Una bruja en el tiempo - Constance Sayers - E-Book

Una bruja en el tiempo E-Book

Constance Sayers

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Beschreibung

 Las fans de  Outlander  van a amar esta historia. Un amor maldito, que está condenado a repetirse en un interminable ciclo de tiempo. ¿Encontrará la manera de romper el ciclo? ¿O es ya demasiado tarde?  "Sayers atraviesa períodos de tiempo sin esfuerzo con descripciones exuberantes y elegantes en cada época. Esta novela atrapará a los fans de la ficción histórica y la fantasía romántica".    — Publishers Weekly.  Helen acepta una cita a ciegas después de mucho tiempo, pero no está muy segura de que sea una buena idea. Luke le está diciendo que la conoce desde hace años, siglos incluso. Pero eso es imposible, su vida es la misma que la de cualquier otra mujer. Le acompaña con desconfianza a visitar el museo y para su sorpresa se reconoce a sí misma en una pintura de una joven en la Belle Époque de Francia. Debe ser una casualidad, no puede ser ella.  Sin embargo, desde esa noche comienza a tener sueños muy vívidos sobre un amor trágico y vidas que se acaban antes de tiempo. 

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UNA BRUJA EN EL TIEMPO

CONSTANCE SAYERS

Traducción: María Inés Linares

“Una novela original, con una narrativa rica en detalles históricos, iluminada por destellos de humor y llena de personajes coloridos y escenarios fascinantes.¡Una lectura muy entretenida!”

—Louisa Morgan,escritora de A Secret Story of Witches.

“Sayers atraviesa períodos de tiempo sin esfuerzo con descripciones exuberantes y elegantes en cada época. Esta novela atrapará a los fans de la ficción histórica y la fantasía romántica”.

—Publishers Weekly.

“Es una historia mágica, en la que vivimos un romance trágico desde la Belle Époque de París hasta nuestros días. Ideal para los días en los que queremos permitirnos un capricho especial”.

—Lucila Quintana, editora.

Título original: A Witch in Time

Edición original: Redhook

Derechos de traducción gestionados por Sandra Dijkstra Literary Agency y Sandra Bruna Agencia Literaria, SL

© 2020 Constance Sayers

© 2021 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2021 Gamon Fantasy

www.gamonfantasy.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-18711-18-3

Índice de contenido
Portadilla
Citas elogiosas
Legales
Una Bruja en el Tiempo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidos
Capítulo Veintitrés
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veintiséis
Capítulo Veintisiete
Capítulo Veintiocho
Capítulo Veintinueve
Epílogo
Agradecimientos
Nuestros autores y libros en Gamon
Constance Sayers
Sinopsis
Manifiesto Gamon

Para mi hermana, Lois Sayers

Estoy irremediablemente enamorado de un recuerdo.Un eco de otro tiempo, de otro lugar.

Michael Faudet

Capítulo Uno

Helen Lambert Washington D. C., 24 de mayo de 2012

Apenas concluido mi divorcio, mi amigo me organizó una cita a ciegas. Crucé Le Bar del hotel Sofitel de la calle 15 y pregunté por Luke Varner. La recepcionista me señaló a un hombre que estaba sentado solo, junto a la ventana.

Washington es, en esencia, un pueblo sureño de personas esnob con un código de vestimenta en común. En una sala desbordante de trajes de color azul marino, corbatas de lazo y solo de vez en cuando alguna chaqueta de verano, Luke Varner parecía terriblemente fuera de lugar. Vestido de negro de pies a cabeza, parecía un director de arte del Soho que había tomado el tren Acela en la dirección errónea y se había encontrado de pronto rodeado de hombres sobrealimentados, que agitaban sus vasos de whisky y mascaban sus cigarros sin encenderlos.

Levantó la vista, y advertí que no era elegante ni estaba tan bueno. Aquel hombre no tenía ningún rasgo exótico: de hecho, era más bien neutro, como un pantalón de color caqui muy usado. Por un momento me pregunté en qué había estado pensando mi amigo Mickey. Aquel hombre no era mi tipo.

—Soy Helen Lambert. —Extendí mi mano sudorosa, que delataba a gritos que no había tenido una cita en casi diez años. Mi primer pensamiento fue que esta sería breve: solo tomaría una copa, para ser amable. Estaba volviendo a salir al mundo exterior y un poco de práctica me vendría bien.

—Hola. Luke Varner. —Se levantó y me estudió por un instante, como si le sorprendiera lo que veía.

A pesar de mi decepción inicial, me desmoralicé un poco preguntándome si, de algún modo, yo también habría resultado ser diferente de como Mickey le había contado que era. Luke se sentó, pero parecía pensativo y silencioso, como si estuviera resolviendo un enigma en su cabeza. Me invitó a su mesa, y entre nosotros se instaló un silencio largo e incómodo.

—Mickey me ha hablado de tu casa. Dice que es preciosa. —Me senté y empecé a charlar, o más bien a parlotear, acomodando la servilleta en mi regazo, levantándola y apoyándola de nuevo. Para mi espanto, sus hilos blancos empezaron a desprenderse sobre mi falda negra. Sacudí la servilleta y miré a la recepcionista, como si estuviera rindiéndome.

Los labios de Luke Varner temblaron en el comienzo de una carcajada ante mis intentos inútiles de atraer la atención de la recepcionista. De pronto, sentí que estaba sobreactuando como una actriz de vodevil.

—Bueno, es vieja —dijo.

—¿Eh? —Lo miré sin comprender.

—Mi casa. —Rio—. Me estabas preguntando por mi casa. —Su voz tenía una textura áspera, como la de alguien que lleva varios años fumando—. Me gustan las casas que tienen detalles de época, o “carácter”, como se dice ahora.

—Carácter —asentí—. ¿Te dijo Mickey que solemos trabajar juntos?

Él se reclinó en su silla con una sonrisita de suficiencia.

—Tengo entendido que diriges una revista.

—In Frame. —Me enderecé—. El nombre es un término de fotografía: lo que aparece en la toma o “dentro del encuadre”. Buscamos las próximas tendencias, lo que está de actualidad, ya sea en materia de política internacional, cultura, religión, moda, estilo de vida... Tratamos de estar allí antes que nadie: nuestros reporteros y escritores, repartidos por todo el mundo, buscan lo nuevo. Se nos conoce por nuestras fotografías... —Estaba empezando a hablar como un folleto promocional, así que me detuve antes de añadir que acabábamos de ganar el Premio Nacional a la mejor revista y que se la describía como “una de las más importantes publicaciones no solo en el ámbito nacional, sino también en el mundial”.

La recepcionista me trajo una servilleta nueva, negra, y la desplegué sobre mi regazo. Estaba nerviosa y crucé las piernas para que dejaran de temblar. ¿Por qué me generaba ansiedad un hombre que ya había decidido que no me interesaba? Eché la culpa a mis nervios por haber vuelto a las citas. Pero había algo más.

—In Frame, cierto —dijo él—. La he visto en los quioscos de revistas.

—Es más grande que la mayoría —agregué—. Hace que las fotos resalten mucho.

Respiró hondo y miró hacia la mesa mientras decía:

—No has cambiado. Bueno... síhas cambiado. El pelo, más que nada. Ahora tiene un tono más cobrizo. —Pasó a estudiar su tenedor—. Lo siento —murmuró.

—¿Disculpa? —Pensé que no lo había entendido—. Acabamos de conocernos. —Me reí y coloqué mis cubiertos.

Él abrió el menú, le echó un vistazo y después volvió a cerrarlo. Ladeó la cabeza.

—¿No te resulto conocido para nada?

Sacudí la cabeza, súbitamente avergonzada.

—¿Nos hemos visto antes? Tengo la peor memoria del mundo.

—¿No me recuerdas? ¿En serio? —Se inclinó hacia mí, supuse que para que pudiera inspeccionar su cara. Sus ojos pequeños y de color azul profundo bailaban sobre la vela encendida en la mesa. Tenía un bronceado natural, como si trabajara en un jardín, y una barba rubia (¿o era canosa?) de al menos un día. En ese instante, a la luz, algo me resultó familiar.

—No —dije. Pero era mentira.

—Odio este momento. —Se frotó los muslos, nervioso—. Llevo como treinta años odiando este momento, y de pronto me llamas y tenemos que hacerlo otra vez. —Movió en círculos su delgado dedo índice para enfatizar—. No te he visto en mucho tiempo.

—Lo siento... ¿Yote llamé a ti?

—Ajá. La primera vez fue en 1895, en Francia. —Hizo una pausa—. En realidad esa fue tu madre, pero no hace falta que nos metamos en tecnicismos.

—¿Mi madre? —Apareció en mi mente Margie Connor, mi madre, que en ese instante estaría bebiendo vino barato y engullendo trocitos de queso gouda ahumado en su club de lectura en Bethesda. Este mes estaban releyendo La Biblia envenenada.

—Después fue en Los Ángeles, en 1935. Y la última en Taos, en 1970. Sinceramente, me gustaría que volvieras a Venecia o a algún otro lugar un poquito más interesante. Quiero decir, este lugar es un pantano. —Frunció el ceño—. Sé que le encuentras cierto parecido con París, pero... —Su voz se adormeció y él volvió a reclinarse en la silla despreocupadamente, como si hubiera estado contándome el día que había tenido en la oficina.

Exhalé con tanta fuerza que atraje sin querer la atención del hombre que estaba en la mesa de al lado.

—Déjame ver si lo entiendo. ¿Yo te llamé en 1895? —Apoyé la servilleta en la mesa y miré mi chaqueta. Finalmente, me puse de pie—. Lo siento. Debes de haberme confundido con otra persona.

—Helen —dijo con una autoridad que me sorprendió—. Estas cosas no se me dan muy bien, pero el melodrama es infantil. Siéntate.

—¿Que me siente? —Me incliné apoyando las manos sobre la mesa—. Eres un lunático. No te conozco. Tengo treinta y tres años, no cien. Jamás me he encontrado contigo en Francia... ni en ningún otro lugar, ya puestos. ¿Y mi madre? Ella trabaja para el Instituto Nacional de Salud. No te... llamó en 1895, te lo aseguro.

—Helen. —Su voz se calmó—. Siéntate.

Y, por una extraña razón, obedecí como una niña.

Nos quedamos sentados, mirándonos. En todo el bar las velas de las mesas eran como pequeños faroles, y sentí algo familiar. Entonces, me golpeó una visión. ¿Luces de gas? Sacudí la cabeza para librarme de la imagen nítida del rostro curtido de este hombre a la luz de una lámpara de gas. Otras imágenes se movieron con rapidez en mi mente, como rayos: ese hombre sonriéndome mientras íbamos por un ancho bulevar en un carruaje, el sonido firme de los cascos de los caballos golpeando el pavimento, las luces a nuestro alrededor iluminando su rostro con un tono sepia, como cuando se enciende una linterna debajo de una sábana. Sus ropas estaban pasadas de moda, como si usara un traje victoriano, y el escenario no era el correcto. Perdí un poco el equilibrio, aferré la mesa con ambas manos y luego miré hacia la ventana. Incluso los árboles de fuera, que se movían ligeramente con la brisa, titilaban con complicidad, rodeados de guirnaldas de luces de colores que hacían brillar el misterioso rostro de Luke desde otra época, como un personaje trágico de un poema de Shelley.

Apartó el menú.

—Me llamaste hace poco, me pediste que te hiciera un favor y te lo hice.

Empecé a protestar, pero él levantó la mano:

—Helen, ¿en serio? Los dos sabemos de qué estoy hablando, ¿verdad?

Sí, yo lo sabía.

Capítulo Dos

Helen LambertWashington D. C., enero de 2012

A finales de enero, Roger, mi marido, me dijo que todo había terminado entre nosotros. Ambos teníamos a nuestros abogados esperando, sin hacer nada para concretar el divorcio a pesar de que llevábamos separados un año. Habíamos intentado hacer terapia, vivir juntos, vivir separados, pero nada servía para unir nuestras piezas rotas de una manera que pudiera funcionar. Principalmente, me sentía abandonada y reemplazada por su primer amor, la Colección Hanover.

Roger era el conservador jefe y director de la Colección Hanover, un museo que contenía más de tres mil pinturas francesas y estadounidenses, además de una de las colecciones de fotografías en blanco y negro más grandes de los Estados Unidos. Pero esto suena como si la Colección Hanover fuera un edificio, y era mucho más que eso. Era la obsesión de mi esposo. No había ningún lugar lo suficientemente bueno para alojarla, ni suficientes horas en el día para que él trabajara en ella. Era capaz de encontrar croquis de edificios y planos de nuevas salas en servilletas y en cualquier hoja de papel, incluso en el baño. Era difícil atraer la atención de Roger por mucho tiempo para cosas triviales, tales como arreglar el lavavajillas roto. Durante tres años, él lideró una campaña de ochenta y cinco millones de dólares para construir el hogar perfecto para su colección: el éxito de este esfuerzo se debió principalmente a haber contratado a Sara Davidz, quien aparentemente era una experta a la hora de recaudar fondos. Roger se las había ingeniado para hacer crecer el público del museo a 425 000 visitantes; nada mal, considerando que era una institución privada que competía con los museos smithsonianos, que eran gratuitos y estaban desparramados por toda Washington. En el país de los museos, Roger Lambert era el rey. Un prodigio en el mundo de la filantropía, un genio loco, de quien habían publicado perfiles el New York Times y el Washington Post, además del Chronicle of Philanthropy. Incluso había dado una famosa charla TED sobre cómo los movimientos comunitarios podían recaudar dinero para las causas en las que creían. Ahora, había escandalizado a los washingtonianos (que tal vez se contaban entre los mejores creadores de museos) al trabajar con un estudio de arquitectura japonés, no estadounidense, para construir un artilugio de cristal con forma de cubo en la emergente zona costera. El traslado de la colección, de su ubicación en la antigua mansión georgiana de Reservoir Road, en Georgetown, al sector más moderno de la avenida Maine, puso al mundo de los museos en su contra: el Washington Post calificó el diseño del museo, que él adoraba, como “una carísima caricatura que semeja una pila de cubos de hielo”. Como la señorial y laberíntica mansión de Georgetown había quedado vacía, algunos jóvenes empezaron a romper los cristales de las ventanas, y esto forzó a la sociedad histórica a cubrirla con tablones, para que aquella monstruosidad no quedara a la vista. Y así, Roger Lambert fue perdiendo su buena reputación.

Roger y yo éramos una especie de programa fijo en Washington. Éramos una pareja conocida por recibir invitados en nuestra casa de Capitol Hill, cada mes organizábamos una cena en honor de alguien a quien hubiéramos entrevistado en el número más reciente de In Frame: era algo como “hacer la revista en vivo”. Nuestro comedor podía alojar a dieciséis personas cómodamente, así que ocupar un asiento en nuestros encuentros mensuales se convirtió en una invitación codiciada. Roger y yo éramos muy cuidadosos con nuestras listas de invitados; mezclábamos pintores y políticos, matemáticos con músicos. Una vez al año, hacíamos una cena solo para artistas o solo para políticos, pero lo que nos divertía era organizar una lista ecléctica, que incluyera algo de tensión. La invitación en sí consistía en una llamada telefónica, mía o de Roger, y era sorprendente saber que había personas que venían en avión desde todas partes del mundo solo para sentarse a nuestra mesa. Una vez, un reconocido fotógrafo rechazó una invitación colgándome el teléfono, después de decir que éramos “demasiado burgueses” (de hecho, lo éramos, un poco, pero eso formaba parte de la diversión). Otra vez, un famoso actor abandonó furioso la cena porque lo habíamos sentado junto a un científico que no lo conocía. Desafortunadamente, nuestra casa de la avenida Maryland no estaba en una ruta frecuentada por los taxis, así que tuvo que pasar diez minutos en el aire glacial de enero esperando a un taxista que tampoco tenía la menor idea de quién era él.

Todo eso se terminó a finales de enero, cuando Roger me llevó a cenar a nuestro restaurante vietnamita favorito y me contó que se había enamorado de Sara. En verdad, esto no era una sorpresa para mí. Primero había sospechado y luego lo supe, pero no tomé a aquella mujer en serio; tampoco la aventura de mi marido con ella. Pensé que era una etapa y que ya se le pasaría.

Sin embargo, tal como me lo explicó Roger, su amor por Sara era desesperado, terminal, el tipo de amor que él no había conocido hasta que ella entró por la puerta. Asentí con la cabeza, como una estudiante obediente sentada en la primera fila del aula, revolviendo mi sopa pho mientras él lucía esa mirada salvaje que no le había visto en años. Mejor dicho, que no le había visto nunca.

Nos habíamos conocido en la Universidad de Georgetown, cuando él se sentó a mi lado en la clase de Historia Norteamericana desde 1865. Era una asignatura que nadie quería cursar, porque el profesor tenía fama de no dar nunca una calificación superior a un notable. Aunque Roger ya estaba en el último año, se había inscrito tarde en las asignaturas de aquel período, así que estaba obligado a asistir a esta. Como yo cursaba una especialización en ciencias políticas, era obligatoria para mí, y conseguiría el codiciado sobresaliente en mis calificaciones.

En aquellos días yo deambulaba por el campus con mi melena pelirroja peinada en una cola de caballo alta y flequillo al estilo Bettie Page, lucía unas gafas “ojo de gato” y llevaba siempre bajo el brazo un ejemplar del libro de Robert Caro El camino hacia el poder, uno de los muchos que este autor había escrito sobre Lyndon B. Johnson. A primera vista, Roger me resultaba irritante porque nunca parecía venir preparado a la clase, pero debió de percibir que podía cortejarme fácilmente mediante maniobras políticas. Aquel otoño, pronunció una arenga a mi favor en el concurso de la reina del reencuentro de estudiantes, con lo cual llenó fervorosamente las urnas de votos y consiguió que todo un rebaño de estudiantes votara por mí. Fue una maniobra digna de Lyndon B. Johnson, que sinceramente hizo que me sintiera halagada. Al final quedé en un respetable tercer lugar en el concurso, y Roger vio recompensados sus esfuerzos con una cita, que duró diez años.

Si cerraba los ojos, aún podía visualizar nuestra vida juntos: las madrugadas en las que, aún vestidos formalmente después de una cena de gala, tomábamos un desayuno de medianoche en Au Pied de Cochon, en la avenida Wisconsin; las cenas en 2Amys y en Pete’s, en Friendship Heights, en las que debatíamos sobre cuál de estos restaurantes hacía la mejor pizza; la compra de nuestra enorme casa antigua en Capitol Hill, que apenas podíamos pagar; los viajes a Charlottesville en el Jeep de Roger, escuchando la cinta Babe Rainbow de House of Love hasta que se gastó; y finalmente, su nerviosa propuesta de matrimonio entre las ruinas de Barboursville durante un intervalo de una representación de Noche de reyes, de Shakespeare.

Pero también habíamos pasado épocas malas. Roger y yo habíamos intentado durante varios años tener un hijo, sin éxito. Por mi parte, supongo que esto se convirtió en mi obsesión. Las dosis mensuales de Clomid se alojaban, con esperanza, en el frigorífico junto a los huevos (no se me escapaba la ironía). Nuestro matrimonio llevaba cinco años maravillosos y dos no tan geniales.

Pero la Colección Hanover y Sara lo cambiaron todo. Roger explicó que había llamado a su abogado, que este había preparado rápidamente el papeleo para acelerar el divorcio y que esperaba que dentro de treinta días ya pudiéramos presentarnos en el juzgado para “finalizar las cosas”. Le di un abrazo de despedida y volví a mi apartamento, me hice un ovillo en la cama y, con un criterio primitivo e infantil, deseé el mal para Sara —o la muerte—, ya no estoy segura de cuál de las dos cosas. Yo no quería “finalizar las cosas” con Roger. Quería que volviera. Quería que los dioses empataran esta partida. Ahora sé que fui descuidada al expresar mis deseos. Pero todos le hemos deseado la muerte a alguien en algún momento, ¿no? No lo decimos en serio.

Pasaron dos semanas antes de que Roger volviera a llamarme. Nuestras conversaciones ahora eran puramente transaccionales, así que supuse que me llamaba para decirme la fecha de la cita en el juzgado, que él tanto deseaba.

—No puedo encontrarme contigo mañana por lo de la casa —dijo—. Acaba de fallecer Johanna.

—Lo siento, Roger. —Hice una pausa—. ¿Conocemos a alguna Johanna?

—La madre de Sara —ladró—. Ha muerto.

Me di cuenta de que, efectivamente, “nosotros” no conocíamos a una Johanna.

Cuando las parejas se separan, tomas en cuenta cada detalle ínfimo que señala la distancia cada vez más grande que va surgiendo entre los dos: cambiar el café de la mañana por un té chai, ver a tu ex lucir una camiseta que sabes con certeza que jamás lavaste, o mencionar un nombre nuevo en una conversación. Roger ya tenía toda una agenda nueva llena de nombres de los que yo no sabía nada. Johanna era uno de esos; y ahora, por lo visto, había muerto.

Justo estaba aprendiendo a acostumbrarme a la vida sin él. En mis observaciones acerca de los divorcios, cuando hay otra parte (y Sara era, ciertamente, otra parte) tus amigos siempre te sueltan todos los detalles por lealtad. No saben aún si tu nuevo estado marital será permanente; de modo que, para no tomar partido por ninguno de los dos, brindan información en abundancia: nombres, lugares, automóviles, cantidad de veces que la han visto, descripciones exactas de su guardarropa y dónde se hace la manicura. Después, tan repentinamente como empezó, ese derroche de información cesa. Los mismos amigos desvían la vista y cambian de tema si la mencionas, porque ya han decidido que es hora de que sigas adelante y que esconderte los detalles contribuirá a que tu proceso de duelo se agilice. Pero lo que se consigue con esto, en realidad, es alejarte de todos. Mientras Roger divagaba sobre Johanna, se me ocurrió que estaba completamente sola.

A la semana siguiente, me crucé con Roger en el pasillo de la oficina de mi abogado, adonde él había ido para cambiar la titularidad del automóvil. Quedé alarmada por su aspecto físico. Parecía que se hubiera frotado la cara con un rallador de queso, uno viejo y oxidado. Tenía las manos cubiertas con varios vendajes ensangrentados. Me explicó que la ventana de la casa de Sara se había desplomado sobre él mientras la limpiaba. No me miró ni una sola vez mientras me susurraba lo que había pasado. No sé si porque estaba dolorido o porque ya me había mirado lo suficiente, pero me incomodó, por alguna razón que no pude identificar. Esa tarde llamé a nuestro amigo en común, Mickey, y le pregunté qué sabía. Fuimos a almorzar a Off The Record, en el hotel The Hay-Adams, y me pintó el panorama completo.

—Para empezar —dijo, inclinándose en un gesto conspirador—, la madre de Sara ha muerto en un accidente extraño, ahogada en un metro veinte de agua en una piscina, antes de su clase de aquagym. ¿Un metro veinte? ¿Quién se ahoga en tan poco? Quiero decir, en esa profundidad se puede hacer pie, ¿no? —Se encogió de hombros—. Después Sara, en pleno duelo, decide hacer una limpieza general de toda su maldita casa, incluidas las ventanas. ¡Uf! —Puso los ojos en blanco—. Parece ser que ha puesto ventanales nuevos del suelo al techo en su casa de estilo mid-century.

—Ya veo... —dije con un gesto de fastidio.

—Bueno, pues uno de esos fabulosos ventanales se les cayó encima a ella y a Roger. Podría haberlos matado. —Como si yo no hubiera entendido la gravedad de la situación, Mickey trazó teatralmente una línea imaginaria sobre su cuello—. Ya no hacen las ventanas como antes, supongo. —Después, bajó la voz y lanzó la bomba—: Sara le ha dicho que se vaya. Piensa que trae mal karma a la relación.

Tuve que admitir que estaba de acuerdo con ella. Algo en el universo estaba agitándose, pero no podía quitar de mi mente la idea de que había sido yo quien lo había hecho: primero Johanna, después el ventanal. Probablemente yo era narcisista y alucinaba. No podía controlar ese tipo de cosas en el universo. ¿O sí?

Y entonces me encontré con él, y lo confirmó todo.

Capítulo Tres

Helen LambertWashington D. C., 24 de mayo de 2012

Estaba a punto de hablar, pero Luke levantó un dedo para impedírmelo. Me volví y vi que el camarero estaba de pie justo detrás de mí.

—Tomaremos una botella de Château Haut-Brion —dijo Luke en un francés perfecto al camarero, que anotó el pedido y se fue—. Como estaba diciendo, tú me llamaste, pero después te retractaste... cambiaste de idea. No debería sorprenderme a estas alturas, en realidad. No eres una criatura vengativa. Nunca lo fuiste.

—¿De qué mierda estás hablando? —susurré.

Luke levantó una ceja.

—¿En serio, Pelirroja? —Rodeó la pequeña mesa que se interponía entre nosotros, y apartó un rizo de mi ojo—. Creo recordarte deseando algo bastante malo, mientras estabas hecha un ovillo en tu cama. —Respiró hondo—. Esperaba que me pidieras que lo matara a él, pero no lo hiciste. Habría disfrutado eso. Hasta ahora, Roger Lambert es aún más cretino que Billy Rapp, más estúpido y aburrido. ¿Por qué siempre es él, Pelirroja? Siempre. Supongo que no puedes evitarlo, ¿verdad?

—Por el amor de Dios, ¿de qué hablas? ¿Quién demonios es Billy Rapp?

Me miró como si estuviera tratando de decidir algo.

—No importa.

—Ahogaste a la madre de Sara —dije con voz ronca.

—No. —Me señaló con el dedo—. Técnicamente, lo hiciste tú.

Luke había pedido unos aperitivos; nos trajeron patatas fritas con parmesano y trufas. Él empezó a comer como si estuviésemos conversando informalmente sobre la banda de rock que acabábamos de ver o algo así, y no sobre matar a una mujer. Hizo una pausa hasta que el camarero se alejó.

—En serio, Helen, podrías tener un poco más de cuidado delante de los camareros. —Levantó una patata de la bandeja plateada y me señaló con ella antes de hundirla en la mayonesa—. Fuiste descuidada. Dijiste que querías... ¿cómo lo expresaste? —Fijó la vista en el techo—. Deseaste el mal para Sara.

—Dije que deseaba su muerte. —Como una niña enfurruñada, tomé un par de patatas fritas y me las metí enteras en la boca. Las mastiqué despacio, esperando demostrar así mi disgusto.

—No. —Meneó la cabeza—. Ciertamente no dijiste eso. —Tomó un sorbo de agua—. Si hubieras dicho eso, ella estaría muerta. Fin de la historia. Nunca recuerdas estas cosas, ¿verdad? Somos muy específicos en estas cuestiones. —Agitó una patata frita delante de mí.

—En ningún momento hablé de matar a su madre. —Me recliné hacia atrás y crucé los brazos con arrogancia.

—Repito. Dijiste: “Quiero el mal para Sara”. El mal puede ser cualquier cosa. No quieras jugar con esto, Pelirroja. En lo más profundo de tu ser lo sabes, seguro. —Extendió la mano como si estuviera mostrándome algo—. Si pides algo general, como carne blanca, podrías recibir gallina hervida o un pavo de Acción de Gracias, ¿tengo razón? Aquí, la precisión tiene una importancia clave —dijo señalándome enfáticamente... y luego, como un lunático de una película de clase B, cambió de tema—. Me gusta este lugar. —Su cara se iluminó—. Me recuerda a nosotros dos en 1938.

—Estás loco —dije bajando la voz.

Él me ignoró.

— En aquel entonces te llamabas Nora. Nora Wheeler.

Oír ese nombre de sus labios me sacudió, como si fuera una canción que hubiera escuchado mucho tiempo atrás, una que no hubiera vuelto a mi memoria pero que aún añorase. No quise admitirlo frente a él, por supuesto, pero el nombre de Nora Wheeler sí me era conocido. Tuve una extraña y urgente necesidad de corregirlo y decir: “No, has querido decir Norma”. Todo esto era una locura y mi cabeza era un lío. Calculé que le concedería cinco minutos más antes de inventar una excusa para ir al baño y escaparme por la puerta trasera. Mañana, le pediría cuentas a Mickey por esta cita infernal.

Luke continuó comiendo, mientras el camarero abría y servía el vino burdeos en su copa, luego en la mía, y dejaba la botella sobre la mesa.

—¿Puedo mostrarte una cosa después? —dijo Luke. Levantó su copa y bebió sin probar el vino antes, ni hacerlo girar, ni olerlo, como si no hubiera nada que pudiera deleitarlo.

Comimos en silencio y luego Luke insistió en pagar la cuenta. Una vez fuera del Sofitel, pedimos un taxi, pero me detuve antes de subir.

—Tomaré el próximo —dije. El portero del hotel ya tenía otro coche esperando detrás.

Luke se encogió de hombros.

—Encontrémonos en la avenida Maine. En el edificio de la Colección Hanover.

—No puedo ir allí. Mi ex es...

—Roger Lambert... ¿Crees que no lo sé? —Meneó la cabeza y subió a su taxi—. Cielos, Pelirroja, a veces... —oí que murmuraba.

Era mi oportunidad de huir. Subí al taxi y le dije al conductor que se dirigiera hacia mi apartamento, ubicado en la calle East Capitol. Pero mientras bajábamos por la avenida New York y dejábamos atrás el Museo de las Mujeres en el Arte, empezó a aguijonearme la curiosidad. Para ser sincera, Luke empezaba a ponerme nerviosa, con esa incomodidad que se siente antes del deseo. A pesar de todas las locuras que había dicho, había algo reconfortante en él. Desde mi divorcio, me sentía como si hubiese estado aguantando la respiración. Me descubrí exhalando por primera vez en un año. Me incliné hacia el asiento delantero y le indiqué al conductor que cambiara de rumbo. Minutos después, el taxi me dejó en la entrada de la avenida Maine, donde encontré a Luke apoyado contra una pared, fumando un cigarrillo.

—Me imaginé que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que aparecieras.

—Tienes quince minutos. —Crucé las manos delante del cuerpo—. Impresióname.

Esperaba que nos echaran. Estábamos en el museo fuera de horario, pero Luke se adelantó y cruzó la puerta como si trabajara allí... no: como si fuera el dueño del edificio. El personal lo saludó con demasiada amabilidad cuando pasamos por los detectores de metales: “Bienvenido, señor Varner”. Me sorprendió, porque mientras Roger y yo estuvimos casados nunca habíamos acudido allí fuera de horario. De hecho, me detuve en el vestíbulo y me pregunté cómo demonios nos habían dejado entrar a aquellas horas; sin embargo, el personal de seguridad del turno de noche parecía encantado de atender a Luke.

El edificio ocupaba toda una manzana que miraba hacia el río, y tenía tres pisos. Por lo general, yo daba vueltas por las salas, y me perdía en la sección de pintores flamencos. Luke Varner, en cambio, no necesitó un mapa para abrirse camino, como si se moviera en un juego de Pac-man, y ni una sola vez se volvió para comprobar si yo lo seguía. Sabía que lo haría.

—Odio este lugar. —Mi voz sonó como la de una niña en una excursión escolar obligatoria. De verdad odiaba aquella monstruosidad de cristal y mármol.

—¿Por qué? —preguntó Luke mirando al suelo resbaladizo, recientemente abrillantado, sobre el que rechinaban sus botas. Su voz hizo eco en el pasillo.

¿Por qué? Era una pregunta que me había hecho mil veces. Supongo que culpaba a la Colección Hanover, más que a Sara, más que a nuestros problemas de infertilidad, del fin de mi matrimonio. La creación y el cuidado de este museo habían sido una herida abierta entre Roger y yo durante varios años. Yo me había opuesto a trasladar la colección allí, y le había insistido para que la mantuviera en su hogar original. Él, por su parte, pensaba que las antiguas salas eran demasiado pequeñas para exhibir “sus obras maestras”, y decía que necesitaba “rechazar la nostalgia”. Había llegado a obsesionarse con la idea de un museo grande, vacío de todo, para que las pinturas antiguas fueran la nota disonante en un espacio de exhibición nuevo y estéril. Roger parecía poseído cuando decía que quería más espacio para expandirse. Cuando se enteró de que yo no estaba de acuerdo con él, dejó de hablarme de la mudanza y ya no me mostró los planos. Sara, por otro lado, pensaba que el traslado a la avenida Maine era una idea brillante. Su nombre empezó a asomar en nuestras conversaciones con más frecuencia. A ella le gustaba el terreno que habían reservado, después le gustaron los planos y el mármol. Sara no tardó en ser quien lo acompañase en las ceremonias de inauguración de las salas y en los recorridos por las áreas aún en construcción.

—¡Este museo arruinó mi matrimonio! —le grité—. Era como la otra mujer. —Me detuve y reconsideré lo que acababa de admitir en voz alta—. Hasta que hubo otra mujer, por supuesto.

—Apuesto a que eso fue peor, ¿no? —dijo, y siguió caminando y rodeando las salas.

—Idiota —murmuré sin aliento, pero corrí para alcanzarlo.

—Voy a hacer como que no te he oído —dijo.

La joya de la corona del museo de Roger era la exhibición de Auguste Marchant, que se había completado hacía poco. Era la colección más grande del mundo de pinturas de este artista, incluidas las de su Francia natal. Desde que lo conocí, Roger había coleccionado fervorosamente los cuadros de Marchant; había comenzado cuando se exhibían en museos de segunda categoría y se podían conseguir por poco dinero. Veía algo en la servil devoción de Marchant por los desnudos femeninos que yo nunca vi. La calidad de su trabajo era casi fotográfica, pero sus impecables representaciones estaban tan pulidas que carecían de sexualidad. Demonios, Roger y yo nos habíamos parado delante de esas ninfas desnudas miles de veces, y para mí una silla de diseño Eames seguía siendo más sexy. Esas ninfas y campesinas parecían talladas en piedra y trasladadas directamente al lienzo en tonos apagados de rosa, verde y azul. Cuando los impresionistas, como Manet, Matisse y Degas, empezaron a usar a prostitutas y alcohólicos como modelos, comenzó a mostrarse por primera vez el París auténtico, y la técnica de Marchant resultó todavía más anticuada. Un rival especialmente cruel dijo que sus pinturas eran “tan relevantes como las cortinas”. Por supuesto, el hecho de que Marchant, en sus últimos años, se hubiera ganado holgadamente la vida diseñando los salones de sus mecenas adinerados contribuyó a que se lo considerase una reliquia entre sus contemporáneos. A Marchant no lo trataron bien los libros de historia, quizá por haber sido una rareza: un artista que se hizo rico en vida. Por eso, Roger fue astuto al ir haciendo acopio de obras suyas por poco dinero. Siempre fui escéptica respecto de su auténtico valor. Los marcos demasiado grandes y pesados me recordaban a los cuadros banales que decoran los vestíbulos de los hoteles.

En el piso de abajo, guardados bajo llave en un sótano, se exhibían los atriles, las pinturas y los pinceles de Marchant; todos esos elementos los había vendido la nieta del artista, porque había necesitado dinero a lo largo de los años. Roger había coleccionado pacientemente todos esos objetos cada vez que se le presentó la oportunidad.

Luke se detuvo ante una pintura de gran tamaño, que iba desde el suelo hasta el techo y en la que yo jamás había reparado. En ella, una muchacha de no más de dieciséis años, de cabello largo y de color castaño rojizo, miraba fijamente hacia nosotros, de pie sobre un escalón. El pelo de la joven se fundía con su vestido, en tonos de verde y castaño parduscos, el cual estaba muy usado y con poco lavado. Iba descalza y tenía los brazos extendidos frente a sí, pero su piel brillaba, rosada y suave como la de un querubín. La pintura era tan realista que la muchacha daba la impresión de que fuera a salirse del marco y pisar el suelo de mármol que estaba debajo. La modelo tenía articulaciones muy flexibles: su codo estaba torcido casi al revés. Noté ese detalle de inmediato, porque mis brazos también son así.

—¿Y bien? —dijo Luke, que estaba de pie frente a la pintura con las manos en los bolsillos. Noté que su pelo, de color rubio oscuro, empezaba a rizarse por la humedad de Washington a pesar de haberse puesto una cantidad considerable de gel.

—Es bonito —comenté, y escarbé un pedacito de esmalte de una uña, que se me estaba desprendiendo.

Luke rio y se llevó una mano a la cara, exasperado.

—¿En serio?¿Eso es todo lo que tienes que decir sobre esta pintura? ¿Esta pintura? —Se volvió y fue hacia el banco situado en el centro de la sala. Se sentó como un adolescente fastidiado.

Levanté la vista hacia la muchacha del lienzo.

—Acabo de decir que es bonito, pero tienes que saber que Marchant nunca me ha impresionado demasiado. Era un motivo de aspereza entre Roger y yo. —Me encogí de hombros. Giré hacia Luke y mis botas produjeron un pequeño chirrido en el suelo. Unas horas antes me sentía complacida con mi atuendo, una falda corta negra y botas, pero ahora me parecía un disfraz. Casi podía sentir la tela suave y desgastada del vestido de la muchacha, y me entraron ganas de envolverme en él.

—Oh, eso es precioso, incluso poético. Marchant no te impresiona demasiado. He estado vidas enteras esperando eso... vidas enteras. —Meneó la cabeza y se pasó las manos por el pelo; parecía un maestro frustrado por un alumno estúpido—. Eres tú—agregó, señalando la pintura como si yo fuera boba—. ¿No lo ves?

Ojalá le hubiera dicho algo increíblemente profundo en aquel momento, pero no lo hice. En cambio, ladeé la cabeza, volví a mirar la pintura y dije:

—¿Qué? —Me acerqué a la placa con las manos apoyadas en las caderas y leí: “Muchacha en el escalón (descalza), 1896”. Después, me incliné hacia abajo e hice algo extraño, algo que nunca había hecho antes, algo que ni siquiera sabía que sabía hacer. Examiné las pinceladas. Desde ese ángulo, desde arriba, pude apreciar el espesor de la pintura, las capas, los esfumados, y comprendí íntimamente cómo había sido creado el cuadro. A medida que me enderezaba, no supe qué me había impulsado a estudiar aquel lienzo de semejante manera. Fui hacia el banco y me senté junto a Luke. Me incliné y, en un susurro, agregué—: Ahí dice que fue pintada en 1896.

Luke se levantó. Paseándose frente a mí, alzó un dedo en un gesto que indicaba que se le había ocurrido algo. Volvió a acercarse a mí y se inclinó, y sus ojos se encontraron con los míos. El aliento le olía a vino, junto con algo que recordaba vagamente a colonia y que me impactó de un modo placentero.

—De hecho, fue pintada en 1895. La información de la placa no es exacta. Usa un poquito tu imaginación, ¿quieres? Vamos. ¡Mírala! Mírala en serio. ¡Trata de recordar!

La observé desde el banco. La chica de la pintura me miraba fijamente. Llevaba el pelo recogido en una sencilla cola de caballo; algunos mechones estaban sueltos y le enmarcaban el rostro. Me recordó a mí a los trece años, antes de la ortodoncia, de la cirugía que reparó mi nariz rota y del vibrante color cobrizo de mi pelo que reemplazó mi castaño natural. Su cabellera era magnífica y rebelde. Cuanto más la miraba, más tenía la sensación de que había hecho muchos esfuerzos para no parecerme a ella. Sus ojos eran tristes y dolientes.

—Parece muy desdichada.

—Eras muy desdichada. —Luke parecía resignarse al hecho de que yo no le creyera.

Me levanté y me alisé la falda. Quería hacer algo con las manos, así que recogí una pelusa imaginaria.

—Ha sido una cita muy interesante, señor Varner. Realmente interesante. —Le sonreí.

Salí de la sala y luego del edificio Hanover; el ruido de mis tacones hizo eco en el museo vacío. Luke no me siguió.

Cuando volví a mi apartamento, me di cuenta de que algunas de las cosas que me había dicho Luke me habían causado una fuerte impresión. No era que le creyera, pero... Las cosas que él sabía sobre Sara y Roger eran inquietantes. Supongo que podría haberlas averiguado por Mickey, pero yo no creía que hubiera sido así. Este hombre parecía conocer íntimamente mis pensamientos.

Aquella noche, el sueño llegó enseguida. Sentía las extremidades pesadas y soñé con Francia: sembradíos y praderas, girasoles y casas de piedra, pozos de agua con cubetas y fríos suelos de piedra caliza en colores amarillos y verdes que no creía haber visto jamás en mi vida de vigilia. Profundos verdes esmeralda del bosque, verdes más azulados de los arbustos y el verde lima intenso de la hierba en verano.

La hierba parecía tan real que tuve la sensación de que podía extender la mano y tocarla.

Capítulo Cuatro

Juliet LaCompteChallans, Francia, 1895

Aquella mañana de junio resultó sorprendentemente cálida cuando Juliet pisó el porche de piedra esperando encontrarlo frío bajo sus pies. En cambio, sintió calor en los dedos y saltó otra vez hacia el interior de la cocina. Su madre levantó la vista y frunció el ceño antes de continuar fregando la olla.

—Apresúrate. No des vueltas.

Juliet pisó ligeramente el porche, y esta vez no lo sintió tan caliente. Observó a su madre y después echó a correr escalones abajo hacia el prado tibio y húmedo. La lluvia de la noche anterior todavía se aferraba a la hierba y crujía bajo sus pies, como si estuviera retorciendo cada brizna con su propio peso. Sujetó con cuidado la cubeta mientras corría para que no se le cayera. Su camino hacia el pozo de agua pasaba por la casa de monsieur Marchant. Se detuvo frente al muro de piedra y se puso de puntillas. Aunque este año estaba más alta, aún no alcanzaba a ver por encima de la cerca. Contempló la cubeta por un instante; luego la puso en el suelo boca abajo y se subió encima para espiar mejor la propiedad. La ventana estaba abierta y una cortina blanca ondeaba hacia el pequeño jardín. Entonces los rumores eran ciertos: Marchant había regresado.

—Cielos, niña, te caerás y te matarás. Si quieres entrar, simplemente cruza el portón.

Sobresaltada, Juliet perdió el equilibrio y tropezó con la cubeta.

—Lo siento, señor. —Se miró los pies. Él los había dibujado muy bien el año anterior. Levantó la vista y notó que él la observaba fijamente.

—Caramba... Has crecido desde el verano pasado.

Juliet se inclinó rápidamente para salir corriendo. No entendía por qué se sentía como una extraña ante el hombre que el año anterior había sido tan amable con ella y la había pintado decenas de veces. Él vestía una camisa blanca almidonada y pantalones color café. Esas eran sus ropas para el campo, pensó Juliet, no las prendas que lucía en los salones de París. Vio que la observaba un instante más.

—Me preguntaba, señor... —Levantó la vista. Él se había dejado crecer la barba en el invierno, y la tenía casi totalmente gris. Su pelo, de color pajizo, también había empezado a encanecer y le caía suelto alrededor de la cara, como si se hubiera olvidado de cortarlo o peinarlo—. Solo quería darle la bienvenida este verano.

—Quizá te apetezca venir mañana por la mañana, joven Juliet. Dile a tu madre que le pagaré otra vez por tus servicios. —Se volvió y echó a andar hacia el portón.

Juliet vio que sacaba una pipa del bolsillo del pantalón y la llenaba con tabaco. Después bajó la vista y reparó en su vestido de algodón, en lo sucio que estaba y en cómo se había mostrado ante él. El dobladillo estaba empastado con lodo, por perseguir a las gallinas, y sus senos abultaban el delgado algodón con la falta de pudor de una niña. Cruzó los brazos. Estaba a punto de cumplir dieciséis años, ya no era una niña.

Lo vio doblar la esquina y destrabar el portón, resoplando en su pipa, sin dirigirle una segunda mirada.

Cogió la cubeta y echó a correr por la suave colina verde hacia el pozo. Movió la bomba con rapidez. Le había llevado años llegar a hacerla funcionar sin tener que cargar todo su peso sobre ella. El agua estaba limpia, así que supuso que alguno de los sirvientes de los Busson habría estado allí más temprano y habría eliminado el agua estancada. Enjuagó la cubeta y la llenó hasta el tope. Ir a buscar el agua era la tarea que le tocaba hacer a ella cada mañana. Su hermana Delphine, de nueve años, no podía cargar con tanto peso. El metal del asa le cortaba las manos, así que bajó la colina trotando deprisa, pasándola de la mano izquierda a la derecha. Era capaz de dar 102 pasos antes de tener que cambiarla de mano, bastantes más que los 54 que aguantaba cuando empezó a contar. Se detuvo frente al portón de los Marchant y observó la casa. No lo vio a él, pero sí a madame Marchant, que salía al porche con un vestido azul de algodón y su vientre hinchado por el embarazo. Se apresuró a tomar el sendero de regreso a casa.

Apoyó suavemente la cubeta sobre la mesa, orgullosa de no haber derramado ni una gota. Peinó hacia atrás los largos rizos rojos que ahora rodeaban, sudorosos, su frente. Eligió cuidadosamente las palabras. Su madre estaba picando zanahorias y puerros.

—Monsieur Marchant ha vuelto este verano.

—Ya me he enterado —dijo su madre con el ceño fruncido. Se apartó un mechón de pelo oscuro con el antebrazo.

En otra época, suponía Juliet, su madre debió de ser muy hermosa, pero tres hijos vivos y uno muerto se habían cobrado su precio. Sus ojos azules estaban enmarcados por bolsas oscuras, a causa de las noches sin dormir, y la ropa le colgaba de su figura esquelética. A Juliet la sorprendió ver a su madre dentro de casa en un día como aquel. Normalmente estaría fuera, ocupándose del jardín, que consistía principalmente en hierbas aromáticas —romero, nuez moscada, lavanda, albahaca—, pero también otras plantas más exóticas: acacia, ginseng, hibisco, helenio y artemisa. A pesar de que sus dedos bronceados estaban casi en carne viva de tanto fregar, ella tenía una sutil elegancia que insinuaba que en otra época había sido diferente. Aunque nunca había visto una, Juliet imaginaba que su madre tenía el porte de una gran bailarina de ballet. Había una historia anterior entre sus padres que ahora solo se contaba con miradas de soslayo y susurros.

Durante el día, su madre recorría los surcos de su jardín examinando las plantas, de manera no muy diferente de una granjera. Así como el padre inspeccionaba sus maíces en busca de problemas con la cosecha, como escasez de agua o signos de una plaga, la madre tocaba delicadamente cada planta que parecía no prosperar, con la misma intimidad con que un médico examina a su paciente.

Después de secar las hierbas aromáticas con papel durante una quincena, su madre las almacenaba. Vendía estas hierbas en forma de pasta o de aceite al boticario del pueblo. Por las noches, con frecuencia llegaban mujeres a la casa LaCompte y llamaban suavemente a la gran puerta de madera. Durante esas visitas, que en general acompañaban la luna llena, su madre las enviaba a ella y a su hermana al piso de arriba, pero ambas se quedaban sentadas en silencio en las escaleras y miraban cómo ella acompañaba a la visitante a la cocina, sacaba varias botellas de hierbas secas y aceites y hablaba en un tono reconfortante. Las historias eran siempre las mismas: una anciana enferma de dolor por un marido descarriado, una mujer malvada, una cosecha arruinada. Las más jóvenes se preocupaban cuando sangraban... o cuando no sangraban, según el caso. Siempre había un aire de urgencia en esas visitas nocturnas, sus cuerpos apestaban a sudor y sangre, sus uñas y pies estaban sucios. La madre de Juliet sabía cuál era exactamente la mezcla que haría que todo volviera a la normalidad para esas mujeres rotas.

Cuando iban al pueblo, Juliet notaba que las mujeres se apartaban de su madre para dejarla pasar, asentían con la cabeza en señal de deferencia o le ofrecían una canasta con verduras de temporada. Una mujer que recordaba de la noche anterior le traía un conejo envuelto en papel como ofrenda al día siguiente. Como la granja no era tan productiva como podría ser, Juliet sabía que la magia que hacía su madre por las noches daba de comer a la familia, sobre todo durante el invierno; pero también había riesgos. En Challans había lugares en los que su madre no hacía compras. Más de una vez, Juliet había oído a alguien gritarle sorcière a su madre cuando pasaban. No entendía por qué podrían ser peligrosas las hierbas en el campo, pero había oído hablar de otras sorcières que habían sido acusadas de “asesinato” cuando sus conjuros fallaron intentando resolver problemas médicos. Las sorcières acusadas eran arrastradas por la calle, atadas a un poste y quemadas vivas.

Una vez Juliet incluso oyó a su padre contarle a su madre, con voz febril, el caso de una joven bruja que fue obligada a sentarse desnuda sobre carbones ardientes hasta que la gente del pueblo tuvo la seguridad de que ya no podría volver a “fornicar con el diablo”.

Como su estabilidad económica era frágil, Juliet supo lo que tenía que decir y cómo:

—Marchant dice que te pagará otra vez si puedo posar para él.

—¿Eso ha dicho? —Su madre se secó las manos con el delantal.

—Y que podría ir mañana por la mañana.

Juliet caminó hacia ella y tomó una zanahoria y un tallo de puerro que su madre había descartado, intentando mostrarse solícita y ayudarla.

—No creo que sea apropiado que una muchacha de tu edad pose para él. Era distinto cuando eras pequeña, pero ahora pienso que no estaría bien visto. Los Busson podrían hacerse ideas equivocadas.

Juliet se estremeció ante esta frase. Durante el invierno, sus padres habían elegido al hijo mayor de los Busson, Michel, para ella. El muchacho, de diecisiete años, era delgado, pálido y pelirrojo. Juliet no podía imaginar una pareja peor, pero los padres de él eran los propietarios de la tierra que sus padres trabajaban. Que los Busson hubieran siquiera considerado la posibilidad de emparejarlos había sido sorprendente, teniendo en cuenta la baja posición de los LaCompte. Juliet debió de poner mala cara, porque su madre la aferró por la barbilla para que la mirara. Tenía las manos tibias y húmedas.

—No está bien visto. Vas a casarte con Michel Busson el año que viene —dijo con firmeza—. Ayúdame a limpiar las patatas que tu padre trajo anoche.

Juliet observó las patatas, apiladas como piedras junto a la ventana. Fue hacia ellas; al pasar por la puerta abierta sintió la brisa soplar a través de su vestido y entre sus piernas. Tomó un paño de la cocina, puso un poco de agua de la cubeta en un cuenco más pequeño y empezó a quitar la tierra de las patatas. Se volvió para mirar a su madre, con su vestido verde sucio por el trabajo. Pensó en madame Marchant y su prístino vestido azul.

—¿Has ido alguna vez a París? —Con el rabillo del ojo, notó que su madre palidecía al oírla.

—Esa es una pregunta extraña.

—¿Por qué? —Sentía cada vez más interés por la vida en la ciudad. Le gustaba sentir la hierba y la tierra entre sus dedos desnudos y la vida tranquila que llevaba aquí, pero empezaba a creer que estaba perdiéndose algo o que estaba destinada a algo más que a casarse con el desgarbado Michel Busson y pasar la vida sacando agua del pozo. Su madre se comportaba misteriosamente respecto de su pasado, de cómo era su vida antes de conocer a su padre. Mientras que conocía a todos los integrantes de su familia paterna —su abuela, que aún vivía, su tío y sus primos—, no conocía a nadie del lado de su madre, ni vivo ni muerto. Era como si su mamá hubiese emergido de una ostra, como la pintura que le había visto pintar a Marchant el verano anterior.

—Viví en París hace mucho tiempo —dijo su madre. Luego cogió una cebolla y empezó a cortarla en rodajas con movimientos firmes.

—Nunca me lo has contado. —Juliet no esperaba que respondiera, y ciertamente no esperaba la respuesta que obtuvo—. ¿Te gustó?

—No, en realidad no. Es un lugar duro. No te gustaría. Confía en mí. Michel Busson heredará la granja de su padre. Aquí tendrás una buena vida, una vida segura. No tendrás que preocuparte nunca por el hambre ni el frío. París es un lugar difícil, está lleno de embaucadores y charlatanes. Este pintor... —Meneó la cabeza—. No te hagas ilusiones, Juliet. Nada bueno puede salir de ello.

—No quiero una vida segura. Quiero ir a París.

Juliet aún trazaba círculos con el paño en un intento a medias de limpiar la patata y buscar el sentido a las palabras de su madre, cuando oyó que llamaban a la puerta. Se volvió y vio a Auguste Marchant en el umbral. Se había puesto una chaqueta parda para la ocasión.

—Eso es porque nunca has conocido nada excepto una vida segura. No puedes imaginarte el sufrimiento que... —Su madre iba a decir algo más, pero al levantar la vista lo vio. No pareció sorprendida—. Monsieur Marchant —dijo, y fue con cansancio hacia la puerta, secándose las manos en la falda. Luego se cruzó de brazos—. Si necesita la ayuda de mi marido, está en el campo. Llegará al atardecer.

Las mujeres que llegaban a la casa en medio de la noche, envueltas en sus capas, pálidas, temblorosas y despertando a toda la familia, recibían un trato más hospitalario que el que estaba recibiendo monsieur Marchant.

—¿Me permite pasar? —preguntó él y dudó un instante, pero no esperó la respuesta para entrar en la cocina—. Ah, joven Juliet.

Juliet vio que su madre fruncía el ceño detrás de él.

—Me he dado cuenta de que esta mañana no he sido muy cortés con la joven Juliet. —Miró las verduras que había en la mesa y luego fijó la vista alternativamente en las dos silenciosas mujeres—. Le he pedido que viniera mañana temprano a posar para una serie de retratos que estoy haciendo. Me temo que fue grosero de mi parte no haber venido primero aquí a hablar con usted. Muy inapropiado —agregó, gesticulando al hablar.

Juliet observó que tenía manchas de pintura en los dedos y en las uñas. Se volvió, mirando hacia la ventana, y sonrió.

—Aprecio que haya venido, monsieur Marchant, y admiramos el hermoso trabajo que hizo el verano pasado con Juliet.

—Aún tiene la pintura, ¿verdad?

—Sí —dijo su madre. Parecía distraída.

Marchant se inclinó hacia ella, como si se preparara para el rechazo que estaba a punto de recibir por su oferta, pero su madre lo interrumpió antes de que empezara a hablar.

—Mi hija se casará el año próximo, cuando cumpla diecisiete, y me preocupa qué pensaría de esto la familia del muchacho. Usted lo comprende, por supuesto...

—Oh, claro que sí, señora LaCompte. Comprendo la impresión que causaría... a la familia del muchacho. —Se llevó los dedos al mentón y se acarició la barba—. Verá, la serie nueva en la que estoy trabajando incluye niños. Recién nacidos. Recuerdo, del verano pasado, que usted tiene también un pequeño...

—Así es. Marcel. Va a cumplir tres años.

Juliet sintió que su alegría la abandonaba. Monsieur Marchant no había venido por ella. Todo este espectáculo era por Marcel. La sorprendió lo desilusionada que se sintió con esta revelación.

—Espléndido —dijo él, y metió las manos en los bolsillos—. Estoy pensando en una serie de retratos de una mujer con un niño pequeño. Por supuesto, le pagaré por la colaboración de sus dos hijos. ¿Digamos, el doble del precio del año pasado por cada sesión?

Su madre se quedó muda ante la oferta.

—Por supuesto, el tiempo que su hija y su pequeño pasen conmigo juntos no se verá inapropiado en absoluto.

—Yo... Tendré que consultarlo con mi marido, claro.

Juliet sabía, desde el año anterior, que el precio que pagaba Marchant por tenerla un día a su servicio era más de lo que la familia ganaba en una semana de trabajo duro en el campo. Lo que ganarían ella y Marcel juntos sería demasiado para que su padre lo rechazara. Al menos, eso esperaba ella. Marchant hizo una ligera reverencia y salió caminando hacia la galería. Juliet empezó a hablar, pero su madre levantó la mano para callarla.

—Silencio. No necesito tu opinión sobre este asunto.

—Pero ahora son cien francos de oro por sesión. Es mucho más de lo que tú ganas al día en el mercado.

—Ya sé lo que monsieur Marchant nos ofreció el año pasado.

—¿Quién sabe? Tal vez mi retrato termine colgado en la pared de algún salón de París.

Su madre pareció afligirse ante la idea.

—No quiero que poses para cuadros. No quiero que te consideren la... —No se atrevió a terminar la frase.

—¿La qué?

—La prostituta de un artista, Juliet. —Apoyó los brazos en la mesa y bajó la vista—. Aún eres muy joven, pero si estás a punto de casarte deberás aprender estas cosas. —Volvió a la tarea de picar las zanahorias y echarlas en la olla vacía. Suspiró y miró hacia la ventana—. No tienes ni idea. Ni idea de lo que podría costarnos a todos nosotros.

Capítulo Cinco

Helen LambertWashington D. C., 25 de mayo de 2012

Me desperté saciada, como si hubiera practicado sexo toda la noche. ¿Había tenido un sueño lúcido? He oído hablar de esas cosas, pero nunca me había pasado. Miré a mi alrededor, en el dormitorio, y presté atención a lo que me rodeaba. Desde el edredón grueso hasta el teléfono que descansaba junto a mi cama, todo indicaba que aún estaba en 2012. Y, sin embargo, había sido como correr una cortina que me hubiera desvelado otra época. Y la chica... era exactamente la misma de la pintura de Marchant, Muchacha en el escalón. Había sido un sueño, pero lo había sentido más bien como una transferencia de recuerdos. No solo había visto a esa chica, Juliet. No. Había sentido todos sus recuerdos tempranos. Conocía la sensación de la piedra que raspó sus rodillas cuando se cayó a los cinco años. Sentía la cuerda que colgaba del roble en el patio y que usaba de columpio. En mi sueño, me había convertido en esa muchacha. Incluso pensar que Marchant vivía en la casa de al lado me aceleraba el pulso. Oí un coche en la calle y me di cuenta de que todo aquello era imposible.

Quiso la suerte que me encontrara con Mickey en nuestro Starbucks de Georgetown. Él era el editor de las secciones Decoración y Estilo de Vida en In Frame.

—Estás fantástica —exclamó—. Entonces... Luke Varner... ¿verdad que es un encanto, dentro de ese estilo de hombre aburrido que te gusta? Como si el actor Steve McQueen hubiera sido contable.

Mickey estaba saliendo con un tipo idéntico a Dwayne Johnson, la “Roca”. Antes de él, había pasado por una etapa Benicio del Toro. No es que yo realmente pensara que sus conquistas eran iguales que aquellos famosos en cuestión —generalmente eran más gordos, más bajos o más viejos que sus versiones cinematográficas—, pero Mickey estaba convencido de que sí. Después de que el sexo con ellos se enfriaba, pasaba a otra fase. En el último año había tenido una fase Barýshnikov, una fase Peter O’Toole en Lawrence de Arabia y luego una fase Roger Moore en El Santo.

—Me fui a dormir temprano —respondí sin mirarlo, mientras vertía demasiada crema en mi café y le iba dando un tono caramelo claro.

Él se acercó y se puso a mi lado ante el mostrador.

—Oh —replicó, decepcionado—. ¿No te gustó?

—Era interesante —dije, y tomé un sorbo de mi bebida. Estaba muy caliente, así que la sostuve con cuidado.

—Uuuh... Interesante nunca es bueno. —Su melena cortada en ángulo, al estilo bob, se balanceó como una ola cuando negó con la cabeza.

—¿Dónde lo conociste? ¿Y por qué es rico?

—Es nuevo en la ciudad y acaba de comprarse una casa cerca de Foxhall. Es fabulosa, por lo que me han dicho, aunque no la he visto. A él lo conocí en la inauguración de una galería de arte y le sugerí que tú podrías mostrarle la ciudad. —Rio por lo bajo—. Si no te ha gustado, aunque yo pensé que sí te gustaría, al menos consigue de él un buen artículo para el número de otoño de Decoración. Es marchante de arte, de ahí viene su fortuna.

—No le contaste nada sobre la muerte de la madre de Sara y esas cosas, ¿no?

Mickey se mostró intrigado.

—¿Eh? No, ¿por qué?