Por un sendero de sueños - Gabriela Santana - E-Book

Por un sendero de sueños E-Book

Gabriela Santana

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Beschreibung

Olivia se siente perdida en su trabajo y en su vida personal y en la crianza de una hija adolescente, cuando recibe un libro antiguo. Las anotaciones al margen de ese volumen la llevan a vivir una vida intensa en la piel de una gitana llegada a Nueva York a principios del siglo XX. Una época turbulenta y una ciudad fascinante. Olivia empieza a sospechar que la gitana es su antecesora. Tendrá que recuperar sus raíces y redescubrir sus propias fuerzas para enfrentar una conspiración que podría acabar no solo con su existencia sin con la vida de generaciones enteras.

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Por un sendero de sueñosPrimera edición: marzo 2020

ISBN: 978-607-8773-17-6

© Gabriela Santana © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio)

Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com FB: Trópico de Escorpio

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento de los autores. Distribución: Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.com.mx FB: Trópico de Escorpio

Diseño gráfico: Karina Flores Fotografía de portada: Joy Zhang

HECHO EN MÉXICO

 

Para Luz Elena Tu mirada me cambió la vida.

Su luna de pergamino Preciosa tocando viene por un anfibio sendero de cristales y laureles. Federico García Lorca

Capítulo i

Olivia estaba sentada frente a la ventana, tejido en mano, mientras la nieve caía lenta y constante. Separó los ojos de su labor y miró a su hija adolescente con atención: Carina era llamativa, parlanchina. La hacía sentir orgullosa y permanentemente preocupada. Se dio cuenta de que tenía que asir ese momento de placidez, recordar la serenidad de ese día de invierno.

—¿Sabes? Todavía me sorprendo cuando recuerdo que tenemos varios años de haber migrado a este país. Supongo que hay muchas historias como la nuestra, pero en ocasiones siento como si una tormenta nos hubiera lanzado aquí de golpe.

Afuera, y a pesar de la nieve, las ardillas y los pájaros se alimentaban con las semillas de girasol que caían del comedero.

—Supongo que muchos seres humanos somos así —continuó tejiendo— no podemos estarnos quietos y probamos suerte en distintos lugares, hasta que encontramos por fin un espacio en el que podemos sentirnos en paz. Y es tan importante hallarlo, que nuestras historias siempre tienen que ver con eso.

Carina asintió de manera distraída y volvió los ojos a su computadora. De pronto, un golpe seco en la puerta hizo brincar a las dos mujeres. Enigma, la gata, corrió a meterse debajo del sillón.

Olivia detuvo su corazón con la mano y se levantó para abrir la puerta. Un cartero con nieve en las pestañas se mostraba impaciente por entregarle un sobre que debía firmar. El viento frío, o tal vez la emoción, puso color en las mejillas de la mujer.

El remitente decía Amán… y el sobre provenía de la librería Newport Rare Books, en Nueva York. Agradeció al empleado del servicio postal y regresó a la estancia.

—¿Qué es, ma? ¿Un cupón?

—No.

Los ojos de la mujer tardaron un par de minutos en recorrer la carta varias veces. Por fin agregó:

—Hay un señor Amán… que necesita hablar conmigo. Se trata de don Carlos, parece que dejó instrucciones para que me entregaran unos libros.

—¿Don Carlos? ¿Tu antiguo jefe? ¿Hasta acá? Qué chistoso, ¿no acabas de soñar con él?

—Sí —Olivia se mordió los labios— en el sueño me hablaba por teléfono, como solía hacerlo todos los días desde que emigramos a Nueva Jersey. Yo le decía algo muy estúpido. La mujer dudó en contar la anécdota.

—¿Qué, pues?

—Bueno, yo le decía: “Carlos, pensé que estabas muerto”. Y él, como si se estuviera enterando por mí, respondió algo así como: “Oh, no”, y colgó.

Carina soltó una carcajada.

—Perdón, mamá. Sé que lo querías. Pero fue chistoso soñar eso, admítelo.

Olivia también sonrió.

—Tienes razón, no fue un sueño triste, solo extraño. Creo que soñé así porque no pude ir al sepelio ni despedirme de él. Ni siquiera lo visité la Navidad pasada en que presentí que ese año sería el último para él.

—Pues ya estaba viejito, y además no oía. Aunque ahora que lo pienso, algo ocurría cuando tú le hablabas, entonces sí que escuchaba. ¡Y mira que hablas como un pajarito!

Olivia sonrió de nuevo. Mucha gente en la oficina le pedía que intercediera en la comunicación con don Carlos porque parecía sordo para todos los demás.

—Tienes razón. Algo pasaba. Cada palabra mía le parecía importante. La verdad es que escuchaba mejor con el oído derecho. Yo procuraba ponerme de ese lado. Y si le hablaba, su atención me hacía sentir admirable, profesional, inteligente. Creo que con eso me dio el mejor regalo que un hombre puede hacerle a una mujer.

—Justo estoy haciendo una tarea sobre género. ¡Voy a poner eso! —Carina parecía haber descubierto algo importante— Escucha, esto dice Virginia Woolf: “para ambos sexos la vida es ardua, difícil, una lucha perpetua. Requiere un coraje y una fuerza gigantes. Más que nada, viviendo como vivimos de la ilusión, quizá lo más importante para nosotros sea la confianza en nosotros mismos”. Queda perfecto agregar ahora lo que dijiste de sentirse admirable y profesional.

—Bien dicho.

Puso a un lado la carta. No estaba lista para hablarle al señor Amán.

Capítulo ii

Siguió tejiendo como para ordenar sus pensamientos. Cuando tejía, la trama resultaba lo de menos, lo importante era tener la mente entretenida en algo concreto. Tejía para visualizar proyectos. Se decía a sí misma cosas como: “cuando acabe esta bufanda habrá ocurrido tal o cual cosa”. Entonces, el estambre la conectaba con su proyecto y, a veces, milagrosamente, se resolvía algún dilema.

Le tocaba una vuelta de reveses que la llevó a pensar en ella misma; en lo que hacía que estuviese frente a esa ventana, en ese preciso instante, con una carta que le traía noticias del pasado. De pronto, un mal recuerdo la asaltó como un insecto necio. En esta empresa en donde ahora trabajaba no habían faltado los comentarios desagradables sobre su personalidad.

—Yo soy como la Diana cazadora, pero tú eres como Perséfone —le había dicho Celia, una mujer de su oficina—. Al verte pienso en la típica doncella sin metas claras. Una Blanca Nieves vulnerable, sumisa y complaciente, en espera de que llegue un hombre que la rescate.

Olivia había respondido con un insulto que nadie escuchó porque no alcanzó a salir de su cabeza. Lástima. Odiaba esos ataques de timidez.

La verdad es que su compañera de trabajo no se equivocaba del todo. De joven había procurado conseguir la aprobación materna y delegar decisiones importantes en figuras de autoridad. Después de todo, ser la menor de los hermanos, y portarse lo mejor posible para complacerlos, sí parecía algo como del personaje bondadoso de cualquier cuento. Sin embargo, la otra parte del arquetipo de la diosa griega, también se había cumplido en ella. Secuestrada por Hades, no le había quedado otra alternativa que crecer en el propio infierno. Bah, si fui Perséfone, me las arreglé para escapar.

Después de divorciarse lloró por un año. Luego cruzó el río Hudson sin volver la vista atrás.

¿Cuál habría sido su destino de haber permanecido en México? La carta llegaba trayéndole noticias de un universo paralelo, anterior al momento en el que había tomado el volante de su vida.

Volvió la vista a la ventana. Un cardenal se había acercado a las semillas haciendo contrastar su hermoso color rojo con el fondo de la nieve.

Olivia volvió a pensar en la suerte que era vivir en esa casa: Pues sí, parece que este es mi lugar. En esta tierra me siento capaz de crecer yo misma y de alimentar a otros. Es como si aquí, enterradas en alguna parte del jardín, yo también tuviera raíces.

Lo curioso es que esa sensación a veces se extendía a las calles de su pueblo, a la ciudad de Nueva York, que estaba apenas a unos minutos en auto, o hasta a parques y bosques que la hacían sentir una familiaridad extraña, un reencuentro con viejos conocidos.

Este último pensamiento la hizo volver al recuerdo de don Carlos. Su exjefe había sido un hombre ejemplar en su vida. Ni triste ni infantil, ni ansioso ni vociferante, Carlos había sido un hombre que no necesitaba demostrar nada a los demás. No le había pedido más ternura que la que él mismo podía ofrecerle. Con su cariño, la había hecho comprender que la vida no eran prohibiciones ni cadenas, ni emociones súbitas, siquiera. La vida era algo simple: un cardenal que come, un copo de nieve que cae, un amor que no toma en cuenta quién es mejor que quién, ni la vida que se puede planear con esa otra persona. Dejar su país había sido doloroso por dejarlo a él.

Recordó cierto viaje que hicieron juntos a San Miguel Allende. Carlos estaba con ella. Habían ido a buscar un tal Instituto Simone Weil con la intención de publicar un libro de la filósofa francesa.

La Weil era un sólido puente que los había acercado de muchas maneras.

—Era una chamaquilla necia y admirable. Difícilmente alguien puede pensar, escribir y actuar con la congruencia con la que esa mujer lo hizo. Necesitamos darla a conocer más en nuestro país… y quiero que tú hagas el prólogo de esa edición.

—Necesito que me orientes, leer todo lo que pueda de ella. Lo que haga falta.

—Hablas francés, ¿no? Mañana te hago llegar sus libros a la oficina.

Don Carlos había puntualizado su interés en publicar un libro en concreto, titulado El enraizamiento. Hablaron del compromiso que se tiene con la historia, de comprender el sufrimiento de otros, de la necesidad humana básica de echar raíces. Después de visitar el instituto, la noche los sorprendió con la vía láctea en todo su esplendor. El sentimiento de insignificancia frente al cosmos fue, para Olivia, magnífico y abrumador.

El chofer los dejó en el hotel y subieron las escaleras tomados del brazo. Carlos parecía quebrarse a cada paso, así de frágiles nos pone la vida a los 80. Olivia quería asegurarse de que aquel hombre no se le cayera en las escaleras, pero, para no ofenderlo, le hacía creer que era ella quien necesitaba su apoyo.

—Me encanta que me hables de tú. A veces olvido que te llevo treinta y siete años.

—No se le puede hablar de “usted” a un libro abierto.

Carlos soltó una carcajada que pareció regresarlo a su juventud. Al llegar a la puerta de una de las habitaciones, ella se acercó para darle las buenas noches con un beso en la mejilla. Se encontró con unos hermosos ojos húmedos y azules:

—Quiero estar contigo.

Hay muchas maneras de decir gracias. Se puede decir algo como: “te quiero por hacerme brillar”; “me hace feliz que creas en mí”; “tenía dolor, y tú me has rescatado” o “tu editorial es maravillosa por publicar filosofía”. Sin embargo, Olivia se limitó a decirle:

—¿Quieres pasar?

Ahora don Carlos aparecía de nuevo en su vida. Esta vez dentro de un sobre, diciéndole “te quiero” con un regalo inesperado: libros. Una vez más ese hombre la llamaba intelectual, la reconocía, escuchaba su soledad desde un universo remoto y la perdonaba por haberlo abandonado a su fragilidad de viejo.

Volvió a las puntadas de reveses mientras en su cabeza resonó una canción de Nina Simone que definía a su amigo.

My baby don’t care for shows/ My baby don’t care for clothes/ My baby just cares for me/ My baby don’t care for cars and races/ My baby don’t care for high-tone places…

—Pero entonces, ¿qué dice la carta? ¿Te heredó unos libros? —interrumpió Carina sus pensamientos— ¿Cuándo vas a ir a la ciudad? ¿Te puedo acompañar?

Olivia tardó unos segundos en regresar a las preguntas de su hija. Dejó a un lado el tejido, como si le sorprendiera la cantidad de recuerdos que le había traído.

—Está bien, voy a ocuparme de concertar esa cita.

—¿Por qué crees que te dejaría unos libros a ti? ¿Qué no tenía esposa e hijos, ese don Carlos?

—Sí. Y ya no me hagas preguntas, mejor síguele dando a la tarea.

La joven hizo como que regresaba la mirada a su trabajo. La mujer marcó el número en el teléfono. Su voz, titubeante y con un fuerte acento hispano, preguntó en inglés: “¿Podría hablar con el señor Amán?”

Capítulo iii

Enigma parecía intrigada frente a la ventana. Olivia se acercó para constatar que la nieve se estaba acumulando lentamente en las ramas desnudas de los árboles.

No voy a poder ir en autobús a la ciudad. Siempre modifican los horarios. Eran las cuatro de la tarde. Había una luminosidad peculiar en el cielo: la blancura de la nieve, quizás. Tomó el teléfono para cancelar su cita, pero enseguida colgó. No puedo vivir con miedo. Para animarse, fue a la cocina y sacó el coñac y una copa de la alacena. Bebió un sorbo que le calentó la garganta y mandó sangre a sus mejillas. Tomó las llaves del Toyota y salió.

El gps le indicó que estaría en su destino en una hora. Tenía tiempo para llegar, estacionar el auto y serenarse en algún café antes de conocer al señor Amán. Pensó en el concepto de “serenarse”: odiaba manejar en condiciones de nieve y hielo, en la total oscuridad que habría a su regreso.

Ya en camino, se dio cuenta de que el viento empujaba el vehículo. Se aferró al volante y rezó. ¿Qué tal si me toca el alto y no puedo detenerme? Siguió con precaución agradeciendo que la calle estuviera vacía, y redujo la velocidad. La sensación de no poder frenar si encontraba hielo negro la aterraba. Al llegar al Washington Bridge el gps falló por completo. ¿La estructura del puente?, ¿el río? Maldijo el aparato, pero lo que realmente le enojaba era su poco sentido de orientación. “Todo mundo parece saber a dónde va, excepto yo”. Recordó haber transitado antes la interestatal 95 así que tomó la salida de la derecha rumbo a Hudson Parkway. Al volver la mirada hacia Nueva Jersey vio reposando en el río un viejo barco de vapor. ¿Una película? Redujo de nuevo la velocidad para observar de qué se trataba, pero la bruma había ocultado el barco.

Desde que llegó a Estados Unidos, Olivia vivía con un constante sentido de extrañeza. A veces era lenta en responder porque tardaba en salir de su asombro. Ni siquiera se daba cuenta de si la discriminaban o no. Era como estar permanentemente en la novela de Lewis Carroll: con sombrereros locos y cerditos alérgicos a la pimienta.

La librería estaba en Midtown, en la calle de Madison. Pensó en guiarse por la catedral de San Patricio y tomó la salida a la izquierda para encontrarse con la torre de la iglesia. Lo que halló fue el museo de cera. Una vez más bajó la velocidad, y le sorprendió no encontrar turistas en la zona. Tal vez la nevada se va a poner peor. Entonces tuvo otra visión: una de las figuras de cera, la gitana, levantó la mano para decirle adiós. ¡Vaya!, hasta mecanizaron estas estúpidas figuras. Olivia sudó helado dentro del auto. ¿A quién se le ocurre dejarlas afuera si ni hay gente para la foto? Lo bueno es que al menos ya sé por dónde ando.

Siguió por la calle 42 hasta el parque Bryant, donde alguna vez había llevado a su hija a la biblioteca y a patinar.

Le tocó parar en el alto. La nieve se había convertido en granizo, y tuvo que aumentar la cantidad de aire caliente para desempañar el parabrisas. En el parque, el carrusel giraba lentamente, y qué curioso, la pista de hielo no estaba. Parecía el mismo parque, pero como lo mostraba una fotografía del pasado que había visto en la biblioteca, cuando era un lugar de pleitos entre narcotraficantes, y las prostitutas gobernaban las esquinas. En los años setenta, en ese parque, un hombre había sido asesinado y desfigurado con una navaja por una disputa de juego.

Faltaban aún varias cuadras para llegar a la 54, pero era peor estar al volante, así que entró en el primer estacionamiento que pudo: confiaba más en sus piernas que en las llantas del auto.

Luchó varias cuadras contra el viento con un paraguas que había quedado inservible a los primeros pasos. Así llegó al lugar de su cita.

Newport Rare Books era un espacio realmente magnífico. Al entrar, el olor de la madera inundó su cerebro. Los libreros que exhibían los volúmenes ocupaban de piso a techo un salón que estaba delimitado por dos columnas gruesas de roble. Al centro una mesa con sillas de piel, y un candil de cristal rosado daban a toda el área un aspecto cálido y antiguo.

Atraída por una de las colecciones de libros con lomos dorados, se aproximó a las vitrinas. En una tenían El guardián entre el centeno, firmado por Salinger, un libro del senador John F. Kennedy y el manuscrito de Desayuno en Tiffany, de Capote. Del otro lado estaba una de las primeras ediciones de El viejo y el mar y un Harry Potter firmado por Rowling cuyo costo era de 13 mil dólares. Olivia sonrió al pensar que a su hija le hubiera gustado ver dicho libro. En otro librero estaban las Obras de Platón, Los viajes de Marco Polo, y una edición en piel de Alicia en el país de las maravillas, con un conejo y una reina grabados en oro. Más allá la foto de Lincoln en 22 mil dólares. Era como estar en un museo.

En una de las salitas de la parte trasera había una mujer hablando con un agente. La puerta estaba abierta y Olivia se sintió curiosa de conocer el proceso. Se acercó para observar. La señora, que estaba de espaldas, al parecer había llevado a vender una edición numerada del Ulises de Joyce. Se trataba del volumen número 91 de 100 copias firmadas por el autor. El libro había sido editado por Shakespeare and Company en 1922.

El agente colocó el tomo y lo puso sobre un cojín con forma de uve encima de la mesa.

—Necesitamos mandarle a hacer una caja y que nos firme ciertos papeles, uno de ellos es un seguro que cubre el libro desde que usted nos lo confía.

Olivia se sintió indiscreta y dio un paso atrás. El agente, que al parecer no se había percatado de su presencia, se levantó muy serio para cerrar la puerta de la salita. Antes de hacerlo la miró fijamente.

—¿Tiene una cita? Enseguida la atienden —dijo en inglés.

A pesar de que no podía ver el rostro de la mujer, Olivia sintió que había algo familiar en ella. Era como si se hubiese visto a sí misma, en otro momento, con la combinación de urgencia y desazón que imprime en el alma la necesidad de vender algo heredado. No cabe duda de que los libros y las joyas son de nadie, pensó. El cuarto le había dado la sensación de una tristeza remota.

Halló otra salita y esperó sentada, tratando de acomodarse la ropa, el cabello, la maltratada del frío que le quemaba todavía los dedos y la espalda. Últimamente tomaba analgésicos todos los días. Se puso a ver el catálogo de libros.

—Buenas tardes —dijo una voz profunda.

Olivia brincó en el sillón. Un hombre de piel morena y ojos grandes le extendió la mano sonriendo.

—Perdóneme, no quise asustarla. Mi nombre es Amán. ¿Habla español, cierto? Yo también.

La invitó a pasar a uno de los privados y le ofreció un té:

—¡Vaya tormenta! No sé a qué hora podremos salir.

—¿De dónde es usted? —preguntó Olivia.

—Nací en Extremadura… de familia republicana. Siempre quiero aclararlo.

—Ah. Por el nombre y su aspecto pensé que era árabe.

—Mi nombre me ha dado problemas, lo confieso. Antes era más sencillo viajar. En cuanto a los orígenes, probablemente esté usted en lo cierto.

Olivia sonrió con coquetería. Luego se regañó a sí misma. Estaba ahí en plan profesional.

—Don Carlos dejó dos obras para usted. La primera está aún en proceso de restauración. La otra obra sí está lista para su entrega; sin embargo no creo que pueda llevarse ningún libro el día de hoy. Se echaría a perder con la tormenta. Lo que puedo hacer es mostrarle el libro que está a mi cargo. Para proceder, ¿me podría permitir alguna identificación?

—Claro—. Olivia entregó su licencia.

Amán se inclinó respetuosamente y fue a la vitrina de donde extrajo un libro mediano, encuadernado en piel. En la mesa puso la almohada en forma de uve y apoyó el volumen con cuidado. El título decía Epameroi.

—¿Qué es esto?

—Es una traducción anotada de la obra de Píndaro. El título significa en español “Ser de un día”, o efímero, si gusta. Lo interesante de este volumen son las notas del lector. La tinta es antigua.

—¿Lo ha leído?

—No, tanto como eso, no. Nos familiarizamos con el contenido para generar el seguro de cada libro. Esta obra trata del tiempo, pero las notas hacen referencia a la posibilidad de superar la muerte a través de la escritura. Quien las puso concebía la escritura como un gesto desesperado para incorporar en la mente del lector una forma de continuidad, una semilla del presente.

—A don Carlos le encantaba la filosofía.

—¿Y la magia?

Olivia escudriñó a su interlocutor. Los ojos negros de Amán no parecían bromear.

—Imagine un texto en el que pudieran actualizarse no solo las palabras sino otras memorias, otras identidades, la existencia misma de aquellos que al pronunciar un discurso se pudieran materializar en la mente del lector.

—Bueno, ocurre en la ficción, sin duda, cuando alguien es muy imaginativo —Olivia trataba de mostrarse intelectual.

—Es algo más, señora. Las notas hablan de revivir el impulso que se pronunció en el papel a un solitario observador que lo actualiza. Como si el texto fuera una red en donde se sostienen otras vidas, otras posibilidades. Dígame algo, Olivia, ¿qué daría por recordar sus otras vidas?

Olivia abrió la boca y la mantuvo un segundo así, tratando de encontrar en el aire no tanto la respuesta como el sentido de la pregunta. Un timbre agudo rompió el contacto de las miradas. Olivia tembló como si hubiese pasado una descarga eléctrica por su cuerpo.

—Creo que la llaman. Su hija debe de estar preocupada por usted.

—¿Cómo sabe…? —comenzó Olivia, mientras sacaba el celular de su bolsa. Volteó sorprendida al constatar que era una llamada de Carina, pero Amán la había dejado sola en el privado.

Capítulo iv

Epameroi. La mirada de Olivia recorrió suavemente las letras de la portada. Había dejado de escuchar lo que Carina le decía del otro lado del teléfono.

Distraída volteó a ver la puerta de cristal. Como un fantasma, un paraguas pasó dando tumbos impulsado por la ráfaga de viento y hielo. ¡Cuántas cuadras no habría recorrido sin su dueño! Cerró los ojos como para alejar la hostilidad del clima, y, al hacerlo, recordó que el estacionamiento donde había dejado el automóvil pertenecía a un pequeño hotel donde podía pasar la noche para no tener que manejar en condiciones de tormenta.

—No quiero correr ningún riesgo, hija. Creo que es mejor que me quede en la ciudad.

Había una alegría detrás de estas palabras. Era como si deseara estar a solas con el libro. Disfrutar el olor a madera que emanaba de sus páginas, leer las notas al margen y descifrar por qué don Carlos le había dejado precisamente ese legado. Cuando salió de la sala, Amán estaba cerrando con llave una de las vitrinas.

—Si me ayuda a cubrirlo para que no se dañe, me gustaría llevármelo.

—Como guste.

Olivia se mordió los labios pensando que la seriedad de Amán la turbaba.

—Disfrute del hechizo…

—¿Cómo?

—El hechizo del libro —corrigió— la poesía de Píndaro es extraordinaria y parece transportarnos al ayer.

Por respuesta, Olivia levantó una ceja y entregó el libro que Amán envolvió con sumo cuidado. La nieve seguía acumulándose en la acera. Al salir de la librería, las botas de la mujer se hundieron varios centímetros en la humedad blanca.

—Por favor tenga cuidado. ¿Quiere que la llame cuando tenga más informes del otro ejemplar?

—Puedo pasar a preguntar mañana mismo. Estaré en el área. Gracias.

Caminó tercamente contra el viento, abrazada a la bolsa de plástico con el fin de proteger su contenido y temiendo que le fuera a pasar lo que al paraguas. Llegó al estacionamiento, y en lugar de pedir su coche subió por un elevador antiguo que marcaba con una estrella el nombre del hotel Rumania.

Indecisa, observó el espacio. La entrada estaba iluminada por una lámpara art decó que simulaba un ramo de alcatraces. La mesa de madera de la recepción estaba bien pulida, pero a la pared le faltaba pintura. La alfombra, que alguna vez había sido rojiza, se veía bastante desgastada.

Se acercó al mostrador. Una mujer de tez muy blanca, como salida de un cuadro prerrafaelista, le dijo con marcado acento eslavo que no había cuartos disponibles, pero que podía darle uno al que solamente le faltaba la chapa, pues lo estaban remodelando. Podía ocupar esa habitación si lo deseaba.

—Tiene calefacción. Además hay galletas y café instantáneo en la maquinita. —señaló el corredor.

El cuarto fue fácil de localizar: era el que tenía un agujero en lugar de picaporte. Al entrar se dio cuenta de que una nube de polvo blanco estaba suspendida en el aire. Sacudió el edredón y se quitó las botas. Unos minutos después la mujer de la recepción llamaba del otro lado de la puerta:

—Le sugiero que atranque la puerta con el tocador. Si necesita algo, solo llame. Mi nombre es Yelena.

Olivia se estremeció. Damos por hecho que estamos seguros cuando cerramos la puerta; sin embargo una puerta sin chapa es un objeto inútil, pensó, adentro hay apenas espacio, pero afuera… afuera todo es desmedido.

Siguió la indicación de la mujer cuestionándose lo irónico de la situación (y del mensaje mismo), y trató de instalarse lo mejor que pudo. Incluso corrió las cortinas para no ver las ráfagas de viento golpeando la ventana.

Enseguida sacó el libro del empaque. De nuevo se sintió transportada por el aroma a cedro. Alguna vez había leído que en la antigüedad la madera de ese árbol se quemaba para crear un espacio sagrado. Le pareció lógico. La sutileza del aroma parecía llamar a la concentración.

El ejemplar medía unos 40 centímetros y estaba encuadernado en papel pergamino. La portada tenía una decoración con un rectángulo en oro, y las letras del título parecían fugarse dentro de este rectángulo según les diera la luz, como otra puerta, sonrió.

Buscó en las páginas interiores, y aunque el texto no tenía grabados, la caligrafía de las notas era pequeñita y hermosa, ¿gótica? Estaba hecha como si se hubiese añadido a modo de decoración. La tinta era cobriza, ¿un color tomado de alguna planta exótica?, y el volumen había sido editado en Sevilla en 1751.

Puso atención a las primeras frases. No a las de Píndaro, sino a las notas. Transcribir palabras significativas era una de sus aficiones. Copió algunas en su agenda y luego las releyó.

Efímeros somos, ¿qué es uno?, ¿qué no es? Sueño de una sombra, el hombre. / Lo que es, lo que será, lo que ha pasado. / El tiempo vivo de un lento diálogo con los años./ Apenas un destello, una mirada./ Un momento que se nos vuelve polvo. / Sin entenderlo, un día vuelve a latir en medio de la tierra, y la recorre./ Amarga y dulce voz de la memoria. / Recordando lo que somos desde nosotros mismos.

Bostezó largamente y releyó sin comprender. Leyó una vez más y se dio cuenta de que no tenía energías para pensar. Sin embargo, las frases sonaban bien al pronunciarse encadenadas, como si todas se comunicaran en un conjuro. Las leyó de nuevo en voz alta. La lámpara del cuarto daba una luz extrañamente amable.

Las notas seguían: hablaban de semillas, de siglos, de cenizas, otra vez de un momento que se nos vuelve polvo. Acompañaban (¿completaban?) la obra del autor griego, que a su vez reflexionaba sobre las relaciones que en la vida humana guarda lo efímero con la dicha. Luego estaban las palabras, las odas triunfales inspiradas en atletas, la inmortalidad otorgada por las palabras del poeta.

Con un suspiro de renuncia, Olivia colocó el libro sobre la mesilla, apagó la lámpara y se cobijó. Minutos después dormía.