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Cuando la invitó por impulso... ¡Su pasión no estaba destinada a durar! Una devastadora lesión dinamitó el mundo de Joan Santos. Hasta que, en una boda de la alta sociedad, su salvaje encuentro con el melancólico multimillonario Ivo Faulkner, hizo que Joan se sintiera viva por primera vez en meses. El jet privado de Ivo estaba preparado para el día siguiente, pues tenía un negocio que quería cerrar. Pero, después de la noche con Joan, había perdido todo su interés por el acuerdo. Así pues, la invitó a su lujosa vivienda para dar rienda suelta a su atracción. Pero, al ceder a la tentación, Ivo se arriesgará a no poder dejar marchar nunca a su atractiva atleta...
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Seitenzahl: 212
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
www.harlequiniberica.com
© 2024 Louise Fuller
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una aventura para siempre, n.º 3156 - abril 2025
Título original: Undone in the Billionaire’s Castle
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9791370005429
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
No puedo creer que estés en Inglaterra –la voz de Cassie sonaba temblorosa por la emoción.
–Créeme, nena. No querrás verme ahora –contestó Joan, arrojando la maleta al asiento trasero del coche de alquiler–. Después de ocho horas de avión, no tengo mi mejor aspecto.
–Te he visto después de las sesiones de pesas –su amiga rio–. Sé lo malo que puede ser tu aspecto.
Joan había conocido a Cassie el primer día de curso, recién llegada a Florida desde las Bermudas, una nerviosa estudiante con demasiado equipaje y una beca de atletismo. Compañeras de piso primero y mejores amigas después, Cassie había soportado que el despertador sonara a las cinco y cuarenta y cinco cada martes y jueves, cuando nadie lucía su mejor aspecto.
También había estado a su lado cuando todas sus esperanzas y sueños se habían convertido en cenizas. Lo había perdido todo en la misma semana en que, por fin, la habían preseleccionado para la selección nacional de Bermudas. También le habían ofrecido dos contratos de patrocinio que le habrían permitido devolver algo a su familia, que tan desinteresadamente la había apoyado.
Había hecho la mejor temporada de su vida, quedando primera en todas las carreras de ese año. Era difícil aceptar que un error infinitesimal pudiera cambiar toda una vida.
De no ser por Cassie, nunca habría terminado los estudios. Ni se habría levantado de la cama.
Pero no era el momento de pensar en esos días largos y tristes.
–Pero también sabes lo bien que me arreglo.
–Demasiado bien –Cassie rio–. Me alegro de que Jonathan sea tan miope.
–Jonathan está loco por ti y lo sabes.
–Lo sé –Cassie vaciló–. Lo quiero mucho, Joanie. Nunca pensé que encontraría a alguien que me amara, que me quisiera realmente en su vida.
Joan sintió un nudo en la garganta. Los padres de Cassie se habían divorciado siendo ella una niña y su padre se había marchado con su nueva familia. Su madre no había podido con ello y Cassie había acabado siendo criada por sus desaprobadores abuelos.
–Tiene suerte de haberte encontrado, Cass –aseguró Joan–. Y yo también –sin su amiga, seguiría sumida en la miseria y la desesperación–. Eres la mejor amiga que nadie podría tener.
Se llevó los dedos a la pulsera.
«Es lapislázuli. La piedra de la amistad y la curación», había dicho Cassie al regalársela, dos meses después del accidente.
«Y, aparentemente, puede ayudarte a confrontar y decir tu verdad. Puede que necesite que me la prestes la próxima vez que mi madre me pida dinero».
Joan había sonreído, porque era su amiga, no la pulsera, la que tenía propiedades curativas.
En cuanto a decir la verdad…
Sabía que Cassie sospechaba que no había renunciado por completo a una carrera deportiva. También sabía que su amiga creía que había llegado el momento de pasar página.
Pero Cassie no sabía lo de la operación. Nadie lo sabía. Acababa de enterarse, y no tenía sentido mencionarlo porque todos se preocuparían de que se aferrara a un futuro que no existía.
Esperaría hasta tener noticias de la clínica. Cuando lo tuviera claro, volvería a encarrilar su vida.
–Porque sé lo que te conviene –la risa de Cassie al otro lado del teléfono la devolvió al presente.
Joan sintió que sus oídos se aguzaban. Había un tono diferente en la voz de su amiga, que sonaba algo culpable, pero excitada, como una niña que oculta algo.
–¿Qué has hecho, Cassidy Marshall? Por favor, dime que no me has emparejado con alguien.
–En realidad, fue Jonathan.
–¿Qué? –Joan levantó la barbilla, sorprendida–. Mentira y gorda.
Jonathan era un académico que se movía en bicicleta por el campus de la universidad. Estaba enamorado de Cassie, pero era la última persona a la que podía imaginarse haciendo de celestina.
–Él no sabe que lo hizo, obviamente –Cassie suspiró–. Así es Jonathan. Ivo es su padrino, y está soltero.
–No pienso liarme con el padrino de tu boda –Joan gruñó.
–Estoy deseando ver cómo te tragas tus palabras, porque es un bombón. Si no fuera mi boda, y no estuviera locamente enamorada de mi futuro marido, lo estaría cazando con una red y una lanza.
–No quiero un bombón –protestó Joan, mientras subía la calefacción del coche.
Sabía que Cassie tenía buenas intenciones, pero las relaciones requerían una reciprocidad que ella no tenía. Tras regresar a las Bermudas después de graduarse, se había ofrecido a cuidar de los hijos de su hermana, Gia, mientras ella montaba su negocio. Los niños, sobre todo los pequeños como Ramon y Reggie, eran como animalitos. Solo había que comprender los aspectos básicos.
Pero la idea de intentar entablar una relación con un adulto la superaba. ¿Cómo podría? No tenía nada que dar a cambio. Ni esperanzas. Ni sueños. Ni futuro.
Aunque no por mucho tiempo.
–Sé que quieres que encuentre a mi propio Jonathan –contestó–. Pero ahora mismo no puedo manejar una relación.
–Entonces no lo hagas –exclamó Cassie–. Diviértete. Coquetea un poco. Sexo alucinante y sin sentido con un desconocido. ¿No es lo que se supone que ocurre en las bodas?
–Lo que se supone que ocurre es que la feliz pareja intercambia votos de amor eterno delante de todos. El sexo casual en las bodas es un mito urbano, como perder la virginidad en el baile de graduación.
–Yo la perdí en el baile de graduación –Cassie rio.
–El sexo en las bodas solo pasa en las películas –insistió Joan.
–No es verdad, Joanie. Al parecer, el veinte por ciento de los invitados se lían.
–¿Quién dice eso? –protestó Joan–. No hacen encuestas después.
–No hace falta para saber que las bodas son lo más parecido a una fiesta de universidad. Todo el mundo ha bebido. Todos tienen algo en común. Y no tienen que preocuparse por conducir después.
–Haces que suene tan romántico –Joan rio.
–¿Así que ahora quieres romanticismo?
–No –contestó ella con firmeza–. Quiero pasar la noche con mi mejor amiga y verla casarse al día siguiente con el hombre que ama. No quiero ningún profesor pijo compañero de Jonathan.
–Ivo Faulkner no es pijo, y no es profesor. Es el CEO de Raptor.
–¿La empresa tecnológica?
Joan frunció el ceño. Raptor era una marca genial, la que hacía estallar Internet cada vez que lanzaba un producto nuevo.
–Lo que significa –continuó Cassie–, que es muy rico. Y muy guapo.
–¿Estás sugiriendo que le cobre por mi tiempo?
–Qué graciosa… solo te doy algunos datos, para que sepas a qué te enfrentas cuando lo conozcas.
–¿De verdad? Y si es tan rico y está tan bueno, ¿por qué sigue soltero?
–Por la misma razón que Jonathan. No ha conocido a la mujer adecuada.
–Pues ya te digo que esa no soy yo.
No estaba lista para liarse con nadie… Especialmente alguien que quedaría inmortalizado en todas las fotos de la boda de Cassie.
–Nena, tienes tus necesidades.
–Lo sé, pero ahora mismo un hombre no es una de ellas. Especialmente un ricachón excéntrico.
–No es excéntrico. Solo hay que acostumbrarse.
–¿Cómo a las ostras? –Joan frunció el ceño.
–No. Me refiero a que no es como Algee o Jonathan. Es difícil de leer y tiene límites.
Joan frunció el ceño. Su ex, Algee, quería salir con alguien con cuerpo de atleta de élite. Pero ella no quiso ver, no había querido admitir, que estaba celoso del tiempo que pasaba saltando vallas.
–Pero es el mejor amigo de Jonathan. Y, atención, vendrá a la boda, desde Nueva York, en su jet privado. Tiene un ático allí. Pero nunca adivinarás qué más posee.
–No estoy escuchando.
–Qué terca eres.
Joan sonrió. Cassie tenía razón. Era testaruda. No había dejado de creer que podía saltar vallas, incluso tras perder la beca, cuando era evidente que nunca volvería al equipo. Pero su testarudez había valido la pena, ¿no? Si la operación salía bien, podría volver a entrenar en menos de un año.
–¿Significa eso que vas a dejar de entrometerte en mi vida amorosa?
–¿Qué vida amorosa? No has tenido una cita desde hace… una eternidad.
Desde Algee. Tratar de mantener a Algee contento mientras seguía con su horario de entrenamiento le había exigido demasiado. La noche antes del accidente, él había montado otra de esas escenas sobre el amor y la lealtad. No había parado, ella apenas había dormido, y la mañana de la carrera no había tenido la cabeza en su sitio.
–Estoy feliz yo sola, ¿vale? –Joan sacudió la cabeza–. Prométeme que no dirás nada.
–Te lo prometo. Pero no te daré por perdida, Joan Santos.
–Voy a colgar.
El trayecto de dos horas y media hasta Edale iba a ser todo un reto, sobre todo porque solo había conducido en el extranjero un puñado de veces. Por otro lado, era una oportunidad para disfrutar de una lista de canciones que no fueran infantiles cantadas por ardillas…
Dos horas más tarde, lo peor del viaje había pasado.
Y había merecido la pena, pensó, contemplando las verdes colinas con sus muros de piedra gris.
Siempre había deseado conocer Inglaterra, en realidad Londres. ¿Quién no querría ver el Parlamento y el Palacio de Buckingham, y a esos tipos de rojo con sombreros altos y peludos?
Pero estaba en Inglaterra por la boda de Cassie. Y estaba deseando ver a su amiga casarse.
Cassie merecía ser querida y apreciada, y ser la dama de honor de su mejor amiga era una pequeña compensación por todo lo que Cassie había hecho por ella.
Después de abandonar la competición, todo el mundo había sido increíblemente amable. Decían que los atletas estaban en lo más alto de su carrera durante muy poco tiempo. Que su experiencia como deportista le sería de gran ayuda cuando se graduara como psicóloga deportiva.
Eso lo había dicho su tía Winnie.
Como si tener que renunciar a sus sueños fuera algo positivo.
Joan agarró el volante con más fuerza. Sabía que su tía intentaba apoyarla, pero solo Cassie había comprendido que ser psicóloga deportiva era la alternativa para cuando Joan ya no pudiera dedicarse profesionalmente a las vallas. Solo Cassie no la había presionado para que siguiera adelante con su vida, y ese simple hecho había hecho soportable su último año en la universidad.
Luego se habían graduado, ella había vuelto a Bermudas y Cassie había conocido a Jonathan.
Podría haber conseguido un trabajo y aprovechar su título, pero casi dieciocho meses después del accidente, seguía demasiado enfadada y amargada para hacerlo. Era más fácil cuidar de Ramon y Reggie que intentar explicar a su familia que no estaba preparada para abandonar sus sueños. Era mejor ayudar a Gia. Así pondría su vida en suspenso sin llamar la atención sobre lo que hacía.
Había hecho bien en no rendirse.
El artículo sobre la doctora Sara Webster y su pionera operación de tendones en una heptatleta había sido breve, pero al instante ella supo que era lo que había estado esperando todos esos meses. No se lo había dicho a nadie, de momento le bastaba con saber que en algún lugar de Los Ángeles, la doctora Webster estaría leyendo su expediente médico.
Miró su teléfono y frunció el ceño. El coche avatar flotaba sobre el GPS como si no supiera qué camino tomar.
¿Por qué tenía que perder la señal donde, literalmente, no había señales? Jemima le había advertido de que podría ocurrir, y le había sugerido hacerse con un mapa, pero Joan no acababa de creerse que en Inglaterra hubiera lugares sin cobertura.
La señal regresó.
Aceleró a fondo, metió una marcha más y recordó su conversación con Jemima Friday, la mujer en cuya casa iba a vivir durante los siguientes diez días.
Solo habían hablado una vez, pero Jemima parecía agradable, aunque un poco nerviosa por alojar a un extraño en su casa. Quizá no tuviera que preocuparse. Según el GPS, estaba más lejos que hacía cinco minutos.
Debía de haber algo cerca que interfería con la señal. O tal vez era porque estaba en el fondo de una colina. Tal vez si llegaba a un terreno más alto podría ver dónde estaba.
Tenía que dar la vuelta. Pero el camino era muy estrecho, y tendría que salvar un terraplén.
Al divisar una entrada a un campo, se metió entre los setos y volvió a la carretera. Presa del pánico, aceleró más de lo previsto.
Lo cual no habría importado si justo en ese momento no hubiera aparecido otro coche por la curva.
Un coche negro, enorme, ancho como la carretera, los faros llenando el espacio que los separaba y, durante unos terroríficos segundos, ella se quedó helada, el cuerpo rígido por el pánico, viendo cómo se dirigían hacia ella. Pisó el freno y dio un brusco volantazo. Los neumáticos derraparon y el coche se subió al terraplén impulsado por las ruedas traseras.
Exhaló entrecortadamente, soltó el volante y apagó el motor. No estaba herida, solo conmocionada. Pero su coche se inclinaba hacia la zanja, como si intentara beber agua del fondo.
El corazón le latía tan fuerte que apenas oía el rugido del motor del otro coche. Había estado a punto de chocar, pero no había sido nada parecido a tropezar con aquella valla.
Sintió que se le tensaban los isquiotibiales. La cicatriz medía quince centímetros, pero el daño auténtico estaba bajo la piel. A veces estaba rígida y tensa, e incluso después de meses de rehabilitación y terapia acuática seguía sintiendo como si hubiera un hilo del que alguien tiraba.
Todo había sucedido en el tiempo que tardó en levantar la pierna por encima de la valla. Un momento estaba en el aire, volando, y al siguiente enganchada en la valla y golpeando el tartán. Había superado vallas de la misma altura con holgura, pero aquel día estaba distraída y cansada por la crisis de Algee de la noche anterior…
Una ráfaga de aire frío llenó el coche cuando la puerta se abrió bruscamente.
–¿Te has hecho daño? ¿Te has golpeado la cabeza? –la voz era grave, masculina y apremiante, pero también se percibía un destello de ira.
Pero él no tenía derecho a enfadarse. No era su coche el que se había salido de la carretera.
–Estoy bien.
–¿Estás segura?
Ella lo miró furiosa. O tal vez no tan furiosa, pensó un momento después. Tal vez solo miraba. Algunas personas dirían que era guapo, incluso hermoso… cuando… si… sonreía. Cosa que, en ese momento, no hacía.
Estaba allí de pie, el rostro inexpresivo y los ojos fijos en la cara de Joan, que no recordaba que nadie la hubiera mirado nunca así, con tanta intensidad, casi fiereza.
Tampoco recordaba haber tenido nunca la sensación de no poder apartar la mirada. Pero no podía porque, sí, él era hermoso, indiscutiblemente, con esos ojos azules y la boca curvada. Su belleza era más impactante, más inesperada, allí, en esa tranquila carretera rural, que la repentina aparición del enorme coche. Y no eran solo sus ojos. Tenía los pómulos altos y, a la suave luz del invierno, era todo contornos peligrosos y pelo rubio sucio, que se levantaba con la brisa como la hierba que bordeaba las dunas de arena en las Bermudas.
Los latidos de su corazón le acariciaban las costillas como una mariposa atrapada.
–Ya te he dicho que estoy bien –contestó confusa, casi ofendida por su desconcertante e inquietante reacción ante aquel desconocido–. Solo necesito salir de esta zanja.
–Normalmente, yo pensaría lo mismo –él frunció el ceño–, pero no creo que seas más competente volviendo a la carretera de lo que fuiste manteniéndote en ella.
«¿Pero qué…?», Joan contempló la chaqueta que parecía amoldarse a su pecho y sintió que se le tensaba la mandíbula. Que llevara trajes a medida y condujera un coche de lujo no significaba que pudiera decirle lo que podía o no podía hacer.
–Entonces es una suerte que no te haya pedido tu opinión –observó ella con frialdad.
–No es una opinión –el hombre endureció su expresión–. Es un hecho.
–No hay hechos, solo interpretaciones –ella lo fulminó con la mirada.
–¿Lo leíste en un imán de nevera? –él sonrió burlonamente–. ¿O en las redes sociales?
–No creo que Nietzsche publique contenidos –Joan le dedicó una pequeña y fría sonrisa–. Es un filósofo, no un influencer.
Eso era todo lo que sabía sobre Nietzsche… y lo sabía porque Cassie había salido una vez con un estudiante de Filosofía.
–Sé quién es Nietzsche –él entornó los ojos entre unas pestañas ridículamente largas mientras se inclinaba hacia el espacio que había entre la puerta y ella–. Y, por lo que recuerdo, no era un experto en recuperación de vehículos.
–¿Y tú sí? Quizá quieras ayudarme.
Él le ofreció una mezcla de sonrisa y ceño fruncido, y ella se debatió entre querer verlo sonreír de verdad y cerrarle la puerta en las narices.
–Lo que me gustaría es seguir con el resto de mi viaje. Tengo que estar en un sitio –se subió la manga del traje para mostrar un reloj de aspecto caro–. Ahora mismo.
–El perfecto caballero –Joan lo miró con desprecio–. Bueno, no dejes que te detenga. No necesito tu ayuda –añadió–. Ni necesito que me rescates.
Era mentira. A decir verdad, no tenía ni idea de cómo se sacaban los coches de las cunetas, pero ¿tan difícil era? Estar allí con ese hombre le provocaba escalofríos con una especie de pánico y excitación que no entendía.
Probablemente era una reacción al accidente. La adrenalina era una hormona poderosa que hacía todo tipo de locuras en el cerebro y el cuerpo. Como antes de una carrera.
Pero no tenía tiempo para quedarse allí sentada mirando a un extraño. Esa noche, Cassie y ella iban a celebrar una despedida de soltera, con mascarillas faciales, comedias románticas y helado de ron con pasas.
Concentrada en ese pensamiento, metió la marcha atrás. Pero antes de poder pisar el acelerador, el hombre arrancó la llave del contacto.
–¿Qué demonios crees que haces? –preguntó Joan, girándose hacia él y deseando no haberlo hecho. Estaba demasiado cerca, pensó mientras él la miraba, con la mano sobre la parte superior de la puerta como si fuera su coche, reduciendo su visión del mundo a su pecho y anchos hombros.
–El suelo no está lo bastante seco para que agarre –su voz era fría y clara–. Harás derrapar las ruedas y te hundirás aún más. Así que, respondiendo a tu pregunta, estoy evitando que empeores una mala situación. De nada –añadió mientras ella lo miraba en silencio.
El tono mordaz la irritaba, pero era fácil de ignorar, a diferencia de la forma en que la miraba. Se le hizo un nudo en la garganta. Sentía el cuerpo caliente, tenso y sensible.
–Si hubieras mirado por dónde ibas, no estaríamos en esta situación –espetó ella.
Había sido una maniobra arriesgada, pero él tenía parte de culpa por conducir tan rápido, y ella no iba a dejar que la intimidara para que asumiera la responsabilidad de ambos.
–¿En serio pretendes insinuar que ha sido culpa mía? –él hablaba en voz baja, pero con un trasfondo de dureza embriagadora–. Porque puedo asegurarte que la culpa es enteramente tuya. Tu coche estaba en mi lado de la carretera.
–¿Qué dices? –ella lo miró indignada–. En esta carretera no hay carriles. Por eso no deberías conducir ese tanque por aquí. Es demasiado grande y tú ibas demasiado rápido.
–Apareciste en esa curva como salida del infierno.
–En realidad, acababa de dar marcha atrás en ese campo –ella señaló por encima del hombro– y estaba volviendo a la carretera, así que de ninguna manera… ¿Qué?
–¿Estás diciendo en serio que no podías haber ido deprisa porque acababas de hacer algo aún más peligroso? –preguntó él con voz cortante.
–No era peligroso porque no había nadie más en la carretera –ya era oficial: lo odiaba.
–Aparte de mí –el aire tembló ligeramente–. Yo estaba en la carretera.
–Escucha, mi GPS dejó de funcionar y me di cuenta de que había tomado el camino equivocado.
–¿Así que el GPS tiene la culpa de que casi me sacaras de la carretera?
–Tú me echaste de la carretera –ella lo miró furiosa–. Y es culpa tuya porque ibas cuesta abajo, y los vehículos que van cuesta arriba tienen preferencia.
Obviamente, ella no estaba exenta de culpa, pero él se mostraba tan beligerante y tozudo…
Él entornó los ojos en una mirada de aguda incredulidad azul en un rostro de líneas limpias.
–No voy a dejar que una estadounidense me diga cómo conducir mi coche en Inglaterra.
–Soy de las Bermudas.
El hombre frunció el ceño, como si le costara creerlo.
–Tienes que encender las luces de emergencia –dijo por fin–. Y necesitarás ayuda para salir de esa zanja. Ayuda profesional –continuó–. Tendrás seguro de asistencia en carretera, ¿verdad?
Joan había pensado contratarlo, pero supondría pagar un suplemento. Un gasto innecesario.
Pero en ese momento, desearía haberlo pagado. Aunque ella no iba a pagar nada. Sus hermanas le habían dado el dinero para el vuelo y el vestido de dama de honor. No podía pedirles que pagaran aún más.
–En realidad, no –contestó.
El hombre puso los ojos en blanco y Joan quiso sacar la maleta del coche y matarlo a golpes con ella. En lugar de eso, lo fulminó con la mirada e intentó controlar el temblor de las piernas.
–Estás muy lejos de casa, eh… –él aguardó a que le dijera su nombre.
–Señorita Santos –contestó ella de mala gana, mientras encendía las luces de emergencia.
No le preguntó el suyo. No necesitaba saberlo. Saber su nombre supondría que pensara en él más tiempo del debido. Se sorprendió de que pudiera suceder, pero así era. Sentía su cuerpo cada vez más tenso y dolorido… como si él fuera un virus, una fiebre.
–No estoy lejos de mi alojamiento de vacaciones –añadió–. Antes de perder la señal, decía que estaba a solo cinco minutos.
–¿Estás de vacaciones?
Había una nota de sorpresa en su voz. Lógico, ella estaba muy lejos de las Bermudas, y la mayoría de los turistas iban a Inglaterra a ver Londres, no un pueblecito del Peak District.
–Visito a una amiga. He llegado esta mañana –Joan le sostuvo la mirada y contuvo la respiración.
–Entonces tal vez puedas llamarla para que te ayude.
No había nada en su voz que explicara el repentino cosquilleo de su piel, pero lo sintió igualmente.
–No puedo. Está ocupada.
Cassie se casaba en menos de veinticuatro horas. De ninguna manera iba a arrastrarla hasta allí.
–Ya veo –contestó él sin apartar los ojos de su cara–. Qué pena. Tu coche no saldrá solo de la zanja.
Sin previo aviso, él se dirigió hacia su coche. Ella lo siguió con la mirada y, soltándose el cinturón, salió del coche y lo siguió. El pulso le temblaba en la garganta por la conmoción y la incredulidad, y algo más que no lograba identificar. Se sentía desnuda, expuesta, caliente y hambrienta.
–¿Ya está? ¿Vas a marcharte? –preguntó, concentrando su pánico y su rabia en la ancha espalda.
Él se giró y se produjo un momento tenso y eléctrico cuando clavó su mirada en el rostro de ella.
–Tentador, pero no –susurró él, mirándola fijamente, la boca ligeramente curvada–. No lo haré –señaló con el llavero la parte trasera del enorme coche negro parado en medio de la carretera. Abrió el maletero y sacó dos triángulos reflectantes–. Los coches que suban por la colina verán las luces de emergencia, pero los que tomen la curva no las verán hasta que sea demasiado tarde.
Eso tenía sentido. A diferencia del calor en su interior, pensó ella. Él provocaba esa sensación. Ese extraño la estaba haciendo sentir así. Pero no sabía cómo ni por qué.
Frunció el ceño y se volvió hacia el coche para comprobar si había sufrido daños. Aparte de estar cubierto de barro, no parecía, lo cual era un alivio. Al girarse, vio que él volvía por la carretera y que hablaba con alguien por teléfono. Cuando se detuvo frente a ella, colgó.
–He pedido que alguien venga y resuelva esto.
Así que la estaba ayudando. Joan frunció el ceño, sorprendida y un poco avergonzada por haberlo juzgado mal. Pero, en realidad, ¿qué había que juzgar? Lo poco que él revelaba resultaba difícil de leer. Su voz era fría y desapasionada, pero el azul de su mirada parecía atravesarla.
–No tenías por qué hacerlo. Eres muy amable… gracias –sin dejar de fruncir el ceño, rebuscó en el bolsillo de la chaqueta–. ¿Cuánto cuesta la grúa? Tengo algo suelto, o puedo enviarte el dinero.
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