Una noche de cuento de hadas - Julia James - E-Book

Una noche de cuento de hadas E-Book

Julia James

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Beschreibung

¿Un cuento de hadas de una noche? Cruelmente tratada por su madrastra y su hermanastra, Ellen Mountford se había encerrado en sí misma, y había llegado a convencerse de que no valía nada y de que no tenía el menor atractivo. Pero cuando su madrastra y su hermanastra decidieron vender la casa, su casa, la casa de su familia, y apareció un posible comprador, el multimillonario Max Vasilikos, comprendió que no podía seguir escondiéndose. No podía dejar que le arrebatara su hogar. Max creía que Ellen se negaba a venderle su parte de la casa porque se aferraba de forma insana al recuerdo de su padre, y había llegado a la conclusión de que tenía que tenía que hacerla salir de su caparazón. Todo empezó cuando la invitó a una fiesta y la puso en manos de un grupo de estilistas que sacaron a la luz al cisne que había dentro de ella, una mujer hermosa, divertida e inteligente de la que poco a poco y, sin darse cuenta, se iría enamorando.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Julia James

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una noche de cuento de hadas, n.º 2606 - febrero 2018

Título original: A Cinderella for the Greek

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-723-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

MAX VASILIKOS se sentó en el sillón de cuero tras su escritorio, se echó hacia atrás y estiró las piernas.

–Bien, ¿qué me trae? –le preguntó a su agente inmobiliario del Reino Unido.

Este le tendió un taco de folletos en color.

–Creo que aquí hay unas cuantas propiedades que le interesarán, señor Vasilikos –le dijo con aire esperanzado.

De entre todos sus clientes, Max Vasilikos era uno de los más exigentes.

Max ojeó brevemente la portada de todos los folletos, pero sus ojos oscuros se detuvieron en una en particular.

Era una casa en la campiña inglesa, construida en piedra caliza de un cálido color miel, con glicinias violetas colgando sobre el porche. Estaba rodeada por verdes jardines y bosque, y se vislumbraba a lo lejos un lago. Bañado por el sol, todo el lugar tenía un atractivo especial que le hizo desear ir a inspeccionarlo en persona.

Levantó el folleto para mostrárselo a su agente y le dijo con decisión:

–Esta; quiero saber más sobre esta propiedad.

 

 

Ellen se detuvo en lo alto de la escalera. Desde el piso inferior le llegaba la aguda voz de su madrastra, Pauline.

–¡Esto es justo lo que había estado esperando! –estaba diciendo–. Y no permitiré que esa condenada muchacha intente echarlo a perder otra vez.

–¡Lo que tenemos que hacer es darnos prisa y vender la casa!

Esa segunda voz, petulante y ofuscada, era de su hermanastra, Chloe.

Ellen apretó los labios. Por desgracia, sabía demasiado bien de qué estaban hablando. Desde el día en que Pauline se había casado con su padre viudo, su hija y ella no habían tenido el menor reparo en gastar su dinero a manos llenas para vivir, como les gustaba, con toda clase de lujos.

Ahora, después de años tirando alegremente el dinero, lo único que les quedaba era la casa, que las tres habían heredado conjuntamente a la muerte de su padre por un infarto el año anterior, y su madrastra y su hermanastra estaban impacientes por venderla. Que fuera su hogar y que hubiese pertenecido a su familia durante generaciones no les importaba lo más mínimo.

Claro que su hostilidad hacia ella no era nada nuevo. Desde el día en que habían invadido su vida la habían tratado con el más absoluto desprecio. ¿Cómo podría ella, alta y desgarbada, compararse siquiera con su hermanastra, la esbelta, delicada y encantadora Chloe? Siempre andaban mofándose de ella, llamándola «elefante», porque decían que caminaba como ellos.

Bajó las escaleras dando zapatazos para fastidiarlas y ahogar sus voces. Por lo que había oído de su conversación, parecía que su madrastra había encontrado a alguien interesado en adquirir Haughton. Llevaba meses hostigándola para que se doblegara, para que cejara en su negativa a vender. Sabía que tendría que emprender acciones legales contra ella para obligarla a hacerlo, pero estaba segura de que eso no le importaba.

Sin embargo, ella no estaba dispuesta a ceder. Su corazón se había endurecido el invierno pasado, cuando su madrastra y Chloe, con la muerte de su padre aún reciente, se habían gastado una fortuna en un viaje al Caribe.

Les iba a poner lo más difícil posible vender su amado hogar, donde había sido feliz hasta el funesto día en que su madre había perdido la vida en un accidente de coche. Su muerte había sumido a su padre en una tristeza tan grande que lo había hecho tremendamente vulnerable y había caído en las redes de la ambiciosa Pauline.

Cuando entró en la sala de estar, los gélidos ojos azules de su madrastra y su hermanastra se clavaron en ella en actitud abiertamente hostil.

–¿Por qué has tardado tanto? –quiso saber Pauline–. Chloe te mandó un mensaje hace una hora para decirte que teníamos que hablar contigo.

–Estaba en un entrenamiento de lacrosse –contestó Ellen, esforzándose por mantener la calma mientras se dejaba caer en un sillón.

–Tienes barro en la cara –le informó su hermanastra.

Su expresión denotaba un profundo desdén, y no era de extrañar. Chloe lucía uno de sus innumerables modelos de alta costura –unos pantalones de corte impecable y un suéter de cachemira–, llevaba las uñas pintadas, el rubio cabello elegantemente arreglado, e iba maquillada como una estrella de cine.

Suspiró para sus adentros. Chloe era todo lo que ella no era: delicada, con cara de muñeca… ¡y tenía una figura tan, tan esbelta! El contraste con ella no podría ser mayor: aún llevaba puesto el chándal de entrenadora –daba clases de gimnasia y geografía en un colegio privado para chicas–, se había recogido su melena indomable en una coleta, y no llevaba ni pizca de maquillaje.

–Han llamado de la inmobiliaria esta tarde –comenzó a decir Pauline, fijando su mirada penetrante en ella–. Ha habido otra persona que ha expresado interés por…

–¡Y no queremos que lo estropees! –intervino Chloe con fiereza, lanzándole una mirada asesina–. Sobre todo tratándose de quien se trata –añadió.

Algo en su tono de voz escamó a Ellen, igual que la ufana expresión de Pauline.

–Max Vasilikos está buscando una nueva adquisición, y cree que Haughton podría ser justo lo que está buscando –le aclaró su madrastra.

Ellen la miró sin comprender, y Chloe resopló burlona.

–¡Por favor, mamá!, no esperes que sepa quién es Max Vasilikos –exclamó–. Es un tipo asquerosamente rico con un montón de propiedades en medio mundo. Acaba de romper con Tyla Brentley. De ella por lo menos sí que habrás oído hablar, ¿no?

Sí que sabía quién era Tyla Brentley. Era una actriz inglesa que había alcanzado la fama en Hollywood con una película romántica que había sido un éxito de taquilla. Sus alumnas la idolatraban.

Pero ese Max Vasilikos… Aparte de la lógica deducción de que con ese apellido debía de ser de origen griego, no sabía nada de él. Sin embargo, un escalofrío le recorrió la espalda de solo pensar que un tipo así pudiera llegar a hacerse con Haughton, con su hogar. Lo único que haría sería vender la propiedad por un precio exorbitante a un oligarca ruso o a un jeque árabe que solo pasarían allí una o dos semanas al año, a lo sumo. Y sin ser amado, sin nadie que lo habitara… Haughton languidecería.

–Quiere venir a ver la propiedad en persona –dijo Pauline–, y le he invitado a almorzar hoy con nosotras.

Ellen se quedó mirándola.

–¿Y sabe que tenemos la casa en copropiedad, y que yo no estoy dispuesta a vender mi parte? –le preguntó, yendo directa al grano.

Pauline obvió ese desagradable detalle con un ademán.

–Lo que yo sí sé, Ellen –le dijo mordaz–, es que seremos muy, muy afortunadas si se decide a comprar la propiedad. Y no quiero que lo estropees. De hecho, confío en que, ya que yo no puedo convencerte, el señor Vasilikos sí logre hacerte entrar en razón.

Chloe soltó una risa ahogada.

–¡Mamá, por Dios! ¡No puedes hacerle algo tan cruel a ese pobre hombre! ¡Pretender que intente razonar con Ellen…! –se mofó.

–Ella también tiene que estar presente –insistió su madre–. Y mostraremos un frente unido.

A Ellen aquello le apetecía tan poco como que le sacaran una muela, pero al menos tendría la oportunidad de dejarle bien claro a ese Max Vasilikos que no estaba dispuesta a vender su hogar, se dijo levantándose.

Tenía que darse una ducha, pero como el ejercicio le había abierto el apetito decidió que pasaría antes por la cocina para picar algo. Se había convertido en su lugar favorito de la casa porque Pauline y Chloe, a quienes no les gustaba ensuciarse cocinando, raramente entraban allí.

De hecho, ahora dormía en una de las habitaciones en esa parte de la casa, la que daba al patio de atrás, había acondicionado la habitación contigua para usarla como salita, y apenas pisaba la parte frontal para evitar a su madrastra y a su hermanastra.

Sin embargo, en ese momento, mientras se dirigía por el pasillo a la puerta verde que conducía a lo que antaño habían sido las dependencias del servicio, sintió que se le encogía el corazón al mirar la imponente escalera, la oscura madera que recubría las paredes, las antiguas baldosas de piedra bajo sus pies…

¡Cómo amaba aquella casa…! Sentía por ella una fuerte y profunda devoción, y jamás renunciaría a ella voluntariamente. ¡Jamás!

 

 

Cuando vio surgir altos setos a ambos lados de la sinuosa carretera comarcal, Max Vasilikos supo que estaba llegando a su destino, y aminoró la velocidad. Era un día a principios de primavera, y el sol brillaba sobre la campiña del condado de Hampshire. Estaba ansioso por llegar, por ver si la propiedad que lo había cautivado por las fotos que le había mostrado su agente estaría a la altura de sus expectativas. Y no solo como inversión. Todo el conjunto –los jardines y el terreno boscoso circundante, la cálida piedra caliza, las armoniosas proporciones y el diseño de la casa– se le antojaba tan… hogareño. Sí, esa era la palabra.

De hecho, era una casa en la que se veía viviendo. Aquel pensamiento lo sorprendió. Siempre había sido feliz con la vida de trotamundos que llevaba, alojándose en hoteles, dispuesto a subirse a un avión en cualquier momento.

Claro que… nunca había tenido un hogar. Su rostro se ensombreció. Su madre siempre se había avergonzado de que fuera ilegítimo, y sospechaba que se había casado más que nada para intentar ocultarlo.

Sin embargo, su padrastro no quería un hijo bastardo, y a su madre la había convertido en una esclava, en un burro de carga que guisaba, fregaba y limpiaba en su pequeña taberna en una isla del mar Egeo. Él mismo había pasado su infancia y su adolescencia sirviendo las mesas mientras su padrastro se ocupaba tan solo de recibir a los clientes y de dar órdenes.

El día en que su madre había muerto –seguramente de agotamiento, además de por el cáncer de pulmón que le habían detectado, ya tarde–, se había marchado y no había vuelto. Había tomado el ferry a Atenas con una sensación de quemazón en el pecho, no solo por el dolor de la pérdida, sino también por la fiera determinación de alejarse de su padrastro y ser dueño de su destino.

Estuvo trabajando durante cinco años en la construcción y con lo que fue ahorrando adquirió su primera propiedad, una granja abandonada que fue restaurando con el sudor de su frente y que luego vendió, obteniendo beneficios suficientes como para comprar otras dos propiedades similares y hacer lo mismo. Y así fue como empezó su negocio inmobiliario, que poco a poco fue creciendo hasta convertirse en el emporio internacional que era en la actualidad. Incluso se había hecho, por cuatro cuartos, con la taberna de su padrastro cuando la holgazanería de este lo había llevado a la quiebra. Sus labios apretados se arquearon en una sonrisa de cruel satisfacción al recordarlo.

Su expresión cambió abruptamente al ver en la pantalla del GPS que había llegado a su destino. Cruzó las columnas de piedra de la imponente verja de entrada, y avanzó por un sendero flanqueado por árboles y arbustos de rododendros que a su vez daban paso a un antiguo camino de grava para carruajes que llegaba hasta la fachada de la casa. Aminoró un poco más la velocidad para disfrutar de la vista, complacido, pues las fotografías no lo habían engañado.

La casa se alzaba, como en ellas, en un entorno con exuberante vegetación, y el sol se reflejaba en las ventanas emplomadas. Por las columnas de piedra del porche trepaban sendos arbustos de glicinias, y aunque aún no estaban en flor, sin duda sería un espectáculo para la vista cuando florecieran, como lo eran los narcisos amarillos que bordeaban el porche, como soldados, a ambos lados.

La satisfacción de Max iba en aumento. La casa era elegante, pero no demasiado grande ni ostentosa. Y aunque fuese tan solo una casa de campo construida por terratenientes burgueses, era hermosa y muy acogedora. Más que una casona era un hogar.

¿Podría convertirse en su hogar como había pensado al ver las fotografías? Frunció el ceño ligeramente, preguntándose por qué de repente lo asaltaban esas ideas. ¿Había llegado a esa edad en que uno empezaba a pensar en sentar la cabeza, en formar una familia? Era algo que hasta entonces jamás se había planteado. Ninguna de las mujeres con las que había estado había despertado esa inquietud en él. Y Tyla menos que ninguna. Era como él: una persona desarraigada que siempre estaba de viaje por su trabajo.

Tal vez por eso habían conectado, porque tenían eso en común. Sin embargo, no se podía sustentar una relación en algo tan nimio, y había cortado con ella porque su culto al cuerpo había acabado cansándolo.

Quizá lo que le ocurriera era que él buscaba algo distinto, algo… Sacudió la cabeza mentalmente. No había ido allí a reflexionar sobre su vida privada, sino para tomar una simple decisión de negocios: si adquirir o no aquella propiedad para añadirla a su extensa cartera inmobiliaria.

Rodeó la casa, paró el coche y le gustó lo que vio cuando se bajó. La parte trasera, que correspondía a las dependencias del servicio, como en todas las casas antiguas, no era tan elegante como la fachada, pero el patio tenía mucho encanto. Estaba empedrado, lo flanqueaban a izquierda y derecha edificios anexos con tejado a dos aguas, y lo adornaban varias jardineras de flores y un banco de madera junto a la puerta de la cocina.

Fue hacia allí para preguntar si podía dejar allí aparcado el coche, pero justo cuando iba a llamar a la puerta esta se abrió, y lo embistió alguien con una gran cesta de mimbre y una abultada bolsa de basura.

Se le escapó un improperio en griego y dio un paso atrás. La persona que había salido como un huracán era una mujer joven, y no demasiado agraciada. Era grande, corpulenta y tenía recogido el cabello –una abundante mata de cabello oscuro y fosco– en una coleta. Llevaba unas gafas redondas, y estaba roja como un tomate. Además, el chándal morado con el que iba vestida era horrendo, y parecía que le sobraban unos cuantos kilos.

Pero no porque fuera tan poco atractiva iba a dejar de conducirse como un caballero.

–No sabe cuánto lo siento –le dijo muy educado–. Quería preguntar si podría dejar mi coche ahí –añadió señalando su vehículo–. Me están esperando; soy Max Vasilikos y he venido a ver a la señora Mountford.

Ella miró el coche antes de mirarlo de nuevo a él. Estaba cada vez más roja. Apoyó la cesta en la cadera, pero no le contestó.

–¿Puedo dejarlo ahí? –insistió Max.

La joven asintió con visible esfuerzo y balbució algo incomprensible. Max esbozó una sonrisa meramente cortés.

–Estupendo –dijo.

Y, olvidándose de ella, se dio media vuelta y rodeó la casa. Al llegar a la entrada, un portón enorme de roble con tachones de hierro, iba a usar la aldaba para llamar, pero se abrió en ese mismo instante. Parecía que aquella joven fortachona había avisado de su llegada.

La fémina que le había abierto no podría ser más distinta de ella. Era bajita, delicada, ultraesbelta… Su pelo rubio ceniza estaba peinado y cortado a la moda, iba perfectamente maquillada, y vestía un modelo de alta costura. La fragancia de su perfume lo envolvió cuando lo invitó a entrar con un ceremonioso ademán.

–Señor Vasilikos… pase, por favor –le dijo con una sonrisa.

Max entró y admiró complacido el amplio vestíbulo con baldosas de piedra y la impresionante escalera que conducía al piso de arriba.

–Soy Chloe Mountford –se presentó la joven rubia–. Nos alegra tanto que haya podido venir…

Max dio por supuesto que era la hija de la señora de la casa, y la siguió hasta una puerta de doble hoja, que ella abrió con teatralidad.

–Mamá, ya está aquí el señor Vasilikos –anunció.

Max se adentró en la estancia, que era una sala de estar en tonos gris pálido y azul claro, con una chimenea de mármol y un montón de muebles. Era evidente que la decoración había sido realizada por un diseñador de interiores, lo cual lo decepcionó un poco. Denotaba un buen gusto demasiado calculado; era demasiado perfecto, como sacado de una revista de decoración.

«No podría sentarme en una sala así; es una decoración demasiado estudiada. Tendría que…». Detuvo ese pensamiento. Estaba adelantando acontecimientos. Aún no había visto el resto de la casa ni había decidido si iba a comprarla.

Sentada en uno de los sofás junto a la chimenea, había una mujer que dedujo que sería la señora Mountford. Era delgada, y vestía con la misma elegancia que su hija. No se levantó al verlo entrar, sino que le tendió su mano enjoyada. Se conservaba bien para su edad, y a juzgar por lo terso que se veía su cuello, adornado con un collar de perlas en doble hilera, sospechaba que había pasado por las manos de un cirujano plástico.

–Señor Vasilikos, es un placer conocerlo –lo saludó sonriente, en un tono gentil–. Le doy la bienvenida a Haughton.

–El placer es mío, señora Mountford –respondió él, acercándose a estrecharle la mano.

Se sentó en el sofá que ella le indicó, a su izquierda, y Chloe Mountford se acomodó en el sofá de enfrente.

–Le agradecemos que se haya tomado la molestia de venir; estamos seguras de que tendrá una agenda apretadísima –dijo la hija–. ¿Va a quedarse mucho tiempo en Inglaterra, señor Vasilikos?

Max se preguntó si tendría intención de tirarle los tejos. Esperaba que no, porque aunque estuviera de moda la delgadez extrema, a él no le gustaban las mujeres que parecían una raspa de pescado. Ni, por supuesto, tampoco las que estaban en el otro extremo.

–Pues no lo tengo pensado aún, la verdad –respondió.

–¡Cómo se nota que es usted un magnate de los negocios!, todo el tiempo de aquí para allá… –comentó Chloe Mountford con una risita.

De pronto se abrió una puerta casi oculta en la pared empapelada, y entró con una bandeja de café la joven grandota con la que se había encontrado al llegar.

Se había cambiado el horrendo chándal por una falda gris y una blusa blanca, y las zapatillas de deporte por unos zapatos planos de cordones, pero le sentaban igual de mal.

–¡Ah, Ellen, ahí estás! –exclamó Pauline Mountford.

La joven avanzó torpemente hacia ellos y dejó la bandeja sobre la mesita.

–Señor Vasilikos, esta es mi hijastra, Ellen.

Max, que la había tomado por una criada, se sorprendió al oír eso.

–¿Cómo está? –murmuró levantándose.

La joven se sonrojó, respondió con un asentimiento de cabeza, y se dejó caer en el otro sofá, junto a su hermanastra. Max volvió a sentarse y no pudo evitar comparar a la una con la otra. No podrían ser más distintas: una bajita, delicada y arreglada con esmero, y la otra grandota y hecha un adefesio.

–¿Quieres que sirva yo el café, o quieres hacer de madre? –le preguntó Ellen Mountford a su madrastra.

Su tono mordaz hizo que Max la mirara con los ojos entornados.

–Es igual; sírvelo tú, por favor –respondió la señora Mountford, ignorando la pulla de su hijastra.

–¿Leche y azúcar, señor Vasilikos? –le preguntó Ellen Mountford.

Su voz sonaba tirante, como si se encontrase incómoda con aquella situación. Observó, ahora que se le había pasado el sonrojo, que tenía un cutis bonito. De hecho, tenía buen color, como si pasase la mayor parte del tiempo al aire libre. La impresión contraria a la que daba su hermanastra, bastante más pálida, que le recordaba a una delicada flor de invernadero.

–Lo tomaré solo, gracias –respondió.

La verdad era que no tenía muchas ganas de café, ni tampoco de charlar, pero comprendía que era una formalidad por la que tenía que pasar antes de que le enseñaran la propiedad.

Ellen Mountford le sirvió el café y le tendió la taza. Él murmuró un «gracias», y apenas la hubo tomado, ella apartó la mano bruscamente, como si el roce de sus dedos le hubiera provocado una descarga eléctrica, y agachó la cabeza, prosiguiendo con su tarea. Le pasó una taza a su madrastra, otra a su hermanastra, y finalmente se sirvió la suya y se puso a remover el café con la cucharilla.

Max se echó hacia atrás, cruzó una pierna sobre la otra, y tomó un sorbo de café.

–Bueno, ¿y cómo es que quieren deshacerse de un lugar tan hermoso? –le preguntó a Pauline Mountford con una sonrisa cortés.

–Pues… ¡es que esta casa alberga tantos recuerdos! –exclamó la viuda–. Y desde que mi marido murió me resulta demasiado doloroso seguir viviendo aquí. Sé que tengo que ser fuerte y empezar una nueva vida –suspiró con resignación–. Será muy duro, pero… –sacudió la cabeza, entristecida.

–Pobre mamá… –murmuró su hija, dándole unas palmadas en el brazo antes de volverse hacia él–. Hemos tenido un año horrible –le dijo.

–Lamento su pérdida –respondió Max–. Pero comprendo las razones por las que quieren vender la propiedad.

Ellen Mountford plantó su taza en la mesita, y el brusco ruido hizo que girara la cabeza hacia ella. Tenía los labios apretados, y sus mejillas volvían a estar teñidas de rubor.

–Tengo que ir a ver cómo va la comida –dijo levantándose abruptamente.

Cuando se hubo marchado, su madrastra se inclinó hacia él y le confió en voz baja:

–La pobre Ellen se tomó muy mal la muerte de su padre. Estaba muy unida a él. Quizá demasiado –dijo con un suspiro. Pero de pronto mudó su expresión sombría y esbozó una sonrisa–: Bueno, seguro que quiere ver el resto de la casa antes de almorzar. Chloe estará encantada de mostrársela –dijo riéndose.

Su hija se levantó y él hizo lo mismo. Sí que estaba impaciente por ver la casa; no quería escuchar más detalles sobre la vida personal de la familia Mountford, que no le interesaban en lo más mínimo.