La más remota lejanía - Gabriela Santana - E-Book

La más remota lejanía E-Book

Gabriela Santana

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Una pistola nuevecita… ¿será eso lo que se necesita para ser un hombre? Rubén siempre quiso ser importante, y para lograrlo se involucró con un personaje siniestro. Ahora debe mucho dinero y va en fuga con toda su familia hacia Atoyapa, su pueblo natal. Gloria sigue a su esposo, aunque lleva años preguntándose si aún lo ama. A sus diecisiete, Irene acaba de descubrirse como mujer y en Atoyapa se encontrará con Víctor, escritor en ciernes, guapo, bromista… y primo suyo. Cristina es todavía una niña, pero desde hace mucho sabe que los muertos nunca se van del todo. La llegada de los fuereños perturba el pueblo, pero también le da vida. Ellos no saben que fueron llamados, atraídos por una fuerza que supera las voluntades, la distancia y los años.

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Seitenzahl: 199

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Heurística Informática, Procesos y Comunicación Objetiva

Primera edición, © 2017, Trópico de Escorpio CDMX

www.tropicodescorpio.com.mxDistribución: Trópico de Escorpio. Editorial Fb: Trópico de Escorpio

Portada y formación: Montserrat Zenteno Cuidado de la edición: Gilda Salinas

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento de su autor.

ISBN: 978-607-8773-97-8 HECHO EN MÉXICO

Para César Hernández, el poeta, mi inspiración constante.

Prólogo

En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.

Juan Rulfo, Pedro Páramo

I

Leandro llegó con el bote de leche y lo puso encima de la estufa de leña.

—Caridad, pon esto a hervir.

—Buenos días, hermano.

—¿Qué hay de desayunar? —se secó el sudor y fue a sentarse en un equipal.

—Acabo de echar tortillas y tengo frijolitos de la olla con queso panela.

—¿Hiciste pan de dulce?

—Tengo de ayer.

—Dame, a ver si no está duro.

—Anoche no te oí llegar. No andarías otra vez en el billar, ¿verdad?

—¿Qué tiene el billar?

Caridad se acercó despacio. Esa mañana le dolían las várices.

—Tiene… bueno, que no sé quiénes son esas señoritas.

—¿Qué señoritas van a ser? ¿Te refieres a las ficheras?

—Dios mío, ¿qué dices? Pensé que eran sobrinas de alguien.

—Eso sí, seguramente…

—¿Entonces? ¿Son sobrinas o son…? Ya sabes…

—Putas —la carcajada de Leandro se escuchó sonora— ¿qué andas investigando, pues?

—Dios no te va a perdonar todo lo que haces.

—Y por eso te tengo a ti, para que hables a mi favor —acercó el plato hondo con los frijoles—. Ándale, que hoy estoy muy contento. Vamos a desayunar.

Ella lo miró intrigada con el plato de panela aun en las manos.

—Nació un becerro. Lo voy a llamar Bonito. La vaca me dejó acariciarlo; es todo blanco y suave, pero de testuz fuerte, y de un color como ladrillo.

Caridad sonrió y guardó silencio. Le gustaba saber que nacían seres nuevos, que la naturaleza estaba despierta y tenía algo que contarle. Hubo un tiempo en que ella vio nacer a sus hermanos. No todos vivieron…

Tendría que empezar por contar de sus hermanas gemelas. Su mamá dio a luz trillizas, y la única que tuvo un peso suficiente para sobrevivir fue ella. Fe y Esperanza murieron a las pocas horas de nacer.

¿Qué tiene de generoso haber vivido? No cabe duda de que me alimenté mejor que mis hermanas ¿Por qué me llamarían Caridad si preferí mi vida y mi bienestar al de ellas?

Su mamá había batallado veinticuatro horas en ese parto, y por poco muere también. Nacieron en la cama, con la ayuda de una comadrona que solo llevaba paños húmedos y velas.

Hubo otros niños que no nacieron, y ni siquiera alcanzaron a ser bautizados. Su mamá los llamó a todos “angelitos”.

La que sí consiguió llegar al mundo fue Arcelia.

La bautizaron así porque su mamá encontró un cofrecito con chaquiras que había dado por perdido. Arcelia significa tesoro, y aunque nació de pies, vivió.

—Es bonita, pero no hay otra como tú —le había dicho su mamá—. Tú eres la muchacha más bonita que hay en todos los pueblos que conozco. Tú eres mi verdadero Ángel, así, con mayúscula.

Al escuchar a su mamá, Caridad se había sonrojado. Era una costumbre que tenía cuando las personas la miraban con atención. Un día, cuando estudiaba la primaria, un compañero le había escrito:

Caridad, no pides nada / Otras amigas me piden un poema / A algunas las complazco / Otras no me importan / Tú eres lo que se le pide al mundo / El azul del cielo / El amarillo de los rayos del sol / Tu cabello cae como el manto de la Virgen / Tu rostro es un jardín en el que todo es bello / Y quisiera morder el rubor de tus mejillas / que son como dos cálidas manzanas/…

Y así seguía el poema, que no rimaba para nada, y que sólo consiguió que Caridad no quisiera volver con la maestra, y se conformara con lo que sabía de leer, de escribir y de hacer cuentas.

Luego su mamá tuvo a los gemelos. Esta vez no fue el peso sino la talla la que se distribuyó mal. Uno era largo; el otro, cortito. Al largo le pusieron Rubén, y al cortito, lo nombraron Leandro. Caridad investigó con el cura el nombre de sus hermanos. Le dijo que Rubén significaba “aquel que actúa como un lobo”, aunque un tío le dijo que en realidad Rubén sólo significaba “Mira…un hijo” pero esto ella no lo creyó porque sonaba como comentario envidioso, ¿o no? Además ese tío hablaba con la boca llena, de manera que sus palabras no tenían mucha credibilidad.

Por su parte, Leandro se ganó su nombre que significa “persona paciente” porque esperó a que naciera primero el otro. Traía enredado en la garganta el cordón umbilical de su hermano, pero se pudo liberar a tiempo para respirar y lanzar un llanto que no tenía nada de suave y de cordial, como dicen que son los Leandros, sino más parecido al de un escapista que por poco no la libra. Con el tiempo, este hermano sí se volvió buena persona, excepto cuando alguien lo hacía enojar.

Le hubiera gustado ver nacer más hermanos, más plantas, más animalitos. O que simplemente llegaran a su vida más cosas, pero estaban las enfermedades, la vejez, la voluntad divina, como la que se había llevado a Arcelia, cuando, ya mujer, trataba de hacer llegar al mundo a su segundo hijo: otro angelito que tampoco vivió.

—De esa leche puedes sacar buena nata —interrumpió su hermano el hilo de sus pensamientos.

—¿Por qué no me casé, tú?

—¡Cómo!, ¿estás tan vieja que ya no te acuerdas? ¿Qué clase de pregunta es esa? Tuvo que ver con el billar.

—Papá estaba ahí.

—Y tu novio, Manuel Gómez…

—Que había tratado de faltarme al respeto.

—¿Lo querías?

—A la buena. Pensé que pediría mi mano.

—Pues eso es lo que fue a reclamarle nuestro padre, y los dos salieron heridos. Después dijiste que mejor vestir santos que desvestir borrachos. Ni se te ocurrió que ibas a terminar cuidándome.

—Era mi misión atenderlos a ustedes y a mis papás.

—Pues sí, pero no creo que te hayan faltado pretendientes. ¿A qué viene que te acuerdes de eso?

—Me acordé por Bonito. Cuídalo mucho. Especialmente de los Gómez, por favor. Ya sabes que les perdí la confianza.

—¿Y qué vas a hacer si solo hay Gómez y Santiago en este pueblo? No por nada aquí se llama Cofradía…

—También hay Robles.

—Esos son los peores. Pero igual todos se han casado con todas. ¿De qué te preocupas?

—Estoy convencida de que Manuel un día va a regresar…

—Caridad, ¿no eres algo así como comadre de su hermana? ¿No le has sanado a sus chamacos con la medicina de la tienda? Los has calzado. Les has fiado para que coman. ¿Por qué te pones así?

—Siento que les va a dar envidia nuestra abundancia.

—Ya —Leandro se levantó de la mesa y se puso su sombrero.

¿Por qué él tampoco se casó? pensó Caridad, y luego quiso saber:

—Oye, ¿fue emocionante el nacimiento del becerro?

—Sí, claro. La vaca se portó formidable. Ve a darte una vuelta, Caridad, andas rara. Necesitas ocuparte en algo.

Ella se levantó a lavar los trastes. Separó las sobras del pan y puso las tortillas duras para las gallinas. Siempre le había parecido un milagro que llegara el agua a la pileta. Recordó cuando no había luz y vivían sus papás. Entonces, con cada crecida del río el pueblo quedaba aislado por varios días. Se racionaban las velas, y había que acabarse la comida esa misma jornada porque el calor la echaba a perder.

Su pensamiento fue a Rubén. ¿Cuánto tenía de no ver a su otro hermano? Antes llegaba con su familia de vacaciones, pero desde que falleció su mamá las visitas se habían espaciado. ¿Qué podría interesarle un pueblo como ese? Le mandaría una carta a ver si de perdida se la contestaba.

Terminó de lavar los platos y se quedó con los brazos metidos en la pileta. El agua fría refrescó sus venas. La sensación de bienestar la recorrió toda. En la pileta oscura, Caridad vio su reflejo.

Si acaso fui bonita no me importó gran cosa, pensó mientras sonreía con beatitud. Hay que dar la noticia del becerro y llevar a todos los niños del pueblo a verlo.

Se sobó las piernas. ¿En qué momento pasaron tantos años? La última vez que celebró su cumpleaños tenía 65… le llevaba diez a Arcelia y doce a los gemelos.

No tenía ganas de abrir la tienda, pero de todas maneras sacó de su delantal un llavero pesado, luego decidió regresar a su cuarto y cambiarse. Hoy nació algo; no voy a ir por la vida vestida de gris.

Como había perdido peso, buscó en el ropero algo que le pudiera quedar. No tenía muchas prendas. Tal vez debía ponerse a coser un vestido nuevo. Tal vez debía mandar a su sobrino por unas telas a Ciudad Guzmán, o a Petatitlán, donde tenía tantos conocidos.

Venía la Semana Mayor, en la que no le quedaba más remedio que vestir de oscuro, pero para Pentecostés sí le daba tiempo de coserse algo. Bonito la había llenado de proyectos y de vida.

Ya en la tienda, le dio por acomodar los objetos: la báscula con las pequeñas balanzas de plomo, los frascos de vidrio, los huaraches que colgaban por tallas, los jorongos para el frío. Encontró una vela con la imagen de santa Rita. ¡Qué raro! Pensé que se me habían acabado, pero qué suerte: con ella puedo pedir un deseo.

Tomó una caja de cerillos y la encendió. Como Bonito ya está encargado con Leandro, no voy a pedir su protección sino algo distinto. Se persignó y dijo en voz alta:

—¡Deseo recibir visitas esta Semana Santa!

La vela se apagó. Caridad usó otro cerillo: Bueno, tal vez debí ser más específica.

—¡Que venga mi hermano Rubén con su familia!

La vela vaciló de nuevo, y terminó por apagarse. ¿Para qué pedir cosas tan pequeñas si el universo es grande y maravilloso? Ya sé:

—Que todos mis quereres… sí, ¡que todos mis quereres vengan a Cofradía de Atoyapa esta Semana Santa!

La vela cobró fuerza e iluminó la tienda. Ella sacó un papel y un lápiz para escribirle a Rubén. “Querido hermano”, empezó, cuando de la nada, el viejo portón se abrió de golpe, empujado por el viento.

Es probable que alguna noticia trajera aquel polvo que entró en la tienda, Caridad se ruborizó de contenta, los ojos se le pusieron vidriosos y el vestido pareció llenarse de color y de flores. Por un instante volvió a ser una mujer de veinticinco años que acababa de presenciar el nacimiento de algo muy hermoso.

II

El auto de Rubén fluía en el periférico como si se deslizara en un lienzo de terciopelo negro. La sensación de libertad se reflejaba en el velocímetro que marcaba 130 kilómetros por hora. Después de los ochenta san Cristóbal se baja del auto, pensó, dame, Dios mío, mano firme y mirada vigilante para que termine felizmente mi camino… aunque traigo mis copas, pero es que estoy muy contento.

No podía creer que Malagón lo estuviera ayudando tanto. Pero sí. En el asiento del copiloto estaba la caja con su pistola. Era una Trejo calibre 22.

En mis tiempos, el único que portaba un arma era Manuel Gómez, recordó. A que si me viera ahorita no se me plantaría delante con la pistola encuerada para preguntarme mis intenciones con Lolita.

Los cabellos se le erizaron de acordarse de ese hombre fornido que arreglaba las cosas a balazos.

Allí en Atoyapa se hace uno hombre cuando recibe una pistola. ¿Será que me hice hombre hoy? Si ya estoy llegando a los cincuenta, y tengo una familia con esposa y dos hijas, qué caray. Eso sí, ya no voy a tener que trabajar para mi suegro, ni una limosna más de los Cervantes. Extrañarán a alguien como yo, que trabaja horas extras en Navidad hasta que la última bicicleta deja el almacén. Siempre puntual, rajándome el lomo para que la sucursal prospere, bajo la supervisión constante de los cuñados que no me reconocen como de la familia, porque no lo soy… jodones.

En este trabajo sí voy a hacer dinero. El sueldo es bueno, y me llevaré a la familia a que estudie del otro lado. Matamoros está feo, pero Brownsville es más decente, aunque el clima es igual de malo y húmedo.

A Cristina le gusta el mar. La voy a llevar a Isla del Padre. Y hasta una foto saldrá en el periódico local cuando lleguen a verme. Será cuestión de un par de meses para que logre instalarme.

¿Y la casa de Pitágoras? Habrá que venderla. Al cabo que está hundiéndose desde que construyeron ese edificio. Gloria no se opondrá. Si yo he estado pagando esa hipoteca. Claro que está muy celosa desde que le contaron aquel chisme… ¿Por qué me fui a enredar con aquella mujer? Un hombre a los cincuenta necesita que lo reconozcan, que le digan que ha hecho las cosas bien, que es un buen padre y proveedor. Y Gloria. bueno, nunca he ganado la competencia con el papá. Claro, él es rico, y para ella yo llegué de un rancho, perseguido por un Gómez. ¿Qué habrá sido de la dulce Lolita? Qué muchacha más bondadosa. Me perdonó cuando le dije que me iba a casar con una de la capital. Lo bueno es que supo que estudiaría con los curas, así que ya me daba por perdido.

Qué lejos quedó aquella época del seminario. ¿Quién me iba a decir que estaría hoy con una pistola? Ese Modesto Malagón se sacó un diez con este favor. Claro, después me entregará otra arma en ceremonia oficial. Esta es personal, un premio. ¿Dónde me dijo que comprara mi uniforme? Ah sí, en el centro, donde también me pueden vender un par de medallas al valor. En verdad yo ya estaba harto de ser el gerente de Moto Bimex… Sólo una vez me sentí rico, ¿y qué gané? Un regaño descomunal de Gloria, del papá y de los hermanos. No faltó uno que no me recriminara. Sí, es cierto que no fue correcto sacar de la tienda aquel fajo de billetes que provenían de la caja, pero era para impresionar a los amigos de la jugada. Y lo repuse, porque gané y todavía me sobró para comprarme esos billetitos de la lotería que acabaron en el inodoro.

Ya no quiero jugar a que me hago rico. Quiero ser rico, trabajar menos, ayudar a la gente. Yo nací para ayudar a la gente. Esto es sólo un pequeño rodeo para llegar ahí.

El auto salió de la vía rápida y entró a la colonia Narvarte.

Gloria también tenía una noticia. La debían operar de la matriz. Esos sangrados la tenían preocupada desde hace tiempo. Ahora era momento de ocuparse de ella. Mi papá se hará cargo de mi cirugía si es que Rubén no puede pagarla. Lo que no quiero es esperar a que esas células distorsionadas se conviertan en malignas. ¿Qué se sentirá perder ese centro energético a los cuarenta y tres? No estoy lista para una menopausia prematura. Se sentía molesta por eso, y también porque Rubén estaba retrasado. Como haya salido con la esposa de ese Malagón no se la va a acabar.

Fue a la cocina y comprobó que el pastel había adquirido una forma curiosa, de plano inclinado. El pan chicloso era lo que más le gustaba hacer cuando estaba nerviosa. La receta decía que le pusiera tres huevos, pero ella le ponía siete, porque así era más nutritivo.

Confirmó que ya estaba cocido. Irene no está comiendo bien últimamente. Hasta mi papá lo notó. Me preguntó que si había mandado a la niña a Biafra o qué. Irene es tan perfeccionista. No tengo nada que reprocharle. Hace mucho ejercicio y sus calificaciones son excelentes. ¿Será que de veras quiere ser abogada? Inteligencia la tiene, demasiado aguda y crítica, a veces.

Dejó el pan en la mesa del antecomedor y volvió a la cocina por servilletas. En una esquinita notó un nuevo objeto que pendía de un clavito. Era una de esas manitas con un ojo azul adentro.

Esto ha de ser un regalito de Pato. No la deja ni a sol ni a sombra, siempre celándola. Pero si algo pasa, los papás del chamaco no van a querer que se casen. ¿Y cómo?, sólo tiene diecisiete, pero aun así habrá que estar alerta, y eventualmente enterar a Rubén de esta situación.

Volvió al antecomedor con los platos. Para su hija menor eligió el de Cleo, de la familia Telerín.

Cristina y sus amigos imaginarios. ¿Será una enfermedad? Pero yo también tuve una infancia difícil y nunca vi muertos. ¿Qué la hace ver personas que nadie más ve?

Gloria entendía que existían otros planos en el universo. Ella misma pudo realizar un viaje astral del que le había costado mucho trabajo regresar. Salió del segundo piso de la casa, se coló por el domo del techo y se fue, se fue. No había dolor en su viaje, sólo paz. Luego se acordó de sus hijas y quiso regresar, pero había olvidado el camino. Había llegado tan lejos que nada le resultó familiar, y se angustió. Abajo las nubes cubrían todo, como una vez que vio la nieve. Entonces le empezó a dar taquicardia. Si al menos hubiera hecho ese viaje astral con su instructora de yoga, pero en ese momento estaba sola. La taquicardia fue la que le salvó la vida porque pudo orientarse y encontrar su cuerpo poniendo cuidado en el latido de su corazón inquieto.

Tal vez Cristina tiene algún don. Después de todo, lo sobrenatural es pan cotidiano en esta casa. Y al pensarlo, Gloria volteó a ver el calentador de petróleo que se encendía sin que nadie lo prendiera. Una casa inclinada y con fantasmas. ¿Por qué Cristina no había de ser especial?

Miró el reloj: ya era tarde. Estaba preocupada y por eso su mente aterrizó en aquella ocasión en que vio a Rubén jugando ouija con sus hijas.

—Están haciendo trampas —dijo Gloria— lo veo claramente. Están moviendo la tablilla con los dedos.

Entonces la tablilla, como algo vivo o imantado, había brincado de la mesa de juego a su pecho, como una rata que, descubierta, hubiera decidido atacar lo primero que tenía enfrente. Con un grito de terror, Gloria se la arrancó del pecho para lanzarla lejos, la había estrellado contra la pared. Para espantar la imagen volvió su mirada a la ventana que daba al jardín.

Sí, la casa de Pitágoras tenía sus misterios, pero no la dejaría por nada del mundo. Ahí estaban las plantas que con tanto cuidado sembraba. El durazno y el limonero al centro, las flores de pensamientos y los agapandos, ahí donde el viento parecía dar la vuelta y solo las plantas de sombra se le daban, y del otro lado, crisantemos y alcatraces, que cercaban un columpio donde a veces ella misma se mecía.

Escuchó el ruido de la puerta que se abría, y la recorrió un escalofrío. La casa hacía ese ruido a veces. Con todo, se asomó a ver si era Rubén el que había llegado.

Y lo vio alto, más alto de lo normal, y delgado, el rostro hermoso y elegante, y la boca sensual bajo un bigote perfectamente recortado.

También él la vio y sonrió. Le gustaba que Gloria lo esperara despierta. Aquel coqueteo con la esposa de Malagón no había sido serio. Esa mujer de cabello ensortijado sería siempre su muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perlas, labios de rubí…

—Dime si me quieres —quiso saber muy en serio.

—¿Por qué me preguntas eso si sabes que sí? Vengo de estar con Malagón. Ya quedó lo del puesto de comandante de resguardo aduanal en Matamoros —la boca de Rubén se torció al decir todo el título.

—¿Qué dices? No. Tú no vas a aceptar eso —y los ojos de Gloria se pusieron furiosos y enrojecidos.

—Aquí yo no soy nadie.

—Tienes una vida, una familia y un trabajo.

—Soy abogado, y me tienen de gerente en una tienda. Déjame que te diga al menos en qué consiste el cambio.

—Dijiste Matamoros, ¿hay un pueblo más feo que ese?

—Me voy a ir. Te aviso. Ya está decidido. Ustedes me pueden alcanzar después. Es lo mejor para todos.

—No, Rubén.

Pero ya no alcanzó a decir más porque el cólico que traía la hizo doblarse y buscar una silla.

Rubén la vio pálida y desencajada, pero no se acercó a ella.

—Es lo mejor para todos —repitió. Y se encerró en el baño a pensar.

III

Cada mañana, después de vestirse y tomar un vaso de leche, Víctor se iba al establo con un cuaderno y un lápiz, y se ponía a escribir alguno de los ejercicios que su maestra le había dado. A veces la instrucción era la de copiar un párrafo y con la misma puntuación componer un texto original usando palabras nuevas. Otros ejercicios consistían en describir alguna experiencia, como narrar un paseo en el que algo hubiera salido mal o mencionar sus aspiraciones y temores.

Normalmente no le costaba trabajo escribir, pero esa mañana se sentía muy poco inspirado. En el pueblo no pasaba mucho y no sabía cómo llenar la página blanca.

Pensó en inventarse algo realmente escandaloso, como hablar de lo mucho que se sentía atraído por la maestra, que ya andaría rondando los cincuenta, pero no estaba de tan mal ver. Eso lo hizo recordar el rumor que existía en torno a ella: como el marido era un gringo viejo, se decía que la maestra invitaba a jovencitos a unirse a su taller “Juana de Arco” para alegrarse la mirada.

Solo que a Víctor nunca lo había tratado de seducir. Ni por casualidad. Y no es que fuera feo. Tenía dieciocho años y era alto y delgado, como buen Santiago, aunque un poco moreno: su piel se había tostado por trabajar bajo los rayos del sol, y el cabello le había cambiado de oscuro a castaño claro. Corría más que nadie y por eso se había apuntado en el equipo de futbol de Atoyapa. Lo habían hecho medio campista, y es que al correr parecía que se multiplicaba para meter un gol o para detenerlo.

Se le ocurrió que podía relatar el partido de futbol que lo hizo llegar al taller literario.

Esos petatecos siempre tramposos, aunque ni así nos ganaron.

La rivalidad entre Atoyapa y Petatitlán era ancestral. Petatitlán era cabecera de municipio, y sus habitantes se enorgullecían de recibir las novedades mucho antes que los atoyapas. Como la energía eléctrica llegó primero con ellos, y con esta los aparatos electrónicos, se burlaban de que en Atoyapa no se le hubiera encontrado otro uso al refrigerador que el de congelar paletas.

En Atoyapa, en cambio, se decía que sus vecinos hablaban de ardidos porque el de ellos era un pueblo notablemente más bonito y pintoresco, y como en Petatitlán había una plaga de pulgas decidieron llamar al pueblo Pulguititlán. En verdad había millones de ellas brincando en las baldosas para subírsele a quien pasara, quizás hastiadas del sabor de los burros y los perros.

En realidad, todo mundo tenía familia en uno u en otro lado, por eso los pleitos eran más en broma que en serio, pero cuando sí se desconocían hasta los parientes más cercanos era durante los juegos de futbol.