIV. AFIRMACIÓN
XV. EXPECTATIVA
XVI. LA ESPERA
XVII. UN NOMBRE
XVIII. OMAR
XIX. AQUELLOS OJOS VERDES
XX. EL JARDÍN DE LOS PAVORREALES
EPÍLOGO
PRÓLOGO
Paulina, una niña de 14 años, debe enfrentarse con distintas situaciones que, en un país tan convulsionado como el México posrevolucionario, destruyen su entorno familiar y la colocan como principal fuente de sustento para su madre y hermanos. Pero de un modo aún más intenso, la adolescente debe lidiar con su propia capacidad para descubrir y cuestionar el mundo. Lectora asidua, oído atento, eterna curiosa y siempre reflexiva, tiene además una capacidad enorme para traducir en acciones sus ideales y sentimientos más hondos. Descubre y ejerce, en una época en que hacerlo era casi impensable, una libertad que envidiarían muchas jóvenes de nuestro tiempo, y además lo hace con una naturalidad conmovedora; con un impulso vital que nos deja sentir su fuerza debajo de las dudas. Su necesidad de construirse como adulta y de entenderse como mujer nos lleva, por supuesto, a simpatizar con sus errores.
Situada en los años 20 y 30 del siglo XX, la historia es sin embargo atemporal por los temas que aborda (identidad, amor, libertad, justicia...), que hablan de las raíces de nuestra propia humanidad y nos dejan ver la esencia del otro y adentrarnos en ella. Nos acerca también al sufrimiento y a la frustración de una mujer que busca ser feliz y que no puede soportar la idea, omnipresente en su entorno, de que esta felicidad esté siempre subordinada a las necesidades y opiniones de un hombre, aunque este hable por interpósita persona, como es el caso de la defensa constante y discreta que Rosa, la madre, hace de los privilegios de su hermano Francisco.
Paulina evidencia sus simpatías con el feminismo y la izquierda, gracias a las cuales se codea con personajes importantes de las artes y la política de su momento histórico, y estas ideas inciden en sus decisiones amorosas. Rechaza las salidas fáciles y la incorporación a un esquema de valores que la clase media ha seguido defendiendo hasta el siglo xxi. No son para ella los pretendientes formales y aburridos ni los amparadores de doncellas o los compadecidos perdona-errores, que quieren ofrecer su apellido a cambio de obediencia y abnegación; mucho menos la idea del matrimonio como medio de alcanzar la seguridad económica. La vida, como un río, la lleva dando tumbos, y sin embargo ella escoge valerosamente los asideros y el momento en que debe soltarse de cada uno.
Paulina no renuncia jamás a buscar el ideal, que para ella es siempre un ideal amoroso. De hecho, los problemas, engaños y rompimientos con sus parejas, las dudas que la asaltan en cuanto a su propio papel como mujer y madre, y sus caprichos y miedos, no hacen sino confirmar y pulir su propio concepto del amor, que alcanza una intensidad poética maravillosa hacia el final de la novela.
Como todo buen personaje literario, Paulina crece en el lector, poco a poco, de un modo que apenas se nota, pero que la afianza sólidamente en nuestros afectos. Es el tipo de mujer a quien no le basta con ser agua de la misma corriente, y que a pesar del sufrimiento que anticipa, va creando los inicios de un cauce distinto. Madre de ríos, iniciadora de una casta de mujeres independientes; mujer lunar y amante sincera. ¿Quién no querría conocer a una mujer así?
César A. Hernández Coria
I FRANCISCO
Con un sonoro eructo Francisco consiguió dos cosas: la carcajada de Paulina y la mirada severa de Rosa. Paulina dio la espalda a su mamá, lo que puso en claro la complicidad que se había establecido: en un mundo hostil para todos se bastaban ella y su papá.
Francisco se levantó de la mesa.
—Rosa, otra vez te quedó todo delicioso. ¿Cuándo aprendiste esta receta?
Por respuesta la mirada de la mujer cayó sobre los platos. Paulina aprovechó el silencio para pedirle a su papá que la llevara esa tarde al río.
—Salió como usted. Debió haber sido varón, pero ni Paquito es así. Esta niña ya tiene catorce y no la hago una señorita. Se cree muy lista. Hasta quiere ser abogada.
Francisco ignoró el comentario.
—Agarra un sombrero, m'ija. Voy a ensillarte la mula más lista.
—¿Así va ir, con enaguas? Va a parecer soldadera.
—Traigo calzones de manta, mamá —y Paulina salió a alcanzar a su papá, que no quiso escuchar la réplica de Rosa.
La mula comenzó a andar a paso lento. La rienda incierta la hacía dar algunos resbalones en las piedras.
Resoplaba como si renegara. La calle los condujo pronto a la ladera del cerro de San Felipe.
En el camino de tierra colorada la mula andaba a paso más firme. El aroma de las yerbas crecidas atrajo a la bestia que insistía en irse a meter entre los árboles; en esas estaba cuando una rama golpeó a Paulina con fuerza. Al escuchar la queja Francisco regresó para apearse y decir algo al oído de la mula, que no volvió a portarse mal en todo el camino.
Al llegar al afluente, Paulina trató de esquivar los charcos donde cientos de mariposas se habían reunido, esto parecía desconcertar al animal, que sólo deseaba beber del arroyo. De un brinco se bajaron padre e hija.
—Mira, hija, te traje un libro de poemas. Quiero que leas a Sor Juana. Tú eres como ella, adelantada a tu tiempo.
La jovencita enrojeció un poco por la emoción y abrió una página al azar.
—Detente sombra de mi bien esquivo / imagen del hechizo que más quiero / bella ilusión por quien alegre muero / dulce ficción por quien penosa vivo.
El poema era seductor y terminó de leerlo en silencio.
—¡Él no la quiere, pero a ella eso no le afecta!
—¿Dónde dice eso?
—¡Aquí, mira! Le dice que ni se sienta tan satisfecho de burlarla porque “poco importa burlar brazos y pecho / si te labra prisión mi fantasía.”
—A veces el amante ideal es una sombra, una ilusión. Es el poema de una mujer autosuficiente. Y hablando de sombras vamos a sentarnos debajo de ese nogal. Mete los pies en el agua, hija, que al cabo no hay mucho mosco.
Paulina descubrió una catarina.
—Mire, papá, no quiere subir, parece que no tendré suerte.
—¡Qué bah!, solo a los tontos les va mal, acuérdate.
—Anoche oí gritos en la casa, ¿me quiere contar?
Él respondió con una carcajada.
—¿Quieres que leamos juntos?
—Sí, pero cuénteme antes.
Los pies de ambos estaban quietos en el agua y pequeños peces se acercaron a ellos.
—No traje nada que darles —suspiró Francisco señalándolos.
—Ya, papá, cuénteme —Paulina chapoteó y los peces se dispersaron.
—Los hombres somos a veces muy cabrones, hija. Sucede que llegué muy tarde, se me fue el tiempo jugando póquer con unos federales. Sabían que mi papá había sido rector aquí en Oaxaca. Mencionaron hasta su amistad con don Porfirio para sacarme dinero, pero yo me llevo con todos. He servido de juez en muchos pueblos. ¿Que si apoyo a Carranza?, pues lo apoyo, ¿Qué ahora no?, pues ahora no. Yo los caso y les registro a sus chamacos, esa es mi estrategia. Nos echamos varias partidas. Había unas señoras y mucho vino. Tú estás muy chica para entender de esto.
—Pero los gritos, ¿no eran de mi abuelo?
Francisco soltó otra carcajada.
—La vida es un lujo y a veces va muy lenta. Doña Rosa me acusó con mi papá, llegandito. Y para cabrón, cabrón y medio. Don Miguel sacó el cinturón y me dio con todo. Qué, ¿no viste cómo batallé para estar sentado en el caballo? —Ay, papá, pero si usted es un señor. ¿Cómo pudo ser eso?
—Tu abuelo le prometió a Rosa protegerla siempre y así es como le cumple. Ella ya estaba sola cuando nos casamos, de modo que es más padre de ella que mío. Por eso no me preocupo por ustedes.
Los peces llegaron de nuevo a los pies de Paulina que se recostó un poco en el hombro de Francisco.
—Mi mamá vivía nada más con mi abuela, ¿verdad? Algo me contó. Creo que ella alcanzó a prometer su mano con usted antes de morir.
—Ni nos conocíamos.
—¿Y es cierto que tuvieron una boda bonita, ahí en Santo Domingo?
—Eso pregúntaselo a tu madre, yo de bodas no sé, pero sí vinieron los militares de la universidad. Hicieron una valla para que pasara la novia: una madrecita de metro y medio.
Francisco y Paulina rieron con una felicidad capaz de vencer cualquier obstáculo.
Eran ellos, pero también el agua fresca, la sombra del nogal, las mariposas.
—¿Es cierto que mi mamá es hija de un hacendado?
—Eso cuenta, ¿verdad? No. El de la hacienda era su abuelo. Su papá es un español al que corrieron porque se metió con la señorita de la hacienda. Entonces el gachupín se volvió tendero.
—Eso lo dice usted por malo. No ha dejado de hacer bromas en todo el día.
—Bueno, no le digas nada a ella, pero así fue. De otra forma, ¿cómo se explica que la niña criolla se haya casado conmigo? Digo, mestizo como soy. Tú saliste muy bonita. Ni a ella ni a mí.
—Sí, a usted sí, nos gusta hacer lo mismo.
—Sólo tú aguantas andar del tingo al tango, como hemos andado. Y este país que está tan peligroso. A ver, ¿en qué parte de la república no hemos vivido?
—En el Norte. Yo no he ido, usted sí.
—¡Caray!, mi mayorcita. ¡Ya va a cumplir quince! Esos canijos federales me vaciaron los ahorros en el póquer, pero ya juntaré para tu fiestecita, Paulina, ¿cómo se porta tu hermano?
—Bueno, pues Paquito no ayuda en nada y mi mamá nunca protesta.
—El Paco, ¡ni nos acordamos de invitarlo! A ese niño le hace falta que le dé más el sol. Está ñengo, ¿no?
Paulina sonreía, luego miró a Francisco con gravedad.
—Papá, yo siempre estoy preocupada. ¿Cómo le hace para viajar sano y salvo por estos caminos llenos de salteadores y de grupos armados?
—¿Te digo qué me dijeron una vez? Que a mí me acompañaban las ánimas benditas del purgatorio. Un montón de muertos me hacen escolta en mis viajes —quiso soltar otra carcajada, pero la risa se le atoró en el pecho. La mano fue instintivamente al brazo izquierdo.
—Estaba pesado el menjunje de tu mamá. ¿Qué era?
—Lomo con achiote.
—Comí mucho.
—¿Quiere una lima? —Paulina fue a cortarlas de un árbol cercano. De pronto los pájaros callaron y el agua dejó de correr. Ella puso las manos en los oídos y se volvió buscando a su papá, que también se había quedado callado.
Ahí yacía Francisco. Los pies aún dentro del arroyo.
II EL HOMBRE DE LA CASA
Paulina tiró las limas para correr hacia Francisco. Al llegar a su lado vio una mosca impertinente, la alejó con un violento manotazo al aire.
—Papá, ¿qué le pasa? ¿Qué le pasa, papá? Reaccione —el zarandeo era vigoroso, pero sin éxito—. Ayúdeme usted. ¡Eh, alguien! ¡Ayúdenme, por favor! —corría de un lado a otro deteniéndose de los troncos. Estaba sola.
La voz se le fue apagando. Entonces se sentó y puso la cabeza de Francisco en su regazo. La mosca regresaba de cuando en cuando y era alejada de nuevo.
—Se está poniendo frío. Tengo que subirlo a la mula —y se secó las lágrimas con el dorso—. ¿Sabe qué? Ya no veo nada.
Intentó alzar a Francisco de un modo y de otro, pero el cuerpo grande y robusto no se movía ni un poco.
Entonces deambuló nerviosa hasta encontrar unos tablones que en algún momento, tal vez, sirvieron de puente. Arrastró una tabla hasta la orilla del arroyo. Las lágrimas brotaban sin cesar y no podía evitarlo. Con gran esfuerzo arrastró y rodó el cuerpo hasta colocarlo en la madera. Con sus enaguas hizo tiras para amarrar a Francisco, que la mula lo arrastrara sin lastimarlo. El caballo se quedaría atado al nogal.
—Perdóneme, papá, no encontré otro modo.
El animal estaba dócil, como si supiera que no le convenía ponerse rejego. Y así, marcando un surco en la tierra colorada, la joven hizo a pie el viaje de regreso. El pueblo la recibió iluminado por farolitos. Algún espontáneo dijo: “Fue la juerga de ayer”.
En la casa de don Miguel, él y Rosa recibieron la noticia; el estupor los dejó pasmados durante unos segundos. Ella perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en un pilar y al fin Miguel pidió ayuda a gritos. Unos peones corrieron con diligencia para ocuparse del cuerpo y de la mula y algún otro se fue directo al río para traer al caballo. La nana sugirió a Paulina que se aseara.
—Que también se lave esa cara, Cata —murmuró Rosa por decir algo.
Entre el desconcierto y el “¿qué se hace primero?” Los peones pusieron el cuerpo inerte en el sillón de la sala. Un mocito fue enviado a buscar al doctor, por si las dudas. Pero Francisco estaba bien muerto y lo siguiente era darle digno sepelio y sepultura.
—No te pongas el camisón todavía, Paulina, porque puede que venga gente —dijo Cata— mejor agarra tu vestidito negro.
Ya de luto, la joven se miró en el espejo de su habitación. Escondió la cara entre las manos para ahogar un sollozo. “Olvidaste el libro, tonta” Y se sobaba los brazos con un gesto compungido.
Su hermanito entró al cuarto también vestido de negro.
—Me tienes que acompañar. Dejé un regalo de mi papá en el río.
—Te ves fea con ese color. Y además te jorobas.
Paulina volvió a verse en el espejo. Tenía la palidez de su mamá.
—Cuando lloras se te ponen los ojos más verdes, ¿de quién los sacaste?
—De un tendero o de un salteador, qué importa. ¿Te das cuenta de las cosas? Papá no está. ¡No está!
—Sí sé, ya vino el médico. Dice que le falló el corazón. ¿Qué pena tenía?
Unos gritos en la calle interrumpieron a los hermanos quienes rápido fueron a la ventana. Afuera se había desatado una trifulca. Banderas rojas y verdes se confundían entre los bandos que se atacaban con piedras y palos.
—Son esos rebeldes que destruyeron las vías del tren. Métete, Paco, escuché una bala.
—También hay federales, ¿ves? Son los que vienen a caballo.
Se escucharon más detonaciones acompañadas por los gritos de las mujeres de la casa.
—¡Al ropero!, ¡pongan a los niños al lado ropero!
Cata entró precipitada al cuarto y los tres corrieron para recargarse en el costado de ese mueble que había hecho de refugio en varias ocasiones. El olor de la madera era confortante.
Afuera seguían escuchándose gritos y movimientos hasta que empezaron a perderse poco a poco, con la noche.
—Vamos a que merienden, niños. Han sido muchas penas por hoy y ya es muy tarde.
La nana los llevó a la cocina para darles un chocolate caliente.
—No vayan a molestar a su mamita. Se está organizando lo del sepelio para mañana, pero ahorita pórtense bien y váyanse a la cama.
Paulina se puso de pie, Cata descubrió en su niña a una joven alta y espigada.
—Hiciste un gran esfuerzo, pero ya no debes ocuparte. Ya déjale esto a tu abuelo.
Los hermanos subieron a sus cuartos. Había pasado más de una hora y Paulina no lograba conciliar el sueño recriminándose por haber olvidado su libro de Sor Juana. De nuevo se escucharon voces conmocionadas. Esta vez era papá Miguel hablando con doña Rosa. La jovencita dejó la cama y fue al cubo de las escaleras.
—¡Voy a ir a hablar con el mayor Antonio Morales! —iba y venía a zancadas, mientras ella, nerviosa, mordía un pañuelito.
—No salga, don Miguel, se lo pido. Además, ¿qué le va a decir? Si el médico dice que fue el corazón, una indigestión.
—No, Rosa, Paco traía ayer mucho dinero. Ya estoy cansado de tanto abuso.
—Usted sabe que Morales es un asesino.
«Le va a reclamar de su amistad con don Porfirio. Además ya ha matado a un centenar de juchitecos y soberanistas. ¿No oyó cómo pelean? Todavía se oyen balas, Miguel, le pido... sabemos que los federales no lo mataron.
—Pero lo robaron, Rosa, porque le hicieron trampa en el juego y sabe Dios qué le echaron a su bebida. Es más, voy a ir directo con el gobernador Juan Jiménez. Que dejen a Oaxaca en paz. Nos bastamos, que nos dejen solos. ¡Pobre de mi hijo! Rosa, esto no puede estar pasando.
Ella volvió a morder el pañuelito, Paulina, que había bajado las escaleras, los observaba desde el pilar.
—Voy a ver por ustedes. Yo siempre he sido el hombre de la casa, ya lo sabes. Pero no me pueden matar a mi Francisco así como así.
—¡Es de noche, don Miguel! ¿Qué va a hacer usted?
—¡Voy a ir a la comandancia!
—Al menos que lo acompañe otro de sus hijos, mándelo traer.
—¡No necesito de guajes! ¡Ensíllenme un caballo! —ordenó al mozo que estaba en el patio.
Y enfundándose el sombrero se despidió de Rosa con una mirada de agobio.
III ABNEGACIÓN
Rosa había estado toda la mañana en la cocina. Trabajaba frenéticamente en la elaboración de galletas y en los hors d’œuvre que iba poniendo en los mejores platones. En la estufa, la jamaica hervía esparciendo un olor amargo que estimulaba el apetito.
—Paulina, deja ese libro y prueba la comida porque a mí nada me sabe.
—Mamá, esto no es fiesta, es el velorio de mi papá.
—Aquí en Oaxaca se ofrece algo de comer a la gente que viene. Bastante han hablado ya de nosotros.
Pero la mayoría de las personas que iban llegando a dar el pésame no parecían comprender el sofisticado concepto de hors d’œuvre que devoraban sin el más mínimo empacho.
—Bola de muertos de hambre. Toda esta indiada conocía a tu papá, pero seguro que sólo vienen por la comida.
La casa se llenó pronto y hubo que sacar más sillas. Un par de mujeres gemían desconsoladas.
—Parece que hay más de una viuda —alguien comentó.
Paulina no lloraba, la vista fija el féretro. Estaba tan seria y tan pálida como el cadáver.