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Patricia está enfadada con su madre y con el mundo. ¿Y quién no lo estaría? Tras el divorcio de sus padres se ve obligada a trasladarse con Martina, su madre, a un pueblo de la sierra, lejos de la ciudad, de su ambiente y de sus amigos. No alcanza a comprender semejante capricho. Son muchos los retos a los que tiene que enfrentarse: un nuevo instituto, la lejanía de sus compañeros y un don que desconoce tener y que se manifiesta nada más llegar a su nuevo hogar. Su vida queda trastocada al verse inmersa en un tétrico misterio que deberá resolver. Aunque no esté preparada. Una extraña en la madriguera es una novela dirigida al público juvenil, llena de misterio e intriga, donde los personajes se enfrentan a situaciones extraordinarias e inquietantes.
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Seitenzahl: 430
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Hace quince minutos dejaron la autovía. También quedó atrás la luz macilenta de la tarde, con un sol anaranjado y ancho que termina de ocultarse tras las montañas desnudas y hunde la temperatura exterior a menos de diez grados sobre cero. Martina vuelve a mirar por el espejo retrovisor, donde el crepúsculo apaga el cielo con licuados tonos naranjas y ocres. Su hija continúa en la misma posición que la última vez que le echó el ojo: inmóvil en el asiento trasero, cabizbaja, enfrascada en el teléfono y con los labios apretados desde que salieron de Elche, hace ya más de una hora.
—¿Todo bien por ahí, tesoro? —le dice y acompaña la pregunta con una sonrisa.
Pero es inútil. La niña ni siquiera la mira. Patricia lleva los auriculares puestos y conectados al teléfono móvil. La luz de la pantalla, a menos de un palmo, le ilumina la cara y hace que su piel, ya de por sí pálida, parezca porcelana.
La madre vuelve la vista hacia la carretera, se sube las gafas y achica los ojos para enfocar mejor. La luna se esconde tras unas nubes densas y, si no fuera por los faros del coche, un BMW X3 que desde ahora no puede permitirse, apenas se vería. Hace frío y aún quedan por el estrecho arcén restos de nieve que no se ha derretido y que forman siniestras estatuas amorfas. Levanta el pie del acelerador unos milímetros, pues, a pesar del esmero de las quitanieves, la carretera comarcal tiene una delgada capa de hielo que lanza destellos al paso del vehículo y Martina no quiere acabar patinando y teniendo un accidente.
Para concentrarse, conduce desde hace ya rato con la radio apagada, en silencio, escuchando de fondo el ritmo de la música a través de los auriculares de su hija mezclado con el rumor de las ruedas sobre la carretera. Siempre le dice que no se ponga el volumen tan alto, porque se dañará los oídos, pero Patricia no hace caso. Está en esa edad en la que desobedecer cualquier orden es una cuestión de identidad.
La niña pulsa dos veces el botón de inicio de su iPhone y entra en Spotify para cambiar la canción. La siguiente también es de Bruno Mars. Luego regresa a Instagram y sigue pasando fotos, revisando notificaciones atrasadas, viendo vídeos sin audio. Han comido en casa de la abuela materna, como casi todos los domingos, y entonces, mientras iba y venía de la cocina con los platos sucios, su madre se lo soltó. Como quien dice que ha empezado a llover o que los anuncios ya han terminado. Y, lo peor, con esa misma sonrisa forzada que hace unos segundos le mandó por el espejo retrovisor.
«Llegó el momento; hoy nos vamos».
Patricia sabía muy bien a qué se refería, pero había optado por pensar que todo era una broma, una especie de amenaza que nunca se cumpliría, el aviso de bomba con el que alguien siempre bromea en clase antes de un examen difícil, pero que luego no realiza por miedo a las represalias. Confiaba en que todo fuera una especie de chiste de mal gusto. Por eso la odia. Por eso ni siquiera la mira. Y por eso también, desde que hace cuatro meses su madre la sentara en el sofá del salón para decirle que se fuera mentalizando de que, antes o después, tendrían que irse de allí (así lo dijo: «allí», como si las palabras casa u hogar se hubieran esfumado de su vocabulario), Patricia ha ido borrando la sonrisa de su cara. Poco a poco. Hasta que hoy no es más que una simple mueca fría, un recuerdo envejecido que incluso le parece ajeno. Se encuentra en Instagram con alguna fotografía de esa época en la que salen ella y sus amigas sonriendo a la cámara, apartándose mechones de la frente y guiñando un ojo al ciberespacio, en varias todavía con el horrible uniforme del colegio, y le cuesta reconocerse. A pesar de su distintivo particular: el hecho de tener un ojo de color azul y el otro verdoso.
En aquellos días era feliz. Eran una familia. Ahora todo se ha desmoronado como un castillo de naipes. Su madre pidió el divorcio, su padre está en la cárcel por un lío del banco que arreglaría enseguida (o eso le dijo él, aunque ya va para cuatro meses) y las dos acaban de salir huyendo hacia la otra punta de la provincia.
—La zona te encantará, Patricia —le había dicho su madre—. Ya lo verás.
Solo lleva una maleta. El resto de sus cosas vendrán con un camión de mudanza mañana o pasado. Eso le dijo también su madre, pero ya no sabe qué creer. Por eso, en este mismo instante, Patricia solo tiene ojos para su teléfono móvil. El mundo reducido a una pantalla de cuatro pulgadas.
La batería baja del cincuenta por ciento; y eso que no ha visto la mayoría de los vídeos que cuelgan en el grupo de WhatsApp de su clase, «2.º de ESO B Salesianos». Cada minuto hay decenas de mensajes nuevos. Por las tardes del sábado y del domingo suelen quedar; solían quedar. Iban al centro comercial l’Aljub, merendaban algo, veían una película si alguna les atraía de la cartelera y luego grababan cientos de vídeos con Boomerang para colgarlos en Instagram o hacían auténticos montajes profesionales con TikTok. Ahora todo eso terminaría. A Patricia se le humedecen los ojos solo de pensarlo, pero ha visto que su madre mira de vez en cuando por el espejo retrovisor y no quiere darle el gusto de verla llorar de nuevo. Ella está enfadada. Y necesita demostrarlo.
Así que aprieta los labios, gira la cabeza y se incorpora unos centímetros, hasta que su nuca toca el reposacabezas. Y mira por la ventanilla hacia la nada. Hay farolas a ambos lados de la carretera estrecha, iluminando apenas un paseo peatonal por el que nadie se aventura, y menos hoy con el frío. Poco después, la carretera se convierte en la arteria principal de un pueblo que parece abandonado. La niña piensa que quizá no haya muchas más calles en ese lugar. Cree ver luz tras la persiana echada de la última casa, alguien que atisba la noche o espía a los vecinos, pero el BMW de su madre pronto deja atrás el pueblo y vuelven a sumirse en la oscuridad más absoluta. Más allá de la nieve que se acumula en el arcén, un manto verde oscuro de árboles altos (tejos, arces, pinos, carrascas, robles…; lo recuerda de las clases de Geografía) lo invade todo. Patricia vuelve los ojos hacia la pantalla. Sale del grupo de WhatsApp y elimina la conversación. Espera que al menos su amiga Alba se dé cuenta de que se ha ido.
En la siguiente rotonda, Martina toma la primera salida. Quedan cuatro kilómetros para llegar, pero se le está haciendo eterno. Nunca ha estado por esa zona y, además, acostumbrada a las anchas avenidas de Elche o a la autovía cuando tenía que viajar a la capital, esa angosta carretera está empezando a agobiarla, como si estuviera flanqueada por altos muros coronados por alambre de espino.
—Falta poco —dice, mirando un segundo al espejo retrovisor, aunque más bien parece que se lo diga a sí misma—. En Semana Santa podrás ver de nuevo a tus amigas.
Patricia finge que no la oye. «Falta poco». Las palabras se repiten en su cabeza. Por lo menos, tres o cuatro meses. Todo un trimestre larguísimo, una condena impuesta sin cometer ningún delito.
—Tal vez puedan venir a verte a la nueva casa —sigue hablando su madre.
La niña levanta la cabeza. Sus miradas se cruzan en el espejo. Patricia arruga la nariz, frunciendo el ceño, hasta que su madre aparta los ojos y a ella le duelen los párpados. Otra victoria.
La carretera comienza a ascender. Cada curva cerrada incrementa el grado de pendiente. A un lado y a otro de la calzada se abren caminos de tierra que se adentran en el bosque y la maleza y conducen a fincas privadas. «Quizá a naves industriales», piensa Martina. Dos curvas más allá, la mujer tiene que activar el limpiaparabrisas porque empieza a chispear. Es aguanieve. La temperatura baja un par de grados más. De manera instintiva, ella sube la calefacción del coche. Justo entonces llega a una intersección: la carretera CV-704 sigue hacia la izquierda, bordeando el pueblo, y las luces de una pequeña gasolinera que hay a la derecha impiden ver con claridad el indicador del municipio. Pero está claro que es por ahí. Parada en mitad de la vía, Martina acciona el intermitente y se dispone a entrar en la carretera que da acceso al pueblo cuando en ese momento se le cruza una bicicleta. Da un frenazo, el motor se cala y el ciclista, ataviado con un chubasquero oscuro, da un manotazo sobre el capó.
Patricia brinca en el asiento trasero y se quita los auriculares, que cuelgan sobre el pecho gracias al cinturón de seguridad.
—¡Lleva cuidado! —protesta.
Su madre respira de forma entrecortada.
—Ha sido ese hombre —responde—. Se me ha cruzado. Por poco me lo llevo por delante.
—Pues lleva más cuidado —repite Patricia en un bufido y vuelve a ponerse los auriculares. Ahora suena lo último de Halsey.
Martina espera a que el ciclista retome la marcha. Quizá acaba de salir de la gasolinera, porque no recuerda haber adelantado a ninguno. Y, ahora que lo piensa, lleva sin cruzarse con nadie desde hace varios kilómetros. «Además, menudo día para echarse a la carretera con la bici», piensa.
El hombre gira la cabeza hacia atrás un par de veces y a ella le parece ver, entre la fina cortina de lluvia que cae y la noche intensa, dos glóbulos oculares que la observan y brillan ante el reflejo del haz de luz de los faros del coche. El ciclista se pone de pie sobre los pedales para darse impulso en la subida, lo que hace que una débil luz de color rojo parpadee en la parte superior de la rueda trasera.
Cuando el hombre se pierde en la siguiente curva, desapareciendo tras la llovizna, Martina arranca, pone primera y sigue su camino.
Detrás, la niña mira el cartel que anuncia el pueblo: Benillup. El año pasado, en el instituto, dio la etimología de esos nombres de lugar. La toponimia, recuerda que se llama. En Alicante hay muchos pueblos que comienzan por beni-. En árabe significa «hijo de». Y ha dado el suficiente valenciano en el colegio para saber que llup tiene que venir de llop, «lobo». Así que está claro: acaban de adentrarse en una madriguera de lobos.
El pueblo no tendrá más de cien habitantes, repartidos en cerca de cincuenta casas, casi todas de dos alturas. Los tejados a dos aguas tienen poca inclinación y en algunos hay todavía restos de nieve. El edificio más alto es la iglesia, consagrada a la Virgen del Rosario, al lado del ayuntamiento, que forma una pequeña plaza en la que hay un banco de metal, un buzón de correos y tres palmeras mustias con las hojas repletas de carámbanos que amenazan con caer en cualquier momento. También, aprovechando que la calzada se ensancha unos metros, hay cinco coches estacionados que tienen escarcha en los cristales. Las esquinas de las calles son en ángulo recto y el BMW de Martina ha de subirse a la acera para tomar cada curva.
Patricia comprueba que no hay comercios, ni tiendas de ropa, ni supermercados. Tampoco ha visto ningún colegio o instituto, por lo que duda que haya chicos de su edad por el pueblo, y de haberlos, vivirán enclaustrados en sus habitaciones, conectados a internet, soñando con salir pronto de ese agujero. En una de las calles que cortan la principal, la niña ve un bar con el luminoso de Coca-Cola en la fachada. Es un punto rojo en mitad de la noche, como la luz externa que señala el final de un túnel y, por tanto, la libertad. Cuando el coche avanza unos metros, la oscuridad las envuelve de nuevo. Las gotas de lluvia, que reflejan la luz anaranjada de las farolas, forman en el cristal ríos semejantes a un esquema del sistema circulatorio.
Las casas tienen el aspecto de llevar ahí siglos y parecen estar deshabitadas, salvo aquellas en las que los nuevos propietarios han restaurado el exterior, les han dado una capa de pintura rosa o azul pálido, han restituido la piedra de las fachadas, desconchada en algunos tramos, y han cambiado la tradicional placa azul del número de la calle por diseños mucho más modernos. Martina callejea unos minutos hasta que da con lo que está buscando: al final de una calle, al lado de la carretera que bordea el pueblo y desde donde solo se ve el bosque y la oscuridad, hay una casa que tiene el aspecto de llevar esperándolas toda la vida.
—Ahí está —anuncia su madre.
Patricia asoma la cabeza por entre los asientos delanteros. En el porche de la casa, resguardada de la lluvia y apoyada sobre el mango de un paraguas cerrado, hay una mujer. Es bastante alta, por lo menos un palmo más que su madre, a pesar de no llevar tacones, y el amplio abrigo cruzado de color beis que le llega casi hasta las rodillas no disimula una figura estilizada, casi atlética.
La casona no se parece demasiado a las demás viviendas del pueblo. De hecho, en esa calle de aceras anchas con árboles cada tres metros y pequeños parterres de plantas ahora mustias, hay tres o cuatro del mismo estilo: unifamiliares también, de dos alturas con buhardilla, aunque con la inclinación del tejado más pronunciada. También, a diferencia del resto, los edificios tienen una avanzadilla, separada de la calle por una baranda de madera con los barrotes metálicos; pero ese porche no es muy ancho y apenas cabe un balancín o una mesa de té. «Además», piensa Patricia, «con el frío que hace, ¿quién querría tomar algo en la calle?». Quizá en verano, aunque confía en que para entonces ya se hayan marchado de allí para no volver.
Como comprobará en cuanto se apee del BMW, las otras casas tienen el porche despejado, excepto una, al otro lado de la calle, donde hay un macetero grande de barro cocido donde se echa a perder una planta que con total seguridad conoció días mejores.
Parece que alguien quiso diseñar una urbanización en ese punto del municipio, una suerte de retiro campestre o segunda vivienda para los nuevos ricos de la ciudad más próxima. Sin embargo, la crisis o la carretera terminó con sus esperanzas. O puede que la realidad: porque Patricia siente que están en el culo del mundo, lejos de todo y de todos.
Cuando su madre apaga el motor, baja del coche. Un aire helado le recorre el cuerpo y le salpica la cara de gotas frías de fina lluvia. La niña se coloca la chaqueta y sube la cremallera hasta arriba, de modo que los auriculares, todavía conectados al iPhone, cuelgan sobre su pecho. La mujer del porche se acerca hasta ellas abriendo el paraguas.
—Esta debe de ser Patricia —dice con una voz que a la niña le resulta demasiado aguda, casi estridente.
Baja la cabeza como respuesta y un mechón rubio le cae por la frente. Aprovecha entonces para comprobar si tiene cobertura en el móvil. Eso parece. Al menos no todo es malo, aunque la batería ronda ya el treinta y cinco por ciento.
Su madre y la mujer se saludan.
—Tu hija tiene un pelo precioso —sigue hablando—. Tan largo… Tú también lo llevabas así en la universidad, ¿no?
—Sí —contesta Martina—. Pero de eso hace ya mucho. Patricia lo tiene más liso; ella no ha sacado mis rizos.
—Ay… Esa melena rizada tuya era la envidia del campus.
La niña mira la hora en el móvil: son casi las seis y veinte. De los auriculares, mezclada con el rumor del viento en las hojas de los árboles y el débil aullido de algún animal perdido, sube la lejana música del Spotify. «¿Será Charlie Puth?», piensa.
—Pues me alegra saber de ti —dice esa mujer, y luego traga saliva—; a pesar de que no sea en las mejores circunstancias.
Martina tuerce la boca. Están las tres debajo del paraguas y, gracias a que no llueve demasiado, no llegan a calarse. Para cambiar de tema, la madre le pasa una mano por encima del hombro a su hija y dice:
—Patricia, esta es Eva. Es una antigua compañera de la universidad.
—¿Tú también estudiaste Economía? —pregunta Patricia, tan solo por mostrarse simpática.
—Empecé Empresariales, sí —contesta la mujer—, pero al segundo año descubrí dos cosas: que los números no eran lo mío y que tu madre era una buena amiga. Así que me cambié de carrera, me matriculé en Trabajo Social y seguí en contacto con tu madre.
—No tanto como nos hubiera gustado —apunta Martina.
—La distancia…
Hace años, un grupo de antiguos alumnos de la universidad la enredó por correo electrónico para una de esas quedadas que rememoran viejas batallas. Martina fue; y Eva, que todavía mantenía el contacto con varios de sus compañeros a pesar de no haber acabado la carrera que unía al resto, también asistió. Allí se vieron, después de mucho tiempo, y le contó a Martina que ahora trabajaba en el área de atención a la mujer víctima de violencia de género del ayuntamiento de Cocentaina. Al segundo encuentro, dos años después, ya no fue Martina. La llamaron por teléfono, porque había eliminado el viejo correo de la universidad, y puso la excusa del trabajo, la casa, la niña que acababa de nacer. La misma excusa que ponía cuando alguna mamá del colegio decía de quedar a tomar café una tarde, o de apuntarse al gimnasio juntas, o de ir a la presentación de un libro. Lo cierto era que a Diego no le gustaba que saliera, y Martina, poco a poco, fue encerrándose en casa y en sí misma hasta que su vida se convirtió en un ir y venir de casa al trabajo, justificando incluso los minutos de más que había tardado si un día se retrasaba por un atasco o un desvío por obras. Su marido era muy posesivo. Le había puesto la mano encima muchas veces, pero el vaso se desbordó cuando una noche vio que su hija lo observaba todo. Él la abofeteaba una y otra vez y Patricia estaba en el quicio de la puerta, mirando, con la boca entreabierta y la mirada perdida. Hasta que las lágrimas borraron su visión y, tras parpadear varias veces, su hija ya no estaba. Ahí decidió que lo denunciaría. Pero todo fue a peor después de eso: más golpes, más chillidos, más lágrimas.
Entonces habló con Eva. Doce años después. Recordaba que trabajaba en Cocentaina, al norte de la provincia, y llamó al ayuntamiento. Ella fue quien le explicó que denunciando solo los malos tratos no llegaría, por desgracia, a ningún sitio, pues las leyes actuales protegen al maltratador. Así que Martina le explicó, casi en confidencia, que sabía de los tejemanejes de su marido en el trabajo. Diego era subdirector en una sucursal de la Caja de Ahorros que estaba en pleno centro de Elche, no muy lejos de donde ellos vivían. Ella sabía que ayudaba a empresarios de la ciudad a blanquear dinero o a evadir impuestos. Y lo denunció en comisaría. Por su parte, Eva conocía a un periodista que podía hacer que esa denuncia tomara un cariz provincial, que saliera en portada unos cuantos días. «Escampar la mierda», le dijo. La dirección de la Caja había tratado de ocultar el asunto, pero la noticia le supuso el despido. Y luego fueron a por él. Por eso está ahora en la cárcel. Como ya fue condenado por malos tratos (aunque en aquella ocasión solo le cayeron nueve meses y una orden de alejamiento que no llegó a cumplir porque Martina quitó la denuncia), no pudo evitar la cárcel con esa segunda condena. Hace cuatro meses entró en el centro penitenciario de Fontcalent, a las afueras de Alicante.
A partir de ahí, Eva siguió moviendo hilos y contactos. Conocía aquel pueblo en la montaña porque una tía suya era de allí y vio esa casa en alquiler. Martina había dejado su trabajo como contable en una empresa de calzado, pero la crisis estaba en su apogeo y era difícil encontrar algo. Mala época para los economistas, sobre todo tras cargar durante más de un lustro con el sambenito de haber creado la crisis de las subprime que en España terminó de reventar la burbuja inmobiliaria. Por fortuna, tenía un buen colchón: en una cuenta aparte, ajena al control de su marido, había ido ahorrando un poquito cada mes, como la hormiga de la fábula. Ese dinero le vino de maravilla para seguir manteniendo el nivel de vida al que estaba acostumbrada y también para que Patricia no notara nada, pero un ático de doscientos cincuenta metros cuadrados en plena calle Alfonso XII de Elche no se mantiene solo y, además de mentirle a su hija con una vida que no podían permitirse, se estaba engañando a sí misma.
—¿Os echo una mano con el equipaje? —pregunta Eva.
Patricia carga con su maleta, la única que su madre le ha permitido traer. Espera la respuesta, parada bajo la lluvia.
—Hay pocas cosas, gracias —responde la madre—. Mañana viene la mudanza.
—Esperemos… —resopla la niña en voz alta para que su madre la oiga. Luego sigue caminando hacia el porche.
Martina mira a su hija y, de soslayo, también a Eva. Echa de menos la vida que pudo tener, la felicidad que a ella se le negó. Tienen la misma edad, pero los cuarenta y dos años de Eva lucen de maravilla: mirada viva, amplia sonrisa, andar seguro. Hace mucho que Martina no se maquilla, apenas un poco de base, la línea de los ojos y un toque sutil en los labios. Hace mucho también que camina encogida, pausada, con miedo a que Diego, de pronto, irrumpa de nuevo y traiga de regreso la pesadilla. Aunque ahora sabe (confía, más bien) que eso es imposible.
—¿Cómo lo lleva ella? —pregunta Eva cuando la niña está lo bastante lejos.
—Pues fatal. No entiende esta situación…
—No creas. Quizá se haya bloqueado; tal vez sea su forma de hacer frente a todo.
Martina se encoge de hombros. Patricia regresa al coche y mira a las dos mujeres:
—Podríais ayudar, ¿eh? —dice.
Y coge otra maleta, estira el asa y la arrastra por la calzada, por encima de los charcos que empiezan a formarse. La madre coge el último bulto, cierra el portaequipajes y camina hacia la casa. A su lado va Eva, con el paraguas aún abierto. Acompasadas gotas caen sobre la tela como el tamborileo de los dedos sobre una mesa.
—Últimamente está así de insoportable —dice Martina, a pesar de que Eva no le ha preguntado nada.
—Es solo una fase. Todo saldrá bien.
Desde el porche, Martina pulsa el mando y el BMW se cierra. La luz de los intermitentes provoca un destello que cruza la noche e ilumina lo que le parecen unos ojos que observan desde el otro lado de la calle, en la casa de enfrente, detrás de una cortina no muy lejos de la puerta principal. Es solo un instante, pero Martina cree que son los mismos ojos que se acaba de encontrar en la carretera. Los del ciclista.
—Pues ya está todo —dice Eva.
Martina gira la cabeza hacia su antigua compañera de universidad y trata de sonreír. Luego mira de nuevo hacia la casa de enfrente, un edificio parecido al que ahora ocuparán ellas, pero sin desgastar por el tiempo y el abandono. Los ojos ya no están, aunque la cortina oscila como movida por un leve aire.
Eva le pone una mano en el hombro y, por un momento, Martina se asusta.
—No te preocupes por el contrato de alquiler —dice—. Todo esto es temporal. Mañana Patricia empieza el instituto y tú el trabajo. Nueva vida, querida amiga. Todo saldrá bien. Ahora toma.
Le pone un manojo de llaves en la mano.
—¿Te marchas ya? —pregunta Martina—. ¿No quieres tomar nada?
—No te preocupes. Mi tía nació aquí, ya sabes. Su casa está casi en ruinas e iré a ver si queda algo en pie después de la nevada.
Patricia mira hacia el cielo. Siguen cayendo gotas de lluvia y al trasluz de las farolas se intuyen minúsculos copos de nieve que danzan con el viento hasta posarse con suavidad sobre el asfalto. «Quizá esta noche nieve», piensa. Ojalá mañana no tenga que ir al instituto.
—Gracias por todo, Eva —dice Martina, abrazándola, con la voz quebrada por la emoción.
—Es mi trabajo y eres mi amiga. Ese capullo ya no volverá a ponerte la mano encima.
Patricia mira a aquella mujer y aprieta los dientes con fuerza. Quisiera ahora mismo tener rayos de fuego en los ojos para atravesarla. Quisiera tener el valor suficiente para darle un puñetazo en el estómago y decirle que no hable así de su padre, pero cuando quiere percatarse Eva ya ha bajado los tres escalones del porche, abre de nuevo el paraguas y se dirige hacia su coche, un Opel gris que está aparcado en esa misma calle.
—¿Preparada para ver nuestro nuevo hogar? —dice Martina agitando las llaves ante los ojos de su hija como si de un sonajero se tratase.
—Mi casa está muy lejos de aquí —responde Patricia.
Su madre introduce la llave más grande en la cerradura de la gruesa puerta y la gira dos veces. El mecanismo suena a uno de esos antiquísimos trenes de vapor que se ponen en movimiento después de un siglo. Al abrirse, la madera cruje y las bisagras chillan.
En la casa de enfrente, una mano descorre la cortina para ver mejor.
La primera impresión confirma el aspecto exterior. La puerta principal está bordeada por un grueso cristal esmerilado de unos quince centímetros y da a un pequeño vestíbulo que conecta, a la izquierda, con el salón, y a la derecha, con la cocina. De las tres ventanas que dan a la calle, la más estrecha es la de la cocina, como más tarde descubrirá Patricia. Las otras dos son lo bastante grandes como para que la luz de la calle entre sin problemas. Martina no sabe la orientación de la casa, pero seguro que puede instalar allí su sillón de lectura y pasar las horas muertas hundiéndose en novelas, igual que hacía en el piso de Elche.
La niña alza el mentón y mira al techo, donde una gran mancha de humedad se extiende y esparce un abanico de colores, del gris plomo al negro humo, que a Patricia le recuerda los mapas orográficos de la escuela. El enyesado está algo hinchado en algunas partes. Arruga la nariz ante el olor a cerrado y sigue con la mirada la mancha oscura hasta el fondo, donde se pierde en el lugar en el que empieza la escalera.
Martina encuentra el cuadro de luces y levanta el general. La lámpara de araña del vestíbulo se enciende, pero tiene algunas bombillas fundidas.
Bajo la escalera, sigue escrutando la niña, hay un pequeño armario empotrado, con un pomo pequeño y en forma de bola en cada hoja, que han perdido el lustre dorado original.
En el recibidor solo hay un mueble de madera con la repisa de mármol y, encima, un espejo que tiene una gruesa pátina de polvo. En cuanto su madre cierra la puerta, Patricia pasa el dedo índice por la superficie del mueble y luego sacude los corpúsculos y los sigue con la mirada hasta que aterrizan sobre el entarimado de madera oscura, descuidada por el paso del tiempo.
—¿Cómo te sienta organizarle la vida a los demás?
—No lo entiendes, Patri…
—Lo entiendo muy bien —continúa la niña, sin escuchar las palabras de su madre—. Eres una egoísta. Para que tú estés bien me has obligado a venir aquí, al culo del mundo, lejos de mis amigas y de todo.
—No hables así…
—Hablo como me da la gana —responde, cada vez con un tono de voz más elevado—. A ver si tú eres la única que puedes hacer lo que quieras.
Siguen en el vestíbulo, frente a frente. Martina no quiere discutir, así que coge una de sus maletas.
—¿Quieres subir y ver la casa? —le dice a la niña.
—No.
Su madre está a menos de dos metros. Detrás de ella, en la cocina, la luz de la calle reluce en un pomo metálico de un armario abierto bajo la encimera. Patricia sigue el destello y entrecierra los ojos para tratar de ver más allá del cristal esmerilado que bordea la puerta principal. En la casa de enfrente, tras la delgada cortina de lluvia, se aprecia una luz encendida. Su madre sigue hablando, pero Patricia no escucha. Cuando vuelve la cabeza hacia ella, el resplandor ha desaparecido y el armario está cerrado.
—¿Me has oído? —le dice su madre casi chillando. Está al pie de la escalera, con la maleta en el primer escalón.
Patricia sacude la cabeza.
—No quiero oírte.
—Como quieras —resopla Martina, dejando la maleta de tal modo que cierra el paso en la escalera—. Me voy a Alcoy a ver lo del empleo. ¿Quieres venir y te enseño el nuevo instituto?
—Por fuera son todos iguales.
—De acuerdo. —Martina vuelve a abotonarse la chaqueta y abre la puerta de la calle; entonces se gira hacia su hija y dice—: No le abras a nadie.
—¿Y quién iba a venir a un lugar en el que se supone que no estamos?
Esa niña tiene respuestas para todo. En Elche era más sencillo, porque Patricia pasaba los fines de semana con sus amigas. Ella se limitaba a llevarla en coche hasta el centro comercial y luego procuraba mandarle un mensaje de agradecimiento a la madre que se encargara de recoger a la tropa y devolverlas a sus casas. O al revés. En época de exámenes (aunque en esa etapa inicial de la Secundaria no fueran más que rápidos trámites de cincuenta minutos en los que poner en práctica lo aprendido un par de noches antes) solía quedarse en casa. Cuando Diego ingresó en prisión, cuando las dos tuvieron que aprender a convivir con el silencio en las paredes y esa nueva sensación que apartaba el miedo que confería la sola presencia del padre, Martina visitaba más a menudo a su madre y Patricia se encerraba en su habitación, se ponía los cascos, conectados al portátil, y pasaba las horas allí, diciendo que estudiaba, chateando con las mismas compañeras de clase con las que acababa de despedirse hacía apenas unos minutos. Así que no se veían mucho; tan solo cruzaban algunas palabras durante el desayuno y cada una de las dos se metía en su jornada hasta que cenaban en un absoluto mutismo y al día siguiente todo se repetía y se degradaba, como la copia de una copia. Sin embargo, obligadas ahora por la circunstancia de tener que empezar de cero en un lugar en el que nadie las conoce y a nadie conocen, Martina confía en que aquello les dé la oportunidad de recuperar el tiempo perdido a causa del paréntesis violento que Diego imprimió en sus vidas.
Antes de que la madre cierre la puerta, con la pregunta anterior todavía flotando entre ellas, Patricia vuelve a hablar:
—¿Crees que cuando papá salga de la cárcel averiguará dónde estás?
Martina no contesta. Aprieta la comisura de los labios y se sube las gafas hasta casi incrustárselas en el puente de la nariz. Luego cierra con un portazo que sacude todos los cimientos y allí mismo, en el porche, lanza un tremendo suspiro y trata de ahogar un grito de rabia.
Al otro lado de la madera, Patricia oye los ruiditos que emite su madre y sonríe de satisfacción. Luego se coloca los auriculares, se frota los brazos para entrar en calor y pulsa el play de la lista de reproducción de éxitos de Spotify.
Martina deshace el camino recorrido y, ahora que conoce algo mejor el pueblo, consigue alcanzar la carretera principal en pocos minutos. Justo cuando la lluvia amaina. También cuando el indicador de combustible bajo se ilumina en el cuadro de mandos del vehículo.
En la bifurcación donde antes casi atropella a aquel ciclista, Martina gira a la izquierda y se adentra en la gasolinera, una de esas estaciones de servicio sin distribuidor ni horario conocidos. Las luces que iluminan la explanada son azuladas y escasas, y el letrero, que tiene varios neones fundidos, combina verdes y grises y parece querer formar la silueta de un coche con un gran sol a la altura del maletero.
Hay tres surtidores, sin clientes a estas horas, y en la pequeña tienda que hay anexa, casi oculta entre la maleza del bosque que se extiende detrás como los tentáculos de un animal prehistórico, uno de los fluorescentes lanza el último estertor, idéntico al mosquito que queda atrapado por la descarga eléctrica de una lámpara antinsectos. La luz del interior es blanquecina, con atisbos de azul pálido, y a Martina le parece que la tienda está cerrada y el dueño ha dejado esa escasa iluminación para alejar las visitas no deseadas.
Pero la tienda está abierta. El cartel que cuelga de la puerta de cristal así lo atestigua y, además, hay alguien dentro, tras el mostrador. Con el tintineo de unas campanillas sobre su cabeza, la mujer anuncia su entrada. El zumbido del fluorescente estropeado (solo habrá cuatro o cinco tubos, cuenta) suena por encima de la música, un viejo vinilo que crepita un blues de los años treinta en cuya letra, tristísima, una voz de hombre muy nasal canta que su destino es el profundo mar azul. Y añade enseguida: «My mama’s dead, papa can’t be found and my brother’s on the county road». Mi mamá está muerta, papá no puede ser encontrado y mi hermano está en la carretera del condado. Todo muy tétrico.
La tienda es pequeña, con estanterías no demasiado altas que permiten una panorámica completa del local. A mano derecha queda la zona para periódicos y revistas; al otro lado, un congelador horizontal con pizzas y platos preparados. Las estanterías tienen de todo: desde aceite para motor hasta sopa de sobre y patatas fritas. Al fondo hay tres grandes neveras con puerta acristalada para los refrescos, la cerveza y las botellas de agua. Más allá de los pasillos centrales está el mostrador, donde un hombre de unos setenta años y algo más bajo que ella habla por teléfono con uno de esos aparatos de disco que había en casa de sus padres.
Martina cruza un instante la mirada con él, pero este enseguida la desvía hacia abajo, se tapa la boca y, tras añadir unas breves palabras, cuelga el auricular. Entrecierra los ojos para atisbar mejor la figura de la clienta. No pasan por allí muchas mujeres jóvenes, desde luego. En los cuatro o cinco metros que recorre, Martina nota cómo la examina de arriba abajo, a pesar de la chaqueta holgada. Se siente tan observada que camina mirando al suelo mate de amplias baldosas y no levanta la cabeza hasta que está junto al mostrador.
—La he visto pasar antes con el coche —dice el hombre como saludo. Tiene los labios agrietados y una sombra de barba espinosa en la cara moteada de manchas, que se extienden hasta la calva. El poco pelo que aún conserva está teñido de color cobre.
—Sí… —responde Martina—. Me he dado un susto de muerte. Se me cruzó una bici y casi me la llevo por delante.
—¿Una bicicleta? ¿A estas horas y con este tiempo? Me extraña.
El hombre mira detrás de ella, hacia la carretera oscura. Martina también gira la cabeza; solo se ve su coche, solitario bajo las luces de la gasolinera.
—Eso me ha parecido…
Martina no tiene ganas discutir; ya discute demasiado durante el día con su hija. Echa un vistazo alrededor. Detrás del hombre hay una estantería repleta de botellas de licor, bollería industrial y paquetes de tabaco. Al final del mostrador, orientada hacia los clientes, hay una de esas máquinas de café instantáneo.
—Ya sabe —dice el hombre—, por la noche todos los gatos son pardos. Y con lluvia ni le cuento.
Esboza una sonrisa y Martina le ve un empaste plateado junto al colmillo. Los dientes de la mandíbula inferior amarillean. Pasan unos segundos, medio minuto, y del hilo musical llega un inaudible solo de armónica.
—Bueno, ¿qué va a ser?
—Quiero llenar el depósito —responde Martina mientras se lleva una mano al bolso para sacar la cartera.
—¿Diésel?
—Así es.
—Yo se lo pongo. Es un buen coche ese.
—Sí… —responde ella torciendo el gesto y dejando caer la cartera en el interior del bolso.
Espera encontrar algún empleo mejor remunerado que el que le consiguió su compañera Eva o, de lo contrario, no podrá mantenerlo. Demasiado motor y potencia, lo que se traduce en demasiado consumo. Por no hablar de las facturas del taller. Podría venderlo y, con lo que saque, comprarse un Hyundai i10, un Dacia u otro coche por el estilo. A Patricia le gusta el Fiat 500, pero ella no entiende que ahora no pueden permitírselo. O puede que lo sepa, pero con tal de llevarle la contraria…
—Vamos afuera.
El hombre ha salido del mostrador y se ha echado por encima del viejo jersey una chaqueta gruesa de pana marrón que tiene remaches en los codos. Los vaqueros le quedan anchos y caen por encima de unas deportivas viejas que tienen la puntera manchada de barro y los cordones ennegrecidos por el tiempo. Martina camina detrás de él y, cuando empieza el tintineo de las campanas al abrirse la puerta, se alejan de la música y del zumbido incesante del fluorescente para regresar al frío.
—Lo dicho: un buen coche —repite el viejo—. ¿Cuántos cilindros calza?
—La verdad es que no tengo ni idea. Mi marido elegía todo eso…
—¿Ya no hay marido?
Martina cree que está hablando demasiado, por lo que se calla en seco. El hombre saca la manguera del surtidor de diésel y empieza a cargar el depósito. Hay un silencio incómodo, que ella aprovecha para fijarse en cómo suben los números del contador de litros y de euros. El viejo sigue mirando el coche, aunque de vez en cuando observa a la mujer. En uno de los laterales del BMW, a escasos centímetros de los faros traseros, hay una abolladura. No es demasiado profunda, apenas el tamaño de media ciruela, pero el reflejo de la luz en la carrocería la hace visible. Martina se fija en que el hombre se queda mirándola unos segundos y se pregunta si el dueño de la gasolinera se habrá percatado de que la curvatura del golpe tiene los mismos grados que la parte posterior de su cabeza. Diego la empujó en el garaje subterráneo del edificio y Martina tropezó con el tacón y fue a darse contra el coche. El dolor, acompañado de un abultado chichón, persistió durante semanas. La mujer comienza a imaginar excusas creíbles para ese golpe porque cree que el anciano le va a preguntar sobre eso, pero transcurren unos segundos y nada sucede. Luego, el hombre dice:
—Perdone si la incomodo, pero este es un trabajo muy solitario. Además, ha sido un día tranquilo y ya estoy cerrando. Si no le saco las telarañas a la lengua me oxido. Lo siento.
El hombre vuelve a sonreír. Y de nuevo brilla el empaste plateado.
—No pasa nada —dice Martina—. No me molesta.
—¿Es nueva en el pueblo?
Asiente con la cabeza.
—¿Y se queda en la casona?
—¿La casona? —pregunta, frunciendo el ceño.
—Es una de las últimas casas del pueblo…
—Será esa, supongo. Es una casa bastante grande.
—Lleva tiempo vacía, pero estará bien. Antes se construían las casas para que duraran. Ahora todo es diferente.
Martina no responde. La manguera suelta un chasquido y el viejo la devuelve a su sitio. Luego echa a andar hacia la tienda. Ella lo sigue. Cuando entra por segunda vez le da la impresión de que la calefacción ha subido. O tal vez es la temperatura exterior, que sigue desplomándose.
—No se ven muchos coches como el suyo por aquí, pero me vendría bien. Vaya que sí. —Las palabras del hombre confirman lo que Martina piensa: no ha sido buena idea conservar el BMW; demasiado ostentoso—. Yo tengo todavía un 4 Latas, ¿sabe? Va como la seda, pero cuando hace frío es como un anciano. Como yo, vamos. El motor se pone a toser tanto que parece que le vaya a dar un ataque.
Martina cree que el dueño de la gasolinera está tratando de hacer un chiste, así que sonríe, pero él mantiene el rictus serio. Le dice lo que debe mientras se quita la chaqueta de pana y la deja sobre el respaldo de una silla plegable que tiene un cojín en el asiento. Espera de pie junto a la máquina registradora.
—¿Y viene de lejos? —le pregunta él, cogiendo los dos billetes que la mujer le entrega.
—No demasiado. Necesitaba cambiar de aires.
—Pues abríguese para esos aires. Hasta que no acabe el invierno, este lugar es prácticamente inaccesible.
—¿Nieva mucho por aquí? —pregunta Martina.
—Lo suficiente como para quedarse aislado una buena temporada. Y ahora que el tiempo está loco…
«Quizá no haya sido del todo buena idea venir hasta aquí», piensa Martina. Si el hombre está en lo cierto, puede que se queden aisladas unas semanas. Entonces, ni podrá ir a trabajar ni Patricia ir al instituto.
—¿Usted vende cadenas? Ya sabe, para las ruedas…
—Aquí no hacen falta cadenas —responde el viejo—. Como ya le he dicho, no hay muchos coches buenos por aquí. Cuando nieva, la gente no sale de su casa. Así solucionan el problema. Somos muy tranquilos, lo verá.
—¿Y si hay una urgencia?
—Más allá de la carretera principal hay caminos que cruzan el bosque y llegan a Alcoy. Los árboles hacen de pantalla y el sendero se puede transitar. Es estrecho, pero una moto cabe.
—O una bici —dice Martina con intención.
—Claro… Pero con este frío hay que estar loco para echarse a la carretera con una bicicleta.
Antes de salir, Martina le pide un paquete de cigarrillos y otro de chicles de menta. El hombre esboza una tímida sonrisa. «¿A quién voy a engañar?», piensa ella. Ni siquiera a ese tipo de la gasolinera. Adonde va lleva colgado el cartelito de alguien que intenta dejar el vicio y, encima, trata de esconderlo de la forma más infantil.
—Tome —dice el hombre dejando sobre el mostrador una caja de cerillas de propaganda—. Esto de regalo.
—Gracias —responde Martina.
Ya en el coche, arranca el motor y sale de la gasolinera. No mira hacia la tienda, ni siquiera por el espejo retrovisor, pero hubiera apostado todo el dinero que le queda en la cuenta a que el hombre estaba observándola desde lo lejos.
Patricia abre con furia la cremallera de su maleta. Es una trolley de color rosa palo con la tela ennegrecida por los bordes. Cuando la ha dejado caer sobre la cama de la que será, espera que no por mucho tiempo, su habitación, una nube de polvo se levantó disipándose como niebla en la noche.
No ha podido traer todas sus cosas. Se supone que al día siguiente los de la mudanza vaciarán los cajones de su dormitorio y lo traerán todo. Aunque su abuela estará pendiente, eso no impedirá que una pareja de desconocidos, sudados y grasientos, toqueteen sus cosas: sus viejos CD, sus álbumes de fotos, sus zapatos, la ropa interior. Se los imagina mirando las fotografías del tablón de corcho que hay sobre su escritorio mientras ponen volumen a todas esas prendas, baboseando en cada pijama corto, en cada short, en cada camiseta de tirantes.
Por ahora solo tiene ropa para un par de días. Según su móvil, la noche va a ser fresca, no más de cuatro grados, y en esa casa no parece haber calefacción central, así que espera encontrar en algún armario algunas mantas que no tengan chinches.
La habitación es pequeña, mucho más que la que tenía en Elche. No hay un escritorio en condiciones; tan solo una mesa pequeña, como de pupitre de colegio antiguo, bajo la ventana estrecha y alta desde la que se atisba la calle, la carretera que bordea el pueblo y un océano negro de árboles cubiertos por la neblina. El horrible enrejado le imprime un carácter todavía más carcelario a la habitación.
La cama es estrecha, pero bastará para pasar la noche. Confía en que con la mudanza venga su cama de metro cincuenta de ancho, con ese colchón habituado a la moldura de su cuerpo y que tanto tiempo le costó escoger en la tienda. Le restará espacio, pero prefiere la comodidad.
La pared donde está la puerta se completa con un gran armario de tres hojas, vacío, cuyas puertas con espejo lanzan un crujido al abrirse por vez primera en mucho tiempo. Incluso la mesita de noche, un cubo de madera ajada con astillas en las esquinas, es horrorosa. Patricia pausa la música del teléfono (uno de los muchos temazos del disco Primary Colours, de Magic!) y deja el móvil sobre la cama, conectado a los auriculares, antes de salir de su habitación.
El cuarto de al lado es el principal. La cama de matrimonio es enorme, pero el colchón cruje en cuanto Patricia se sienta. Enfrente, sobre un mueble largo con cajones infinitos hay un televisor viejo, de esos con caja amplia. La niña busca el mando a distancia, pero no lo encuentra. El cable está conectado a la pared, pero el aparato no responde cuando consigue dar con el botón de encendido. Aparta unos centímetros el mueble para cerciorarse de que el televisor está conectado a la corriente y de que el cable está entero. Entonces, algo, como una sombra, cruza veloz y se refleja en el cristal de la pantalla. Pero Patricia no lo ve.
La niña piensa que quizá no funcionen los enchufes en toda esa primera planta. Porque, desde luego, a la electricidad no le sucede nada: frente al dormitorio que ocupará su madre hay un pequeño cuarto de baño y, al contacto con uno de los interruptores, la bombilla del techo se enciende. El ancho del aseo lo ocupa una bañera con los bordes sucios por la humedad, a tres o cuatro pasos largos de la puerta. Acostumbrada a baño propio (el grande, porque sus padres utilizaban el que tenían en su dormitorio), con una inmensa ducha de obra con sistema de hidromasaje, arruga la nariz solo de pensar que, antes o después, tendrá que meterse ahí. A mano izquierda está el lavabo y un armarito sobre él, similar al que hay sobre el inodoro. La niña no se atreve a levantar la tapa (puede que le salten a la cara cientos de cucarachas, expectantes ante la presencia de humanos), y de ningún modo piensa sentarse ahí a hacer sus necesidades antes de que un ejército de limpieza venga y lo desinfecte todo.
Se mira en el espejo de la puerta del armarito del lavabo. Hay un fluorescente arriba, que se encenderá con el otro interruptor. A pesar del frío, Patricia tiene la frente sudada y el pelo graso. Gira la llave del agua y, tras emitir las tuberías un sonido sordo, como si algo se estuviera rompiendo en algún lugar, el agua corre sin dificultad. Hace un cuenco con sus manos y deja que el agua rebose. Cuando comprueba que sale transparente se lava la cara. No hay toalla, así que la niña se seca las manos en los pantalones y deja que el aire helado que va de un lado a otro de la casa haga el resto. Luego abre el armario del lavabo. Solo hay una caja vacía de medicamentos. Ansietil, lee Patricia en el cartón. Sabe que su madre estuvo medicándose para la ansiedad cuando quiso dejar de fumar, pero duró poco. Pronto volvió a recaer y, como enseguida ocurrió lo de su padre, volvió a las pastillas. Las tomaba a escondidas y en cualquier momento, pues incluso encontró una caja de Tepazepan dentro del cajón de las servilletas.
Patricia deja el medicamento donde estaba. Aunque está vacía, prefiere que su madre también la encuentre. Quizá así se dé cuenta de que no ha sido buena idea venir hasta ahí. Si ha huido hasta ese lugar para buscar la calma y ve que otros también sufrían ansiedad allí, puede que recapacite y vuelvan a Elche.
Sale del baño. La siguiente puerta es un estrecho armario empotrado con varias estanterías. Está en mitad del pasillo, así que la funcionalidad es nula. ¿Quién necesitaría almacenar cosas en mitad de un pasillo? Luego hay una última puerta, que tiene un pestillo en lo alto, aunque no está pasado y solo quedaría demasiado arriba para una persona muy baja o para un niño muy pequeño.
Cuando Patricia abre la puerta, las bisagras chirrían y ante ella aparece una escalera empinada que conduce al desván. De arriba emana un olor húmedo, un olor profundo que enseguida le trae a la memoria la habitación del hospital en la que murió su abuelo materno. Ella era muy pequeña, pero es un momento que tiene grabado a fuego: el recuerdo de ese aroma, la visión de un largo pasillo verde pálido por el que se llevaron la camilla con su abuelo tapado con una sábana; la sensación de que la vida se escurría como agua entre los dedos.