Una novia esquiva - Stephanie Laurens - E-Book
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Una novia esquiva E-Book

Stephanie Laurens

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Beschreibung

Cuatro héroes, cuatro viajes, cuatro amores… en El cuarteto de la Cobra Negra Endurecido por la batalla, completamente imparable, el héroe masculino por excelencia, un ex oficial al servicio de la Corona, se enfrentó al mortífero enemigo conocido como la Cobra Negra. Pero cuando más comprometido estaba en su misión, se encontró con una dama a la que jamás había soñado volver a ver, y esa dama llevaba a un asesino pegado a los talones. Ella lo había seguido en secreto, ignorante de que su camino era letal, o de que se uniría a él para pelear contra un peligroso enemigo. A través de cada constante peligro, a través de la pasión, el deseo y el éxtasis, emprenderán la apresurada carrera para llegar a Inglaterra… y a su destino.

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Seitenzahl: 720

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009, Savdek Management Proprietary Ltd.

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una novia esquiva, n.º 14 - febrero 2022

Título original: The Elusive Bride

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Amparo Sánchez

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-622-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Prólogo

 

 

 

 

 

2 de septiembre de 1822

Carretera de Poona a Bombay

 

—¡Ul… ul… ul… ul… ul!

Los gritos de guerra de sus perseguidores se acallaron momentáneamente cuando Emily Ensworth y su escolta tomaron a toda velocidad la siguiente curva. Con la mirada fija en la superficie de la carretera de tierra, ella se concentró en azuzar a su yegua para que corriera más deprisa, en huir montaña abajo por la carretera como si su vida dependiera de ello.

Pues sospechaba que así era.

Estaban a medio camino de la carretera que descendía desde Poona, capital de la India, durante los monzones, para el escalafón más alto de los británicos que gobernaban Bombay. La propia Bombay se encontraba todavía a varias horas de difícil ruta. Alrededor de ellos, la habitualmente serena belleza de las colinas con sus majestuosos abetos y cortante aire fresco fue de nuevo rota por los gritos de los jinetes que los perseguían.

Poco antes había podido verlos claramente. Vestidos con sus ropas tradicionales, su seña de identidad era un pañuelo de seda negra atado alrededor de la cabeza y dejando las largas puntas volando al aire como si se tratara de centelleantes espadas, esos hombres los seguían, cabalgando salvajemente.

Sus perseguidores eran sectarios de la Cobra Negra. Había oído las horripilantes historias que se contaban de ellos, y no tenía ningún deseo de aparecer en el siguiente y espeluznante capítulo.

Su escolta, comandada por el joven capitán MacFarlane, y ella habían huido a galope tendido, pero los fanáticos habían conseguido de algún modo acortar la distancia. Al principio ella había confiado en que las tropas, y ella misma, podrían escapar, pero ya no estaba tan segura.

El capitán MacFarlane cabalgaba a su lado. Con la mirada fija en la empinada carretera, ella lo percibió mirar hacia atrás, y un momento después, mirarla a ella. Estaba a punto de espetarle que era una consumada amazona, como ya debería haberse dado cuenta, cuando él miró al frente y señaló.

—¡Allí! —MacFarlane gesticuló hacia su teniente—. Esas dos rocas en el siguiente tramo. Podré contenerlos con otros dos hombres el tiempo suficiente para que la señorita Ensworth y el resto de vosotros os pongáis a salvo.

—¡Yo me quedo con usted! —gritó el teniente por encima de la cabeza de Emily—. Binta y los demás pueden seguir con la memsahib.

La memsahib, Emily, fijó la mirada en las rocas. Dos altas y voluminosas piedras que enmarcaban la carretera, con la empinada colina a un lado y una caída igualmente empinada al otro. Ella no era ningún general, pero, si bien tres hombres podrían retrasar a sus perseguidores, jamás podrían contenerlos.

—¡No! —Emily miró a MacFarlane sin dejar de galopar—. Nos quedaremos todos, o seguiremos todos.

—Señorita Ensworth —los ojos azules del capitán se clavaron en su rostro, la mandíbula encajada—, no hay tiempo para discutir. Irá con el grueso de la tropa.

Por supuesto ella discutió, pero él no quiso escuchar.

Tan poco caso hizo de sus palabras, que Emily comprendió de repente que el joven sabía que no iba a sobrevivir. Sabía que moriría, allí en esa carretera, y que no sería una muerte dulce.

El capitán lo había aceptado.

Su valentía la impresionó, dejándola sin palabras mientras, tras alcanzar las rocas, se detenían, arremolinándose para escuchar las órdenes de MacFarlane.

A continuación, él alargó una mano, agarró la brida del caballo de Emily y la apartó del grupo.

—Tome —el capitán sacó un sobre acolchado del interior de su chaqueta y lo arrojó en sus manos—. Tómelo, diríjase al encuentro del coronel Derek Delborough. Está en el fuerte de Bombay —los ojos azules se clavaron en los suyos—. Es vital que le entregue esto, a él y solo a él. ¿Lo ha entendido?

—Coronel Delborough —ella asintió aturdida—, en el fuerte.

—Eso es. ¡Y ahora a cabalgar! —él le dio una palmada a la yegua en la grupa.

El caballo dio un brinco mientras Emily guardaba el sobre debajo de su chaqueta de montar y agarraba las riendas con fuerza. Detrás de ella, la tropa se acercaba a gran velocidad, rodeándola mientras proseguían con la huida.

Al tomar la siguiente curva, ella miró hacia atrás. Dos miembros de la tropa estaban tomando posiciones a cada lado de las rocas. MacFarlane estaba soltando a los caballos, gesticulando para que se marcharan.

Una vez superada la curva los perdió de vista.

Tenía que continuar. El capitán no le había dado ninguna opción. Si no llegaba a Bombay y entregaba ese paquete, su muerte, su sacrificio, sería en balde.

Y eso no podía suceder. Emily no podía permitir que sucediera.

Sin embargo, ese hombre era tan joven…

Sintiendo el escozor de las lágrimas en los ojos, parpadeó con rabia para contenerlas.

Tenía que concentrarse en la maldita carretera y seguir cabalgando.

 

 

Más tarde ese mismo día

Fuerte de la Compañía de las Indias Orientales, Bombay

 

Emily miró fijamente al guardia cipayo apostado junto a las puertas del fuerte.

—¿El capitán MacFarlane?

Siendo sobrina del gobernador de Bombay, de visita en casa de su tío desde hacía seis meses, tenía derecho a preguntar y a esperar que le contestaran.

El cipayo palideció a pesar de su piel olivácea. La mirada que posó sobre ella estaba cargada de tristeza y compasión.

—Lo siento mucho, señorita, pero el capitán ha muerto.

Emily ya lo sabía, aun así… bajó la mirada y tragó con dificultad, antes de levantar la cabeza y respirar hondo. Volvió a clavar la mirada, todavía más fijamente, sobre el hombre.

—Deseo hablar con el coronel Delborough. ¿Dónde puedo encontrarlo?

 

 

La respuesta había sido que estaba en el bar de oficiales, en el porche acristalado del comedor. Emily no estaba segura de si resultaba aceptable que ella, una mujer, entrara en ese lugar, pero ese detalle no le iba a impedir hacerlo.

Idi, la doncella india que había tomado prestada de entre los empleados de su tío, la seguía de cerca mientras subía las escaleras. Al adentrarse en la penumbra del porche, ella se detuvo para acomodar la vista.

Tras conseguirlo, recorrió con la mirada el porche de izquierda a derecha, registrando el familiar entrechocar de las bolas de billar que surgía de una habitación contigua. Varios oficiales en grupos de dos y de tres se reunían en torno a mesas redondas, y al fondo a la derecha, había un grupo más numeroso. Por supuesto todos se habían dado cuenta de su llegada.

—¿Señorita? —un sirviente se acercó rápidamente.

—Busco al coronel Delborough —Emily desvió la mirada del grupo al rostro del muchacho—. Se me ha informado de que estaría aquí.

—Sí, señorita —el chico asintió repetidamente antes de girarse y señalar hacia el grupo más grande al fondo—. Está allí con sus hombres.

¿Había sido MacFarlane uno de los hombres de Delborough? Emily le dio las gracias al muchacho y se dirigió hacia la mesa de la esquina.

Había cuatro oficiales muy corpulentos sentados a esa mesa. Los cuatro se levantaron lentamente al acercarse ella. Emily recordó que Idi la seguía de cerca y se detuvo para indicarle a la doncella que se sentara en una silla a un lado del porche.

—Espérame allí.

Sujetándose el extremo del sari y cubriéndose el rostro, Idi asintió y se sentó.

Emily respiró hondo y alzó la cabeza antes de continuar la marcha.

Mientras se acercaba observó a los hombres, aunque no sus rostros. No necesitaba mirarlos para saber que sus expresiones serían sombrías. Habían sido informados de la muerte de McFarlane, y casi con total seguridad sabían cómo se había producido, algo que, estaba segura, ella no quería saber. Pero en lo que sí se fijó fue en los cuatro pares de anchos hombros, en busca de los galones de coronel.

Pensó que en el lenguaje coloquial de las damas, esos hombres serían calificados de «impresionantes», con sus anchos torsos, su elevada estatura y ese aire de fuerza física bruta. Le sorprendió no haber visto a ninguno de ellos en los salones que había visitado con su tía durante los últimos meses.

Había otro capitán, más rubio que MacFarlane, y dos mayores, uno de cabello castaño claro… Emily tuvo que arrastrar la mirada hasta el otro mayor, el de cabellos oscuros y revueltos, y finalmente encontró al coronel, supuestamente Delborough. Él también tenía el cabello oscuro.

Emily se detuvo delante de él, fijó la mirada en su rostro y encajó la mandíbula ante las emociones que se desprendían de esa mesa. No podía permitirse que la arrastraran con ellos, que la hicieran caer. Que la hicieran llorar. Ya había llorado bastante al llegar a casa de su tío, y ella no había conocido a MacFarlane como esas cuatro personas, a juzgar por la intensidad de sus expresiones.

—¿Coronel Delborough?

—¿Señora?

—Soy Emily Ensworth, la sobrina del gobernador. Yo… —recordando las instrucciones de MacFarlane, solo debía entregar el sobre a Delborough y a nadie más, miró a los otros tres hombres—. Me gustaría, si fuera posible, hablar con usted en privado, coronel.

Delborough titubeó antes de contestar.

—Cada uno de los hombres sentados a esta mesa es un viejo amigo y colega de James MacFarlane. Trabajábamos juntos. Si el asunto que se trae entre manos conmigo tiene algo que ver con James, le pediría que hablara delante de todos.

El coronel tenía una mirada cargada de agotamiento y tristeza. Un vistazo a los otros tres y a sus rígidas expresiones, muy contenidas, la convenció y asintió.

—De acuerdo.

Había una silla vacía entre los dos mayores. El de cabellos castaños la sujetó para ella.

—Gracias —Emily le sostuvo brevemente la mirada. Tenía los ojos de un color avellana algo más oscuro que los suyos propios.

Ignorando el repentino cosquilleo en su estómago, ella se sentó y dirigió la mirada intencionadamente al frente, encontrándose con una botella de aguardiente casi vacía en el centro de la mesa.

Con un ligero arrastrar de las sillas, los hombres se sentaron de nuevo.

—Comprendo que esto pueda parecerle irregular —ella miró a Delborough—, pero me gustaría tomar un poco de eso…

—Es aguardiente —él le sostuvo la mirada.

—Lo sé.

El coronel le hizo una seña al camarero para que llevara otro vaso. Mientras esperaban, y por debajo de la mesa, ella abrió el bolso y sacó el sobre de MacFarlane.

El muchacho les llevó el vaso, y Delborough le sirvió un poco.

Con una sonrisa torcida, ella aceptó la copa y tomó un pequeño sorbo. El fuerte sabor le hizo arrugar la nariz, pero su tío le había permitido tomar licores de forma experimental, y conocía sus propiedades para infundir valor. Antes de dejar el vaso sobre la mesa tomó otro sorbo más grande. Reprimió el impulso de mirar al mayor de cabellos castaños y fijó su mirada en Delborough.

—Pregunté en la entrada y me lo han contado. Siento mucho que el capitán MacFarlane no consiguiera regresar.

La expresión de Delborough no podría haber sido más pétrea, aunque hizo una inclinación de cabeza.

—Si pudiera contarnos qué sucedió desde el principio, nos ayudaría a comprender.

—Sí, por supuesto —Emily se aclaró la garganta—. Salimos de Poona muy temprano.

Contó la historia con sencillez, sin adornos.

Al llegar al punto en que se había separado del galante capitán, hizo una pausa y apuró el vaso.

—Intenté discutir con él, pero no quiso escucharme. Me apartó a un lado, un poco más adelante, y me entregó esto —ella dejó el paquete sobre la mesa y lo deslizó hacia Delborough—. El capitán MacFarlane me pidió que le entregara esto.

Emily terminó su relato con el menor número de palabras posibles y concluyó:

—Se volvió con unos pocos hombres, y los demás vinieron conmigo.

Cuando dejó de hablar, el inquietante mayor sentado a su izquierda se removió en la silla.

—Y usted los envío de vuelta en cuanto se sintió a salvo —habló con delicadeza. Ella se volvió hacia él y le sostuvo la mirada color avellana, y él continuó—, lo hizo lo mejor que pudo.

En cuanto había tenido Bombay a la vista, Emily había insistido en que todos salvo dos hombres de la tropa regresaran a ayudar a sus compañeros. Por desgracia, habían llegado demasiado tarde.

—Hizo lo correcto —Delborough posó una mano sobre el paquete y lo deslizó hacia él.

—No sé qué contiene —Emily parpadeó repetidamente antes de alzar la barbilla sin apartar la mirada del paquete—, no he mirado, pero sea lo que sea… espero que haya merecido la pena, que haya merecido el sacrificio que él hizo —fijó la mirada en la de Delborough—. Lo dejo en sus manos, coronel, tal y como le prometí al capitán MacFarlane que haría —se apartó de la mesa.

Los cuatro hombres se levantaron. El mayor de cabellos castaños le sujetó la silla.

—Permítame organizar una escolta para que la acompañe de regreso a casa del gobernador.

—Gracias, mayor —Emily hizo una elegante inclinación de cabeza.

¿Quién era ese hombre? Sentía de nuevo mariposas en el estómago. El mayor estaba más cerca que antes, y ella no estuvo segura de que esa sensación de embriaguez que sentía fuera debida al aguardiente.

—Buenas noches, coronel —Emily se obligó nuevamente a centrar su atención en Delborough y los otros dos hombres—. Caballeros.

—Señorita Ensworth —todos hicieron una reverencia.

Dándose media vuelta, Emily regresó al porche con el mayor caminando despacio a su lado. Le hizo una seña a Idi, que se apresuró a seguirle el paso.

Ella se fijó en la forzada expresión vacía del mayor antes de aclararse la garganta.

—Entiendo que todos se conocían bien, ¿es así?

—Sirvió con nosotros, a nuestro lado, durante más de ocho años. Era un compañero y un buen amigo.

Emily se había fijado en sus uniformes, pero de repente algo llamó su atención. Miró nuevamente al mayor.

—No son regulares.

—No —él torció los labios—. Trabajamos para Hastings.

El marqués de Hastings, el gobernador general de la India. ¿Ese grupo, y MacFarlane, habían trabajado directamente para él?

—Entiendo —no era así, pero estaba segura de que su tío podría ilustrarla.

Salieron a las escaleras del porche.

—Si no le importa esperar aquí un momento…

No era una pregunta. Emily se detuvo y, con Idi a su lado, observó al mayor levantar una mano para llamar la atención de un sargento cipayo que entrenaba a su tropa en la plaza.

El sargento se presentó enseguida. Con unas pocas palabras, el mayor organizó un grupo de cipayos para escoltarla de regreso a la residencia del gobernador, en el centro de la ciudad.

El innato, aunque discreto, aire de mando, y la atención y buena disposición, incluso entusiasmo, del sargento por obedecer, resultó tan impresionante como la presencia física del mayor.

Mientras los cipayos se apresuraban a formar delante de las escaleras, Emily se volvió hacia el soldado que estaba a su lado y le ofreció una mano.

—Gracias, mayor…

—Mayor Gareth Hamilton, señorita Ensworth —él tomó la delicada mano en la suya, fuerte y cálida. Tras soltarla, se volvió hacia los cipayos, formados en perfecto orden y asintió a modo de aprobación antes de volverse de nuevo hacia ella.

Sus miradas se fundieron.

—Por favor. Tenga cuidado.

—Sí, por supuesto —Emily parpadeó. Su corazón galopaba inusualmente rápido. Todavía sentía la presión de los dedos del mayor sobre los suyos. Tomando un muy necesario aliento, inclinó la cabeza y descendió hasta el polvoriento suelo.

—Buenas noches, mayor.

—Buenas noches, señorita Ensworth.

Gareth permaneció en las escaleras y observó a Emily Ensworth alejarse sobre la tierra quemada por el sol, hacia las enormes puertas del fuerte. Con su piel de porcelana de tono rosado y puro, sus delicados rasgos y suaves cabellos castaños, tenía un aspecto completamente británico, la personificación de las encantadoras damas inglesas que lo había acompañado durante todos sus años de servicio.

Sin duda ese era el motivo por el que sentía que acababa de conocer su futuro.

Pero no podía ser ella, no en ese momento.

En ese momento, el deber lo reclamaba.

El deber, y el recuerdo de James MacFarlane.

Volviéndose, subió las escaleras y regresó al interior.

 

 

3 de septiembre de 1822

En mi habitación de la residencia del gobernador, Bombay

 

Querido diario:

 

He esperado tanto tiempo, y debo admitir que había adquirido la costumbre de imaginar que jamás sucedería, que ahora que puede que haya sucedido, me siento bastante recelosa. ¿Sería esto a lo que se referían mis hermanas cuando decían que simplemente lo sabría? Desde luego, mi estómago y mis nervios han demostrado ser particularmente sensibles a la presencia del mayor Hamilton, tal y como vaticinaron Ester, Meggie y Hilary, pero ¿hasta qué punto es un indicador fiable?

Por otra parte, da la impresión de que se trata de uno de los habituales trucos del destino. Y aquí estoy, prácticamente finalizando mi estancia en la India, un viaje emprendido con la intención de ampliar mis horizontes, es decir caballeros casaderos, exponiéndome a más especímenes de diferentes características de manera que mi conocida reluctancia recibiera suficiente información para, por fin, encontrar a alguien que me llamara la atención, y después de todo un día, apenas he conseguido saber su nombre y rango.

No me sirve de nada que la tía Selma permanezca en Poona, demasiado lejos para darme sus consejos, por tanto toda la información que necesito debe llegarme de mi tío, aunque mi tío Ralph suele contestar sin pensar en la motivación detrás de la pregunta, lo cual está muy bien.

Hasta que no averigüe algo más sobre el mayor Hamilton, no podré saber si es «él»… mi «él», el caballero destinado a mí, de manera que mi necesidad más apremiante es averiguar más acerca de él, pero ¿a través de quién?

Además, necesito pasar más tiempo en su compañía, pero ¿cómo?

Debo afanarme en encontrar la manera, solo me quedan unos pocos días.

Y después de todos estos años esperando a que aparezca, después de haber llegado hasta aquí antes de conocerlo, zarpar lejos de aquí y dejar a mi «él» atrás no es ninguna opción posible.

E.

 

 

10 de septiembre de 1822

Residencia del gobernador, Bombay

 

Emily frunció el ceño ante el sirviente indio parado bajo el rayo de sol que iluminaba la alfombra de seda del salón de su tía.

—¿Se marcha?

—Sí, señorita —el muchacho, Chandra, asintió—. Se dice que sus otros amigos y él han dimitido de sus puestos porque están hundidos por la muerte de su amigo el capitán.

Emily se resistió al impulso de sujetarse la cabeza entre las manos y tironear de sus trenzas. ¿Qué demonios estaba haciendo Hamilton? ¿Cómo podía ser su «él» si era tan cobarde como para huir a casa, a Inglaterra? ¿Qué había pasado con el honor y con vengar la muerte de un amigo, un compañero asesinado de la manera más espantosa y horripilante?

La visión de los cuatro hombres alrededor de la mesa del bar de oficiales apareció en su mente y el ceño se hizo más profundo.

—¿Todos, los cuatro, han dimitido?

Cuando Chandra asintió, ella pidió más aclaraciones.

—¿Y todos regresan a Inglaterra?

—Eso es lo que dicen. He hablado con algunos que conocen a sus sirvientes, todos están entusiasmados con la idea de ver Inglaterra.

Emily se reclinó en el asiento tras el escritorio de su tía, y pensó de nuevo en esos cuatro hombres, en lo que había percibido en ellos, recordó el sobre que había dejado en manos de Delborough, y sacudió la cabeza para sus adentros. Ya resultaba difícil aceptar que uno solo de esos cuatro hombres huyera como un cobarde, pero ¿los cuatro? Todavía no iba a perder su fe en Hamilton.

Estaban tramando algo.

Y ella se preguntó el qué.

Tenía previsto embarcarse el dieciocho de ese mes, rumbo a Southampton vía El Cabo. Necesitaba averiguar más sobre Hamilton, mucho más, antes de marcharse. En cuanto estuviera convencida de que no era tan cobarde como sus últimas acciones le hacían parecer, y tras asegurarse de que regresaba a casa, podría, de algún modo, hacer lo necesario para volverse a encontrar con él allí.

Pero antes…

—Quiero que te dediques al mayor Hamilton —Emily devolvió su atención a Chandra—. Averigua todo lo que puedas sobre sus planes, no solo de sus empleados, sino también del cuartel o de cualquier otro sitio al que vaya. Pero, hagas lo que hagas, que no te pillen.

—Puede confiar en Chandra, señorita —la amplia sonrisa del muchacho reveló una blanca dentadura sobre el rostro de caoba.

—Sí, lo sé —ella sonrió.

Lo había descubierto apostando, algo prohibido entre el servicio doméstico del gobernador, pero, al saber que su necesidad de rupias era para pagar la medicina de su madre, había conseguido que le avanzaran el dinero de su sueldo y que su madre, que trabajaba también en la mansión del gobernador, recibiera mejores cuidados. Desde entonces, Chandra había sido su fiel servidor. Además, era avispado, observador, y prácticamente invisible en las bulliciosas calles de Bombay, demostrando ser extremadamente útil para seguir a Hamilton y a los otros tres.

—Una cosa, ¿Hamilton no tiene otros amigos ingleses, solo esos tres oficiales?

—Así es, señorita. Todos llegaron de Calcuta hace unos meses, y no se relacionan con nadie más.

Lo cual explicaría por qué ella no había sabido nada de Hamilton a través del entramado social de Bombay. Asintió hacia Chandra.

—De acuerdo. Hazme saber lo que averigües.

 

 

15 de septiembre de 1822

Residencia del gobernador, Bombay

 

—¿Que se ha marchado? —Emily miró fijamente a Chandra—. ¿Cuándo? ¿Y cómo?

—Esta mañana, señorita. Tomó el balandro con destino a Adén.

—¿Él y sus sirvientes?

—Eso he oído, señorita. Ya se habían marchado cuando llegué.

—¿Y los otros tres? —preguntó ella, la mente le funcionaba a velocidad de vértigo—, ¿ellos también se han ido?

—Solo he podido averiguar dónde estaba el coronel, señorita. Al parecer zarpó esta mañana en el barco de la compañía. A todo el mundo le sorprendió. Nadie sabía que fuera a marcharse tan pronto.

El barco de la compañía era un gigantesco East Indiaman que se dirigía a Southampton vía El Cabo. Ella iba a embarcar en uno igual en pocos días.

—A ver qué puedes averiguar sobre los otros dos, el otro mayor y el capitán —si los cuatro habían abandonado precipitadamente Bombay…

Chandra hizo una reverencia y se marchó.

Emily sintió un inminente dolor de cabeza.

Gareth Hamilton, el que podría ser su «él», había abandonado Bombay por una ruta diplomática. ¿Por qué?

Independientemente de sus motivos, la repentina marcha le dejó una importante pregunta sin respuesta, y una decisión todavía más importante a tomar. ¿Era su «él», o no? Necesitaba pasar más tiempo con él para saberlo. Si quería conseguir ese tiempo, quizás podría seguirlo. Pero tenía que actuar con rapidez

¿Debería seguirlo o dejarlo marchar?

Emily cerró los ojos y revivió los minutos en el bar de oficiales, el único momento en el que había podido juzgarlo. Recordó de una manera sorprendentemente vívida la sensación de sus dedos cerrándose sobre su mano, sintió de nuevo esa extraña aceleración de su pulso, el escalofrío que había activado sus nervios.

Sintió, recordó, revivió.

Soltó un suspiro y abrió los ojos. Había una cuestión que no se podía ignorar.

De todos los hombres que había conocido en su vida, únicamente Gareth Hamilton la había afectado mínimamente.

Únicamente él había acelerado su corazón.

 

 

16 de septiembre de 1822

Residencia del gobernador, Bombay

 

—Buenas noches, tío —Emily entró en el comedor y se sentó a la derecha de su tío. Estaban ellos dos solos. Su tía seguía en Poona, lo cual era una suerte. Desplegó la servilleta y sonrió al mayordomo mientras esperaba a que le sirviera y se apartara de la mesa antes de continuar hablando—. Tengo una noticia que darte.

—¿Y eso? —su tío Ralph la miró con fingida cautela.

—No te preocupes, solo supondrá un pequeño cambio de planes —ella sonrió. Siempre se había llevado bien con Ralph—. Como bien sabes, estaba previsto que embarcara en el barco de la compañía dentro de dos días, pero después de hablar con algunas personas, he decidido que, dado que llegué por esa ruta, debería regresar a casa por otro camino más directo y bonito —agitó el tenedor en el aire—. Podría ver Egipto y las pirámides, y dado que se trata de la ruta diplomática, es poco probable que corra algún peligro y habrá muchas embajadas y consulados a los que acudir en busca de ayuda si algo sucediera.

—A tu padre no va a gustarle la idea —Ralph masticó y frunció el ceño—, pero, claro está, él no lo sabrá, no hasta que estés de nuevo frente a él.

—Sabía que podía confiar en que captarías lo esencial. Realmente no hay ningún motivo para no regresar a casa por ese camino.

—Eso suponiendo que encuentres un pasaje con tan poco tiempo. Tus padres te esperan dentro de cuatro meses, viajando vía El Cairo les darás una sorpresa, siempre que encuentres un camarote —al ver el rostro de su sobrina iluminarse, Ralph lo comprendió—. Doy por hecho que ya lo has encontrado.

—Sí —Emily asintió—, en uno de los balandros que utiliza la compañía normalmente, de manera que el capitán y la tripulación son de confianza.

—Bueno —tras reflexionar sobre las palabras de su sobrina, Ralph asintió—, eres la jovencita más sensata que he conocido jamás, y llevarás contigo a Watson y a Mullins, de modo que supongo que estarás bien —enarcó una ceja—. Entonces, ¿cuándo te marchas?

Capítulo 1

 

 

 

 

 

17 de septiembre de 1822

En mi camarote a bordo del balandro Mary Alice

 

Querido diario:

 

Como de costumbre, voy a procurar registrar mis pensamientos a las cinco de la tarde cada día, antes de vestirme para la cena. Esta mañana he zarpado de Bombay, y tengo entendido que estamos haciendo un buen tiempo mientras el Mary Alice se desliza a través de las olas hacia Adén.

Y sí, reconozco que es innegablemente osado por mi parte perseguir a un caballero tal y como estoy persiguiendo al mayor Hamilton, pero, como todos sabemos, la fortuna favorece a los atrevidos. Además, incluso mis padres aceptarían la necesidad, pues ellos fueron los que me enviaron a Bombay porque me resistía a elegir a ninguno de los jóvenes que se ofrecían a mí, optando en cambio por esperar a mi «él», tal y como hicieron mis hermanas y, sospecho, mis cuñadas también. Siempre he sostenido que era una cuestión de esperar a que apareciera el hombre adecuado y, si el mayor Hamilton demuestra ser mi hombre adecuado, entonces a la avanzada edad de veinticuatro años dudo que nadie pueda discutir mi elección de perseguirlo.

Claro está, todavía tengo que determinar si es realmente mi «él», pero eso solo podré decidirlo después de volver a verlo.

A propósito de lo cual… él y su grupo me llevan dos días de ventaja.

Me pregunto: ¿cómo de rápido puede avanzar un balandro?

E.

 

 

1 de octubre de 1822

En mi camarote a bordo del Mary Alice

 

Querido diario:

 

La respuesta a mi última pregunta es: «impresionantemente rápido», cuando todas las velas están izadas. El hecho de que me esté mostrando excepcionalmente encantadora con el capitán, desafiándolo a que demuestre lo rápido que puede avanzar su barco ha supuesto un nada despreciable beneficio. En algún momento de la noche pasada adelantamos al Egret, el balandro en el que viajan el mayor y sus empleados. Con suerte y vientos a favor, desembarcaré en Adén antes que él, y él no tendrá ningún motivo para sospechar que yo he embarcado para seguirlo.

E.

 

 

2 de octubre de 1822

Adén

 

—Pero ¿qué…? —Gareth Hamilton estaba de pie en la proa del Egret mirando con incredulidad el parasol de color rosa claro que se abría paso entre la multitud del muelle.

Habían seguido a otro balandro de la compañía hasta el puerto, y habían tenido que esperar a que los pasajeros de ese navío, el Mary Alice, desembarcaran primero.

 

 

El equipaje del mayor, junto con los bultos más pequeños transportados por su reducido aunque eficaz grupo de empleados domésticos: un ayudante personal, Bister, el sirviente interno, Mooktu, un antiguo cipayo, y su esposa Arnia, estaba siendo amontonado en ese mismo instante sobre el muelle de madera, pero esa no era la causa de la consternación, por decirlo suavemente, del mayor.

Se había fijado en el parasol bamboleándose por la pasarela del Mary Alice, amarrado casi al final del largo muelle. Había visto a su portadora, una dama vestida en el mismo tono de rosa, que se abría paso entre la multitud. Ella y el contingente de empleados que la seguía de cerca, con un atlético hombre abriendo paso a través de la ruidosa y bulliciosa muchedumbre, tuvieron que pasar junto al Egret para dirigirse a la ciudad.

Hasta ese momento no había podido ver el rostro de la portadora del parasol, pero al pasar junto al Egret, ella había apartado el parasol a un lado y mirado hacia arriba, y él había contemplado… un rostro que no había esperado volver a ver.

Un rostro que desde hacía semanas, atormentaba sus sueños.

Pero casi de inmediato el maldito parasol había vuelto a su lugar ocultándola de su vista.

—¡Maldita sea! —una parte de su mente le estaba asegurando que no podía ser ella, que estaba viendo lo que quería ver… pero otra parte, una parte más visceral, ya estaba completamente segura.

Dudó, esperando ver de nuevo ese rostro, para asegurarse de que era verdad.

Pero un movimiento entre la multitud más allá del parasol llamó su atención.

Sectarios.

Al mayor se le congeló literalmente la sangre. Sabía que lo estarían esperando, él y su gente esperaban un recibimiento.

Pero Emily Ensworth y sus empleados no se lo esperaban.

Sin pensárselo dos veces saltó por la barandilla y aterrizó sobre el muelle, la mirada fija en Emily.

Se puso en pie con un fuerte impulso, cargando con su cuerpo a través de la multitud. Llegó justo a tiempo para agarrarla y apartarla del cuchillo que uno de los fanáticos había lanzado contra ella.

El respingo de Emily quedó ahogado en la cacofonía de sonidos, exclamaciones, gritos y alaridos. Más personas habían visto la amenazadora espada, pero en el mismo instante en que la multitud se giró para, con gran algarabía, buscar al culpable, los sectarios se desvanecieron. De estatura más elevada que la media, Gareth los vio retirarse. Por encima de las cabezas de la gente, uno de los fanáticos, un hombre mayor y de barba negra le sostuvo la mirada. Incluso a tanta distancia, Gareth sintió la maldad en la mirada del hombre, que a continuación se volvió y fue engullido por la multitud.

—¿Lo seguimos? —Mooktu apareció al lado de Gareth.

Bister ya se había adelantado inspeccionando a la muchedumbre.

El instinto de Gareth le gritaba que los siguiera, que los persiguiera y le diera su merecido a cualquiera de esos fanáticos que pudiera encontrar. Pero… bajó la mirada hasta el rostro de la mujer que todavía sujetaba en sus brazos, las manos cerradas sobre sus antebrazos.

Sin el obstáculo del parasol, pudo contemplar los grandes ojos de color avellana verdoso. Contempló un rostro que era tan perfecto como el que recordaba, pero muy pálido. Estaba aturdida.

Por lo menos no gritaba.

—No —desvió la mirada hacia Mooktu—. Vamos a largarnos de aquí, lejos de los muelles, rápido.

—Reuniré a los demás —Mooktu asintió.

Sin esperar un segundo, el hombre se marchó dejando a Gareth al cuidado de la señorita Ensworth. Delicadamente la dejó de pie, como si fuera de porcelana y pudiera romperse en cualquier instante.

—¿Se encuentra bien?

La calidez, el calor, de las manos del mayor la abandonaron y Emily consiguió parpadear.

—S…sí —sin duda eso era lo más parecido a una conmoción.

Lo cierto era que Emily se sorprendió de no haberse desmayado. El mayor la había agarrado, apartándola del peligro, abrazándola con fuerza, aplastándola contra un costado de su cuerpo. Ese cuerpo sólido, excesivamente cálido, por no decir ardiente.

Emily estuvo segura de que jamás volvería a ser la misma.

—Ah… —¿Dónde estaba el abanico cuando más se necesitaba? Miró a su alrededor, y un sonido llegó de repente a sus oídos. Todo el mundo hablaba en varios idiomas diferentes.

Hamilton no se había movido, firme como una roca en medio de ese mar de humanidad. Emily no se sintió demasiado orgullosa escondiéndose tras él.

Al fin localizó a Mullins, el feroz y canoso exsoldado encargado de su protección, que se acercaba entre la gente. Justo antes del ataque, una oleada de cuerpos lo había empujado hacia delante separándolos, y en ese instante el atacante se había interpuesto entre Watson, su guía, que la seguía de cerca, y ella.

Su gente iba armada, pero tras haber perdido al asaltante en medio del tumulto, habían ido regresando. Mullins reconoció a Hamilton como un soldado a pesar de que no llevara uniforme y elevó una mano hacia la sien en un breve saludo.

—Gracias, señor, no sé qué habríamos hecho sin usted.

Emily se fijó en cómo Hamilton apretaba los labios, y agradeció que no afirmara lo evidente, que de no haber sido por su intervención ella estaría muerta.

El resto del grupo se reunió. Sin necesidad de que se lo pidieran, ella hizo rápidamente las presentaciones: Mullins, Watson, Jimmy, el joven sobrino de Watson, y Dorcas, su muy inglesa doncella.

Hamilton saludó con una inclinación de cabeza antes de desviar la mirada de ella a Watson.

—¿Dónde tenían pensado alojarse?

 

 

Hamilton y su gente, un ayudante personal de veintitantos años, aunque con la experiencia grabada en el rostro, feroz guerrero pastún, y su idénticamente feroz esposa, escoltaron al grupo lejos de los muelles y subieron el equipaje de ambos grupos a un carro de madera para continuar por las calles de Adén hasta llegar al límite del barrio diplomático y el discretamente elegante hotel que el tío de Emily había recomendado.

Hamilton se detuvo en la calle frente al edificio, estudiando la fachada atentamente.

—No —sentenció con calma mientras la miraba a ella y luego a Mullins—. No pueden quedarse aquí. Hay demasiadas entradas.

De nuevo estupefacta, y sin que hubiera sido capaz aún de controlar sus sentidos lo suficiente como para poder reflexionar sobre las implicaciones del ataque de los sectarios, Emily miró a Mullins y lo descubrió asintiendo.

—Tiene razón —concedió el hombre—. Una trampa mortal, eso es lo que es —desvió la mirada hacia Emily antes de continuar—, dadas las circunstancias.

—Por lo menos de momento —Hamilton continuó delicadamente antes de que ella pudiese protestar—, me temo que nuestros dos grupos van a tener que permanecer juntos.

Ella se lo quedó mirando.

—Necesitamos encontrar un lugar mucho menos… llamativo —él captó su mirada.

 

 

No podía haber nada menos llamativo que la casa del barrio árabe en la que Emily se encontró descansando un rato después. No demasiado lejos de los muelles, y en dirección opuesta a la zona habitada por los europeos, tuvo que admitir que la casa de huéspedes era el último lugar en el que alguien pensaría encontrar a la sobrina del gobernador de Bombay.

Situada detrás de un alto muro de piedra junto a una pequeña calle lateral, la modesta casa estaba dispuesta alrededor de un patio central. Los dueños, una familia árabe, vivían en un ala, dejando las estancias principales y otras dos alas con dormitorios para los clientes.

De momento, los dos grupos eran los únicos clientes. Por lo que había entendido durante las negociaciones, Hamilton había alquilado la casa entera para toda su estancia.

No la había consultado, ni siquiera le había informado de sus intenciones. No le había contado nada en absoluto, simplemente la había conducido a ella y a su gente hasta ese lugar junto con sus propios empleados.

Al parecer allí estaban a salvo, o por lo menos todo lo a salvo que podrían estar.

Las implicaciones del ataque en los muelles al fin se habían hecho evidentes, pillándola por sorpresa. Emily comprendió que había estado muy cerca de morir, lo cual la había despejado bruscamente, y también sacudido. Pero también había generado varias preguntas, preguntas que no podía responder.

Sin embargo, estaba bastante segura de que Hamilton sí podría. En cuanto su gente estuvo instalada y ella se hubo adecentado, se dirigió a la estancia que servía como salón.

Encontró allí a Hamilton, solo, sentado en uno de los largos divanes cubiertos de cojines. Levantó la vista, la vio, y se puso en pie.

Con una sonrisa, Emily se acercó a él y se sentó en el diván que estaba a su izquierda. Frente a ellos las anchas puertas se abrían al patio con su pequeño estanque central y un árbol que ofrecía sombra.

—Yo… —el mayor volvió a sentarse—, espero que tenga todo lo que necesita.

—El alojamiento es adecuado, gracias —no era a lo que ella estaba acostumbrada, pero todo estaba limpio y resultaba lo bastante confortable. Serviría—. Sin embargo —ella fijó la mirada en su rostro—, tengo algunas preguntas, mayor, que espero pueda contestarme. Solo conseguí ver fugazmente a mi atacante, pero lo suficiente como para saber que se trataba de un fanático de la Cobra Negra. Lo que no entiendo es por qué atacarme a mí, o qué hace esa gente aquí, en Adén.

Ante la falta de una respuesta tranquilizadora, Emily prosiguió.

—El único contacto que he tenido con la Cobra Negra fue durante el incidente con el pobre capitán MacFarlane y el sobre que entregué de su parte a su amigo, el coronel Delborough. Doy por hecho que el ataque de hoy está relacionado con ello.

Gareth estudió atentamente su rostro, la expresión decidida, la franqueza de su mirada y, lamentándolo, renunció a la opción preferida de no revelar nada en absoluto. Si ella hubiera sido la típica damisela sin mucho seso… Pero detrás de esos encantadores ojos se agazapaba una mezcla de inteligencia, determinación y sin duda una potencialmente peligrosa curiosidad…

—Sospecho que los sectarios estaban aquí para interceptarme a mí y, sí, está relacionado con el sobre que llevó a Bombay. El único motivo que podrían tener para atacarla sería que la reconocieron, y o bien pensaron que seguía llevando el sobre, o simplemente querían castigarla por su implicación en la pérdida de ese sobre.

—¿Qué contenía ese paquete para que la Cobra Negra lo desee tan desesperadamente?

Tal y como él había pensado, era demasiado lista. Gareth había mantenido la esperanza de ocultar su misión, los aspectos más importantes, pero… esa mirada de color avellana verdoso era demasiado aguda, demasiado decidida. Muchos, ella desde luego, insistirían en que tenía derecho a saberlo, a saber más dado que la secta acababa de demostrar que no tenía intención de ignorar su participación en el asunto. Suspiró para sus adentros.

—Doy por hecho que preferirá que empiece por el principio.

—Así es.

—Cinco de nosotros: Delborough, el mayor Logan Monteith, el capitán Rafe Carstairs, James MacFarlane y yo mismo, fuimos enviados a Bombay por el gobernador general Hastings con instrucciones específicas de hacer lo que fuera necesario para llevar a la Cobra Negra ante la justicia —Gareth se reclinó contra los cojines, la mirada fija, en blanco, sobre la pared de enfrente—. Eso fue en marzo. En pocos meses ya habíamos identificado a la Cobra Negra, pero las evidencias eran circunstanciales, y dadas nuestras sospechas, el caso necesitaba ser irrefutable.

—¿Quién es la Cobra Negra?

Él volvió la cabeza y la contempló. Si se lo contaba… Pero la secta acababa de demostrar que le daba exactamente igual que ella lo supiera o no, y dado que estaba allí con él, que había sido vista con él…

—La Cobra Negra es Roderick Ferrar.

—¿Ferrar? ¡Cielo santo! Por supuesto, lo conozco.

—¿Qué opinión tiene de él?

—No me resulta agradable —ella arrugó la nariz.

—Y no lo es. De modo que sabíamos que era él, pero no teníamos ningún modo de demostrarlo de manera concluyente. Seguimos buscando… Y entonces, mientras James estaba en Poona, adonde había ido para recogerla, se encontró una carta de la Cobra Negra dirigida a uno de sus príncipes a sueldo. Ya habíamos encontrado cartas parecidas, pero esta era diferente. Estaba firmada por la Cobra Negra, pero llevaba el sello personal de Ferrar, el sello de anillo que lleva en el dedo meñique y que no se puede quitar. En cuanto usted nos trajo esa carta, ya tuvimos lo que necesitábamos, y como ya habíamos pedido instrucciones a Inglaterra, sabíamos lo que teníamos que hacer.

El mayor la vio apretar los labios con impaciencia, pero ya había adivinado al menos una parte.

—Tenemos que conseguir que esa carta, la original, llegue al duque de Wolverstone en Inglaterra. Ferrar, por supuesto, hará todo lo que esté en su considerable poder para detenernos. Las instrucciones que recibimos de Wolverstone, él es el cerebro de esta operación, fueron hacer cuatro copias y que cada uno de nosotros trajera una a casa, cada uno siguiendo una ruta diferente.

—Para que a la Cobra le resultara más difícil detenerlos.

—Desaparecido James —él asintió—, solo quedamos cuatro y todos vamos camino de Inglaterra. Solo uno de nosotros lleva la carta original, pero la Cobra no sabe cuál de nosotros es, de modo que tiene que intentar interceptarnos a todos.

—Y usted… —ella lo estudió con la cabeza ladeada. Reflexionó sin apartar la mirada de él antes de continuar—, sospecho que lo que lleva es una de las copias, un señuelo, por así decirlo.

—¿Cómo…? —Gareth se alegró de que no hubiera nadie más en la habitación.

—En el muelle —los labios de Emily se curvaron fugazmente—, usted y sus hombres querían perseguir a los sectarios. De haber estado en posesión de la carta original, no habrían corrido ese riesgo. Se defenderían, no atacarían, harían todo lo posible por no llamar la atención.

—Sí, bueno, pues a partir de ahora estaremos huyendo —él soltó un bufido—. Mis órdenes son claras, tengo que hacer todo lo que pueda para distraer a los sectarios de aquí al Canal, hacer todo lo que pueda para que me persigan, conseguir que la Cobra lance todas las fuerzas que pueda y que tenga en Europa contra mí.

—Sin poner en evidencia que lo que lleva es una copia y no el original —Emily asintió antes de fruncir el ceño—. No llevará la carta encima, ¿verdad?

—No —Gareth no encontró ninguna razón para no decírselo—. Está en uno de esos portarrollos de madera que los indios utilizan para transportar documentos.

—Entiendo —ella volvió a estudiarlo atentamente—. Lo lleva Arnia.

—Es imposible que sea tan obvio —él la miró fijamente.

—Yo se lo confiaría a ella —Emily se encogió de hombros—, pertenece a una tribu de guerreros, una tribu bastante peligrosa, supongo, aunque para los sectarios será prácticamente invisible. Jamás pensarían en ella.

—Watson mencionó que había decidido regresar a casa por tierra —Gareth gruñó, en parte aplacado—, que esperaba poder ver las pirámides y otras cosas de interés por el camino.

—Me pareció buena idea ver algo más del mundo mientras pueda —ella volvió a encogerse de hombros—, y dado que ya estaba en Bombay…

—En cualquier caso, ahora que la secta la ha visto, y que les haría claramente feliz lastimarla, sería más inteligente, por seguridad, unir los dos grupos, al menos hasta llegar a Alejandría —él hizo una pausa antes de continuar—. No creo que Ferrar conociera nuestra misión antes de que abandonáramos Bombay, pero debe haberla averiguado poco después, y ha movido ficha rápidamente para que los sectarios nos adelanten. Tengo la sensación de que nos estaban esperando, vigilando los muelles. Ya estaban allí.

—¿Y eso significa que puede que vayan por delante de nosotros, potencialmente, hasta casa?

—Si yo fuera Ferrar —él asintió—, y en su situación actual, eso es lo que haría. Además, tiene hombres de sobra, lo cual por supuesto es el principal objetivo de mi misión: reducir sus fuerzas.

Emily asintió con expresión pensativa. Al ver que no decía nada, él decidió continuar.

—Entonces, ¿está de acuerdo en que lo mejor es que sigamos camino juntos? ¿Unir nuestros grupos en aras de la seguridad?

Concretamente la de ella.

Para alivio del mayor, ella sonrió.

—Sí, por supuesto. No veo ningún motivo por el que no deberíamos proseguir juntos. Llevo conmigo a mi doncella, y dadas las circunstancias, mis padres lo aprobarían.

—Excelente —Gareth tenía la sensación de que acababa de quitarse un peso de encima. Y, sin embargo, acababa de asumir toda la responsabilidad de la seguridad de la joven. De su vida. Con los sectarios libres, no estaba exagerando ni un poco.

—Además —ella continuaba sonriéndole—, me impliqué en este asunto al intentar ayudar al pobre capitán MacFarlane, y en vista de su sacrificio me siento obligada a hacer lo que pueda, por poco que sea, para asegurar el éxito de su misión.

La mención de James le recordó al mayor que, en cierto modo, él había ocupado su lugar, asumiendo la responsabilidad que había sido originalmente de su compañero: asegurar que la señorita Ensworth llegara sana y salva a su hogar.

Por un instante tuvo la sensación de que el fantasma de James había aparecido en la habitación. Casi podía ver su despreocupada sonrisa. James había muerto como un héroe. Era brillante y atractivo, unos pocos años mayor que la señorita Ensworth, con lo cual no sería sorprendente que, dadas las circunstancias, la joven tuviera algún sentimiento romántico hacia su amigo fallecido.

Se preguntó si era eso lo que estaba viendo en sus ojos.

Bruscamente, se levantó del diván.

—Debo organizar los turnos de guardia con los demás, toda precaución es poca. La veré para cenar.

—Necesitaremos decidir cómo continuar el viaje —ella inclinó la cabeza.

—Mañana consultaré nuestras opciones. Le informaré en cuanto lo sepa —el mayor echó a andar hacia la puerta.

—Excelente, lo hablaremos por la mañana.

—Por la mañana —él se volvió desde la puerta y asintió.

Gareth echó a andar por el pasillo, recuperando cierta sensación de alivio. La joven se había mostrado de acuerdo con que viajaran juntos. Así sería capaz de mantenerla a salvo. Esa había sido la cuestión crítica. En cuanto había visto al sectario correr hacia ella en el muelle, había comprendido que tendría que mantenerla a su lado, seguramente hasta llegar a Inglaterra, hasta poder dejarla en algún sitio en el que la secta no pudiera alcanzarla.

No era una responsabilidad de la que pudiera escabullirse, entre otras cosas porque su honor no se lo permitiría. Esa mujer se había convertido en un objetivo de la Cobra Negra al ayudarles en la misión y él y sus compañeros, incluido James, estaban en deuda con ella. Si ella no hubiese cumplido con su parte llevando la carta hasta Del, todavía estarían persiguiendo sectarios por la India, y la Cobra Negra continuaría impunemente con su reinado de terror y destrucción.

En cambio, y gracias en gran parte a Emily Ensworth, la Cobra Negra era quien se encontraba persiguiéndolos a ellos.

Lo único que tenían que hacer era mantenerse un paso por delante de los esbirros de ese demonio y todo iría bien.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

3 de octubre de 1822

Por la mañana.

En una casa de huéspedes en el barrio árabe de Adén

 

Querido diario:

 

Anoche me sentía demasiado distraída para escribir. Sospecho que durante mi viaje las aportaciones a este diario pueden variar en función de las circunstancias. ¡Pero vamos con la noticia! En primer lugar, he averiguado que el mayor Hamilton es totalmente inocente de cualquier sospecha de cobardía al regresar a su casa. En efecto, se encuentra en una misión para exterminar a la Cobra Negra y, con ello, vengar a su amigo, MacFarlane. Yo ya tenía la sensación de que el mayor no podía ser un cobarde, ¿cómo iba a serlo mi «él»? Pero debo admitir que no tenía ni idea del nivel de la noble empresa en la que él y sus amigos se han embarcado. Es toda una lección de humildad, y estoy encantada de poder escribir que, gracias a un giro del destino, al parecer yo también voy a poder desempeñar un papel. Por tanto la segunda parte de mi noticia es que vamos a juntar nuestras comitivas, ¡y seguir viaje juntos!

Si bien debo admitir que no me hace ilusión encontrarme con más sectarios, pues son unos fanáticos enloquecidos, sí me siento movida a hacer todo lo que pueda para vengar al pobre MacFarlane dado que, a fin de cuentas, estaba allí y murió allí mientras me estaba escoltando. Sin embargo, mi principal motivación al acceder a la petición de Hamilton de unir nuestras fuerzas es mucho más prosaica. ¿Y si la rechazaba y algo le sucediera? ¿Algo que yo podría haber evitado estando con él?

No. Ahora que sé que no es ningún cobarde, de hecho es todo lo contrario, y que la oportunidad de ayudarlo se ha cruzado en mi camino, si, a tenor de mi creciente sospecha dada la tormenta sensorial que sigue provocando en mí, es mi «él», entonces es indiscutible que yo continúe a su lado.

Dicho lo cual, estoy escribiendo esta mañana tras haber averiguado que dispongo de tiempo libre. Me levanté fresca y descansada, y salí de mi habitación dispuesta a discutir con él la continuación del viaje, tal y como pensaba que habíamos acordado, pero él ya había abandonado la casa. Al parecer su concepto de «mañana», es antes de las ocho, lo cual no es una buena noticia para comenzar nuestro viaje en común.

E.

 

Gareth regresó a la casa de huéspedes al mediodía junto con Mooktu. Intercambió algunas palabras con Mullins, que se encontraba en su turno de guardia a la entrada del muro, cruzó la puerta y encontró a Bister afilando espadas y diversos cuchillos junto al estanque del patio.

Bister, un muchacho del barrio obrero de Londres, que se había unido a Gareth el año anterior en la campaña de la Península, y había permanecido desde entonces con él, levantó la mirada.

—¿Nos pondremos pronto en marcha?

—Mañana por la noche es lo más pronto posible —Gareth asintió y miró hacia la casa—. ¿Todo tranquilo por aquí?

—Eso parece —Bister regresó a la piedra de afilar—. Pero la dama está en el salón, creo que lo está esperando. Lleva un buen rato caminando enérgicamente.

A Gareth no le sorprendió saber que la señorita Ensworth estaba ansiosa por conocer los arreglos.

—Hablaré con ella ahora, le daré la noticia. Tú puedes contárselo a los demás. Nos marchamos mañana con la marea de la noche.

Bister asintió.

En lugar de utilizar la puerta principal, Gareth se dirigió a la puerta que daba al salón. Se detuvo en la entrada y, cuando su cuerpo dibujó una sombra en la habitación, la señorita Ensworth, que en efecto estaba caminando de un lado a otro, se giró bruscamente.

—¡Ah, es usted!

—Sí —el mayor frunció el ceño para sus adentros ante el tono empleado por la joven, no muy seguro de qué emoción escondía—. Tengo vigilantes en la puerta y en el patio, no hay motivo para pensar que los sectarios puedan entrar aquí.

—Ese pensamiento ni siquiera había pasado por mi mente —ella lo miró.

Entonces no era miedo. Antes de poder elaborar su siguiente comentario, ella continuó.

—Le estaba esperando para discutir la continuación del viaje.

—En efecto —quizás no fuera más que impaciencia. Había cierto tono seco en sus palabras que le hacían pensar en brazos cruzados y pies dando golpecitos en el suelo. Dado que la joven seguía de pie, él también permaneció así—. Nos marchamos mañana por la noche con la marea. Habría preferido irnos antes en algún barco rápido, pero esa era la mejor opción —fijó su mirada en los ojos verdosos, cada vez más abiertos—. Me temo que iremos en una barcaza, de modo que el trayecto por el estrecho hasta el mar Rojo será lento, pero, en cuanto lleguemos a Mocha, deberíamos poder alquilar una goleta que nos lleve a Suez.

El mayor no podría jurarlo, pero le pareció que la joven tenía la mandíbula desencajada.

—Ya lo ha dispuesto todo.

No hacía más que afirmar lo obvio, pero en un tono de voz extrañamente distante.

Él asintió, crecientemente inquieto, inseguro de cuáles eran los pensamientos de esa mujer. Inseguro de ella.

—Tenemos que marcharnos lo antes posible, de modo que…

—Yo creía que íbamos a discutir nuestras opciones.

Gareth rememoró la conversación de la tarde anterior.

—Dije que evaluaría nuestras opciones, y que se lo comunicaría en cuanto lo supiera. La barcaza es nuestra mejor opción para escapar de los sectarios.

—¿Y por qué no ir a caballo? —ella alzó la barbilla—. La gente va a Mocha a caballo, es la ruta habitual para los correos. Y, sin duda, es mejor estar en movimiento que atrapados en un, si lo he entendido bien, navío de avance lento.

Aquello era cierto, pero… ¿Estaba discutiendo con él?

—La carretera que va a Mocha atraviesa el desierto y unas colinas rocosas, ambos lugares habitados por bandidos con los que los gobiernos tienen acuerdos para que dejen pasar a sus correos. Y esa es la ruta que los sectarios esperan que tomemos. Nos pisarán los talones en cuanto abandonemos la ciudad o, peor aún, nos esperarán en algún paso. No me cabe duda de que será una excelente amazona, y toda mi gente son jinetes expertos, pero ¿qué me dice de su doncella, y Mullins y Watson? ¿Serán capaces de seguirnos durante una enloquecida persecución?

Ella le sostuvo la mirada antes de entornar lentamente los ojos. Sus labios formaban una fina línea.

El momento se hizo eterno. Él no estaba acostumbrado a consultar nada con nadie, estaba acostumbrado a estar al mando. Y, si iban a viajar juntos, esa mujer iba a tener que aceptar que solo podía haber un jefe.

Se estaba preparando para la batalla cuando, para su sorpresa, la expresión de la joven cambió, aunque él no habría podido describir exactamente cómo, y asintió. Una vez.

—De acuerdo, la barcaza pues.

A lo lejos se oyó una campana que llamaba a la comida.

Para mayor sorpresa e inquietud del mayor, por no mencionar su incomodidad, ella le sonrió resplandeciente.

—¡Excelente! Me muero de hambre. Y, dado que ya hemos concretado nuestro medio de transporte, podemos empezar a reorganizar el equipaje.

Emily se dio media vuelta y, con la cabeza muy alta, encabezó la marcha.

Él la siguió más bien despacio, la mirada fija en la espalda de la joven, la sensación de perplejidad. Debería sentirse contento de que ella hubiera accedido. Se dijo a sí mismo que así era, pero también sentía…

Hasta que no estuvo tumbado en la cama aquella noche no encontró la palabra exacta para describir cómo se sentía sobre esa conversación.

Complacido.

Gareth soltó un bufido, se giró en la cama y se tapó hasta los hombros con la sábana. No estaba preocupado, Emily aprendería.

 

 

4 de octubre de 1822

Todavía en Adén, en la casa de huéspedes

 

Querido diario:

 

Dentro de unas pocas horas iniciaremos la primera parte de nuestro viaje a casa juntos y, en cuanto nos hayamos marchado, él, Gareth, el mayor Hamilton, ya no podrá enviarme de vuelta. Estuve a punto de explicarle que yo no era uno de sus hombres y que por tanto no debería asumir que simplemente aceptaré cualquier decisión que él tome, pero recordé a tiempo que en Adén estamos al alcance de los barcos de la compañía. Si se le metiera en la cabeza que mi compañía es demasiado complicada o, como diría él mismo, demasiado peligrosa, entonces no sería extraño que contratara un balandro y me hiciera embarcar junto con mi séquito, bien de regreso a Bombay o hacia el Cabo, para que luego pudiera tomar un barco regular a casa.

Por tanto cambié bruscamente el tono. Dada mi necesidad de saber más de él, la oportunidad de compartir el viaje a casa, el contacto diario y la proximidad, es demasiado buena para dejarla escapar.

Cierto que esa costumbre de mandar está tristemente arraigada en él, pero ya le dejaré clara mi opinión al respecto más adelante.

Pensándolo bien, no podría haberlo planeado mejor. Qué ironía deber esta oportunidad para confirmar y, con suerte y con el tiempo, amarrar a mi «él», el único caballero para mí, a ese horrible demonio de la Cobra Negra.

E.

 

Regresaron a los muelles con el sol convertido en una brillante bola de fuego sobre el mar. El ángulo bajo de la luz que se reflejaba en las olas dificultaba reconocer a la gente. Gareth confiaba en que los sectarios mantuvieran los pañuelos de seda negra atados a la cabeza, su único rasgo fácilmente identificable.

Miró a Emily, que caminaba ágilmente a su lado. Ante su sugerencia, se había puesto un vestido de color pardo y el parasol estaba a buen recaudo en el equipaje. A esa hora, todas las personas que había en los muelles caminaban con determinación, todos los navíos dispuestos para aprovechar la marea de la noche, de modo que su avance rápido no desentonaba del de los demás.

Lo que sí podría haber llamado la atención de un agudo observador era el modo en que él, y los otros hombres del pequeño grupo, observaban constantemente a la multitud, pero eso era inevitable. Los sectarios sin duda estarían en los muelles

Había conseguido no pensar demasiado en Emily, en un aspecto personal. Seguía intentando que su mente se adaptara y la etiquetara como señorita Ensworth, preferentemente acompañándolo de las palabras «la sobrina del gobernador», para más seguridad, pero su mente tenía otras ideas. Caminando por el muelle donde unos pocos días antes la había salvado de la daga de un asesino, era incapaz de ignorar su presencia, su cuerpo, delgado, cálido y con curvas, moviéndose elegantemente a su lado.

La deseaba tener mucho más cerca, por lo menos su mente y su cuerpo así lo hacían. Los dos recordaban, recreaban, las sensaciones de los instantes en los que la había sujetado protectoramente contra su cuerpo.

Ese instante en el que algo profundamente enterrado en su interior había aflorado a la superficie y rugido: «mía».

El mayor sacudió la cabeza en un esfuerzo inútil por disipar la distracción.

—¿Qué pasa? —preguntó ella levantando la mirada.

No podía reprocharle su concentración, los ojos abiertos, alerta. El mayor miró hacia los barcos.