Una aventura temeraria - Amber Lake - E-Book

Una aventura temeraria E-Book

Amber Lake

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Beschreibung

El amor es la más arriesgada de las aventuras   Gideon Knight, oficial de Inteligencia Militar, investiga la muerte de un alto mando al caer desde una ventana en las dependencias de la Oficina de Guerra. Todo apunta a que se ha quitado la vida, pero la tenaz oposición de la familia, que no acepta esa resolución, consigue que continúe indagando. Y lo que parecía un caso claro de suicidio, comienza a complicarse cuando van apareciendo nuevos datos que hacen sospechar la implicación de un miembro de la familia real. Elizabeth Benson, sobrina del fallecido, desconfía de la imparcialidad de Gideon para llegar a la verdad y le presiona para que le permita colaborar con él en la investigación. Juntos se embarcan en una peligrosa aventura mientras intentan lidiar con sus propios fantasmas del pasado, que les impiden aceptar la atracción que sienten el uno por el otro. Títulos de la serie Detectives londinenses: Una pasión imprudente Una alianza peligrosa Una aventura temeraria - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu romance favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 427

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Josefa Fuensanta Vidal

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Una aventura temeraria, n.º 404 - diciembre 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 9788410744882

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Nota de la autora

 

 

 

 

 

 

Temer al amor es temer a la vida, y los que temen a la vida ya están medio muertos.

 

Bertrand Russell (1872-1970), filósofo y matemático británico

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Londres. Marzo de 1863.

 

Gideon se despertó sobresaltado y se incorporó en la cama con celeridad. Los fuertes golpes en la puerta sonaban como una ráfaga de cañonazos en su cerebro, aturdido por los efluvios de aquel brebaje inmundo que quisieron hacer pasar por brandy y que había ingerido con demasiada alegría la noche anterior.

Maldijo por lo bajo, se sentó en la cama y se agarró la cabeza entre las manos. Parecía como si un pájaro carpintero hubiese decidido utilizarla para fabricarse un nido. Se lo tenía merecido. Debió abandonar el tugurio al que esa noche le había arrastrado Hazel cuando aún se mantenía sobrio. A partir de ese momento, todo se descontroló: bebió demasiado y se enzarzó en una pelea con un par de rufianes deslenguados; lo que se solía encontrar en aquellos locales del East End a los que a su acompañante le gustaba acudir en busca de diversiones arriesgadas.

Los golpes en la puerta se repitieron con más ímpetu. Algo grave ocurría.

—¡Pase! —indicó Gideon en voz alta y cargada de sueño.

La puerta se abrió y entró por ella la ascética figura de su asistente personal. En la mano llevaba una bandeja de plata en la que descansaba un sobre sellado.

—¿Qué ocurre, Morris?

—Un mensajero ha traído esta nota del brigadier Fulkner, señor. Espera confirmación —dijo, y se acercó a la cama.

Gideon cogió la nota dirigida a él. Se levantó y fue hacia la ventana. Descorrió uno de los cortinones y dejó entrar la luz plomiza del amanecer. Retrocedió y cerró los ojos, heridos por el fogonazo de luminosidad exterior, y el dolor de cabeza se acentuó. Cuando se repuso, miró el reloj que descansaba en la repisa de la chimenea. Las manecillas marcaban las seis y cincuenta minutos. Gruñó por lo bajo. Si hubiese sabido que esa mañana tendría que levantarse a su hora habitual, no habría cedido a los caprichos de Hazel y se habría retirado mucho antes, como solía hacer. El que apenas hubiese dormido tres horas no le ayudaría a superar su malestar.

Rompió el sello del sobre y leyó el escueto mensaje.

 

El coronel Grayson ha sido encontrado sin vida en las dependencias de Cumberland House. Persónese en dicho lugar de inmediato y hágase cargo de la investigación del deceso con la mayor discreción. No tengo que recordarle los momentos especiales que se viven en la ciudad y que precisan que nada los interfiera. Encárguese de notificarlo a los familiares del coronel y ofrézcales su ayuda en todo lo que necesiten.

Comuníqueme la situación y sus impresiones en cuanto le sea posible.

Brigadier Henry Fulkner

 

Gideon mostró un gesto de pesar ante la noticia. Apreciaba y respetaba al coronel por su honestidad y profesionalidad. Le había conocido cuando ingresó en el ejército y fue destinado a Ford William, en Escocia. En aquella época, Grayson era capitán y él un alférez de diecisiete años que acababa de abrazar la carrera militar. Estuvo bajo su mando hasta que Grayson fue ascendido a mayor y destinado a un acuartelamiento en Hampshire. Él también cambió de regimiento al acceder al rango de teniente. Poco después fue enviado a la India y no volvieron a encontrarse hasta un año antes, cuando Gideon regresó a Inglaterra y comenzó su servicio en la Oficina de Guerra.

—Morris, comunique al mensajero que la nota ha sido leída y prepare mi montura —ordenó Gideon.

—¿Tomará el desayuno, señor?

—No tengo tiempo. —No podía ignorar la urgencia que se desprendía de las palabras del brigadier y que requería que se pusiese en marcha de inmediato.

—Antes tendré que curar ese golpe; no tiene buen aspecto —indicó Morris, y le señaló el rostro.

Gideon entró en el pequeño habitáculo adjunto a su cuarto en el que se encontraba el inodoro, una bañera de cobre esmaltado y el lavamanos. Se miró en el espejo que había en la pared y descubrió el corte en la frente con la sangre seca y un mechón de cabello pegado a él. ¿Tanto había bebido la noche anterior que no advirtió la herida causada, con seguridad, en la refriega?

—Traiga agua caliente y una botella de brandy. Yo mismo me curaré.

No recordaba mucho de la trifulca en el garito, donde debió provocarse esa herida poco profunda y que no revestía mayor importancia. Se miró los nudillos y observó que presentaban erosiones. Hizo una mueca de disgusto. Le resultaría engorroso justificar tales señales, que delataban lo que había ocurrido. Solo esperaba no haberles causado graves daños a sus contrincantes.

No era su forma de actuar. Solía evitar los enfrentamientos fuera del campo de batalla y prefería solucionar los problemas dialogando, siempre que fuese posible. Tampoco solía beber más de la cuenta y acudir a los bajos fondos para encontrar diversión. Estaba cansado de ejercer de protector de una mujer que no lo necesitaba porque era muy capaz de defenderse ella misma. Tendría que hablar con su superior para que le encargase el trabajo a otro más dispuesto.

Limpió la herida, la desinfectó con un chorro de brandy y la dejó sin cubrir, oculta a medias por el ondulado cabello castaño.

Media hora después, Gideon llegaba a Cumberland House. El majestuoso edificio de tres pisos más sótano y áticos, construido en ladrillo con revestimientos de piedra, se ubicaba en el lado sur de Pall Mall. Desde cinco años antes albergaba la sede de la Oficina de Guerra y esa mañana de sábado presentaba un bullicio inusual.

Entró en el patio delantero por una de las puertas de paso de carruajes, custodiada por un soldado que se cuadró al ver los galones de mayor en el uniforme del 11.º Regimiento de Húsares al que Gideon pertenecía. Descabalgó y entregó a un mozo de cuadra las riendas de su montura.

Divisó a Lewis, su ayudante, que departía con otros militares en el espacioso recinto, aislado de la concurrida calle por altas rejas de hierro. Atraídas por el suceso, se habían congregado un buen número de personas, entre militares y trabadores civiles que prestaban servicio en el edificio.

Cuando Lewis lo vio llegar, abandonó el grupo en el que estaba y se dirigió hacia él.

—No le esperaba esta mañana, señor —comentó con extrañeza.

Gideon respondió al saludo militar de su subordinado mientras observaba atento a su alrededor.

—He recibido un mensaje del brigadier Fulkner. Me ha ordenado investigar la muerte del coronel Grayson. Imagino que este revuelo es por dicho suceso.

—Así es. Se ha extendido por el edificio la noticia en cuanto descubrieron el cuerpo.

—¿Dónde se encuentra el cadáver?

El joven teniente, de rostro lampiño y generosa cabellera dorada, señaló con un gesto de la mano.

—En el ala este, señor, casi oculto por el saliente del edificio en esa zona.

Gideon reparó en un bulto cubierto por una sábana en un rincón del otro extremo del patio. Como había apuntado Lewis, se hallaba junto a la pared que cerraba la entrada de servicio y formaba un hueco; una zona por la que no se solía transitar. Lo custodiaban un par de soldados que contenían la curiosidad de los presentes y evitaban que alguien se acercara. Se dirigió hacia allí con rapidez.

Cuando llegó al lugar, Gideon se inclinó y ladeó la sábana. El robusto cuerpo, vestido con uniforme de infantería y galones de coronel, yacía de espaldas. Tenía los ojos cerrados y la cabeza, girada, presentaba su lado izquierdo. Un gran charco de sangre seca se extendía en torno a ella. Gideon reconoció sin problemas al coronel Cecil Grayson pese a que el golpe le había hundido el cráneo en la parte derecha y tenía la mitad del rostro deformado y la poblada barba canosa cubierta de sangre.

Hincó una rodilla en el suelo y formuló una silenciosa plegaria. Le apenaba la muerte de aquel hombre, tan valeroso y honorable, bajo cuyo mando sirvió durante los cuatro primeros años de su carrera militar y que forjó en él valores de camaradería y espíritu de servicio que continuaban inmutables. Sentía no haber continuado el trato con él, una vez que volvieron a coincidir en el mismo destino. Al pertenecer a departamentos diferentes y con despachos en extremos opuestos del edificio, se hacía difícil confraternizar.

Coincidían en ocasiones en las zonas comunes de comedor o sala de lectura, e intercambiaban saludos y algunas palabras, si bien había observado que el coronel ya no mostraba el carácter alegre de tiempo atrás y, por lo general, prefería estar solo. Los años y las preocupaciones cambiaban a las personas, pensaba Gideon, y Grayson no había sido una excepción.

—¿Sabe a qué hora fue descubierto? —preguntó a su ayudante, situado detrás de él.

—Sobre las seis de la mañana, cuando comenzó a clarear. Al soldado Rush, que se encontraba en la puerta principal, le pareció ver una forma voluminosa en este rincón y se acercó. No sabe cuánto tiempo llevaba aquí porque él acababa de iniciar su guardia.

Gideon no era un experto, aunque había visto gran cantidad de cuerpos y apostaba a que ese llevaba más de diez horas muerto. El deceso debió de producirse antes de la media noche; después de las cuatro de la tarde, en todo caso. Recordaba haberle visto subiendo la escalera sobre esa hora, cuando él abandonó el edificio el día anterior con la intención de no regresar hasta el lunes siguiente.

Observó varias manchas oscuras en la casaca roja del coronel a la altura del pecho. Le chocó en una persona que siempre iba escrupulosamente limpia. Acercó la nariz y detectó un leve olor a brandy. También observó que, tanto la pierna derecha como el brazo de ese lado presentaban un ángulo anormal. Dedujo que los huesos estaban fracturados como resultado de un fuerte golpe. No había rastros de sangre en otras partes del cuerpo y se decidió a darle la vuelta para comprobar si tenía alguna herida en la espalda.

Con la ayuda de Lewis, lo volteó. No mostraba ninguna herida visible.

—¿Sabe si lo han movido?

—Rush asegura que, cuando se acercó, el cuerpo descansaba sobre el lado derecho. Lo tocó para verle el rostro y comprobar si estaba muerto o solo herido. Era difícil que continuara vivo por la cantidad de sangre que le rodea, como podrá apreciar —señaló Lewis—. No lo reconoció, solo determinó que era un oficial de alto rango por los galones y avisó de inmediato al teniente Davies, que hoy está de guardia. Este, al reconocer al coronel Grayson, se lo comunicó al capitán Cumming, el único oficial superior a él que se encontraban en ese momento en el edificio. Él fue quien indicó que lo cubrieran e impidieran que nadie se acercara; también realizó los trámites para ponerlo en conocimiento de los altos mandos.

Gideon estaba al tanto de que muy pocos se encontraban en Londres en esos momentos. La mayoría, incluido el duque de Cambridge, comandante en jefe del ejército y primo de la reina, habían acompañado al príncipe de Gales hasta Gravesend, donde se esperaba para esa misma mañana la llegada del Victoria y Alberto, el yate real, que había trasladado a la princesa Alejandra de Dinamarca, prometida del príncipe de Gales, desde Copenhague para la boda que se celebraría tres días después. Una flotilla de barcos, ocupados por altas personalidades, escoltaría al navío real en su ascenso por el Támesis hasta Londres.

Al ser el responsable del Directorio de Inteligencia Militar, y en ausencia de otros jefes militares, el brigadier Fulkner había tomado las riendas del asunto. Fulkner era su superior desde que regresó de su destino en la India y se incorporó a la Oficina de Guerra. Como su adjunto, Gideon se encargaba de recopilar y analizar información que ayudara a prevenir posibles problemas de seguridad interna del país, trabajo que le gustaba realizar y que desempeñaba con tacto y perspicacia. Fulkner conocía su reputación de eficaz y discreto y a él recurría cuando había que resolver problemas delicados, como este caso.

La norma que imperaba en el ejército era la de impedir que los asuntos internos transcendieran las puertas de la institución para evitar que dañaran la imagen que los ciudadanos tenían del ejército de Su Majestad. Una muerte en las instalaciones de la sede administrativa, en la que no estaban claras las causas, era un tema comprometido que a los mandos no les agradaría que se divulgase, y menos en aquellos momentos; razón por la que querían aclarar las causas con rapidez y disimulo sin dar aviso a la policía, como hubiese sido lo correcto de haber ocurrido en otro lugar.

Al no presentar el cuerpo heridas distintas a las que se producían en una caída desde una altura considerable, y a falta de un estudio detallado del cadáver por parte del médico, la conclusión lógica era que la muerte se había producido a consecuencia del impacto sobre el suelo de grandes adoquines de piedra que cubrían esa parte del recinto tras haberse precipitado al vacío desde una de las ventanas del edificio. El hecho de hallarse debajo de la ventana del despacho del coronel, que se ubicaba en la tercera planta, y que esta apareciera abierta, reforzaban esa teoría; ahora faltaba determinar si había sido fruto de un accidente, si se había arrojado de forma voluntaria o si alguien le había empujado.

Como las causas no estaban claras, antes de comunicarle sus impresiones a su superior, como le había pedido, indagaría entre los posibles testigos para eliminar las opciones menos probables. Por el olor a alcohol y las grandes manchas en la ropa intuía que había estado bebiendo en abundancia, y eso pudo propiciar la caída.

—Encárguese de que lleven el cuerpo al interior y averigüe si se ha llamado a un médico. De no ser así, que lo trasladen al hospital para que determinen la causa de la muerte, pese a que sea evidente. E indague quiénes estaban de guardia durante la tarde y la noche anterior y a qué hora se vio con vida por última vez al coronel —ordenó Gideon.

Lewis se apresuró a cumplir las órdenes y Gideon evaluó el entorno. La situación del cuerpo en aquel lugar, ajeno a miradas curiosas del exterior, y el hecho de que solo habían transcurrido un par de horas desde el hallazgo, evitaría que trascendiese el suceso, al menos hasta que se aclarasen las causas.

Miró con fastidio hacia la calle, en cuyas aceras comenzaban a congregarse numerosas personas entre las que no descartaba que hubiese algún periodista. La noticia de la llegada al país de la novia real se había propagado por la ciudad y los londinenses habían salido a las calles para recibirla con entusiasmo y expresar su apoyo a la futura reina durante su trayecto desde los muelles del Támesis hasta el palacio de Buckingham.

La boda del príncipe de Gales, que estaba prevista para el martes siguiente, había trastocado la rutina de muchos en la ciudad. El enlace se celebraría en el castillo de Windsor por expreso deseo de la reina, que aún estaba de luto por la muerte de su consorte, el príncipe Alberto, catorce meses antes. Esa decisión había provocado el disgusto de sus súbditos, que preferían que el enlace de su futuro rey hubiese tenido lugar en la capilla real del palacio de St. James, el mismo lugar en el que se casó su madre veintitrés años antes.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

El teniente Hugh Browning esperaba en la pequeña oficina contigua al despacho del coronel Grayson con visible inquietud. La muerte de su superior, de la que se había enterado menos de una hora antes, le había trastornado. Su rostro alargado estaba serio y contrito y la amplia frente aparecía fruncida con un gesto de aprensión. Cuando Gideon entró, se levantó con celeridad y adoptó una postura de firme.

Gideon conocía al ayudante de Grayson. Se tropezaba con él a menudo por el edificio. Le parecía una persona retraída y hasta cierto punto huraña. Si el coronel lo mantenía en su puesto debía de ser una persona fiable.

—Descanse, teniente.

Browning obedeció. Sabía cuáles eran las funciones del mayor Knight en la Sección de Inteligencia en la que estaba destinado: investigar las actividades que pudieran suponer un perjuicio para la institución a la que ambos servían; un policía de los asuntos internos del ejército, en realidad.

Gideon detectó temor en sus oscuros ojos, que mantenían la mirada al frente.

—El brigadier Fulkner me ha encargado que investigue las circunstancias en las que se produjo la muerte del coronel Grayson. ¿Cuándo se ha enterado usted de su muerte?

—Esta mañana. Al llegar me he encontrado con el revuelo que había en la entrada y el capitán Cumming me ha notificado el fatal accidente del coronel.

—¿Ha visto usted el cuerpo del coronel?

—No, señor. Como me han comunicado que había sido identificado, he preferido ahorrarme ese mal trago —confesó con la voz alterada.

—¿Y cuándo le vio por última vez con vida?

—Ayer por la tarde, cuando me marché. Entré en su despacho para dejarle unos informes que me había pedido.

—¿A qué hora?

—Sobre las cinco y media. Me comentó que se quedaría a revisarlos.

Gideon asintió. Grayson era una persona responsable, que dedicaba muchas horas a su trabajo y con frecuencia se le podía encontrar trabajando cuando la mayoría de sus compañeros se habían marchado.

—¿Desde cuándo estaba a sus órdenes, teniente?

—Desde que ocupó este puesto, en noviembre de 1861, en sustitución del coronel Harris; yo era su ayudante.

Gideon miró hacia la puerta cerrada al fondo de la oficina, que ostentaba el nombre del coronel en una placa con letras doradas. Se dirigió hacia ella y, cuando fue a abrirla, comprobó que no se podía abrir.

—¿La puerta estaba cerrada cuando ha llegado?

—Sí, señor.

—Ábrala.

—No tengo la llave. El coronel la llevaba siempre consigo. Solía cerrarla cuando se marchaba al final de su jornada.

Gideon no había revisado los bolsillos de Grayson, donde era probable que se encontrara dicha llave. Tendría que averiguarlo.

—¿Hay más llaves que abran esta puerta?

—No sabría decirle, señor. El sargento de guardia custodia una llave maestra, que utiliza el personal de servicio.

Gideon sabía que había copias de las llaves y que, por la naturaleza del edificio y la documentación que se guardaba en algunos despachos, muchas de ellas estaban custodiadas y solo se utilizaban en caso de emergencia. Los trabajos de limpieza y las reparaciones se hacían en horario diurno y el personal que se encargaba de realizarlos iba acompañado por soldados que vigilaban sus movimientos. El temor a que espías pudieran acceder a los secretos militares estaba presente y, pese a las medidas que se tomaban, algunos habían sido robados.

—¿Sabe si han venido esta mañana o ha entrado alguien en este despacho?

—No durante el tiempo que yo he estado aquí.

—¿Cuáles eran las tareas de las que se encargaba el coronel? —indagó Gideon. Que él supiera, en aquella sección del Departamento de Intendencia no se trataban temas delicados ni se guardaban documentos que despertasen el interés de potencias extranjeras; entonces ¿por qué ese empeño en cerrar la puerta? ¿Asumía otras tareas que él ignoraba o solo se trataba de una excentricidad del coronel?

—Supervisaba los abastecimientos y el transporte para los cuarteles ubicados en la región del nordeste, que abarca los condados de Northumberland, Durham y Cleveland.

Coincidía con lo que Gideon imaginaba: un puesto administrativo, sin mayores responsabilidades, de ahí que resultase extraño que guardara con tanto celo el contenido del despacho. Tendría que averiguar si el coronel realizaba otras funciones aparte de las conocidas por ambos.

—Avise al sargento de guardia de que necesitamos la llave de este despacho.

Mientras Browning cumplía la orden, Gideon hizo algunas anotaciones en la libreta que llevaba consigo y que incluiría en el posterior informe a Fulkner.

A los pocos minutos, el teniente regresó acompañado del sargento que estaba de guardia esa mañana.

—Sargento primero Cambell, señor; a sus órdenes —saludó con claro acento escocés y actitud militar el corpulento pelirrojo.

—Abra esta puerta, sargento.

El veterano militar obedeció y, cuando intentó meter la llave en la cerradura, advirtió que no entraba. Tras varios intentos, desistió.

—Algo obstruye la cerradura, señor. Es probable que esté cerrada por dentro y con la llave puesta.

Era la explicación más lógica, o podía estar obstruida por otras causas.

—¿El coronel solía cerrarla cuando estaba dentro de su despacho? —preguntó Gideon a Browning.

—No, señor, solo cuando lo abandonaba.

—Habrá que forzarla —indicó Gideon.

—Permítame, señor —pidió Cambell.

El hombretón cargó todo su peso sobre la puerta. No obstante, necesitó dos intentos para derribarla.

Una vez abierta, se hizo a un lado para que Gideon pasara.

—Gracias, sargento. Puede marcharse.

—A sus órdenes. —Volvió a cuadrarse y salió con paso marcial.

Gideon entró en el cuarto y sintió el zarpazo del frío en el cuerpo. La ventana abierta dejaba pasar el aire helado del exterior en aquella mañana desapacible que amenazaba lluvia. Había estado abierta toda la noche y las bajas temperaturas que se registraron permanecían en el interior. Se dirigió hacia ella con la intención de examinarla. Era más pequeña que las de las plantas inferiores y de doble hoja que abría hacia dentro. Se asomó por ella y miró hacia abajo. Se habían llevado el cuerpo de Grayson y la mancha de sangre se veía con nitidez; se hallaba justo debajo de dicha ventana, a una distancia normal de caída del cuerpo.

Observó el alféizar. Su altura era considerable. A Gideon le llegaba a la cintura y calculó que Grayson, que era un hombre de estatura algo más baja que la suya, tuvo que inclinarse mucho sobre él para precipitarse al vacío. La madera de nogal del marco inferior no presentaba huellas de pisadas, algo que no esperaba encontrar. Sí se apreciaban algunos raspones, como si se hubiera rayado con algo metálico. Dedujo que eran antiguos y causados por el roce de la ventana al cerrarse. No observó nada fuera de lo normal en el pestillo, que estaba intacto, ni señales en los cristales.

Al cerrar la ventana su pie golpeó un objeto que estaba semioculto por el cortinón descorrido. Lo cogió. Era una botella de brandy y estaba vacía.

—¿Era de Grayson? —preguntó a Browning, que observaba desde la puerta sin atreverse a profanar los dominios de su superior.

—Es probable. El coronel tenía una botella similar. En ocasiones recibía visitas y les ofrecía.

—Compruébelo.

El teniente entró en el despacho y fue hacia una de las vitrinas. La abrió.

—La botella no está. Debe de ser la misma que guardaba en este lugar.

El hallazgo de la botella vacía proporcionaba una explicación de lo que pudo ocurrir.

—¿El coronel solía beber cuando se quedaba solo en el despacho?

—No, señor; nunca le he visto beber. Una vez fuera, no podría decirle, aunque lo dudo. Era inflexible en esos casos. Decía que el alcohol era el causante de la ruina del hombre.

Gideon coincidía con el teniente. Rara vez había visto al coronel con una copa en la mano. Durante la época que sirvió bajo sus órdenes tenía fama de inflexible con los borrachos; si encontraba bebido a algún soldado, le castigaba con severidad. Eso no descartaba que tuviese una doble moral y en la intimidad bebiera hasta perder el sentido.

En realidad, admitió, apenas conocía a Grayson. Hacía muchos años que no tenía trato directo con él. Tendría que preguntar entre los compañeros, los subordinados y, sobre todo, a la familia. Ese pensamiento le atormentó. No le gustaba ser portador de malas noticias y esta era de las peores. Fulkner le había ordenado que informase del deceso a la esposa, si es que ya no lo conocía, y era lo que debía hacer.

—¿Recibió alguna visita ayer? —quiso saber Gideon.

—Sí, señor. Por la mañana, a las diez, estuvo el capitán Caswall; y sobre las dos, cuando regresaba de almorzar, vi salir del despacho al mayor Rockwell.

Gideon tomó nota mental de los nombres para interrogarlos por si podían aportar algún dato de utilidad.

—¿Y esperaba alguna más para la tarde o noche?

—No puedo asegurarlo, señor, solo sé que no había nada consignado en la agenda de ayer excepto la del capitán Caswall por la mañana —indicó Browning sin comprometerse.

Gideon dedicó su atención al resto del despacho. No era de grandes dimensiones, como los de esa planta que daban a la fachada del edificio y a la calle. Solían estar ocupados por militares de rango igual o inferior al del coronel. El suyo, en la misma planta, daba a la parte trasera del edificio y era de menores dimensiones.

La decoración era ascética, propia de la mayoría de los militares, acostumbrados a desenvolverse con lo indispensable para hacer su trabajo. La primera impresión del escenario era de normalidad. Todo parecía estar en su lugar, excepto la botella de brandy vacía. Nada aparecía dañado, volcado o revuelto, que hiciera suponer que allí se había producido una pelea o un registro apresurado.

—¿Ve algo irregular o que le llame la atención? —preguntó Gideon al teniente, que había vuelto a retirarse hasta la puerta.

—No, señor, todo aparece igual que la última vez que entré aquí.

Gideon procedió a analizar el escenario de forma metódica. Una de las paredes estaba ocupada por una vitrina, delante de la cual se encontraba una gran mesa escritorio de madera de caoba oscura con gruesas patas torneadas, detrás de ella un sillón con respaldo alto tapizado en tela granate. Un par de sillas, también tapizadas en tela granate, ocupaban otra de las paredes junto a una pequeña mesa en la que descansaba un sable. Supuso que era el de Grayson, ya que no lo llevaba encima cuando lo había examinado.

En la pared frente al escritorio había una chimenea sobre la que colgaba un cuadro de la reina Victoria idéntico a las otras reproducciones que adornaban las paredes de la mayoría de las estancias del edificio. Los rescoldos estaban apagados. Se acercó y miró con interés. Había restos de papel quemado. Los revisó; no logró encontrar ningún fragmento legible.

Se dirigió a la vitrina. Aparte de varios vasos, la mayoría de los estantes estaban vacíos excepto por algunos libros encuadernados en piel y con letras doradas, media docena de figuritas de plomo pintadas, que representaban a soldados con distintos uniformes, y una fotografía en un sencillo marco de madera tallada. En ella aparecía una dama cercana a la cincuentena de rasgos hermosos, ojos claros y cabello plateado. Pese a los años transcurridos, Gideon reconoció a la esposa de coronel, a la que había visto en varias ocasiones durante el tiempo que estuvo en Fort William.

Pasó a revisar el escritorio. Sobre la encerada superficie había varios objetos: una lámpara de queroseno, pluma y tintero, una caja de madera tallada de pequeñas dimensiones con un sello y varias barras de cera y una bandeja de madera en la que reposaba una carpeta que debía de contener los informes en los que el coronel estaba trabajando. De los cuatro cajones que tenía, ninguno estaba cerrado. Los fue abriendo. Su contenido era el que esperaba encontrar: papel y lápices, una caja de cigarros y varias de fósforos, sobres, un manual del reglamento del ejército, varias carpetas con extractos, registros, inventarios…

No le extrañó los escasos objetos personales que Grayson guardaba en su lugar de trabajo, en el que pasaba muchas horas al día. Sabía que era una persona práctica y austera, seria y recta en el deber, lo que no impedía que sus subordinados lo respetaran y alabaran su eficiencia, inteligencia y dotes de mando.

—Cuando se marchó ayer tarde, ¿cómo vio de ánimo al coronel? ¿Tenía algún problema que usted supiera?

Por mucho que a Gideon le desagradase, la hipótesis más probable que comenzaba a tomar fuerza era la del suicidio. El hecho de que hubiese cerrado la puerta por dentro lo corroboraba, pese a que no había encontrado ninguna nota escrita, como solía ocurrir en esos casos. ¿Grayson no quiso justificar su decisión o estaba tan ebrio que lo olvidó?

—El coronel no me hacía partícipe de intimidades, señor. Solo hablábamos de cuestiones de trabajo —contestó Browning.

El ligero azoramiento en la voz y el hecho de que desviara la mirada le hicieron pensar a Gideon que no le estaba contando todo lo que sabía. ¿Qué le ocultaba? Al parecer, era la última persona que había visto con vida al coronel.

—Teniente, le conviene sincerarse conmigo. Si sabe o sospecha algo, le animo a decirlo antes de que comience a recelar que tiene algo que ver con su muerte.

—No, de ninguna manera. Apreciaba al coronel. Era una persona honorable que siempre me trató con respeto —se defendió con calor.

—En ese caso, no tema decirme qué le preocupa.

Browning se balanceó sobre los pies y su rostro mostró indecisión. La lucha interna que mantenía era perceptible.

—Durante la última semana, el coronel estuvo muy inquieto. Se mostraba irascible y apenas atendía al trabajo. Se ausentaba del despacho con más asiduidad de la normal. Era obvio que estaba perturbado, pero no me comentó nada —confesó al fin.

Gideon comprendió la reticencia del teniente. No quería incrementar las sospechas hacia un posible suicidio de Grayson, como todo parecía indicar.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Gideon abandonó el despacho de Grayson y se dirigió a su oficina, ubicada en el ala derecha de la misma planta. Lewis ocupaba su mesa en el antedespacho.

—Infórmeme —le ordenó al llegar.

—He acompañado el cuerpo del coronel hasta el Royal Hospital Chelsea. Uno de los médicos, el doctor Lister, se ha hecho cargo de él. Avisará en cuanto tenga un dictamen de la muerte.

—Bien. ¿Qué se sabe de los soldados que estuvieron de guardia anoche?

—Hoy tienen el día libre. Los interrogaré cuando se presenten en su turno mañana; o, si lo prefiere, mandaré a un soldado a sus domicilios con la orden de que se personen lo antes posible.

—No es necesario. Esperaremos a que se presenten para interrogarlos. ¿Ha averiguado quién estaba en el edificio ayer por la tarde y durante la noche? —Aunque el caso parecía resuelto, quería obtener la mayoría de datos posibles antes de presentar su informe.

—El capitán Cumming, que pasó parte del día en el edificio y durmió aquí, me ha informado de que por la tarde hubo una reunión para coordinar la custodia de la comitiva de la novia real, a la que asistieron varios mandos con sus adjuntos y subalternos. Acabó sobre las seis de la tarde y algunos de los asistentes permanecieron en el edificio un rato más. El ujier del salón de lectura me ha dado sus nombres. Estuvieron charlando y bebiendo. El coronel Grayson no se encontraba entre ellos ni asistió a la reunión. Una vez que se marcharon, sobre las ocho de la noche, solo quedaron en el edificio el sargento Addison, que estuvo de guardia hasta esta mañana a las seis, los cuatro soldados que realizaban la custodia de las puertas, y el personal civil de servicio, un total de diez personas. El capitán Cumming, que se había marchado con la mayoría de los asistentes a la reunión, regresó pasada la media noche. Todos, incluido el capitán Cumming, aseguran que no vieron al coronel ni escucharon nada que les levantara sospechas.

A Gideon no le extrañó que el edificio estuviese casi desierto esa noche. La mayoría de los que allí tenían dependencias privadas, en las que pernoctaban a menudo, se habían movilizado por la llegada de la comitiva real danesa.

—Está bien. Esperaremos a que se presenten los posibles testigos que faltan. Localice al capitán Caswall y el mayor Rockwell. Ambos estuvieron ayer con Grayson. Interrógueles sobre los temas tratados y cómo lo vieron de talante. Cuando esté el informe del médico sobre las causas de la muerte, recójalo y déjelo sobre mi mesa; así como todo lo que logre averiguar del sargento y los soldados de guardia o de algún testigo más. Pasaré por aquí en cuanto me sea posible. Y comunique al hospital que custodien el cuerpo hasta que la familia decida qué hacer con él.

Gideon se marchó. Tenía que informar a la viuda del coronel de su fallecimiento y no quería demorar más ese ingrato deber, en especial porque no podía mentirles sobre la forma en la que dicha muerte se había producido.

Con lo que había descubierto hasta el momento, y a falta del informe del médico que examinaría el cuerpo y de interrogar a la familia, la deducción más lógica a la que había llegado era descorazonadora: Grayson, acuciado por problemas, había decidido poner fin a su vida arrojándose por la ventana; y para reunir el valor necesario que esa acción requería, había ingerido gran cantidad de alcohol.

Las razones que le habrían llevado a tomar esa penosa y drástica solución podían ser muchas y, si ese era el caso, era probable que nunca se llegaran a determinar. Browning había detectado que, desde hacía una semana, su superior estaba preocupado e irritable. ¿Y si a Grayson, que no era un hombre joven, le habían descubierto una dolencia incurable? En tales circunstancias, y ante un futuro de sufrimiento, quiso evitárselo y ahorrar ese mal trance a su familia. O podía tener problemas económicos insalvables que le habían llevado a la ruina. Mucha gente, antes de verse en prisión por deudor, prefería acabar con su vida; un acto de cobardía impropio de la persona que él recordaba, pero apenas había tratado al coronel en los últimos diez años y las personas cambian, a veces, de forma radical.

También existía la posibilidad, esta menos probable, de que la caída hubiese sido resultado de un accidente debido al exceso de alcohol que había ingerido. Muchas graves caídas se producían por esta causa y las ropas de Grayson desprendían olor a brandy. Pudo asomarse a la ventana con la intención de despejarse de la embriaguez antes de marcharse a su casa y perder el equilibrio. La conciencia del peligro disminuía bajo los efectos del alcohol.

Esta explicación, poco halagadora para Grayson, no mancillaba su honor como lo haría si se dictaminaba que él mismo se había quitado la vida, y evitaba a la familia la vergüenza y el ostracismo al que la sociedad la sometería. Era menos penoso que le consideraran un borracho que un suicida.

Esperaría a tener toda la información para exponer sus impresiones a Fulkner. Las dos opciones que barajaba serían deshonrosas para cualquier persona, pero si el coronel se había suicidado, la institución a la que había servido se vería salpicada. Por ello, y porque sentía la obligación de salvaguardar en la medida de lo posible la dignidad de Grayson y quería evitarle sufrimientos innecesarios a su familia, estaba decidido a presentar como causa de la muerte un accidente fortuito.

 

 

La residencia del coronel Grayson se ubicaba en Gordon Square, en el barrio de Bloomsbury, una zona tranquila y con escaso tráfico de carruajes en la que solían vivir familias acomodadas sin grandes lujos. El extenso jardín central de la plaza estaba cerrado por una verja baja de hierro y se reservaba para uso privado de los residentes de las casas circundantes, al igual que ocurría en otras plazas de la ciudad. Al otro lado del jardín, y sobre las copas de los árboles, se vislumbraban las puntiagudas agujas de una iglesia.

Gideon dejó la montura en la que se había trasladado hasta allí en unos establos públicos al principio de la calle y caminó por la acera hasta el número 46. El edificio de fachada estrecha y estilo georgiano contaba con tres plantas y un semisótano para la entrada de servicio. El patio trasero comunicaba con un estrecho callejón para salida de carruajes.

Llamó a la puerta y, tras unos segundos de espera, apareció en ella una joven rolliza con sobrio vestido gris e inmaculado delantal blanco, del mismo color que la cofia que le cubría el cabello y por la que escapaban algunos rizos castaños. El redondo rostro, en el que destacaban unos vivaces ojos pardos, expresó admiración ante la alta y garbosa figura de Gideon.

—¿Qué desea, señor? —preguntó con timidez, y sus mejillas se arrebolaron.

Era habitual que el coronel recibiera militares en la casa, pero Hetty nunca había visto uno tan apuesto y con aquel vistoso uniforme, en tono azul oscuro que hacía resaltar la gran cantidad de cordones dorados que le engalanaban el torso. El ajustado pantalón con bandas doradas en los laterales realzaba los fuertes músculos de las piernas, calzadas con unas altas y lustrosas botas. El gorro con visera, iba adornado con la insignia del regimiento y una gran pluma blanca en la parte superior; el sable en la cintura acentuaba su elegante y gallardo aspecto.

—Mayor Gideon Knight. Deseo ver a la señora Grayson.

Gideon advirtió una leve vacilación en la sirvienta ante su petición. Pronto se rehízo y retrocedió unos pasos para dejarle entrar.

—Veré si puede recibirle —dijo. Caminó unos pasos hasta una puerta cerrada a la derecha del estrecho vestíbulo y le indicó—: Espere aquí, por favor.

Gideon entró en la luminosa estancia caldeada por el fuego que crepitaba en la chimenea. Hetty cerró la puerta y se marchó presurosa.

El saloncito de recibir era de reducidas dimensiones, parejo a la estrechez de la casa, y parecía confortable. La chimenea ocupaba gran parte de una de las paredes. Por el gran ventanal que daba a la calle entraban los pálidos rayos del sol y abundante luz. Dos sofás tapizados en floridas telas y un sillón orejudo ocupaban casi todo el espacio, con una mesa baja en el centro. En una de las paredes, una vitrina contenía libros y objetos de vidrio y cerámica; en un rincón, un pianoforte y dos sillas completaban el mobiliario.

Algunos cuadros con escenas de caza adornaban las paredes, que estaban forradas de telas a rayas en tonos ocres y dorados. Una alfombra cubría el suelo de madera oscura y brillante. Todo estaba muy limpio y ordenado. Gideon observó que los Grayson vivían con holgura y sin lujos, como la mayoría de los oficiales del ejército, él incluido. Los sueldos no eran elevados y, si no tenían un buen patrimonio o fortuna personal que los respaldasen, no se podían cometer excesos. No parecía que las razones que le llevaron a quitarse la vida fueran de índole económica.

Le llamaron la atención dos fotografías de diferentes tamaños colocadas en marcos plateados que descansaban sobre la repisa de la chimenea. En una aparecía Grayson, varios años más joven, cuando aún conservaba la mayor parte del cabello sobre la cabeza. Vestía el uniforme del 42.º Regimiento de Infantería y galones de mayor, adoptaba una pose rígida, propia de su condición de militar. En la otra, la esposa del coronel, con algunos años menos, estaba acompañada por una jovencita de rubia cabellera y rasgos similares a los de la señora Grayson. Ambas miraban a la cámara con sonrisas ilusionadas que iluminaban sus claros ojos.

La joven sería algún pariente cercano de la señora Grayson, pensó Gideon, porque no tenía constancia de que el coronel tuviera hijos. Lo cierto era que sabía bien poco del difunto. Había pedido a Lewis que recogiera su historial para ampliar la información que tenía sobre él.

El movimiento de la puerta al abrirse alertó a Gideon, que estaba absorto en la contemplación de las imágenes. Por ella apareció una figura femenina de delgada constitución y espalda arqueada que contribuía a empequeñecer su ya escasa estatura. Gideon la identificó como la señora Grayson. Los años, y puede que los sufrimientos, habían dejado mella en el rostro que él recordaba y que en las fotografías se mostraba más lozano y, sobre todo, con una expresión feliz. Iba ataviada con un vestido de paño en tono ciruela que hacía destacar la palidez de su rostro, en el que la expresión de dolor y sufrimiento camuflaban sus bellos rasgos. Llevaba recogido el blanco cabello bajo una cofia de fina muselina y un chal sobre los hombros. Se ayudaba de un bastón para caminar.

Gideon inclinó la espalda en un cortés saludo.

—¿Deseaba verme, mayor Knight? —inquirió la recién llegada con voz apagada y un rictus de cansancio, como si el hablar le costara un enorme esfuerzo. No lo había reconocido y él prefirió no abrumarla con recuerdos de antaño.

Gideon dio unos pasos hacia ella.

—Así es, señora.

Agatha caminó con lentitud hacia el cercano sofá y se sentó en él con un tenue quejido. Se advertía tensión en su postura y dolor en su rostro.

—Dígame, ¿a qué debo el placer de su visita?

Gideon permaneció de pie frente a ella sin decidirse a hablar. Había tenido que cumplir con aquel deber muchas veces y seguía incomodándole. Le suponía un mal trago el comunicar a una esposa que había pasado a la categoría de viuda.

—Siento la intromisión en su hogar y las molestias que le he podido causar con mi visita, pero era necesario que me pusiera en contacto con usted. Me temo que soy portador de malas noticias.

El rostro de Agatha empalideció aún más. No era lo que esperaba. Cuando le habían anunciado la presencia de un militar imaginó que venía con un mensaje de su esposo. La noche anterior Cecil no había regresado ni había comunicado su retraso y estaba inquieta. Como las actuales circunstancias eran especiales con la llegada de la prometida del príncipe de Gales, dedujo que una orden de última hora lo había retenido. Había sucedido en otras ocasiones, cuando tuvo que marcharse de la ciudad sin previo aviso. La vida de los militares estaba dictada por las órdenes y él las acataba. Se sentía orgullosa de que su esposo fuese un fiel cumplidor de su deber.

—¿Qué ha ocurrido, mayor? —preguntó. Tenía el rostro muy pálido y las manos le temblaban de forma ostensible.

La alarma en sus palabras era patente y Gideon pensó que presentía lo que iba a decirle. Inspiró con fuerza. Esas tareas eran las que más le desagradaban de su profesión. Siempre se había manejado mal ante análogas situaciones. El dolor ajeno le desconcertaba y procuraba mostrar lejanía, pero no podía marcharse, y no solo porque tenía una misión que cumplir. Deseaba reconfortar a aquella frágil mujer que parecía confusa. Estaría preocupada por la ausencia del coronel, y su presencia le indicaría que habían surgido problemas.

—Su esposo ha aparecido muerto esta mañana en las dependencias de la Oficina de Guerra —dijo. No había forma de suavizar la noticia y lo lamentó.

Agatha abrió los ojos despavorida y se llevó la mano a la boca para ahogar un grito. Un agudo dolor le traspasó el pecho y sintió que todo comenzaba a desaparecer a su alrededor. Se tambaleó y cayó desvanecida en el sofá.

Gideon se apresuró a socorrerla. Le palmeó con delicadeza el rostro. Al no dar señales de recuperación localizó el llamador y tiró de él. A los pocos segundos, la misma doncella que lo había recibido, se presentó en el saloncito.

—Su señora ha sufrido un desvanecimiento. Traiga las sales y avise a algún familiar, si lo tiene —ordenó.

Hetty mostró sorpresa y temor y se marchó presurosa. Gideon regresó junto a la señora Grayson. La incorporó con cuidado, le apoyó la cabeza en el respaldo y se sentó a su lado.

A los pocos minutos, la doncella regresó con lo que le había pedido. El cogió la botella, le quitó el tapón y la colocó debajo de la nariz de la dama.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

—¿Qué están haciendo?

Tanto Gideon como Hetty giraron la cabeza hacia la voz con fuerte tono reprobatorio. En la puerta de la sala se encontraba una mujer de rasgos y constitución parecidos a los de la señora Grayson y con muchos años menos. A Gideon no le cupo duda de que era la jovencita que aparecía en el retrato que descansaba sobre la chimenea. Debía de llegar en ese momento de la calle porque aún llevaba puestos el bonete, la capa y los guantes. Tenía el rostro serio y los miraba con desaprobación.

—La señora ha sufrido un desvanecimiento —dijo Hetty con voz llorosa. Estrujaba el blanco delantal entre las manos con gesto nervioso.

La recién llegada se apresuró a acercarse al sofá. Gideon se levantó y ella ocupó su lugar. Le arrebató el frasco de sales y volvió a pasarlo por debajo de la nariz de la desvanecida.

—Tía Agatha… —llamó repetidas veces hasta que la dama comenzó a abrir los ojos con esfuerzo.

Cuando recobró el conocimiento y recordó lo que Gideon le había dicho, Agatha se llevó las manos al rostro y unos profundos sollozos la sacudieron.

—Oh, Elizabeth, ¡que desgracia! —logró pronunciar.

Viendo que su tía era incapaz de explicar lo ocurrido, Elizabeth miró a Gideon.

—¿Quién es usted y a qué ha venido, señor? —preguntó con voz dura.

A Gideon no le molestó el tono acusador y desconfiado que detectó en su pregunta.

—Mayor Gideon Knight. He venido a comunicar el fallecimiento del coronel Grayson.

Elizabeth se quedó inmóvil, paralizada por la notica. El llanto de Agatha se intensificó y ella reprimió las lágrimas que pugnaban por derramarse de sus ojos. Ahora, lo más urgente era atender a su tía. La noticia había sido un duro golpe a su mermada salud. De haber estado allí, no habría permitido que se enterara de esa forma.

A Gideon no se le escapó la mirada cargada de rencor que la joven le dirigió.

—Mi pobre Cecil… —murmuró Agatha entre sollozos. La voz apenas le salía del cuerpo y parecía tener problemas para respirar.

Elizabeth se alarmó. Hizo un esfuerzo por evitar entregarse al dolor. Necesitaba de toda su entereza.

—Hetty, dile a Peter que vaya a buscar al doctor Priestley. ¡Rápido! —ordenó a la doncella, que permanecía afligida en un rincón; y a Gideon—: Ayúdeme a llevar a mi tía a su cuarto.

Él cogió en brazos a la llorosa Agatha y, precedido de Elizabeth, subió las escaleras hasta el primer piso, donde se hallaban las habitaciones privadas. Ella abrió la puerta de una y entró. Gideon la seguía de cerca.

—Colóquela en la cama —le indicó.

Gideon depositó su liviana carga sobre el amplio lecho con toda la delicadeza de la que fue capaz.

—¿Puede esperar en el saloncito mientras atiendo a mi tía? Ahora me reúno con usted.

—Por supuesto, señorita…

—Señora Benson —aclaró Elizabeth con sequedad.

Gideon salió de la estancia y regresó al lugar en el que antes había estado. Se cruzó en la escalera con la doncella que subía presurosa.

Al cabo de unos largos minutos, Elizabeth regresó al saloncito. Antes de entrar, se enjugó las lágrimas que circulaban por sus mejillas con un pañuelo de fino lino bordado. Lo guardó en el bolsillo de su vestido y respiró hondo para serenarse; la violentaba mostrar sus emociones frente a un extraño. Debía ser fuerte en esos momentos y no dejarse arrastrar por el dolor que la embargaba. Su tía necesitaba de su entereza y su diligencia porque la noticia había sido demasiado dura para su frágil corazón. Debía ocuparse de todo y, cuando tuviese ocasión, a solas, lloraría la pérdida que ella también había sufrido.

Su tío Cecil había sido un gran apoyo, en especial desde que su padre murió. Era bondadoso y paciente con su madre y con ella, y las ayudó en todo lo que pudo, guiándolas y protegiéndolas.

La noticia la había golpeado con fuerza pese a que un mal presagio le había estado rondando desde la noche anterior, cuando él no apareció para la cena como era su costumbre. Quiso tranquilizar a su tía excusándolo con el exceso de trabajo o la urgencia de un viaje repentino y que la explicación llegaría al día siguiente, si bien no era lo habitual en una persona tan responsable como él.

Esa mañana, al ver que no había regresado y la nota que esperaba continuaba sin llegar, no quiso retrasarlo más y envió a Peter, el lacayo, a Cumberland House para que se informara sobre su paradero. Lo habría hecho ella misma si no hubiera tenido que llevar unos medicamentos a una vecina cuyo hijo estaba enfermo. De regreso a la casa de sus tíos se había encontrado con Peter, que regresada de su encargo. El joven lacayo no había tenido éxito. Cuando llegó al edificio en el que se ubicaba la Oficina de Guerra, no le permitieron el acceso y el soldado que custodiaba la puerta no supo darle noticias de su tío.

Se reprendía por no haber estado en la casa para recibir al portador de tan malas nuevas y evitarle a su tía el terrible momento que había vivido a solas. El mayor Knight parecía un militar curtido y, como tal, no tenía el tacto suficiente para tratar esos temas con delicadeza. Ella le habría comunicado el fallecimiento de su amado esposo de forma menos traumática y habría elegido el momento más adecuado.