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Era un despiadado e implacable millonario… acostumbrado a negociar. La modelo y heredera Angelique Marchand estaba furiosa. El famoso playboy Remy Caffarelli, increíblemente guapo y arrogante, le había arrebatado la mansión escocesa de su madre ganándola en una partida de cartas. Angelique logró localizarlo en Oriente Medio y decidió enfrentarse a él y reclamar lo que era suyo por derecho, pero, cuando los encontraron en la habitación de su hotel, los dos enemigos se vieron forzados a contraer matrimonio. Y, sorprendentemente, en lugar de anular la boda, Remy quiso explotar su matrimonio por negocios… y por placer.
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Seitenzahl: 174
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Melanie Milburne
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Una proposición forzada, n.º 2290 - febrero 2014
Título original: Never Gamble with a Caffarelli
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4022-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
–¿Cómo que la has perdido? –Angelique miraba a su padre con expresión de horror.
Henri Marchand se encogió de hombros con aparente indiferencia, pero se le movía la nuez arriba y abajo como si hubiera tragado algo desagradable. Claro que perder la mansión de su difunta esposa, un castillo en las Tierras Altas de Escocia, durante una partida de cartas en Las Vegas debía de ser el trago más amargo de su vida.
–Todo iba bien hasta que Remy Caffarelli me engañó haciéndome creer que estaba pasando una mala racha. Jugamos durante horas y él perdía todas las partidas...
–¿Qué?
–Pensé que podría desplumarlo de una vez por todas y me lo jugué todo en la última... y entonces me ganó.
Angelique sintió un escalofrío en la espina dorsal.
–Dime que Remy Caffarelli no es el nuevo propietario de Tarrantloch.
Remy era su peor enemigo, el hombre al que intentaba evitar a toda costa. Incluso evitaba pensar en él.
–La recuperaré –afirmó su padre, con la arrogante confianza de un jugador–. Lo retaré a otra partida y no podrá negarse...
–¿Quieres perderlo todo? –exclamó ella, exasperada–. Remy siempre te ha tenido atravesado, pero tú empeoraste la situación al sabotear la construcción de ese complejo hotelero en España. ¿Cómo has podido caer en una trampa tan absurda?
–La próxima vez ganaré, ya lo verás. Se cree muy listo, pero yo le daré donde más le duela.
Angelique no podía creérselo. ¿Cómo podía haber entregado la querida mansión familiar a Remy Caffarelli? ¡Tarrantloch ni siquiera era suyo! Supuestamente, el castillo y la finca eran controlados por un fideicomiso hasta que ella cumpliese los veinticinco años y eso ocurriría en unos meses.
Su santuario, su refugio. El único sitio en el que podía ser ella misma sin tener cientos de cámaras cegándola a todas horas.
Perdido para siempre.
Y en manos de su enemigo.
Remy debía de estar disfrutando como nunca. Podía imaginárselo con una sonrisa de satisfacción en esa boca tan sensual y con sus ojos marrones brillando de insolencia...
Mientras a ella le hervía la sangre.
La amarga rivalidad entre las dos familias duraba ya más de diez años. El abuelo de Remy, Vittorio, había sido amigo íntimo y socio de su padre, pero Henri había decidido retirar súbitamente la financiación de un complejo hotelero en España a la que ya se había comprometido, poniendo en peligro el imperio financiero de los Caffarelli, y los dos hombres jamás volvieron a dirigirse la palabra.
Había esperado que fuese Remy quien intentara vengarse porque, de los tres hermanos, era el que tenía más relación con su abuelo, aunque esa relación no fuera afectuosa o cercana. Sospechaba que necesitaba ganarse la aprobación y el respeto de Vittorio, algo que ni Rafe ni Raoul habían conseguido a pesar de haber hecho sus fortunas fuera del imperio familiar.
Pero Angelique había tenido encontronazos con Remy incluso antes de la ruptura entre las dos familias. A ella le parecía un hombre altivo y temerario, Remy pensaba que era una niña malcriada siempre en busca de atención. La diferencia de ocho años entre los dos no había ayudado mucho, aunque era la primera en admitir que no había sido fácil relacionarse con ella, especialmente tras la muerte de su madre.
Angelique le dio la espalda a su padre, que estaba intentando borrar el amargo sabor de la derrota con un trago de coñac.
–Mamá estará revolviéndose en su tumba... y sus padres y sus abuelos con ella. ¿Cómo has podido ser tan estúpido?
Henri apretó los labios, airado.
–Cuidado con lo que dices, jovencita. Recuerda que soy tu padre. No voy a permitir que me hables como si fuera un idiota.
Ella irguió los hombros.
–¿Qué piensas hacer, insultarme como insultabas a mamá? ¿Abusar de mí emocionalmente hasta que tome una sobredosis de pastillas solo para alejarme de ti como hizo ella?
El silencio era tenso, amenazante.
Angelique sabía que era peligroso enfadar a su padre.
Y mencionar lo que nunca debería ser mencionado.
Durante toda su infancia había ido de puntillas para evitar su ira y, de niña, había visto cómo su madre perdía la autoestima hasta convertirse en una sombra de lo que había sido.
Aunque su padre jamás le había levantado la mano, la amenaza potencial siempre estaba ahí.
Años atrás, Angelique había intentado complacerlo, pero nada de lo que hacía era suficientemente bueno y, al final, había decidido hacer todo lo contrario. Desde los diecisiete años había intentado avergonzarlo deliberadamente, por eso se había empeñado tanto en su carrera como modelo de prendas de baño. Ella sabía cuánto lo molestaba que apareciese en revistas, catálogos y carteles por toda Europa. Había buscado escándalos en la prensa, sin importarle que cimentasen una reputación de chica irresponsable y malcriada a quien solo le interesaba ir de fiesta...
–Si no tienes cuidado, acabaré desheredándote –la amenazó él, con los dientes apretados–. Le dejaré todo mi dinero a un refugio de animales.
Angelique podría haber dicho: «Muy bien, hazlo», pero la fortuna que amenazaba con arrebatarle había sido de su madre y haría lo que tuviese que hacer para recibir lo que era suyo por derecho.
Empezando en aquel mismo instante.
El desierto de Dharbiri era uno de los sitios favoritos de Remy. Uno de sus amigos de la universidad, Talib Firas Muhtadi, era príncipe de aquel antiguo país que había visitado muchas veces. Le gustaba el desierto interminable, el ulular del viento en el aire sofocante, los vibrantes colores del atardecer y la sensación de estar solo en el mundo, aunque las leyes y costumbres casi feudales fuesen tan diferentes a su vida diaria. Nada de alcohol, nada de juego, nada de mujeres sin acompañante femenina.
Le gustaba su vida, pero de vez en cuando sentía la necesidad de desconectar e ir allí para recargar baterías.
El aire, seco y ardiente, era un gran contraste con el otoño en Italia, donde había pasado un par de días con su abuelo, Vittorio Caffarelli, un hombre difícil, amargado y a veces violento. Le gustaba aparecer sin avisar, algo que molestaba inmensamente a su abuelo, quedarse un par de días y marcharse después sin decir adiós.
Le gustaba Italia, pero no era fácil decir dónde se sentía más como en casa. Su herencia italofrancesa y su educación en un internado británico lo habían convertido en un ciudadano del mundo y hasta aquel momento no tenía un sitio que pudiese llamar su hogar. Había vivido siempre en hoteles y le gustaba no saber dónde iba a residir la semana siguiente. Le gustaba moverse por todo el mundo, haciendo negocios aquí y allá, consiguiendo lo que no conseguía nadie.
Remy sonrió.
Por ejemplo, ganarle aquella partida a Henri Marchand en Las Vegas. Había sido una jugada maestra. No quería presumir demasiado, pero la verdad era que se sentía orgulloso de sí mismo.
Había golpeado a Henri Marchand donde más le dolía quitándole el famoso castillo escocés a ese tramposo.
Era una victoria muy dulce.
Tarrantloch era una de las fincas más bellas y prestigiosas de Escocia, un refugio ideal para cazar, pescar y organizar fiestas con sus amigos. Un sitio que tal vez algún día podría ser su hogar. Podría haber ido allí directamente para tomar posesión de la casa, pero no quería parecer demasiado impaciente.
No, era mejor dejar que Henri Marchand y su malcriada hija, Angelique, pensaran que no estaba demasiado interesado.
Habría mucho tiempo para restregárselo por su respingona nariz.
Y estaba deseando hacerlo.
Conseguir un vuelo a Dharbiri no había sido fácil, pero llegar hasta Remy Caffarelli era tan difícil como intentar atravesar la seguridad de un aeropuerto con una maleta cargada de granadas.
Angelique apretó los dientes por enésima vez. ¿Tenía ella aspecto de terrorista?
–Tengo que hablar con el señor Caffarelli, es algo muy urgente. Un problema familiar.
El empleado de recepción la miró con frialdad y Angelique supuso que estaba acostumbrado a las hordas de mujeres que darían una pierna y un brazo por estar unos minutos con el arrebatadoramente atractivo Remy Caffarelli.
Como si ella fuese a caer tan bajo.
–Monsieur Caffarelli no está disponible en este momento –dijo el hombre–. Está cenando con el príncipe y su esposa y, según el protocolo, no puede ser interrumpido a menos que se trate de un asunto de máxima urgencia.
Angelique tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco. Tendría que probar con otra táctica, pensó. Ella estaba acostumbrada a salirse con la suya, a superar al contrario.
Esa era su especialidad.
No tardó mucho en sobornar a una joven camarera, que la reconoció por la portada de una revista en la que había aparecido recientemente. Solo tuvo que darle un autógrafo para que la dejase entrar en la suite de Remy.
Según la joven, nadie salvo Remy debía encontrarla allí. Aparentemente, había protocolos estrictos sobre el comportamiento de hombres y mujeres y, aunque le molestaba tener que esconderse hasta que él entrase en la habitación, decidió ser precavida.
Angelique miró alrededor, buscando algún escondite.
¿Tras las cortinas? No, allí la encontrarían fácilmente.
¿El cuarto de baño? No, alguna camarera podría entrar para limpiar el caos que Remy había dejado.
Angelique miró el armario de la habitación, que ocupaba toda una pared.
Esconderse en un armario era un cliché, sí.
Pero también era el escondite perfecto.
Remy experimentó una extraña inquietud al entrar en la suite. Tenía la sensación de que no estaba exactamente como la había dejado. Había cancelado el servicio de limpieza porque no le gustaba que hubiese gente entrando y saliendo a todas horas y estaba seguro de que no habrían contravenido sus indicaciones.
Después de cerrar la puerta se quedó inmóvil.
Esperando.
Aguzando el oído.
Su ordenador portátil seguía abierto sobre el escritorio, la lata de refresco donde él la había dejado...
Entonces miró la puerta abierta del palaciego dormitorio. El edredón estaba arrugado porque se había sentado en él para hablar por teléfono con uno de sus empleados de Mónaco y la toalla que había usado seguía en el suelo, la ropa tirada sobre una silla...
Era el jet lag, se dijo, mientras se quitaba la chaqueta del esmoquin y la tiraba sobre el brazo de un sillón. Luego, se aflojó el nudo de la corbata, que había estado ahogándolo toda la noche. Pero las reglas eran las reglas y no le importaba cumplir con ellas porque allí podía olvidar que era el hermano menor de la dinastía Caffarelli.
Allí no había nadie comparándolo con sus hermanos mayores o con su abuelo, un hombre imposible de complacer.
Allí era tan libre como un halcón del desierto.
Angelique contuvo la respiración durante tanto tiempo que pensó que iba a desmayarse, pero quería esperar hasta que Remy estuviera un poco relajado antes de salir del armario.
Aunque no había mucha ropa en ese armario porque Remy lo dejaba todo tirado en cualquier parte. Y el cuarto de baño era un asco, con el lavabo lleno de espuma de afeitar, toallas húmedas en el suelo...
Eso confirmaba lo que ya sabía: Remy Caffarelli era un playboy mimado, con más dinero que sentido común. Un hombre que había crecido rodeado de criados dispuestos a hacer lo que fuera para satisfacer todos sus caprichos.
Era un poco injusto por su parte señalarlo con el dedo cuando también ella había crecido rodeada de lujos, pero al menos ella era una persona ordenada. Y capaz de hacer una comida gourmet con un brazo atado a la espalda.
Remy jamás había entrado en la cocina.
Seguramente, ni siquiera era capaz de hervir un huevo.
Angelique apretó los puños.
Pero sí hacía que le hirviera la sangre.
Lo oyó moviéndose por la suite, abriendo una lata, no podía ser alcohol porque estaba prohibido en Dharbiri. No sabía mucho sobre el país, pero sí que había severas condenas por consumir licor de contrabando.
Lo oyó teclear en el ordenador y luego una risa ronca, como si hubiera visto algo que le hiciese mucha gracia.
Se le encogió el estómago.
Tenía una risa muy agradable y una sonrisa bonita. Una boca preciosa, francamente. De hecho, ella se había pasado la mayor parte de sus años adolescentes fantaseando con esa boca.
«Para ahora mismo, pedazo de tonta. No vas a pensar en su boca o en ninguna otra parte de su cuerpo, por fabuloso que sea».
Cuando estaba a punto de salir del armario, alguien llamó a la puerta de la suite y Angelique se detuvo, sorprendida.
¿Remy estaba esperando a alguien?
Tal vez a una de sus admiradoras.
«Ay, Dios».
Si tenía que quedarse allí mientras él hacía el amor con alguna rubia...
–¿Monsieur Caffarelli? –escuchó una voz seria procedente del el pasillo–. Necesito hablar un momento con usted.
–¿Ah, sí? –lo oyó decir, con ese tono encantador y falso que tan bien dominaba.
El hombre se aclaró la garganta, como si lo que iba a decir fuese algo incómodo para él.
–Hemos sabido que hay una joven en su habitación.
–Pardon? –exclamó Remy.
–Como usted sabe, monsieur Caffarelli, según las leyes de Dharbiri ninguna mujer soltera puede estar a solas con un hombre sin ir acompañada, a menos que sea su hermana o su esposa. Y tenemos razones para creer que hay una mujer en su habitación que no es ni lo uno ni lo otro.
–¿Está usted loco? –exclamó él, incrédulo–. Conozco bien las leyes. Llevo años viniendo a Dharbiri y jamás haría nada que ofendiese al jeque Muhtadi.
–Una empleada del hotel ha confesado haber permitido la entrada a una mujer en su suite –insistió el funcionario–. Y queremos comprobar si es cierto.
–Muy bien, mire donde quiera –dijo Remy, tan arrogante como siempre–. No encontrará a nadie.
Angelique contuvo el aliento. Con el corazón latiéndole como una apisonadora, se apretó contra la pared del armario esperando poder ocultarse entre las sombras. Incluso cerró los ojos como una niña jugando al escondite, pensando que si no podía ver, tampoco la verían a ella.
Oyó pasos moviéndose por la suite, puertas que se abrían y se cerraban, movimiento de cortinas. Incluso los cajones de la cómoda fueron abiertos y cerrados.
¿Los cajones? ¿Pensaban que una mujer cabía en un cajón?
–¿Lo ve? –exclamó Remy–. Aquí no hay nadie más que yo.
–El armario –escuchó entonces otra voz, la de un hombre mayor. Angelique casi podía imaginárselo señalando su escondite con el dedo–. Vamos a mirar en el armario.
–Lo dirá en broma. ¿De verdad cree que escondería a una mujer en el armario?
Las puertas de espejo se abrieron en ese momento y Angelique, desesperada, levantó los brazos.
–¡Sorpresa!
Remy no se podía creer lo que estaba viendo y parpadeó varias veces para comprobar que no era un truco de su imaginación.
Angelique Marchand no podía haber aparecido dentro de su armario.
Pero era ella.
–¿Qué demonios haces aquí? –le espetó, fulminándola con la mirada.
Angelique salió del armario como si estuviera caminando por una pasarela. Se movía como un felino, sinuosa, con esas piernas tan largas, esos labios carnosos, esos ojos azul grisáceo cargados de reproche...
–Esa no es manera de darme la bienvenida. Qué malos modales.
Remy podía sentir su furia subiendo como la espuma. Nadie lo enfadaba tanto como aquella mujer. Era malcriada, egoísta, dispuesta a salirse siempre con la suya.
¿Qué demonios estaba haciendo allí, en Dharbiri, en su habitación?
¿Tenía idea del problema que estaba creando?
Lo había hecho quedar como un mentiroso y la confianza lo era todo en un sitio como Dharbiri. Él era amigo del príncipe, pero saltarse las reglas estaba prohibido.
Podrían deportarlo.
Incluso meterlo en la cárcel.
De repente, se le heló la sangre en las venas.
Azotarlo.
–Espero que tengas una buena explicación –le dijo, con los dientes apretados.
Ella se apartó la larga, ondulada y brillante melena negra para colocársela sobre el hombro.
–He venido para hablar de mi casa. Tienes que devolvérmela –respondió, clavando en él una mirada de acero–. No pienso irme de aquí hasta que me hayas devuelto las escrituras de Tarrantloch.
–Monsieur Caffarelli –empezó a decir uno de los funcionarios, con un tono que dejaba claro su enfado–. ¿Le importaría verificar que esta joven está emparentada con usted? Si no es así, tendremos que expulsarla del hotel y entregarla a las autoridades.
¿Entregarla a las autoridades?
A Remy no le gustó nada cómo sonaba eso. Por mucho que odiase a Angelique, no podría soportar que nadie le hiciese daño.
Respirando profundamente, esbozó una sonrisa conciliadora.
–Me temo que se trata de un pequeño malentendido. No sabía que mi prometida fuese a aparecer en Dharbiri para darme una sorpresa.
–¿Prometida? –exclamaron al mismo tiempo Angelique y el funcionario.
–Estamos intentando mantener en secreto el compromiso. La prensa es tan pesada en Europa... no nos dejarían en paz.
El hombre irguió los hombros, su expresión era tan seria como la de un sargento.
–Puede que esta joven sea su prometida, pero va contra las leyes de Dharbiri que esté a solas con usted sin una acompañante.
–Bueno, entonces buscaremos una acompañante –dijo Remy–. Además, no va a estar aquí mucho tiempo, ¿verdad, ma chérie?
Angelique apretó los dientes.
–El tiempo que haga falta, mon trésor.
El funcionario hinchó el pecho.
–Me temo que no podrán salir de Dharbiri sin estar legalmente casados.
–¡Casados! –exclamaron Angelique y Remy al unísono.
–Lo dirá en broma –dijo ella, mirando al funcionario con los ojos como platos–. Tiene que ser una broma.
–No está bromeando –murmuró Remy, llevándola aparte–. Cálmate.
Aunque era él quien debería calmarse. Jamás había tenido que pensar tan rápido en toda su vida. Había dicho que estaban prometidos casi sin pensar, pero tal vez ni eso sería suficiente para sacarlos del apuro.
–No voy a casarme contigo –susurró Angelique–. Prefiero morirme.
–Sí, bueno, puede que tengas que elegir entre una y otra opción. No estamos en Francia, Italia o Inglaterra, ¿no se te ha ocurrido investigar algo sobre Dharbiri antes de venir?
–No pensé...
–Ya, claro, no pensar es algo que haces muy bien –la interrumpió Remy.
Angelique apretó los puños.
–Pensé que eras amigo del príncipe. ¿Él no puede hacer algo?
–Me temo que no –respondió Remy, que ya había tenido aquella conversación con su amigo en la época de la universidad–. La familia real de Dharbiri tiene mucho poder, pero no el suficiente como para cambiar leyes de las tribus más antiguas de la provincia.
–¡Pero son unas leyes ridículas!
–Si vas a seguir insultando a Dharbiri no esperes que arriesgue mi vida por ti –le advirtió Remy.
Angelique abrió y cerró la boca, pero no dijo nada. Aparentemente, se había quedado sin palabras, aunque Remy estaba seguro de que la tregua no duraría mucho tiempo. Él sabía lo afilada que podía ser su lengua y su afición a decir siempre la última palabra.
Él era la única persona que no se lo permitía.
–Monsieur Caffarelli –el funcionario dio un paso adelante–. Debemos irnos ahora mismo. Tenemos que preparar la ceremonia para mañana a primera hora de la mañana.
–Pero... –empezó a decir Angelique.
–Buscaremos un hotel para su prometida. Comprenderá que no puede pasar la noche en su suite.
–Claro, claro –Remy sonrió de nuevo–. Lo entiendo perfectamente y les pido disculpas por el comportamiento de mi prometida. A veces es un poco impulsiva, pero cuando estemos casados me aseguraré de que controle su fuerte carácter.
Sonrió para sí mismo al ver que Angelique se ponía colorada. Sabía que estaba furiosa, podía verlo en su postura y en el brillo de sus ojos. Era una pena que necesitaran acompañante... le habría gustado ver esa furia cuando por fin la liberase.
Angelique se volvió hacia el funcionario de más edad con expresión tímida y avergonzada, moviendo esas larguísimas pestañas como solo ella sabía hacer.
–Por favor, ¿podría hablar un momento a solas con mi... prometido? Dejaremos abierta la puerta de la suite. ¿Eso sería aceptable?
El hombre asintió con la cabeza, indicándole a su compañero que lo siguiera al pasillo.
Remy sintió la ira de Angelique en cuanto se dio la vuelta para mirarlo.